65 Una segunda embajada

Siracusa, finales de otoño del 205 a.C.

Todo estaba preparado. Publio había ordenado que los barcos de transporte y militares fueran desplazándose en pequeños grupos hacia el puerto occidental de Lilibeo. Las legiones se desplazarían por el interior de la isla a pie. Les iría bien practicar aún más las marchas forzadas. En África el tiempo en trasladar las tropas de un lugar a otro, ya fuera para atacar o para buscar refugio, podría llegar a ser un factor clave. Las legiones V y VI se mostraban razonablemente satisfechas. Incluso los legionarios más rebeldes de la VI, que habían sido nuevamente expulsados de Italia, en esta ocasión de Locri, se mostraban más dóciles después de que sus impertinentes oficiales Sergio Marco y Publio Macieno habían sido despedazados ante sus ojos por orden del pretor Pleminio, quien a su vez había sido depuesto por una embajada del Senado. A aquellos hombres, un nuevo destierro o una campaña en África les parecía algo bueno en comparación con la muerte segura que habrían obtenido de Pleminio si las tropas de Roma al mando del pretor Pomponio no hubieran irrumpido en Locri para imponer orden.

El cónsul estaba contento y daba por bueno todo el episodio de Locri.

- Error político, sí-había confesado a Lelio mientras ultimaban los preparativos de la travesía a África-, error político, pero un acierto militar: el puerto de Locri está en manos de Roma, reducimos así las líneas de aprovisionamiento de Aníbal, y yo me he deshecho de los dos oficiales más desleales de las «legiones malditas» sin tener que enfrentarme con el despecho de sus legionarios. Publio ordenó que las pequeñas flotillas fueran a Lilibeo bordeando Sicilia por la costa norte, buscando alejarse de las flotas militares púnicas de África. Algunos de sus oficiales percibían todo aquel trasiego como un esfuerzo innecesario y un nuevo retraso de la invasión de África, pero Publio desconfiaba de todos. Sabía que si Máximo había conseguido infiltrar espías hasta entre los esclavos más próximos a él, a través de la esclava de Lelio, ¿qué no habrían intentado los cartagineses? Aquella maniobra de desplazar la flota a Lilibeo parecía retrasar la invasión. Eso es precisamente lo que dirían los espías, y, sin embargo, nada más concentrar toda la flota en Lilibeo saldría con los más de cuatrocientos buques, las dos legiones y su ejército de voluntarios, todos directos a África, mientras en Cartago aún se hablaría de que el cónsul romano en Sicilia no hace más que llevar sus tropas y barcos de un lugar a otro sin atreverse a cruzar el mar. Conseguir ese factor sorpresa era algo clave para sus propósitos. En un territorio infestado de enemigos y sin tan siquiera un puerto amigo o una ciudad en la que refugiarse, la sorpresa debía ser su aliada en conseguir la conquista de algún enclave portuario importante y fortificado. Sí, cuanto más lo pensaba, más claro lo veía. Además, todo hacía presagiar más informes funestos para la invasión. Había salido de su gran domus en el centro de Siracusa camino del Portus Magnus. Una nueva embajada había llegado a la ciudad. Una vez más, Sífax enviaba un mensajero para entrevistarse con él. En la última ocasión se zafó de las miradas curiosas al verse con el enviado del rey de Numidia en las entrañas del teatro de Siracusa mientras todos estaban ocupados en la representación de la última obra de Plauto. Ahora había citado a aquel nuevo mensajero en los almacenes de los muelles del Portus Magnus. El cónsul estaba seguro de que entre el tumulto que a diario se desarrollaba en aquel inmenso puerto, y más en aquellos momentos en los que cada día partían varias decenas de barcos hacia Lilibeo, los movimientos del númida pasarían más inadvertidos. E incluso Publio decidió salir de incógnito, sin lucir una toga púrpura que lo delatara o el paludamentum militar que le correspondía. En su lugar salió

vestido con coraza, pero sin casco; armado con una espada, pero sin ningún tipo de aditamento, acompañado por tan sólo dos lictores armados con gladios a los que había requerido abandonar sus símbolos tradicionales. De esa forma, el cónsul, caminando a paso rápido, parecía un centurión más de la V y la VI arropado por dos de sus oficiales. El encuentro con el mensajero númida tuvo lugar en un almacén de sal, pescado y ánforas de aceite. El olor a pescado ahuyentaba de por sí a muchos curiosos. A las puertas del almacén había una decena de legionarios custodiando la puerta y al mensajero oculto tras ella. Al ver llegar al que tomaron en principio por centurión le dieron el alto, pero al reconocer el oficial al mando de la vigilancia del almacén al cónsul de Roma en Sicilia, enmudeció y se hizo a un lado llevándose la mano al pecho. Publio pasó ante los legionarios en posición de firmes como una exhalación y tras él entraron los dos lictores. Allí, entre centenares de ánforas, sacos de sal y cestos con pescado en salazón, un hombre negro, alto y musculoso aguardaba. No iba armado porque se había visto obligado a entregar su lanza, su espada y dos dagas a los legionarios que vigilaban la entrada al almacén. Vestía una túnica larga de color arena y por los hombros le colgaban pieles de algún animal que el cónsul no acertó a reconocer. Podría ser un león, pensó, o alguna otra bestia salvaje de África. Publio estudió a aquel hombre con detenimiento antes de decir nada. Había algo evidente: no estaba nervioso. La seguridad en tus posibles enemigos es mal síntoma. Publio se acercó un par de pasos más hasta quedar a tan sólo dos metros del númida. Por complexión parecía el mismo mensajero con el que se entrevistó en los pasadizos del gran teatro de Hierón unos meses atrás, mientras la representación de Plauto tenía lugar y sus legionarios se entretenían a carcajadas. Pero no estaba seguro. En aquella ocasión, la tenue luz de las antorchas y la faz oscura del interlocutor no le permitieron discernir los rasgos del mensajero con nitidez.

- Te escucho -dijo Publio en latín con voz segura pero suave, clara, pero no en alto. Aquélla debía ser una conversación muy privada.

- Me envía Sífax -respondió el aludido en griego. La inflexión de las consonantes, la voz profunda… era el mismo mensajero que la vez anterior. Ahora ya no había duda.

- ¿Cómo te llamas? -preguntó Publio; si aquel hombre gozaba de la confianza del rey Sífax como para enviarlo en repetidas ocasiones de embajador debía de ser alguien de importancia y era importante registrar su nombre.

El númida se tomó unos segundos antes de responder. Aquella pregunta le había pillado por sorpresa.

- Mi nombre no es importante, lo importante es lo que vengo a deciros y en nombre de quién vengo.

- Sin duda, pero es la segunda ocasión que el rey Sífax te envía, lo que te hace a mis ojos como un fiel servidor de tu rey. Me gusta conocer los nombres de aquellos que sirven bien a mis amigos. Publio enfatizó con su voz la última palabra.

- Amigo es mi rey, sí, y por ello me envía para transmitir un aviso: los romanos no deben desembarcar en África. Si lo hacen, mi rey os atacará.

Publio se separó un par de pasos hacia atrás y le dio la espalda. Necesitaba pensar. Sífax había cambiado por completo. De ofrecer un pacto de no agresión a atacar en caso de desembarco había mucho camino recorrido. ¿Qué le había hecho cambiar de opinión de forma tan rotunda? Publio se volvió de nuevo hacia su interlocutor y se aproximó

hasta quedar a sólo un metro. El númida no se movió un ápice de su posición.

- Tengo la palabra de tu rey de no atacarme. Me lo dijo a la cara, ¿por qué he de creerte a ti? Es un cambio demasiado grande para no oírlo de su propia persona.

- Si el cónsul hubiera venido a África la última vez que hablamos, Sífax, mi rey, se lo habría dicho a la cara también, pero el cónsul no vino. Eso no ayudó.

- No puedo moverme con libertad y eso lo sabes tú y lo sabe tu rey.

- Es posible, pero ése es el mensaje que tengo.

- ¿Y por qué tu rey ha cambiado de opinión?

- Eso tiene respuesta y se me ha dado permiso para informarte: mi rey ha tomado por esposa a Sofonisba, hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón, con el que ha firmado un tratado de ayuda mutua. Si los romanos desembarcan en África, mi rey acudirá en ayuda de los cartagineses con un ejército de cincuenta mil hombres y diez mil jinetes y os arrasará. Y lo que he visto en vuestro puerto no me impresiona y no impresionará

tampoco a mi rey. El cónsul de Roma no debe ir a África. Mi rey se toma la licencia de avisaros porque os estima, pero su pacto con Cartago es definitivo. Publio sonrió en su interior en parte. Su plan de trasladar las tropas a Lilibeo daba frutos. Más de la mitad del ejército y de los barcos de transporte y trirremes militares ya no se encontraban en el Portus Magnus de Siracusa. Lo que había visto el númida sólo era la mitad de sus fuerzas, más de lo que vio la primera vez, por lo que consideraría que era el reagrupamiento de los romanos antes de partir, pero mucho menos de lo que en realidad disponía Publio para la invasión. Pero cincuenta mil hombres era una fuerza ya superior a sus legiones, a la que se sumarían soldados de Cartago y, lo peor de todo, diez mil jinetes, diez mil jinetes o más. ¿Mentía Sífax a través de aquel mensajero?

¿Fanfarroneaba de sus fuerzas? Lamentablemente, todas las informaciones de las que disponían los romanos apuntaban en la dirección de que el rey Sífax podía reunir un ejército de esas dimensiones en pocos días; un ejército, además, acostumbrado a trasladarse con velocidad de un punto a otro de la inmensa Numidia y que en poco tiempo podría llegar hasta allí donde los romanos desembarcaran. Publio se encaró con el mensajero.

- Aún no me has dicho tu nombre.

- Búcar.

- Búcar, ¿tu rey ha cambiado de aliados por una mujer?

- Mi rey hace lo que le parece mejor. Yo sólo transmito sus mensajes. Y mi rey, ya que lo preguntas, ha firmado un tratado con Giscón, no con una mujer.

- No te engañes, Búcar; pareces un hombre inteligente. Giscón y yo nos entrevistamos con tu rey y el rey Sífax pactó conmigo. Y ahora, cuando Roma es más fuerte, cuando los cartagineses están retrocediendo en Italia y cuando ya han perdido Hispania,

¿tu rey pacta con Giscón? No, lo único nuevo que hay ahora es una mujer, esa Sofonisba. Búcar, ¿sirves a un rey que obedece a una mujer?

Por primera vez el mensajero tensionó los músculos de su rostro. Publio estaba satisfecho. Había puesto el dedo en la llaga. Eso era exactamente lo que aquel mensajero pensaba pero no se atrevía a reconocer. Debía seguir presionándole.

- Búcar, puedes quedarte aquí y servirme a mí. Tu información me será útil y yo soy un hombre generoso. En Hispania fui muy generoso con los iberos que me ayudaron. Los cartagineses son malos pagadores y unirse a ellos suele traer muerte y destrucción. Búcar callaba. Miró al suelo. Se pasó una mano por la incipiente barba negra, rizada y recia, que emergía por toda su barbilla. Luego negó con la cabeza.

- Es una oferta interesante, pero he visto ambos ejércitos. Romano, serás cónsul, pero tu país no te ha dado suficientes tropas. Si desembarcas en África morirás. No quiero estar a tu lado cuando mi rey te encuentre y te torture hasta morir. No es una buena oferta la tuya. Los cartagineses ya gobernaban en el Mediterráneo mientras vosotros os las componíais para sobrevivir contra los etruscos o los latinos o los galos. En mi país hemos visto ir y venir a los cartagineses, a veces victoriosos y a veces derrotados, pero siempre están ahí. Las pocas veces que habéis desembarcado en África siempre ha sido un desastre.

- Mi segundo en el mando, Cayo Lelio, desembarcó con éxito y regresó con un buen botín.

- Lelio escapó antes de que los cartagineses y mi rey reaccionasen. Tú quieres ir para conquistar y África no es Hispania. África está gobernada por Cartago y Numidia por mi rey. Ambas unidas os destruirán. Puede que mi rey esté ahora algo cegado por yacer con la joven púnica hija de Giscón, pero eso no cambia las cosas. Puede que no me guste, pero no cambia las cosas: os triplicamos en número y luchamos por nuestra tierra. No volveréis con vida ni uno de vosotros. Moriréis todos y los que no hayáis muerto y caigáis presos, desearéis haber muerto.

Entonces llegó un largo y tenso silencio.

El mensajero se había sincerado. Publio le miraba y el númida mantuvo la mirada con decisión. Publio se dio cuenta de que aquel hombre podría ser comprado pero por alguien que realmente, a sus ojos, pudiera doblegar a su rey. Era desconsolador observar cómo su análisis militar, muy preciso, mostraba a las claras que la misión de África era una total locura. Publio pensó en amenazar con violencia, en gritar, pero luego tuvo la sensación de que aquella guerra se manejaba con demasiadas variables y que lo que hoy parecía blanco al día siguiente podía ser negro, negro como la faz de aquel mensajero. A Publio le quedaba la baza de Masinisa. Era una apuesta arriesgada, pero la única que le quedaba al cónsul de Roma.

- Dile a tu rey -empezó al fin-, dile sólo que se lo piense mucho antes de atacarme. Dile que acudiré a África con mis legiones y que si me ataca… dile sólo que se lo piense mucho. El númida lanzó una pequeña risa que resultó ofensiva para el cónsul, pero Publio no respondió, ni añadió más. Se sentía impotente, pero no quería sumar palabras de agravio que hicieran crecer la animadversión de Sífax hacia él, una animadversión suculentamente alimentada, parecía ser, por las lujuriosas caricias de una joven mujer. Pero aquella risa merecía alguna respuesta.

- También podría ordenar que te mataran. Así no tendrías ya la posibilidad de informar a tu rey. Y quizás así le llegase a Sífax más claro mi mensaje. Búcar cerró la boca y apretó los labios. Instintivamente se llevó la mano derecha hacia su cintura, pero allí no había espada alguna, pues ésta había sido requisada por los legionarios antes de dejarle a solas con el cónsul. El númida miró a su alrederor. Todo estaba cerrado. Las ventanas eran pequeños orificios en lo alto de las paredes por las que entraba luz, pero demasiado pequeñas para un hombre. Tras el cónsul estaban los lictores vigilando la puerta en el interior del almacén y fuera había más legionarios. Huir era imposible.

- Eso no haría sino reafirmar el pacto de mi rey con Cartago y harían ciertas todas las cosas que Giscón cuenta del cónsul: que sois un traidor, que no tenéis palabra, que tras luchar contra Cartago lucharéis contra Numidia, que no sois de fiar… -Búcar hablaba rápido. Ahora sí estaba nervioso.

- Es cierto todo lo que dices, pero tu risa me ha ofendido y a un cónsul ofendido se le ofusca la razón y si me dejo llevar por mis sentimientos y no por mi razón, haría que te cortaran la cabeza, la ensartaran en una lanza y que la enviaran mis hombres de regreso a tu barco. Por los dioses que no sé por qué no hacerlo, pues cuanto más pienso en ello más satisfacción siento.

- Sífax ha pactado con los cartagineses, pero si no le dais motivos de ofensa que añadir a las palabras de Giscón, mi rey es un hombre que se forja sus propias opiniones en función de los actos de los demás. Matadme y Sífax ya no dudará en atacaros. Publio no movió un músculo de su cara, pero en su interior se encendió una pequeña llama de esperanza. Sífax aún tenía dudas, incluso después de haber pactado con Giscón y aun después de haber tomado por esposa a la hija de aquél. ¿Habría pactado sólo para acostarse con aquella joven y luego haría lo que le viniera en gana? Era una posibilidad. Era la única posibilidad a la que poder aferrarse. Estaba, por otro lado, el hecho de que las informaciones del mensajero no serían precisas, al haber visto menos de la mitad de sus fuerzas y eso, como había pensado antes, haría que tanto Giscón como Sífax se sintieran más confiados.

- Márchate y nunca más vuelvas ante mis ojos -dijo Publio dándole la espalda y haciendo una señal a los lictores. El númida, con grandes gotas de sudor resbalando por sus sienes, salió del almacén custodiado por varios legionarios de confianza del cónsul.

El númida embarcó en media hora y su barco fue escoltado por una trirreme hasta mar adentro. Allí lo perdieron en la distancia del horizonte. El cónsul permaneció en el muelle como si estuviera supervisando el embarco de nuevas tropas y víveres hacia su destino en Lilibeo pero, en realidad, mantenía sus pensamientos fijos en asegurarse de que aquel mensajero no regresaba. Sífax con sesenta mil hombres. ¿Cuántos reuniría Giscón? ¿Veinte mil, venticinco mil? ¿Más, menos? Él apenas conseguiría juntar treinta mil reuniéndolos a todos, a los voluntarios y las «legiones malditas». Y habría elefantes. Habría elefantes. Puede que, después de todo, los cartagineses no necesitaran para nada reclamar a Aníbal. Sífax y Giscón podrían dar buena cuenta de sus legiones sin apenas esfuerzo. Publio Cornelio Escipión se acercó hasta el borde mismo del muelle. Cerró los ojos e inspiró con profundidad. El olor a la sal del mar lo embriagó. Tenía un plan y debía seguir adelante con él. Era un buen plan. Pese a todo. Aunque si Sífax era persuadido para atacar junto con los cartagineses… entonces todo resultaría imposible. La clave era conseguir una victoria rápida en algún punto de África que impresionara a Sífax lo suficiente como para pensarse dos veces acudir en ayuda de Cartago. Necesitaba una ciudad en África. Una ciudad donde hacerse fuerte, desde la que atacar y donde poder refugiarse, una ciudad con puerto para reabastecerse de suministros. Una ciudad como Cartago Nova en Hispania, desde la que iniciar la conquista de toda África. Una ciudad. Sífax dudaría y eso le daría tiempo, el tiempo justo para empezar a doblegar a los cartagineses. Publio abrió los ojos, dio media vuelta y en voz baja, mientras retomaba el camino de regreso a su domus, masculló dos palabras entre dientes.

- Una ciudad.

66 El manantial de Aretusa

Siracusa, invierno del 205 a.C.

Emilia se dejaba conducir por su marido. Éste la llevó por las estrechas calles de la Isla Ortygia, pasando junto a la imponente figura de las catorce gigantescas columnas laterales del templo de Atenea, hasta descender a la bahía del Portas Magnus, justo donde se encontraba el manantial de Aretusa. Emilia sabía que no era necesario pasar junto al templo de Atenea para alcanzar aquel manantial, pero a Publio le gustaba pasear por Siracusa, especialmente con ella, según decía siempre, y admirar los impresionantes edificios de aquella ciudad. Más de una vez, Publio se había entretenido en explicarle cómo para abrazar una de aquellas inmensas columnas jónicas se necesitaban al menos dos personas. Incluso hubo un día que, ante la mirada de sorpresa de los lictores y de los viandantes de la ciudad, el cónsul se empeñó en demostrárselo físicamente, haciendo que ella abrazara una de las seis columnas jónicas frontales por un extremo mientras él hacía lo propio por el otro lado. Acciones como aquélla eran las que habían dado pie a las críticas de los enemigos de su marido: se pasea por la ciudad como un viajero de visita en vez de ocuparse de la invasión de África, del adiestramiento de las tropas. Emilia sabía que su marido era capaz de atender a sus responsabilidades políticas y militares y, al mismo tiempo, apreciar la belleza de una ciudad griega, de una ciudad cuya cultura respetaba y admiraba, pero aquello era una actitud y un comportamiento demasiado complejos para ser bien interpretados por unos senadores manipulados por las informaciones de Catón y los discursos de Fabio. Y, sin embargo, su marido había sido capaz de revertir, una vez más, el curso de los acontecimientos y persuadir a la embajada del Senado de que todo estaba convenientemente dispuesto para invadir África. El pecho de Emilia estaba henchido de amor y respeto a partes iguales hacia su marido, alguien tan poderoso, tan ocupado y que, contrariamente a lo que pudiera esperarse, siempre la hacía partícipe de todo. Hubo un momento, poco después de su boda, cuando tuvo que luchar con él por que la dejara acompañarle a Hispania, pero al fin él cedió con rapidez. Desde entonces siempre había estado junto a él, en Roma, en Hispania y ahora en Sicilia, pero el silencio con el que ahora paseaba su marido junto a ella, una vez que había conseguido resolver el tema de la embajada de Roma era algo que le preocupaba. Llegaron junto al manantial. El agua fresca del río, que emergía fundiéndose con la del mar en un escenario rodeado del frescor de las plantas verdes y exuberantes que circundaban el manantial, lo empapaba todo. Era una humedad embriagadora y dulce que se mezclaba con la brisa de sal del mar, un festín para los sentidos. Pese a encontrarse ya en el principio del invierno la temperatura era templada, agradable.

- ¿Sabes por qué lo llaman el manantial de Aretusa? -preguntó Publio sin mirarla, con sus ojos puestos en el agua de aquella gran fuente natural.

- No, me has contado muchas cosas de Siracusa, pero ésta no me la has explicado. Publio la miró y sonrió.

- Aretusa era una ninfa, una ninfa de la diosa Artemisa -empezó a contar Publio, despacio, sus palabras fundiéndose con el ruido del agua al correr hacia el mar-. Alfeo, un río del Peloponeso, en Grecia, hijo de Océano y Tetis como la mayoría de los ríos griegos, se enamoró perdidamente de esa joven ninfa, pero esto enfadó a Artemisa de modo que transportó a su ninfa hasta aquí, hasta la Isla Ortygia y, no contenta con alejarla de Alfeo, decidió convertir a su ninfa en un manantial, el manantial de Aretusa. Desde entonces están separados por esa distancia enorme. ¿Entiendes?

Emilia asintió despacio, pero no estaba segura de entender. Publio prosiguió con su relato cuando Emilia pensaba que ya había concluido.

- Pero convertir a Aretusa en manantial fue el gran error de Artemisa, pues dicen que desde entonces el dios Alfeo empuja sus aguas hacia el mar y viaja cada día hasta llegar aquí y mezclar su agua con la del manantial de su amada y así, al unir sus aguas, se aman eternamente.

Publio pronunció estas palabras mirando a los ojos de su mujer. Emilia no pudo evitar sonrojarse y bajó la mirada. Después giró la cabeza hacia el manantial primero y luego hacia el mar.

- Cuando te pones tan cariñoso es que me vas a decir algo que no quiero oír -dijo ella.

- ¿Es que no soy atento contigo normalmente? -preguntó Publio sorprendido por la respuesta.

- Claro que lo eres, pero no así de especial. Así eres cuando me vas a decir algo que sabes que no quiero hacer.

Publio suspiró. A veces se le olvidaba hasta qué punto lo conocía su mujer.

- Seguramente tendrás razón.

- La tengo, para mi desdicha, la tengo -se reafirmó ella sin mirarle, observando el mar en calma de la bahía del Portus Magnus.

Publio se dio cuenta. No iba a ser fácil.

- Bien… en cuanto a África… -empezó el cónsul.

- Quiero ir, igual que te acompañé a Hispania o aquí en Sicilia. Siempre he estado junto a ti, no veo por qué ahora ha de ser diferente.

Publio guardó silencio un momento. Luego tomó la palabra con una decisión casi gélida que mostraba una determinación desconocida para su bella esposa.

- No, Emilia, por Hércules, esta vez sí es diferente. Cuando quise que te quedaras en Roma por primera vez me hiciste ver, y mi madre se alió contigo, que el sitio de una esposa está junto a su marido y así es, así es… pero en Hispania y también aquí, en Sicilia, siempre hemos viajado a territorio fronterizo, sí, pero conquistado, con ciudades fieles a Roma en donde podía darte una seguridad razonable, a ti y a los niños, primero en Tarraco y luego aquí en Siracusa. Pero África es disitinto. En África no tenemos ciudades conquistadas, ni tan siquiera amigas.

- Está Siga, ¿no es ésa la ciudad en la que te entrevistaste con Sífax, el rey de Numidia? ¿No ha enviado Sífax embajadores hace unos días confirmando su alianza contigo?

Allí podría estar segura.

Publio resopló. Tomó aire y decidió que no había margen para ocultar nada a su esposa. Si quería que entendiera la gravedad de la situación debía contarle la realidad tal cual era.

- La embajada númida no era para confirmar el pacto de Sífax, eso es lo que dije a todos, excepto a Lelio y Marcio, para que se extendiera ese rumor. Tampoco te lo dije a ti porque no quería que supieras del auténtico peligro de esta misión, no quería preocuparte tanto, pero no puedes acompañarme y si para eso he de hacerte ver lo terriblemente difícil de esta campaña, lo haré. Los embajadores númidas vinieron a comunicarme la defección de Sífax, y lo han hecho en dos ocasiones. Sífax no sólo se niega a apoyarme en la invasión sino que además se ha pasado al bando cartaginés y ha jurado a su mujer, Sofonisba, hija del general Giscón, que si tomo tierra en África, luchará junto a las tropas de Cartago para acabar conmigo. Ésa, ésa y no otra es la situación de la invasión de África: tengo tropas escasas, como en Hispania, pero a diferencia de Hispania, no tengo ni un puerto ni una ciudad amiga; quizá consiga ayuda ahora de Masinisa, el enemigo de Sífax, pero sus fuerzas son menores y tampoco es una alianza segura. No es que no quiera que me acompañes, es que no tengo un lugar seguro donde protegerte a ti y, además, ahora están los niños. Te preocupa la seguridad de ellos, en especial te preocupa la seguridad del pequeño Publio. Me hiciste jurar que acabaría con esta guerra y que evitaría que tuviera que enfrentarse a Aníbal, y así lo haré, pero ahora debes tú pensar en ellos y protegerles yendo a Roma. Podrías quedarte aquí, pero la situación de la guerra es tan volátil que prefiero que regreses a Roma y allí, junto con tu hermano y mi madre, estés con los niños, resguardada de los avatares de esta guerra. En África no tengo ni una bahía en la que atracar los barcos. Todo lo que obtenga tendrá que ser por la fuerza y no tengo ningún plan para tomar una ciudad en seis días como hice en Hispania. Todo será

mucho más difícil, más costoso. Sólo cuento con la determinación de mis oficiales y de mis hombres y con la ayuda de los dioses si éstos quieren. En África debo derrotar a Sífax, a las tropas mercenarias que reclute Cartago, que serán muchas, a los generales púnicos que decidan convocar para detenerme, y si consigo superar todas esas pruebas, Emilia, que ya de por sí es muy difícil, los sufetes de Cartago llamarán a Aníbal. En esta campaña no tengo sitio para ti más que en mi corazón, Emilia. No hay otra posibilidad. Debes entenderlo y debes ayudarme protegiendo a los niños. Son nuestro futuro y son el futuro de Roma.

Emilia calló. Publio se quedó algo más sosegado. Al menos su mujer no replicaba. Era un progreso.

- Además -añadió Publio-, me gustaría que acompañaras a mi madre. He pedido a Lucio, mi hermano, que venga conmigo. Necesito de su ayuda, de la ayuda de todos en los que más puedo confiar, y tú puedes ayudarme cuidando de los niños y de mi madre. Emilia permaneció aún en silencio.

