V
Toda la vida he estado dedicado a tareas propias de Sísifo, y, dado el dolor y el temblor de mis músculos, no es extraño que soñara en que estaba empujando cuesta arriba a mi abuela, sentada en una silla de ruedas, a través de un oscuro territorio. Nos hallábamos rodeados por una brillante luz. Mi abuela era extraordinariamente pesada. Yo sentía un gran temor. El olor a humo de leña me llenaba la nariz. Yo había cometido un asesinato, un atraco, algo, y las fuerzas se estaban acercando. Eran imprecisas aún, pero sabían lo que había hecho y me encontrarían.
—Habla con Rinn —dijo mi abuela. Repitió: Habla con Rinn.
Y de nuevo: Habla con Rinn.
Dejé de empujar la silla de ruedas. Mis músculos no soportaban ya la tensión; parecía que llevábamos horas subiendo la pendiente. Le puse la mano sobre la cabeza y me incliné. Abuela, dije, estoy cansado, necesito ayuda. Tengo miedo. El olor a humo de leña se elevó en un remolino ocupando los espacios en el interior de mi cráneo.
Cuando se volvió hacia mí, su rostro estaba negro y podrido. Oí tres secas y cínicas palmadas.
Me despertaron mis gritos…, daos cuenta, un hombre solo en un dormitorio blanco gritando en su cama. Un hombre solo, perseguido únicamente por él mismo. Mi cuerpo parecía pesado e incapaz de movimiento. Me ardía la boca y notaba la cabeza llena de trapos grasientos. Resultado del abuso de sustancia mágica. Saqué suavemente las piernas de la cama y me incorporé, inclinando la espalda y apoyando la frente en las palmas de las manos. Toqué el lugar en que antes me empezaba el pelo, piel lisa y aceitosa ahora en vez de suave pelo. Mi pie encontró la botella. Arriesgué una mirada. Estaba más que medio vacía. A mi alrededor había pruebas de mortalidad. Me levanté sobre unas piernas insensibles. A excepción de las botas, llevaba todavía las prendas del domingo, manchadas ahora por la suciedad del sótano. Sentía el sabor de mis gritos.
Las escaleras eran navegables siempre y cuando apoyase las manos en las paredes.
Los muebles me sobresaltaron al principio. Eran los muebles equivocados en los lugares equivocados. Recordé entonces la escena de la noche anterior. Duane y la linterna enfocándome la cara. También eso parecía poseer la calidad de la embriaguez. Los efectos pueden filtrarse hacia atrás y hacia delante en el tiempo, mancillando acontecimientos de otra manera inocentes. Me senté pesadamente en el viejo sofá. Temía ir a caer a través de él en otra dimensión. El domingo me había dicho a mí mismo que conocía con exactitud el emplazamiento adecuado de todas las cosas de mi abuela. Ahora veía que aquello era una ilusión. Tendría que experimentar hasta que todo encajara perfectamente en la habitación y ésta volviese por fin a ser ella misma.
En el cuarto de baño. Agua caliente. Agua para beber. Aparté a un lado el sofá, sorteé los dispersos muebles y entré en la cocina.
Alison Updahl estaba apoyada contra la repisa, masticando algo. Llevaba una camiseta de manga corta (amarilla) y pantalones vaqueros (marrones). Estaba descalza, y me pareció sentir el frío del suelo, como si penetrara hasta mis propios pies.
—Lo siento —dije—, pero es demasiado temprano para tener compañía.
Finalmente, dejó de masticar y tragó.
—Tengo que verte —dijo. Sus ojos eran grandes.
Me volví, consciente de la presencia de una complicación que no me encontraba en condiciones de manejar. Sobre la mesa había un intocable plato de huevos revueltos congelados y tocino correoso.
—Supongo que eso te lo ha preparado la señora Sunderson. Echó un vistazo en la otra habitación y dijo que limpiaría ahí cuando hubieras decidido cómo querías los muebles. Y dijo que has destrozado ese viejo cofre. Dijo que era una antigüedad muy valiosa. Su familia tiene uno igual, y un hombre de Minneapolis dijo que valía doscientos dólares.
—Por favor, Alison —aventuré otra mirada hacia ella. Bajo la ajustada camiseta amarilla, sus grandes pechos pendían pesadamente, confortablemente. Parecían torpedos «Claes Oldenburg». Sorprendentemente, sus pies eran pequeños, blancos, ligeramente gordezuelos, hermosos—. Estoy demasiado reventado para estar en compañía de nadie.
—He venido por dos razones. La primera es que sé que hice una estupidez al hablarle a mi padre de esa casa. Se puso hecho una furia. Zack me lo advirtió, pero yo fui y se lo pregunté a pesar de todo. Fue una estupidez, desde luego. Por cierto, ¿qué te pasa? ¿Tienes resaca? ¿Y por qué estás volviendo a poner arriba todos esos muebles viejos? —Hablaba con una rapidez enorme.
—Estoy trabajando en un proyecto.
Eso la dejó boquiabierta de sorpresa. Me senté a la mesa y aparté el plato antes de que me llegara su olor.
—No tienes que preocuparte por papá. Está hecho un basilisco, pero no sabe que estoy aquí. Él ha salido a los campos, carretera abajo.
No se entera de muchas cosas que hago. Me di cuenta de que tenía ganas de hablar. Empezó a sonar el teléfono.
—Mierda —dije, y me puse en pie con un esfuerzo.
Cuando descolgué el auricular, esperé a que quien llamaba dijese algo. Silencio.
—¿Quién es?
No obtuve respuesta.
—¿Diga, diga?
Oí un ruido como de alas, como el susurro de un abanico, como aire agitado. Hacía frío en la estancia. Colgué de golpe el auricular.
—¿No han dicho nada? Es extraño. Zack dice que los teléfonos pueden encerrarte en esas ondas de energía procedentes del espacio exterior, y que si todo el mundo descolgara su teléfono exactamente en el mismo momento en todo el Globo, se podría recibir por el auricular oleadas de energía especial pura. Otra idea que se le ocurrió es que si todos los habitantes del mundo llamaran al mismo número exactamente en el mismo instante, se produciría una especie de explosión de energía. Dice que la electrónica y cosas como los teléfonos nos están preparando para el Apocalipsis y las revelaciones.
—Había una gracia juvenil en todo esto.
—Necesito un vaso de agua —dije—. Y un baño. Es una indirecta.
Fui hasta la fregadera y permanecí junto a ella mientras contemplaba cómo caía agua fría en un vaso. Lo bebí de dos o tres Brandes tragos, sintiendo cómo el agua parecía relampaguearme por las venas del pecho. Un segundo vaso no reprodujo ya esas sensaciones.
—¿Has recibido alguna vez una de esas llamadas en plena noche?
—No. Y no contestaría si se produjese.
—Me sorprende. Parece como si mucha gente de por aquí no ir tuviera mucha simpatía. Hablan de ti. ¿No te ocurrió alguna vez algo malo hace mucho tiempo? Sí que te ocurrió algo, ¿verdad? Algo que todos los viejos saben.
—No sé de qué estas hablando. Mi vida ha sido ilimitadamente feliz desde la infancia. Y ahora voy a darme un baño.
—Papá lo sabe, ¿verdad? Hace un par de noches le oí decir algo por teléfono, bueno, en realidad no dijo nada, estaba hablando de ello sin decirlo claramente. Creo que estaba hablando con el padre de Zack.
—Cuesta imaginar que Zack tenga padres —dije. Es más bien del tipo Zeus. Y ahora lárgate, por favor.
No se movió. El agua había despertado un dolor agudo y flagrante en mi cabeza, a la altura de la frente. Percibí la tensión existente en la muchacha, más fuerte ahora que mi resaca. Alison crudo los brazos sobre el estómago, apretándose conscientemente los pechos uno contra otro. Capté el olor de su sangre.
—He dicho que tenía dos razones. Quiero que hagas el amor conmigo.
—Cristo —dije.
—No volverá hasta dentro de dos horas, por lo menos. De todas formas, no tardaremos mucho —añadió, dándome un conocimiento mayor de lo que yo quería sobre la vida sexual de Zack.
—¿Qué pensaría de ello el bueno de Zack?
—Es idea suya. Dijo que así podría yo aprender disciplina.
—Alison —dije—, ahora me voy al baño. Podemos hablar de esto más tarde.
—Podríamos acomodarnos los dos en la bañera.
El tono de su voz era desenfrenado; la expresión de su rostro, angustiada. Yo me sentía terriblemente consciente de sus muslos en los ajustados vaqueros marrones, de los grandes y suaves pechos, de los pies gordezuelos y bellos sobre el suelo frío. Si Zack hubiera estado allí, le habría pegado un tiro.
Con voz suave, dije:
—Creo que Zack no es muy justo contigo.
Se volvió bruscamente y salió, cerrando de golpe la puerta.
Después del baño recordé lo que la conversación sostenida con Duane el domingo me había decidido a hacer, y fui inmediatamente a coger la guía de teléfonos, con su portada en la que aparecían los dos niños suspendidos sobre la fría agua. Paul Kant vivía en la calle Madison de Arden, pero cuando descolgó el teléfono su voz sonaba tan lejana y débil que podría haber estado en el Tibet.
