VI
—Miles —dijo—, tu prima murió en 1955, mientras nadábais los dos en la vieja presa de Pohlson. Murió ahogada.
—Se ahogó ella sola —dije—. Yo no la maté. No podría haberla matado. Significaba para mí más que mi propia vida. Habría preferido morir yo. Aquello fue el fin de mi vida.
—Tal vez la mataras por accidente…, tal vez no supieras lo que estabas haciendo. No soy más que una vieja campesina, pero te conozco. Te amo. Siempre has tenido problemas. Tu prima también los tenía, pero los suyos no eran inocentes como los tuyos. Ella eligió el sendero pedregoso, ella deseaba confusión y mal, y tú nunca cometiste ese pecado.
—No sé de qué estás hablando. Sé que ella era más complicada que yo, pero eso formaba parte de su belleza. Para mí, al menos. Nadie más la comprendía. Y yo no la maté, ni accidentalmente ni de otra manera.
—Sólo vosotros dos estabais allí.
—Eso no es seguro.
—¿Viste a alguna otra persona aquella noche?
—No lo sé. Tal vez sí. Creí verla en varias ocasiones. Alguien me golpeó hasta hacerme perder el conocimiento.
—Fue Alison con sus forcejeos. Casi te lleva al fondo con ella.
—Ojalá lo hubiera hecho. No he tenido vida desde entonces.
—No una vida plena. No una vida satisfecha. Por culpa de ella.
—¡Basta! —grité.
El calor de la cocina se iba espesando en torno a mí y parecía aumentar a cada palabra. El ungüento de mi cara empezaba a producirme una sensación ardiente. Mi grito la había asustado; parecía más pálida y más pequeña dentro de todas aquellas arrugas y de la floja chaqueta de hombre. Sorbió lentamente su café, y sentí un inmenso y triste remordimiento.
—Lo siento. Siento haber gritado. Si me quieres, debe de ser como amarías a un pájaro herido. Estoy en una situación terrible, tía Rinn.
—Lo sé —dijo ella, con voz tranquila—. Por eso es por lo que tengo que protegerte. Por eso es por lo que tienes que abandonar el valle. Es demasiado tarde ya para ninguna otra cosa.
—Porque Alison va a volver, quieres decir. Porque está volviendo.
—Si está volviendo, entonces no hay nada que hacer. Es demasiado tarde para todo. Ejerce sobre ti un influjo demasiado fuerte para que yo pueda liberarte.
—Gracias a Dios. Ella significa libertad para mí. Ella significa vida.
—No. Significa muerte. Significa lo que tú has sentido ahí afuera esta noche.
—Eso eran nervios.
—Eso era Alison. Quiere reclamarte.
—Me reclamó hace años.
—Miles, te estás sometiendo a fuerzas que no comprendes. Yo tampoco las comprendo, pero las respeto. Y las temo. ¿Has pensado en qué pasará cuando ella vuelva?
—Lo que pase no importa. Ella estará de nuevo en este mundo. Ella sabe que yo no la maté.
—Quizás es eso lo que no importa. O quizás importa menos de lo que tú crees. Háblame de aquella noche, Miles.
Incliné la cabeza hasta casi tocar el pecho con la barbilla.
—¿De qué serviría?
—Entonces te lo diré yo. Esto es lo que la gente de Arden recuerda acerca de ti, Miles. Recuerdan que fuiste sospechoso de asesinato. Ya tenías mala reputación…, eras conocido como ladrón, como un muchacho turbulento y desordenado que no controlaba sus sentimientos. Tu prima era…, no sé cuál es la palabra adecuada. Una bromista sexual. Era depravada. Horrorizaba a la gente del valle. Era calculadora y tenía poder…, cuando ella no era todavía más que una niña me di cuenta de que era una persona destructiva. Odiaba la vida. Odiaba todo lo que no fuera ella misma.
—Nunca —dije.
—Y los dos os fuisteis a la presa a bañaros, sin duda después de que Alison engañara a vuestras madres. Ella te estaba haciendo caer más profundamente en la trampa. Entre dos personas puede existir una especie de profunda relación, Miles, una especie de voz entre ellas, una llamada, y si la persona dominante es depravada, la relación es insana y depravada.
—Déjate de preámbulos —dije—. Sigue con lo que quieras decir.
Yo deseaba salir de la excesivamente caldeada cocina; deseaba atrincherarme en la vieja granja Updahl.
—Está bien. —Su rostro tenía una expresión dura y gélida—. Alguien que pasaba por la carretera de Arden oyó gritos procedentes de la presa y llamó a la Policía. Cuando el viejo Walter Hovre llegó allí, te encontró inconsciente sobre la cornisa rocosa. Te sangraba la cara. Alison estaba muerta. Apenas si pudo ver su cuerpo, atrapado en un saliente rocoso bajo el agua. Los dos estabais desnudos. Ella había sido…, había sido violada. —Empezó a enrojecer—. La conclusión era evidente.
—¿Qué crees que sucedió?
—Yo creo que ella te sedujo y murió accidentalmente. Que murió por tu mano, pero que no fue un asesinato. —Su rubor se había acentuado ahora: el efecto resultaba extraño, como si se hubiera dado carmín en las mejillas—. Nunca he conocido el amor físico, Miles, pero imagino que se trata de algo muy turbulento.
Levantó la barbilla y me miró fijamente a los ojos.
—Eso es lo que pensaba todo el mundo. No había que formular acusación formal contra ti…, de hecho, muchas mujeres de Arden pensaban que tu prima había recibido lo que se merecía. El instructor, que entonces era Walter Hovre, dijo que se trataba de una muerte accidental. Era un hombre bueno, y había tenido sus problemas con su propio hijo. No quería echar a perder tu vida. Ayudó el hecho de que fueses un Updahl. La gente de por aquí siempre ha tenido en mucha estima a tu familia.
—Dime sólo una cosa —exclamé—. Cuando todo el mundo estaba condenándome en silencio, al tiempo que se me dejaba hipócritamente en libertad, ¿no se preguntó nadie quién había hecho aquella llamada telefónica?
—El hombre no dio su nombre. Dijo que estaba asustado.
—¿Crees realmente que unos gritos lanzados en la presa se pueden oír desde la carretera?
—Claro que sí. Y en estos tiempos, Miles, la gente recuerda tu vieja historia.
—Al diablo —dije—. ¿Crees que no lo sé? Hasta la hija de Duane ha empezado a oír rumores sobre eso. Y también el chiflado de su amigo. Pero yo estoy ligado a mi pasado. Ésa es la razón de que esté aquí. De lo otro, soy inocente. Mi inocencia tiene que salir a la luz.
—Espero de todo corazón que así sea —dijo ella. Yo podía oír al viento haciendo sonar las ramas y las hojas en el exterior, y me sentía como un personaje de otro siglo…, un personaje de cuento de hadas refugiado en una casa de pan de jengibre—. Pero eso no es suficiente para salvarte ahora.
—Yo sé qué es mi salvación.
—La salvación es el trabajo.
—Esa es una buena teoría noruega.
—Bien, pues trabaja. ¡Escribe! ¡Ayuda en los campos!
Sonreí ante la idea de Duane y yo segando hierba codo a codo.
—Creía que me estabas aconsejando que me fuera del Estado. En realidad, Oso Polar no me dejaría marchar. Y yo tampoco querría, de todas formas.