- ¿Volverás de África? -preguntó la joven romana al cabo de unos segundos donde el rumor del agua amortiguaba los pensamientos tristes de separación.

- No lo sé -respondió Publio, y con amarga sinceridad añadió-: no lo creo, la verdad es que no lo creo, pero debo intentarlo. Debo intentarlo.

- ¿Y no hay otro camino, por Castor? ¿Otra forma de terminar esta guerra?

- Si lo hay no lo veo. Aníbal nunca abandonará Italia a no ser que le obligue su propio Senado y el Senado cartaginés no lo hará si no se ven en peligro inminente, y eso sólo lo puede crear una invasión como la que hemos preparado, incluso si ésta resulta infructuosa. Emilia dudó antes de pronunciar las palabras que continuaron, pero al final lo hizo muy a su pesar. Estaba luchando por la supervivencia de su marido, de sus hijos, de su familia, de su vida.

- ¿Y no sería mejor luchar en Italia, aunque eso sea lo que diga Fabio? ¿No podría tener razón?

Publio no se molestó. Entendía lo que empujaba a Emilia a ponerse incluso a favor, aunque tan sólo fuera por un momento, de las ideas de su mayor enemigo en Roma.

- Regresar a Italia -explicó Publio despacio-es dar agua y vida y tiempo a Aníbal. Es lo que llevamos haciendo durante catorce años sin conseguir derrotarlo. Y Aníbal no es el rey Pirro. Aníbal no cejará hasta que uno de los dos bandos sea derrotado. Aníbal puede seguir acechando a nuestros aliados en Italia durante años y Cartago, ya sea por el norte o por el sur, seguirá nutriéndole de refuerzos, quizá no todos los que Aníbal pide, pero seguirá proporcionándole más y más tropas. ¿Cuántos años más hemos de estar así? ¿Cinco, diez, veinte? Dijiste que no querías que tu hijo luchara contra Aníbal. Ésta es la única forma de evitarlo. Debes elegir entre la seguridad de tus hijos o la mía. No puedes tenerlo todo. No mientras Aníbal siga en Italia. Sé que parece injusto lo que digo, pero la vida, a veces, con frecuencia, es injusta. La diosa Fortuna nos ha sido propicia en innumerables ocasiones, pero esta vez debemos afrontar por separado nuestros destinos. Haré todo lo que esté en mi mano por regresar a Roma y volver a abrazarte. Te lo juro por todos los dioses y por nuestros hijos y por el amor que te tengo, pero ahora debes marchar con ellos a Roma y yo debo ir a África, con mis legiones y con mis oficiales y crear tal confusión en aquel territorio como para que Cartago reclame a su mejor general.

Cuando Emilia respondió, la resignación había germinado al fin en su voz.

- Si alguna vez eso ocurre, y espero que así sea, si alguna vez Cartago reclama a Aníbal, me alegraré porque sabré que has triunfado en la primera parte de tu plan, pero tendré entonces aún más miedo, porque Aníbal acabó con mi padre en Cannae y temo tanto que acabe contigo, lo temo tanto… -Y se echó a llorar. Publio la abrazó. Entre sus sollozos escuchó las últimas palabras que su esposa pronunció aquella tarde.

- Haré lo que dices, contra mi voluntad, pero haré lo que dices. Publio la apretó con fuerza.

- Por las noches, cuando estés en Roma, yo seré Alfeo, navegaré por el mar desde África y me uniré a ti a través del Tíber, en Roma. Piensa en ello por las noches, cuando todo sea temor y distancia piensa en ello, Emilia, y volveré a ti, volveré a ti desde el mismo corazón de África.

67 Un amargo cáliz

Lilibeo, invierno del 205 a.C.

Lelio mandó llamar a Netikerty. La joven esclava egipcia entró en el dormitorio. Por un momento pensó que su amo la reclamaba para yacer con ella, algo que no había hecho desde que fuera descubierta su traición, pero el tono helado con el que Lelio le habló

le hizo entender que no era para eso para lo que la había hecho venir.

- El cónsul quiere que transmitas un mensaje a Roma a través de los mensajeros que te envía Fabio Máximo. ¿Sabrás hacerlo, esclava?

Era la primera vez que Lelio empleaba la palabra «esclava» para dirigirse a ella, la primera vez en los cuatro años que llevaban juntos. No le culpó.

- Sí, mi señor. Lo haré.

Lelio no la miraba, sino que fijaba sus ojos de forma casi obsesiva en el cáliz de plata que sostenía. Echó un trago largo. Luego volvió a hablar.

- Has de transmitir que Sífax ha reafirmado su alianza con Roma, con el cónsul,

¿entiendes bien el mensaje, esclava?

La segunda vez dolió más, pero Netikerty asentía al tiempo que respondía mirando al suelo.

- Sí, mi amo. Sífax ha reafirmado su pacto, su alianza con el cónsul. Sífax está con Roma.

- Bien. Pues márchate. Cuando hayas comunicado el mensaje házmelo saber. Hasta entonces no quiero saber nada de ti y procura que no te vea cuando entre o salga de mi dormitorio.

- Sí, mi amo.

Netikerty retrocedió agachada como estaba, sin levantar la mirada del suelo, hasta llegar a la entrada del dormitorio. Allí dio media vuelta y, deslizando sus pies cubiertos por finas sandalias de cuero, desapareció.

Cayo Lelio terminó el cáliz de vino de un lento, largo y amargo trago. Luego se levantó despacio y, de forma brusca, arrojó la copa contra una de las paredes con todas sus fuerzas. El estuco del muro se desprendió en un par de palmos de pared y la copa mellada cayó rodando por el suelo de la habitación con un sonido metálico y agudo que Netikerty pudo escuchar aun cuando ya se encontraba en el otro extremo del atrio. La joven egipcia miró hacia el lugar de donde había venido el ruido. Su corazón la empujaba a regresar, pero su mente se impuso. Sólo el tiempo podría darle otra oportunidad y aun así debería ser infinitamente paciente y esperar. Quizá todo estuviera ya perdido con aquel hombre que la rescatara de la tortura y la esclavitud en Roma.

LIBRO VI

EL DESEMBARCO 204 a.C.

Mundus caeli uastus constitit silentio et Neptunos saeuus undis asperis pausam dedit. Sol equis iter repressitungulis uolantibus; constituere amnes perennes, arbores uento uacant.

ENNIO

fragmento de los Anales que describe el paso de Escipión a África con las legiones V

y VI

[El inmenso mundo celeste se quedó en silencio

y el feroz Neptuno calmó las encrespadas olas.

El Sol detuvo la carrera de sus caballos de veloces pies;

Se detuvieron los ríos de continua corriente y el viento

dejó de agitar los árboles.]

seseque eiperire mauolunt ibidem quam cum stupro rediré ad suos populares

NEVIO,

describiendo la resistencia suicida de las legiones de Régulo en África, el único y funesto referente de una campaña romana en África previa a la de Escipión

[Prefieren morir en su puesto

antes que regresar cubiertos de deshonra ante sus

conciudadanos.]

*Ambas traducciones de Manuel Segura Moreno.

68 Rumbo a África

Mar Mediterráneo, entre Sicilia y el norte de África, primavera del 204 a.C.

La navegación sería nocturna en gran parte del recorrido. Por eso Publio pensó en ello mucho tiempo. Desde Lilibeo hasta la costa norte de África necesitaría al menos dos días y dos noches y, con suerte, al amanecer del tercer día avistarían la costa dominada por Cartago y sus aliados. No debían errar en el rumbo, ni marchar hacia el sur, una región inhóspita y alejada de los objetivos de la guerra, ni muy al norte, a costas dominadas por los númidas. Debía conducir toda la flota cerca de Cartago, pero no a Cartago mismo. El promontorio de Apolo, a un par de días de marcha de Cartago, era el lugar escogido por el cónsul.

Lilibeo era un hervidero de tropas, de legionarios cargando bultos, suministros de todo tipo, sacos, ánforas, armas, caballos, ganado. Marco Pomponio, que después de la embajada había recibido la orden del Senado de permanecer como pretor de Siracusa tras la partida de Escipión hacia África, junto con el siempre escéptico Marco Porcio Catón, quaestor de las legiones, supervisaban todo el proceso. Y, por encima de ellos, Publio, enérgico, decidido, iba de un lugar a otro comprobando cada pequeño detalle, abriendo a veces sacos, pasando su mano por el filo de espadas recién traídas desde las herrerías, repasando el número de remos de un barco, las velas de otro, las linternas que había ordenado que cada buque llevara para la navegación nocturna. Le acompañaban Lucio, su hermano, y Cayo Lelio.

- Es una flota excelente -comentaba un admirado Lucio-. No me extraña que convencieras al viejo de Marco Pomponio. -Esto lo dijo en voz baja y mirando a un lado y a otro-. Es la mejor flota que he visto nunca. Publio le respondió con segundad y orgullo mientras ordenaba que abrieran para él un ánfora de aceite.

- Cuatrocientos barcos de transporte y cuarenta navios de guerra entre trirremes, cuatrirremes y quinquerremes. Es una de las mayores flotas de transporte que ha montado Roma, quizá la mayor, pero tenemos pocos buques de guerra para protegerla. Por eso quiero que naveguemos de día y de noche, sin parar; de hecho, cuanto más naveguemos por la noche mejor. Ni los piratas ni los cartagineses gustan de navegar por la noche; será más seguro.

- Pero los barcos pueden perderse -le respondió Lucio.

- No se perderán -dijo el joven cónsul, ahora procónsul tras recibir la prórroga de su mandato por el Senado, mientras bebía un sorbo del aceite que le habían escanciado en un cáliz. Publio asintió. Estaba bueno. Un esclavo tapó el ánfora y los soldados continuaron con la carga del barco con centenares de ánforas como las que acababa de probar el general en jefe de aquel ejército.

Pasado el mediodía todo estaba preparado, así que Publio no dudó en subir a su nave capitana, una de las grandes quinquerremes de la flota y desde la misma hizo todos los sacrificios en honor a los dioses. Luego, con sus propias manos, vertió las entrañas del buey sacrificado por la borda del buque a las aguas del mar, buscando así congraciarse con las divinidades del mar y las aguas que tan favorables le habían sido en otras ocasiones, especialmentre en Cartago Nova. Los legionarios de las legiones V y VI escucharon absortos las imprecaciones que el procónsul dirigía a los dioses a los que les requería el favor en la guerra y a los que les pedía que les permitieran asestar a los cartagineses el mismo daño y sufrimiento en su tierra con el que Aníbal llevaba años torturando a Roma y sus aliados en Italia. Los soldados estaban sobrecogidos. Iban, por fin, a África. La esperada, la anhelada, la ansiada África.

El mar se llenó de una capa sin fin de buques repartidos en dos grandes grupos: en un ala de la formación naval iban los transportes y los navios de guerra comandados por el propio procónsul y su hermano y, en el ala opuesta, navegaba el resto de los buques bajo el mando de Cayo Lelio y el quaestor Marco Porcio Catón. Pronto Lilibeo se fue desdibujando en el horizonte y todos los barcos quedaron rodeados sólo de las interminables aguas del mar. Publio miró al cielo.

- Está despejado -dijo desde la proa de la nave capitana.

- Sí -respondió su hermano-; al menos este día y esta noche no debería haber problemas. Y así fue. El primer día de navegación transcurrió sin mayores incidencias. Al caer la noche, el cónsul ordenó que encendieran las tres grandes linternas que estaban ubicadas junto al corvas de la nave. Publio había ordenado que cada buque de transporte llevara una de esas linternas y que cada barco de guerra llevara dos. Finalmente, la nave capitana, para poder ser identificada por todos en todo momento, encendería tres de esas luces. Eran todas linternas portátiles, pero de gran tamaño, ideales para la navegación en el mar por encerrar la llama de luz entre finas paredes de cuerno unas, Interna cornea, y de vejiga de cordero otras, laterna de uesica.

Paradójicamente, las mejores, aquellas de piel más fina, eran las que provenían de Cartago mismo, donde se fabricaban las mejores linternas, por eso las llamaban «linternas púnicas». Pero Publio pensaba que, al igual que habían copiado las espadas de doble filo ibéricas para armar a muchos de sus hombres, por qué no usar las mejores linternas para guiar a sus barcos en la noche.

Tras la navegación en las sombras nocturnas bajo una luna menguante llegó el amanecer y, para sosiego de Publio y Lucio, vieron cómo a su alrededor estaban todas las naves, surcando el mar despacio pero seguras, como si acabaran de zarpar. Pero todo estaba siendo demasiado sencillo. El segundo día, con la caída de la tarde se levantó una espesa niebla que los envolvió a todos bajo un manto gris y húmedo que apenas dejaba ver a más de treinta o cuarenta pasos. El cónsul ordenó encender entonces las linternas antes de que anocheciera. Las luces cumplieron con su cometido de forma espectacular y, pese a la densa niebla, eran visibles a unos cien pasos.

- Que naveguen todos más próximos los unos de los otros -ordenó el cónsul-. Y que cada barco controle que los que están a su lado no pierdan el ritmo. Y así hiceron. Mientras los remeros bogaban sin detenerse en toda la noche, siendo sustituidos unos por otros y cuando éstos ya no podían por agotamiento, por los propios soldados, sendos grupos de legionarios observaban a ambos lados de cada barco asegurándose de que las naves del costado mantenían la formación. De esa forma, pese a la niebla y la noche, al amanecer del tercer día, la flota de las legiones V y VI de Roma emergió indemne e intacta para, cuando la niebla se disipó por la fuerza de un fuerte viento que se había levantado proveniente del este, avistar juntos la línea gris en el horizonte del amanecer: África. Se divisaba una punta de tierra que daba lugar a dos fachadas de roca, una hacia el norte y otra hacia el sur. Era el promontorio de Apolo. Los pilotos no habían errado el rumbo.

- Hacia el sur -dijo Publio.

Las linternas se apagaron, la niebla se alejaba, el territorio enemigo estaba cerca y la línea de costa crecía ante los atónitos ojos de los legionarios de Roma. Sólo algunos habían estado ya en aquel territorio hostil, con el ataque exploratorio de Lelio, pero incluso éstos se veían absorbidos por un mundo especial de sensaciones, pues ahora no iban allí para hacer una rápida incursión y luego partir a toda prisa con el botín incautado. Ahora iban todos en aquellos barcos para quedarse y conquistar aquella tierra, la patria del mayor y más temible de sus enemigos. Iban a desembarcar en África, iban a atacar la tierra que vio nacer a Aníbal.

Quinto Terebelio y Sexto Digicio compartían el viaje en una de las veloces trirremes.

- Eneas estuvo aquí -dijo Terebelio. Era de las pocas cosas de historia de Roma que sabía.

- Y hasta él tuvo que huir -respondió Digicio.

- Sí -concluyó Terebelio.

Eran tribunos valientes hasta el límite, algo que ambos habían demostrado hasta la extenuación en el campo de batalla y aun así… aun así… sus corazones latían con un temor extraño, premonitorio. A una señal, los remeros detuvieron sus remos. Todos menos los de la nave capitana, que siguió bogando hasta alcanzar una playa al sur del promontorio de Apolo. De pronto, Publio y Lucio sintieron un enorme crujir de maderas. El pesado vientre de la quinquerreme, henchido de armas, ganado y provisiones, había chocado contra la dura tierra de África. Descolgaron una pequeña embarcación y a ella descendieron el cónsul, su hermano y los doce lictores que tomaron el papel de remeros improvisados para conducir aquel bote hasta la misma arena. Publio Cornelio Escipión fue el primero en descender y poner pie a tierra. Sus pesadas sandalias militares se hundieron en el agua que ascendió por sus piernas hasta la altura del muslo. El paludamentum púrpura se extendió

flotando a su espalda mientras el procónsul se abría camino hacia la costa. Tras él saltó

su hermano y a continuación los doce lictores que empujaron la barca hasta encallarla en la arena.

Publio caminó hasta salir del agua y dejar atrás el mar, las olas y su espuma. Sus sandalias se hundían ahora en la arena húmeda de la costa de África dejando a su paso las huellas de las pisadas de un procónsul de Roma.

69 Los maessyli

Norte de Numidia, primavera del 204 a.C.

El joven Masinisa, rey en el exilio de los maessyli del nordeste de Numidia, cabalgó

todo un día y una noche sin apenas detenerse. Llegó a las playas del norte acompañado por su pequeño grupo de incondicionales. Eran apenas cien jinetes surcando la arena de África con sus caballos negros y blancos en las horas tibias del amanecer. Los animales estaban agotados, de modo que Masinisa ordenó aflojar la marcha. Al paso, los jinetes ascendieron por unas elevadas dunas que se interponían entre ellos y la parte sur del promontorio de Apolo. Al llegar a lo alto, Masinisa dio por bueno el esfuerzo de haber cabalgado sin descanso. A sus pies, a lo largo de varias millas de costa, decenas, centenares de embarcaciones permanecían ancladas a pocos pasos de la playa y la arena misma era apenas visible, pues toda ella estaba cubierta de soldados, centenares, miles de legionarios descargando las naves, y distribuyendo todo cuanto sacaban de los barcos en diferentes lugares de la costa. A doscientos pasos del mar, los romanos habían levantado una imponente empalizada con materiales que habían traído consigo y con centenares de palmeras que habían abatido para completar la fortificación. También habían ubicado varios puestos de guardia más hacia el interior, a modo de avanzadilla, uno de los cuales se encontraba muy próximo al lugar en el que Masinisa y sus guerreros se encontraban. El joven rey comprendió que no debía hacer nada, sino esperar.

Y así fue. A los pocos minutos, la empalizada se abrió en su parte central donde al parecer los legionarios habían construido una amplia puerta por la que emergieron más de trescientos jinetes de la caballería romana. Éstos cabalgaron al trote hasta situarse a escasos cincuenta pasos de Masinisa y sus hombres y allí se detuvieron. Era una distancia prudente: en el límite del alcance de las lanzas y con el campo justo para lanzar una carga al galope. Los romanos permanecían quietos, en espera. Masinisa ordenó a los suyos que se quedaran detrás y él azuzó su montura. El caballo condujo al rey númida exiliado, a trote ligero, hasta quedar frente al oficial al mando de aquellas turmae romanas.

- Soy Masinina -dijo el monarca en un latín algo hosco pero comprensible-. Rey de los maessyli, y he venido aquí para reunirme con Publio Cornelio Escipión, general de Roma.

Los caballos romanos piafaron y arañaron con sus cascos la arena de África. El oficial al mando, con su pesado casco cubriéndole la cara, se adelantó con su montura hasta quedar a unos pasos de Masinisa.

- ¿No me reconoces, joven rey?

Masinisa le miró con más detenimiento, sonrió y respondió. -Como verás, Cayo Lelio, tribuno de las legiones de Roma, Masinisa ha venido, fiel a su palabra. Lelio le contestó satisfecho.

- Eso te honra. Ahora acompáñame. Tus hombres pueden acampar aquí. Nadie les molestará y les traeremos agua y provisiones. Parece que habéis cabalgado mucho tiempo sin descanso.

- Como sabes, ardo en deseos de combatir a las órdenes del general. Lelio le miró y asintió. Pronto tendría aquel joven rey oportunidad de hartarse de luchar contra númidas, cartagineses y todo tipo de mercenarios al servicio del imperio púnico. A Lelio, ya veterano y no sólo de aquella guerra sino de otras anteriores, le empezaba a sorprender esa ansia de los jóvenes por entrar en combate; claro que aquél era un rey depuesto por los aliados de Sífax en el nordeste de Numidia y la rabia por recuperar un trono robado era siempre una inagotable fuente de fortaleza y tenacidad. Lelio cabalgaba al lado de Masinisa sin mirarle. Sabía que el joven rey estaba admirado del poder de Roma, pero que al mismo tiempo cuantificaba hombres y bestias y máquinas de guerra en un esfuerzo por confirmar si aquel ejército sería suficiente para doblegar a Cartago y a Sífax. Publio se encontraba en la tienda del praetorium levantada en el centro de la bahía donde sus hombres estaban desembarcando todas las provisiones, animales y armas que habían traído de Sicilia. Con él estaban Lucio Marcio y Silano. El resto de los oficiales, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Cayo Valerio y Mario Juvencio estaban en diferentes puntos de la playa controlando que el desembarco se hiciera en orden al tiempo que levantaban las fortificaciones necesarias para evitar que un ataque por sorpresa supusiera un peligro para los barcos que aún quedaban por descargar. Catón se mantenía alejado del praetorium aquellos días, algo que todos agradecían, absorbido por sus tareas de qu- aestor, controlando que no se perdieran suministros ni armas en todo el proceso de desembarco. Un lictor entró en la tienda y se dirigó al cónsul.

- El tribuno Cayo Lelio regresa, procónsul.

- ¿Viene con él Masinisa?

- Así es, mi general.

- De acuerdo… eso son grandes noticias… -pero el lictor completó su mensaje con cierto tono de amargura.

- Sí, mi general, pero Masinisa apenas ha traído consigo cien jinetes.

- ¿Cien jinetes? -preguntó incrédulo Marcio.

El soldado asintió y se quedó mirando al suelo. El procónsul le ordenó salir y el legionario dio media vuelta y dejó a Publio a solas con Marcio y Silano.

- Cien jinetes no nos serán de mucha ayuda -añadió Silano.

El procónsul asentía mientras empezaba a hablar.

- Masinisa se ha alzado en armas varias veces contra Sífax y Sífax le ha derrotado en varias ocasiones; incluso le han dado por muerto más de una vez, pero la última ocasión consiguió armar un ejército de cuatro mil jinetes. Masinisa viene con pocos hombres ahora. Escuchémosle antes de juzgarle.

Los dos tribunos confirmaron con la cabeza que estaban de acuerdo con el procónsul. Al poco tiempo entraron en el praetorium Cayo Lelio y el propio rey Masinisa. Este último fue el primero en hablar.

- Me alegra volver a verte, Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma. Con tus legiones y mi pueblo conseguiremos al fin derrotar, juntos, a nuestros enemigos comunes. Publio le respondió con cierta frialdad. Él, igual que sus tribunos, había esperado…

necesitaba más jinetes. La caballería romana era buena pero escasa, pese a sus estratagemas en Siracusa para reforzarla, y los cartagineses tendrían miles de jinetes númidas proporcionados por Sífax. ¿Qué caballería iba él a contraponer contra esas fuerzas? Había confiado primero en que Sífax no le atacaría, algo que parecía que ya no podría evitar, y luego había puesto esperanzas en Masinisa y éste llegaba sin apenas jinetes. El joven rey exiliado empezó a explicarse y Publio dejó de elucubrar para escucharle con atención.

- Sabes que me he enfrentado varias veces contra Sífax para recuperar la parte de Numidia que legítimamente me pertence, pero Sífax, ayudado por los cartagineses, me ha derrotado en dos ocasiones. He perdido muchos hombres, buenos soldados, buenos y leales amigos y patriotas, y, es cierto, me he quedado con sólo un puñado de jinetes. Los maessyli están sometidos por las tropas de Sífax que dominan ahora toda Numidia, pero nadie en mi pueblo le quiere como rey, le ven como lo que es, un usurpador y un tirano. Es cruel y egoísta y maltrata a mi pueblo. Dos veces he conseguido que los maessyli se levantaran en armas contra él guiados por mí y dos veces les he fallado, pero sé que cuento aún con el respaldo y el aprecio de mi gente. Saben que he perdido porque siempre me he tenido que enfrentar a ejércitos mucho más numerosos y mejor armados, pero saben de mi honor y de mi valentía. Sé que si ahora los maessyli ven que tengo el apoyo de Roma, sé que cuando se oiga en los campos y ciudades del norte de Numidia que Masinisa tiene el apoyo de Publio Cornelio Escipión, que ha desembarcado en África, sé que entonces volveré a conseguir más jinetes, un auténtico ejército de caballería para servirte. Sé que ante tus ojos y ante los ojos de tus oficiales no veis ahora más que un pobre exiliado sin apenas poder ni fuerza, pero sabéis de mi honor. Dije que en cuanto desembarcaras en África vendría para ponerme bajo tus órdenes y aquí estoy, aquí me tienes. Un día perdonaste la vida de uno de mis familiares en Hispania. A partir de entonces decidí juzgarte por tus acciones conmigo y no por lo que los cartagineses contaban de ti, y sé que hice bien. Sólo te pido que hagas lo mismo conmigo. Júzgame por lo que veas y no por lo te digan o te cuenten de mí los cartagineses o los hombres de Sífax. Yo he cumplido mi palabra. Sólo te pregunto una cosa, noble procónsul de Roma, ¿ha cumplido Sífax las promesas que te hizo?

Para entonces Publio ya había informado a sus oficiales de que Sífax no estaba dispuesto a apoyarles en su campaña de África y que incluso existía la posibilidad de que les atacara. Aquellas noticias cayeron en su momento como un terrible jarro de agua fría sobre todos los tribunos y centuriones, aunque las digirieron y las aceptaron, pero tener dicha información les hizo apreciar a Marcio y a Silano el auténtico alcance de las palabras del joven rey exiliado por Sífax. Publio puso voz a los pensamientos de sus oficiales.

- Tienes razón en todo lo que dices, joven rey de los maessyli. Tus actos hablan de tu honor y tu nobleza. Has cumplido conmigo y yo siempre cumpliré contigo mientras tus acciones refrenden tus votos de lealtad a Roma. Es sólo que la lucha que se cierne sobre todos nosotros va a ser una tarea de cíclopes y las escasas fuerzas de caballería que nos has traído están muy por debajo de las expectativas que tú mismo nos diste a entender en Hispania.

- Lo sé, pero no es por mi voluntad. Déjame luchar bajo tu mando, dame esa oportunidad y en cuanto consigamos una mínima victoria, por pequeña que ésta sea, decenas, centenares de maessyli se unirán a mí para luchar bajo tus órdenes. Te lo juro por mis dioses.

El procónsul miró a sus oficiales. Éstos asintieron, y Publio respondió al joven rey.

- Al menos, tú, Masinisa, rey de los maessyli, no cambiarás tu lealtad por los besos de una mujer, ¿no?

Esta alusión a Sofonisba pilló por sorpresa al rey númida en el exilio, que bajó un momento la mirada, algo que no pasó desapercibido al cónsul, y, rápido, volvió a alzar su rostro para encararlo con la seria faz del general romano.

- Mi lealtad estará siempre contigo.

Publio le miró de arriba abajo, ponderando el valor de aquella respuesta y el tono de emoción con el que había sido pronunciada. ¿Era lealtad a prueba de todo la que le ofrecía aquel númida? Había algo que le hacía dudar a Publio, pero necesitaba refuerzos, aliados, por pequeños que éstos pudieran ser y despreciar en ese momento a Masinisa no haría sino crearle un enemigo más en África, así que Publio suspiró y respondió

ocultando bajo el manto de sus palabras sus dudas y sus preguntas. Sólo los dioses sabrían si estaba haciendo lo correcto.