—Paul, soy Miles Teagarden. Llevo una semana o cosa así por aquí, y he intentado verte hace unos días.
—Las mujeres me lo dijeron —respondió—. Oí que estabas en la ciudad.
—Bueno, yo oí que tú estabas en la ciudad —dije—. Creía que te habrías marchado hacía tiempo.
—Las cosas no sucedieron así, Miles.
—¿Has vuelto a ver a Oso Polar?
Soltó una risita extraña y amarga.
—Lo menos posible. Escucha, Miles, tal vez sea mejor… Tal vez sea mejor que no intentes verme. Es por tu propio bien, Miles. Y por el mío también, probablemente.
—¿Qué diablos? ¿Estás en dificultades?
—No sé cómo responder a eso. Su voz era tensa y muy débil.
—¿Necesitas ayuda? No puedo imaginar qué está pasando, Paul.
—Ya somos dos. No empeores las cosas, Miles. Lo digo por tu propio bien.
—Cristo, no entiendo a qué viene todo ese misterio. ¿No éramos amigos? —Aún a través del teléfono pude detectar una emoción que había empezado a reconocer como miedo—. Si necesitas ayuda, Paul, trataré de ayudar. Lo único que tienes que hacer es pedirlo. Deberías haberte marchado de esa ciudad hace años. No es el lugar adecuado para ti, Paul. Voy a ir hoy a Arden. Podría pasarme por la tienda para verte.
—Ya no trabajo en «Zumgo’s».
—Estupendo.
No sé por qué, pero pensé en el Hombre de Hojalata.
—Me han despedido. —Su voz era monótona y desesperanzada.
—Entonces, estamos los dos sin trabajo. Y yo pensaría que es un honor ser despedido de un mausoleo como «Zumgo’s». No quiero ser inoportuno, Paul, estoy metido en algo que probablemente me va a llenar casi todo mi tiempo, pero creo que debería verte. Éramos amigos antes.
—No puedo impedirte que hagas lo que estás decidido a hacer —dijo—. Pero, si vas a venir, será mejor que vengas de noche.
—¿Por qué…?
Oí un clic, un instante del silencio que Zack había dicho a la hija de mi primo que estaba cargado de ondas de energía procedente del espacio exterior y, luego, el neutro zumbido del tono de llamada.
Mientras empujaba los viejos muebles de madera tratando de reconstruir el cuarto de estar tal como había sido veinte años antes, recibí noticias del segundo de mis amigos de Arden. Dejé la silla que había estado moviendo por la habitación y contesté al teléfono.
Un hombre preguntó:
—¿Miles Teagarden?
—Yo soy.
—Un momento, por favor.
Al cabo de unos segundos se levantó el otro teléfono.
—Hola, Miles. Soy el jefe Hovre.
—¡Oso Polar!
Se echó a reír.
—Pocos se acuerdan ya de eso. La mayoría de la gente me llama Galen.
Nunca había oído su verdadero nombre. Prefería Oso Polar.
—¿Nadie se atreve a llamarte Oso Polar?
—Oh, tu primo Duane acaso. Tengo entendido que has estado produciendo alguna que otra conmoción desde que has venido aquí.
—Nada importante.
—No, nada importante en absoluto. Freebo dice que si tú fueras todos los días a su bar no tendría que pensar en venderlo. ¿Estás trabajando ahora en otro libro, Miles?
O sea que Freebo había hecho circular mi improvisada historia sobre el libro de Maccabee.
—En efecto —dije—. He venido aquí en busca de paz y tranquilidad.
—Y te has tropezado de lleno con todos nuestros problemas. Miles, estaba pensando si podría verte pronto. —¿Cómo de pronto? ¿Hoy, por ejemplo?
—¿Para qué?
—Sólo para una charla amistosa, podríamos decir. ¿Ibas a venir aquí hoy?
Tuve la turbadora impresión de que había escuchado telepáticamente mi conversación con Paul Kant.
—Creía que estarías muy ocupado estos días, Oso Polar.
—Siempre hay un rato libre para un viejo amigo, Miles. ¿Qué te parece? ¿Podrías pasarte por aquí esta tarde para charlar? Seguimos estando detrás del Palacio de Justicia.
—Supongo que puedo ir.
—Me agradará mucho, Miles.
—Pero me pregunto qué pasaría si dijese que no puedo.
—¿Por qué crees que pasaría algo, Miles?
Pero ¿por qué? Parecía casi como si Oso Polar (Galen, si debo decirlo así) hubiera estado observando mis movimientos desde que llegué al valle. ¿Me había visto uno de los enemigos de Paul apropiarme fraudulentamente del libro de Maccabee? En tal caso, me habrían detenido, sin duda, antes de salir de la tienda.
Pensando todavía en esto, y un poco turbado por el tono grave que había empleado Oso Polar, subí la escalera y entré en el cuarto de trabajo, donde me senté ante la improvisada mesa. Parecía todo increíblemente remoto, como si otro hombre hubiera desmontado los tallados pomos y colocado la puerta sobre los caballetes. Mis lastimosas notas, mis lastimosos borradores. Abrí una carpeta y leí una frase. «En la obra de Lawrence aparece de forma recurrente un momento de elección sexual que es la elección de la muerte (o semivida) con preferencia a una vida personalizante y plenamente comprometida». ¿Había escrito yo realmente esta frase? ¿Decía cosas de ésas ante mis alumnos? Me agaché y cogí al azar varios libros del suelo. Los até con una cuerda y salí de la casa y subí por el sendero.
—Nunca leeré esos libros —me dijo Alison Updahl—. No tienes que darme nada.
—Lo sé. Tampoco tú tienes que darme nada a mí. —Me miró con expresión turbada—. Pero, al menos esto ha sido idea mía.
—¿Te importaría…, te importaría que se los diese a Zack? Él es el gran intelectual, no yo.
—Haz lo que quieras con ellos —dije—. Me estás ahorrando la molestia de tirarlos. Y empecé a alejarme.
—Miles —dijo ella.
—No es que no me sintiera tentado —dije—. Te encuentro sumamente tentadora. Pero soy demasiado viejo para ti, y todavía soy huésped de tu padre. Y creo que deberías alejarte de Zack. Es un tipo raro. Nunca hará nada más que herirte.
—No entiendes —replicó ella. Parecía terriblemente desgraciada, de pie ante la puerta, sobre los peldaños de cemento y sosteniendo el pequeño montón de libros.
—No, supongo que no —dije.
—No hay nadie como él por aquí. Lo mismo que tampoco hay por aquí nadie como tú.
Me pasé la mano por la cara. Estaba sudando como el encargado de tocar el bombo en una banda una noche calurosa.
—No estaré aquí mucho tiempo, Alison. No hagas de mí algo que no soy.
—Miles —dijo, y se detuvo, azorada. Su hábito de autoafirmación le ayudó—. ¿Algo marcha mal?
—Es demasiado complicado de explicar.
No respondió. Y cuando miré su rostro vi en él la expresión de otra persona cuyos problemas eran demasiado complejos como para encajar fácilmente en pautas verbales. Sentí deseos de cogerle la mano, y casi lo hice. Pero no podía pretender la falsa autoridad de la edad que eso implicaría.
—Ah… —dijo, mientras yo me volvía para irme.
—¿Sí?
—En parte fue idea mía. Pero probablemente no me creerás.
—Ten cuidado, Alison —dije, con tanta seriedad como jamás haya dicho nada en mi vida.
Volví a la vieja casa, caminando bajo el sol. Mi resaca se había transformado en una no desagradable sensación de vacío. Cuando llegué al «VW», aparcado ante el garaje, me di cuenta de que el sol me estaba calentando la cara y los hombros. A veinte metros a mi derecha, la yegua pastaba en el maltrecho campo, fingiendo, para llenar la panza, que era una vaca como sus vecinas. Los castaños que se erguían ante mí eran gruesos y corpulentos, símbolos de larga salud. Deseé lo mismo para Alison Updahl y para mí. Podía sentirla allí atrás en el porche de cemento, mirándome. Deseaba poder hacer algo, algo enérgico y directo, para ayudarla. Un halcón evolucionaba sobre las colinas a lo lejos, al otro lado del valle. Delante, al otro lado de la carretera, se alzaba el buzón del correo sobre su soporte de metal. Tuta S. se había marchado probablemente antes de que llegara el cartero en su polvoriento «Ford».
Del buzón saqué un grueso mazo de sobres y folletos. Una tras otra, fui tirando a la cuneta cartas dirigidas al ocupante. La última de las cartas venía en el mismo sobre que la dirigida a mí y estaba escrita con la misma redondeada letra. Por un momento creí leer mi nombre en ella. Como la carta anterior, había sido cursada en Arden.
Cuando finalmente vi lo que el sobre decía, tendí la vista sobre los maizales hacia el comienzo del bosque. No había allí ninguna figura esperando con desenfadada calma. Volví a mirar el sobre…, no me había equivocado. Estaba dirigido a Alison Greening. En la dirección de (mi nombre) RFD 2, Norway Valley, Arden. El sol parecía penetrar tras mis pupilas. Torpemente, tembloroso todavía, introduje un dedo bajo la solapa del sobre y lo abrí. Sabía lo que iba a encontrar. La solitaria hoja se desplegó en mis manos. Naturalmente. Estaba en blanco. Ni un corazón atravesado por una flecha, ni una mancha negra, ni nada más que papel color crema.
