La tela de la entrada al praetorium se abrió y Cayo Lelio apareció encorvándose un poco para evitar el contacto con el tapiz. Se detuvo en el umbral. Dudó un instante pero al final se decidió y entró en la tienda. Publio no decía nada. Era cierto lo que decían los soldados: el general necesitaba descansar. Y lo decían de corazón. Le pareció un buen comienzo para aquella conversación.

- Los hombres dicen que necesitas descanso… y eso parece.

Publio tardó unos segundos en responder. Su mirada permanecía fija en la copa vacía.

- Es irónico, ¿no crees? -empezó el procónsul-. Ellos que han combatido todo el día diciendo que soy yo el que está agotado, el que necesita descanso, cuando apenas si he luchado medio día. Yo ni tan siquiera me enfrenté a los elefantes, ni a las dos primeras cargas de la infantería enemiga, yo que he alargado hasta lo indecible el reemplazo de unos manípulos por otros en el principio del combate, dejando que mis mejores oficiales cayeran por mi ofuscación…

- Una ofuscación que nos ha llevado a la victoria y sólo tú luchaste contra Aníbal cuerpo a cuerpo y has sobrevivido para contarlo…

Pero Publio levantó la mano con un gesto de desdén, interrumpiendo a Lelio.

- Y casi me mata. Valiente excusa… y el caso es que, por todos los dioses, estoy exhausto… Lelio, estoy vencido, derrotado… no puedo más…

Lelio buscó algo donde sentarse y encontró un taburete junto a una de las paredes de tela de la tienda. Lo tomó con su mano derecha, lo situó frente al general y tomó asiento. La conversación iba a ser más larga de lo previsto y él también estaba agotado, pero no de la misma forma que Publio.

- No lo puedo entender… -El general empezó a hablar como un torrente-. Soy el más débil de entre todos los que han luchado hoy, el que menos ha combatido y el que necesita refugiarse en su cómoda tienda y encima los soldados me excusan… soy el que ha conducido a la muerte a los mejores tribunos, porque eran los mejores, los mejores oficiales de Roma, Lelio, los más leales y nadie me lo echa en cara, porque lo sabes, ¿no?

Marcio, Terebelio, Digicio, Mario, Silano… todos muertos… todos. Y Valerio, Valerio acaba de morir en mis brazos hace una hora. Y ni un reproche. Los cartagineses reharán sus fuerzas y Aníbal, Aníbal regresará con un nuevo ejército. Estas legiones serán masacradas en África más tarde o más temprano. Estas legiones no estaban malditas. Ha sido mi mando el que las ha maldecido, Lelio. Cayo Lelio le observaba intentando entender. Su mente, también exhausta, comenzó a encajar algunas piezas, pero empezó por lo más importante. Tenía que conseguir que Publio volviera a ver la realidad tal cual era.

- Aníbal no regresará. Esto no ha sido una victoria sin más. Hemos aniquilado… exterminado su ejército. Han caído treinta o cuarenta mil soldados al servicio de Cartago y Aníbal ha escapado con apenas un puñado de hombres. Cartago no tiene posibilidad de reunir ningún nuevo ejército, al menos, en bastantes meses, y para entonces ya será tarde. Y lo saben, Publio, lo saben. Nuestras bajas son unos siete mil, puede que algo más, pero dispones de veinte mil legionarios aptos para la lucha ya mismo, a tu mando, quizás haya que descontar algunos centenares de heridos, pero muchos de ellos recuperables. Y la caballería, la nuestra y la de Masinisa. Casi otros cinco mil más descontando heridos y muertos. Tienes dos legiones a tu mando que te seguirán adonde tú digas. Ellos, los cartagineses, no tienen nada y peor que eso: ya no tienen a Aníbal en Italia, por lo que ahora Roma te enviará todos los refuerzos que pidas. Después de lo que ha ocurrido hoy, nadie en el Senado, ni Catón, se atreverá a decir una sola palabra contra ti. Publio, Publio, despierta. Estás agotado, eso es evidente, y estás más agitado que nadie y te culpas por las muertes de tus oficiales que fallecieron luchando, cumpliendo con su deber, pero tu agotamiento es porque has hecho más que nadie. Tú has tenido que tomar las decisiones por todos, las vienes tomando desde que empezamos las campañas en Hispania y de eso hace más de siete años. Llevas todo este tiempo decidiendo cómo formar las legiones en cada batalla, sobre ti ha caído la responsabilidad de cada choque. Esta mañana, esta mañana, con los ochenta elefantes ante nosotros… si no es por tu estrategia estaríamos todos muertos -Lelio se levantó y señaló hacia la puerta del praetori- um-, y eso, Publio, eso lo saben ellos, lo sabe cada uno de esos legionarios de la V y la VI y los oficiales y lo sabe hasta el rey Masinisa, que no sabe si odiarte o admirarte: todos saben que es por ti que están vivos los que están vivos, y los que están muertos han caído en la más épica de las batallas que ha luchado nunca Roma. ¡Publio Cornelio Escipión, despierta de tu pesadilla! ¡Has derrotado a Aníbal! ¡Has exterminado su ejército!

Cartago estará de rodillas en unas horas, en cuanto las noticias de lo que aquí ha acontecido lleguen a oídos de su Senado y de su Consejo de Ancianos. Aceptarán todo lo que se les pida y, si no, sufrirán el asedio más terrible y más largo que recuerde la historia, y todo eso es por ti. Por eso tienes derecho a estar cansado y a descansar. ¿Te sientes culpable por la muerte de esos oficiales? Terebelio, Digicio, Mario, Marcio, todos ellos te siguieron por lealtad, como voluntarios se presentaron en tu propia casa cuando propusiste al Senado la campaña de África. Nadie les obligó y todos sabían a lo que se exponían. Ellos querían estar aquí hoy y son ya leyenda, Publio, son leyenda de Roma y lo son por ti, por haberte seguido hasta aquí. Y Cayo Valerio, Cayo Valerio era un centurión orgulloso y honrado injustamente desterrado y le has permitido recuperar tanto su orgullo como su honor de soldado y le has convertido en historia también. Los vecinos de su familia en Roma ya no escupirán a su mujer y a sus niños cuando se crucen con ellos en la calle, sino que se apartarán y les dejarán paso y considerarán un honor que cualquier miembro de la familia de Cayo Valerio les dirija siquiera una mirada. Publio, no has matado a nadie: ha sido esta guerra la que tanto dolor nos ha traído a todos la que los ha matado, pero su sacrificio ha conducido al final de la guerra misma. Cartago no tiene ya con qué luchar, porque tú has destruido a sus aliados, primero en Hispania y luego aquí

en África; Sífax está preso, sus númidas masacrados, sus mercenarios riegan con su sangre la llanura y los veteranos de Aníbal están siendo pasados a cuchillo, uno a uno; Cartago, mañana al amanecer, sólo estará contando sus muertos. -Publio le miraba con los ojos abiertos-. Publio, eres procónsul de Roma, general en jefe de las legiones V y VI y eres el único magistrado de Roma que ha derrotado por completo a Aníbal en una batalla campal, el único que ha conquistado África. ¿Sabes cómo te llaman los soldados? Publio negó con la cabeza-. Te llaman Africanas, el conquistador de África. Lo dicen mientras recogen heridos, mientras se acomodan en las tiendas para pasar la noche, mientras se organizan las guardias; pasaba junto a una de las hogueras que han encendido, porque ya da igual que los cartagineses sepan dónde acampamos porque no tienen ejército con el que atacarnos, así que encienden hogueras para preparar una cena caliente, y los oí hablar del general, de Escipión, de Africanas. Para esos hombres no eres ya un procónsul de Roma, o su general, ni siquiera creen ya que estés bendecido por los dioses, para esos miles y miles de legionarios eres tú mismo un dios. -Lelio volvió a señalar la puerta y en ese justo instante, desde el exterior, empezó a escucharse una enorme algarabía, un griterío que crecía y crecía sin parar, como una ola gigante en el océano, pero sólo se escuchaba una palabra: ¿Africanas, Africanas, Africanas… / Lelio miró entonces hacia la puerta, igual que hizo Publio. El general se levantó despacio y pasó por delante de Lelio, que le imitó y le siguió hacia la entrada. Publio descubrió la cortina y salió al exterior. Lelio cruzó el umbral y se situó a su espalda. Todo alrededor del praetoriam eran hogueras, decenas, centenares de ellas. Y a su alrededor millares de soldados de Roma, y todos gritaban aquella palabra sin cesar: ¡Africanas, Africanas, Africanas! Los lictores se acercaron a Publio y le dieron un larga capa limpia, un paludamentum púrpura. Publio dejó que se lo ajustaran. Con la caída del sol refrescaba de forma sorprendente en aquella tierra desértica. Los lictores trajeron entonces antorchas y le escoltaron mientras empezaba a andar. Cayo Lelio observaba al general y a su enfervorizado ejército y pensó en qué lejos en el tiempo quedaba ya aquel jovenzuelo de diecisiete años que le confesara tener miedo a entrar en combate la noche previa a la batalla de Tesino. Ahora aquel muchacho se había convertido en el mayor general de Roma. Lelio recordó algo importante y acertó a comunicárselo al general antes de que se alejase.

- Por cierto, no todos han muerto, parece que Silano ha sobrevivido. Está herido, pero vivo.

Publio se volvió un momento para responder.

- Eso está bien, eso está bien. -Pero enseguida se alejó para pasear entre sus legionarios, que no dejaban de aclamarle. ¡Africanas, Africanas, Africanas! Era su general, su cónsul y, tal como Lelio había anunciado, su dios.

93 La barca de Caronte

Zama, madrugada del 20 de octubre del 202 a.C.