- Sea, rey Masinisa -concedió al fin el cónsul-. Entras al servicio de Roma. A partir de ahora me servirás como fuerza de caballería de apoyo en las acciones de la campaña que las legiones V y VI de Roma inician para la conquista de África y, como dices, que sean tus actos en la guerra los que me hagan ver que la de hoy ha sido una buena decisión. Y si te muestras valioso en la campaña que emprendemos, yo personalmente te apoyaré para que recuperes la parte de Numidia que te corresponde. Y pongo a Júpiter y Marte y el resto de los dioses por testigo de este pacto.

Luego Publio se acercó a Masinisa y le dio un abrazo que sorprendió al joven monarca exiliado, pero que aceptó con gratitud. Se separaron del abrazo cuando uno de los lic- tores entró en la tienda.

- Mi general, han atrapado a varios pescadores de las ciudades próximas, quizá de Utica. ¿Qué hacemos con ellos?

Publio miró a su alrdedor. Ni Lelio ni Silano ni Marcio dijeron nada y Masinisa guardó un respetuoso silencio. No quería empezar su servicio al procónsul inmiscuyéndose en asuntos que no le competían. A partir de ahora, al menos durante un tiempo, debía acostumbrarse a recibir órdenes y cumplirlas.

El cónsul fijó sus ojos entonces en el lictor.

- ¿Qué han visto esos hombres?

El soldado comprendió que la vida de aquellos hombres dependía de su respuesta, pero aquel hecho no podía menoscabar el cumplimiento de su deber, que no era otro sino el de informar al cónsul con precisión.

- Lo han visto todo, mi general. Los detuvieron al emerger por el promontorio de Apolo. Debían de navegar de regreso hacia su ciudad y se toparon con nuestra flota. Han pasado entre las trirremes, las barcazas de transporte, han visto nuestro ejército, las armas de asedio, las catapultas, el ganado, las provisiones. Lo han visto todo.

- Por Castor y Pólux, entiendo… -dijo el procónsul, y se detuvo pensativo. Todos aguardaban la sentencia del general, cuando Publio Cornelio Escipión soltó

una sonora carcajada.

- Perfecto -continuó el cónsul de Roma-. Soltadlos, dejadlos libres y que cuenten todo lo que han visto. Que siembren el miedo en su ciudad y que de su ciudad se propague a toda África. Que sean nuestros mensajeros del terror que se avecina sobre toda esta tierra hasta que Cartago caiga o se rinda sin condiciones. Soltadlos, que vean hasta qué

punto no nos importa que sepan que venimos.

El lictor saludó al cónsul y salió raudo del praetorium. Lelio intervino.

- Creía que la sorpresa era importante -dijo-. Ahora todos nos esperarán.

- Sí -dijo Publio-, todos nos esperarán… en Cartago… pero nosotros, nosotros, Lelio, Silano, Marcio, rey Masinisa, nosotros no marcharemos sobre Cartago.

- ¿No? -preguntó Lelio.

- No, querido Lelio. No. Nosotros marcharemos sobre Utica. Mañana. Al amanecer.

70 El asedio de Útica

África, abril del 204 a.C.

Los ciudadanos de Útica habían cerrado las puertas de su ciudad. Esta era una fortaleza levantada en las proximidades de la desembocadura del río Bragadas de camino hacia Cartago desde el lugar en el que Publio Cornelio Escipión había desembarcado con sus tropas. Todos tenían miedo, pero durante los días que precedieron a la llegada de los romanos, se consolaron pensando que las legiones del procónsul pasarían junto a su ciudad, saqueando sus campos y sus granjas de camino a Cartago pero sin detenerse, para dirigirse, con toda seguridad, al que debía de ser su objetivo principal: conquistar la capital del imperio púnico. Cuál no sería su sufrimiento y su dolor cuando vieron que el cónsul, en lugar de proseguir el avance con sus tropas, se detenía frente a las murallas de su ciudad y enviaba mensajeros para parlamentar.

Los habitantes de Útica no abrieron las puertas a estos mensajeros pero, en un intento por reducir los daños que los romanos pudieran ocasionarles, hablaron con ellos desde las murallas. El mensaje de los enviados del cónsul fue demoledor: o rendían su fortaleza o la arrasarían. Como era de esperar, los ciudadanos de Útica se negaron a rendirse y los mensajeros se retiraron. En Útica se reunieron los gobernantes de la ciudad y acordaron prepararse para la defensa de la ciudad. Las murallas que les protegían eran poderosas, no tanto como la inexpugnable Cartago, pero sí lo suficientemente recias y altas como para resistir un largo asedio, ya fuera por tierra, por mar o por ambas partes a un tiempo. Acordaron también enviar mensajeros por tierra y mar cuando el amparo de la oscuridad de la noche se lo permitiera, aunque aquello era, hasta cierto punto, innecesario, pues toda África sabía ya de la llegada de las legiones romanas, las legiones que llamaban «malditas» los propios romanos por estar constituidas por los restos de las tropas que huyeron de la masacre de Cannae en la que Aníbal aniquiló seis legiones de Roma en un solo día. No eran éstas pues tropas que les infundieran tanto temor. Sólo tendrían que resisitir un tiempo hasta que Cartago organizara el ejército que en pocos días se presentaría en Útica para poner en fuga a aquellos romanos que tan locos estaban como para desembarcar en África y pensar que con sólo dos legiones y unos pocos voluntarios más podrían doblegar la fuerza y el poder de una metrópoli, Cartago, que mantenía en jaque a Roma desde hacía más de catorce años.

Ésa y no otra fue la respuesta de Útica. No se rendirían.

- Útica -dijo Publio señalando las murallas tras las que se refugiaban todos los cartagineses y africanos de la región de la desembocadura del río Bragadas. Los oficiales del procónsul se dispersaron. Todos sabían cuál era su cometido, de modo que sólo quedaron junto al cónsul sus lictores, Lucio, su hermano, el rey Masinisa, intrigado por ver qué planes desarrollaban los romanos para tomar esa fortaleza, y Lelio. Catón, por su parte, se mantenía en la retaguardia: su misión no era la de dirigir ningún ataque, sino la de supervisar las provisiones y las armas hasta que éstas fueran requeridas. Varios manípulos de la V empezaron, bajo las órdenes de Cayo Valerio, a levantar dos grandes torres de asedio, que construían próximas a las murallas de la ciudad, pero a suficiente distancia para estar a salvo de cualquier tipo de arma arrojadiza. Silano, al mando del ejército de voluntarios, inició una serie de cargas sobre la puerta de la ciudad que eran repelidas por los defensores con el lanzamiento de lanzas, flechas y, cuando los legionarios de Silano llegaban a las murallas, arrojando aceite hirviendo. Quinto Terebelio en un extremo y Mario Juvencio en otro, con los hombres de la VI, empezaron a remover la tierra en torno a las murallas, acumulando enormes cantidades, de modo que fueron creando un gigantesco terraplén que, poco a poco, a medida que se acercaban a las murallas de la ciudad, crecía y crecía con el objetivo de quedar casi a su altura. Los trabajos llevarían días, pero el rey Masinisa desplegaba sus ojos muy abiertos intentando digerir con auténtica pasión todo lo que estaba viendo. Además, desde donde se encontraban podían ver cómo por mar se acercaba parte de la flota del procónsul, al mando de la cual iba Marcio, apoyado por Digicio.

- ¿Voy a lo mío? -preguntó Lelio al cónsul.

- Sí-respondió Publio-. Tienes un día para montarla y mañana al amanecer atacaremos por todos lados. Útica tiene que caer antes de que Cartago reaccione y nos rodee con sus tropas.

Cayo Lelio aceptó la orden y se encaminó hacia la playa. En cierta forma estaba contento. Aquel asedio le mantendría alejado de Netikerty. La última persona con la que quería estar en aquellos momentos y que Publio se había empeñado en llevar a África por si les era de utilidad. En su recorrido hacia la playa, el veterano tribuno escupió en el suelo y maldijo su suerte. Se sentía solo. Con Publio aún distante y sus sentimientos traicionados por Netikerty, empezó a acariciar la idea de que una muerte en el campo de batalla sería la forma más noble de dar por terminada su vida al servicio de Roma. Desde lo alto de un promontorio, el procónsul, acompañado ahora sólo por su hermano Lucio, observaba las maniobras de sus legiones. Masinisa le interpeló con curiosidad.

- ¿Adonde va Cayo Lelio?

- Va a levantar una torre de asedio que montará sobre nuestras dos naves más grandes, dos quinquerremes, que luego aproximará por mar para acometer la conquista de las murallas de Útica que dan al mar. Es parecido a lo que hizo en Cartago Nova y que consiguió, aunque casi le costó la vida. Ésa es su misión.

- ¿Y lo volverá a conseguir?

- En eso confío -concluyó el cónsul.

- Yo creo que sí -confirmó Lucio-. Lelio es de una pasta especial. Luego se hizo el silencio por unos minutos hasta que, de nuevo, Masinisa volvió a preguntar al procónsul.

- Todos te sirven, todos están trabajando para conquistar esta ciudad para ti, todos menos yo. ¿Es que no puedo hacer nada?

Publio le respondió sin mirarle. Estaba demasiado atento a supervisar que los trabajos de sus legiones se llevaran a término tal y como había ordenado.

- Tú y tus hombres sois parte ahora de mi caballería y la caballería no me es útil en un asedio, pero ya habrá tiempo para combatir en campo abierto. Entonces, joven rey, entonces me servirás. Masinisa aceptó la respuesta, aunque no se sintió cómodo, quieto, sin hacer nada, mientras venticinco mil legionarios trabajaban a destajo atacando unos y construyendo otros torres y terraplenes desde los que continuar el acoso y derribo de las defensas de aquella ciudad. Aún estaba en esas meditaciones cuando se vio sorprendido por el estru-endo de varias rocas estrellándose contra la muralla alrededor de la gran puerta de Útica. Las catapultas de Silano habían comenzado a disparar.

71 La reina de Numidia

Cirta, abril del 204 a.C.

- ¿A qué esperas para ayudar a mi pueblo? -preguntó la reina Sofonisba al todopoderoso rey de Numidia. Sífax la miró con cierto aire de diversión. La joven estaba desnuda para él, al pie de su lecho, con un collar de oro y perlas, unas pulseras de plata y un brazalete de oro por todo abrigo. Collar y pulseras regalo de él mismo y un misterioso brazalete por el que Sífax preguntara en una ocasión sin obtener respuesta. Eso fue en la noche de bodas. Días más tarde el rey volvió a insistir y su joven esposa le explicó que el brazalete era regalo de su padre. Hizo ademán de quitárselo en aquel momento.

- Si a mi rey le molesta el brazalete me lo quitaré y no lo llevaré más, pero es un recuerdo de mi padre, de mi patria y, si no le importa a mi bello y fuerte rey, me gustaría poder llevarlo. Sífax, como en tantas otras cosas, cedió. ¿Qué importaba que una hija quisiera llevar la joya que su padre le había regalado? Hasta cierto punto le enternecía. Tan descarada en el lecho y luego con esos gestos de tierna inocencia filial… la hacían aún más deseable a los ojos de Sífax. Pero aquello fue hace tiempo. Ahora los requerimientos de Sofonisba eran más exigentes. Empezó con que se le permitiera llevar una joya que no era regalo del rey, continuó después rogando por que abandonara el pacto al que había llegado con el general romano Escipión, y ahora, cuando el romano había desembarcado en África, desoyendo todas las advertencias que le había hecho, Sofonisba le pedía, una y otra vez, que le atacara.

Sífax era un hombre cauto, receloso de entrar en guerra si no era estrictamente necesario. Entre otras cosas, porque la guerra le era fastidiosa: se comía peor, había que combatir, aunque él cada vez lo hiciera menos y se limitara a mandar sus ejércitos y, sobre todo, se veía privado de hacer el amor tanto como a él le gustaba, pues las largas cabalgadas, la preocupación de conducir la guerra, el evitar levantamientos, el conquistar ciudades, eran tareas que si bien daban gloria y poder, menoscababan sus energías en la cama, el lugar donde más disfrutaba y en el que más tiempo le gustaba estar.

- ¿Qué espera mi rey para cumplir sus promesas con su humilde y servicial esposa?

El general romano os desafía; pese a tus advertencias ha desembarcado, lo que es en sí

una agresión.

Sofonisba era hábil con las palabras, casi tanto como con su cuerpo desnudo. Sífax la miraba como quien admira un maravilloso trofeo de caza que lleva de un lugar a otro para que todos vean lo que ha sido capaz de atrapar con sus propias manos.

- Espero que me lo pidan -respondió al fin el rey.

- Yo te lo estoy pidiendo, rogando, suplicando -dijo Sofonisba entre aparentes lágrimas de sufrimiento.

- Que me lo pidan desde Cartago -apostilló Sífax.

No había terminado de pronunciar aquella sentencia cuando un soldado pidió permiso desde el exterior de la tienda para hablar con su rey. Sífax miró a su joven esposa y ésta se tapó con unas pieles de león. El rey dio una voz y el guerrero númida entró en la tienda.

- Habla -dijo el rey.

- Cartago envía mensajeros. Solicitan la ayuda del rey Sífax para expulsar al romano de África.

Sofonisba sonrió. El rey la miró serio. Hizo una señal con la mano y el guerrero partió. Esperaba una respuesta, pero si su rey no quería darla en ese momento y ordenaba salir, salir era lo que se debía hacer. Sífax seguía mirando a Sofonisba que, ya sin sonreír, miraba al suelo.

- ¿Qué va a hacer ahora mi rey? -preguntó la joven al tiempo que muy despacio se iba descubriendo, tirando poco a poco de la gran piel de león con la que había tapado su hermoso cuerpo. Fue entonces el rey el que sonrió.

- Primero poseerte hasta que no pueda más. Después dormir hasta recuperarme. Luego comer hasta hartarme y luego acudir a la llamada de Cartago. Además, hay algo más que yo sé que tú no sabes aún.

Sofonisba, ya completamente desnuda, le miró intrigada.

- ¿Qué más sabe mi rey?

- Sé que el rebelde Masinisa, después de escapárseme por segunda vez de entre las puntas de mis dedos, se ha refugiado con el general romano. Eso añade un punto de especial interés para mí. Atacar al romano ya no será sólo cosa de política y alianzas, sino que será algo mucho más personal. Ardo en deseos de decapitar a ese maessyli y pinchar su desleal cabeza en una jabalina. Ésa será la única forma en la que los maessyli dejarán de alzarse en armas contra mí cada vez que reduzco la presencia de mis ejércitos en el nordeste.

- Comprendo -dijo Sofonisba pensativa, dejando que de modo inconsciente su mano izquierda acariciara suavemente el brazalete dorado que abrazaba su antebrazo derecho. El gesto no pasó desapercibido para el veterano rey de los númidas. Sífax frunció el ceño y se quedó meditabundo.

- ¿Y cuándo desea mi rey empezar a poseerme? -preguntó Sofonisba, reptando desnuda hacia su rey como una leona en celo, disipando con su sensualidad los interrogantes de Sífax al ahogarlo en un mar de besos lascivos y caricias excitantes que transportaron al númida a los rincones más perversos del placer. En el momento culminante, el rey de Numidia pensó que aquellos momentos bien valían una guerra.

72 La resistencia de Útica

Útica, mayo del 204 a.C.

Los romanos atacaban sin descanso las murallas de Útica, pero los defensores combatían con su fe puesta en un pronto auxilio desde Cartago y con gran destreza militar. Los embates contra la puerta eran repelidos con flechas, lanzas y, cuando el viento les era favorable, con fuego con el que conseguían incendiar los grandes troncos que, a modo de ariete, los legionarios de la V, a las órdenes de Silano, utilizaban para golpear con enorme furia los gigantescos portones de madera y hierro de la ciudad. Los terraplenes estaban prácticamente terminados, pues los hombres de la VI, apremiados por Quinto Terebelio y Mario Juvencio, habían trabajado sin descanso, pero los defensores habían comenzado a hacer uso de catapultas, arrojando enormes piedras desde el interior de Útica que caían a plomo sobre el enorme terraplén, derribando grandes bloques de tierra apelmazada haciendo de la tarea de los legionarios de la VI una obra eternamente inacabada.

- Las torres de asedio ya están -anunció Cayo Valerio con orgullo.

- Sea, pues -respondió con tensión el procónsul de Roma-. Por

Castor y Pólux, adelante con ellas. -Y es que la ofensiva sobre Útica llevaba ya varios días, las bajas eran cuantiosas, al igual que los heridos, y los avances en la posible conquista de la ciudad eran más bien escasos. Cayo Lelio ascendía por la colina hasta el puesto del praetorium. Parecía cansado pero satisfecho. -Ya está hecho -dijo.

- Perfecto -respondió Publio, ahora más seguro de que el éxito de aquella empresa militar estaba más próximo-. ¡Adelante! ¡Por Hércules, las tres torres a la vez! ¡Sí! ¡Y

Útica cederá!

El rey Masinisa vio cómo una vez más los oficiales del procónsul partían para poner en marcha las órdenes recibidas, excepto Lucio, el hermano del general romano, que se quedaba junto a él. Observó con asombro cómo dos gigantescas torres de asedio, que los legionarios de la V habían estado levantando durante las últimos días, empujadas por caballos y hombres, se movían, pesada pero firmemente, hacia las murallas de Útica. Marco Porcio Catón se situó a su lado. El quaestor había decidido aventurarse aquella mañana a observar el nuevo intento del procónsul de doblegar a los ciudadanos de Útica. Su feroz resistencia alimentaba los ánimos de Catón y quería ver el nuevo despliegue del general con más detenimiento. El quaestor tenía el buen presentimiento de que todo iba a fracasar.

En la ciudad, los defensores vieron lo que sabían que tenía que llegar, pues habían sido testigos de cómo día a día los romanos iban erigiendo aquellos enormes mostruos de madera que ahora empujaban hacia sus murallas. Pero su sorpresa y desesperanza fue aún mayor cuando vieron cómo por mar, sobre dos inmensas quinquerremes que los romanos habían anclado y ocultado tras un recodo de la bahía, navegaba una tercera descomunal torre de asedio, suspendida sobre una compleja plataforma elaborada con los dos corvus y manus férrea de ambos buques entrelazados y afianzados por más troncos y sogas y refuerzos de hierro. Cayo Lelio dirigía las operaciones de aproximación a las murallas marinas de Útica.

Publio, junto a su hermano, miraba nervioso pero más confiado que en los últimos días. Después de todo, quizá los inacabados terraplenes no fueran a ser necesarios. Por tierra las enormes torres de asedio se acercaban pesadamente con su carga de hombres y armas hacia las murallas de Útica; por mar las quinquerremes navegaron hasta que sus proas impactaron contra el muro de la ciudad que se hundía en las entrañas del mar. Cayo Lelio ascendió desde una de las grandes naves, por el interior de la torre marina, hasta llegar al último de sus pisos. Desde allí dio las órdenes a voz en grito.

- ¡Abrid el portón! ¡Por Hércules, bajad el maldito puente!

Y los legionarios cortaron con hachas las cuerdas que sostenían el largo portón de madera, que a modo de gigantesca manus férrea elevada, caía a plomo sobre las fortificaciones de lo alto de la muralla que defendía la ciudad de los ataques por mar. Por ella empezaron a salir legionarios a borbotones, animados por las voces de Lelio.

- ¡Al ataque, al ataque! ¡Por Roma! ¡Por el procónsul! ¡Por las legiones!

Pero los defensores habían tenido tiempo de observar dónde iba a caer el puente de la torre marina, pues las quinquerremes, henchidos sus vientres por el peso de la enorme torre, se habían aproximado con gran lentitud hacia el muro, de modo que los legionarios fueron recibidos por varias andanadas de lanzas y flechas que parecían no tener fin. Decenas de legionarios cayeron al mar atravesados como fruta madura, mientras otros detenían la carga y con sus escudos se protegían como podían.

- ¡Mantened la formación! -se desgañitaba Lelio, protegiéndose a su vez con un gran escudo de piel endurecida reforzado con hierro-. ¡Mantened la posición y avanzad, malditos! ¡Avanzad!

Pero entonces pasó algo que ninguno esperaba. Los habitantes de Útica dejaron de disparar para abrirse y dar paso a un regimiento de sus mejores soldados que se abalanzaron sobre el puente de la torre marina y entraron en combate con los legionarios que, sorprendidos por el repentino ataque de quienes sólo esperaban que se defendieran desde las murallas, cedían terreno, paso a paso. Cayo Lelio, no obstante, se abrió camino entre sus hombres y alcanzó la primera línea de combate. Clavó su espada en el hombro de uno de los cartagineses, se agachó, pinchó en la rodilla de otro, que se encogió por el dolor, lo que Lelio, a su vez, aprovechó para segarle la garganta que había dejado desprotegida. Se hizo sitio entonces en el hueco que el cartaginés había dejado y Cayo Lelio empezó a liderar el contraataque de sus hombres que, encorajinados por la presencia del tribuno, se rehacían y volvían de nuevo hacia el puente.

Los defensores del muro no estaban ociosos, sino que desde las murallas la emprendieron con flechas de fuego sobre las quinquerremes. Al principio Marcio y sus hombres se las compusieron para apagar los pequeños incendios que surgían por todas partes, pero tal fue la lluvia de flechas de fuego que al fin las llamas prendieron por todos los flancos de ambas naves y empezaron a ascender por la torre lamiendo sus vigas de madera. Marcio miró hacia arriba. En lo alto de la torre Cayo Lelio luchaba enconadamente en el puente, pero abajo ya todo estaba perdido. El fuego lo consumía todo y sus hombres se arrojaban al mar para, nadando entre flechas y lanzas, alcanzar las trirremes que Digicio, en una sabia decisión, había aproximado lo suficiente para que los legionarios pudieran llegar a nado a las mismas y refugiarse, pero, al tiempo, no las había desplazado tan cerca como para ser pasto de la misma lluvia de lanzas, piedras y dardos incendiarios que habían destrozado las quinquerremes. Marcio gritó a Lelio.

- ¡Lelio, al mar, al mar, al mar! ¡Por Júpiter, arrojaos al mar! ¡Todos!

En ese momento, una de las dos naves que sostenían la torre lanzó un crujido largo y profundo que sonó a muerte, preludio de su agonía. Marcio sintió el suelo de la cubierta temblando bajo sus pies y, sin esperar más, se lanzó por la borda junto con los pocos marineros que aún quedaban a su lado. El temblor de la nave resquebrajándose sacudió

a su vez las endebles vigas de la torre ya medio consumidas por las llamas haciendo que varias se quebraran. Cayo Lelio pinchaba, cortaba y se protegía con su escudo rodeado por un nutrido grupo de legionarios cuando el suelo del puente se levantó de izquierda a derecha y, para cuando romanos y cartagineses fueron a percatarse de lo que estaba pasando, todos volaban por los aires rumbo a las aguas del mar. En tierra firme, la suerte de las otras dos torres de asedio no había sido mucho mejor. Publio Cornelio Escipión, acompañado por el joven Masinisa, contemplaba cómo eran pasto del fuego provocado por los innumerables racimos de flechas en llamas que los cartagineses habían lanzado desde el interior de la ciudad y desde las propias murallas. Los legionarios de la V retrocedían despavoridos buscando refugio en la lejanía de aquellos muros que sólo escupían fuego, pez hirviendo y muerte. Cayo Valerio era una pobre figura en medio de todo aquel desastre intentando poner orden y rehacer las filas de sus manípulos.

- ¡Deteneos, malditos, deteneos y regresad a las torres! ¡Por Hércules, hay que volver a ascender por las torres! -Pero los hechos rebatían las palabras del primus pilus con la terquedad de la realidad incontestable: las torres, envueltas en un mar de llamas, casi al mismo tiempo, caían en ruinas hacia un lado, como árboles abatidos por la constante hacha de un leñador de fuego.

Publio se pasó la palma de su mano derecha por el pelo de su cabeza, de arriba abajo, y miró al suelo. Suspiró. Luego se pasó la mano izquierda por su barbilla perfectamente rasurada y volvió a tomar aire. Lucio no decía nada. No quería añadir más dolor a su hermano con comentarios inoportunos. A sus espaldas dos mensajeros llegaron cabalgando a la vez. El procónsul se volvió hacia ellos. Los lictores, que reconocían en aquellos hombres sendos centuriones de la V, se hicieron a un lado. Los dos oficiales se miraron entre sí como preguntándose quién hablaba primero, pero el procónsul no tenía tiempo para dudas y se dirigió al que había llegado desde la playa primero.

- Habla, centurión.

- Sí, mi general. La torre de asedio de las quinquerremes ha caído y con ella han muerto muchos hombres, pero el tribuno Cayo Lelio, que estaba en lo alto de la torre junto con algunos más, ha sobrevivido milagrosamente y se encuentra bien, mi general. Publio asintió repetidas veces. Ya había visto desde la distancia lo de la torre marina, pero saber que Lelio estaba bien pese a todo aquel fiasco era una información muy relevante que agradeció recibir.

- Bien, centurión, bien… muchos hombres… ¿cuánto es muchos hombres?

- No lo sé, mi general, Marcio y Lelio calculan que unos cien han muerto, más unos treinta heridos.

Cien, ciento treinta hombres fuera de combate, más otros tantos al menos, si no más, que habían caído con las torres de asedio que dirigía Cayo Valerio. Habían perdido más de doscientos hombres y no habían conseguido nada. Nada. El procónsul sentía la figura erguida de Catón moviéndose despacio a sus espaldas y percibía la felicidad del quaes- tor. En todo caso, de momento al menos, Catón permanecía callado. Pero quedaba el segundo mensajero. Publio se limitó a mirarle y éste empezó a hablar.

- Los cartagineses han enviado un ejército de caballería desde Cartago. Son unos cuatro mil jinetes, mi general. Cuatro mil jinetes. Cuatro mil.

- ¿Y nada más? -preguntó el cónsul-. ¿No han enviado infantería con ellos?

- Eso es lo que hemos visto. Se han resguardado en la ciudad de Saleca, a un día a caballo de aquí.

- ¿En una ciudad? -Publio estaba sorprendido y miró a Lucio, que se encogió de hombros, y luego al rey de los maessyli-. ¿Un ejército de caballería acampado en una ciudad en plena primavera, casi verano?

Masinisa compartía la misma sorpresa. La caballería no valía para nada entre las murallas de una ciudad. Con buen tiempo, como el que hacía en aquellos días, su lugar era acampada en campo abierto, donde rápidamente los jinetes pudieran montar sus caballos y lanzarse a una carga en una amplia llanura. Allí era donde el potencial devastador de una fuerza de caballería tan numerosa resultaba práctimente invencible.

- ¿Sabemos quién es el genio que lidera ese ejército de caballería? -preguntó Publio.

- Atrapamos a unos mercaderes que salían de Saleca. Dicen que han llegado bajo el mando de Hanón.

El cónsul se giró hacia Masinisa.

- Es un inútil -confirmó el rey exiliado-. Es vanidoso e incompetente en lo militar. Publio asintió. El hecho de llevar la caballería a una ciudad confirmaba la valoración de Masinisa.

- Bien -dijo Publio entonces dirigiéndose a Masinisa-. Ardías en deseos de servirme,

¿no, joven rey de los maessyli? Pues ésta es tu ocasión. Cogerás a tus hombres y atacarás Saleca. El rey le miró confundido. Sólo disponía de doscientos jinetes y eso gracias a que algunos maessyli más se habían incorporado recientemente, atraídos por la presencia de las legiones romanas, pero Hanón, aunque fuera un inútil, tenía cuatro mil; sin embargo, el procónsul no le dejó replicar.