Carretera abajo, con el bolso golpeándole el costado, Tuta Sunderson avanzaba trabajosamente hacia mí. Esperé, conteniendo con emoción el aliento, mientras pude y, luego, eché a correr hacia ella.
—¿Ha llegado algo para usted?
—No, sí —dije—. No sé. Mrs. Sunderson, no puede limpiar aún el cuarto de estar. No he terminado todavía con él. Puede usted irse a casa si quiere. Yo tengo que marcharme.
Recordando la llamada telefónica de la mañana, añadí:
—Si suena el teléfono, no conteste. Y subí por la carretera en dirección a mi coche.
Accionando violentamente la palanca de cambios y haciendo aullar torturadamente al «VW», atravesé el césped, girando el volante en el último momento para sortear los castaños. Salí como un cohete a la carretera del valle en dirección a la carretera 93. La gorda Tuta Sunderson continuaba donde yo la había dejado; con la boca abierta, se quedó mirando estúpidamente mientras yo pasaba a toda velocidad.
Pero no era así como yo quería encontrarme con Oso Polar, o podía ser arrastrado a su presencia, esposado, por un insolente policía de Arden, y reduje la velocidad a sesenta mientras descendía la colina por delante del motel «R-D-N». Para cuando llegué a la zona que se extendía junto a la escuela superior, circulaba a la casi legal velocidad de 45. Se veía gente en las aceras, un gato se lavaba en un alféizar, otros coches circulaban delante del mío: Arden no tenía el aspecto abandonado y fantasmal que había tenido en mi visita anterior, sino que era una pequeña ciudad normal en una situación normal de soñolienta animación. Introduje el coche en un hueco que había delante de «Zumgo’s» y me detuve tan suavemente como una paloma. Me sentí como un hombre apoyado sobre una cáscara de huevo. El doblado sobre abultaba mi bolsillo. Solamente conocía una forma segura de vencer aquella horrible y expectante sensación. No oyendo batir de alas, sino sonidos de voces, crucé la acera para entrar en «Zumgo’s».
Afortunadamente, la tienda estaba llena de clientes. La mayoría, gordas, con los hombros al aire y faldas excesivamente cortas, serían el público de mi autoterapia. Se elevaba de ellas un denso olor a estiércol y patios cerrados, a vasos de cerveza «Leinenkugel» y a galletas saladas. Empecé a moverme por los pasillos y en torno a las mesas con la actitud de hallarme buscando algo concreto. Las mujeres, incluida la arpía de mi visita anterior, apenas si repararon en mí. Yo era algún marido haciendo algún recado. Yo mismo me sentía en este papel.
No soy cleptómano. Tengo una carta de un psicoanalista que lo dice así, en negro sobre blanco y letras tipo pica. Saqué de la cartera un billete de diez dólares y lo doblé entre los dedos segundo y tercero de la mano derecha.
Ha llegado el momento de formular dos observaciones. La primera es evidente. Yo creía conocer la letra de aquel sobre. Pensaba que me lo había enviado Alison Greening. Esto era absurdo. Pero no más absurdo que el que ella fuese a volver el 21 de julio para cumplir su promesa. Quizá me estaba haciendo señales, diciéndome que esperase hasta ese día. La segunda observación guarda relación con el robo. Yo no me considero un ladrón…, salvo quizás a un nivel subconsciente que bombea culpabilidad en mis sueños. Detesto robar. Excepto el libro de Maccabee, no había robado nada desde hacía por lo menos quince años. Pensando en los hurtos de mi juventud, una vez le pregunté a un psicoanalista si creía que yo era cleptómano. Me dijo que desde luego que no. Póngalo por escrito, dije. Él me respondió que eran mis cincuenta minutos y lo mecanografió en una hoja de papel de cartas. Sin embargo, en momentos de gran agitación, sé que solamente puedo serenar mi mente de una manera. Es como comer…, como echarse alimentos por la garganta mucho después de haber saciado uno el hambre.
Así pues, lo que me proponía hacer era una repetición de los gestos del robo: iba a sustraer subrepticiamente algún artículo y dejar luego caer los diez dólares en la caja registradora al salir. La tentación me asaltó primero en los artículos domésticos, entre los que vi un sacacorchos sobre una mesa. Junto a él había una fila de navajas. Permanecí junto a la mesa, despreciando una docena de oportunidades para escamotear el sacacorchos y una de las navajas.
Todo el asunto parecía de pronto forzado y estúpido.
Me volví. Era demasiado viejo para estas historias. No podía permitirme consentir tan neciamente en ellas. Pero seguía sufriendo. Subí al piso de arriba, donde estaban los libros.
Hice girar lentamente el bastidor: no volverás a robar, me dije a mí mismo, ni siquiera fingirás robar. Predominaban románticas novelas con portadas de muchachas que huían de castillos. No vi ningún otro ejemplar de El sueño encantado. Encontrar uno había sido una suerte fantástica. Con fingida indiferencia, escruté los lomos. Nada todavía.
Y entonces vi una segunda opción natural. Allí, embutida en una de las divisiones del fondo, estaba una novela escrita por Lamont Withers, que había sido el miembro más parlanchín y fastidioso de mi seminario sobre Joyce en Columbia y que ahora enseñaba en Bennington, Una visión de pez, una novela experimental disfrazada de romance por el dibujo de su portada, que presentaba a dos andróginos abrazándose. Extraje el libro y examiné la contraportada.
«Un prodigio de sensibilidad…, Cleveland Plain Dealer. Sorprendente e ingenioso avance…, Library Journal. Withers es el hombre del futuro…, Saturday Review». Mis músculos faciales se contrajeron; era peor aún que Maccabee. Renació la tentación, y estuve a punto de meterme el libro entre el brazo y el codo. Pero no quería ceder a esta gula; no podía regirme por las reacciones de veinte años atrás. Cogí el libro y acepté las vueltas. Respirando con dificultad, congestionado, en paz, me senté en mi coche. No robar era un sentimiento mucho mejor que robar, o fingir que robaba. No robar, como de hecho sabía hacía años, era la única forma de ir de tiendas. Me sentía como un alcohólico que acabara de rechazar una copa. Era todavía demasiado temprano para ver a Oso Polar, así que palpé la doblada carta que llevaba en el bolsillo y decidí ir —¿adónde si no?— a «Freebo’s» para celebrarlo. En medio de la muerte y el desastre, una misión feliz.
Mientras cruzaba la calle, un agudo átomo me dividió limpiamente la espalda entre los dos omóplatos. Oí el ruido de una piedra al chocar contra la superficie de la carretera. Me quedé mirando estúpidamente cómo rodaba y acababa deteniéndose antes de mirar a la acera. Había allí gente, estimulando todavía aquel ajetreo de pequeña ciudad, yendo desde «Zumgo’s» hasta los almacenes «De Costa a Costa», mirando los escaparates llenos de pan de la panadería de Myers. Parecía como si rehuyesen mirarme, como si rehuyesen incluso mirar en mi dirección. Un instante después vi a los hombres que, probablemente, habían tirado la piedra. Cinco o seis hombres corpulentos y de mediana edad, dos de ellos ton mono y los otros con andrajosos trajes, se hallaban delante del «Angler’s Bar». Esos hombres me estaban mirando con expresión levemente risueña. No pude hacerles bajar la vista…, era como el «Restaurante Plainview». No reconocí a ninguno de ellos. Cuando me volví, una segunda piedra me pasó rozando la cabeza. Otra me golpeó en la pierna derecha. Amigos de Duane, pensé, y luego me di cuenta de que me equivocaba. Si fueran solamente eso, se estarían riendo. Aquel silencio resultaba más duro que el lanzamiento de piedras. Volví la vista por encima del hombro: continuaban allí, apiñados y con las manos en los bolsillos, ante el oscuro escaparate del bar. Me estaban mirando. Me apresuré a entrar en «Freebo’s».
—¿Quiénes son esos hombres? —le pregunté. Freebo acudió presurosamente, secándose las manos en un trapo.
—Parece usted un poco alterado, Mr. Teagarden —dijo.
—Dime quiénes son esos hombres. Quiero sus nombres.
Vi que los clientes que estaban en la barra, dos delgados ancianos, cogían sus vasos y se apartaban.
—¿Qué hombres, Mr. Teagarden?
—Los que están al otro lado de la calle, delante del bar.
—Se refiere al «Angler’s». Vaya, no veo a nadie ahí, Mr. Teagarden, lo siento.
Me dirigí al alargado escaparate que daba a la calle y miré al exterior. Los hombres se habían desvanecido. Una mujer con rulos en el pelo empujaba un cochecito de un niño en dirección a la panadería.
—Estaban allí mismo —insistí—. Eran cinco, quizá seis, un par de granjeros y varios otros. Me han tirado piedras.
—No sé, Mr. Teagarden. Podría haber sido alguna especie de accidente.
Le miré con ferocidad.
—Permítame que le invite a una copa por cuenta de la casa —dijo. Se alejó y puso un vaso bajo una de las botellas—. Tenga. Bébase esto. Obedientemente, me lo bebí de un trago.
—Todos estamos un poco alterados, por aquí, Mr. Teagarden, ya sabe. Probablemente ha sido porque no sabían quién era usted.