Esa misma noche Publio Cornelio Escipión ordenó que se trajeran frente al praetori- um los cuerpos sin vida de sus tribunos y centuriones caídos. Así, diferentes grupos de legionarios de los diversos manípulos en los que habían servido aquellos oficiales excepcionales por su valor, trajeron a Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio Tala y al primus pilus Cayo Valerio. Publio permaneció frente a los cuerpos mientras eran desvestidos y limpiados concienzudamente. Atilio, el médico de las legiones, cosió las heridas y limpió la sangre seca de los cadáveres. Luego Publio hizo traer togas blancas limpias y no dejó que fueran los esclavos, sino que ordenó a los propios legionarios que vistieran a cada tribuno, a cada centurión desnudo. Y los legionarios no se sintieron humillados, sino, muy al contrario, agradecidos de poder servir hasta el último instante a unos oficiales que por su coraje y destreza habían sabido conducirlos en la batalla para dejarlos allí ahora, vivos y victoriosos bajo el mando del mejor general del mundo. El único que había derrotado de forma brutal a Aníbal y sus ejércitos en la más grande de todas las batallas campales que ninguno de ellos pudiera traer a la memoria. Mientras tanto, dos manípulos de soldados trabajaban en levantar la más grande pila fueneraria que ninguno de aquellos soldados hubiera visto antes. Trajeron leña acumulada para varios días y alzaron una montaña de más de seis metros de altura. Sobre la cumbre de aquella meseta de troncos y ramas secas, Publio ordenó que subieran los cuerpos limpios y entogados de sus oficiales muertos. Ordenó que cada oficial fuera dispuesto en lo alto del monte de leña con sus armas, sus pila, sus gla-dios, sus dagas y sus escudos. Incluso hizo que rebuscaran junto a los cadáveres de los elefantes para encontrar la lanza y la espada que Quinto Terebelio y Cayo Valerio habían usado para atacar a las gigantescas bestias que pusieron en peligro a las dos legiones. Y las armas se encontraron y se trajeron y se pusieron junto a los cadáveres. Y sobre los cuerpos de Terebelio y Digicio se pusieron además las coronas murales que ganaran al ser los primeros en conquistar las murallas de Cartago Nova, y encima del pecho de Cayo Valerio se dispusieron todos y cada uno de los torques y jaleras que el veterano primus pilus había conquistado en el pasado. Publio Cornelio Escipión, procónsul cum imperio sobre las legiones de Roma en África, único general de la ciudad del Tíber o de cualquier otra ciudad o país que había sido capaz de destrozar a las tropas cartaginesas en África de forma absoluta, ascendió por un extremo de la montaña de leña donde los legionarios habían dejado una ruta con la pendiente más suave, hasta alcanzar lo alto de la pila funeraria. Luego fue moviéndose con tiento por entre los cuerpos, arrodillándose junto a cada uno, abriendo con cariño, con mimo, la boca de Lucio Marcio primero y, sacando de una pequeña bolsa una moneda de oro puro acuñado en Sagunto, la depositó entre los dientes del difunto. A continuación repitió la operación con Terebelio, con Digicio, con Mario y, para terminar, con Cayo Valerio. Aquellas monedas, unas de las mejores monedas de oro que se habían acuñado nunca, regalo de los saguntinos a Escipión por reconstruir su ciudad, las depositó en la boca de aquellos hombres sagrados para el corazón de Publio. No eran ya monedas, sino el óbolo necesario para que el dios Caronte permitiera a las almas de aquellos hombres cruzar el río Aqueronte en las entrañas de la tierra, para que de esa forma todos y cada uno de aquellos oficiales no quedaran sin culminar el tránsito entra la vida y la muerte, entre el reino de los vivos y el palacio del Hades en el Elíseo del inframundo. Publio Cornelio Escipión descendió despacio por el otro extremo de la montaña de leña y caminó hasta ubicarse frente al gran promontorio de incineración. Un lictor se aproximó y le dio una antorcha prendida en llamas que baila-ban acariciadas por el viento nocturno. No había habido tiempo para una larga deductio por todo el campamento ni lo había para esperar varios días antes de la incineración, porque estaban en medio de la más feroz de las campañas militares y al amanecer tenían que estar preparados para cualquier movimiento que los cartagineses, en su completa desesperación, pudieran acometer. Era cierto que no tenían muchos recursos, pero Publio seguía desconfiando, sin creer que aquella batalla pudiera suponer la derrota final de Aníbal. Por eso había organizado aquella rápida pero fastuosa y espectacular incineración de sus más leales oficiales, pero se sentía, al mismo tiempo, mal consigo mismo por reducir la pompa de su entierro y por ello había ordenado levantar la mayor de las piras funerarias que hubieran visto jamás, y por eso había puesto en la boca de cada oficial muerto la mejor de las monedas de oro posible, pero aún había alguna costumbre que se podía cumplir y que debía cumplirse, por tradición, por respeto, porque sus oficiales muertos se lo habían ganado.

- ¡Legionarios de la V y la VI! ¡Vuestros oficiales han muerto para daros la vida a vosotros y ahora correspondería a los familiares de los caídos proceder a la conclamatio, pero sus familiares están lejos de aquí, en Roma, y yo os digo que vosotros sois ahora su familia y como familia os conmino a que gritéis al viento de esta noche el nombre de cada uno de los caídos! ¡Gritad conmigo, gritad cada nombre! ¡Lucio Marcio Septimio!

Y miles de gargantas respondieron con toda su fuerza.

- ¡Lucio Marcio Septimio! ¡Lucio Marcio Septimio! ¡Lucio Marcio Septimio!

Y sólo el viento les respondió. Marcio permaneció inmóvil, tendido sobre la inmensa pira funeraria. Y la misma conclamatio se repitió con los nombres de Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio y el mismísmo Cayo Valerio.

Publio deja de mirar a los legionarios y se vuelve hacia el promontorio de leña. Se pasa el dorso de la mano izquierda por los labios y las mejillas húmedas. Está llorando. Se agacha y acerca la antorcha a las ramas secas de la base impregnadas de pez. Las primeras ramas se encienden con furia y como un torbellino toda la pira funeraria arde por los cuatro costados. El procónsul debe retirarse varios pasos primero y luego retrocede, igual que lo hacen todos, hasta dejar casi treinta pasos de distancia entre él y la gigantesca pira funeraria en llamas. La hoguera es la mayor que nunca nadie de los allí presentes hubiera visto jamás. Algunos recuerdan cuando incendiaron los campamentos de Sífax y Giscón. Aquél fue un incendio mayor, pero compuesto de multitud de hogueras diferentes. Aquélla era la mayor fuente de luz y calor que nunca hubieran presenciado emergiendo de una única llama. Publio Cornelio Escipión vuelve a vociferar con toda su energía, gritando entre lágrimas que no se esfuerza en ocultar.

- ¡Golpead vuestros escudos, golpead vuestros escudos con las espadas! ¡Quiero que Caronte se despierte, quiero que Caronte oiga el estruendo de nuestro dolor infinito, quiero que Caronte sienta respeto, incluso miedo de las almas de nuestros tribunos, de nuestros centuriones caídos en la más dura de las batallas! -Y los legionarios obedecieron y alrededor de la monumental hoguera se alzó un estruendo de golpes metálicos como no se había oído jamás, que ascendió por el aire y fue llevado por el viento hasta alcanzar millas de distacia. Y Publio levantó sus brazos en alto y elevó su voz por encima de aquel mar de ruido y se acercó a las llamas hasta que el calor clamoroso de la leña ardiendo le detuvo-. ¡Despierta, Caronte, despierta y lleva a nuestros hermanos hasta su descanso eterno! ¡Despierta, Caronte, y escucha nuestro dolor!

Aníbal se había detenido a varias millas del lugar del combate. Cabalgaba en dirección a Hadrumentum, pero había ordenado una breve parada para que los animales se repusieran y pudieran comer algo y abrevar para resistir la marcha que aún quedaba hasta llegar a la ciudad que había elegido como refugio tras la derrota. Un clamor lejano llegó

a sus oídos y a los de sus hombres. Aníbal, al igual que todos, se volvió a mirar. En la lejanía de la noche oscura, se intuía un resplandor brillante justo allí donde habían luchado y por el aire parecía viajar un murmullo cargado de misterio que a los oídos de todos aquellos soldados resultaba ininteligible, para todos excepto para Aníbal.

- Entierran a sus muertos y lo hacen con honor -dijo el general de generales-. Eso les honra. Hemos sido derrotados, al menos, por un general y no por un villano. Es el único consuelo que nos queda… de momento. -Y no dijo más, pero se miró la mano en la que lucía los anillos de todos los cónsules romanos que había abatido en el campo de batalla. Era una colección que nadie más había podido lucir y que nadie más podría exhibir nunca. Aníbal apretó los dientes un momento y luego hizo una señal para que Maharbal se acercara. Los dos hombres hablaron en voz baja. Luego Maharbal desapareció a solas en medio del desierto mientras Aníbal y los caballeros de Cartago supervivientes al desastre de Zama montaban de nuevo sobre sus caballos y reemprendían en dirección a Hadrumentum la marcha más dura y más triste.

El viejo dios Caronte surcaba el pantano que el gran río Aqueronte, el río de la pena, creaba en torno al Hades, allí donde los muertos debían llegar si tenían con qué pagar el viaje. Caronte era quien decidía si la moneda que llevaban para pagar su tránsito era merecedora de navegar sobre las yertas aguas de la ciénaga del infierno o si, por el contrario, condenaba a las almas que no acertaran a satisfacer su codicia a un eterno vagar entre el mundo de los vivos y los muertos. Caronte, el hijo de Erebo y Nix, retornaba cansado y aburrido de su último viaje. Acababa de llevar a varios asesinos innobles al otro lado del pantano. Eran almas de miserables que terminarían en el tártaro infernal. Y malos pagadores de monedas de cobre que Caronte despreciaba. Se rió con asco de ellos cuando los dejó en el Asfódelos donde la bestia cancerbera se haría cargo de que sólo pudieran marchar hacia el tártaro y nunca hacia el Elíseo, preservado para las almas honestas, especialmente cuando el juicio implacable de Minos, Radamanto y Éaco, los tres jueces del inframundo, confirmara la sentencia de aquellas míseras almas. Estaba a medio camino, cuando le pareció escuchar algo. Un inmenso torrente de ruido descendía desde el reino de los vivos, un estruendo como no había escuchado desde la muerte de Eneas. Y le extrañó. Aceleró algo el ritmo de su navegación movido por la curiosidad. Su existencia era demasiado monótona y cualquier alteración era siempre vivida por su parte con cierto interés, siempre y cuando no supusiera un quebranto a las leyes que los dioses habían estipulado para el inframundo, como cuando Hércules entró a la fuerza, vivo, en el reino de los muertos, y regresó también vivo. Aquello le valió a Caronte un año de prisión decretado por las deidades, molestas por su ineficacia. De nada importó

que Hércules fuera hijo del mismísimo Júpiter. Ninguna excusa le valió, y el castigo tuvo que ser cumplido. Desde aquello, las novedades le interesaban igual que, no podía evitarlo, recelaba de ellas. Caronte alcanzó al fin la costa del pantano donde se encontraban las almas de los recién difuntos. Allí esperaba un pequeño grupo de hombres, vestidos con togas blancas, pulcros, y repletos de armas y todo tipo de condecoraciones militares. Era allí donde el estruendo que descendía desde el reino de los vivos se transformaba en un extraño y poderoso clamor que despertó aún más la mente inquisitiva del anciano barquero del infierno. Bajó de su barca y, yendo de una a otra de aquellas almas, posó su arrugada mano en la boca de cada uno de los recién difuntos y de cada boca extrajo la más hermosa de las monedas de oro. Caronte se sintió satisfecho y sorprendido por la pre-valencia de aquel estruendo que no dejaba de descender desde el lugar de donde provenían aquellos hombres muertos. Sin duda algo grande había ocurrido allá

donde los vivos dirimían sus diferencias, algo que agitaba a miles de mortales y que no dejaba indiferente al resto de los dioses, que dejaban que aquel sonoro lamento de golpes extraños llegara a penetrar las mismísimas puertas del Hades.