- Partirás al amanecer -apostilló Publio al tiempo que se alejaba colina abajo para reorganizar su ejército en medio de aquel desastre de asedio, pero sin volverse ya hacia atrás, añadió unas palabras-. Te daré algunos refuerzos para que puedas regresar con vida de Saleca.

El joven rey Masinisa se quedó contemplando cómo el procónsul, rodeado de sus doce lictores y acompañado por su hermano Lucio y los dos centuriones que habían traído todas aquellas noticias, descendía de la colina dejándole a solas con dos de sus guardias númidas y un silencioso Marco Porcio Catón que no dejaba de admirar las llamas que consumían las derribadas torres de asedio romanas.

Masinisa sacudía la cabeza. De hecho, todo alrededor de Útica eran llamas, centenares de romanos se afanaban en retirar heridos y recoger armas que habían quedado desperdigadas por los alrededores de las consumidas torres. En la playa, varias trirremes descargaban más heridos y muertos. El asedio estaba siendo un total y completo desastre y ahora aquel hombre le enviaba con sus pocos jinetes contra un ejército veinte veces más numeroso. ¿Unos refuerzos? ¿Qué entendía el cónsul por unos refuerzos? ¿Era aquél el mismo hombre que había conquistado Hispania? Uno de los guardias númidas se acercó al rey.

- ¿Qué hacemos? -le preguntó en su lengua.

- Nos preparamos para el combate -respondió Masinisa-. Quizá sea nuestro último combate. -Y le puso una mano en la espalda. El joven guardia se sintió halagado y orgulloso de que su rey le tratara con aquella familiaridad. Descendieron de la colina. Catón se sentó sobre una roca. El espectáculo dantesco de las «legiones malditas» replegándose y retirando heridos era apasionante. Tenía buenas noticias para Quinto Fabio Máximo.

En su tienda, recostado de lado mientras el médico Atilio le curaba algunas heridas, el tribuno Cayo Lelio maldecía su mala suerte. En aquel momento irrumpió Publio en su tienda. El médico, Netikerty y el par de esclavos que había ayudado a Atilio salieron ante la intensa mirada del procónsul. Lelio se volvió y vio al general sentándose a su lado.

- ¿Estás bien? -preguntó Publio.

- He estado mejor, pero si lo que preguntas es si puedo combatir, sí, sí que puedo. Bien.

- Aunque ahora que lo de las torres de asedio ha salido tan mal, no sé qué vamos a hacer.

Publio miró al suelo buscando una respuesta. Levantó al fin el rostro despacio y habló

con la seguridad propia del hombre tenaz.

- Haremos, Lelio, lo mismo que Aníbal lleva haciendo en Italia durante catorce años: resistir.

Lelio asintió mientras se palpaba un enorme cardenal en una de sus piernas y contraía el rostro compungido por el dolor.

- Sea -dijo el tribuno entre dientes.

- Por de pronto nos envían cuatro mil jinetes, los cartagineses, y he pensado -continuó

Publio-que Lucio se quede al mando aquí en Útica y que tú y yo nos encarguemos de ese ejército de caballería.

Lelio asintió una vez más y apretó los labios. Publio le puso entonces la mano derecha en el hombro y sin decir más salió de la tienda. Tenía muchas cosas en las que pensar. La invasión de África no había empezado bien. Todo lo contrario que en Hispania. El procónsul de Roma avanzaba por el campamento bajo las atentas miradas de sus hombres. Se esforzó por caminar erguido, decidido, como un líder que no pierde la esperanza.

73 La caballería de Hanón

Norte de África, junio del 204 a.C.

Masinisa cabalgaba ligero, resuelto, seguido por sus doscientos jinetes númidas directos hacia las puertas de Saleca. Habían llegado al anochecer y allí varios legionarios, exploradores de la V, que mantenían vigilada la ciudad para tener informado en todo momento al procónsul de los posibles movimientos de los cartagineses, recibieron con cierta sorpresa al joven rey de los maessyli.

- ¿Siguen en la ciudad? -preguntó Masinisa aún sobre su caballo.

- Así es -respondió el centurión al mando de aquel puesto de guardia.

- Bien -respondió el rey-. El procónsul me envía para atacar Saleca. El centurión no dijo nada y se limitó a mirar los escasos hombres con los que llegaba el rey exiliado del nordeste de Numidia al servicio del procónsul. Masinisa se dio cuenta de que el centurión estaba a punto de reírse, pero no lo hizo, seguramente por respeto, no a su persona, sino al procónsul que había ordenado aquella maniobra, y un oficial romano no podía hacer mofa de lo que el procónsul había ordenado, aunque pareciera absurdo. El sol ya había desaparecido y las sombras de la noche se cernían sobre Saleca. Masinisa decidió olvidarse de esos legionarios. Era evidente que el procónsul sólo hacía partícipes de la complejidad de sus planes a unos pocos elegidos y él estaba entre ellos, pero no aquellos exploradores. Si el general romano llegaba alguna vez a vencer en África, estaba claro que él volvería a ser rey. Claro que lo visto en Utica no presagiaba nada en ese sentido, pero no tenía más caminos ni más aliados. Sífax había puesto precio a su cabeza, apenas tenía hombres leales, su pueblo estaba sometido y los cartagineses dependían del propio Sífax para luchar contra Roma. Sólo Roma era su aliado y Roma había enviado a aquel general, aquel procónsul. Masinisa vio que los legionarios habían encendido una hoguera.

- ¿No han enviado a nadie a investigar esa hoguera? -preguntó el rey númida a los romanos. El centurión negó con la cabeza.

- Deben de sentirse muy seguros esos cartagineses. Bien. Pues la usaremos nosotros ahora. -Y a una señal suya, sus doscientos jinetes encendieron antorchas acercándose a la gran hoguera de los exploradores.

El regimiento númida de Masinisa, con él al frente, se lanzó al galope hacia la ciudad de Saleca ante la perpleja mirada del centurión y su pequeño grupo de legionarios.

- Los van a masacrar -sentenció, aunque para entonces Masinisa ya estaba lejos-, pero hay que reconocerles coraje.

Los númidas avivaban si cabe aún más su galope sosteniendo en alto sus antorchas. A medida que se acercaban a la ciudad se desplegaron y se separaron, de modo que desde las fortificaciones de Saleca, los sorprendidos cartagineses que vigilaban el horizonte en torno a la ciudad, sólo acertaban a ver antorchas que avanzaban hacia ellos en una larga formación que abarcaba casi media milla. Imposible cuantificar en la noche recién caída sobre el desierto de África la cantidad de enemigos que les atacaban. Los cartagineses se pusieron en pie de guerra y acudieron en tropel a lo alto de las no muy elevadas y poco protegidas murallas de Saleca. Aquella ciudad no era Útica, sino un pequeño enclave donde los mercaderes se detenían a intercambiar productos en sus grandes rutas por el norte de África. Saleca no estaba pensada para resistir un gran ataque y de ahí el temor de Hanón, el general púnico al mando, que, advertido por los gritos de sus hombres, ascendió con rapidez a una de las pequeñas torres de madera que se habían levantado hacía tiempo junto a las mismas puertas de la ciudad. Hanón no podía creer lo que veía. Ellos habían salido de Cartago para atacar a los romanos y ahora eran ellos los atacados. No lo esperaba. Estaba aguardando la llegada de la infantería que Asdrúbal Giscón debía traer en poco tiempo y también la incorporación del ejército del rey Sífax. Todos unidos arrasarían a las dos legiones romanas, pero ¿quiénes eran aquellos jinetes que se lanzaban sobre ellos en la noche con aquellos terribles alaridos?

- Son númidas, general -dijo uno de los centinelas de la puerta, que reconoció algunos de los gritos.

- Númidas… -repitió Hanón intentando serenarse y encontrar sentido a todo aquello-. Maessyli, seguro, rebeldes, seguro.

Los jinetes de Masinisa llegaban hasta las fortificaciones y arrojaban sus antorchas hacia las mismas, prendiendo las empalizadas en las que culminaban las murallas de adobe, y, sobre todo, iniciando un importante incendio en las mismas puertas de la ciudad. Los cartagineses, bajo las órdenes de Hanón, se ocuparon más en extinguir los fuegos que surgían en las defensas de Saleca que en contrarrestar las jabalinas y flechas que los númidas atacantes les lanzaban tras las antorchas, pero una vez que los incendios empezaron a remitir por los esforzados trabajos de los púnicos, Masinisa ordenó que sus hombres se replegaran. En menos de media hora de loco ímpetu y batalla, el rey rebelde del nordeste de Numidia regresaba junto al centurión que había sentenciado su muerte.

- Esta noche los cartagineses dormirán poco -dijo Masinisa al centurión-. Nosotros, por el contrario, descansaremos. Mañana será un día de guerra.

El centurión, con sudor en las manos y la frente, replicó con cierto enfado al rey númida.

- ¿Y si salen a contraatacar ahora? Acabarán con todos nosotros, maldito númida. Masinisa desmontó de su caballo, se acercó al centurión, le cogió de la coraza, lo levantó un metro en el aire y lo arrojó contra el suelo a varios pasos de distancia. El centurión rodó como un tronco rueda por la ladera de una montaña. Se levantó y desenfundó su espada al tiempo que lo hacían sus hombres, pero Masinisa, arropado por decenas de sus jinetes, ni se inmutó y se limitó a responder al oficial romano.

- No saldrán, imbécil. No saben cuántos somos. Sólo saben que tienen miedo y dormirán mal. Mañana al amanecer continuaremos. Ahora vamos a descansar y tú y tus hombres haréis lo mismo. El procónsul me ha ordenado que ataque Saleca hasta que los cuatro mil jinetes de Hanón salgan y eso pienso hacer.

La mención una vez más de las órdenes del procónsul surtieron el efecto que Masinisa buscaba. El centurión escupió en el suelo pero se tragó su orgullo y envainó la espada y junto a sus legionarios se separó de los númidas para regresar a sus tres tiendas donde recluirse y pasar la noche. Dejarían a un par de hombres de guardia y que los dioses velaran por ellos. Al amanecer buscarían refugio en las ruinas de una torre que había a menos de una hora de marcha en dirección a Útica y que los númidas se las compusieran como pudieran con toda la guarnición cartaginesa y mercenaria de Saleca. El cónsul sólo les había ordenado a ellos vigilar y no pensaban hacer otra cosa. Cayo Lelio desmontó de su caballo. Pronto amanecería. El resto de los hombres de las diferentes turmae de la V legión le imitó. Habían descansado unas horas y ahora les tocaba esperar el nuevo día. Cayo Lelio dejó las riendas de su caballo a un soldado y caminó unos pasos para estirar las piernas. Le dolía el hombro y un poco el muslo, pero había tenido mucha suerte. Ninguna de las vigas de la torre de asedio cayó sobre él cuando la gigantesca estructura se desplomó en medio del mar. Luego sólo tuvo que matar con su daga a un par de cartagineses que había caído junto a él. Después nadar y subir a la trirreme que comandaba Digicio. Digicio siempre fue un buen soldado. Valiente en el combate. Excelente marinero. Todos tuvieron suerte, excepto los que cayeron abatidos. Un par de centenares caídos en el infructuoso intento de tomar Utica con las torres de asedio. Las cosas no marchaban bien. Pero no había descanso. De la torre de asedio a conducir la caballería de la V hasta aquellas colinas donde una fortificación en ruinas se levantaba olvidada por el tiempo. ¿Quién levantaría esas murallas agrietadas y pulidas por el viento hasta dejarlas en pequeños testimonios de un poder perdido? Se adivinaba también una torre justo en el otro extremo de aquel pequeño valle, justo allí donde Publio debía estar esperando con las turmae de la VI y el resto de la caballería reclutada en Siracusa. Aquella campaña no dejaba ni un día para el descanso. Lo bueno es que la caballería no había intervenido en el asedio de Útica y estaban frescos todos y deseosos de entrar en combate. Él también estaba contento allí. Salir del asedio y pasar directamente a comandar la caballería de la V le evitaba tener que regresar cada noche a su tienda y ver a Netikerty. Podría ordenar que estuviese en otra tienda, pero Publio estaba empeñado en que la protegiera personalmente y en que aparentemente entre ellos dos, amo y esclava, todo estuviera como si la traición de la egipcia nunca se hubiera descubierto.

- Has de cuidar de esa esclava como de mí mismo, ¿me entiendes, Lelio?

Eso había dicho Publio. Así que la mantenía en su tienda vigilada por dos esclavos de su confianza. Eso, claro, hacía inevitable tener que verla si regresaba a su tienda. No. Allí, en medio de aquel valle, entre ruinas olvidadas, estaba mejor. Esperando el amanecer, a punto de entrar en combate de nuevo. Seguramente ésta sería su última campaña. Lelio olía la muerte. La presentía cercana. Estaban en territorio enemigo, no como en Hispania, que, a fin de cuentas, era territorio enemigo tanto para romanos como para cartagineses, pero no allí. Allí ellos, los romanos, eran los que todos querían ver muertos: cartagineses, númidas y todos los pueblos del norte de África. Nadie quería que el poder de Roma llegara hasta sus costas y todos se aliaban contra ellos y ellos eran pocos. Pocos. Cayo Lelio, tribuno y jefe de la caballería romana de las «legiones malditas», se enfundó el casco. El alba estaba despuntando. Pronto sería hora de combatir. Publio se abrigó con el paludamentum. Eran extrañamente frías ias noches pese a estar en medio del verano y un viento proveniente del interior agudizaba la sensación de frío. Apenas había una tímida luna creciente, pero era suficiente para proyectar una alargada sombra bajo la que había encontrado refugio del viento. Era la silueta de la torre fortificada que Agatocles, tirano de Siracusa, ordenara levantar en ese lugar para tener un posición protegida en sus incursiones por África. Agatocles. Publio miró hacia arriba. No era mucho lo que quedaba de aquella torre pero era testimonio de que lo que él mismo estaba ahora intentado era una buena idea. Agatocles, un pobre miserable de Siracusa que con habilidad y astucia ascendió en la escala social, primero casándose con una rica viuda, para terminar controlando gran parte del comercio de la metrópoli griega y desde ese poder lanzar diatribas contra la nobleza dominante, contra la que desencadenó un golpe de Estado apoyado por el pueblo hasta convertirse en el amo y señor de Siracusa. Publio pasó la palma de su mano desnuda por las piedras de la base de aquella torre. Agatocles, que consiguió casarse con una hijastra de Ptolomeo I Sóter, general que fuera de Alejandro Magno reconvertido en rey de Egipto; Agatocles, que en medio de su reinado consiguió casar a su propia hija con el audaz Pirro, rey del Épiro. Tal fue el poder de Agatocles, soberano de Siracusa, que bajo su reinado el imperio de Cartago tembló. Agatocles dominaba Siracusa y desde allí toda Sicilia, y desde Sicilia todos los mares del Mediterráneo occidental gracias a una compleja trama de alianzas con las ciudades costeras griegas. El enfrentamiento con Cartago era inevitable y el choque fue descomunal. Al final, los cartagineses, tras varios años de guerra despiada, acorralaron a Agatocles en Siracusa y la suerte parecía estar echada. Fue entonces cuando la auténtica genialidad de aquel tirano de Siracusa quedó patente: asediado por los cartagineses en Sicilia, en lugar de defender su propio territorio, embarcó un pequeño pero bien adiestrado ejército en una flota, cruzó el mar y desembarcó las tropas en África, cerca de Cartago. Los cartagineses, que gracias a su poder y dominio centenario en la región carecían de enemigos próximos a sus tierras, se vieron sorprendidos. Agatocles inició una rápida serie de incursiones salvajes y terroríficas por toda África que obligaron a los cartagineses a replegarse de Sicilia y traer sus ejércitos y flotas de regreso a África para, finalmente, verse obligados a pactar una paz con el propio Agatocles, que se aseguró así

el dominio de toda Sicilia durante casi veinte años más ininterrumpidos. Publio admiraba aquellas piedras. Eran obra de un genio. La idea, pues, de su propio padre y de su tío, Publio y Cneo Escipión, de llevar la guerra a África no era tan nueva. Era sólo que Roma ya lo intentó una vez en el pasado con Régulo y salió mal, pues los cartagineses, que habían aprendido de su error pasado, habían conformado nuevas alianzas para asegurarse una defensa de su propio territorio en caso de invasión. En aquella nueva ocasión, Cartago recurrió al espartano Jantipo quien, con su destreza militar, masacró las legiones de Régulo. Roma nunca más volvió a intentar nada en África, pues para cuando debía desembarcar Sempronio con varias legiones, Aníbal emergió en el norte de Italia y sus tropas fueron reclamadas por el Senado romano para apoyar a las legiones del norte. Nunca más se volvió a intentar la invasión de África. Hasta ahora. Hasta ese momento. Pero si a Agatocles le salió bien el plan, ¿por qué no a ellos? Quizá porque ahora los cartagineses tenían a Sífax, como antes tuvieron a Jantipo… quizá porque, si todo les fallaba, recurrirían a Aníbal.

Publio había dormido mal. El desastre de Útica pesaba sobre su ánimo, en particular los más de doscientos hombres perdidos. No tenía tantos legionarios como para permitirse errores como aquél. Además, entre las tropas estaba esparciéndose el mal de la desesperanza. Muchos oficiales, a sus espaldas, hablaban de que si las legiones V y VI no habían conseguido que cayera la segunda ciudadela de Locri, mucho menos fortificada,

¿cómo iban ahora a conseguir que Útica sucumbiera a sus armas? La primera ciudadela de Locri fue tomada gracias a la traición de parte de sus ciudadanos, pero con Útica esto era del todo imposible. Útica era un firme y leal aliado de Cartago desde hacía decenios y la propia Cartago no tardaría en enviar refuerzos. Publio sabía que eso era lo que se comentaba a su alrededor, de momento sólo en voz baja, en cuchicheos que callaban cuando el procónsul aparecía, pues en cuanto salía del praetorium y caminaba entre sus legionarios las conversaciones se interrumpían y, aunque eso pasaba con frecuencia, ahora, en lugar de mirarle con admiración, como ocurría en Hispania, se le saludaba por la inercia que el respeto a la figura del procónsul despertaba entre ellos. Al menos, eso habían conseguido: que los legionarios respetaran a un procónsul. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántos muertos más tolerarían las «legiones malditas» a los pies de las impenetrables murallas de Útica?

Publio Cornelio Escipión salió de entre las sombras. Su rostro serio, adusto, de facciones marcadas, con una piel ya algo ajada para sus treinta y un años, era visible no ya por la luna, sino por los primeros reflejos del alba que emergía en el horizonte del desi-erto. Se había escuchado ruido de cascos de caballos al galope. El procónsul miró hacia su espalda, por encima del hombro. Mil quinientos jinetes montaron en sus caballos con tan sólo esa mirada. Las bestias piafaban y algunas, nerviosas, empezaron a relinchar. El procónsul miró entonces hacia el frente: se distinguían las sombras de Lelio y las tur- mae de la V. Necesitaba una victoria y esa victoria la necesitaba ya.

- Mi caballo -dijo sin elevar el tono de voz, y un lictor le acercó las nendas de un precioso corcel negro-. Que se preparen los hombres. Atacaremos a mi señal y que los dioses nos protejan. Los doce lictores montaron en sus propios caballos. Iban a entrar en combate. No era frecuente que un cónsul tomara posiciones en la primera línea, pero tampoco era frecuente invadir África. Hanón vigilaba sin descanso patrullando con sus oficiales desde la madrugada por las fortificaciones de Saleca. Quería ver si el que había atacado a la caballería púnica y númida de Cartago seguía allí, frente a la ciudad. La luz del sol, aún oculto tras las dunas del desierto, certificó sus presagios. Ante ellos se veía a un par de cientos de jinetes númidas rebeldes y un líder a su mando.

- ¿Es Masinisa? -preguntó Hanón a uno de los oficiales númidas al servicio de Cartago. El oficial llevaba unas brillantes pieles de león a modo de capa, dos largas jabalinas cruzadas a su espalda y un escudo ligero de cuero grueso y seco atado a su antebrazo izquierdo. El númida examinó la figura del joven rey de los maessyli mientras éste levantaba su espada en señal de desafío. El oficial escuchó cómo Masinisa gritaba unas palabras al aire henchidas de odio y fuerza.

- Es Masinisa, sí-concluyó.

- ¿Qué ha dicho? -inquirió Hanón.

El oficial númida respondió al general cartaginés sin dejar de mirar a Masinisa.

- Ha dicho que hoy morirán todos los númidas que no saben reconocer a su auténtico rey y todos los cartagineses que les ayudan.

Hanón lanzó una sonora carcajada a la que se unió el resto de los oficiales cartagineses. El oficial númida, no obstante, permaneció en silencio.

- ¿Y eso nos lo dice con sólo doscientos jinetes a su mando? -Hanón preguntaba aún entre risas-. ¿Cuál es tu nombre, númida? El oficial le miró entonces. -Búcar, mi general, mi nombre es Búcar.

- ¡Pues por Baal, Búcar, hoy vamos a cenar cabeza de rey rebelde servida en salsa! -Y

todos los oficiales cartagineses volvieron a reír-. ¡Sacamos toda la caballería! ¡Mis cuatro mil jinetes salen de caza! ¡Que las mujeres de Saleca estén dispuestas para nosotros al atardecer!

Búcar esbozó una pequeña sonrisa con cierto esfuerzo. Pensó en decir que las órdenes de Cartago y Numidia eran que la caballería debía esperar a la llegada del grueso de los ejércitos al mando de Giscón y Sífax; pensó en decir que Masinisa era experto en sobrevivir a cacerías como aquélla; pensó en decir que él mismo, Búcar, siguiendo las instrucciones del rey Sífax, ya había salido a la caza de Masinisa en más de una ocasión y que incluso llegaron a dar por muerto al maldito rebelde de los maessyli, pero que una vez más estaba allí. Pero Búcar no dijo nada, porque no había nadie con quien hablar ya. En unos segundos, Hanón había descendido de las fortificaciones y, montado sobre su caballo blanco, cruzaba ya las puertas con sus oficiales púnicos. Búcar no tenía prisa. Que los cartagineses vayan en vanguardia. Él, con sus jinetes númidas, cabalgaría tras ellos. Búcar hacía tiempo que había dejado de ambicionar la gloria. Últimamente se concentraba en su supervivencia.

Masinisa vio salir a la caballería púnica de la fortaleza de Saleca.

- Vienen al galope, mi rey -dijo uno de sus leales jinetes con una mezcla de nervios y ansia.

- ¡Pues al galope los recibiremos! -respondió Masinisa, y golpeando con todas las fuerzas de sus talones en los costados de su caballo inició una carga contra la caballería cartaginesa que, al estar aún saliendo de la ciudad por la estrecha puerta, no había tenido tiempo material para posicionarse en una larga línea de combate-. ¡Por Numidia! ¡Por los maessyli!

Sus guerreros, enfervorizados por los gritos de guerra de su joven rey, le imitaron y todos a una, como una avalancha de nieve en una montaña rocosa, cayeron sobre los caballeros púnicos mientras seguían saliendo por las puertas de la ciudad. Los cartagineses en el exterior de las murallas ya eran más de quinientos, frente a los tan sólo doscientos jinetes de Masinisa, pero se vieron sorprendidos por la rapidez del ataque de los maessyli y también por su violento empuje que hizo que muchos guerreros púnicos hicieran retroceder a sus caballos hasta refugiarse bajo las fortificaciones de la ciudad. Masinisa se dirigió a por el general de sus enemigos, pero Hanón reculó con su caballo y una decena de jóvenes jinetes púnicos salió a cortar el paso del joven rey de los maessyli. Masinisa se sintió contrariado y con golpes certeros abatió a uno, dos, tres jinetes, antes de que nadie tuviera oportunidad para responder con un golpe. Al fin, uno de los cartagineses blandió su espada con cierta agilidad y la hizo chocar contra el escudo del rey númida. Fue lo último que hizo, pues uno de los maessyli que acudían en ayuda de su señor clavó al osado cartaginés una jabalina que le atravesó de parte a parte, entre el corazón y los pulmones. El cartaginés se atragantó entre los borbotones de su propia sangre y con los ojos bien abiertos, mirando a un cielo que para él quedaba ya vacío, cayó de su caballo para ser pisoteado por los animales de los unos y los otros, enfrascados en una batalla sin cuartel a las puertas mismas de Saleca. Pronto el empuje de los maessyli dejó de ser suficiente para abatir a sus enemigos, pues éstos, a los gritos de su general, continuaban saliendo a decenas por las puertas de la ciudad. En poco tiempo, ya había más de setecientos jinetes púnicos y varios grupos se alejaban del centro de la lucha para, rodeando a guerreros y bestias entretenidos en su mortal disputa, intentar alcanzar a los maessyli por la retaguardia y así transformar lo que se había iniciado a modo de victoria para aquéllos en su exterminio colectivo y sistemático a manos de las espadas púnicas que clamaban venganza por sus compañeros caídos en los primeros compases de aquella batalla. Masinisa repartía mandobles a ambos lados de su montura, pero ni los golpes que lanzaba contra sus enemigos ni los que frenaba o evitaba con rápidos movimientos sobre su caballo, le impedían mirar de reojo a todos lados para no perder ni la orientación ni el sentido de lo que estaba ocurriendo en el conjunto del enfrentamiento. Pronto comprendió la maniobra que Hanón estaba realizando, así que, igual de súbito que inició el ataque, aulló con todas sus fuerzas palabras en su lengua que todos sus guerreros comprendieron al instante. En un segundo, los maessyli supervivientes, unos ciento ochenta, daban media vuelta a sus caballos, lanzaban una andanada de jabalinas mientras las bestias giraban, y al momento las azuzaban para empezar a galopar en dirección opuesta a la ciudad. Los cartagineses vieron cómo se replegaban los maessyli a gran velocidad, alejándose a toda prisa. Tras ellos dejaban una cincuentena de jóvenes jinetes púnicos, demasiado bisónos y mal entrenados, muertos, atravesados por espadas y jabalinas de los rebeldes maessyli. Hanón miró a su alrededor con rabia y odio. Entre los muertos aquella mañana había varios caballeros hijos de importantes nobles de Cartago que se habían apuntado para lo que todos pensaron que iba a ser una campaña fácil de aniquilamiento de las legiones romanas, como antaño hiciera Jantipo con Régulo y los suyos, toda vez que, juntados los ejércitos de Giscón y Sífax triplicarían en número a los malditos romanos. Hanón consideró por un instante que había infravalorado la capacidad destructiva de aquellos pocos rebeldes maessyli, pero tenía claro que lo único que podía borrar aquel episodio y suprimir las duras críticas de los gobernantes de Cartago a lo que allí acababa de ocurrir era el extermino completo de aquellos maessyli. Hanón miró a su espalda y comprobó que sus dos mil jinetes estaban ya en el exterior de la ciudad y dispuestos para emprender la persecución, mientras que las tropas de masaessyli de Búcar estaban empezando a incorporarse al resto de la formación.