Me dirigió una mirada que reconocí como de desesperanza. Dije:
—No renunciaré al pasado. Tú no comprendes, tía Rinn. —Me sorprendí a mí mismo bostezando al final de esta frase.
—Pobre muchacho cansado.
—Estoy cansado —admití.
—Duerme aquí esta noche, Miles. Rezaré por ti.
—No —dije automáticamente—, no, gracias. —Y pensé luego en la larga caminata de regreso al coche. Para entonces, las baterías se habrían agotado ya probablemente, y tendría que hacer andando todo el camino hasta la granja.
—Puedes marcharte tan temprano como quieras. No le molestarás a una viejecita como yo.
—Quizás un par de horas —dije, y bostecé de nuevo. Esta vez logré taparme la boca con la mano por lo menos a la mitad del espasmo—. Eres demasiado buena conmigo.
La vi dirigirse afanosamente a la habitación contigua; al cabo de un momento, salió con una brazada de sábanas y el mullido bulto de un edredón de confección casera.
—Vamos, jovenzuelo —ordenó, y la seguí al salón.
Colocamos juntos las sábanas sobre el estrecho sofá. El salón era sólo algo más frío que la cocina, pero le ayudé a extender el edredón sobre la sábana superior.
—Yo te diría que ocupases la cama, Miles, pero ningún hombre ha dormido jamás en mi cama, y es ya demasiado tarde para cambiar mis costumbres. Pero espero que no me consideres inhospitalaria.
—Inhospitalaria, no —dije—. Sólo testaruda.
—No bromeaba con lo de rezar. ¿Decías que la has visto?
—Tres veces. Estoy seguro. Ella va a volver, tía Rinn.
—Una cosa segura voy a decirte. Yo no viviré para verlo.
—¿Por qué?
—Porque ella no me dejará.
Para una solitaria anciana próxima a los noventa años, Rinn era una experta en decir la última palabra. Se dio la vuelta, apagó las luces de la cocina y cerró a su espalda la puerta de su dormitorio. Oí roce de telas mientras se desvestía. El inmaculado y diminuto salón parecía lleno del olor a humo de leña, pero debía de proceder de la vieja estufa de la cocina. Rinn empezó a murmurar por lo bajo.
Me quité los pantalones y la camisa, me senté para despojarme de los calcetines, oyendo todavía su cascada voz latir rítmicamente como una máquina a punto de pararse, y me tendí entre las rígidas sábanas. Mis manos encontraron un parche tras otro, y comprendí que habían sido remendadas muchas veces. A los pocos segundos, con el acompañamiento de la áspera música de su voz, me sumí en el primer sueño ininterrumpido y pacífico que había tenido desde que salí de Nueva York.
Varias horas después, me despené al oír dos ruidos distintos. Uno era lo que parecía un increíble repiqueteo de hojas encima de mí, como si el bosque hubiera avanzado hacia la casa y hubiera empezado a atacarla. El segundo resultaba más turbador aún. Era la voz de Rinn, y al principio pensé que su rezo se había convertido en una actividad maratoniana. Cuando capté su lento e insistente ritmo, me di cuenta de que estaba diciendo algo en sueños. Una sola palabra, repetida. El sibilante estruendo de los árboles sobre la casa ahogaba la palabra, y yo permanecí tendido en la oscuridad, con los ojos abiertos, escuchando. El olor a humo de leña pendía inmóvil en el aire. Cuando oí lo que Rinn estaba diciendo, retiré la sábana y busqué a tientas los calcetines. Ella estaba pronunciando una y otra vez en su sueño el nombre de mi abuela.
—Jessie. Jessie.
Eso era demasiado para mí. No podía soportar oír, mezclada con el estruendo del bosque, la evidencia de lo mucho que yo había turbado a la única persona del valle que quería ayudarme. Me vestí apresuradamente y entré en la cocina. Los dorsos de las hojas, venosos y blancos, se apretaban como manos contra la ventana trasera. De hecho, como la mano carnosa de uno de mis frustrados asaltantes de Arden. Encendí una pequeña lámpara. La voz de Rinn continuaba desgranando ásperamente la invocación a su hermana. El fuego de la estufa se había extinguido hasta convertirse en un resplandeciente imperio de cenizas, me salpiqué de agua la cara y sentí la capa del ungüento de hierbas de Rinn. No se levantaba: mis dedos resbalaban simplemente sobre ella como sobre los parches de la sábanas. Introduje una uña bajo el borde de una de las costrosas capas y la despegué como una ventosa. Una fina escama oscura cayó en la fregadera. Fui quitándome el resto de las costras hasta que cubrieron el fondo de la fregadera. Un espejo de afeitar colgaba de un clavo junto a la puerta, y doblé las rodillas para mirarme en él. Mi blando rostro me devolvió la mirada, salpicado de manchitas rosadas en la frente y las mejillas, pero sin ninguna marca aparte de eso. Dentro de un escritorio de puerta enrollable, abarrotado con las cuentas de su negocio de huevos, encontré un lápiz y un papel y escribí: Algún día comprenderás que tengo razón. Volveré pronto para comprar algunos huevos. Gracias por todo. Besos, Miles.
Salí a la susurrante noche. Mis embarradas botas pisaban las nudosas raíces de árboles que asomaban a través de la tierra. Pasé ante el alto edificio lleno de gallinas dormidas. Poco después, había salido ya de debajo del tupido techo de ramas y se desplegaba ante mí la estrecha carretera. Cuando crucé el riachuelo, volví a oír el croar de ranas que anunciaban su territorio. Caminaba rápidamente, resistiendo el impulso de mirar hacia atrás. Sentía como si algo o alguien me estuviera observando, era sólo la única estrella que brillaba en el cielo, Venus, enviándome una luz vieja ya de millares de años.
Sólo cuando la brisa lo hubo disipado sobre los largos campos de maíz y alfalfa, advertí que el olor a humo de leña había permanecido conmigo hasta que cubrí la mitad de mi recorrido y salí de los terrenos de Rinn.
Venus, ilumina mi camino con luz muerta hace tiempo. Abuela, Rinn, bendecidme las dos.
Alison, ven y deja que te vea.
Cero lo que veía mientras bajaba por el camino del valle era solo el «Volkswagen», que parecía su propio cadáver, que semejaba algo visto en un montón de herrumbrosas carrocerías desde la ventanilla de un tren. Era una deforme figura a la débil luz de las estrellas, tan patética y siniestra como la casa soñada de Duane, y mientras avanzaba hacia él vi la destrozada ventanilla trasera y las abolladuras de la carrocería. Me di cuenta finalmente de que Las luces estaban apagadas; se había agotado la batería.
Solté un gemido, abrí la portezuela y me dejé caer en el asiento. Me pasé las manos por las sonrosadas manchas de la cara, que estaban empezando a picarme.
—Maldita sea —exclamé, pensando en la dificultad de conseguir que viniera desde Arden un camión-remolque. Lleno de frustración, di con la mano un leve golpe sobre el claxon. Vi entonces que había desaparecido la llave de contacto.
—¿Para qué es eso? —preguntó un hombre que bajaba por la empinada cuesta que descendía de la casa de Sunderson.