—Probablemente ha sido porque sabían quién soy —repliqué. Una ciudad muy amistosa, ¿verdad? No respondas, dame otra copa. Dentro de un rato tengo que ver a Oso Polar, a Galen quiero decir, pero voy a quedarme aquí hasta que todo el mundo se vaya a casa. Parpadeó.
—Lo que usted diga.
Me tomé calmosamente seis whiskies. Transcurrieron varias horas. Luego, tomé una taza de café, y, después, otra copa. Los demás hombres que estaban en el bar me miraban subrepticiamente, desviando los ojos hacia el espejo cuando yo levantaba mi copa o me apoyaba en la barra. Tras permanecer un insoportable lapso de tiempo en esta situación, saqué el libro de Withers del bolsillo de la chaqueta y empecé a leerlo. Cambié del whisky a la cerveza y recordé que no había comido nada.
—¿Tienes bocadillos?
—Le prepararé uno, Mr. Teagarden. ¿Y otra taza de café?
—Y una taza de café y otra cerveza.
El libro de Withers era ilegible. Era insoportablemente vulgar. Empecé a arrancar páginas. Cuando uno encuentra una pauta, debe atenerse a ella. Los demás hombres del bar no se molestaban en disimular sus miradas. Reconocí en mí mismo los zumbantes lóbulos frontales de intoxicación.
—¿Tienes una papelera, Freebo? —pregunté. Me tendió un cubo de plástico verde.
—¿Es otro escrito por usted?
—No. Yo nunca he escrito nada que valiera la pena de ser publicado —respondí.
Arrojé al cubo verde las paginas que había arrancado. Los hombres me estaban mirando como habrían mirado al mono de un circo.
—Está usted alterado, Mr. Teagarden —dijo Freebo—. Mire, no le servirá de nada. Ya ha bebido demasiado, señor Teagarden, y está un poco trastornado. Yo creo que debería salir a tomar un poco de aire fresco. Compréndalo, no le puedo servir nada más. Debería irse a casa a descansar.
Estaba acompañándome hacia la salida del bar, hablándome en voz baja y tranquilizadora.
—Quiero comprar un tocadiscos —dije—. ¿Puedo hacerlo ahora, o es demasiado tarde?
—Creo que acaban de cerrar las tiendas, Mr. Teagarden.
—Lo haré mañana. Ahora tengo que ver a Oso Polar Galen Hovre.
—Es una buena idea.
La puerta se cerró a mi espalda. Me encontré solo en una desierta calle Mayor; el cielo y la luz iban oscureciendo, aunque aún tardaría por lo menos dos horas en hacerse de noche. Me di cuenta de que había pasado casi todo el día en el bar. En las puertas de la panadería y los almacenes comerciales había letreros de CERRADO. Eché un vistazo al «Angler’s Bar», que desde fuera parecía estar tan vacío como el «Freebo’s». Pasó un solitario coche en dirección al Palacio de Justicia Una vez más, oí el batir de alas de palomas que describían círculos en lo alto.
En aquel momento, la ciudad parecía encantada. El Medio Oeste es el lugar de los fantasmas, pensé, el lugar más indicado para ellos; podían abarrotar estas anchas y desiertas calles Mayor y poblar los campos. Casi los sentía apiñándose a mi alrededor.
Eché a andar con estos pensamientos en mi mente, cuando oí pasos a mi espalda. Volví la vista por encima del hombro y vi solamente una calle desierta flanqueada de coches que parecían abandonados caparazones de insectos. Cuando volví de nuevo la cabeza, oí otra vez las pisadas, multitud de pisadas. Empecé a caminar rápidamente, y las oí seguirme. La calle se extendía ancha y desierta ante mí, flanqueada de coches vacíos y tiendas cerradas. O el zumbido eléctrico de un anuncio de neón en el escaparate de una tienda de suministros de cocina. La apariencia de realidad parecía a punto de disolverse, incluso el pavimento y las fachadas de ladrillos se estiraban en tensión sobre un palpitante vacío. Volví de nuevo la cabeza, y me sentí casi aliviado al ver un grupo de hombres de gruesa cintura que bajaban por la calle hacia mí.
El Palacio de Justicia estaba a cuatro manzanas de distancia en línea recta calle Mayor arriba, pero yo no tenía ninguna probabilidad de llegar allí antes de que me cogiesen. En la breve ojeada que lancé advertí que algunos de ellos llevaban palos. Torcí por la primera esquina y volví a torcer por un callejón. Cuando llegué a la trasera de «Freebo’s» me acurruqué detrás de un montón de cubos de basura; no me daba tiempo a llegar al final del callejón. El grupo de hombres se había dividido, dos de ellos aparecieron por la entrada del callejón y empezaron a trotar hacia mí. Me agaché lo más que pude tras los grandes cubos de basura. Sus pisadas se acercaban, y les oí jadear. Estaban todavía menos acostumbrados que yo a correr.
Uno de ellos exclamó con toda claridad:
—Mierda.
Esperé hasta que les oí volver; pasaron por delante de mi escondite y se dirigieron ruidosamente hacia la entrada del callejón. Cuando asomé la cabeza les vi torcer a la derecha para seguir al resto del grupo. Con la espalda pegada a los edificios y las piernas prontas a saltar, avancé a lo largo del callejón. Miré cautelosamente a la calle Madison. Dos manzanas más allá, estaban sacudiendo y balanceando un viejo coche aparcado delante de un destartalado edificio. Uno de ellos se lanzó contra el coche con un largo palo, un mango de hacha o una maza de béisbol. El cristal estalló con un chasquido.
No podía entenderlo. ¿Eran simplemente unos borrachos camorristas en busca del objetivo más cercano? Con la esperanza de que el ruido que producían mientras destruían el coche les impidiera oírme, atravesé corriendo la calle Madison y entré en el callejón del otro lado. Una explosión de gritos y alaridos me indicó que me habían visto. Estuve a punto de desplomarme de terror. Eché a correr por el callejón y salí a la calle Monroe, torcí a la derecha, seguido del estruendo que producían mis perseguidores, y di la vuelta a la esquina para regresar a la calle Mayor. En el último instante, abrí la portezuela de un coche y me zambullí en su interior. Luego, pasé por encima del asiento me dejé caer en el hueco existente ante el asiento posterior, mientras me latía violentamente el corazón. Un papel de caramelo revoloteó ante mi nariz; del suelo parecía elevarse un polvo acre y maloliente. Me tapé la nariz con los dedos, y al cabo de un rato se me pasaron las ganas de estornudar. Podía oír a los hombres acercarse por la calle, golpeando los coches con los puños o los palos, llenos de frustración.
El borde de una grasienta camisa pasó ante la ventanilla que yo podía ver. Una mano se apretó contra ella, aplastada y blanca como una estrella de mar muerta. Luego no vi más que el cielo, que se iba oscureciendo. Pensé: ¿Y si me muero aquí? ¿Y si mi maquinaria falla y deja mi cadáver abandonado en este oloroso coche? ¿Quién me encontraría? Era ésta una imagen de desesperanza absoluta.
Al cabo de un rato me sentí con fuerzas para arriesgar una mirada por encima del asiento. Estaban a poca distancia, evidentemente desorientados por mi desaparición. Sólo eran cuatro, menos de lo que yo había pensado; no se parecían a los hombres que me habían tirado piedras. Eran más jóvenes. Avanzaron corriendo unos cuantos pasos. Luego, echaron a andar calle arriba, mirando a un lado y a otro, dando golpecitos con sus palos de béisbol en la acera. No había nadie más en la calle. Cuando pasaba un coche, se inclinaban para examinar la cara del conductor. Esperé hasta que estuvieron varías manzanas más allá del Palacio de Justicia y entonces pasé por encima del asiento y salí agachado a la acera.
Los cuatro hombres estaban ahora al otro lado de la calle, muy por delante de mí, cerca del puente sobre el río Blundell. El Palacio de Justicia se hallaba a mitad de camino entre nosotros. Empecé a andar hacia él. Los hombres habían llegado al puente, y les vi apoyarse en él hablando y encendiendo cigarrillos. Encorvado, moviéndome lo más rápidamente posible sin correr, avancé otros veinte metros. Entonces, uno de los hombres tiró su cigarrillo y señaló hacia mí.
Levanté los codos y las rodillas y por primera vez en mi vida descubrí lo que era correr. Es ritmo, todo ritmo, largos y pulsantes latidos realizados por la coordinación de todos los músculos. Les desconcertaba el hecho de que yo corriera hacia ellos, pero cuando llegué al Palacio de Justicia, giré sobre una pierna y me dirigí a toda velocidad en dirección a la parte posterior, se lanzaron gritando hacia mí. Cerré los puños y describí arcos con ellos en el aire, con el pecho sacado y mis piernas cruzando el asfalto del aparcamiento. Llegué a los coches de la Policía en el momento en que ellos llegaban al aparcamiento. Les oí detenerse, arrastrando los pies y gritándome.
Las palabras eran inaudibles. Un rugiente sonido se elevó en la esquina del aparcamiento, y vi a un hombre de cazadora negra salir en una moto. Me pareció que tal vez fuera Zack; no estaba seguro. El súbito ruido asustó a mis perseguidores. Para cuando llegué a la puerta amarilla de gruesos cristales sobre la palabra POLICÍA, se habían dispersado. Me ardía la garganta.