- ¡Al ataque, por Baal y Tanit! -exclamó el general cartaginés-. ¡Que no quede ni uno vivo! ¡Muerte a todos los maessyli rebeldes! ¡Muerte a los amigos de Roma!

El centurión romano del puesto de guardia había visto el ataque inicial de Masinisa y la retirada que emprendía a toda velocidad en dirección hacia donde ellos mismos se encontraban.

- ¡Malditos sean todos los dioses! -gritó y ordenó a todos sus hombres que se desperdigaran y se perdieran por entre las grandes dunas que se levantaban a unos centenares de pasos-. ¡Escondeos y que los dioses os protejan!

Los veinte legionarios del puesto de guardia se escondieron justo a tiempo de hacer desaparecer sus siluetas entre las dunas escuchando cómo las bestias de los maessyli pasaban cerca de ellos a galope tendido en una huida que pronto debería acabar en masacre y muerte. Publio Cornelio Escipión alzó su brazo derecho. Los decuriones de todas las turmae estaban atentos a su brazo en alto. Los bucinatores y tubicines, legionarios encargados de hacer sonar las tubas con las que transmitir la orden de ataque a las turmae de la otra vertiente de aquel valle, donde se encontraba el tribuno Cayo Lelio, inspiraron para tener sus pulmones henchidos y dispuestos para hacer funcionar sus instrumentos. El ruido de los cascos de caballos sobre la tierra prieta del centro del valle que se había oído lejano se había transformado ya en un atronador eco de decenas, centenares de jinetes al galope. Tras unos instantes de expectación para todos, el rey de los maessyli surgió en medio del valle cabalgando a toda prisa, mirando atrás de cuando en cuando, asiendo con sendas manos y gran firmeza las riendas de su montura. Pegados a él venían sus jinetes númidas, luego una enorme polvareda y, de súbito, emergiendo a través del polvo, decenas, centenares de jinetes cartagineses en persecución ciega a por Masinisa y sus guerreros. Pasaron cien, doscientos, trescientos caballeros púnicos. Se hizo entonces visible la figura del que debía de ser su general, por su casco rematado en vistoso penacho y su larga capa militar diferente y de más longitud que la del resto, además de que a su alrededor se levantaba una decena de insignias de las diferentes unidades púnicas que componían aquel interminable destacamento de caballería cartaginesa. Tras aquel general enemigo, emergían más y más jinetes, cuatrocientos, quinientos, seiscientos… Publio mantenía el brazo en alto, tenso, con una gota de sudor que empezó a resbalarle por entre los dedos de su mano extendida. Unos setecientos, ochocientos, novecientos…

Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperio sobre las legiones de Africa, bajó con un movimiento rápido y seco su brazo. Las tubas de sus legionarios resonaron en medio de aquel valle, apretó entonces con sus talones la panza de su caballo negro, éste relinchó, alzó las dos patas delanteras levantando al procónsul en el aire, pero Publio, jinete bien adiestrado por su propio tío Cneo Cornelio Escipión cuando él apenas era un niño en las laderas del campo de Marte de Roma, tiró de las riendas de su caballo hacia abajo con fuerza, el animal agachó la cabeza y volvió a poner sus patas sobre el suelo, transformando sus nervios en movimiento, creando una hermosa y acelerada carrera en busca de los enemigos de su amo. Tras el procónsul, los doce lictores, preocupados de que su general fuera el primero en salir, pues sabían de la velocidad de su caballo negro y temían no poder estar con el general cuando éste llegara a encontrarse con los primeros enemigos. Y tras los lictores, mil quinientos caballeros de las «legiones malditas», galopando y gritando consignas de destrucción. Publio se acercaba hacia el grueso del cuerpo de caballería cartaginesa, cuyos jinetes apenas empezaban a darse cuenta de que estaban siendo atacados por los dos flancos. El cónsul tomó con su mano derecha un pilum que llevaba atado al caballo y, sin dejar de galopar lo arrojó contra la nutrida hueste de enemigos en movimiento. La jabalina surcó

el aire con precisión mortífera y encontró su destino en la garganta de uno de los caballeros púnicos que no pudo ni gritar mientras escupía sangre por la boca, perdía el equilibrio y caía sobre la tierra de África. Fue arrollado como lo fueron varias decenas de guerreros cartagineses que caían abatidos por la lluvia de pila, que los jinetes de la V y la VI, a imitación del cónsul, arrojaban sobre las filas enemigas. Los cartagineses empezaron a ralentizar el ritmo de su marcha. Publio había llegado a unos pasos de los primeros caballeros cartagineses que ahora se revolvían hacia él, hacia ambos flancos, para defenderse. Un par de lanzas pasó rozando al cónsul, pero éste las esquivó haciendo virar a su caballo con destreza y al fin se plantó cara a cara frente a sus enemigos. Con la espada desenvainada trazó un giro de trescientos sesenta grados en el aire haciéndola girar en su mano para terminar frenando el arma con firmeza y esgrimiéndola con habilidad rumbo al rostro de uno de los jinetes púnicos que más se había aproximado. El casco protegió al cartaginés, que a su vez respondió con un golpe seco de su espada que el cónsul detuvo con su escudo. Publio iba a contraatacar, pero para entonces estaba rodeado por varios enemigos que buscaban el momento de rajarle con sus armas. El procónsul de Roma aguijoneó su caballo con los talones, la bestia se levantó en el aire a dos patas, relinchando y sacudiendo las patas delanteras, de modo que el resto de los animales retrocedió y con ellos sus jinetes. El corcel negro del cónsul puso sus patas en tierra de nuevo y su amo lanzó una daga que reventó el rostro del cartaginés que antes había salvado la vida gracias al casco. Sin lanza y sin daga, Publio se concentró de nuevo en blandir su espada. Dirigió su caballo hacia otro de los jinetes, que respondió alzando su espada. Las dos armas chocaron, pero Publio fue más rápido en asestar el segundo golpe y su arma pinchó el estómago del guerrero cartaginés por debajo de su coraza de piel y metal. Debía de ser alguien de importancia en Cartago para permitirse tales protecciones militares, pero no había tiempo para pensar en otra cosa que no fuera girar su caballo y recibir al nuevo atacante que se cernía sobre él, pero no hubo necesidad ya de que el cónsul se defendiera. Los lictores le rodearon y a mandobles hicieron un hueco en aquel lugar de la batalla abatiendo enemigos que aún ni siquiera se habían respuesto de la sorpresa. Había muerto casi un par de centenares de cartagineses en el ataque sorpresa por los flancos y la lluvia de pila y ahora, en el combate cuerpo a cuepro, los veteranos de la V y la VI se mostraban más capaces y destructivos que unos bisónos jóvenes jinetes cartagineses que habían sido reclutados a toda prisa o que se habían alistado voluntarios orgullosos con ansia de defender su tierra del invasor romano, pero que no habían calculado la incapacidad de su líder. Publio observó a su alrededor. Cartagineses y romanos se habían detenido y se luchaba cara a cara con saña y furia. Sus hombres llevaban la iniciativa. Al otro lado de la gruesa columna de jinetes cartagineses se veía a las turmae de la V que bajo la experimentada dirección de Lelio estaban sembrando de cadáveres africanos toda su línea de ataque. Miró entonces hacia el final de la columna cartaginesa y vio que se interrumpía, más o menos donde terminaba la formación de sus hombres, y a unos centenares de pasos se dibujaba una segunda columna de caballería enemiga detenida. Eran parte de las fuerzas de Hanón que se habían frenado antes de entrar en el valle, pero vestían con más pieles y menos corazas… eran númidas, ¿refuerzos enviados por Sífax? Pero no interve-nían. Publio salió de la zona de combate y se encaminó hacia la torre de Agatocles, siempre custodiado por sus lictores y por dos turmae de la VI que tenían orden de seguir al cónsul en todos sus movimientos por el campo de batalla. Publio detuvo su caballo, se puso la mano sobre los ojos para protegerse del resplandor del sol y escudriñó el horizonte. Estaba valorando dar la orden de replegarse para evitar que el nuevo contingente númida embistiera a sus jinetes mientras éstos estaban concentrados en masacrar las filas cartaginesas, pero no fue necesario. Los númidas daban la vuelta y emprendían la huida. Abandonaban a los cartagineses a su suerte. El cónsul se dirigió a los dos decuriones de las turmae que le seguían.

- ¡Que una turma vaya a la entrada del valle y que confirme la retirada de los númidas! ¡Y si cambian de idea y regresan hacia el valle informadme enseguida!

Uno de los dos decuriones partió hacia la boca del valle seguido de treinta jinetes. El otro decurión se dirigió al cónsul.

- Y con los cartagineses, mi general, ¿qué hacemos?

Publio Cornelio Escipión miró hacia el centro del valle donde tenía lugar aquella cruenta batalla.

- Matadlos a todos -replicó el cónsul sin alzar la voz-. Que no quede ni uno. Luego nos ocuparemos de los númidas.

Masinisa frenó el alocado galopar de su caballo en cuanto los romanos se lanzaron sobre los cartagineses. Sus hombres pensaron que permanecerían allí durante el combate, pues habían cumplido a la perfección la misión que se les había encomendado: atraer hasta aquel valle a la caballería cartaginesa, pero el joven rey de los maessyli estaba ávido por dejar patente su valía ante los ojos del cónsul, de modo que sin mirar a sus hombres golpeó el costado de su animal con violencia y éste respondió con una carrera rápida en dirección al centro de la batalla. Sus leales no lo dudaron y, pese al cansancio, siguieron a su jefe hacia el fragor de sangre y horror donde combatían los cartagineses. Masinisa se adentró en las mismas entrañas de la formación púnica. No le interesaba abatir enemigos, apenas si blandía su espada, sino que buscaba, en el corazón de la formación cartaginesa, el penacho del casco del general en jefe de aquella caballería. Los cartagineses, ocupados en defenderse del empuje romano de ambos flancos no esperaban que los jinetes maessyli perseguidos se revolvieran y retornaran hacia ellos para atacarles, de modo que ayudado por la sorpresa y la distracción de los cartagineses, en apenas un minuto y con la poca oposición de unos pocos jinetes púnicos, Masinisa se encontró en el círculo que rodeaba al general Hanón. El rey de los maessyli lo vio dando gritos, enronqueciendo al intentar poner orden en una lucha que tenía perdida. Masinisa atajó con su espada una jabalina que le apuntaba al pecho, la partió, se revolvió y con una descomunal potencia paseó su espada por el cuello de su atacante que, con la garganta abierta, se derrumbó como un saco a los pies de su caballo. La bestia, sin control, como otras muchas de las que habían quedado sin amo, emprendió una carrera nerviosa buscando una salida en medio de todo aquel círculo de aullidos, dolor y miedo. Masinisa quedó frente a un incrédulo Hanón, que no podía entender lo que había ocurrido. El joven rey de los maessyli no tenía pensado dar explicaciones. Se sabía protegido por sus hombres, que habían matado a los enemigos de alrededor. Masinisa se tomó su tiempo. Éstos eran momentos que convenía disfrutar. Era rey y lo habían destronado, perseguido y casi asesinado los hombres de Sífax con la connivencia de los cartagineses en varias ocasiones. Era momento de empezar a cobrar deudas. Envainó la espada. Tomó entonces con la mano izquierda una jabalina de su espalda. La pasó de mano y la sopesó con la derecha asiéndola por el centro. Hanón miraba a ambos lados. Su escolta estaba muerta o luchando contra los romanos que venían por ambos flancos. El númida le miraba fijamente con aquella jabalina en su mano, pero Hanón tenía su escudo. Con él se protegería y luego retrocedería hacia las filas de sus jinetes; retirarse antes de que el númida lanzara la jabalina era arriesgarse a que se la clavara por la espalda. Masinisa estiró su brazo derecho hacia atrás para tomar impulso, luego hacia delante con toda la energía que da la rabia y el odio. Aquella fuerza hizo que la lanza volara feroz en busca del pecho de Hanón, éste interpuso su escudo, pero la energía del rey númida depuesto y humillado era demasiada y su odio, irrefrenable. La jabalina atravesó el escudo como si de un trapo se tratara y siguió su curso hasta hundirse en el esternón del general cartaginés. El hueso crujió al resquebrajarse y las costillas cedieron, se doblaron y se clavaron en los pulmones como dagas afiladas. Hanón se vio morir, con la lanza clavada en su pecho, sin poder respirar, oliendo su propia sangre hasta caer de lado sobre el suelo de su patria, con los ojos abiertos, pasmado. El campo olía a muerte. Publio Cornelio Escipión, en pie, en medio de aquel mar de cadáveres, miró al cielo. Los buitres descendían en círculos. En torno al procónsul, los lictores y, a su alrededor, decenas de jinetes romanos que, dejando sus caballos en manos de otros caballeros, se afanaban en retirar los muertos, casi todos cartagineses, apilando los cuerpos inertes en grandes montones hacia donde las bestias de rapiña del cielo concentraban sus ojos hambrientos y anhelantes. Llegaron entonces varios manípulos de infantería que habían permanecido en la retaguardia. Los legionarios levantaron un improvisado praetorium en mitad del valle donde la torre de Agatocles, semiderruida, había asistido como testigo a la gran victoria de los romanos. Publio observó las ruinas de aquella fortificación y se alegró de que los cartagineses no hubieran encontrado, al menos de momento, un general con la capacidad del antiguo tirano de Siracusa o del legendario Jantipo. Cuatro númidas maessyli se acercaron hacia el praetorium portando el cadáver de Hanón. Tras ellos, orgulloso, satisfecho, se erguía la joven y fuerte figura del depuesto rey de los númidas del nordeste. Legionarios y lictores hicieron un pasillo por donde los maessyli pasaron exhibiendo el cuerpo sin vida del general cartaginés. Para facilitar el transporte, los númidas habían partido la lanza, dejando tan sólo la parte de la jabalina que estaba atravesada en el pecho del púnico. Al llegar frente a Publio Cornelio Escipión los maessyli se detuvieron y a una señal de su rey dejaron caer el cadáver a los pies del cónsul de Roma.

- Aquí tiene el procónsul de Roma el cuerpo de su general enemigo -dijo Masinisa, pero conteniendo su vanidad, hablando como el soldado que ha cumplido fielmente una orden-. ¿Cuál es nuestra siguiente misión, mi general?

Publio le miró sin preocuparse por ocultar su admiración. Con que Masinisa y sus pocos jinetes hubieran conseguido atraer a la caballería cartaginesa al valle para caer en la emboscada habría sido más que suficiente. Traer al general cartaginés muerto era mucho más de lo que se podía esperar de un pequeño regimiento de jinetes númidas exiliados.

- ¿Esa lanza es tuya? -preguntó el cónsul señalando la punta de hierro que asomaba por la espalda del general abatido.

- Así es, mi general.

Publio asintió un par de veces antes de volver a hablar. Luego, al hacerlo, se dirigió

no sólo a Masinisa, sino a los lictores, a los legionarios y a Cayo Lelio que, cabalgando, acababa de llegar desde el otro extremo del valle flanqueado por varios jinetes de su tur- mae de confianza.

- ¡Que todos sepan que los dioses nos han bendecido con una gran victoria! -empezó

el cónsul-. ¡Y que se escriba en los anales de Roma que la lanza del joven rey Masinisa, rey de los maessyli, fue la que atravesó el corazón de nuestro general enemigo! -Entonces miró a Masinisa-. ¡Joven rey, tienes mi reconocimiento y mi respeto y tendrás torques y jaleras que recuerden a todos los que te vean que serviste bien a las legiones de Ro-ma, aunque por encima de eso tendrás una corona de rey que yo mismo pondré sobre tu cabeza cuando Cartago capitule por fin ante mi ejército!

Masinisa se inclinó levemente, lo justo para reconocer el aprecio del procónsul de Roma y no más de lo que resultaría indigno de alguien que aspira a rey de toda una nación. A continuación el procónsul se volvió hacia Lelio que, una vez que había desmontado de su caballo, se había acercado para admirar el cadáver del general cartaginés muerto por los maessyli.

- ¡Y que se escriba también que esta victoria fue fraguada gracias también a la disciplina de las turmae de la V legión al mando de Cayo Lelio, tribuno, almirante y jefe de mi caballería! ¡Que Júpiter y Marte y el resto de los dioses, Lelio, te preserven junto a mí por mucho tiempo!

Cayo Lelio apretó los labios y asintió una sola vez sin dejar de mirar el cadáver de Hanón. Eran palabras hermosas las que le dedicaba Publio, palabras que hacía tiempo que no escuchaba y que ya ni siquiera esperaba, palabras que le devolvieron de nuevo un poco de alegría por vivir, por estar allí y por conseguir una victoria. Palabras, en suma, que lo alejaron de su agobiante y perturbador sentimiento de culpa y decepción por el episodio de la traición de su esclava Netikerty. Volvía a ser útil para Publio. Alejado de esclavas y vino, volvía a tener valor para Publio. Si no hubiera estado rodeado de tantos legionarios habría llorado allí mismo. Publio se percató de la emoción que embargaba a Lelio y, hábil, entabló rápidamente conversación con sus oficiales con relación a las nuevas acciones que debían ejecutarse sin falta. Empezó dirigiéndose a Masinisa.

- Bien, joven rey de los maessyli, me has pedido una nueva misión y la tendrás ahora mismo. Estamos en guerra y en territorio enemigo y eso no deja mucho tiempo para la celebración o el descanso. Varios centenares de jinetes númidas, massaessyli sin duda, hombres de Sífax, y algunos caballeros cartagineses han escapado a la emboscada. Tu misión será dirigir la persecución de los restos de la caballería enemiga hasta matarlos a todos o hasta hacer que se desperdiguen por los confines de la frontera entre los dominios de Cartago y Numidia. Te llevarás a tus hombres y la caballería de mis voluntarios y parte de las turmae de la VI legión. Te pongo al mando porque has mostrado tu valía, porque conoces el terreno mejor que nadie y porque confío en tu lealtad. Al cabo de siete días deberás presentarte junto con la caballería que te adjudico de nuevo al pie de las murallas de Útica.

Masinisa no preguntó ni se quedó a escuchar qué otras órdenes recibía el resto de los oficiales. Saludó al cónsul y partió raudo con sus cuatro jinetes. El procónsul estaba contento y tenía una misión que cumplir. Había entrado de pleno en el servicio del ejército de Roma. Ya no cabía marcha atrás alguna. El camino hacia su victoria, hacia el inicio de su reinado en Numidia, pasaba por conseguir la victoria de los romanos. A cambio del riesgo que suponía ligar su futuro al de Escipión, el romano le prometía no ya recuperar su antiguo territorio, sino ser rey de toda Numidia. Su destino y el de aquel procónsul, para bien o para mal, estaban unidos para siempre por la sangre cartaginesa derramada en aquel valle y que fluía humillada por los barrancos en busca del mar. Publio y Cayo Lelio se quedaron mirando al joven rey de los maessyli mientras éste se alejaba veloz para reunir a sus hombres y a los jinetes de la VI legión. Lelio fue el primero en hablar.

- Por Hércules que ese númida ha luchado con valor. Al final resultará ser un valioso aliado. Lástima que disponga de tan pocos hombres.

- Lástima, sí-corroboró Publio-, pero su conocimiento del terreno es ya en sí mismo un arma y deberemos utilizarla siempre que nos sea útil, como ahora. Lelio asintió. Estaba cansado. Había matado a seis o siete cartagineses aquella mañana. Tenía sangre en la coraza, en los antebrazos y en la espada envainada que goteaba salpicando sus sandalias enrojecidas de pisar cadáveres. Publio presentaba una estampa similar, sólo que llevaba las manos limpias, pulcras, después de que unos esclavos le trajeran una bacinilla con agua con la que lavarse. El cónsul se limitó a hundir sus manos en el agua fresca. No quería perder más tiempo en su higiene personal. Había asuntos más importantes que debatir. Lelio miraba alrededor. Las pilas de cadáveres cartagineses eran cada vez mayores, así como las de espadas, lanzas y otras armas arrebatadas a los muertos que los legionarios acumulaban en un gran montículo en el centro del valle.

- Esto ha sido una gran victoria -dijo el tribuno.

- Sí, los dioses han estado con nosotros -respondió Publio-. Es una pena que se olviden de ayudarnos en las murallas de Utica. -Y suspiró antes de continuar-. No tiene sentido que seamos capaces de masacrar un ejército entero de caballería enemiga y que nuestra presencia en África se quede en una larga serie de ataques fracasados en el asedio de Útica. -Publio había empezado hablando a Lelio, pero luego su mirada se perdió entre la multitud de pilas de cadáveres enemigos que se levantaban por todo el valle. Lelio comprendió que más que hablarle a él, Publio estaba pensando en voz alta-. Hemos perdido dos centenares de legionarios en Útica -continuaba el procónsul-, dos centenares y no tengo con quién reemplazarlos; los cartagineses sustituirán a sus jinetes muertos esta mañana con otros que reclutarán en la propia Cartago o que harán traer de las naciones vecinas. Giscón se está encargando de reunir un imponente ejército con el que atacarnos y sé que Sífax acudirá en su ayuda. Juntos, Giscón y Sífax, serán casi invencibles. Invencibles. Nos triplicarán en número, lucharán en su territorio, por su territorio y, lo peor de todo: no nos temen. No nos tienen miedo.

- Esta derrota, la muerte de su general Hanón, les dará algo en qué pensar -replicó Lelio con tiento, pues sabía que interrumpía los pensamientos de su amigo, de su general, de su procónsul.

Publio volvió a mirarle a la cara.

- Eso es cierto. Ahora tienen algo en lo que pensar, pero no es suficiente. -Y calló en seco. Lelio sabía interpretar esos súbitos silencios. Publio había tomado una determinación-. ¿Sabes lo que haremos? -preguntó el procónsul. Lelio negó, despacio, con la cabeza.

Publio mantuvo la mirada fija en él un segundo antes de decir nada.

- Vamos a arrasar la región -dijo Publio con una frialdad que helaba la respiración de los propios lictores-. Todo, Lelio, lo vamos a arrasar todo. Todo lo que se levante entre Saleca y Útica. No ha de quedar nada. Saqueo y destrucción. No nos tienen miedo. Se atreven a perseguir a nuestros aliados con avanzadillas de caballería sin reunir sus fuerzas. Nos menosprecian. Eso va a cambiar, Lelio. Todo. Lo quiero todo arrasado. Cogerás a la V legión; no, mejor a la VI. Llevan el ansia de saquear, matar y destruir en la sangre. Estuvieron años haciéndolo en Sicilia. Ahora podrán hacerlo nuevamente, pero bajo tus órdenes, con disciplina, ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, cada granja, cada cobertizo, cada campo de labor. Todo. -Publio posó su mano derecha sobre el hombro de Lelio mientras le hablaba, como había hecho en la tienda del tribuno cuando le visitó

tras su caída de la torre de asedio en el mar-. Quiero que reúnas el mayor botín posible: necesitamos grano y ganado, aceite, todos los víveres que se puedan reunir, para nosotros y para enviar a Roma. Y coge todo el oro, plata y piedras preciosas que guarden en Saleca, sus puertas están incendiadas y no tienen defensores. Cógelo todo y al que se oponga que lo maten, no, mejor, que lo torturen y que luego lo maten. Crucifica a todos los que se levanten contra la VI legión. Nos llaman las «legiones malditas». Y se ríen de nosotros. Llevan razón en una cosa, Lelio: tengo el mando de unas legiones malditas, pero vamos a cambiar el motivo de ese sobrenombre. Los cartagineses han de saber que estas legiones no son malditas ya por su destierro del pasado, sino por su crueldad, por su efectividad en la lucha, por el dolor y la muerte y el sufrimiento que extienden a su paso. Quiero que hagas que los senadores de Cartago se reúnan en unos días y, al saber de tu ataque, tiemblen y nos tengan miedo. Si quieren venir contra nosotros que reúnan todas sus fuerzas. Veremos entonces quién es el más fuerte. ¿Podrás hacerlo, Lelio?

¿Crees que podrás hacerlo?

- Por Hércules, cuenta con ello, mi general -respondió Lelio encendido por las palabras de Publio y por la confianza que el general depositaba en él. El cónsul apretó sus dedos contra el hombro de su tribuno.

- Al final siempre he de contar contigo -dijo Publio, y sonrió. Lelio asintió intentando ocultar cierta emoción. -Ahora bebamos un trago antes de que te marches -añadió Publio. Los mismos esclavos que habían traído la bacinilla con agua limpia, sacaron rápidamente unas copas y un ánfora de vino de la improvisada tienda del praetorium, y allí, bajo las insiginias de las «legiones malditas», Cayo Lelio y Publio Cornelio Escipión bebieron en un silencio especial que sólo ellos podían interpretar, un silencio bajo el que ambos, sin decirlo, recordaron la primera vez que en el norte de Italia, junto a una hoguera, próximos al río Trebia, la noche antes de combatir contra los ejércitos de Aníbal, brindaron por su amistad eterna. De eso hacía ya catorce años. Y año a año habían compartido batallas y penurias, luchas en el Senado, intrigas en Roma, espías en los campamentos, la sorpresa de la traición, la injusticia de una rebelión y la impotencia ante la enfermedad.

Cuando al cabo de unos minutos, Lelio partió para cumplir con su misión, Publio se quedó con cierto sabor amargo: acababa de ordenar la muerte y destrucción de decenas de pequeños pueblos, de campesinos, de tierras de labranza, el pillaje del ganado y el saqueo de las riquezas de toda la región. Sacudió la cabeza y escupió en el suelo. Aníbal llevaba catorce años usando aquella estrategia en Italia. Ya era hora de que los cartagineses sintieran en su propia piel el áspero látigo de la guerra. Ahora él debía regresar a Útica.

Tenía una ciudad que conquistar. Necesitaba el control de esa población y sus murallas, pues esos mismos muros que ahora le impedían terminar con éxito su asedio debían ser los muros que les protegieran del ataque de Giscón y Sífax. Sin la caída de Útica, el paso de las «legiones malditas» por África sería un nuevo fracaso romano que añadir al desastre de Régulo y sus hombres. Publio recordó entonces las palabras del poeta Nevio, el mismo por el que Plauto había intercedido en Siracusa y que ahora debía de pudrirse en las cárceles de Roma por criticar a los Mételos en especial y a los patricios en general, el mismo al que había prometido ayudar si regresaba vivo de África. Eran las palabras en las que Nevio hacía referencia a la épica muerte de Régulo y sus legiones: seseque eiperire mauolunt ibidem quam cum stupro redire ad suospopulares… [Prefieren morir en su puesto antes que regresar cubiertos de deshonra ante sus conciudadanos].* Traducción de Manuel Segura Moreno en su edición sobre Épica y tragedia arcaicas latinas. Si no querían ser sólo el recuerdo de poetas caídos en desgracia, Útica debía ser conquistada.

74 El ejército de Cartago

Útica, norte de África, otoño del 204 a.C.