Cuando cruzó la carretera vi que tenía un vientre prominente y una cara aplastada y de expresión grave. Su gruesa y redondeada nariz delataba su relación familiar con Tuta Sunderson. Como el pelo de la mayoría de los hombres llamados «Red», el suyo tenía un color anaranjado y polvoriento. Cruzó la carretera y apoyó una mano enorme sobre la abierta portezuela.
—¿Para qué tocas el claxon?
—Por pura alegría. Por pura y radiante felicidad. Se me ha gastado la batería, así que el coche no puede moverse, y la maldita llave ha desaparecido, yendo probablemente a parar a algún lugar de esa cuneta. Y tal vez te hayas fijado en que unos cuantos caballeros de Arden decidieron trabajar sobre el coche esta tarde. Así que por eso es por lo que estoy tocando el claxon.
Levanté la vista hacia su rostro, y me pareció ver una leve chispita de regocijo.
—¿No me oíste llamarte antes? ¿Cuando saltaste de este cacharro y echaste a correr hacia el bosque?
—Claro que sí —respondí—. No tenía tiempo que perder.
—Bien, he estado esperando en el porche a verte volver. Incluso he echado una cabezadita…, no creía que tardaras tanto. Pero, por si acaso, cogí la llave de tu cacharro. Y apagué las luces para ahorrar tu batería.
—Gracias. Gracias de veras. Pero dame las llaves. Y luego podemos irnos los dos a la cama.
—Espera. ¿Qué estabas haciendo allí? ¿O estabas sólo huyendo de mí? Desde luego, corrías como una liebre. ¿Qué estabas tratando de conseguir, Miles?
—No sabría decirte, Red. La verdad es que no creo que estuviese tratando de conseguir nada.
—Ajá. —El regocijo se tornó más ácido—. Según mi madre, has estado haciendo cosas bastante extrañas en la granja Updahl. Dice que la chica de Duane ha estado rondando por allí más de lo que debiera. Especialmente teniendo en cuenta el problema que últimamente tenemos aquí. Se te da bien el hacer daño a las chicas, ¿verdad, Miles?
—No. Y nunca lo he hecho. Deja de hacerme perder el tiempo y dame las llaves.
—¿Qué es lo que hay en el bosque para que hayas ido allí?
—Está bien, Red —respondí—. Te diré la verdad. Estaba visitando a Rinn. Puedes preguntárselo tú mismo. Allí es donde estaba.
—Supongo que tú y esa vieja bruja estáis tramando algo.
—Puedes suponer lo que te dé la gana. Deja que me vaya a casa.
—Esto no es tu casa, Miles. Pero supongo que puedes volver a la de Duane. Toma tus llaves para esa basura que conduces.
Me las tendió, alargando hacia mí un grueso dedo introducido en el anillo del llavero, de tal modo que llaves y llavero parecían empequeñecidos, como juguetes. Era un gesto oscuramente obsceno.
Fragmento de la declaración de Leroy («Red») Sunderson:
16 de julio
No me gustaba nada que madre tuviera que estar trabajando en la misma casa que ese Miles Teagarden… Le diré una cosa: en el lugar de Duane, yo no habría dejado que mi hija anduviese por ahí con un hombre de esa reputación. Y algunos dicen que aprendió. Yo lo que habría hecho primero de todo, habría sido largarle una buena descarga de perdigones. Así que pensé, vamos a ver lo que tenemos aquí, y empecé a bajar por el camino para hablar con él en cuanto vi que su coche comenzaba a disminuir la marcha delante de nuestra casa. Bueno, pues va Miles y salta de su coche y mira a lo lejos como si estuviese viendo cosas y echa luego a correr como un loco. Yo le grité, pero siguió corriendo.
Bueno, pues hay dos formas de ver eso. O tenía una prisa de todos los diablos por descubrir algo en ese bosque, o estaba huyendo de mí. Yo diría que las dos cosas. Le aseguro que estaba mortalmente asustado cuando volvió. Y eso significa con toda seguridad que estaba planeando lo que iba a suceder en ese bosque…, ¿comprende?
Yo me dije a mí mismo: Red, espérale. Volverá. Bajé y apagué las luces de ese cacharro suyo. Luego le esperé. Madre y yo estuvimos un rato mirando a ver si venía, y luego ella se fue a la cama y yo me quedé en el porche. Tenía sus llaves, así que sabía que no iba a ir a ninguna parte sin mí.
Bien, pues al cabo de mucho tiempo, vuelve. Andando con pasos ligeros y sueltos, como un negro de ciudad. Cuando me acerqué a él estaba manipulando en el coche, soltando juramentos y tocando la bocina. Entonces le vi la cara. Parecía completamente quemada, con grandes manchas rojas por todas partes. Igual que Oscar Johnstad cuando tuvo aquella intoxicación de alcohol hace unos años. Quizás alguien le había arañado.
Le dije: Bueno, Miles, ¿qué infiernos has estado haciendo?
He estado haciéndome feliz, dice.
¿En el bosque?, dije.
Sí, dice, he ido allá a hacerme feliz. He estado viendo a Rinn.
¿Cómo sabemos qué tramaban esos dos? Hay cosas muy extrañas con esos viejos noruegos de estos valles…, yo mismo soy noruego, y no diré una palabra contra ellos, pero algunos de esos viejos se dedican a las más extrañas locuras. Y esa Rinn ha estado loca de remate toda su vida. Ya lo creo que sí. Ella era casi el único amigo que Miles tenía por aquí. ¿Se acuerda usted del viejo Ole, el de Four Forks? Bien, pues estaba emparentado con la mitad de los habitantes del valle, incluido yo mismo, y cuando empezó a volverse loco ató a aquella hija tonta que tenía a una viga del desván y empezó a utilizar a su otra hija como esposa. Los domingos, se quedaba en la parte de atrás de la iglesia con el aire de un irritado emisario de Dios que hubiera acabado cayendo en las cercanías de Arden. Eso era hace veinte o treinta años, pero siguieron ocurriendo cosas extrañas. Yo nunca confié en Rinn. Ella podía lanzar contra uno las fuerzas del mal. Dicen algunos que Oscar johnstad empezó a darse a la bebida porque ella le echó mal de ojo a una ternera suya y él temía ser el siguiente.
La otra cosa que da que pensar es en lo de Paul Kant. Poco después de esto, no más de un par de días después, es cuando vio a Paul. Y luego intentó suicidarse, ¿no?
Yo creo que quería largarse y rápido…, quizás Rinn le dijo que lo hiciera, loca como estaba. Quizá lo hizo también el pequeño Paul. Bien, si no lo hizo seguro que se arrepintió después. Quiero decir que, fuera lo que fuese lo que Paul Kant hizo para lograr ser feliz, no se fue de noche al bosque del valle para ello.
Yo me siento afectado por todo esto, ¿sabe? Yo encontré a aquella pobre chica Strand y hablé con ustedes un par de horas aquel día. Y cuando la vi estuve a punto de vomitar… comprendí que nada normal había actuado sobre aquella chica. Su cuerpo estaba casi partido en dos. Bueno, usted estuvo allí. Usted lo vio.
Así que después de averiguar lo que sucedió después, recibí una llamada de uno de los muchachos que frecuenta el «Angler’s» acerca de la idea del coche, y yo le dije adelante, te daré toda la ayuda que quieras. Empiézalo y yo te ayudaré.