El hombre uniformado que estaba colocando una hoja de papel en una máquina de escribir volvió hacia mí su regordete rostro. Cerré la puerta y me apoyé contra ella, jadeando. Con el papel todavía en las manos él se levantó a medias, y vi la pistola que llevaba sujeta a la cadera.
—Me llamo Teagarden —dije—, y tengo una cita con el jefe.
—Oh, sí —dijo, y bajó el papel con deliberada lentitud hasta dejarlo sobre la máquina de escribir. Mi pecho se elevaba y descendía convulsivamente.
—Acabo de ganar una carrera. Procure no disparar.
—Quédese ahí.
Dio la vuelta hasta colocarse delante de la mesa, sin apartar los ojos de mí ni separar la mano de una aterradora proximidad a su revólver. Su mano izquierda encontró el teléfono; cuando tuvo el auricular junto al oído, miró brevemente la fila de botones que había en la base del teléfono y pulsó uno y, luego, marcó un único número.
—Teagarden está aquí —y colgó—. Puede pasar. Le ha estado esperando. Salga por esa puerta y entre luego en la que lleva el letrero de «Jefe».
Asentí con la cabeza y me dirigí a la puerta que me había indicado. El despacho de Oso Polar estaba al final del pasillo; sus dimensiones eran de unos diez por doce y estaba en su mayor parte lleno de archivadores verdes y una vieja y gastada mesa escritorio. Casi todo el resto estaba lleno de Oso Polar.
—Siéntate, Miles, por amor de Dios —dijo, señalando la silla que había delante de su mesa—. Parece que has tenido un día muy duro. Al mirarle, percibí con más claridad que nunca la diferencia de edad que nos separaba…, él tenía casi la edad de Duane, aunque sus modales ruidosos y joviales le habían hecho parecer más joven a mis ojos. En este hombre sólidamente macizo y de rostro clave podía ver huellas del chiquillo que había bombardeado con Bolitas de papel el rebaño de Bertilsson. Hasta la razón para su nombre se había desvanecido; su casquete de pelo asombrosamente blanco se había oscurecido y había retrocedido hasta convertirse en una parda mancha desde las orejas hasta el cuero cabelludo.
—Parece como si hubieras tenido una vida muy dura, pero es agradable volverte a ver —dijo.
—Sí, hemos pasado buenos ratos juntos, ¿verdad? Ratos realmente buenos.
—Yo he tenido un rato especialmente bueno cuando venía hacia aquí. Un grupo de conciudadanos tuyos me perseguían enarbolando palos de béisbol. Me he salvado por los pelos.
Echó hacia atrás la cabeza y frunció los labios.
—¿Será ésa la razón por la que has llegado un poco tarde a nuestra reunión?
—Nuestra reunión es la razón de que yo esté aquí y no apaleado en el callejón que hay detrás de «Frebo’s». Sólo han dejado de perseguirme porque he entrado en tu zona de aparcamiento.
—Estabas en «Frebo’s». Yo diría que pasas mucho tiempo allí.
—¿Quiere decir eso que no me crees?
—Algunos de los muchachos de la ciudad se están volviendo muy turbulentos. Puedo creerte, Miles. Supongo que no llegarías a estar lo bastante cerca de esos chicos como para poder identificarlos.
—Precisamente lo que yo intentaba era no quedar tan cerca de ellos.
—Cálmate, Miles, No te van a coger. Estarás a salvo aquí, charlando. Cálmate. Esos chicos te dejarán en paz.
—Algunos otros de los chicos de tu ciudad me tiraron piedras este mediodía, cuando les daba la espalda.
—¿De veras? ¿Te han hecho daño?
—De veras. No, no me han hecho daño. ¿Quieres que me olvide también de eso? ¿Sólo porque no me han abierto la cabeza?
—No quiero que te lleves mal rato por un puñado de exaltados. Yo diría que algunas de las buenas gentes han decidido que harías bien en marcharte de la ciudad.
—¿Por qué?
—Porque no te conocen, Miles. Es así de sencillo. Eres el único hombre en cosa de un siglo acerca de quien se haya predicado un sermón. No estabas pensando en verte obligado a huir, ¿verdad?
—No. Tengo que quedarme aquí. Estoy metido en un asunto.
—Ajá. Estupendo. ¿Tienes idea del tiempo que te llevará?
—Hasta el 21. Después, no sé.
—Bueno, no falta mucho. Quiero pedirte que consideres la posibilidad de quedarte en casa de Duane hasta que arreglemos ciertas cosas por aquí. ¿De acuerdo?
—¿A qué diablos viene todo eso, Oso Polar? ¿No puedo salir de la ciudad hasta que la Policía me lo autorice?
—Yo no lo enfocaría así. Te estoy pidiendo un favor.
—¿Estoy sometido a interrogatorio?
—Diablos, no, Miles. Estamos charlando. Necesito tu ayuda.
Me recosté en la rígida silla. Ya no notaba el alcohol. Galen Hovre me estaba mirando con una fría semisonrisa. Mis sentidos me estaban confirmando una teoría mía, la de que cuando cambia la naturaleza de un hombre, cambia con ella su olor esencial. Oso Polar tenía antes un denso y agradable olor a tierra aplastada, más fuerte cuando conducía un coche a cien por hora por las curvas de la carretera 93 o llenaba de piedras un buzón de correos; ahora, como Duane, olía a pólvora.
—¿Puedo contar con tu ayuda?
Miré a aquel corpulento hombre de cara cuadrada que había sido mi amigo, y desconfié de todo lo que decía.
—Desde luego.
—Ya te habrás enterado de lo de esas chicas que han matado. Gwen Olson y Jenny Strand. Tu vecino Red Sunderson encontró a esa chica Strand, y no constituía un espectáculo agradable. Mi ayudante Dave Lokken, el que está ahí fuera, sufrió una terrible conmoción cuando la vio.
—Todavía está alterado —dije.
—Cualquier hombre normal lo sentiría —dijo afablemente Hovre—. La verdad es que todos estamos alterados por aquí. Ese loco hijo de puta está todavía entre nosotros. Podría ser cualquiera, y eso es lo que les desquicia, Miles. Conocemos bastante bien a todo el mundo, y la gente no sabe qué pensar.
—¿Tienes alguna idea de quién podría ser?
—Oh, estamos vigilando a alguien, pero, tal como yo lo veo, no es muy probable que sea él. El caso es que no quisiera que esto acabara trascendiendo. Llevo cuatro años de jefe aquí, y quiero ser reelegido para poder seguir manteniendo a mi familia. Tú eres nuevo aquí. Podrías ver cosas en las que nosotros no reparamos. Tienes una buena formación, eres observador. Me pregunto si habrás visto u oído algo que me pueda ser útil.
—Espera un momento —dije—. ¿Creían esos que me perseguían que yo había hecho esas cosas? ¿Los asesinatos?
—Tendrías que preguntárselo a ellos.
—Cristo —dije—. Apenas si he pensado siquiera en esas muertes. He estado demasiado ocupado con mis propios problemas. No he venido aquí por eso.
—Me parece que también a ti te sería útil que se te ocurriera algo.
—No lo necesito. Yo no tengo que ayudarme con nada de eso.
—No creo que eso importe. Tenía razón.
—De acuerdo, lo entiendo. No creo haber notado nada especial. Sólo mucha gente portándose de forma extraña, como con miedo. Algunas personas parecían hostiles. He conocido a un chito bastante raro, pero… —El «pero» era que yo no quería decir nada que provocara sospechas sobre Zack o Alison. Zack no era más que un chiflado teorizante. Oso Polar levantó las cejas en un gesto de distraída paciente espera—. Pero era sólo un crío. No quiero mencionarle siquiera. No sé qué podría decir yo que fuese de utilidad.
—Todavía no, quizá. Pero podrías recordar algo. Sólo tenlo en mente, ¿eh, muchacho? Asentí.
—Bien. Podríamos tener todo esto resuelto para el 21, así que no hace falta que te preocupes demasiado. Y ahora hay otras cuestiones de las que quería hablar contigo.
Se puso un par de gruesas gafas que le daban aire de intelectual melancólico y sacó una hoja de papel de un montón.
—Al parecer, tuviste alguna pequeña complicación en Plainview hace algún tiempo. Ayer mismo recibí un informe sobre ello. Un tipo llamado Frank Drum te tomó el número de la matrícula.
—Cristo —exclamé, pensando en el escurridizo empleadillo que habían hecho salir del restaurante.
—Eso fue después de un incidente en ese restaurante «Grace’s». ¿Lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo. Eran como tu pandilla de alegres gamberros que querían partirme la cabeza con sus palos de béisbol.
—Que te perseguían —levantó bruscamente la vista del papel.
—Es lo mismo. Lo que sucedió fue ridículo. Vi a esos tipos escuchando la radio, y tenían aire de que hubiera pasado algo malo y pregunté de qué se trataba. No les gustó mi cara. No les gustó que yo viniera de Nueva York. Así que me echaron después de tomarme el número de la matrícula. Eso fue todo. Era alrededor de la una del día en que alguien encontró a la primera chica.
—Sólo para constancia, ¿sabes dónde pasaste la noche anterior?