Cayo Valerio plantó su escudo en el suelo y miró atrás. Los manípulos de la V legión le seguían con disciplina. Miró a su derecha, asomando su cabeza protegida por el casco un centímetro por encima del escudo, y observó cómo los legionarios de la VI, al mando de Quinto Terebelio, habían ascendido también por el otro terraplén. Miró entonces al frente. A cien pasos estaban las murallas de Útica. Al haber levantado aquellas colinas de tierra, el final de su camino terminaba reduciendo la altura de los muros a tan sólo un par de metros. No se veía ningún movimiento especial de los defensores. Les recibirían con flechas y lanzas. Una gran lluvia de las mismas. Los escudos deberían resistir. Luego el asalto. Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, blandió su espada en alto. Sabía que todos le observaban. No iba a ser original. No era momento de palabras brillantes, sino de luchar.

- ¡Al ataque! ¡Al ataque! ¡Al ataque, por el procónsul, por Roma, por los dioses!

Los trescientos soldados que le seguían ascendieron el pequeño espacio que les quedaba antes de alcanzar las murallas a la carrera. Al llegar al muro se detuvieron y pusieron sus escudos en alto para protegerse. Los dardos y las jabalinas no tardaron en llegar. Chocaban contra sus escudos como rocas afiladas. Alguna lanza de especial envergadura conseguía traspasar un escudo más endeble de piel seca reforzada apenas con algo de metal y atravesaba el pecho o el brazo de un legionario. Gritos de dolor. Al minuto sólo silencio. La andanada de armas arrojadizas había terminado. Era el momento. Cayo Valerio volvió a hacer resonar su voz a los pies de las murallas de Útica.

- ¡Ahora! ¡A por los muros! ¡Ahora, por Júpiter!

Y decenas de legionarios se lanzaron a escalar las murallas, ayudándose los unos en los otros, pero los que ascendían eran embestidos por jabalinas que los defensores usaban a modo de picas con las que los ensartaban. Los romanos sustituían a los que caían con nuevos legionarios, pero nuevas andanadas de flechas y lanzas caían del cielo y, de pronto, desde un ángulo de la muralla, emergió un enorme caldero que los ciudadanos de Utica volcaron haciendo que su espeso líquido llameante resbalara por las hasta entonces frías piedras del muro que, tras el paso de aquella sustancia, quedaban ennegrecidas y humeantes. La pez ardiendo alcanzaba los pies semidescubiertos de las caligae de los legionarios y éstos, abrasados y torturados por el insoportable dolor de sus extremedidades en llamas, se arrojaban desde lo alto del terraplén, rodando, sin protegerse ya con sus escudos que habían soltado en su huida para perecer pasto de las flechas y las jabalinas que llovían incesantemente sobre ellos como una tormenta de locura sin fin. A CayoValerio le temblaba la barbilla. Tenía órdenes de intentarlo hasta lo razonable y de ordenar la retirada si la defensa era demasiado poderosa. Cuando recibió esa orden la consideró absurda, pues pensaba que sus hombres de la V estaban lo suficientemente motivados como para exhibirse ante el procónsul, pero ahora, al ver a decenas de sus legionarios como cuerpos inertes por todo aquel campo de batalla, sus cadáveres ensaetados hasta el delirio, inspiró aire, se tragó el orgullo y aulló desde lo más profundo de su alma las nuevas instrucciones a sus soldados heridos, rajados, acribillados.

- ¡Retirada, retirada, retirada! ¡Nos replegamos! ¡Descended! ¡Retroceded!

Y así, ensangrentado por una flecha que le había rozado la sien, con lágrimas en los ojos por la rabia y la vergüenza, Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, una legión maldita, retrocedió con sus legionarios sin haber conseguido tomar las murallas de Utica. Tras él, cadáveres. Lelio, tal y como le ordenara el propio procónsul, había conseguido tomar Saleca y multitud de poblaciones cartaginesas en toda la región y había regresado con un imponente botín en forma de oro, plata, grano, víveres de todo tipo, aceite, vino y ganado, pero pese a la caída de Saleca y esas poblaciones púnicas, la resistencia de Utica era un problema que estaba poniendo nerviosos a todos.

- Las fortificaciones de Utica son poderosas y muy resistentes. Así no conseguiremos nada -dijo Lelio a un abatido Publio y a un muy preocupado Lucio, su hermano, que también les acompañaba en aquel altozano desde el que observaban el frustrado asedio de Utica.

El procónsul de Roma se volvió hacia Lelio y admitió la dificultad de la empresa.

- Es cierto. Además, nuestros hombres no combaten con fe. Les falta confianza en sí

mismos. Así no se puede conquistar una ciudad. -Y calló mientras seguía contemplando el repliegue de los hombres de Valerio.

- ¿Qué hacemos?

Publio iba a responder cuando Marco Porcio Catón, que terminaba de ascender hasta la colina en la que Publio y Lelio se encontraban, se inmiscuyó en la conversación. El quaestor, a la vista de los pobres resultados del asedio, se sentía con ínfulas y ganas de atormentar al general.

- Parece que las murallas de Utica no son como las de Locri o las de Saleca, ¿verdad?

-Catón acompañó su pérfido comentario con una mueca de su rostro que pretendía simular una torpe sonrisa. Era un gesto tan poco frecuente en su persona que su faz se contraía de un modo extraño, antinatural.

Publio ignoró sus palabras y se dirigió a su hermano Lucio.

- Hermano, ha llegado una pequeña flota de reaprovisionamiento desde Sicilia y pienso que podemos aprovechar su viaje de vuelta: Quiero que vayas a Roma en esos mismos barcos, con el botín que hemos conseguido tras nuestra victoria sobre la caballería de Hanón y con las incursiones que ha realizado Lelio en Saleca y toda su región. Es importante que Roma vea que vamos consiguiendo resultados tangibles. -Esto último lo dijo mirando al quaestor. Catón dejó de forzar las facciones de su rostro y se mantuvo en silencio, mientras se volvía para mirar hacia atrás. Se escuchaban cascos de caballos.

¿Un mensajero?

Un explorador de los que el cónsul había ordenado que patrullaran en torno al campamento, adentrándose hasta medio día de marcha en tierra africana, llegó, polvoriento, cansado y algo nervioso, hasta el puesto de observación del alto mando romano. El jinete desmontó y se situó frente al procónsul.

- ¿Y bien, soldado? -preguntó Publio.

El legionario miró a derecha e izquierda. Dudaba.

- Puedes hablar. Estás ante mi estado mayor y ante el quaestor de las legiones -dijo Publio con aplomo. En realidad, le habría gustado sobremanera que aquel explorador se hubiera presentado en otro momento, cuando Catón no hubiera estado presente, pero eso ya no era posible e intentar entrevistarse con el explorador a solas no habría hecho sino despertar la sospechas de Catón. Era osado hacerle hablar ante todos, pero era digno de su autoritas y esos desplantes le hacían sentirse superior al quaestor, una sensación que el cónsul disfrutaba con deleite, aunque en aquella ocasión, su vanidad le iba a traicionar. Quizás hubiera suerte y el legionario sólo fuera a anunciar el regreso de Masinisa, que, por cierto, llevaba días de retraso, lo que había incrementado también la preocupación de Publio, pues si a la resistencia de Útica se añadiera la defección de Masinisa con las fuerzas de caballería que el procónsul le había cedido o que dicha caballería hubiera sido aniquilada por los númidas de Sífax, eso significaría una dificultad añadida, quizá

la piedra de toque final, a toda aquella complicada y agotadora campaña militar.

- Los cartagineses vienen de camino, mi general. Dos ejércitos: Giscón por el este, con unos cuarenta mil hombres, y el rey Sífax por el oeste, con unos sesenta mil. Son muchísimos, mi general.

No se trataba de Masinisa. Eran peores noticias aún. Y el último comentario sobraba, pero ya estaba dicho. El propio legionario se dio cuenta al ver la indignación en la cara del procónsul, pero ya era tarde para desdecir lo dicho. El soldado miró al suelo y rogó a los dioses que lo mataran allí mismo y se lo llevaran al Hades, pero el procónsul estaba ante la presencia de todos sus oficiales incluidos la molesta e inoportuna visita del qua- estor. Publio se contuvo.

- Está bien, legionario. Ya has informado. Ahora márchate y descansa. Pronto entraremos todos en combate… aunque soy yo quien debe decidir cuándo el enemigo son demasiados.

- Sí, mi general -dijo el explorador, y se retiró sin levantar sus ojos del suelo. Catón, como era de imaginar, fue el primero en romper el denso e incómodo silencio que se había apoderado de todos en lo alto de aquella colina.

- Cien mil hombres contra treinta mil. Esto va a ser una gran hazaña, procónsul. -Y

dio media vuelta sin esperar respuesta y empezó a alejarse colina abajo al tiempo que su cuerpo se convulsionaba de forma peculiar en lo que quizá pudiera ser una carcajada entrecortada y medio oculta, cuando de súbito se detuvo, desanduvo unos pasos y volvió a dirigirse al cónsul-. Por cierto, creo que en calidad de quaestor acompañaré al hermano del cónsul en su viaje a Roma. Debo hacer recuento de todo lo sustraído en los ataques a Saleca y creo que debo velar por que el botín llegue intacto a Roma. Sí, procónsul, creo que aprovecharé mi rango para ponerme a salvo. Las cosas en África las veo mal. Además, parece que has perdido a gran parte de la caballería en manos de un rey númida exiliado y rebelde. -Y volvió a dar media vuelta y, esta vez ya sí, no pudo controlar que una sonora carcajada perturbase los oídos de todos.

- Deberíamos matarlo y olvidarnos de que es un quaestor -dijo Lelio con la sangre hirviéndole en las entrañas y la mano en la empuñadura de su espada.

- Pero es quaestor-dijo Publio-. En cualquier caso, será un alivio verlo marcharse. Combatiremos mejor sin sus comentarios.

Lelio retomó el tema del mensaje del explorador, evitando referirse a la alusión de Catón sobre Masinisa, un tema sobre el que todos los tribunos de Publio mantenían un profundo silencio, sobre todo porque el general le había cedido al rey de los maessyli varios centenares de jinetes de las legiones, algo que pronto necesitarían para defenderse de los ejércitos de Giscón y Sífax y cada día que pasaba se extendía más y más el convencimiento silencioso de que Masinisa o les había traicionado o había sucumbido a una encerrona de Búcar y su caballería númida.

- Cien mil hombres… -dijo Lelio sin terminar la frase. No quería arrogarse la capacidad de concluir que ésos eran demasiados enemigos, como había hecho el explorador, pero era lo que todos pensaban.

Publio se giró hacia las murallas de Utica. Ahora era ya del todo imposible conquistar aquella ciudad antes de la llegada de los refuerzos enemigos. Los cartagineses se habían tomado su tiempo, pero ya estaban de camino. Sin mirar a nadie, el cónsul respondió a la frase inacabada de Lelio.

- Nos triplican en número, sí, pero como dice Catón, eso hará que nuestra hazaña tenga aún más mérito. Todos los oficiales se miraron entre sí. Eran palabras valerosas las que pronunciaba el procónsul, pero las palabras por sí mismas no serían suficientes para detener a los cartagineses y a los númidas del rey Sífax. Todos, Lelio, Lucio, y el resto de los oficiales que allí se habían congregado, Digicio, Terebelio, Valerio, Silano y Mario, todos, menos Publio, miraban al suelo y sentían que aquellas legiones estaban malditas de verdad. Publio Cornelio Escipión mantenía su mirada oteando el horizonte. Nadie sabía qué

buscaba.

75 Una nueva vida

Roma, invierno del 204 a.C.

- ¡Aaaaahhhh!

- Empuja, mujer, empuja.

Las voces de Secunda, la matrona romana que Pomponia, la madre de Publio, había hecho traer para ayudar a Emilia en el parto, resonaban en las sienes de la joven esposa del procónsul tanto o más que sus propios gritos. Aquél era su tercer alumbramiento pero estaba resultando, con mucho, el más doloroso. Y eso que todo se había dispuesto con tiento. Estaban en una amplia habitación, bien ventilada, con todo lo necesario para el parto preparado hacía días: aceite de oliva que no se había usado previamente para cocinar, agua caliente, aceites para el cuerpo, esponjas de mar suaves, paños de lana, vendajes, una almohada donde colocar al recién nacido, todo tipo de cosas para oler, desde barro a manzanas, limones, pepinos, melones, para ser utilizados cuando fuera preciso despertar a la parturienta si perdía el sentido, un asiento especial de matrona, que la propia Secunda había traído, pues las matronas gustaban de tener en propiedad dicho material tan necesario para su profesión, dos camas, una dura para el parto y otra blanda para después del alumbramiento, y todo ello en una habitación de tamaño medio y templada de temperatura.

- Viene al revés -dijo la mujer que la ordenaba empujar.

- ¿Se puede hacer algo? -preguntó Pomponia mientras consolaba con un paño húmedo la arrugada frente de su nuera, derrotada tras varias horas de contracciones interminables.

- Puedo tirar de las piernas y si la madre empuja más quizá lo resolvamos, con la ayuda de los dioses pero… es un mal presagio, un mal presagio… y eso que lo primero que hice fue poner las plumas de buitre bajo los pies de la parturienta. Quizás haga falta más ayuda de la que pensé… como era su tercer parto, pensé que todo sería más fácil, pero algo podremos hacer…

Y la matrona se alejó de la cama y fue a un cesto donde tenía todo tipo de extraños objetos y amuletos. Regresó victoriosa con una amplia sonrisa en la boca.

- Poned esto encima de su vientre. -Y Secunda esgrimió una pata de hiena aún ensangrentada que alargó para que Pomponia la tomara y la pusiera sobre el hinchado vientre de Emilia.

Pomponia obedeció y puso la pata de aquel animal en el lugar requerido por la matrona, pero no se sentía satisfecha, y parecía ser que la matrona tampoco porque observó

cómo Secunda regresaba a su cesto y extraía pequeños frascos de vidrio y mezclaba varios líquidos en un pequeño cuenco en el que luego introdujo una cuchara para revolver los fluidos con rapidez.

- Que beba esto -afirmó Secunda con rotundidad, con esa seguridad que da la experiencia y los años-. Es semen de oca con los fluidos del útero de una comadreja. Eso la salvará.

Emilia bebió, se atragantó y regurgitó parte de lo bebido. Secunda sacudió la cabeza con desdén.

- Así no avanzaremos -musitó la matrona ofendida.

Pomponia empezaba a estar cansada de los comentarios, amuletos y brebajes de aquella maldita matrona, por muy bien considerada que estuviera entre las mejores familias patricias de Roma. La madre de Publio apartó el cuenco de la matrona y lo reemplazó

por otro que ella tenía preparado con leche de cerda mezclada con miel y vino. Emilia bebió y pareció encontrar algo de sosiego en la sustitución. Lo que parecía un diminuto pie emergió por la vagina de la exhausta Emilia.

- ¡Tira del niño, por Júpiter! -replicó Pomponia con furia-. ¡Y déjate de presagios y amuletos! ¡Tira ahora! -Y continuó bajando la voz, con ternura, mirando a Emilia-. Y tú, pequeña, empuja con fuerza. Empuja. ¡Empuja!

- ¡Aaaahhh!

En un último esfuerzo desesperado Emilia empujó con todas sus fuerzas, la matrona tiró del bebé y, milagrosamente, en pocos segundos, el llanto de una criatura lo inundó

todo. Emilia escuchó los primeros sollozos, sonrió y perdió el sentido. Secunda tomó el bebé y lo miraba con cara de disgusto. No era varón. Una esclava acercó un trozo de vidrio roto y sucio con el que Secunda pretendía cortar el cordón umbilical, cuando Lucio Emilio, el hermano de Emilia, acompañado por Icetas, el pedagogo griego de los niños, entraron.

- ¿Qué ocurre, por los dioses, por qué tardáis tanto y por qué esos gritos? -exclamó

Lucio, pero al ver a su hermana envuelta en un mar de sangre, rodeada de todo tipo de restos de animales muertos, se detuvo sin saber qué hacer o qué decir. Él nunca había visto un parto y no sabía lo que era normal o extraño. Ante su indecisión, Icetas avanzó

y empezó a retirar las plumas de buitre, la pata de hiena y otros trozos de animales que arrojaba a una esquina de la habitación mientras pedía paños limpios y un cuchillo afilado y lavado. Secunda sostenía a la criatura, que no dejaba de llorar, pero Icetas le ordenó que no usara aquel vidrio sucio para cortar el cordón umbilical. En su lugar, en cuanto llegó el cuchillo limpio, lo examinó, empapó uno de los paños con agua clara, lo pasó

varias veces por el filo y luego, con rapidez, cortó el cordón umbilical. Con sus manos, presionó el segmento final del cordón hasta extraer toda su sangre, extrajo un hilo de uno de los paños de lana y ató el cordón dejándolo caer encima del ombligo de la pequeña criatura.

- ¡Que limpien todo esto y que den leche y agua a la madre y que la dejen descansar, por todos los dioses, y que retiren todos esos animales muertos!

La irrupción de Icetas había sido del todo inusual y contra todo lo acostumbrado, pero el tutor griego se había ganado la confianza de Pomponia y Lucio Emilio con su amable a la vez que exigente trato con los pequeños Cornelia y Publio y nadie, en medio de los sollozos de dolor de Emilia, se atrevió a discutir sus instrucciones.

- Es una niña -dijo sin demasiada ilusión una humillada Secunda buscando así recuperar algo de la atención que todos le estaban negando pese a lo que ella entendía que habían sido unos excelentes servicios prestados por su persona en aquella difícil situación-. Es una niña -repitió. Roma necesitaba soldados, no niñas. Pomponia no la escuchaba, aunque había registrado que era una nieta lo que acababa de nacer. Estaba más preocupada por el estado de Emilia. Además, había mucha sangre. Lucio Emilio Paulo se retiró de la habitación junto a Icetas una vez que ambos comprobaron que Pomponia se hacía con la dirección de lo que ocurría allí dentro. Lucio había estado horas esperando. Ya había oído a su hermana gritar de dolor en otros partos, pero no de aquella forma. Ante la ausencia del padre, Publio, y del hermano del mismo, Lucio, ambos en África, le correspondía a él como tío materno recibir a la nueva criatura y aceptarla o no en el seno de la familia de los Escipiones y los EmilioPaulos, pero aquellos desgarradores aullidos le habían aturdido y se sentía ofuscado. Pensó en beber algo, pero todos los esclavos estaban absorbidos por el parto, corriendo de un lado a otro, trayendo más agua fría, caliente, paños… Lucio respiraba algo más tranquilo tras la intervención final de Icetas en el desenlace del parto, pero no dejaba de sentirse inquieto.

Pomponia emegió al fin en el atrio con la pequeña recién nacida envuelta en un manto blanco y la depositó en el suelo a sus pies. Él la miró con tiento. Se la veía sana y a decir por la potencia de su llanto, fuerte.

- Es una niña -insistió una implacable Secunda que se incorporó al atrio tras Pomponia-. Y ha venido del revés. Es un mal presagio para esta familia, yo…

Pomponia se giró hacia la mujer y le lanzó una mirada fulminante y ésta calló y se quedó mirando al suelo sin añadir ya nada más. Lucio Emilio Paulo se arrodilló ante la niña que, de forma desconsolada, continuaba llorando sin parar. El joven tribuno acarició la sien de la pequeña y ésta pareció remitir en su congoja. Lucio la tomó entonces en sus brazos y la levantó en alto.

- Esta niña es de la gens Cornelia y de la familia de los Escipiones y los Emilio-Paulos. No importa cómo haya venido al mundo. Es una de los nuestros y hará fuerte a nuestra familia. Como hija de Publio Cornelio Escipión y de acuerdo con nuestra costumbre, al ser una niña se la conocerá también, como su hermana, por el nombre de su gens y todos la llamarán Cornelia, siendo, a partir de ahora, Cornelia la mayor, su hermana, y ella, la recién nacida, Cornelia la menor.

Pomponia asintió satisfecha mirando a Lucio. La matrona romana a sus espaldas, sin levantar su mirada del suelo, sacudía la cabeza una y otra vez. Aceptar a aquella niña traería mala suerte.

- ¿Y mi hermana? -preguntó Lucio devolviendo la criatura a manos de su abuela.

- Perdió el conocimiento por los esfuerzos del parto, pero se ha recuperado. Ha perdido mucha sangre. Estará débil unos días, pero tu hermana es fuerte como las rocas. Ahora debo llevarle a su nueva hija. Verla la animará. Lucio confirmó su consentimiento con un cabeceo y volvió a preguntar.

- ¿Cuándo podré hablar con ella? -Mañana, por la tarde, mañana -dijo Pomponia. Lucio iba a aceptar las instrucciones, pero el amor por su hermana y su preocupación eran demasiado poderosos.

- No, prefiero verla ahora.

Pomponia no estaba acostumbrada a que la contradijeran y un leve ceño se dibujó en su frente. Se volvió lentamente hacia Lucio Emilio. -Por favor… -añadió Lucio. La niña había dejado de llorar. Aquello apaciguó a su vez el ánimo de su abuela.

- Pasa entonces. -Y se hizo a un lado abrazando con mimo a la recién nacida para que Lucio pudiera pasar. El joven entró en la habitación de su hermana y la encontró aturdida, pero consciente, envuelta en una montaña de paños blancos ensangrentados que dos esclavas se afanaban en ir reemplazando por otros limpios. Lucio se sentó en un taburete junto a Emilia, en el mismo sitio que durante el parto había ocupado Pomponia.

- ¿Estás bien?

- Sí… cansada… no… agitada, pero sí, bien. Sólo necesito dormir. ¿La niña está bien?

- Está bien. Es guapa, como su madre.

Emilia sonrió. El único que además de su marido se atrevía a lanzarle un cumplido era su hermano.

- ¿Se sabe algo de África? -preguntó Emilia.

Su hermano dudó antes de responder. Era malo mintiendo y su hermana siempre sabía cuándo lo hacía. Desde niños. Dijo la verdad.

- Se sabe poco. Sabemos que ha desembarcado, con las legiones V y VI y sus voluntarios itálicos y sus veteranos de las campañas de Hispania. Sabemos que ni las tormentas ni los cartagineses se opusieron a su travesía. Los dioses le amparan, como siempre. Se sabe también que está asediando la ciudad de Utica.

Emilia sonrió. Era enternecedora la forma en que Lucio intentaba sosegarla.

- Pero desde el desembarco… ¿no se sabe nada más? -No -admitió Lucio Emilio-. Sólo lo de Utica. -¿Y eso es bueno? ¿Tan pocas noticias? Lucio volvió a pensar su respuesta.

- Es pronto aún para tener más noticias, y las rutas no son seguras. Hay que esperar. Emilia iba a replicar, pero una fulminante sensación de extenuación se apoderó de su cuerpo.

- Debemos dejarla descansar -dijo Pomponia, en pie, tras Lucio.

- Sí-concedió el tribuno, y dejó a las tres mujeres, de tres generaciones distintas, que se acompañaran y se protegieran mutuamente. En el atrio, Lucio vio salir a la mujer que había ayudado en el parto. Secunda dejaba la casa cabizbaja, sin alegría, y Lucio Emilio recordó sus palabras: «Es un mal presagio.» Lo cierto es que Publio debería haber enviado ya mensajeros. ¿Qué estaba pasando en África?

LIBRO VII LA GUERRA DE ÁFRICA

203 a.C.

Victa pugnad iura sub ense iacent.

Ovidio, Tristia, 5,7,48 [Las leyes yacen vencidas bajo la espada guerrera.]

[Castra Cornelia…] Id autem est igum directum eminems in mare, atraque ex parte praeruptum atque asperum, sed tamen paulo leniore fastigio ab ea parte, quae ad Uti- cam vergit. Abest directo itinere ab Utica paulo amplius passuum milibus III. Sed hoc itinere estfons quo mare succedit longius, lateque is locus restagnat; quem si qui vitare voluerit, sex milium circuito in oppidum pervenit. Julio César, Bellum Civile, II, 24,3-4

[(Castra Cornelia…) Es, en efecto, un peñón cortado que se cierne sobre el mar, abrupto y escarpado por ambos lados, si bien con pendiente algo más suave por la parte que mira a Útica. Dista en línea recta de Útica poco más de tres millas. Pero en este trayecto se encuentra un fontanal, donde el mar penetra un tanto, y queda este paraje empantanado en bastante extensión.]*

* Palabras de Julio César describiendo el lugar donde Publio Cornelio Escipión se refugió en su campaña de África, al visitarlo intrigado por saber por qué lo eligió el antiguo procónsul Publio Cornelio Escipión cuando le rodeaban dos ejércitos enemigos que le triplicaban en número, recogido en Bellum Civile, ii, 24, 3-4. Traducción de Javier Cabrero.

76 Castra Cornelia

Costa norte de África, primavera del 203 a.C.

Publio era un hombre valiente, pero no un loco. Rodeado por las fuerzas de Giscón y Sífax decidió abandonar el asedio de Utica y buscar refugio para sus tropas en un lugar donde poder fortificarse adecuadamente para pasar el invierno resistiendo si ello era necesario un asedio del enemigo. De esa forma, reunida información por todos los exploradores romanos que el cónsul había distribuido por la región, hizo que las legiones V y VI de Roma marcharan hasta una pequeña península muy próxima a la propia ciudad de Utica, con la ventaja de ser un promontorio elevado, lo que lo protegía de ataques por mar, aunque en un lado quedaba algo más bajo el terreno, dando lugar a una pequeña bahía natural donde ordenó fondear la flota. Luego fortificó el istmo con varias empalizadas y dispuso las tropas por las mismas a la espera de un ataque inminente por parte del enemigo. Confiaba en que al ser rechazados eso enfriaría un poco los enardecidos ánimos de cartagineses y númidas y así, ganado algo de tiempo, poder concebir un plan para poder salir de allí con vida. De pronto, la victoria, derrotar a Cartago, hacer que Aníbal regresara de Italia, todo eso, pensó Publio con amargura, todas esas maravillosas ideas, no parecían sino un sueño inalcanzable. Ahora debían luchar por sobrevivir. Y

también debía ganar tiempo con relación al Senado de Roma. Si Máximo averiguaba que la situación era desesperada, seguramente haría que los senadores aprobaran la retirada de las legiones y su regreso a Sicilia. Quizás eso fuera hasta sensato, pero el orgullo de Publio se negaba a admitir esa opción. Debía hacer algo, pues Catón o bien habría llegado a Roma, o bien habría remitido ya mensajes a Máximo con correos urgentes. Publio llamó a Lelio al praetorium.

- Netikerty sigue contigo, ¿no es así?

Lelio, aunque con cierta desgana, asintió.

- Bien. Pues es hora de que nos vuelva a ser útil. Tráemela.

Pasaron unos minutos, pero al poco, Lelio regresaba a la tienda del general en jefe con la joven esclava. La muchacha avanzó un par de pasos por delante de Lelio y se arrodilló a los pies del procónsul.

- ¿Han vuelto a comunicar contigo, alguien, algún agente de Máximo?

La joven egipcia asintió un par de veces sin dejar de mirar al suelo. -¿Dónde, cómo?

Netikerty habló sin levantar el rostro.

- Cuando salgo con los otros esclavos del tribuno Lelio a buscar suministros en el qu- aestorium, a veces se me acerca un hombre y me dice: «¿Sabes algo de la guerra?» Es la contraseña que me indica que es un hombre de Máximo. Nunca es el mismo y se guardan de que les vea bien, normalmente van con el casco puesto, mi general.