- Éstos no son mortales comunes -se dijo Caronte, mientras acercaba su barca hasta la mismísima arena de la playa del lago y dejaba que cada uno de aquellos hombres ascendiera a su embarcación. Eran cinco. Cinco senadores de Roma o quizá cinco de sus oficiales en el campo de batalla. Muchos muertos habían llegado de Roma en los últimos años, pero pocos que hubieran levantado aquel clamor entre los vivos y pocos que se condujeran con el orgullo y la serenidad con la que lo hacían aquellos hombres envueltos en sus togas blancas y armados con sus espadas y lanzas. Eran un grupo temible y Caronte no tenía duda que su deber debía ser el de conducirlos con rapidez en un rápido tránsito por el río Aqueronte hasta alcanzar la otra playa donde dejar a aquellas almas que, sin duda, debían seguir camino del Elíseo.

Caronte aún se sorprendió más cuando las en ocasiones embravecidas aguas del pantano se calmaron por completo al cargar aquellas almas en su barca. El anciano barquero que todo lo había visto se mostró algo perplejo y decidió seguir con su cometido en silencio sin atreverse siquiera a preguntar a los difuntos, como hacía en otras ocasiones, nada sobre su origen o sobre la causa de su muerte. Estaba intrigado, pero el porte y la dignidad de aquellos espíritus transeúntes le conminaban a guardar un prudente silencio. Así Caronte, sin saberlo, transportó las almas de Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio y Cayo Valerio, por el pantano que separa a los vivos de los muertos. Su asombro era creciente, pues estaba acostumbrado a transportar almas tensas, con miradas nerviosas que intentaban escrutar su destino entre los vapores impenetrables de la ciénaga infernal. Sin embargo, aquellos espíritus transmitían una extraña sensación de paz. A medio camino, Caronte ya había forjado su opinión y no dejaba de mirar con admiración y respeto a aquellas cinco almas que navegaban con un orgullo inédito rumbo al infierno, con un porte y una templaza sólo propia de los héroes.

94 El anillo consular

Zama, 20 de octubre del 202 a.C.

Campamento general romano en Zama

Al amanecer, bien temprano, tras un frugal rancho de gachas de trigo en leche de cabra y algo de pan y agua, el general estaba en el praetorium junto con Cayo Lelio, un encogido Silano reclinado en una butaca por las heridas de las que intentaba recuperarse, un magnífico aunque siempre distante Masinisa, rey ya de toda Numidia, y los centuriones de segundo rango ante la ausencia de los tribunos y los primus pilus de la V y la VI. Publio, sorprendentemente restablecido en sus energías y dotes de mando, estaba dando las instrucciones necesarias para organizar la marcha de las legiones hacia Utica, donde podrían recuperarse de la batalla y esperar más refuerzos y provisiones, al tiempo que se enviarían mensajeros a Cartago para no ya negociar, sino simplemente informar de cuáles eran las condiciones de paz que Roma imponía. En ese momento, Marco, el más veterano de los lictores, entró en la tienda.

- ¿Y bien? -preguntó el general.

- Ha llegado un mensajero.

- ¿De Cartago? -inquirió el general con el ceño fruncido. Era demasiado pronto como para que las noticias hubieran llegado y los senadores de Cartago hubieran tenido tiempo de decidir algo.

- No, de Hadrumentum. Es un mensajero de Aníbal. Parece que es allí donde se va a refugiar el general cartaginés.

- ¿De Aníbal? -Publio Cornelio Escipión separó sus manos de los mapas que había estado consultando y se sentó en su sella curulis, frente a la mesa-. Que pase. Un caballero púnico, con uniforme y presencia militar, pero con sus ropas, brazos y piernas cubiertos por sangre seca, igual que su poblada barba y su casco polvoriento, entró mirando a uno y otro lado, pasando entre los centuriones del ejército con el que había estado luchando el día anterior. Los romanos, toda vez que lo capturaron en las proximadades de la llanura, respetaron su vida, porque no dejó de gritar que lo enviaba Aníbal para hablar con el general romano y había algo en su voz que imponía no sólo respeto, sino miedo, en los romanos que le rodearon, por lo que los legionarios se limitaron a desarmarlo y pasearle por entre todos los muertos de sus compatriotas y mercenarios de su Estado, de modo que cuando aquel que se decía mensajero de Aníbal, si se marchaba de allí con vida, sólo pudiera contar a Aníbal y a todos los cartagineses que allí no quedaba un solo soldado de Cartago con vida.

- Habla, oficial de Cartago, te escucho -dijo Publio, sin saber muy bien a qué obedecía aquella visita. El caballero cartaginés no dijo nada, sino que rebuscó bajo sus ropas con cuidado de no levantar las suspicacias de los centuriones y demás oficiales romanos, y sacó un pequeño paño de tela que, muy despacio, acercó hasta la mesa del general y lo depositó sobre los mapas.

- Esto es de Aníbal -dijo el cartaginés en un griego bastante correcto-. Mi general dice que una promesa es una promesa, incluso si ésta es una promesa al mayor de sus enemigos. Publio se incorporó en su butaca y tomó el paño de tela entre sus manos. Lo abrió con tiento y, al separar los diferentes pliegues de aquel tejido, ante sus ojos emergió un anillo dorado: el anillo consular de oro puro de Emilio Paulo, su suegro, abatido por las tropas cartaginesas en la batalla de Cannae. Publio lo tomó con cuidado con su mano izquierda y lo depositó en la palma de su mano derecha, que cerró con fuerza, como si estrechara la mano de un ser querido que no veía hacía mucho tiempo.

- ¿Y los otros anillos? -preguntó el general.

El oficial cartaginés se retiró un poco dando un paso atrás. Temía esa pregunta.

- Aníbal dice que… -empezó pero no se atrevía a seguir.

- Habla, cartaginés. Eres un mensajero y me has traído algo muy preciado para mí. Tu vida será respetada. Dime lo que ha dicho Aníbal. Quiero saberlo, quiero escucharlo. El oficial tragó saliva. Le gustaría poder quitarse el casco. El sol ya había salido y estaba calentando la tienda con intensidad. Empezó a sudar.

- Aníbal ha dicho que los otros anillos son suyos por ley de guerra y que si Roma los quiere Roma tendrá que arrebatárselos, y eso Roma sólo lo podrá hacer de su cuerpo muerto.

Todos contuvieron la respiración, empezando por el propio oficial púnico, firme en medio del praetorium, pero Publio sonrió y todos parecieron relajarse un poco.

- Dile a Aníbal que esos anillos pertenecen a Roma y que Roma los recuperará un día, de su cuerpo muerto o apresado, pero es cierto que sólo dijo que si quería recuperar este anillo debía derrotarle en el campo de batalla y no se refirió a los demás anillos, eso es cierto, como lo es también que Aníbal ha cumplido su promesa, lo cual me ha impresionado. -Y continuó dirigiéndose a Marco-. Ahora que acompañen a este hombre a un lugar tranquilo donde pueda comer y beber sin ser molestado. Es un guerrero como nosotros y a la luz de su apariencia luchó con vigor ayer; luego, que se le proporcione una escolta que lo lleve hasta las cercanías de Hadrumentum o de Cartago, donde él os diga, y allí dejadlo libre.

El oficial cartaginés iba a dar media vuelta, el cónsul romano ya se había vuelto a levantar y volvía a contemplar los mapas, pero antes el caballero púnico se atrevió a añadir algo.

- Gracias, general.

Publio Cornelio Escipión levantó la mirada de la mesa y se irguió por completo. El oficial púnico ya se retiraba escoltado por Marco y el resto de los lictores cuando el general hizo una pregunta.

- ¿Y cuál es tu nombre, cartaginés?

El aludido volvió a girarse para quedar de nuevo frente al procónsul.

- Maharbal, procónsul de Roma, mi nombre es Maharbal.

Todos estaban sorprendidos, porque era la primera vez que oían a un oficial cartaginés dirigiéndose a un general romano reconociendo su rango. La conversación continuó.

- ¿Y cuál es tu rango, oficial? -preguntó Publio con curiosidad-. Debes de ser alguien importante para que Aníbal te confíe un mensaje privado como el que me has traído.

- Soy su jefe de caballería, general.

- Entiendo. -Publio meditó un momento-. Resististeis con vehemencia ayer, pese a estar en clara inferioridad numérica frente a mis jinetes.

- Hice lo que pude. Hice lo que me ordenaron.

- Y tu resitencia casi consigue una nueva victoria para Aníbal.

- Me faltaron hombres, general. De hecho, Aníbal está convencido de que si hubiera tenido más jinetes, él sería quien habría derrotado al procónsul.

- Pero tenía los elefantes y yo no -replicó Publio-. Aníbal ha sido derrotado porque yo he planteado mejor la batalla y mis hombres han luchado con coraje. Maharbal tenía argumentos para rebatir la afirmación del general romano, pero no quiso continuar aquel debate ni forzar su suerte. El propio procónsul pareció también ceder un poco.

- En todo caso, es indudable que no faltó valor entre los cartagineses -comentó Publio mirándole fijamente. Maharbal sostuvo la mirada. El general apostilló una última frase-. Es una lástima que no seas romano.

Maharbal sonrió y el general le respondió con un ligero cabeceo de asentimiento. Luego el oficial cartaginés se retiró y salió de la tienda. En el exterior, Marco se dirigió a él de nuevo. Maharbal detectó cierto tono de respeto.

- Ven. Te daremos buena comida y bebida. Luego, como ha ordenado el procónsul, te escoltaremos hasta donde digas.