Para cuando llegué al camino de acceso a mi casa, la cara me había empezado a arder y a picar; me lloraban los ojos y dejé el coche justo más allá de los nogales y eché a andar diagonalmente a través del césped apretándome contra la cara la palma de mi mano no vendada. Resultaba tan fresca y calmante como el agua. Me ardía la cara. El aire nocturno parecía salir de un horno y estar compuesto por un millón de punzantes agujas. Yo caminaba despacio para que el cálido y gelatinoso aire no me raspase la cara.
Cuando me aproximaba a la casa se encendieron de pronto todas las luces.
Parecía un barco de placer sobre aguas oscuras, pero me hizo sentir frío. Retiré la mano de la cara y caminé lentamente hacia la puerta del porche. La yegua que estaba en el campo situado a mi izquierda empezó a relinchar y a encabritarse.
Esperaba casi recibir una sacudida del picaporte de metal. Casi deseaba estar de nuevo en aquel lecho de mantillo, bajo aquellos árboles gigantescos y oscuros.
Crucé el porche, sin oír ningún ruido en el interior de la casa. A través de la redecilla de la puerta, vi por el rabillo del ojo a la yyegua que se movía de un lado a otro, dispersando las desconcertadas vacas. Luego, abrí la puerta del cuarto de estar y miré dentro…, vacío. Vacío y frío. Los viejos muebles permanecían desordenadamente en la estancia, sugiriendo un orden perfecto todavía no determinado. Todas las luces, controladas por un único interruptor situado junto al marco de la puerta, estaban encendidas. Pulsé el interruptor, consciente de que la yegua había dejado de relinchar. Las luces se apagaron y, luego, se encendieron, funcionando normalmente al parecer.
En la cocina, la bombilla que colgaba del techo con su pantalla iluminaba la evidencia del trabajo de Tuta Sunderson: la bandeja de comida fría había sido retirada de la mesa, los platos lavados y guardados. Cuando accioné el interruptor de la luz, funcionó también de la forma acostumbrada.
La única explicación era que se había producido alguna avería en los circuitos. En el momento en que pensé en esta posibilidad me di cuenta de que algo —algo importante— estaba fuera de lugar en el cuarto de estar. Y de que mi cara estaba reaccionando todavía dolorosamente al contacto con el aire. Volví a la cocina, abrí los grifos de la fregadera y me eché agua en la frente y las mejillas. La febril sensación de escozor empezó a disminuir. El único jabón a mi alcance era líquido para lavar platos. Eché una buena cantidad en la palma de mi mano derecha y me lo apliqué en la cara. Fue como un bálsamo. El escozor desapareció. Me enjuagué con cuidado la cara; sentía la piel tensa, estirada como un lienzo en su marco.
Esta transformación, aunque temporal, pareció hacerme también más sagaz, pues cuando volví al cuarto de estar vi lo que había causado mi anterior sensación de que algo faltaba en la estancia. La fotografía de Alison y yo, la foto crucial, no colgaba ya del clavo sobre la puerta que daba a la escalera. Alguien la había quitado. Paseé la vista por las paredes. Ninguna otra cosa había cambiado. Era un atropello inconcebible, una violación de mi espacio privado. Me precipité al antiguo dormitorio.
Evidentemente, Tuta S. había estado trabajando. El desordenado montón que yo había dejado en el suelo había sido vuelto a guardar en el cofre, y las astillas de madera arrancadas de la tapa yacían junto a él como gigantescos palillos de dientes. Me arrodillé junto al cofre y levanté la tapa para encontrarme con el agrio semblante de Duane que me miraba ceñudo. Bajé suavemente la tapa. La caja de Pandora.
A menos que hubiese sido robada, solamente había un lugar donde podía estar la fotografía, y fue allí donde la encontré…, de hecho, ya mientras subía la estrecha escalera sabía dónde la encontraría. Apoyada entre la mesa y la pared, junto a la anterior fotografía de Alison.
Y comprendí —si es que puede decirse que se comprende lo incomprensible— quién la había puesto allí.
Siguiendo lo que parecía ser una regla general respecto a las noches pasadas en la vieja granja Updahl, mi descanso nocturno fue interrumpido por una sucesión de turbadores sueños, pero todo lo que pude recordar de ellos cuando desperté —demasiado tarde, observé, para presenciar la despedida de los amantes en la carretera y la atlética y cómica entrada de Alison por la ventana— era que me habían hecho despertar varias veces durante la noche. Si uno no puede recordarlas, las pesadillas pierden todo su poder. Yo estaba más hambriento de lo que recordaba haber estado jamás, otra señal de renovada buena salud.
Me sentía tan seguro de que era Alison Greening quien había cambiado de sitio la fotografía como si ella misma hubiera dejado una nota diciéndomelo, y la información de que había influido a otra mano para que lo hiciese en su lugar no alteró mi convicción.
—No le importará que haya cambiado de sitio esa foto, ¿verdad? —dijo Mrs. Sunderson cuando bajé a desayunar—. He pensado que, como tenía la otra arriba, tal vez quisiera tener juntas las dos. No he tocado nada de ese cuarto de trabajo suyo, sólo he puesto la foto sobre la mesa.
La miré sorprendido. Ella estaba maniobrando con una sartén. Saltaron unas gotas de aceite y brotó una pequeña llamarada. Su rostro tenía una expresión de hosca obstinación.
—¿Por qué lo hizo?
—Por la otra foto, ya se lo he dicho.
Estaba mintiendo. Había sido agente de Alison; estaba claro también que le había desagradado tener aquella fotografía a la vista.
—¿Qué pensaba de mi prima? ¿Se acuerda de ella?
—No, prácticamente no.
—¿No quiere hablar de ella?
—No. Lo pasado, pasado.
—En cierto sentido —dije, y me eché a reír—. Sólo en cierto modo, mi querida Mrs. Sunderson.
El «mi querida» le hizo volver hacia mí unos ojos como platos, sumió de nuevo en reflexivo y desconcertado silencio mientras seguía ocupándose de la sartén.
¿Por qué ha roto esa foto de la hija de Duane? La vi cuando ordenaba las cosas en el dormitorio delantero.
—No sé de qué está hablando —dije, y, luego, añadí—: Oh, ya me acuerdo. Realmente no sabía lo que era. Fue un gesto casual. Un reflejo.
Eso dirían algunos —declaró con gravedad mientras me traía los huevos fritos—. Quizás algunos dirían lo mismo respecto a ese coche suyo.
Sentía todavía el sabor de aquellos huevos dos horas más tarde, mientras estaba en pie sobre el asfalto de la estación de servicio de Alden, junto a un joven que llevaba el nombre Hank estampado en su mono de trabajo y le oía gemir acerca del estado del «VW».
—Menudo desastre —dijo—. Espero que lo tenga asegurado. En primer lugar, estamos últimamente sin nadie que le pueda negar esas abolladuras. Y todas éstas son piezas extranjeras. Este Histal, y ese faro, y el tapacubos que falta. Puede que tardemos mucho en recibirlas. Va a costar mucho dinero.
—No tiene que traerlas desde Alemania —señalé—. Seguramente habrá una agencia «VW» por aquí, en alguna parte.
—Es posible —asintió de mala gana el joven—. He oído hablar de una en alguna parte, pero no puedo recordar dónde. Y tenemos un trabajo enorme. No podemos dar abasto.
Paseé la vista por la desierta estación de servicio.