- Sea -aceptó Publio-. Pues acudirás al quaestorium con frecuencia estos días y cuando te interpelen deberás decir que la posición y la moral de las tropas es alta, que el general es muy respetado y que ninguno de los oficiales del cónsul duda del éxito de la misión, que los hombres están animados por las victorias de Saleca y contra la caballería de Hanón. Y dirás que el general y el tribuno Lelio se muestran muy esperanzados en la victoria final. Todo eso deberás decir. Y también que esperamos refuerzos… Aquí Publio se detuvo un instante, pero al fin se lanzó-. Sí, que esperamos gran cantidad de refuerzos de Masinisa. Eso debes decir. Y que Sífax duda en atacarnos y que, seguramente, terminará siendo neutral. Eso también. Eso es todo. ¿Lo has entendido?

- Sí, mi general.

- Bien, pues ya puedes marcharte.

La joven salió por la tienda y tras ella Lelio, que un instante antes se giró hacia el procónsul; pero, al ver a Publio mirando al suelo, apretando los labios y concentrado, pensó mejor en no decir nada.

Pasados unos días, Lelio concluyó que, de alguna forma, Publio se comunicaba con los dioses, pues dos amaneceres después de que el procónsul dictara aquel mensaje a Netikerty, Masinisa apareció frente a las puertas de las nuevas fortificaciones de aquel campamento que todos daban en llamar Castra Cornelia, en honor a la gens del general que les comandaba. Y no sólo eso, sino que el rey de los maessyli había regresado de su incursión no sólo con los jinetes romanos que le había cedido el cónsul, sino con varios miles de guerreros de su pueblo. La voz había corrido por el noreste de Numidia: Masinisa había regresado, estaba vivo y estaba acompañado por los romanos. Eso hizo que por todo el nordeste de Numidia, centenares de maessyli se unieran a las filas del rey rebelde para recuperar la libertad y zafarse del yugo de Sífax.

- Te dije que volvería y sé que me he retrasado -se explicaba Masinisa ante Publio Cornelio Escipión en el praetorium, rodeados por las atentas miradas de Lelio, Silano, Marcio, Mario, Cayo Valerio, Terebelio y Digicio-, pero ha sido por una buena causa: he conseguido reunir varios miles de guerreros maessyli para servirte mejor. Publio se levantó y avanzó hacia Masinisa; éste no sabía bien qué hacer, pero las palabras del procónsul, poniendo su mano sobre su hombro, le tranquilizaron.

- Has llegado tarde, pero me has traído todo un ejército de caballería. Masinisa, rey de los maessyli, doy mis órdenes por cumplidas y aprecio el valor de tu lealtad. Me has servido bien y me servirás aún mejor. Lo presiento. Y no dudes que sabré recompensarte más allá de lo que puedas imaginar. Masinisa dudó, pero no lo pudo evitar.

- Puedo imaginar mucho.

Publio sonrió.

- Eso está bien. Un rey con ambición. No te preocupes, joven rey. Yo soy capaz de imaginar aún mucho más. Créeme.

Y con aquellas enigmáticas palabras, despidió al rey de los maessyli, que se retiró algo confundido, pensando con intensidad, pero satisfecho de que el procónsul se sintiera bien dispuesto hacia él. Sentía que la recuperación del nordeste de Numidia podía estar más cerca, aunque la enormidad del ejército de Sífax y Giscón reunidos a escasa distancia de las fortificaciones romanas le tenían confuso. Tras aquel feliz regreso, que animó un poco a las acorraladas legiones de Escipión, Lelio vio cómo otra parte del mensaje que el procónsul dictó a Netikerty parecía cumplirse: el rey Sífax, en lugar de atacar, envió emisarios para parlamentar. Sífax se erigía como mediador entre los cartagineses y los romanos y ofrecía al procónsul de Roma una tregua para poder parlamentar y así pactar una salida negociada a aquel conflicto. Una negociación que, sin duda, Sífax dirigiría a favor de los intereses de Cartago dada su tremenda posición de fuerza. Lelio, como el resto de los oficiales, observó que Publio hacía lo que debía hacer dadas las circunstancias: aceptó negociar. Los legionarios de la V

y la VI compartieron aquella decisión con una mezcla extraña de sensaciones: por un lado, veían su recién recuperado orgullo herido, pero, por otro lado, comprendían que existía la posibilidad real de que se pactara una retirada y salvar así la vida, aunque como eso sólo conllevaría el regreso al destierro de Sicilia, nadie tenía claro que no luchar fuera el camino. Pero les triplicaban en número. Eran tres enemigos contra uno. No se podía hacer nada. A no ser que al general se le ocurriera algo, pero todos, aunque tenían esa pequeña llama de esperanza en sus almas, entendían que nada podía hacerse, ni siquiera alguien como el procónsul podría conseguir algo más allá de una humillante retirada pactada. El invierno fue frío y el viento arreciaba en lo alto de aquella pequeña península. La humedad del mar trepaba por las rocas de los acantilados y los barcos debían ser asegurados con cadenas y gruesas amarras. El viento helado se colaba por todas las rendijas de las tiendas y la comida, aunque aún abundante, se racionó. Entretanto, los emisarios de Sífax visitaban el campamento romano y establecían las condiciones para la paz y, a su vez, Publio enviaba mensajeros, encabezados por Mario y Cayo Valerio, para dar respuesta a las propuestas del rey de Numidia con la posibilidad de un acuerdo modificando Publio y sus tribunos algunas de las cláusulas iniciales de la propuesta de Sífax. Sífax se había comprometido a permitir a los romanos embarcar en sus barcos y retirarse sin ser molestados; a cambio, exigía que se le entregara a Masinisa y su caballería. Publio contrapropuso que antes el rey de Numidia debía firmar un pacto de no agresión con Roma y comprometerse a no ayudar a Cartago en su guerra fuera de África. Sífax no cedió e insistió en ofertar, por última vez, la retirada de las tropas romanas, a cambio de que el procónsul abandonara a su suerte a los cuatro mil jinetes de los maessyli, que, tras la partida de las legiones V y VI, quedarían rodeados por los cien mil guerreros de Sífax y Giscón. Los últimos emisarios insistieron en que con ello Sífax se mostraba generoso e imparcial, pues su propia esposa Sofonisba, hija de Giscón, así como su suegro, no dejaban de insistirle en que debía atacar sin dilación y que, si no lo hacía, era por responder con elegancia al valor que el procónsul mostró en el pasado al acudir a Siga y que, además, ya había advertido en varias ocasiones al propio cónsul, cuando estaba en Siracusa, de que no debía desembarcar en África.

Publio, sentado en su butaca, reflexiona en silencio. En torno a sí están congregados todos sus tribunos y centuriones de confianza. Cayo Lelio mira al suelo, Marcio y Silano aprientan los dientes, Mario se pasa una mano por la parte posterior de la cabeza, Terebelio y Digicio fruncen el ceño, Cayo Valerio, al igual que los doce lictores que velan por la seguridad del procónsul, mira atento a Masinisa y este último, con la boca abierta, no puede creer que el cónsul esté considerando seriamente partir y abandonarlos a su suerte, una muerte segura después de haberse rebelado una vez más contra Sífax. Los emisarios del rey de Numidia, por su parte, parecen inquietos, miran al procónsul y luego a Masinisa. Tienen prisa, pero no se atreven a hablar.

Publio Cornelio Escipión levanta la mano derecha y con el gesto consigue la atención inmediata de cuantos están en la tienda.

- Podéis decir al rey Sífax… -empieza el procónsul, y aquí se detiene un segundo para mirar fijamente a los ojos de Masinisa-; podéis decirle que acepto sus condiciones y que en cuanto pasen unos días, a lo sumo unas semanas, en cuanto tengamos un día de buen tiempo, para que podamos organizarlo todo convenientemente y podamos tener una navegación segura, partiremos de regreso a Sicilia. La mayoría de los tribunos y centuriones niega con la cabeza pero sin osar contradecir con sus palabras la decisión del cónsul. Cayo Lelio mira a Publio con la frente arrugada, inquisitiva. Masinisa vocifera.

- ¡Eres un traidor! ¡Publio Cornelio Escipión traiciona a aquellos que mejor le han servido! ¡He luchado para ti, he matado para ti y he traído todo un cuerpo de caballería para ti y ahora tú me abandonas frente al peor de mis enemigos! ¡Eres un miserable, un miserable! -Y se lleva la mano a la espada, pero antes de que el puño del exiliado rey de los maessyli llegue a la empuñadura, la firme mano de Cayo Valerio le detiene. En un segundo, Masinisa es rodeado y reducido por los lictores, Publio se levanta de su butaca y grita con potencia.

- ¡Cállate, rey de los maessyli! ¡Cállate! ¡Nadie grita en mi praetorium excepto yo mismo y, por todos los dioses, que nadie me llama traidor sin pagar por ello!

Masinisa, desarmado, asido por brazos y piernas, deja de gritar, pero sólo la furia y el odio fluyen por sus venas, mientras respira con vehemencia.

Los emisarios de Sífax miran al joven rey rebelde y sonríen como hienas que babean deleitándose en la que saben será su próxima presa herida ya de muerte. El más veterano responde a Publio con brevedad.

- El procónsul de Roma ha elegido sabiamente. Informaré a mi rey y a los cartagineses de esta decisión. Publio levanta un brazo y los oficiales abren un pasillo para que los emisarios abandonen el praetorium. Nada más salir los emisarios de Sífax, Publio se aproxima al inmovilizado Masinisa.

- ¡Soltadle! -Valerio y los lictores aflojan, pero permanecen atentos a cualquier movimiento del regio maessyli. Publio se dirige a él con voz serena y segura-. Y ahora, haz el favor de escuchar con atención y en silencio y no se te ocurra volver a insultarme hasta que termine de exponer cuál va a ser nuestra forma de actuar. ¿Está claro?

Masinisa permanece en el silencio forzado de quien se contiene para no empezar a gritar sin posibilidad ya de detener el flujo de su furia.

- Te-he-he-cho-u-na-pre-gun-ta -pronuncia el cónsul sílaba a sílaba.

- ¡Sí, te he oído, te he oído…! -responde en un ladrido Masinisa escupiendo saliva sobre el rostro del procónsul. Valerio va a golpear al joven rey de los maessyli, pero Publio levanta su brazo izquierdo y el primus pilus de la V legión se detiene.

- Bien, eso es lo que quería oír -responde Publio Cornelio Escipión limpiándose la saliva de Masinisa con el dorso de una mano. Se vuelve entonces hacia sus oficiales y continúa hablando con la misma serenidad con la que lo hacía siempre que explicaba un plan de acción-. Vamos a atacar y vamos a hacerlo muy, muy pronto y… -se vuelve hacia Masinisa-, vamos a atacar todos juntos, pero había pensado que quizás era mejor no decir esto a los emisarios de Sífax, más que nada porque en la sorpresa reside nuestra única posibilidad de victoria. -Masinisa le mira con los ojos cada vez más abiertos, va a hablar, quiere hacer la evidente pregunta «Entonces… ¿no vas a entregarme?», pero el cónsul levanta la mano derecha para que guarde silencio y continúa explicando el plan de ataque, girando sobre sí mismo, mirando uno a uno a sus tribunos y centuriones-. Ellos son más. Entre cartagineses y númidas leales a Sífax tenemos casi cien mil hombres. Nosotros, contando los refuerzos de Masinisa, las legiones V y VI, los voluntarios de Hispania, la caballería reclutada en Sicilia y las tropas auxiliares de las legiones no llegamos a treinta y cinco mil hombres. Además, hasta ahora, ellos han llevado la iniciativa, pero si he estado negociando todo este largo tiempo no ha sido para escapar, sino para conseguir que Mario y Cayo Valerio pudieran entrar en los campamentos enemigos para transmitir nuestras respuestas. En esas misiones de negociación, les pedía a Mario y a Valerio que se fijaran en todo lo que allí vieran: en cómo están armados, en cuál es el estado de las tropas, cuál es su moral, cómo están organizados los campamentos enemigos… y bien, esto es lo que sabemos. -Publio fue a la mesa de los mapas y allí se congregaron todos, incluidos un Masinisa algo más sereno, pero aún desconfiado. Publio continuaba sus explicaciones señalando en un mapa en que había dibujado los campamentos enemigos-. Han constituido dos campamentos muy diferentes. Por un lado está Giscón con su ejército cartaginés, en un campamento algo fortificado y más o menos organizado, pero aun así atacable. Tan seguros están de su fuerza que no se han molestado en protegerse de un posible ataque. Pero lo de Sífax es aun mejor: el campamento númida está completamente desorganizado, centenares de tiendas en su mayoría levantadas con madera y hojarasca, ramas secas que prenderán como aceite hirviendo en cuanto les apliquemos una llama. Publio terminó su exposición y, satisfecho, dejó de apoyarse sobre la mesa y miró a sus oficiales. Lelio asentía despacio. Desde que se descubriera lo de Netikerty, Lelio andaba ensimismado en cuanto a su estado de ánimo, pero estaba mucho más dispuesto a aceptar cualquier plan de Publio; el resto parecía tener más dudas. Fue Silano el primero que planteó un problema.

- Pero nos verán acercarnos. Es imposible sorprenderles.

- No, eso no es así -respondió Publio con determinación-. Sí que es posible sorprenderles y lo haremos. Les sorprenderemos porque atacaremos de noche. Esta noche.

- ¿Una batalla nocturna? -repitió Valerio, confuso, incrédulo, con incertidumbre.

- Así escapó Aníbal al cerco de Fabio Máximo en Casilinum -ilustró Publio recordándoles a todos la magnífica estratagema de Aníbal en Italia cuando estaba en clara inferioridad numérica al estar acorralado por las legiones al mando del princeps senatus-. Atacó de noche y nosotros haremos lo mismo. -Publio veía que sus hombres aún dudaban, pero a la vez empezaban a mostrarse más y más atraídos por una idea que alejaba el fantasma de la humillante huida; continuó con el plan-. Yo, con la V legión y la caballería romana atacaré el campamento mejor organizado, el de Giscón, mientras que Lelio, con la VI legión, apoyado por la caballería de los maessyli -aquí miró a Masinisa, que asintió con lo que ahora era una boca muy cerrada-, atacarán a Sífax. No, no te voy a traicionar, sino que muy al contrario, lo que hago es brindarte en bandeja que destruyas con tus propias manos y todo nuestro apoyo a tu peor enemigo, a quien te ha arrancado tu tierra, ha matado a los tuyos y te ha condenado al destierro perpetuo y a quien quería comprarme para que te vendiera como un esclavo. Masinisa, te estoy dando la posibilidad de que emerjas en la noche y arrases el campamento de Sífax respaldado por todos mis hombres. Sífax me ha traicionado, mientras que tú me has mostrado lealtad. Si Sífax hubiera sido fiel a su pacto, me habría conformado con que al final de esta guerra hubiera cedido el noreste de Numidia para ti, pero la mayor parte de Numidia continuaría bajo su poder; eso si se hubiera mantenido neutral, pero ahora eso ya no me vale. Creo, joven Masinisa, que ya ha llegado la hora de que haya un nuevo rey de toda Numidia. -Masinisa abre aún más los ojos y arruga la frente; Publio asiente para reforzar el significado de sus palabras-. Ya te dije que yo podía imaginar aún mucho más que tú, Masinisa, rey de los maessyli y, pronto, muy pronto, rey de toda Numidia. Tribunos y centuriones observaban a su general en jefe con una admiración sin límites. Aquel procónsul, rodeado de una fuerza que les triplicaba en número, estaba nombrando rey a quien no lo era, daba por muerto a quien lo era, planeaba una batalla nocturna y a todos les transmitía la sensación de que la realidad no era la que era, sino que la realidad era o iba a ser pronto lo que él anunciaba. En medio de aquel admirativo silencio, Cayo Valerio se atrevió a hacer una pregunta complicada.

- Pero… -el cónsul le miró y asintió para invitarle a que planteara su duda-, ¿cómo llevaremos fuego para incendiar sus campamentos en medio de la noche sin que nos vean?

Publio Cornelio Escipión pasó su lengua por debajo del labio superior con lentitud y tomó asiento en su butaca. Todos se hicieron un paso atrás. El procónsul, por primera vez en toda la tarde, habló con algo de incertidumbre.

- Sí. Eso me ha tenido ofuscado un tiempo… no podemos utilizar lentes para ayudarnos del sol porque será de noche y pensé en ir sin fuego y prender antorchas cuando estemos cerca de los campamentos, pero al empezar a distribuirlas nos verían y necesitamos muchas llamas para encender no sólo antorchas, sino lanzas y flechas. No… no…

hay que llevar fuego, muchas llamas y que no nos vean al acercarnos… eso, es cierto, me ha tenido unas semanas alargando las negociaciones… pero ya se me ha ocurrido al-go… algo que teníamos a nuestro alcance todo el tiempo y que ya hemos usado… pero hasta ayer mismo no lo pensé… pero eso valdrá. Tendrá que valer…

77 Las dudas de Máximo

Roma, primavera del 203 a.C.

Quinto Fabio Máximo, sentado en el amplio atrio de su gran villa a las afueras de Roma, sostenía dos tablillas diferentes, una en cada mano. En la izquierda, tenía la carta que Marco Porcio Catón le había remitido por correo militar desde Sicilia, para que llegara antes que él, pues debía permanecer unas semanas en Sicilia en razón de su cargo de quaestor de las legiones V y VI cuya base era aquella isla. En su carta, Catón era rotundo: la situación de Escipión y sus legiones era desesperada, acorralados en las proximidades de Utica y rodeados por fuerzas enemigas que los triplicaban en número, abandonados por los númidas de Masinisa y con Sífax aliado junto a los cartagineses. Su derrota y la consecuente pérdida de todas las tropas era cuestión de semanas. Según ese informe, lo sensato era solicitar al Senado que se le ordenara a Escipión que regresara, haciendo uso de la flota o, si persistía obstinadamente en su actitud de no abandonar la campaña africana, recurrir a lo que Fabio más deseaba: votar en el Senado una senatum- consulere o moción que presentara uno de los nuevos cónsules de aquel año, Cneo Servilio o Servilio Gemino, que propusiera el relevo en el mando de aquel cónsul joven, rebelde y desproporcionadamente querido por una plebe romana dada a engrandecer cualquier victoria contra los cartagineses, por pequeña que ésta fuera. Pero en la mano derecha, Quinto Fabio Máximo tenía un informe procedente de Netikerty en el que se explicitaba todo lo contrario: la moral de las legiones era alta, Masinisa había traído una poderosa y numerosa caballería de maessyli y el rey Sífax estaba a punto de declararse neutral, lo que dejaría a los cartagineses y romanos en posiciones muy equilibradas. Quinto Fabio Máximo meditaba en el silencio de su atrio. Una de las jóvenes esclavas egipcias, hermana de la que le suministraba información secreta desde el mismísimo campamento de Escipión, entró y le trajo un vaso de agua para refrescar a su amo en una tarde especialmente calurosa de aquella primavera romana. ¿Mentiría Netikerty?

¿Mentiría sabiendo que la vida de sus hermanas estaba en juego? No. Eso no era probable. Pero, ¿cómo entonces era posible tener dos informes tan dispares? La carta de Catón bien pudiera ser un poco anterior y quizá las condiciones hubieran cambiado en unos pocos días, pero ¿tanto?

Quinto Fabio Máximo, princeps senatus, cinco veces cónsul y augur, por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué hacer. Y ya había acudido al auguraculum esa misma mañana para leer en el vuelo de los pájaros, pero su vista… suspiró… su vista no era la de antes. No lo admitía en público, pero era consciente de que no veía bien, sobre todo con su ojo derecho, de modo que su lectura del vuelo de los pájaros era indecisa, forzada, incierta. Le inquietaba no saber desde cuándo exactamente no discernía bien el vuelo de las aves en la distancia, pero la cuestión era que no sabía qué hacer. Las dos cartas tan contrapuestas le dejaban sumido en una confusión casi desconocida para él, acostumbrado siempre a disponer de suficiente información y de tomar decisiones rápidas y frías. Quinto Fabio Máximo se sentía bloqueado. Era extraño. Lo mejor sería que África misma decidiera por él. La misma África que había masacrado las legiones de Régulo en el pasado, volvería a hacerlo con las tropas de Escipión en el presente. África no era para Roma. No lo era. Escipión, sencillamente, no entendía bien dónde estaban los límites. Ni los aceptaba en las leyes romanas y así forzó su elección como edil, como imperator o como cónsul siempre antes de los límites de edad establecidos por la tradición, ni tampoco sabía el rebelde Escipión entender los límites razonables del poder de Roma. África sería su tumba. Una tumba repleta de arena. Una tumba de dimensiones apropiadas para enterrar tan inconmensurable ambición.

78 Una batalla nocturna

Norte de África, primavera del 203 a.C.

Castra Cornelia

En el campamento romano tocaron a retreta. El sol había caído por el horizonte, pero aún se adivinaba un leve resplandor por occidente, tierra adentro, justo detrás de donde se levantaban los inconmensurables campos de tiendas númidas y púnicas. Entre los romanos se había distribuido una cena robusta, sin vino, pero con abundante líquido y rica en carne, frutos secos y pan. El cónsul los quería fuertes y sobrios. Los bucinatores y tubicines insistían en repetir el toque de retreta, pero en las tiendas de los legionarios nadie se retiraba a dormir, era de las pocas veces en las que hacer caso omiso de lo que indicaban las tubas era la forma de obedecer las órdenes; en su lugar, en vez de retirarse a descansar, todos se equipaban con espadas, lanzas, flechas, arcos, dagas… nada de provisiones. No era una marcha larga. Sólo debían llevar todo lo necesario para incendiar y matar. Fuego y muerte. Y si fracasaban, nunca tendrían ni tiempo ni ocasión de comer los víveres que hubieran cargado. El enemigo habría acabado con ellos mucho antes. Sólo armas. Y agua, eso sí, que transportarían los aguadores en grandes odres de piel de oveja y carnero, aunque siendo como debía ser un enfrentamiento nocturno, el calor del sol tampoco haría especialmente preciso el servicio de los aguadores, pero tampoco sabía el general cuánto iba a durar aquella batalla. Había, no obstante, dos productos que los legionarios cargaron como algo extraordinario: gran cantidad de antorchas apagadas de momento y una pequeña linterna púnica por manípulo, de las mismas que usaran para iluminar los barcos durante la navegación nocturna desde Sicilia a África. Cada linterna estaba encendida, llevando el preciado fuego con el que luego deberían encender antorchas y dardos incendiarios, pero para evitar que las linternas fueran detectadas por el enemigo, éstas iban tapadas en sus cuatro costados por paños húmedos de lino, dejando descubierta tan sólo la parte superior para que el calor no incendiara la tela. Cada centurión estaba encargado de la custodia de una de esas pequeñas linternas, que avanzaría con cada manípulo junto al signifer portador del estandarte de la unidad. La linterna debía estar situada en el centro del manípulo, de modo que el pequeño resplandor que aún pudiera emitir por la parte superior descubierta quedara oculto entre la cerrada formación de legionarios armados hasta los dientes. Las puertas del campamento romano se abrieron y no chirriaron porque hasta eso había vigilado el procónsul ordenando que se engrasara triplemente cada gozne, cada bisagra. De la fortificación romana empezaron a emerger decenas de manípulos que desfilaban como una procesión de lémures, como espíritus de los infiernos que surcaran la noche, como sombras, fantasmas, miles de ellos, en un silencio profundo, pues las sandalias se hundían en la arena de las dunas que separaban la fortificación romana de los bastiones númida y cartaginés que se alzaban, frente a ellos, orgullosos, repletos de jolgorio, con innumerables luces de hogueras, ruido y alboroto de todo tipo y condición. Los legionarios romanos comprendieron hasta qué punto, tal y como les había vaticinado el procónsul, aquellos enemigos no podían concebir la idea de que pudieran ser atacados por un enemigo que, tres veces menor en número, debía de estar asustado, encogido, tembloroso detrás de sus fortificaciones. A cada paso, el orgullo de cada legionario de las legiones V y VI crecía. El pecho les palpitaba con fuerza. Eran «legiones malditas», sí, pero malditas para quién, ¿para ellos mismos o para sus enemigos?

Campamento general del rey Sífax

Al rey Sífax le gustaba estar rodeado de cierto ambiente relajado a su alrededor y, de modo particular, cuando estaba de campaña. Las obligadas largas, para él eternas, salidas militares para mantener su poder sobre sus vastos dominios eran, para pesar suyo, necesarias, pero si por él fuera viviría recluido en Cirta, rodeado de una amplia cornucopia de placeres gastronómicos y sexuales, pero últimamente el acompañamiento de la siempre tórrida y lasciva Sofonisba, su actual esposa, le compensaba un poco de todas aquellas inoportunas penurias. Pero así debía ser, pues si había pasado el último invierno desplazado hasta las costas de África era, más que nada, por ella, por dejar de oír sus permanentes ruegos por su padre, el general Giscón: «Debes ayudarle, mi rey, mi señor, haré todo lo que tú quieras, pero debes ayudar a mi pueblo, a Cartago y yo te serviré como ninguna esclava lo haya hecho antes.» Y lo hacía. Sofonisba rogaba tan bien y cumplía con tanta entrega a cada gesto, a cada movimiento de estrategia militar que hiciera él en apoyo de los cartagineses, que Sífax se dejaba conducir por su lascivia bien satisfecha que, en aquel momento, era lo mismo que decir que se dejaba guiar por los anhelos de su joven y felina esposa. Acababa de anochecer y Sofonisba dormía plácidamente a su lado. No era para menos. Para su deleite personal había hecho el amor con ella durante un par de horas, con un largo intermedio para que el rey se repusiera. Estuvieron en ello toda la tarde. Y Sofonisba cumplió y cumplió, como siempre, a plena satisfacción de Sífax. Después de aquella entrega, de aquella exhibición, era ya difícil negarse a atacar al general romano, pero había conseguido de sus emisarios un mensaje del procónsul romano anunciando que aceptaba retirarse. Sabía que ese pacto no iba a ser del agrado perfecto de su joven esposa, pero tampoco la defraudaría del todo: retirados los romanos de África, con la sola presencia de su ejército haría que Giscón incrementara su popularidad en Cartago y eso era algo que, no lo dudaba, Sofonisba apreciaría. Sífax contemplaba el cuerpo sudoroso y exhausto de su joven esposa, de su esclava de alta cuna, y se preguntaba qué más cosas podría conseguir de aquel muy corruptible aunque infinitamente hermoso cuerpo. Sin duda, aunque no la mantuviera satisfecha por sus acciones militares a favor de su padre Giscón, podría obligarla a satisfacerle, pero era algo que él ya había hecho con otras, con decenas de esclavas. Era la forma de ofrecerse de Sofonisba, el modo en que ella rendía a su rey lo que, con toda seguridad, era una personalidad férrea, era esa sumisión voluntaria la que enardecía la pasión más lujuriosa de Sífax.