—En un motel de alguna parte. No sé.
—¿No tienes un recibo o una matriz de cheque?
—Era un piojoso cuchitril al borde de la carretera. Pagué en metálico. ¿Para qué diablos quieres saberlo?
—Yo no quiero saberlo. Hay allá un policía llamado Larabee que quería que te lo preguntase, eso es todo.
—Bueno, pues dile a Larabee que se lo meta por el culo. Estuve en un piojoso motel de Ohio.
—Muy bien, Miles, muy bien. Estupendo. No hace falta que te enfades. ¿Cómo te heriste la mano?
Bajé la vista, sorprendido, hacia mi vendada mano. La venda estaba sucia y empezando a deshilacharse. Por debajo de ella, asomaban algunos hilos de la gasa. Casi me había olvidado del vendaje de Duane.
—Tuve un accidente con el coche. En el coche. Me corté.
—Dave Lokken te puede poner una venda nueva antes de que te vayas. Se siente realmente orgulloso de sus habilidades curativas.
¿Cuándo ocurrió ese accidente?
—Ese mismo día. Después de salir del restaurante.
—Según otro de los que estaban en el restaurante, un tipo llamado Al Service, que es el chismoso oficial de esa parte de la comarca, hiciste una curiosa observación antes de marcharte. Según Service, dijiste que esperabas que matasen a otra chica.
—No quería decir eso. Yo estaba furioso. Entonces ni siquiera sabía que habían matado a nadie. Dije algo así como: «Sea lo que sea, se merecen que vuelva a ocurrir». Y me largué a toda velocidad.
Se quitó las gafas. Apoyó una mejilla en su carnosa mano.
—Es comprensible, Miles. Te enfurecieron. Eso le ocurre a todo el mundo. Bueno, tú mismo le acabaste irritando a Margaret Kastad, según tengo entendido.
¿A quién?
—A la mujer de Andy. Me llamó por teléfono después de que ni saliste de la tienda. Dijo que estabas escribiendo pornografía y que debía expulsarte de aquí.
—No perderé el tiempo hablando de eso —dije—. Ella mantiene unos cuantos errores contra mí. Soy una persona diferente ahora.
—Todos lo somos, supongo. Pero eso no significa que no podamos ayudarnos unos a otros. Tú podrías hacer algo por mí ahora poner por escrito lo que ocurrió en ese restaurante, fecharlo y firmarlo, para que yo le mande una copia a Larabee. Es por tu propio bien.
Rebuscó sobre su mesa y empujó hacia mí una hoja de papel y una pluma.
—En términos generales, Miles. No hace falta que te extiendas.
—Como quieras.
Cogí el papel y escribí lo que había sucedido. Le devolví el papel.
—¿Me llamarás siempre que recuerdes u observes algo? Me metí la mano en el bolsillo y toqué un papel doblado.
—Espera un momento. Tengo aquí algo en lo que me puedes ayudar.
¿Quién crees que me habrá enviado esto? Había dentro una hoja de papel en blanco.
Saqué el sobre y lo alisé sobre su mesa. Me temblaban las manos.
—Es el segundo. El primero iba dirigido a mi nombre.
Volvió a ponerse las gafas y se inclinó sobre la mesa para coger el sobre. Cuando vio el nombre, levantó la vista hacia mí. Era la primera reacción sincera que recibía de él.
—¿Tienes otro de éstos?
—Dirigido a mí. Con una hoja de papel en blanco dentro.
—¿Me dejas que me lo quede?
—No, quiero tenerlo yo. Lo que puedes hacer es decirme quién lo envió.
Experimenté la sensación de estar corriendo un gran riesgo, de cometer un enorme error. Fue lo bastante intensa como para hacer que me flaquearan las rodillas.
—Detesto decirlo, pero parece tu letra, Miles.
—¿Qué?
Levantó mi declaración juntamente con el sobre y, luego, los volvió para que yo pudiera verlos. Había una cierta semejanza superficial.
—No es mi letra, Oso Polar.
—No queda ya mucha gente que recuerde ese nombre.
—Basta con uno —dije—. Devuélveme el sobre.
—Como quieras. Sólo que los expertos son los que realmente pueden decidir sobre estas cuestiones de letras. ¡Dave! —gritó en dirección a la puerta—. ¡Trae el botiquín de urgencia! ¡Rápido!
—Le he oído llamarle Oso Polar. Ya nadie le llama así.
Lokken y yo caminábamos por la calle Mayor en la húmeda oscuridad. Se habían encendido las escasas farolas; pude oír de nuevo el zumbido del letrero de neón. Las luces que brillaban en el escaparate del «Angler’s» proyectaban un rectángulo amarillo sobre la acera. Yo llevaba la mano envuelta en una resplandeciente venda blanca.
—Somos viejos amigos.
—Tienen que serlo. Ese nombre de Oso Polar le saca de sus casillas. Por cierto, ¿dónde está su coche? Yo creo que ya no hay peligro.
—No quiero correr el riesgo. Él me ha dicho que me acompañe hasta el coche, y eso es lo que quiero que haga.
—Mierda, no hay nada que temer. No hay nadie afuera.
—Eso es lo que yo creía la última vez. Si no le llama usted Oso Polar ¿cómo le llama?
—¿Yo? —Lokken soltó una risotada—. Yo le llamo señor.
—¿Cómo le llama Larabee?
—¿Quién?
—Larabee. El jefe de Plainview.
—Perdóneme, pero ha debido de perder usted la chaveta, Mr. Teagarden. En Plainview no hay nadie que se llame Larabee, y si lo hubiera no sería jefe, porque Plainview no tiene jefe de Policía. Hay un sheriff llamado Larson que es primo segundo mío. El jefe Hovre suele visitarle una o dos veces a la semana. Es jurisdicción suya, lo mismo que todas esas pequeñas localidades de los alrededores, Centerville, Liberty, Blundell. Él es el jefe de todo. ¿Dónde está su coche?
Yo estaba de pie en medio de la ancha y oscura calle, inmóvil, mirando al «VW» y tratando de asimilar lo que Lokken había dicho. El estado en que se encontraba mi coche lo hacía difícil.
Lokken dijo:
—Dios mío, ¿no será ése el suyo?
Moví afirmativamente la cabeza, con la garganta demasiado seca como para poder articular palabra.
Las ventanillas estaban destrozadas y la carrocería presentaba numerosas abolladuras. Uno de los faros sobresalía como un globo ocular colgando de un fino músculo. Me acerqué corriendo para examinar los neumáticos delanteros y, luego, los traseros. Estaban mi actos, pero la ventanilla posterior estaba hecha añicos.
—Esto es un delito de daños contra la propiedad. ¿Quiere volver para contárselo al jefe? Debería presentar una denuncia. Yo también tengo que hacerlo.
—No. Cuénteselo usted a Hovre. Esta vez me creerá.
Noté que la ira estaba empezando a crecer de nuevo en mi interior, y le agarré a Lokken del brazo y se lo apreté con fuerza, haciéndole soltar un grito.
—Dígale de mi parte que quiero que Larabee se encargue de ello.
—Pero acabo de decirle que mi segundo primo… Yo me encontraba ya en el coche, accionando violentamente la llave de contacto.
El colgante faro acabó cayendo con estruendo sobre el pavimento antes de que hubiera recorrido una manzana, y mientras remontaba la primera de las colinas, justo por delante de la escuela superior, oí cómo un tapacubos rodaba hasta las hierbas que crecían en la cuneta. A través del estriado parabrisas, solamente podía ver una cuarta parte de la carretera, y aun eso quedaba difuminado y borroso por el estado del cristal. Mi único faro oscilaba cutre iluminar la línea amarilla y las hierbas, y mi estado emocional giraba violentamente en torno a una gigantesca sensación de traición. Larabee, ¿no? ¿Era Larabee quien quería saber cómo me había cortado la mano? ¿Era Larabee quien quería ser reelegido?
Yo sospechaba que era Larabee quien no pondría mucho empeño en encontrar a los hombres que habían intentado atacarme y que, en su frustración, habían destrozado mi coche.
Mientras enfilaba el retemblante coche por una cerrada curva ascendente, me di cuenta de que estaba sonando la radio: yo había rozado accidentalmente el botón unas millas antes, y ahora estaba desgranando toda una serie de variedades: «… y para Kathie y Jo y Brownie, de los Chicos Audaces, supongo que sabéis lo que eso significa, una pieza estupenda, Buenas Vibraciones». Empezaron a berrear unas voces adolescentes. Reduje un poco la velocidad, tratando de atisbar la curva de la carretera a través de la telaraña del parabrisas mientras el locutor introducía un comentario como fondo a la música. Unos faros se precipitaron en mi dirección y pasaron velozmente a mi lado al tiempo que sonaba el claxon.
El siguiente coche hizo parpadear dos veces sus luces, y me di cuenta de que mi único faro tenía puesta la luz intensa y larga; oprimí con el pie el botón amortiguador.
«Demasiado, realmente demasiado. Aquéllos sí que eran buenos tiempos. Ahora, para Frank, de Sally, una pieza dulce y cariñosa, supongo que ella te quiere, Frank, así que no dejes de llamarla. Algo de Johnny Mathis».