—No puede usted verlo todo —dijo defensivamente Hank.
—No puedo ver nada. —Estaba pensando en que debía de ser aquella la gasolinera en que había trabajado el amante polaco de la novia de Duane—. Quizás esto te ayude a hacerme un hueco en tu programa de trabajo.
Saqué del bolsillo un billete de diez dólares y se lo metí en la mano.
—¿Vive usted aquí, señor?
—¿Tú qué crees? —Se limitó a mirarme fríamente—. Soy un visitante. He tenido un accidente. Mira, olvídate de las abolladuras, no son demasiado importantes, y repara sólo los cristales y los faros. Y échale un vistazo al motor, a ver si necesita algo. Ha estado cometiendo excesos.
—Muy bien. Necesito un nombre para la nota.
—Greening —dije—. Miles Greening.
—¿Ese judío?
El muchacho se separó de mala gana de uno de los coches que el garaje tenía para prestar a los clientes, un «Nash» de 1957 que parecía una camioneta al conducirlo; en Arden, tomé la precaución de aparcar en una calle lateral en una zona en la que las casas parecían ser al menos moderadamente prósperas.
Hora y media después, le estaba escuchando a Paul Kant decirme:
—Nos estás metiendo a los dos en un lío al venir aquí, Miles. Traté de advertírtelo. Deberías haberme hecho caso. Aprecio tu amistad, pero sólo hay dos personas que las buenas gentes de aquí consideran capaces de haber cometido esos crímenes, y aquí estamos los dos juntos. Si no estás asustado, deberías estarlo. Porque yo estoy aterrorizado. Si ocurre alguna otra cosa a una niña quiero decir, creo que soy hombre muerto. Anoche la emprendieron contra mi coche con palos de béisbol, sólo para que supiera que están vigilando.
—Y también contra el mío —dije—. Y les vi actuar con el tuyo, pero no sabía de quién era.
—De modo que aquí estamos, esperando que caiga el otro zapato.
¿Por qué no te largas mientras tienes todavía la oportunidad?
—No puedo, por varias razones. Una de ellas es que Oso Polar me ha pedido que me quede hasta que todo haya terminado.
—¿Por el asunto de Alison Greening? Asentí.
Dejó escapar un enorme suspiro, demasiado grande para su menudo cuerpo.
—Desde luego. Desde luego. No necesitaba preguntarlo. Ojalá mis pecados estuvieran tan lejos en el tiempo como lo están los tuyos. Levanté los ojos, asombrado, y le vi tratar de encender un cigarrillo con mano temblorosa.
—¿No te ha aconsejado nadie que no te relaciones conmigo, Miles? Soy un personaje muy notorio. —Y por ende el ritual.
—Ha pasado mucho tiempo desde que alguien en Arden utilizara una palabra como «ende», pero sí, por ende el ritual.
Yo había ido a casa de Paul pasando por la calle Mayor, donde me detuve primero a comprar un tocadiscos portátil. El empleado miró el nombre de mi cheque y desapareció con él en una oficina que había al fondo de la tienda. Noté que mi presencia causaba una ligera conmoción entre los demás clientes…, fingían no mirarme, pero se movían con esa exagerada despreocupación de personas que tratan de captar todos los matices. Al cabo de un rato, volvió el empleado, acompañado por un hombre nervioso vestido con un traje marrón y corbata de seda. Me informó de que no podían aceptar mi cheque.
—¿Por qué no?
—Verá, Mr. Teagarden, este cheque está extendido contra un Banco de Nueva York.
—Evidentemente —dije—. En Nueva York también usan dinero.
—Pero sólo podemos aceptar cheques locales.
—¿Y tarjetas de crédito? No rechazarán tarjetas de crédito, ¿verdad?
—Ah, no, normalmente no —dijo.
Saqué de la cartera toda una serie de tarjetas.
—¿Cuál quiere? ¿MasterCharge? ¿American Express? ¿Diner’s Club? ¿Mobil? ¿Sears? Vamos, usted elige. ¿Firestone?
—Mr. Teagarden, esto no es necesario. En este caso…
—En este caso, ¿qué? Estas cosas son tan buenas como el dinero, ¿no? Aquí hay otra. BankAmericard. Elija.
Los demás clientes habían dejado ya de fingir que no escuchaban, y varios de ellos amenazaban acercarse para ver mejor. Decidió aceptar MasterCharge, cosa que yo podría haber vaticinado, y esperé mientras sacaba uno de los tocadiscos portátiles y se ocupaba de los trámites necesarios para el abono por tarjeta. Para cuando terminó, estaba sudando.
Pasé un rato buscando en las estanterías de discos de «Zumgo’s» y de los almacenes «De Costa a Costa», pero no pude encontrar lo que necesitaba para lograr una ambientación adecuada a Alison. En una pequeña librería situada a una manzana de distancia de «Freebo’s» encontré varios de los libros que recordaba le habían gustado a Alison: Ella, la guardia blanca. Kerouac, Saint-Exupéry. Los pagué en metálico, ya que había superado definitivamente la otra puerilidad. Atajé por varias calles secundarias para volver al «Nash», dejé dentro mis compras y regresé a «Freebo’s».
—¿Puedo llamar por teléfono? —pregunté al dueño. Pareció aliviado y señaló hacia un teléfono público que había en un rincón al fondo. Me di cuenta por su forma de comportarse de cuáles iban a ser sus próximas palabras antes de que las pronunciara.
—Mr. Teagarden, ha sido usted un buen cliente desde que llegó a la ciudad, pero anoche vinieron a verme varias personas, y me pregunto si…
—¿Si podría largarme? ¿Irme con la música a otra parte? Estaba demasiado azorado como para asentir.
—¿Qué dijeron que harían? ¿Romperle los escaparates? ¿Quemar el local?
—No, nada de eso, Mr. Teagarden.
—Pero se sentiría usted más a gusto si dejase de venir.
—Quizá sólo una semana, sólo un par de días. No es nada personal, Mr. Teagarden. Pero, bueno, algunos de ellos han decidido…, bueno, tal vez sería mejor esperar algún tiempo.
—No quisiera crearle problemas —dije.
Se volvió incapaz de seguir mirándome a la cara.
—El teléfono está al fondo.
Busqué el número de Paul Kant. Su voz susurrante me saludó con vacilación.
—Deja de ocultarte —dije—. Soy Miles. Estoy en Arden y voy a ir a hablar contigo acerca de lo que nos está sucediendo.
—No —suplicó.
—No tienes que protegerme. Sólo quería prepararte. Si quieres que la gente saque conclusiones al verme aporrear tu puerta, entonces deja que la aporree. Pero quiero averiguar qué está pasando.
—Vendrás aunque te diga que no lo hagas.
—En efecto.
—En ese caso, no aparques cerca de mi casa. Y no vengas a la puerta delantera. Aparca en el callejón que hay entre las calles Comercial y Madison y sube luego andando por el callejón para llegar por detrás. Te abriré la puerta trasera.