Maharbal asintió y ambos hombres desaparecieron entre una gran cantidad de legionarios que se estaba congregando con ánimo de escupir e insultar al oficial cartaginés, pero cuando se cruzaban con la firme mirada de Marco, úproximus lictor del procónsul, todos callaban y nadie decía nada.

En el interior del praetorium, Publio continuaba con sus instrucciones a sus oficiales, pero su mano derecha la mantenía cerrada, a su espalda, apretando con fuerza el anillo consular de Emilio Paulo.

Hadrumentum

Aníbal escuchó el relato de Maharbal con interés, en especial cuando su jefe de caballería repitió las palabras de Publio Cornelio Escipión en las que insistía que había vencido por haber planteado mejor la batalla que el propio Aníbal.

- Así que, después de todo, es vanidoso -comentó el general cartaginés con una sonrisa extraña-. Noble, pero vanidoso. Deberá tener cuidado el general romano. La vanidad en Roma crea muchos enemigos… -Y Aníbal se puso serio antes de continuar; le dolía que el procónsul de Roma no hubiera admitido que la falta de caballería en el bando de Cartago había sido crucial-. Y no, no debería vanagloriarse de haberme derrotado, pues eso alimenta en mí algo que creía olvidado.

Maharbal le miró confuso.

- Las ansias de venganza -sentenció Aníbal-. No ahora, no en mucho tiempo, pero la vida es larga y quizás alguna vez, en algún momento, en algún lugar, tenga en mi mano la herramienta con la que causar una derrota a ese Escipión mucho más dura y fatal que la que él me ha infligido a mí. No, no hace bien en vanagloriarse de mi derrota. -Y lo repitió una vez más, como grabándose en la memoria aquellas palabras para recordarlas bien en el futuro-. No, no hace bien. No hace bien. Todos terminamos siendo vulnerables alguna vez. Todos.

95 El final de una guerra

Cartago, noviembre del 202 a.C.

Aníbal llegó a las puertas de Cartago en la muralla del istmo bordeando el lago de Tynes en el sur. Llegaba arropado por sus más fieles oficiales. Maharbal cabalgaba junto a él y, al igual que el resto, iba cabizbajo. Todos tenían aún manchas de sangre en sus uniformes. La estancia en Hadrumentum no había servido ni para recuperar la moral ni para reequiparse con nuevas ropas. Sólo para guarecerse de las crecidas y envalentonadas «legiones malditas». Al abrirse las puertas de la ciudad, Aníbal desmontó.

- Iremos andando. Tengo ganas de dar un paseo -dijo mirando a Maharbal. Éste asintió e imitó a su general y lo mismo hicieron el resto de los oficiales y soldados que le acompañaban.

Eran unos doscientos guerreros, la mayoría cartagineses y áfricanos, leales a los Barca desde tiempos de su padre Amílcar. Habían combatido con aquel primero y luego con su hijo Aníbal en Hispania, la Galia, Italia y ahora en África, compartiendo las más espectaculares victorias y las más dolorosas derrotas. Siempre con Aníbal, allí donde él decía que se debía acudir, aquellos hombres le seguían, como ahora lo hacían en la más dura de las retiradas, en su propia patria, con los romanos siguiéndoles los talones, tras haber perdido todo un ejército apenas a un par de días de marcha de Cartago. Entraron en la ciudad por la puerta de Thapsus y, a buen paso, cruzaron la urbe desde la muralla del istmo hasta el puerto comercial y luego la impresionante bahía militar semicircular de Cartago. Dejando a sus espaldas el monte Tofet, alcazaron la gran plaza del agora, a los pies de la colina Byrsa, donde se levantaba el Senado de Cartago. El edificio donde se reunía el Senado de la ciudad estaba custodiado por un centenar de soldados púnicos. Aníbal los miró y sacudió la cabeza. Eran jovenzuelos inexpertos incapaces ni siquiera de sostener las lanzas rectas. Estaban orgullosos pero también asustados. El general los veía con los ojos nerviosos fijos en las corazas ensangrentadas de sus veteranos. Aníbal empezó a ascender por la escalinata seguido por sus guerreros. Una docena de aquellos jóvenes guardias se interpuso ante el general justo frente a las grandes puertas de bronce que daban acceso a la sala donde permanecía reunido el Senado de la ciudad. Aníbal se detuvo. Escuchó cómo sus hombres desenvainaban las espadas; entonces levantó su brazo derecho y todos sus veteranos volvieron a envainar las armas. Los jóvenes guardias del Senado apretaron los labios. Sudaban. Había un silen-cio tenso. Aníbal no tenía prisa por hablar. Al fin, uno de los jóvenes centinelas se decidió a dirigirse a él.

- El Senado de Cartago está reunido. Nadie puede entrar.

Los doce guardias mantuvieron su posición frente al gran general púnico. Aníbal respiró un par de veces, con calma, en sosiego. Los malos momentos los había pasado en el desenlace de la batalla. Ahora vivía en una calma fría que en situaciones tensas le hacía moverse despacio, hablar despacio, respirar despacio.

- ¿Tú sabes quién soy yo, soldado? -preguntó Aníbal.

El aludido asintió un par de veces antes de responder.

- Aníbal Barca.

- Bien. Pues ahora apártate y preserva tu sangre para derramarla por la patria, pues tu patria pronto te lo pedirá. -Y antes de que el guerrero pudiera reaccionar, lo apartó con su poderoso brazo derecho, haciéndolo a un lado y alcanzando así las puertas de bronce. El resto de sus hombres le imitó y en un par de segundos los jóvenes guardias rodaban por las escaleras. Aníbal y Maharbal empujaron las pesadas puertas del Senado de Cartago y éstas cedieron a su fuerza. Las bisagras chirriaron como si de ratas asustadas se tratara. La luz iluminó una amplia estancia en penumbra y de entre las sombras empezaron a dibujarse las siluetas de decenas de senadores sentados a ambos lados de aquella gran sala. Aníbal miró hacia atrás y sus hombres comprendieron. Sólo el general y Maharbal cruzaron el umbral. Ambos pasearon con lentitud entre los sorprendidos senadores de Cartago hasta detenerse al fondo de la estancia, frente a dos hombres de mayor edad, sentados en dos grandes butacas de piedra. Los sufetes. Uno de ellos, el más anciano, grueso, pesado y lento se alzó indignado.

- ¡Por Baal, nadie puede interrumpir una sesión del Senado de Cartago! ¿Cómo te atreves?

- Vengo a informar al Senado de una derrota importante -respondió Aníbal sin enfado, sin alegría, casi sin sentimiento.

- Que has sido derrotado en Zama es algo que ya sabemos. Ahora debemos decidir cómo continuar la lucha, cómo defender la ciudad, así que sal de aquí y espera órdenes replicó el sufete. Aníbal vio cómo sudaba por las sienes. Hablar debía de ser ya en sí un gran esfuerzo físico para aquel obeso gobernante. El general cartaginés no se movió del lugar que ocupaba en medio del edificio del Senado de Cartago. Maharbal, sin embargo, había iniciado un prudente retroceso que refrenó al escuchar de nuevo la voz de su general, pero no podía evitar sentirse incómodo enfrentándose al Senado de su ciudad.

- ¿Seguir la lucha? -preguntó Aníbal en tono normal al sufete, y luego repitió la pregunta elevando la voz y dirigiéndose a todos los senadores-. ¿Seguir la lucha? ¡Por Baal y Tanit y todos los dioses! ¿Cómo, con qué ejército, con qué generales?

El sufete comprendió que Aníbal no sería persuadido a salir con una simple orden. Como hábil político, decidió cambiar de estrategia y ganarse el favor del general, llevarlo a su terreno, al menos en aquella situación. Luego, ya se vería. Ya se vería.

- Tenemos todo el dinero del mundo, oro y plata; en Cartago hay jóvenes dispuestos a luchar y el oro y la plata atraerán a mercenarios a nuestras filas. Tenemos barcos, una poderosa flota. Cartago es fuerte y… y… y tenemos el mejor general. Tenemos a Aníbal. Aníbal se volvió de nuevo hacia él. Sonrió con despecho.

- ¿Tenéis dinero?

- Sí-reafirmó el sufete con seguridad-. Todo el que haga falta. -Y tenéis jóvenes dispuestos a luchar, como los guardias de las puertas del Senado, ¿es eso lo que me dice el sufete de Cartago? -Así es.

- Y barcos -repetía Aníbal. -Sí. La lucha puede seguir.

Aníbal le dio la espalda, puso los brazos en jarras y suspiró. Por un breve instante estuvo a punto de atravesar con su espada a uno de los sufetes de Cartago. Por respeto a la memoria de su padre, siempre fiel a las instituciones y a su lenta y complicada forma de gobierno, se contuvo. Con parsimonia se giró de nuevo hacia el sufete y le habló con decisión pero con una voz vibrante que no podía ocultar su emoción.