En las cuestas no podía ver más que el negro y vacío aire más allá de la carretera; mantenía el acelerador pisado a fondo, soltándolo sólo cuando tenía que cambiar de marcha o cuando empezaban a retemblar los remaches de la carrocería. Pasé como una bala ante el termómetro gigante, viéndolo sólo durante un instante a la luz del faro. Toda la hermosa verde panorámica no era más que una negra masa unidimensional.
«Eh, Frank, más vale que te andes con cuidado con esa muñequita. La tienes loquita perdida, así que no pierdas la calma. Y ahora, un cambio de ritmo…, para el primer curso de gimnasia y la señorita Tite, una ráfaga de la espiritual Tina Turner, de parte de Rosie B…, Río profundo, alta montaña».
Rechinaron mis neumáticos cuando frené de pronto al ver delante de mí una alta pared de madera en lugar de la negra carretera; cogí con fuerza el volante, y el coche dio un bandazo y luego se enderezó de una forma tal que parecía sugerir que un automóvil se halla construido de un material mucho más elástico que el metal. La lámpara de petróleo brilló un instante y se extinguió. Todavía a velocidad peligrosamente elevada, con la mente centrada en la mecánica de la conducción, traspuse la última colina y empecé a descender hacia la carretera general en un profundo pozo de música que no oía.
Sin molestarme en frenar, entré en la carretera. La música latía en mis oídos como la sangre. Pasé sobre el puente bajo y blanco, más allá de donde Red Sunderson debió de encontrar el cadáver de la segunda chica; luego, un brusco giro a la izquierda por la carretera del valle. Jadeaba tan intensamente como si hubiera estado corriendo.
«¡Decídselo a cualquiera, pero no se lo digáis a vuestro profesor de gimnasia! Todos los duendes andan por ahí sueltos esta noche, muchachos, así que cerrad bien las puertas. Aquí hay algo para los perdidos, desde la A a la Z. Van Morrison y Escucha al león».
Adquirí por fin conciencia del ruido de la radio. Reduje la marcha al pasar ante el estrecho camino de acceso a la casa de Rinn. La oscuridad creció a ambos lados…, parecía como si estuviese entrando en un túnel de tinieblas. ¿Desde la A hasta la Z? ¿Alison y Zack? Escucha al león, ése era el título de la canción. Un inexperto barítono resbalaba a través de palabras que yo no podía distinguir. La canción parecía carecer de toda melodía especial. Apagué la radio. Sólo quería llegar a casa. El «VW» pasó veloz ante las ruinas de la vieja escuela y, momentos después, ante la alta y pomposa fachada de la iglesia. Oía el arrítmico sonido del motor, pulsé el botón para aumentar de nuevo la intensidad del faro.
Delante de la granja de los Sunderson, la carretera describe una cerrada curva en torno a un rojo montículo de piedra arenisca, y me incliné hacia delante sobre el volante, poniendo toda mi atención en los diez centímetros cuadrados de cristal entero. El haz de luz amarilla voló sobre el maíz. Vi entonces algo que me hizo arrimar el coche a la cuneta y frenar. Salí apresuradamente y me subí al reborde existente junto al asiento para mirar por encima del coche hacia el final del campo.
No había sido un error; la esbelta figura estaba allí de nuevo, entre el campo y la negra masa del bosque.
Oí el ruido de una puerta al cerrarse detrás de mí y volví la cabeza, sobresaltado. Las luces de la casa Sunderson mostraban a un hombre corpulento que se recortaba sobre las altas hierbas de la colina. Miré de nuevo hacia el campo, y allí estaba todavía. La elección era sencilla porque no había elección en absoluto.
Salté a la carretera y eché a correr por delante del coche.
—¡Eh! —gritó un hombre.
Un instante después, pasaba por encima de la cuneta y me encontraba ya corriendo por el costado del maizal, en dirección al bosque. Quienquiera que estuviese allí me estaba observando, pensé, dejando que me acercase.
—¡Para! ¡Miles! ¡Espera!
No le hice caso. El bosque estaba a cuatrocientos metros de distancia. Casi podía oír música. A mi espalda, la voz dejó de gritar. Mientras corría hacia ella, la figura retrocedió hacia el bosque y desapareció.
—¡Te veo! —gritó el hombre.
No me molesté en volverme: el desvanecimiento de la figura en el bosque me hizo correr más velozmente aún, más torpemente aún, olvidando la técnica que había aprendido en el aparcamiento de la Policía. El terreno era duro y seco, cubierto por un leve rastrojo, y continué corriendo sin apartar la vista del lugar en que había estado la figura. Junto a mí, el maíz era más alto que yo, una sólida masa oscura más allá de las primeras filas.
La linde de la primera fila de sembrados, desde la carretera hasta la granja situada al otro lado de la de Duane, está formada por un riachuelo, y fue esto lo que me deparó mi primera dificultad. La tierra arada y cultivada terminaba a unos dos metros y medio de ambos lados del riachuelo; cuando llegué al final del maizal, miré a mi izquierda y vi una zona de hierbas aplastadas por la que, al parecer, acostumbraba Duane a conducir el tractor hasta los campos altos. Cuando corrí allí y empecé a aproximarme al riachuelo, vi que el terreno había sido revuelto por el tractor, de tal modo que la zona entera se hallaba convertida en una fangosa ciénaga. El arroyo tenía allí uno o dos metros de anchura más que en otros puntos, ya que el agua se extendía sobre la depresión que había formado el tractor. Retrocedí a lo largo de la orilla; pájaros y ranas anunciaron su presencia, uniéndose a los ruidos de los grillos que me habían acompañado desde que abandoné la carretera. Tenía las botas cubiertas de blando barro.
Aparté con los brazos las altas y fibrosas hierbas y vi un estrechamiento del riachuelo. Dos hermosos montículos de tierra formaban un interrumpido puente sobre el agua; ambas prominencias, separadas metro y medio entre sí, estaban sostenidas por las raíces de dos de los chopos que crecían a lo largo de la orilla. Di la vuelta a uno de los árboles, esquivé el abultamiento de la raíz y salté, golpeándome la frente y la nariz contra el tronco del árbol del otro lado. Varios cuervos levantaron el vuelo en ruidosa alarma. Agarrado todavía al árbol con los dos brazos, volví la vista hacia el maizal y vi el «VW» aparcado en la carretera del valle delante de la casa de Sunderson. Una brillante luz se derramaba tanto de la casa como del coche…, había olvidado apagar el motor. Peor aún, me había dejado puesta la llave de contacto. La señora Sunjerson y Red estaban en una de las ventanas, mirando al exterior con las manos formando pantalla sobre los ojos.
Salté de la maraña de raíces y, tras cruzar trabajosamente otra zona de espesas hierbas, empecé a atravesar el sembrado siguiente.
Podia ver el lugar donde creía que la figura se había escabullido en el bosque y coroné con esfuerzo una loma en la que la alfalfa alejaba nuevamente sitio al maíz. A los pocos minutos me encontraba en el lugar donde comenzaban los árboles.
Parecían más separados, formando una masa menos homogénea de lo que había parecido desde la carretera. La luz de la luna me permitía ver por dónde iba una vez que empecé a correr por entre los árboles. Mis pies encontraban los bordes de grandes rocas y la mullida blandura del mantillo y de lechos de agujas de pino. Al adentrarme más en el bosque, la impresión de distanciamiento entre los árboles disminuyó rápidamente; quedaron a mi espalda los fantasmales pinos y abedules y me encontré avanzado entre robles y olmos, veteranos de rugosas cortezas que impedían casi por completo el paso de la luz. Acorté el paso y, luego, me detuve, oyendo un excitado crujir de hojas a mi izquierda.
Volví la cabeza a tiempo para ver un ciervo que huía en busca de refugio, levantando las ancas como una mujer al saltar de un trampolín.
Alison. Me lancé ciegamente a la derecha con movimientos diicultados por mis pesadas botas. Ella se me había aparecido, me había hecho una señal. En algún lugar, ella me estaba esperando. En algún lugar de la oscura profundidad.
Mucho tiempo después y tras haber entrado en un círculo de árboles, admití que me había perdido. No perdido definitivamente, porque la pendiente del suelo del bosque me indicaba la dirección en que estaban los campos y la carretera, pero sí lo suficiente como para no saber si había estado caminando en círculos. Y, lo que era más inquietante, después de haber caído al suelo y rodado contra una roca cubierta de liquen, había perdido la certeza de la dirección lateral. El bosque estaba demasiado oscuro para que viera las luces de alguna granja en la distancia…, de hecho, parecía no existir distancia en absoluto, excepto como una infinidad de grandes y oscuros árboles cercanos. Yo había acabado llegando a un claro, quizás unos ochocientos metros más atrás; pero tal vez hubiera sido arriba, no atrás, y era por lo menos una cierta distancia más arriba, pues yo había bajado la cuesta antes de volver a caminar derecho. En total creía haber estado buscando durante casi una hora, y los árboles que veía en derredor me parecían familiares, como si hubiera estado antes en ese mismo lugar. Era sólo el pequeño claro, ennegrecido en su centro por las frías cenizas de una fogata, lo que demostraba que había ido realmente a alguna parte y que no había estado dando vueltas y vueltas en el mismo sitio delante de los mismos árboles hasta quedar desorientado y aturdido.