Y ahora, en el oscuro y desaseado cuarto de estar, me estaba diciendo que era un personaje notorio. Tenía el aire que uno esperaba encontrar en uno de los pacientes de Freud: asustado, el cuerpo un poco encogido y encorvado, el rostro prematuramente envejecido. Su camisa blanca había sido llevada durante demasiados días; su rostro era pequeño y semiseco. Cuando éramos chicos, Paul Kant irradiaba inteligencia y seguridad en sí mismo, y yo pensaba que era la persona de mi edad a la que más respetaba en Arden. Los veranos, cuando Alison no estaba en la granja, yo dividía mi tiempo entre armar follones con Oso Polar y hablar con Paul. El había sido un gran lector. Su madre estaba inválida, y Paul tenía el comportamiento adulto, responsable, un tanto libres de los niños que deben cuidar a sus padres. Su madre en este caso, pues su padre había muerto. Otra de mis suposiciones había sido que Paul conseguiría una beca y desaparecería de Arden para siempre. Pero aquí estaba, atrapado en un casa vetusta y enmohecida y en un cuerpo que aparentaba diez años más de los que tenía. Si irradiaba algo, era amargura y temerosa incompetencia.
—Echa un vistazo por la ventana —dijo—. Procura hacerlo sin ser visto.
—¿Te vigilan? Tú mira. —Aplastó en un cenicero la colilla de su cigarro y encendió inmediatamente otro.
Atisbé por el borde de una cortina.
Hacia la mitad de la manzana, un hombre corpulento, que por su aspecto podría haber sido uno de los que me habían tirado piedras, se hallaba sentado en el guardabarros de una furgoneta roja, con los ojos fijos en la casa de Paul.
—¿Está ahí todo el tiempo?
—No es siempre él. Se turnan. Serán cinco, quizá seis.
—¿Conoces sus nombres?
—Claro que conozco sus nombres. Vivo aquí.
—¿No puedes hacer nada al respecto?
—¿Qué sugieres? ¿Telefonear a nuestro bondadoso jefe? Son amigos suyos. Le conocen mejor que yo.
—¿Qué hacen cuando sales?
—No salgo mucho. —Hizo una mueca, y líneas irónicas se le marcaron profundamente en la piel—. Supongo que me siguen. No les importa que les vea. Quieren que les vea.
—¿Has anunciado que te destrozaron el coche?
—¿Por qué iba a hacerlo? Hovre lo sabe de sobra.
—Bueno, ¿por qué, por los clavos de Cristo? —estallé—. ¿Por qué todo este fuego en tu dirección?
Se encogió de hombros y sonrió nerviosamente.
Pero yo creía saber por qué. Era lo que se me había ocurrido cuando Duane sugirió que sería mejor dejar solo a Paul Kant: un hombre con la historia de represión sexual de Duane estaría pronto a reaccionar ante cualquier indicio de anormalidad sexual. Y una ciudad como Arden mantendría un estricto punto de vista decimonónico acerca de la homosexualidad.
—Digamos que soy un poco diferente, Miles.
—Cristo —exclamé—, nadie es ya diferente. Si estás diciendo que eres homosexual, sólo en un lugar atrasado como Arden tendrás problemas por causa de ello. No deberías dejarte aterrorizar. Hace años que hubieras debido marcharte de aquí.
Creo que por primera vez comprendí lo que era una pálida sonrisa.
—No soy un hombre muy valiente, Miles —dijo—. No podría vivir en ningún lugar más que en Arden. Tuve que renunciar a la vida para cuidar a mi madre, y al morir me dejó esta casa. —Olía a polvo y a ruina y a humedad…, Paul no olía a nada. Era como algo que no estuviese allí, que estuviese allí sólo en una dimensión. Dijo—: Nunca he sido realmente… lo que tú das a entender. Creía serlo, supongo, y supongo que otras personas lo creían también. Pero las oportunidades son aquí bastante limitadas.
Recibí de nuevo aquella pálida semisonrisa que era sólo una elevación de las comisuras de los labios. Paul parecía como si estuviera encerrado en una jaula.
—Entonces, ¿por qué te quedaste aquí y has estado soportando a «Zumgo’s» y lo que tus vecinos murmuraban acerca de ti?
—Tú no eres yo, Miles. No comprendes.
Paseé la vista por la oscura habitación, llena de anticuados muebles. Pesadas e incómodas sillas con cubiertas protectoras. Baratas figurillas de porcelana: pastoras y perros. Mr. Pickwick y Mrs. Gamp. Pero no había ningún libro.
—No —dije.
—Ni siquiera deseas realmente que confíe en ti, ¿verdad? No nos hemos visto desde niños.
Aplastó su cigarrillo en el cenicero y se pasó los dedos por los negros y ensortijados cabellos.
—No, a menos que seas culpable —dije, empezando a sentirme afectado por el aire de desesperanza que le rodeaba. Supongo que el sonido que emitió era una risa.
—¿Qué vas a hacer? ¿Esperar a que irrumpan aquí y hagan cualquier cosa de lo que están pensando?
—Lo que voy a hacer es esperar —dijo—. Es lo que mejor sé hacer después de todo. Cuando finalmente capturen al culpable, quizá recupere mi empleo. ¿Qué vas a hacer tú?
—No lo sé —admití—. Creía que podríamos ayudarnos el uno al otro. En tu lugar, yo me escabulliría por la puerta trasera durante la noche y me iría a Chicago o a alguna parte hasta que todo hubiera terminado.
—Mi coche no puede moverse. Y, aunque pudiera, me cogerán en uno o dos días.
Volvió a dedicarme aquella espectral sonrisa.
—¿Sabes una cosa, Miles? Casi envidio a ese hombre. Al asesino. Casi estoy celoso de él. Porque no temió hacer lo que tenía que hacer. Desde luego, es un bestia, un monstruo supongo, pero continuó adelante e hizo lo que tenía que hacer. ¿No te parece?
El pequeño y simiesco rostro estaba dirigido hacia mí, todavía con aquella muerta sonrisa. Mezclado con los olores a polvo y a viejos muebles flotaba el olor a flores marchitas.
—Como Hitler. Parece como si debieras hablar con Zack. Su expresión se alteró.
—He estado con él.
—¿Le conoces?
—Yo me mantendría alejado de él.
—¿Por qué?
—Puede dañarte. Podría dañarte, Miles.
—Es mi más entusiasta partidario —dije—. Quiere ser como yo. Paul se encogió de hombros; el tema ya no le interesaba.
—Creo que estoy perdiendo el tiempo —dije.
—Desde luego.
—Si alguna vez necesitas ayuda, Paul, puedes ir a la granja Updahl. Haré todo lo que pueda.
—Ninguno de nosotros puede ayudar al otro. —Me miró inexpresivamente, deseando que me fuera. Al cabo de unos momentos, habló de nuevo—: Miles, ¿cuántos años tenía tu prima cuando murió?
—Catorce.
—Pobre Miles.
—Pobre Miles, mierda —dije, y me marché, dejándole allí sentado, con el humo del cigarrillo elevándose en volutas a su alrededor.
Afuera, el cálido aire se hallaba impregnado de un aroma increíblemente fresco, y noté el pecho oprimido por una emoción demasiado compleja para identificarla. Hice una profunda inspiración mientras descendía los escalones de madera hacia el diminuto patio de Paul. Me parecía oír casi resquebrajarse y desprenderse la pintura de aquella casa lastimosa. Miré a ambos lados, sabiendo que si alguien me veía me encontraría en un apuro, y vi algo en lo que no había reparado al llegar. En un rincón del patio, junto a la baja valla de Paul, había una caseta de perro, vacía y tan necesitada de pintura como la casa. Una cadena sujetada a la parte delantera de la caseta desaparecía entre las hierbas y maleza existentes junto a la valla. La cadena parecía tensa. Se me erizó el vello de la nuca, y adquirí conciencia del tejido de mi camisa junto a la piel. No quería mirar, pero tenía que hacerlo. Avancé dos pasos sobre la hierba. El perro yacía entre la maleza con la cadena en torno a lo que quedaba de su cuello. Los gusanos cubrían como una manta sucia el cuerpo.