En el exterior de la tienda real se escuchaban risas y algarabía general. El rey, seguro ya de la retirada romana, había permitido que se distribuyera comida abundante y algo de vino. Estaba tan feliz que se sentía extraordinariamente generoso y deseaba compartir esa felicidad con sus hombres. Además eso era una inversión en su futuro como monarca más poderoso entre Mauritania y Cartago. De hecho, ya concebía la idea de conquistar a sus inoportunos vecinos de occidente, incluso rumiaba la idea de obligar a los cartagineses a que le cedieran en el oriente de sus dominios, como pago a su apoyo en aquella guerra, algunas de las ciudades próximas adonde se encontraban, como Saleca, que tan incapaces se habían mostrado para defender. ¿Y cómo podrían negarse, con Aníbal en Italia y el peligro de que los romanos pudieran regresar, si él, el gran Sífax, hiciera público que dejaba de apoyar a Cartago? ¿Por qué contentarse sólo con Numidia cuando se podía ampliar tanto las fronteras de su reino anexionándose nuevos territorios? De pronto dejaron de escucharse las risas y un silencio abrupto interrumpió el fluido de voces y carcajadas que se venían escuchando en las últimas horas. Un silencio siniestro al que siguieron nuevas voces, pero éstas nerviosas. Voces que se tornaban en gritos de pánico. Gritos que se transformaban en aullidos de dolor y aullidos, al fin, que terminaban siendo alaridos de espanto. Sofonisba abrió los ojos.

- ¿Qué ocurre? -preguntó la joven, con sus ojos rápidos, mirando de un lado a otro.

- No lo sé -respondió Sífax, inmóvil, reclinado junto a ella, sin atreverse a levantarse. Sofonisba, decidida, se alzó, cubrió su hermoso cuerpo desnudo con un manto de lana blanca y se asomó al exterior de la tienda. Lo que vio la sobrecogió pero, rápida, se volvió hacia el rey.

- Hay que escapar. Todo el campamento está en llamas.

Los romanos habían arrojado centenares de dardos incendiarios, antorchas encendidas y lanzas humeantes desde todos los ángulos. Una vez incendiado el campamento por todas partes, vieron cómo los númidas salían de sus tiendas medio desnudos y cómo a los que les había pillado el ataque despiertos, comiendo o bebiendo, no entendían bien qué

pasaba. Todos parecían creer que se trataba de un incendio fortuito, aunque no entendían cómo prendía todo por cada rincón del campamento, hasta que algunos empezaron a señalar al cielo negro de la noche desde el que no dejaba de caer una lluvia constante de fuego. Para cuando empezaron a concebir la idea de un ataque, millares de maessyli al mando de Masinisa y millares de legionarios de la VI emergían de entre las sombras más oscuras que rodeaban el campamento, blandiendo espadas veloces y dagas afiladas con las que se entregaron a la mayor masacre que nunca hubieran presenciado. Los númidas de Sífax caían a centenares, heridos, muertos, sobrecogidos por el terror, gateando entre los cadáveres de sus compañeros abatidos, buscando escudos, armas con las que protegerse o luchar, pero cuando las encontraban ya era tarde porque una lanza les atravesaba el corazón. Miles murieron con flechas o pila en su espalda, miles envueltos en llamas, agitándose como pavesas incandescentes crepitando entre terribles gemidos de dolor y tortura indescriptibles.

Campamento cartaginés del general Giscón

Giscón vio interrumpida su cena por el agitado movimiento de sus soldados. Dos oficiales entraron en su tienda y, con tiento, para no importunar a su general, le transmitieron lo que ocurría.

- Parece que hay un incendio en el campamento del rey Sífax, mi general. ¿Debemos ayudarles?

Giscón dejó el plato de carne de caza bien condimentado con abundantes salsas, y, mientras se chupaba los dedos, dio su respuesta en forma de otra pregunta.

- ¿Cómo… cómo… de grande… es… esta carne está buenísima… ese incendio, cómo de grande es?

- Bastante grande, mi general, y parece extenderse.

Giscón pensó en su hija, pero su preocupación se disipó con rapidez. Ya se ocuparía Sífax de su seguridad.

- Mejor, que se encarguen ellos mismos de poner orden en su campamento -concluyó

Giscón. Uno de los oficiales iba a salir, pero el otro dudaba hasta que decidió atreverse a insistir en el asunto.

- Con el debido respeto, creo que el general debería ver el tamaño del incendio… -Y

no terminó su frase porque Giscón enarcó la ceja derecha y le miró con furia por atreverse a contravenir su deseo ya manifestado con claridad, pero antes de que el general Asdrúbal Giscón pudiera descargar su ira sobre aquel oficial, los mismos gritos que los cartagineses habían estado escuchando, provenientes del campamento de Sífax, parecían extenderse ahora por su propio campamento. Un tercer oficial entró en la tienda, sudoroso, sucio, desaliñado. Giscón le miró con la boca abierta.

- Las empalizadas… mi general… todas están ardiendo… y llueven flechas del cielo. Nos atacan… mi ge… -Y no terminó la frase, cayó de bruces con un golpe seco, dejando al descubierto su espalda con dos flechas enemigas clavadas a la altura del corazón. Por entre las rendijas de las heridas manaba sangre roja que brillaba a la luz de las linternas de la tienda del general. Giscón se levantó, raudo al fin, tomó su casco y salió al exterior. Olvidó por completo a su hija y se concentró en asegurar su propia supervivencia. Todo era fuego y gemidos de dolor y hombres corriendo de un lugar a otro sin dirección ni destino. Era como encontrarse en el infierno.

79 La última carta de Publio

Roma, abril del 203 a.C.

Querida Emilia:

Sé que me has escrito pero creo que no han llegado todas tus cartas, algo demasiado frecuente en estos días, pero por uno de los correos oficiales que me han llegado a través de Lucio desde el Senado, sé que estás bien y que tenemos otra hija. Las dos cosas me hacen muy feliz. Dile al pequeño Publio y a Cornelia que los quiero mucho y que no me olviden. Diles que su padre piensa en ellos todas las noches.

La campaña de África, como supuse, no tiene nada que ver con la de Hispania. Vamos de un sitio a otro y nos vemos obligados a levantar campamentos en lugares casi impracticables, como cuando tuve que retirarme de Utica para protegernos del ataque del rey Sífax y las tropas de Giscón. Pero ahora ya todo eso pasó. No debes preocuparte por mí. Les hemos derrotado en varias ocasiones y hemos puesto en fuga sus ejércitos. Nuestra suerte cambió cuando incendiamos sus campamentos por la noche. Lelio y el rey de los maessyli, Masinisa, prendieron el campamento de Sífax, y yo mismo al mando de la V incendiamos el campamento de Giscón. Sé que no te gustan las descripciones bélicas, por ello no me alargo más en el asunto, pero baste con decir que derrotamos a sus ejércitos. Giscón, el general cartaginés, se ha tenido que recluir en Cartago y Sífax ha sido hecho prisionero por Lelio. Lelio, como tú misma vaticinaste, se ha mostrado más leal que nunca. De hecho todos los tribunos y centuriones están mostrando una gran lealtad, incluso en los momentos de mayor dificultad. Eso me da fuerzas para seguir: ver el rostro de todos esos oficiales atentos a mis órdenes y dispuestos para el combate en cualquier momento es la mejor de las energías. La moral está alta y sé que ahora podremos hacer frente incluso a Aníbal, cuando sea que el Senado de Cartago le reclame. Te quiero cada día más y sueño con el día ya no tan lejano de mi regreso a Roma. Pronto estaré contigo y prometo no marcharme de tu lado en mucho tiempo. Regresaré, no lo dudes, y cada noche, cariño, recuerda lo que hablamos junto al manatial de Aretusa. En Siracusa pasamos días felices. Volverán. Publio

Emilia caminaba orgullosa por el foro de Roma. Aún estaba asombrada del respeto que le mostraba todo el pueblo. Todos se hacían a un lado para dejarla pasar. Las victo-rias de su marido eran ya casi leyenda, aunque todos temían el desenlace final si Aníbal, por fin, era reclamado por Cartago para protegerles de los ataques de Publio. Pero Emilia sólo comprendió el auténtico alcance de la popularidad de su marido cuando una de las mismísimas vestales, al cruzarse con ella a la altura del templo de Saturno, se hizo a un lado para cederle toda la calle para ella. ¡Una vestal! ¡Una vestal a la que hasta los mismos magistrados, los propios cónsules de Roma, le ceden el paso, una vestal se había humillado ante la esposa de Escipión! Emilia, en un estado de euforia rayando la más pura vanidad, se encontró con su cuñado Lucio. El hermano de su esposo la saludó

con aparente felicidad.

- Me complace verte ya tan recuperada después del parto -dijo él con afecto.

- Sí. Pomponia ha sido, como siempre, una gran ayuda; un gran apoyo.

- Es agradable escucharte siempre hablar tan bien de tu suegra. Por experiencia sé que nuestra madre puede ser algo… estricta.

- Pomponia es una gran matrona de Roma y la tomo como ejemplo, pero ¿sabes que recibí carta de Publio? Todo parece ir tan bien…

Lucio asintió sin añadir nada. Emilia detectó una sombra en su mirada.

- Porque todo va bien, ¿verdad, Lucio? -insistió Emilia.

- Yo también recibí carta y sí, todo va bien. -Pero entonces fingió tener prisa por llegar al Comitium-. Debo marchar a la Curia y velar por que Máximo no planee ninguna barbaridad.

Emilia le sonrió. Él se inclinó y partió en dirección al senaculum, donde se detuvo para saludar a varios senadores que se arremolinaban en torno a algún embajador extranjero que aguardaba turno para poder hablar ante el Senado. Emilia reemprendió la marcha, pero la alegría festiva que la había acompañado se había impregnado de incertidumbre. Querido hermano:

Gracias por tus informes regulares sobre el Senado. De modo que Máximo se muestra indeciso sobre qué hacer con las legiones de África y no propone nada. Estará confuso y te aseguro que algo tengo que ver yo en su confusión, de lo que me enorgullezco enormemente, pero hay asuntos que es mejor no tratar por escrito. La victoria sobre Sífax y Giscón en nuestro ataque nocturno fue total. Incendiamos sus dos campamentos y salieron huyendo unos pocos, pues a la mayoría los matamos allí mismo. Ha sido la mayor carnicería que he visto en mi vida, descontando Cannae. Espero no tener que ver nada igual en lo que dure esta guerra, pero quién sabe. A veces, hermano, me siento cansado y echo de menos nuestra infancia, ¿recuerdas? Cuando el bueno del tío Cneo nos adiestraba en el campo de Marte. A veces temo defraudarle, a él y a padre; pero de esto ni una palabra a Emilia. No quiero que se preocupe. Tengo escalofríos y no sé cómo dormir por la noche. El médico del campamento dice que son episodios de fiebre relacionados con la enfermedad que padecí en Hispania, pero parece que tomando mucha agua, manzanilla y otras infusiones me encuentro bien. No he dicho nada a los hombres, ni siquiera a Lelio. No quiero que piensen que tienen un general débil o enfermo. Pero me encuentro bastante bien.

Tras incendiar los campamentos enemigos, Sífax huyó, pero se alió con varios miles de celtíberos mercenarios que Cartago había hecho traer de Hispania y regresó para plantar batalla de nuevo. El rey de Numidia reclutó nuevas tropas y Giscón también. Nos enfrentamos en la región que llaman aquí las «grandes Llanuras», Campi Magni. El enemigo posicionó a los celtíberos en el centro y en las alas se situaron Sífax con su númidas y Giscón con sus nuevos soldados. Las tropas de Sífax y Giscón eran campesinos unos y jóvenes sin experiencia los otros. Sólo los mercenarios de

Hispania mantuvieron la línea. Es irónico: los pusieron en el centro porque tanto Sífax como Giscón temían que los iberos se retiraran y, sin embargo, fueron los que se mantuvieron más firmes. Si los hubieran situado en las alas, el resultado de la batalla podría haber sido diferente. Lelio machacó a los númidas y Masinisa hizo lo mismo con la falange de Giscón. Fue una gran victoria y lo celebramos por todo lo alto con los oficiales. Lucio, estos hombres, mis tribunos y centuriones, son los mejores del mundo: Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio y Valerio. Siento que con ellos todo es posible y espero que lo sea, porque sé que aún han de venir empresas más complicadas. Queda Aníbal.

Después de la batalla de Campi Magni ordené a Lelio y Masinisa que salieran en perscución de Sífax que, una vez más, como una anguila, se escabulló en medio de la derrota. No quería darle más oportunidades de rehacerse y volverse una vez más contra nosotros. Sé que Aníbal terminará regresando y sería terrible que cuando eso ocurriera, Sífax nos hubiera podido atacar por la retaguardia. Mientras tanto, hemos saqueado toda la región, sembrando un terror que sé que sacude las piedras mismas del Senado de Cartago. Me consta que ya han reclamado el regreso de Aníbal y también harán lo mismo con las tropas de Magón en el norte de Italia. Y eso es lo que me inquieta: no sé si tendremos fuerzas suficientes con estas dos legiones para enfrentarnos a las nuevas levas de Giscón, más los ejércitos de Magón y Aníbal juntos. Y el problema no será el número, eso lo sé, sino que Cartago ya no pondrá a Giscón a la cabeza de ese nuevo ejército, ya le he derrotado en demasiadas ocasiones, sino que darán el mando a Aníbal. Incluso si Aníbal tiene enemigos entre los senadores púnicos, él será el que comande ese nuevo ejército. He de reconocer que el nombre de Aníbal me quita el sueño. Y mis exploradores dicen que han visto a patrullas cartaginesas capturando elefantes salvajes. Ya sabes lo que eso quiere decir. Si le dan elefantes a Aníbal y tropas cuantiosas… Como te comenté antes, de esto ni una palabra a Emilia. La moral de los hombres es alta y el miedo de los cartagineses, cada vez mayor. Se nos han rendido infinidad de poblaciones con lo que no tenemos problemas de sumisitros. Los dioses parecen estar con nosotros. Hasta la propia Túnez ha caído, pero luego sufrimos un tremendo ataque de la flota cartaginesa. Desde las murallas de Túnez vi a todos los barcos enemigos saliendo de Cartago. Navegaban rumbo a Útica. Tuve que salir con las legiones a marchas forzadas para llegar a tiempo de preparar una defensa adecuada. Nuestros barcos de guerra no estaban preparados para una batalla naval, porque los habíamos cargado de materiales de asedio, torres, catapultas, y hasta teníamos algunos arrimados a las murallas de la ciudad allí

donde éstas se hundían en el mar. La flota cartaginesa estaba a punto de llegar para intentar desbloquear nuestro interminable asedio de Útica, así que dispuse a todos los barcos mercantes en cuatro hileras, atados unos a otros, como una gran muralla, protegiendo a nuestras trirremes y quinquerremes de guerra. Los cartagineses atacaron con furia y consiguieron, mediante enormes garfios, desgajar varias decenas de barcos de transporte de la formación que habíamos establecido. También perecieron bastantes legionarios y marineros pero conseguimos dos grandes victorias morales: el ataque de la flota cartaginesa no consiguió que levantáramos el asedio de Útica y tampoco consiguió destruir nuestra flota militar, tan necesaria para mantener mis líneas de aprovisionamiento con Sicilia. Fue un empate, pero en tierra soy yo quien lleva la iniciativa. Lelio y Masinisa cumplieron bien su misión y atraparon, por fin, a Sífax. En unos días me lo traerán cubierto de cadenas. Será un gran espectáculo para los hombres. Les animará aún más ver a uno de nuestros grandes enemigos arrodillado ante su general. Sólo hay algo que me preocupa de los númidas: Masinisa se ha casado con Sofonisba, la cartaginesa hija de Giscón, esposa de Sífax. Sé que no puedo permitir que esa mujer vuelva a poner en mi contra a otro rey númida, pero si Masinisa se ha casado con ella es porque el embrujo de esa cartaginesa le ha hechizado. Es como si ella fuera la reencarnación de la reina Dido. He interrumpido la redacción porque ha llegado Lelio, que se ha adelantado a Masinisa. Ha confirmado mis peores intuiciones. Masinisa parece transformado por Sofonisba. Mañana llegará este nuevo Masinisa y me ocuparé de este asunto.

Pronto reunirán los cartagineses sus tres nuevos ejércitos: las nuevas levas de Giscón, con las experimentadas tropas de Magón y los veteranos de Aníbal. Yo, sin embargo, hermano, estoy intentando no perder el único aliado que tengo en la región. Si Masinisa nos abandona no tendré caballería y sin caballería no podré contrarrestar la caballería púnica y, peor aún, los elefantes que están entrenando para Aníbal. Te dije que la moral de mis hombres es alta y es cierto, pero porque creo que soy el único que realmente se da cuenta de que, pese a nuestras victorias, caminamos unidos hacia nuestra muerte. Si eso ocurre, querido hermano, te ruego que cuides de Emilia y los niños y de madre. Sé

que lo harás. Sólo espero que mi muerte valga para debilitar a los cartagineses lo suficiente como para que Roma se imponga al final de todo. Te aseguro, por todos los dioses, que no me iré al Hades sin que mis legiones se lleven por delante al mayor número de cartagineses y númidas que consigan poner al mando de Aníbal, y te juro por Júpiter que no retrocederemos ante sus tropas. No habrá otro Cannae. Puede que nos masacren, pero no huiremos. Quizás ésta sea la última carta que escriba en mi vida. Quiero que sepas que has sido el mejor de los hermanos. El mejor. Cuídate, Lucio. Tu hermano desde África,

Publio

Lucio Cornelio Escipión enrrolló despacio el largo papiro en el que, de modo excepcional, le había escrito aquella larga carta su hermano Publio en lugar de recurrir a las habituales tablillas. Sin duda, la extensión de la misma requería el papiro para hacerla transportable por el mensajero que había traído el preciado documento. Lucio apretó el papiro contra su pecho. Estaba solo en el tablinium de su domus en medio de una noche ruidosa de Roma, cuyos sonidos de mercaderes, carros, borrachos y triunviros patrullando, penetraban por todas las ventanas de la casa. Lucio Cornelio Escipión, con el papiro apretado en su pecho, se encogió, sentado en aquel solitario solium del despacho y lloró

en silencio. Lloró como no lo había hecho desde que dejara de ser niño.

80 El embrujo de Sofonisba

Utica, mayo del 203 a.C.

Útica era fruta madura. Sus ciudadanos así lo presentían. Tras el fracaso de la flota cartaginesa en su vano intento por levantar el eterno bloqueo al que estaba sometida la ciudad por tierra y mar, los habitantes miraban con desesperación desde lo alto de sus agrietadas y torturadas murallas. Ante ellos, las legiones V y VI de Roma permanecían acampadas en una enorme extensión de terreno. Ni los ejércitos de Giscón y Sífax ni la flota de Cartago habían conseguido liberarles del permanente acoso romano. Y las legiones levantaban nuevas torrres de asedio y preparaban decenas de miles de nuevas armas arrojadizas que en pocas horas lloverían, una vez más, sobre su ciudad. Toda la región parecía haberse rendido al general romano que comandaba aquellas malditas tropas y así sus enemigos nadadan en la abundancia con todo tipo de provisiones y materiales para su abastecimiento y para la construcción de nuevas fortificaciones o nuevas máquinas de guerra, mientras que ellos, en el interior de sus desvencijadas murallas, sentían cómo la escasez de alimentos y agua empezaba, después de meses y meses de asedio sin fin, a causar estragos entre civiles y soldados por igual. Y decían que venían aún más tropas romanas que acababan de apresar al que debía haberlos salvado en primer lugar: el mismísimo rey Sífax había caído prisionero de esa pesadilla de general romano. Y

Giscón refugiado en Cartago y Aníbal sin regresar. Estaban perdidos. Campamento romano junto a Útica

Sífax entró en el campamento romano levantado frente a Útica por la porta principalis sinistra. Caminaba a duras penas, pues llevaba grilletes en los tobillos enlazados entre sí

por una gruesa cadena de hierro oxidado. Otros grilletes le atenazaban las muñecas y uno más pendía de su cuello. Todos ellos unidos también por una larga ristra de eslabones férreos. Los grilletes de los pies habían descarnado la piel de los tobillos y el rey sangraba por sendas llagas cubiertas de arena y polvo. Sudaba con profusión, pues por orden de Lelio, recibía abundante agua, ya que el tribuno había querido asegurarse de que el rey númida apresado llegara con vida hasta el campamento del procónsul. Sífax avanzó con paso cansado, pero aún erguido, con orgullo regio, entre las tiendas de las tropas auxiliares primero, y luego de los hastati y principes, que no dudaron en aprovechar la ocasión para abuchearle y escupirle. A la altura de las tiendas de los triari y la caballería, los escupitajos y los gritos desaparecían. En su lugar, el rey caído en desgracia se veía rodeado de una fastuosa panoplia de miradas de hondo desprecio. Para aquellos hombres era un traidor que no había cumplido la palabra dada a su procónsul de no intervenir en la guerra. Estaba claro que para aquellos legionarios veteranos, las cadenas eran poco castigo. Sífax fue obligado a detenerse en el centro del campamento frente al praetorium. El rey sabía quién iba a salir a hablar con él, pero el general romano tardó

en presentarse. El sol caía de plano y ya no le daban agua. Estaba agotado. Sífax comprendió que aquello formaba parte de la penitencia que le tocaba pagar. Esperó con paciencia. Escipión no salió en dos horas. Al emerger del praetorium, Publio apareció con el aspecto saludable de quien ha comido hace poco y descansado. Se plantó delante de Sífax y pidió que trajeran agua. Un esclavo vino raudo con un jarro de agua fresca y se lo ofreció al general, pero el cónsul señaló al encadenado rey y el esclavo se giró hacia él con el jarro en la mano. Sífax no comprendía bien aquello.

- ¿Primero me haces esperar dos horas y luego me ofreces agua?

Publio le miró y le replicó sin responder a su pregunta.

- Creo que no has hablado con corrección. Tienes una segunda y última oportunidad, rey Sífax.

El númida se irguió con aire de quien no entiende, pero era hombre rápido en entender indirectas y reformuló su pregunta.

- ¿Primero me haces esperar dos horas y luego me ofreces agua, procónsul de Roma?

Publio asintió.

- Ahora sí. Te he hecho esperar porque ya no eres un asunto primordial en esta campaña. Tengo otras muchas cosas de las que ocuparme antes de tener una conversación contigo, una conversación ya innecesaria tal y como se han desarrollado los acontecimientos. Y te ofrezco agua porque no te odio. Sífax sonrió. Tomó el agua y la bebió con ansia. Con la barba aún empapada, volvió a hablar.

- El agua te la acepto, como has visto, pero te equivocas en pensar que una conversación conmigo es del todo innecesaria. Tus problemas en África no han hecho más que empezar. Tú crees que lo sabes todo de esta tierra y es posible que sepas mucho, pero a la vez no sabes nada. Crees que de un tiempo a esta parte estás combatiendo contra Giscón o contra mí, pero eso no es cierto. Tu enemigo es otro y es aún más poderoso, más inclemente e inmisericorde de lo que tú o yo podamos ser nunca y para nada está derrotado. -Y se lanzó a reír con grandes carcajadas que le hicieron saltar las lágrimas. Publio se quedó mirándole con creciente curiosidad. No había esperado para nada una respuesta de ese tipo. Pensó que Sífax imploraría por su persona, pero se mostraba orgulloso. Bien, cada uno era dueño de cómo afrontar sus desgracias, pero aquella premonición extraña sobre enemigos invisibles todopoderosos…

- Te refieres a Aníbal, supongo -dijo el cónsul con cautela.

Sífax negó con la cabeza.

- Entonces… ¿a quién te refieres?

- ¿Ves cómo esta conversación no era tan innecesaria? -Sífax parecía feliz de tener algo con lo que confundir al hombre que le había derrotado, apresado y encadenado. Publio pidió su sella curulis y dos esclavos la trajeron enseguida. El procónsul se sentó. Tras él, en pie, se agrupaban Lelio, Silano, Mario y Marcio. A izquierda y derecha se veía a gran parte de los principales centuriones de las legiones, entre ellos a Cayo Valerio, Quinto Terebelio y Sexto Digicio. Todos los hombres de confianza del procónsul estaban allí. Sólo faltaba Masinisa, que aún no había llegado al campamento. Se estaba tomando el regreso tras derrotar a Sífax con gran sosiego. Publio intuyó que Sífax se refería al nuevo rey de Numidia.

- Te refieres, entonces, a Masinisa.

Sífax sacudió la cabeza divertido porque aun en medio de su más humillante derrota podía ver cómo de equivocado estaba el general romano que le había apresado, lo que le hacía, en consecuencia, un ser vulnerable a las artimañas del auténtico enemigo. Sífax vio tan perdido a Escipión o, lo que es lo mismo, tan cercano a su próximo fin, que se aventuró a ponerle en aviso, pues incluso a sabiendas del auténtico peligro, éste ya era demasiado fuerte como para que el romano pudiera pararlo.

- Me refiero a Sofonisba, la mujer que hasta hace unos pocos días era mi esposa. ¿Quién crees que me ha seducido noche tras noche para que deshiciera mi pacto de no atacarte, romano? Tú crees que llevas meses, años, combatiendo contra los cartagineses, contra Giscón y Magón y los iberos en Hispania, y luego contra mí en Numidia, pero no es así: desde que Asdrúbal Barca saliera de la península ibérica, tu enemigo no ha sido otro que Sofonisba. Ella planea, ella seduce, ella decide. Lo hizo con su padre en Hispania y lo hizo conmigo aquí, en África. La pasión por su cuerpo, no, más aún, por poseer lo que yo creía que era la voluntad de su precioso joven cuerpo de hembra henchida de lascivia me ha reducido a esta condición. -Y aquí Sífax levantó las manos exhibiendo los grilletes y las cadenas con el orgullo de quien muestra una herida heroica-. Y no lo lamento y eso es lo gracioso de todo: cada beso de esa mujer, cada noche con ella, cada orgía, ha merecido la pena, incluso si eso me ha conducido a llevar cada una de estas cadenas y morir como sea que tengáis dispuesto. ¿Me miráis extrañado tú y tus hombres?

¿Estoy loco? Puede ser, pero lo que debería preocupar al procónsul de Roma es que si yo, aun derrotado y encadenado sigo hechizado por el embrujo de esa mujer, ¿cómo de embrujado estará ya quien se llama a sí mismo nuevo rey de Numidia, Masinisa de los maessyli, yaciendo en la cama con esa hechicera del placer y la guerra? Y sin Masinisa a vuestro lado, ¿cuánto tiempo resistirán tus legiones en África? Me has destruido, cónsul de Roma, pero yo sólo era una herramienta de tu auténtico enemigo, ¿o debería decir enemiga? Sofonisba ya tiene un nuevo general a sus órdenes y, por la manera en la que se miraron ante mí, había algo más que interés mutuo entre ellos. Masinisa desea, ama, venera a esa mujer desde los tiempos en que estuvieron juntos en Hispania, y esa mujer, procónsul de Roma, sólo planea tu lenta y definitiva destrucción. Haz conmigo lo que quieras, pero reconozco que me haría ilusión vivir unas semanas más para ver cómo lo que tú crees que es tu gran victoria se transforma en la tumba de tus legiones. Estas legiones siguen malditas, romano, malditas…