Porque, realmente, parecían familiares…, el gigantesco saliente de un tronco que tenía delante había estado antes delante de mí, yo había visto una rama curvada y gruesa idéntica, me había arrodillado sobre un astillado leño idéntico. Grité el nombre de mi prima.
En aquel momento, yo tenía una experiencia esencialmente literaria del pánico que se transformaba rápidamente en miedo, obtenida de Jack London, de Hawthorne, de Cooper, de Shakespeare, de los hermanos Grimm y de los dibujos animados de Disney. El pánico era a perderse, pero el miedo que brotaba tras él era simplemente al bosque mismo, a la gigantesca naturaleza exterior. Quiero decir que los árboles parecían habitados por una vida amenazadora. La malevolencia me rodeaba. No sólo la famosa indiferencia darviniana de la Naturaleza, sino una verdadera hostilidad activa. Era la más primitiva percepción del mal que jamás había conocido. Yo era una frágil vida humana a punto de ser aplastada por fuerzas inmensas, por fuerzas de un mal enorme e impersonal. Alison formaba parte de esto y me había arrastrado a ello. Yo sabía que si, no me movía, las horribles manos de las ramas me apresarían y me harían pedazos sobre el musgo. Moriría como habían muerto las dos chicas. Los líquenes me llenarían la boca. ¡Qué necios habíamos sido al dar por supuesto que unos simples seres humanos habían matado a las chicas!
Fue el terror lo que finalmente me liberó de este helado encuentro con el espíritu, y corrí ciegamente, precipitadamente, en cualquier dirección que podía encontrar, y dominado por un miedo mucho mayor que el que había experimentado cuando huía de los matones de Arden. Ramas bajas me golpeaban en el estómago y me hacían caer, resbalaban las piedras bajo mis pies, pequeñas ramitas se me enganchaban en los pantalones. Algunas hojas me susurraban a la altura de los ojos. Yo corría simplemente, contento de correr, y el corazón me daba saltos en el pecho y mis pulmones pugnaban por tomar aire.
Caí muchas veces. La última, atisbé por entre las enredaderas, las ortigas y vi que la malevolencia había desaparecido; el dios se había marchado; la luz humana estaba penetrando en la vegetación, la luz que representa nuestra victoria sobre la sinrazón, y forma mi dolorido cuerpo a adoptar una postura agachada para ver de dónde procedía la luz. Notaba en el bolsillo la carta de Alison. Mi personalidad empezó a recomponerse. La luz artificial es un poema a la racionalidad, la bombilla ahuyenta a los demonios, habla en estrofas rimadas, y mi cuerpo se estremeció de alivio, como si hubiera ido a parar a los majestuosos jardines de Versalles.
Hasta recuperé mi estado de ánimo normal, y me arrepentí de mi momentánea creencia en una traición. Era una traición a Alicon y una traición al espíritu. Yo me había sentido espantado, y espantado además por la literatura.
Mientras este sentimiento de culpabilidad característicamente mío se apoderaba de mí, vi finalmente dónde estaba y reconocí la casa desde la que se derramaba la luz. Sin embargo, mi cuerpo seguía temblando de alivio cuando me incorporé y caminé por entre los domesticados robles.
Ella apareció en el porche. Las mangas de una masculina chaqueta de mezclilla colgaban bajo las puntas de sus dedos. Llevaba todavía las botas altas de goma.
—¿Quién anda ahí? ¿Miles? ¿Eres tú?
—Sí —respondí—. Me he perdido.
—¿Estás solo?
—Siempre me preguntas eso.
—Pero yo os he oído a dos.
Me la quedé mirando.
—Entra, Miles, y te prepararé un café.
Cuando subí al porche, ella me escrutó con su ojo sano.
—¡Estás en un estado terrible, Miles! Te encuentras todo lleno de barro. Y tienes desgarrada la ropa. —Bajó la vista—. Y tendrás que quitarte esas botas antes de entrar en mi cocina.
Me quité suavemente las embarradas botas. Notaba numerosos y pequeños dolores e irritaciones en la cara y las manos, y algo me había golpeado en la pierna en el mismo lugar que cuando acompañé a la silla escaleras abajo del sótano.
—¡Pero si estás cojeando, Miles! ¿Qué hacías ahí fuera de noche?
Me senté cuidadosamente en una silla, y ella me puso delante una taza.
—Tía Rinn, ¿estás segura de haber oído a alguien más en el bosque? ¿A alguien además de mí?
—Probablemente era una de las gallinas. Salen y meten un ruido terrible.
Estaba sentada frente a mí, al otro lado de la vieja mesa de madera, y sus largos cabellos blancos le caían sobre los hombros de la gris chaqueta de mezclilla. El vapor de las tazas se elevaba en rizadas ondas entre nosotros.
—Deja que te cure la cara.
—No te molestes —dije, pero ella se había puesto ya en pie y estaba junto a la fregadera, humedeciendo un trapo. Luego, cogió de un estante un bote tapado y volvió hacia mí. El paño me produjo en los pómulos una sensación calmante y refrescante.
—No me agrada decirte esto, Miles, pero creo que debes marcharte del valle. Tuviste problemas cuando viniste aquí por primera vez, y ahora tienes más todavía. Si vas a insistir en quedarte, quiero que dejes la casa de Jessie y vengas a alojarte aquí.
—No puedo.
Introdujo los dedos en el bote y me aplicó sobre las heridas un espeso ungüento verde que me hizo sentir palpitaciones en la cara. Percibí un fragante olor a bosque.
—Esto es sólo un ungüento de hierbas para tus heridas, Miles. ¿Qué estabas haciendo ahí afuera?
—Buscar a alguien.
—¿Buscando a alguien en el bosque, de noche?
—Sí, alguien me rompió casi todos los cristales del coche y me pareció verle correr en esta dirección.
—¿Por qué temblabas?
—No estoy acostumbrado a correr.
Sus dedos continuaban aplicándome en la cara el ungüento verde.
—Yo puedo protegerte, Miles.
—No necesito protección.
—Entonces, ¿por qué estabas tan asustado?
—Era sólo en el bosque. La oscuridad.
—A veces es bueno temer a la oscuridad —me miró ferozmente—. Pero nunca es bueno mentirme, Miles. No estabas buscando a un vándalo ¿verdad?
Yo era consciente de los árboles que se inclinaban sobre la casa, de la oscuridad que se espesaba fuera de su círculo de luz.
Ella dijo:
—Debes recoger tus cosas y marcharte. Vente aquí o vuelve a Nueva York. Ve a Florida con tu padre.
—No puedo.
Aquel fuerte olor pendía sobre mi rostro.
—Serás destruido. Por lo menos debes venir a alojarte aquí conmigo.
—Tía Rinn —dije. Había empezado a temblarme de nuevo todo el cuerpo—. Algunas personas creen que yo he matado a esas chicas…, por eso es por lo que atacaron a mi coche. ¿Qué podrías hacer tú contra ellos?
—Nunca vendrán aquí. Nunca subirán por mi camino.
Recordé cómo me aterrorizaba de niño, con aquella expresión en el rostro y frases como aquélla en la boca.
—Sólo son gente de ciudad. No tienen nada que ver con el valle.
La pequeña cocina parecía intolerablemente calurosa, y vi que la estufa de leña estaba encendida y ardía con crepitantes llamas.
—Quiero decirte la verdad. Sentía que había algo monstruoso ahí afuera —dije—, algo puramente hostil, y por eso es por lo que estaba asustado. Supongo que era la presencia del mal lo que sentía. Pero todo era salido de los libros. Varios matones me persiguieron por Arden, y luego Oso Polar me sermoneó, como diría él. Conozco la literatura acerca de todo esto. Conozco todo lo de los puritanos en el desierto, y me alcanzó a mí. He estado reprimido, y no soy yo mismo.
—¿Qué estás esperando, Miles? —preguntó, y comprendí que ya no podía continuar con más evasivas.
—Estoy esperando a Alison —dije—. Alison Greening. Pensé que era ella a quien vi desde la carretera, y me interné en el bosque para encontrarla. La he visto tres veces.
—Miles… —empezó ella, con expresión de enfado.
—Ya no estoy trabajando en mi tesis, eso es algo que me trae ni cuidado. Voy sintiendo cada vez con más intensidad que todo eso es muerte para el espíritu, y he estado recibiendo señales de que Alison vendrá pronto.
—Miles…
—Esta es una de ellas —dije, y saqué del bolsillo el arrugado sobre—. Hovre piensa que me lo envié yo mismo, pero lo envió ella, ¿verdad? Por eso es por lo que la letra se parece a la mía.
Iba ella a hablar de nuevo, pero yo levanté la mano.
—Ella nunca te agradó, nunca agradó a nadie, pero los dos éramos muy parecidos. Éramos casi la misma persona. Yo no he amado jamás a ninguna otra mujer.
—Ella era tu cepo. Era una trampa esperando que tú entraras en ella.
—Entonces, lo sigue siendo, pero no lo creo.
—Miles…
—Tía Rinn, en 1955 prometimos reunimos aquí, en el valle, y fijamos una fecha. Es dentro de unas semanas. Ella va a venir, y yo voy a reunirme con ella.
—Miles —dijo tía Rinn—, tu prima está muerta. Murió hace veinte años, y tú la mataste.
—Yo no creo eso —respondí.