La opresión de mi pecho se multiplicó por diez, y me alejé apresuradamente. La horrible cosa permaneció en mi visión aun después de volverle la espalda. Crucé la cancela y eché a andar rápidamente por el callejón. La visita había sido un gesto baldío. Sólo quería alejarme.
Cuando estaba a no más de diez metros del final, un coche de la Policía se situó ante mí, bloqueando el paso del callejón. Un hombre corpulento se hallaba sentado al volante, retorciendo el cuerpo para mirarme. Me encontraba a plena luz, plenamente visible. Me sentí automáticamente culpable y asustado, y me volví a medias para mirar hacia el otro extremo del callejón, que se hallaba expedito. Miré de nuevo al hombre del coche de la Policía. Me estaba haciendo señas de que me acercara. Caminé hacia el coche, diciéndome a mí mismo que yo no había hecho nada.
Cuando me acerqué más, vi que el hombre era Oso Polar, vestido de uniforme. Abrió la portezuela del otro lado y describió un círculo en el aire con su dedo índice, y yo di la vuelta por delante del coche y me senté a su lado.
—Tienes ideas verdaderamente brillantes —dijo—. ¿Y si alguien te viese? Estoy tratando de impedir que te abran la cabeza.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Digamos que ha sido una corazonada. —Me miró con aire bondadoso, casi paternal, que era auténtico como un ojo de cristal—. Hace cosa de una hora recibí una llamada de un muchacho que trabaja en la estación de servicio. Un muchacho llamado Hank Speltz. Estaba un poco alterado. Parece ser que al llevarle ese «VW» le has dado un nombre falso.
—¿Cómo sabía él que era falso?
—Oh, Miles —suspiró Oso Polar.
Puso el coche en marcha, y se separó de la cuneta. En la esquina torció por la calle Mayor y pasamos lentamente por delante de «Zumgo’s» y los bares y panadería y la fachada de ladrillo de los Laboratorios Dairyland.
—Eres un hombre famoso, ya sabes. Eres como una estrella cinematográfica. Tienes que esperar ser reconocido.
Cuando llegamos al Palacio de Justicia y al Ayuntamiento no entro en el aparcamiento de la Policía como yo había esperado, uno que continuó hacia el puente y lo franqueó. En aquella parte de Arden, las tiendas escasean en cuanto se pasa allá de la bolera, los restaurantes y unas cuantas casas, y hacen nuevamente su aparición los maizales.
—No creo que sea un crimen encomendar el arreglo de un coche bajo nombre supuesto —dije—. Por cierto, ¿adónde vamos?
—A dar una vuelta por el Condado, Miles. No, no es ningún crimen, tienes razón. Pero como casi todo el mundo sabe quién eres, tampoco es muy eficaz. Lo único que consigues es hacerle concebir sospechas a chicos como Hank, que no puede decirse que sea persona de muchos alcances. Y, Miles, ¿por qué diablos empleaste ese nombre? —Al decir «diablos», dio un puñetazo sobre el volante—. ¿Eh? Contéstame a eso. De todos los nombres que podrías haber elegido, ¿por qué infiernos elegiste Greening? Eso es lo que no debes recordar a la gente. Estoy intentando impedir que salga a rehuir todo eso. No queremos que vuelva a un primer plano.
—Me parece que salió a relucir en el momento mismo en que aparecí por Arden.
Oso Polar meneó la cabeza con disgusto.
—Está bien, olvidémoslo. Le dije a Hank que lo olvidara. De todos modos, probablemente es demasiado joven para estar enterado del asunto.
—Entonces, ¿por qué te preocupas tanto?
—Olvídate de mis problemas, Miles. Vamos a ver si podemos hacer algo. ¿Has averiguado algo hablando con Paul Kant?
—Él no ha hecho nada. Ciertamente, no ha matado a nadie. Es un pobre hombre asustado. Es incapaz de nada parecido a esos asesinatos. Está demasiado aterrado para hacer nada que no sea ir a comprar sus alimentos.
—¿Es eso lo que te ha dicho?
—Está demasiado aterrado hasta para enterrar a su perro. Lo he visto justo al marcharme. El no podría matar a nadie.
Oso Polar se echó hacia atrás el sombrero y se encorvó más en el asiento. Era demasiado corpulento como para encajar cómodamente detrás de un volante. Nos habíamos internado ya bastante en el campo, y pude ver las amplias curvas del río Blundell entre los árboles.
—¿Es aquí donde encontraron los pescadores el cadáver de la chica Olson?
Ladeó la cabeza y me miró.
—No. Eso fue un par de kilómetros más atrás. Hemos pasado por el lugar hace unos cinco o seis minutos.
—¿A propósito?
—¿A propósito para qué?
Me encogí de hombros: los dos lo sabíamos.
—Creo que quizá nuestro amigo Paul no te haya dicho toda la verdad —dijo Oso Polar—. Si salía a comprar alimentos, ¿no podría comprar también comida para perros?
—¿Qué estás diciendo?
—¿Te ofreció algo durante tu visita? ¿Merienda? ¿Un bocadillo? ¿Café?
—No. ¿Por qué? —Entonces comprendí por qué—. ¿Quieres decir que no sale de casa? ¿Quieres decir que su perro murió de hambre?
—Bueno, puede que muriera de hambre o puede que alguien le ayudara a poner fin a sus sufrimientos. No lo sé. Lo que sí sé es que Paul Kant no ha salido de su casa en una semana. A menos que lo haga furtivamente por la noche.
—¿Qué come?
—Muy poco. Supongo que debe tener algunas latas de conserva en su cocina. Por eso es por lo que no te invitó a tomar nada. Está en una situación muy mala.
—Bueno, ¿cómo diablos puedes…? Levantó una mano.
—Yo no puedo obligar a un hombre a que salga a comprar comida. Y mientras no se muera realmente de hambre, tal vez sea mejor así. Le mantiene libre de problemas. Quizás hayas visto a mío de nuestros vigilantes locales observando su casa.
—¿No puedes echarlos de ahí?
—¿Por qué iba a hacerlo? Así sé lo que están haciendo los más acalorados. Creo que hay ciertas cosas que deberías saber sobre Paul, Miles. Dudo que te lo dijera todo él mismo.
—Todo lo que necesitaba decir.
Oso Polar hizo girar el coche en un cruce y empezó a regresar en dirección a Arden. Habíamos llegado casi hasta la pequeña ciudad de Blundell, y aún no habíamos visto una sola persona. Crepitó la radio de la Policía, pero Hovre hizo caso omiso. Conducía con la misma pausada velocidad, siguiendo la línea del río a través de los valles.