- ¿Y teniendo dinero, no me enviasteis el suficiente para satisfacer las pagas de mis hombres en Italia, y teniendo barcos no me proporcionasteis bastantes transportes para traer todo mi ejército a África? Unos barcos más, unos barcos más y habría podido embarcar a todos mis veteranos, los mejores guerreros del mundo, los más fieles, los más feroces en el campo de batalla; tuve que licenciar a centenares, a miles allí, abandonarlos a su suerte, para que fueran devorados por las legiones de Roma y su venganza. Unos barcos más, unos pocos barcos más y habría podido embarcar toda mi caballería y, sin embargo, tuve que sacrificar a centenares de caballos porque no tenía suficiente espacio en las bodegas de los transportes que me enviasteis. Y en Zama he perdido porque la caballería de nuestro enemigo era más numerosa. Unos pocos barcos más y habríamos derrotado entre todos al general romano que ahora es dueño y señor de África. Hizo una pausa; el sufete fue a decir algo, pero Aníbal, mirando al suelo, levantó su mano y el sufete se detuvo sin atreverse a decir nada. Aníbal continuó con su discurso moviéndose por toda la sala, bajo la atenta mirada de todos los senadores de Cartago-. ¿Seguir la lucha? Dices que tenéis jóvenes dispuestos a continuar la lucha. Si son como los guardias de las puertas del Senado Escipión los tomará como desayuno y luego vendrá a por vosotros como postre. Un ejército no se forja de un día para otro. Yo tenía las mejores fuerzas del mundo en Italia, pero ni me disteis los suficientes suministros ni el suficiente dinero para tener satisfechos a mis mercenarios. Tenía que combatir y al mismo tiempo autoabastecerme en gran medida y ahora resulta que aquí hay todo el dinero del mundo; pues escuchadme bien, escuchadme muy bien todos y atended al significado de mis palabras: ya es tarde. ¡Es tarde! ¡Tarde, tarde, tarde! Publio Cornelio Escipión ha forjado su propio ejército con veteranos de sus campañas en Hispania, con veteranos de la guerra de Italia, con los que ha conseguido victorias en Hispania, la propia Italia y ahora aquí en África. Esos jovenzuelos que tenéis apostados como centinelas por las murallas de nuestra ciudad no son enemigo para esas legiones. Los legionarios de Escipión han resistido una carga de ochenta elefantes en estampida, por todos los dioses, ochenta elefantes, ¿entendéis bien lo que os digo? Han masacrado vuestras nuevas levas y sólo han cedido terreno ante mis veteranos, pero claro, si no tengo suficiente caballería para guardar mis flancos, porque mis caballos yacen sacrificados por vuestra avaricia en las costas del sur de Italia, yo solo no me basto para detener a la caballería romana y númida. Y dices que tenéis el mejor general. -Aníbal volvió a sonreír lacónicamente-. Eso son halagos tardíos también. Vuestro Aníbal no tiene ejército y los romanos, además de su ejército, han encontrado en Publio Cornelio Escipión su propio Aníbal. Y me decís que podemos recurrir a más mercenarios. ¿Dónde, pregunto yo? En dos años de campañas, Escipión ha arrasado a todas nuestras tribus y poblaciones aliadas y nuestro gran aliado, el rey Sífax, está expuesto, cubierto de cadenas frente a la tienda del general romano. Son los romanos los que ahora, por medio del maessyli Masinisa dominan y controlan Numidia. Y no sólo eso. Incluso si conseguimos traer alguna ayuda de Hispania o de Grecia o de Asia o de donde sea, Aníbal ya no está en Italia y, sin mí acosándoles allí, ya no tienen motivo para no desplazar a África a todas sus legiones. Y son muchas, más de dos decenas. Y no veo qué fuerza podamos reunir ahora para oponernos a la potencia descontrolada de la venganza de Roma. Sólo nos resta una salida. -Aníbal ignoraba al sufete y sólo se dirigía ya a los senadores-. Sólo os resta negociar una paz lo menos dolorosa y humillante posible para salvar la ciudad. Luego el tiempo deberá ser, una vez más, nuestro aliado. Habéis de negociar una paz que nos dé una posibilidad en el futuro. Ahora ya no se puede luchar. No se puede luchar. El sufete dio un par de pasos y se puso junto a Aníbal. Estaba especialmente indignado por que Aníbal hubiera decidido ignorarle mientras terminaba su discurso.

- Pues debes luchar y harás lo que el Senado de Cartago te ordene. Aníbal se volvió hacia él.

- Lo he hecho durante dieciséis años, he perdido a mis dos hermanos en el campo de batalla y no he conseguido la victoria. Quizá la estrategia del Senado no sea la mejor para derrotar a Roma.

- No importa lo que pienses. Eres un general y debes lealtad a este Senado y harás lo que el Senado te ordene.

Aníbal, en pie, bajó la cabeza y negó un par de veces antes de volver a hablar sin mirar a nadie. Era como si, más que contestar, hablara consigo mismo.

- No, gran sufete de Cartago, no. Aníbal está cansado. Estoy cansado. Primero todas las campañas en Hispania para conquistar un imperio que luego Cartago no supo mantener y después dieciséis años luchando contra las legiones y los cónsules de Roma. No. Estoy cansado. No tengo ejército y no hay propósito en continuar la contienda. Aníbal, gran sufete, se va a descansar. -Y les dio la espalda a todos y se encaminó algo abatido, pero con paso decidido, hacia las puertas abiertas donde sus hombres le esperaban ansiosos.

- ¡Detente, Aníbal! -le espetó con furia el sufete-. ¡Debes luchar!

Y Aníbal se detuvo. Dio media vuelta y retornó sobre sus pasos. Maharbal vio cómo Aníbal desenvainaba su espada y temió que el general se condenara allí mismo ante todos los senadores de Cartago. Fue a intervenir, pero el veterano general era ágil como una gacela y para cuando el jefe de la caballería púnica quiso moverse, Aníbal ya estaba con la espada en ristre frente al sufete. El gobernante caminaba hacia atrás sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Tropezó al retroceder y cayó al suelo. Los senadores se levantaron de sus asientos. Aníbal se abalanzó sobre el sufete, estiró el brazo izquierdo y ayudó a levantarse al grueso y horrorizado sufete. A continuación lanzó su espada al aire, ésta giró y Aníbal la tomó por la punta acercando él la empuñadura hacia el sufete, que no entendía lo que sucedía.

- Aníbal no piensa luchar -dijo el gran general ofreciendo su espada por el mango-, pero aquí tienes mi arma. Es una buena espada. Quizá te ayude. Ha matado a muchos romanos, incluso cónsules. Quizás encuentres en ella la capacidad para enfrentarte a los romanos, aunque lo dudo. No retrocedas más. Tómala. Tómala. -El sufete cogió la empuñadura y Aníbal soltó el arma. El peso de la espada, inesperado para el nervioso sufete, hizo que ésta cayera al suelo resonando con un golpe metálico por toda la sala-. Vaya, por todos los dioses -continuó Aníbai sonriendo-, quizá la espada pesa demasiado para nuestro gran sufete. Es una auténtica lástima. Combatir es fácil, mentecato, es fácil cuando uno está en su propia casa, engordando con festines y banquetes, pero cuando se trata de blandir una espada, las cosas son algo diferentes; pero no es tan complicado, pequeño y gordo sufete de Cartago: basta con esgrimir la espada de uno con más fuerza que el odio del enemigo, basta con blandir la espada con más agilidad, basta con usar la espada con más rapidez. Eso es todo lo que tienes, lo que tenéis que hacer. Yo, ahora, me retiro a mi casa a descansar. -Y Aníbal se dio media vuelta y no parecía ya que ningún senador fuera a interponerse en su camino, cuando de entre las sombras emergió la figura del general Giscón que, en calidad de senador de Cartago, había acudido a aquella sesión. Aníbal, al verle, se detuvo, sin ocultar su sorpresa.

- ¡Y por Baal, aquí está el general Giscón! Te felicito, general, éste es sin duda un buen lugar donde esconderse. Giscón se situó frente a Aníbal.

- Debes escuchar a los sufetes, al Senado, Aníbal, y obedecer y luchar y…

- Yo no recibo más órdenes estúpidas -le interrumpió Aníbal visiblemente enojado-. Y tampoco voy a escuchar a un mal general que perdió primero Hispania y luego África y que lo único que ha sabido hacer es vender a su hija para conseguir poder, un padre que fue tan inútil que hasta eligió mal a la hora de entregar a su hija. -Y Aníbal se acercó hasta poner su frente junto al agrio y torcido rostro de su interlocutor-. Giscón, debiste casar a tu preciosa hija con Masinisa y no con Sífax. Hasta en eso Escipión supo elegir mejor. Giscón, humillado, quedó sin palabras y no reaccionó cuando Aníbal reemprendió la marcha hacia las puertas del Senado. No había esperado ese ataque tan mordaz y despectivo. Aunque quizá no fuera ni el mejor general ni el mejor padre, había sentido la muerte de su hija y su aflicción le reconcomía las entrañas. Fue allí mismo, en ese mismo instante, cuando juró vengarse de Aníbal. Los romanos ya no importaban. Al salir, descendiendo las escaleras del edificio del Senado, Aníbal habló a Maharbal en voz baja.

- Vamos a mi casa. Voy a descansar. Allí pueden pernoctar los oficiales y tú ocúpate de que los veteranos tengan alojamiento adecuado en la ciudad, ¿lo harás?

- Por supuesto, mi general.

- Bien, ah, y procúrame otra espada. En esta ciudad de ladrones no es sensato moverse desarmado. Maharbal reclamó un arma para el general y varios veteranos ofrecieron la suya. Aníbal tomó un gladio de doble filo que le ofrecía un ibero y el hispano se llenó de orgullo. El regimiento de ensangrentados soldados púnicos y mercenarios desapareció por las calles de Cartago en dirección a la residencia de los Barca.

96 El mayor general de Roma

Roma, noviembre del 202 a.C.

El foro de Roma era un hervidero de gentes que corrían de una parte a otra transmitiendo la noticia de la derrota de Aníbal. Los mercaderes descendían por el Argiletum y las estrechas calles entre el Macellum y las tabernae novae. Hasta los sacerdotes habían venido desde los más apartados templos de la ciudad para confirmar que el gran enemigo de Roma había sido derrotado definitivamente. Sólo las vestales del templo de Vesta permancecían en su lugar, preservando la llama sagrada de la diosa. Miles de personas ascendían por el Vicus Jugaritts desde el mercado de verduras próximo al Tíber y por el Viscas Tuscus accedían al foro los que venían desde el mercado del ganado en el Foro Boario y también llegaba una muchedumbre por el Clivus Argentarius pasando entre la prisión y el Comitium para alcanzar así el entonces abarrotado foro de la ciudad. Los senadores confirmaban la noticia a cuantos se atrevían a preguntarles y pronto la felicidad más intensa se esparció por todos los vericuetos de la ciudad latina, capital ahora de un floreciente imperio que extendía sus dominios desde Hispania hasta Italia, desde las fronteras del norte con ligures y galos, hasta la mismísima costa de África, pasando por el dominio sobre las grandes islas del Mediterráneo como Sicilia y Cerdeña y los asentamientos en la costa griega del Adriático. Y todo eso con el mayor enemigo de la ci-udad derrotado por el que todos ya aclamaban como el mayor general de Roma: Publio Cornelio Escipión. Un triunfo. Sí. Un triunfo deslumbrante es lo que merecía aquel procónsul que los había liberado del yugo de Aníbal, después de dieciséis años de guerra, años interminables plagados de esfuerzos, dolor y sufrimientos. Escipión llevó la guerra a África y África reclamó a Aníbal, tal y como había predicho Escipión en el Senado de Roma, y luego en África, con las «legiones malditas», con las legiones V y VI, con las legiones despreciadas por todos, ese mismo general Publio Cornelio Escipión había derrotado al mismísimo Aníbal. Elefantes. ¿Ochenta, cien, mil? Las cifras se exageraban o se invertían. ¿Cuantas bajas? ¿Cincuenta mil cartagineses? ¿Cien mil? Y pocos romanos muertos. Cartago sin ejército, con la flota refugiada en su bahía, con Escipión acechando, preparando el asedio final o negociando una rendición incondicional. No había dudas para nadie: Publio Cornelio Escipión era el mayor general de Roma, el mejor, el más hábil, el más poderoso. No había dudas para nadie, esto es, para prácticamente nadie. Marco Porcio Catón se retiraba del foro ensimismado, rodeado de una pléyade de ex gladiadores, contratados como guardaespaldas, que se abrían camino entre la multitud a empellones. Iba de regreso a su austera casa, donde refugiarse de aquella locura que se había apoderado de la ciudad, pero de camino decidió que aquello no sería suficiente para escapar de aquel gentío y sus gritos. Un carro le esperaba en el Argiletum y con él cruzó por en medio de aquel loco bullicio de Roma y no se detuvo un instante hasta salir de la ciudad y llegar a la antigua villa de su mentor Quinto Fabio Máximo, a quien el Senado había decidido aquella misma mañana concederle una corona post mortem en recuerdo por su gran labor y lucha durante los años en que defendió a la ciudad de Aníbal, pero ¿recordaban a Máximo en el foro de Roma? No. Nadie tenía un instante para rememorar al que fue el más grande de todos, al que todos volvieron sus ojos cuando Aníbal estaba a las mismísimas puertas de Roma cabalgando con sus jinetes númidas, paseándose por las murallas, desafiándolos a todos, cuando todos se escondían asustados, como gallinas, incluido el Escipión al que tanto alababan, todos escondidos, excepto Fabio Máximo. ¿Y ahora? Todo era Escipión, Publio Cornelio Escipión. Cuánta razón tenía Máximo en sus últimas palabras. Hasta aquel día en que toda Roma se llenaba la boca con el nombre de aquel joven vanidoso procónsul, Catón no había llegado a comprender el auténtico alcance de las ominosoas palabras de Máximo en el momento de su muerte: Escipión, el mayor enemigo de Roma.