—Estaba pensando en eso. Verás, Paul ha tenido unos cuantos problemas. No es la clase de cosa que un hombre está orgulloso de ser. Ya sabes cómo vivió durante años en esa ruinosa casa con MI madre…, incluso abandonó la escuela para atenderla y ponerse a trabajar para poder pagar las facturas de su médico… Bien, pues cuando la anciana murió, Paul se quedó algún tiempo rondando por la ciudad, como desorientado supongo, pero luego hizo las maletas y se fue a Minneapolis durante una semana. Cosa de un mes después, hizo lo mismo, y acabó tomándolo como costumbre, la última vez que fue, recibí una llamada telefónica de un sargento de Policía de allí. Al parecer, tenía detenido a Paul. Parece ser que incluso le habían estado buscando.
Me miró, saboreando el desenlace. No podía contener la sonrisa.
—Parece ser que tenían un tipo que solía rondar en torno a las reuniones de boyscouts…, en verano, ya sabes, cuando se reúnen en los patios de las escuelas. Nunca decía nada, sólo miraba a través de la valla. Cuando alguno de los chicos se iba a casa, él lo seguía paseando, sin decir nada, simplemente caminando detrás de él. Al cabo de bastantes veces, una media docena o así, uno de los padres va y llama a la Policía. Y el tipo se quita de en medio… La Policía no pudo encontrarle. No entonces. No, hasta que intentó algo en un parque con montones de mamas y niños y policías por todas partes. Casi se exhibió. Y cuando le echaron mano, era el bueno de Paul, con la mano en la bragueta. Era el que buscaban. Había estado yendo a Minnesota para desahogar sus tendencias podríamos decir, y volviendo luego aquí hasta que tenía que hacerlo de nuevo. Confesó, naturalmente, pero no había hecho nada en realidad. Pero estaba asustado. Ingresó voluntariamente en nuestro hospital estatal y permaneció allí siete meses. Luego, volvió. No tenía ningún otro sitio adonde ir. Supongo que olvidó contarte ese episodio de su vida.
Me limité a asentir con la cabeza. Finalmente, dije:
—Tendré que aceptar tu palabra de que lo que me has contado es cierto —Hovre resopló con regocijo—. Pero, aun así, lo que Paul hizo…, lo que no hizo, mejor dicho, está a un millón de kilómetros de la violación. La misma persona no cometería ambas clases de delito. No si yo conozco algo a las personas.
—Es posible. Pero nadie en Arden lo va a excluir, ¿comprendes? Y en esos asesinatos hay cosas que la generalidad de la gente no sabe. Lo que tenemos aquí no es un simple violador. Ni siquiera un violador que mata. Tenemos algo un poco más complicado. Tenemos un hombre realmente enfermo. Podría ser impotente. Podría incluso ser una mujer. O un hombre y una mujer. Yo soy partidario de la idea de un solo hombre, pero las otras también son posibles.
—¿Qué me estás diciendo?
Habíamos llegado a las afueras de Arden y Oso Polar se dirigía hacia el Nash, como si supiera dónde estaba.
—Tengo una teoría sobre este muchacho, Miles. Creo que quiere venir a contarme lo que ha estado haciendo. Supongo que el remordimiento le está torturando. Siente una necesidad muy fuerte de confiar en alguien. ¿No le parece?
No tenía la menor idea, y se lo dije.
—Tenlo en cuenta. Enfermo como está, es un poderoso hombre solitario. Probablemente ni siquiera disfrutó lo que les hizo a esas chicas. Pero él sabe que lo volveré a hacer. —Oso Polar me miró sonriente, confiado y preparado para ayudar—. Nuestro chico sabe que soy la mejor persona a quien recurrir. Conseguirá quitárselo, aunque sabe que está mal… está enfermo. Soy el único con quien puede hablar, y lo sabe. No me sorprendería si lo viera de vez en cuando, alguien que estuviera por aquí y allá, siempre dispuesto a charlar. Tal vez lo he visto dos o tres veces esta misma semana.
Detuvo el coche a una parada; cruzó la calle hasta el aparcamiento del Nash. Yo no sabría cómo encontrarlo.
—Bueno, hablando de suerte, Miles, ¿no es ese el Nash que el prestamista Hank te dio?
—Sí. ¿Qué vas a hacer con los hombres que destrozaron mi coche?
—Estoy investigándolo, Miles. Investigándolo.
Cruzó la calle y se detuvo junto al viejo Nash.
—¿Me puedes explicar lo que querías decir antes del asesino? Sobre que no sería un simple violador.
—Por supuesto. ¿Por qué no vienes a mi casa a tomar un bocado una de estas noches? Te lo explicaré todo. —Se inclinó sobre mí y abrió la puerta—. Mi cocina no te va a matar, supongo. Estaré en contacto, Miles. Mantén los ojos abiertos. Recuerda, siempre puedes llamarme.
Su voz, monótona y suave, que se me quedó en mis oídos todo el camino a casa. Era casi hipnótico, como si alguien controlara tu voluntad. Cuando salí del coche en la granja todavía lo oía, y no podía quitármelo incluso cuando empujaba los muebles. Me sentí ligeramente envuelto por Oso Polar, bloqueado en la posición correcta, hasta que me liberara. Subí y me senté en mi escritorio y examiné las dos fotografías. Poco a poco desapareció y me quede a solas con Alison. Vagamente, a lo lejos, el teléfono estaba sonando.
Y la tercera vez que sucedió fue así:
Una chica salió de su casa al atardecer y cuando sintió el aire húmedo por un momento, se preguntó si no haría demasiado calor para jugar a los bolos con sus amigos. Su cabeza estaba empapada de sudor. Recordó que se había dejado sus gafas de sol en su habitación, pero no podía perder más energía en volver y cogerlas. Podía sentir el cansancio por el calor y el aumento de la concentración de polen a casi 200. Estornudó en cuanto llegó a la bolera.
Tal vez habría sido mejor quedarse en su habitación para leer. Era pequeña para su edad, y su bonita cara de sabionda, mostraba sosiego y deseo de estar con un libro en su casa. Quería ser una maestra, una profesora de Inglés. La chica volvió a mirar a la hierba de color marrón que precedió a la casa, y la luz solar rebotó en las ventanas. No había ni siquiera un destello en la sombra. Ella estornudó. La blusa blanca ya la tenía aferrada a la piel.
Se apartó del resplandor de la ventana y se fue al pueblo. Siguió la dirección que había visto seguir el coche del Jefe Havre, dos o tres horas antes. A las chicas de Arden no les gustaban ir solas a ninguna parte desde la muerte de Jenny Strand: los amigos esperaban en la bolera. Pero sin duda durante el día se estaba a salvo. Galen Hovre, pensó, no era lo suficientemente inteligente para atrapar al asesino de Gwen Olson y Strand Jenny: a menos que el gran hombre que había visto sentado junto al sheriff fuera el asesino.
Pasaba lentamente mirando al suelo balanceando los delgados brazos. Se confesó a sí misma que no le gustaba jugar a bolos y que sólo lo hacía porque todas las demás lo hacían.
Nunca vio la que la agarró…, hubo solamente la percepción de una forma que salía rápidamente de un callejón, y, luego, fue lanzada contra una pared, y el miedo era tan intenso en su mente que le impidió hablar o gritar. La fuerza, que la había levantado y movido no parecía humana: lo que la había tocado, lo que estaba avanzando sobre ella, no parecía la carne de una criatura humana. Rodeándole, se alzaba un acre olor a tierra, como si se encontrara ya en su tumba.