Catón entró en el recinto vallado de la villa de Máximo, en la que le estaba permitido entrar por deseo expreso de su antiguo dueño y allí buscó algo de paz, un poco de silencio en el que encontrar la fórmula para devolver la razón a Roma y evitar que el Estado se perdiera en manos de un pueblo hechizado por un general afortunado y manipulador. Un esclavo recibió a Catón a la entrada de la villa. Sólo quedaban los esclavos, pues había vendido todas las esclavas. Cuantas menos mujeres en el servicio mejor. Además, fue un buen negocio. Especialmente en el caso de la venta de las dos esclavas egipcias por las que sus intermediarios obtuvieron unas sorprendentes ofertas en el mercado de esclavos. Eso no le importaba. El dinero que obtuvo por la venta, sí. Allá cada uno con la forma de gastarse el dinero. Marco Porcio Catón sacudía la cabeza de un lado a otro. Debía buscar esposa, una joven matrona romana, decente y casta con la que desposarse y dar ejemplo a una cada vez más caótica ciudad sumida en el delirio colectivo, pero no era sencillo encontrar una joven discreta en aquellos tiempos de constante cambio y creciente influencia extranjerizante. Escipión, Escipión, Escipión. Como si sólo ése hubiera sido el único general de aquella larga guerra. El esclavo se acercó para retirar la toga a su amo y ofrecerle una bacinilla con agua para lavarse y quitarse el polvo del camino. Mientras su señor se echaba agua por los brazos, el esclavo tuvo el atrevimiento de hacer una pregunta.

- ¿Es cierto, mi amo, que Roma está salvada?

Marco Porcio Catón se sacudió el agua con frenesí, como si al mismo tiempo quisiera sacurdirse no ya el polvo sino los gritos y el tumulto de toda la ciudad.

- No -respondió con furia-. Roma está más en peligro que nunca. Sólo que los muy imbéciles no lo saben, pero yo lo solucionaré; lo prometí y lo haré. -Y se alejó, soltando una carcajada hueca y tenebrosa, dejando al esclavo con la bacinilla llena de agua sucia, la boca abierta y su mente confusa.

97 El rescate de un amigo

Roma, noviembre del 202 a.C.

Plauto se llevó un paño húmedo a la boca y la nariz. El aire era infecto, mucho más que en su última visita a la prisión de Roma. Debía de ser por el calor de aquel extraño y húmedo otoño de días bochornosos. Las paredes de la gruta rezumaban agua sucia procedente de la Cloaca Máxima de la ciudad, cuyo curso transcurría próximo a las galerías subterráneas de la cárcel y los dioses parecían haber encontrado un retorcido entretenimiento en añadir a los males de los presos el espeluznante olor del más antiguo alcantarillado de la ciudad. Y es que el cieno de Roma se filtraba por diminutas grietas y recovecos hasta alcanzar las paredes excavadas en las entrañas de la ciudad utilizadas como prisión para aquellos ciudadanos a los que la metrópoli condenaba a una muerte segura, toda vez que la prisión antigua, la de tiempos de Anco Mancio, se quedó pequeña para albergar a tantos prisioneros como Roma iba acumulando en sus guerras de expansión. Esa prisión más antigua, construida en el remoto pasado de la República y denominada Tullianum, era de condiciones aún más duras, pues en ella sólo se arrojaba a los prisioneros para morir de hambre y sed. En la nueva cárcel, la de los prisioneros de guerra, llamada Lautumiae, las condiciones no eran mucho mejores, y el olor a cloaca incluso peor, pero los que allí entraban tenían aún una mínima esperanza de salir con vida, si el destino y la diosa Fortuna se apiadaban de ellos. Era por las grutas de esta segunda cárcel por donde caminaba Plauto con su paño húmedo en la nariz, sudando, preguntándose en qué estado encontraría a su viejo amigo Nevio.

El legionario que acompañaba a Plauto se detuvo frente a una verja de hierro oxidado diferente a la de la vez anterior. El soldado golpeó el hierro con la espada y pequeños trozos de los barrotes cayeron al suelo encharcado. El chasquido metálico reverberó en las bóvedas de los pasadizos. Se escucharon gemidos de decenas de personas que venían del interior. Los presos, con frecuencia, perdían el sentido del tiempo y de la orientación y decían que muchos dejaban de hablar, limitándose a gruñir como animales. En ocasiones se mataban entre ellos por conseguir un poco más de comida, robándosela a otro preso que estuviera más débil o enfermo. Llegaron otros legionarios y se apostaron a ambos lados de la puerta mientras el primero de ellos hacía girar una rueda en la que engarzaba una gruesa cadena. El movimiento de la cadena tiraba de la parte superior de la verja y ésta se iba abriendo, chirriando por el desuso.

- ¡Nevio, el poeta, que venga! -gritó el legionario una vez que terminó de abrir la verja-. ¡Tienes amigos poderosos, poeta! ¡Tienes más fortuna de la que mereces!

De entre las sombras del interior de la celda, un hombre encorvado por los años de encarcelamiento, con el pelo sucio y largo, barba espesa de meses y meses sin afeitado, el rostro pálido y el cuerpo esquelético por la malnutrición, se aproximó a la entrada de la celda. Miraba con los ojos nerviosos de un lado a otro, desconfiando.

- Soy yo, Nevio -dijo Plauto adelantándose a los legionarios que rodeaban la puerta en prevención de que el resto de los prisioneros intentara algún movimiento en falso. Nevio llegó al umbral y miró a su viejo amigo. Había pasado año y medio desde su última visita y casi cuatro desde que lo encerraron.

- Plau… to… -acertó a decir Nevio con un endeble hilillo de voz.

- Vengo a sacarte, viejo amigo -dijo Plauto con la voz vibrante por la emoción contenida-, el general del que te hablé… derrotó a Aníbal y ha pedido tu liberación. Eres libre, Nevio, ven, ven conmigo. -Y le ofreció su brazo para que se apoyara en él al salir de la celda.

Nevio dudaba.

- ¿Salir…?

Pero Plauto fue contundente: le tomó por el brazo y estiró de él hasta sacarlo por completo. Nada más salir de la celda, caminaron unos pasos y se alejaron de la entrada. A sus espaldas quedó la tumefacta verja que descendía lanzando sus aullidos estridentes al rozar las cadenas con la piedra húmeda de la prisión. Se oyeron gritos. Plauto se volvió hacia atrás y vio cómo varios presos pugnaban por salir de la celda. Los legionarios les contenían a empellones, mientras la verja descendía lenta y pesadamente. Demasiado despacio. Dos de los presos se hicieron un hueco y salieron de la celda. Plauto y Nevio se hicieron a un lado del pasillo. Llegaban más legionarios como respuesta a los gritos de sus compañeros atacados. Plauto temió que en medio del tumulto los recién llegados se confundieran y los atacaran también a ellos, pero el legionario que había abierto la puerta se les acercó y dio instrucciones a los nuevos soldados que se incorporaban al pasadizo.

- ¡Éstos no! ¡Éstos son libres! ¡Los de la puerta! ¡Rápido, por Hércules! ¡Matad a todos los que salgan de la celda! -Y el oficial cogió a Plauto por el brazo y condujo a los dos escritores por las grutas mal iluminadas del Lautumiae, maldiciendo mientras se oían terribles gritos y golpes a sus espaldas. El oficial caminaba decidido y empezó a hablar en voz baja, como si su voz le acompañara en las entrañas de aquel reino subterráneo que le tocaba gobernar-. Siempre igual, siempre igual. Cada vez que sale alguien tenemos que matar a varios. -Y escupió en el suelo. Se detuvo a mitad de un nuevo pasadizo y señaló el final a Plauto. El escritor asintió y se encaminó hacia allí, ayudando al debilitado Nevio. El oficial dio media vuelta de regreso hacia el tumulto. Los alaridos y golpes habían cesado. Plauto caminó con Nevio hacia donde se le había indicado. Al final empezaba a distinguirse la claridad del exterior, pequeños rayos de sol que se colaban por la puerta de acceso a la prisión.

- Así que tu general ha derrotado a Aníbal… -comentó Nevio, que a medida que se alejaban de la celda parecía ir recuperando el sentido de las cosas.

- Así es.

- Eso es admirable… admirable… -continuó Nevio-. Es una paradoja del destino.

- ¿El qué? -preguntó Plauto.

- Fui encarcelado por criticar a un patricio y es otro patricio el que me libera. -Y empezó a toser echando escupitajos de sangre por la boca.

- La vida es contradictoria, eso lo hemos hablado muchas veces -comentó Plauto deteniendo un momento la marcha para que su amigo se recuperara. El aspecto de aquella sangre salida de la boca de Nevio no presagiaba nada bueno. Reemprendieron la marcha.

- Es cierto, viejo amigo. Ha debido de costarte mucho rogarle por mí a ese noble de Roma. -Y Nevio calló y se detuvo una vez más, en parte para recuperar el aliento, en parte para observar los ojos de su salvador.

- Era la única forma de sacarte de aquí -se justificó Plauto. -Y te lo agradezco. De veras.

- Pues sigamos caminando y lleguemos al final de este asqueroso pasadizo. Nevio sonrió.

- Ha sido mi casa cuatro años, creo; deberías mostrar más respeto hacia mi humilde morada. -Y sonrió, aunque la tos volvió a apoderarse de él y tuvo que apoyarse en la pared una vez más. Plauto se sintió feliz de ver cómo Nevio volvía a ser el Nevio de siempre, pero la preocupucación por su estado físico era creciente. Al final de la oscura ruta, el demoledor impacto de la poderosa luz del sol hizo que Nevio se llevara las manos al rostro incapaz de mirar en medio de aquel resplandor.

- Deberás guiarme por las calles de Roma -dijo Nevio sin quitarse las manos de su cara-. Creo que seré ciego durante unas horas, al menos.

- No te precupes -dijo Plauto.

Al cabo de unos minutos se veía a dos hombres cruzando el enfervorecido foro de Roma donde millares de personas celebraban las noticias de la victoria de Publio Cornelio Escipión. Uno vestía con dignidad y era el que ayudaba a otro que parecía un miserable ciego al que hubiera recogido en las peores calles de Roma. Era una pareja que cualquier otro día habría llamado la atención de los ttrunviros, lo que habría obligado a Plauto a tener que dar numerosas explicaciones y a mostrar el documento que certificaba la libertad de aquel preso. Pero en aquel momento de júbilo general, la extraña pareja pudo moverse por las tumultuosas calle de Roma sin ser molestada por nadie. Plauto había pensado en comentarle a Nevio que su liberación estaba condicionada a ser desterrado, probablemente a África, quizás a la recién conquistada ciudad de Útica, pues los Mételos habían aceptado liberarle pero bajo la premisa de que fuera alejado lo más posible de Roma, pero Plauto, viendo la debilidad de su viejo amigo, consideró mejor esperar unos días antes de comunicarle las condiciones de su liberación. Tenían una semana para sacarle de Roma. Lo importante ahora era que Nevio se recuperara lo suficiente como para poder emprender aquel largo viaje. La tos parecía haber remitido una vez que salieron del infecto ambiente de la prisión. Había esperanza. Quizás el aire fresco del mar y unos buenos alimentos fueran el camino de una lenta pero progresiva recuperación. A su alrededor, la gente caminaba como poseída. Mujeres, niños, viejos y hombres de toda condición aclamaban a Publio Cornelio Escipión. Un hombre extraño, pensó Plauto. Un patricio que liberaba a uno de sus mejores amigos pese a que no se reconocía amigo de ellos, pero que decía apreciar sus obras. Un patricio peculiar que cumplía su palabra. Si Roma conseguía gobernantes como aquel hombre quizás algunas cosas pudieran cambiarse aún, pero la vida había hecho de Plauto un ser desconfiado por naturaleza. Aquella ciudad estaba creciendo demasiado y en demasiado poco tiempo y la victoria sobre Cartago parecía haber trastornado a todos. ¿Se contentarían los patricios, los senadores, con dominar África, Hispania, Cerdeña, Sicilia, toda Italia… o querría más?

Siempre más.

Los dos escritores se mezclaron entre la multitud, dos pequeños y anónimos seres en medio de la efervescencia de la victoriosa Roma, cuya insignificante existencia habría pasado desapercibida para la posteridad de no ser porque sus palabras escritas sobrevivieron a los siglos que debían sucederles. No pudieron cambiar nada de lo que iba a ocur-rir, pese a que lo intentaron, pero pudieron describirlo en sus obras para que otros pudieran entender mejor el pasado de la historia.

98 El rey de Siria

Bosques de Daphne a las afueras de Antioquía, Siria, finales de noviembre del 202

a.C.

Aquella luminosa mañana el rey Antíoco III de Siria paseaba por los bosques de Daphne, cuatro millas al sur de Antioquía, un espacio idílico donde parques, lagos y arroyos se entremezclaban en un paisaje de ensueño. Olía a pino y a agua fresca y clara y el aire era puro y cristalino. Era el lugar donde al rey le gustaba recogerse para reflexionar. Allí

mismo fue donde planeó su ataque contra el reino de Egipto para recuperar la Celesiria, y así recuperar las antiguas salidas al mar del viejo imperio, pero aquella guerra fracasó. Egipto se defendió y Antíoco III sólo consiguió recuperar Seleucia de Pieria, el puerto marítimo de Antioquía. Fue algo importante, pero no el objetivo de aquella guerra. En cualquier caso, Antíoco pareció conformarse ante los ojos de los gobernantes ptolemaicos de Egipto y dejó de luchar contra ellos. Pensó que era mejor que, por el momento, se olvidaran de sus pretensiones. Ya llegaría el día de volverse hacia occidente. Y es que el rey Antíoco III de Siria, señor de todo el antiguo imperio seleúcida, tenía un sueño: recomponer bajo su gobierno el antiguo imperio de Alejandro Magno. Era más que un sueño: era el anhelo vital que le guiaba en todas sus acciones. Después, también en aquel paraje de bosques y lagos fue donde comprendió que lo que debía hacer primero era asegurar el oriente, reconstruir sus fuentes de suministros ancestrales, recuperar todos los territorios desde Siria hasta el río Indo, como hiciera Alejandro, y luego ya volvería hacia occidente y se las vería, de nuevo, con los egipcios. Antíoco planeó entonces su anábasis, su gran marcha hacia el oriente, no sin antes masacrar a sus enemigos en el norte de Asia Menor aliándose con el rey Atalo I de Pérgamo, otro contra el que debería enfrentarse, pero que en aquel momento fue un aliado interesante. Con Asia Menor controlada, a medias por él y por Pérgamo, Antíoco partió hacia oriente: desde el 212 hasta el 205 luchó contra Eutidemo, que se hacía llamar rey de la antigua satrapía bactriana, hasta que el propio Eutidemo aceptó

rendir vasallaje a Antíoco. Después, el rey sirio, al igual que Alejandro, marchó hasta el Indo, donde consiguió que el emperador indio de la dinastía Maurya le hiciera entrega de una incalculable cantidad de oro y de un no menos estimable numerosísimo contingente de elefantes asiáticos perfectamente adiestrados para la guerra. Una vez acordado con el reino indio un pacto de comercio que beneficiaría al reino sirio-seléucida del paso de las mercancías de la India con dirección a Egipto, Macedonia, Pérgamo y el occidente del Mediterráneo, Antíoco III organizó su regreso hacia el corazón de su imperio, hacia Babilonia, y decidió hacerlo, una vez más, emulando a Alejandro Magno, por mar, navegando por el Golfo Pérsico. Y después, desde Babilonia, pasando por Seleucia, la impresionante capital oriental de sus reinos, retornó a Antioquía. Había reproducido lo que Alejandro consiguió en oriente, pero para llegar a ser como el gran rey macedonio debía de nuevo reconquistar Egipto, Pérgamo, Macedonia y Grecia. Todo se andaría. Una cosa detrás de la otra.

El rey, escoltado por un nutrido grupo de guerreros sirios, se detuvo ante la entrada del gran templo de Pythian Apolo, levantado en medio de aquel precioso bosque por su antepasado Seleuco I, general que fuera de las míticas tropas del propio Alejandro. Antíoco se adentró en el templo, solo, y se arrodilló ante la hermosa estatua del dios esculpida por el legendario Bryaxis, escultor que antaño trabajara en los monumentos de Atenas. Ante la estatua, atendido por dos sacerdotes y un par de esclavos del templo, el rey Antíoco realizó varios sacrificios y lanzó sus plegarias al dios Apolo. Una vez que hubo cumplido con los ritos ancestrales preservados por su dinastía, salió de nuevo al exterior. La estancia en el templo parecía haberle ayudado a clarificar su modo de ver las cosas. Lo primero debía ser recuperar las salidas al mar: Celesiria y Fenicia. Ésa era una cuenta pendiente. Luego debería venir la conquista de Grecia, aunque eso conllevara el enfrentamiento con el rey Filipo V de Macedonia, pero así debía ser si quería conseguir su sueño, si quería que todos le recordaran como la reencarnación del propio Alejandro. Antíoco III sonrío con una mueca cínica: paradójicamente había planeado aliarse primero con Filipo para atacar Egipto y recuperar la Celesiria y Fenicia. Hacía semanas que había enviado una embajada a Pella, la capital de Macedonia, para proponer un audaz pacto al rey macedonio y la respuesta debía de estar a punto de llegar; de hecho, mientras caminaba de regreso adonde tenían los caballos, junto a un riachuelo del bosque de Daphne, llegó un mensajero al galope por el camino de Antioquía. Era uno de sus oficiales de confianza, que descabalgó al instante y se postró de rodillas ante su rey.

- Habla, oficial, ¿a qué tanta prisa por verme?

- Ha llegado la respuesta de la embajada al rey de Macedonia, pero, tal y como les instruísteis, los embajadores sólo hablarán ante el rey de Siria y todos los reinos orientales. Esperan en el palacio imperial de la isla. Antíoco III se volvió hacia el templo de Apolo e inclinó levemente su cabeza. Había que reconocer el trabajo de los dioses y, en especial, cuando éste era tan rápido.

- Vayamos al palacio, por Apolo, y vayamos veloces como el viento. Y el rey montó sobre su caballo, al que golpeó en los costados con sus talones para obligarle a partir al galope, en dirección al norte, por el mismo camino por el que había venido el mensajero de la capital. Al cabo de unos minutos de galopar, el rey avistó las murallas de Antioquía y redujo la marcha de su caballo a un intenso trote. Antioquía, la capital del imperio seléucida era la segunda ciudad más poblada del mundo conocido, sólo superada por Alejandría, la Alejandría de un Egipto decadente, pensó Antíoco, de modo que eso de ser la segunda ciudad del mundo pronto dejaría de ser así. Antioquía sería pronto el centro de todos los reinos y ciudades, desde Grecia hasta la India, un nuevo renacer de los territorios que Alejandro puso bajo un único gobierno. A medida que se aproximaban a la ciudad, decenas, centenares de soldados apostados en campamentos alrededor de la ciudad, se acercaban al borde del camino real para saludar a su señor. Miles de soldados de todas las regiones del imperio, allí, reunidos, esperando una señal para lanzarse a nuevas conquistas. Desde el regreso de la expedición a oriente, todos aquellos soldados anhelaban nuevos desafíos, nuevas oportunidades donde alcanzar gloria y riquezas y todos sabían que su rey estaba preparando nuevas empresas, nuevas conquistas, hacia Egipto, hacia el Egeo, pero sólo Antíoco III sabía adonde sería el próximo lugar hacia el que marcharía su inmenso ejército. Al pie de las murallas de la ciudad, el propio rey tuvo que detenerse, pues una manada de treinta elefantes cruzaba el camino real conducidos por adiestradores indios que hacían marchar a las bestias gigantes a diario para mantenerlos en forma y dispuestos para el combate. Ése era uno de los diversos regimentos de elefantes que había reunido el rey en sus conquistas de Oriente. Antíoco III no se sintió molesto por tener que esperar: aquellos elefantes, todo aquel tre-mendo ejército, eran los símbolos nítidos de su enorme poder y gozaba viéndolos marchar ante sí o, en el caso de los miles de soldados, viendo cómo éstos le saludaban y le aclamaban.

Una vez que los elefantes cruzaron el camino, la comitiva real reemprendió la marcha y, una vez más al trote, entraron en la ciudad por la puerta de Daphne cruzando la primera de las murallas defensivas, para al poco tiempo cruzar una segunda muralla por una segunda puerta tras la cual se accedía al corazón de la gran Antioquía: en el interior de aquel complejo de murallas defensivas, macedonios, griegos de diferentes procedencias, muchos de ellos atenienses traídos desde la próxima Antigonia, nativos de la región, muchos judíos y gentes venidas de todas las esquinas de las posesiones del gran Antíoco III caminaban por la gran calle central porticada en ambos lados, quedando a la derecha de aquellos impresionantes soportales la ciudadela levantada en la ladera del monte Silpius y, un poco más hacia el norte, en el mismo lado oriental de la gran avenida, el magnífico teatro griego. Al lado occidental de la avenida, tras los pórticos, se alzaba la vieja muralla que Seleuco I hiciera construir para proteger los antiguos límites de la ciudad, una urbe que había crecido desde los quince mil habitantes de antaño hasta el medio millón de pobladores venidos de todos los rincones del imperio seléucida, una ciudad diseñada por Xenarius imitando los planos de la legendaria Alejandría, urbe a la que cada vez se aproximaba más en esplendor y poder; de hecho, Antioquía era ya conocida como la ciudad dorada, por la enorme cantidad de oro y otras riquezas que fluían por sus calles y avenidas. El rey llegó a una gran plaza, el Nymphaeum, donde giró hacia el noroeste marchando por otra gran avenida que le condujo hasta un puente que cruzaba el río Orontes. Tras el puente estaba la isla: un pequeño islote vadeado por el río Orontes por el sur y por el norte, que el rey Seleuco II Callinicus había empezado a amurallar para anexionar a la ciudad y cuya fortificación había sido terminada por el propio Antíoco III, aprovechando lo inexpugnable de aquel enclave para ubicar en esa misma isla su palacio imperial, al que llegó tras cabalgar por las calles de la isla, donde se levantaban toda clase de edificios para la administración del imperio o para el solaz del rey, como los gigantescos baños reales.

A las puertas de la escalinata del palacio imperial, Antíoco III desmontó de su corcel, y andando, escoltado por sus guardias, entró en el palacio a toda velocidad; ante el rey de Siria las puertas se abrían como por ensalmo ante su presencia, empujadas por esclavos bien adiestrados y temerosos de no estar atentos a las idas y venidas de su amo. Llegó al fin, Antíoco III, a su salón del trono, se sentó en su gran butaca de oro y bronce y, a sus pies, de rodillas, esperaban los embajadores que había enviado a parlamentar con el rey Filipo V de Macedonia. Antíoco III hizo una señal con un dedo y uno de los embajadores, el más mayor, un hombre de casi sesenta años, que doblaba al rey en edad, empezó a hablar con una voz suave, propia del diplomático en el que había convertido toda su persona.

- Gran Rey de Antioquía, Siria y todos los reinos del imperio seléucida, mi señor y dueño…

- No he venido cabalgando al galope desde Daphne para oír mis títulos y tus palabras de adulador profesional. Epífanes, habla y responde tan sólo a esta pregunta: ¿ha aceptado el rey de Macedonia mi propuesta?

Epífanes llevaba toda la vida sirviendo a Antíoco III y antes a sus predecesores. No se sorprendió por ser interrumpido ni se lo tomó a despecho. Respondió a lo que se le preguntaba con precisión.

- El rey Filipo V ha aceptado, mi señor.

- Bien, eso está muy bien, por Apolo y todos los dioses del Olimpo, eso está muy pero que muy bien. Epífanes, tendré al final que recompensarte por tus buenos servicios. - Y el rey bajó de su trono. No tenía ganas de escuchar más por el momento. Ya hablaría más tarde con Epífanes sobre todo lo que se hubiera hablado con el rey de Macedonia. Lo esencial ahora era que Filipo V había aceptado. Egipto iba a ser troceado en pedazos. Las islas del Egeo, de momento, para Filipo, y Celesiria y toda Fenicia para él mismo: su imperio tendría las amplias salidas al mar Mediterráneo que necesitaban para atacar toda Grecia por mar, a la vez que atacaría Asia Menor por tierra. Su ejército tenía ya trabajo. Mucho trabajo por hacer. Una inexorable gran guerra de gloria, riquezas ilimitadas y poder se avecinaba sobre el mundo y nadie podría detenerle. La aquiescencia de Filipo en sus primeros movimientos le permitiría posicionarse dominando las costas de Asia y para cuando Filipo quisiera plantarle cara, su poder sería ya demasiado grande, demasiado inesperado, demasiado irrefrenable. No podrían detenerle, ni Filipo, ni ese niño de seis años, Ptolomeo V, llamado a ser el último rey de la dinastía lágida en Egipto. Y de premio colocaría en una pica la cabeza del tutor de Ptolomeo V, ese astuto Agatocles. Agatocles recurrirá a Roma, le avisaban algunos consejeros, incluso el propio Epífanes, pero otros consejeros menospreciaban a esa desconocida Roma, una ciudad bárbara en el extremo occidental del Mediterráneo que, además, llevaba años y años en una tremenda guerra de desgaste con Cartago. No. Era el momento del gran Antíoco III: Filipo V engañado, Ptolomeo V y su tutor cogidos por sorpresa y las ciudades del occidente enfrascadas en sus propias guerras, agotadas, exhaustas, necesitadas de paz. No le atacarían. No socorrerán a Egipto, porque necesitan reponerse de sus pérdidas, de sus muertos, y para cuando Cartago o esa desconocida Roma quieran reaccionar, si es que alguna vez se atrevían a tanto, sus elefantes, su flota, sus ejércitos, estarán avanzando ya contra ellos. Pronto el mundo entero le rendiría pleitesía. Antíoco III, más grande aún que Alejandro. ¿Qué rey, qué general podía oponérsele?

El rey había regresado paseando hasta las puertas de su gigantesco palacio imperial y se detuvo en lo alto de la escalinata. Desde allí podía observar su hermosa ciudad que se extendía en un diámetro de tres millas entre el río Orontes y el monte Sulpius. Antioquía. El centro de la tierra, sólo que reyes y gobernantes de algunas regiones aún no lo sabían. Habría que hacer entrar en razón a todos con una nueva y definitiva guerra. Eso era: para alcanzar sus objetivos necesitaba un mundo en guerra. Sus tropas necesitaban una guerra, sus consejeros alentaban una guerra, su destino exigía una guerra.

99 Dos almas solitarias

Cartago, noviembre del 202 a.C.

Aníbal entró en la que había sido la habitación de su padre Amílcar. Ahora era suya. Eso es lo que toda una vida de campañas y guerra le había dejado: una gran residencia en el centro de Cartago y, dentro de ella, la austera habitación de su padre: dos ventanas pequeñas por las que entraban los lánguidos rayos del atardecer africano, un lecho limpio en el centro, una mesa con una bacinilla sin agua encima, un taburete y una cortina que daba acceso a un pequeño baño que su padre hiciera construir para relajarse en la intimidad. Eso era todo. Poco. Aníbal se sentó en el borde de la cama. Suficiente. La habitación estaba sorprendentemente pulcra. No había polvo y el lecho tenía dos mantas limpias. Los esclavos de su padre debían de haber mantenido aquellas estancias así durante años. Aníbal lo archivó en su memoria. Tenía servidores leales en aquella casa. Era algo, quizás un principio de algo. Aníbal Barca se levantó, se quitó la coraza y la depositó en el suelo con cuidado. Estiró los brazos. Estaba anquilosado y le dolía el brazo derecho, de combatir, de luchar, de matar. Había estado a punto de derrotar a aquel joven general romano. A punto. Pero a punto no es suficiente en el campo de batalla. Si hubieran enviado aquellos barcos de más… Sacudió la cabeza. El pasado era pasado y no tenía sentido lamentarse. Se hacía mayor. Las energías le abandonaban y no debía perder ni un ápice en pensar lo que habría podido ocurrir, lo que habría podido ser… Su padre le enseñó a ser práctico. Ahora, sin Asdrúbal y Magón, sin sus hermanos, ya nada sería lo mismo. La guerra se los había llevado. Suspiró. Se desató las sandalias. Fue un alivio dejar sus pies desnudos, al aire y mover los dedos mientras se echaba hacia atrás y apoyaba sus manos en el lecho para sostener su cuerpo reclinado.

Pasa así un minuto.

Aníbal Barca, general en jefe de los ejércitos cartagineses, se sienta de nuevo con la espalda recta. Las plantas de sus pies, apoyadas sobre la piedra fría, le dan seguridad al sentir el suelo pétreo. Algo firme, algo sobre lo que sostenerse, nada que ver con las eternas promesas de refuerzos y provisiones que durante años le llegaron de Cartago sin hacerse realidad. Aníbal se lleva despacio la mano derecha al parche que le cubre el ojo izquierdo ciego y se lo quita dejándolo sobre la almohada. Se rasca el ojo muerto con los dedos. Como siempre, no siente nada. Hace algo de frío pero las mantas le arroparán. Se levanta y se desata el cinturón que sostiene la espada. Está dejando el arma sobre la cama cuando se oye un golpe tras la cortina. Aníbal interrumpe su movimiento y desenvaina la espada, dejando sólo la vaina sobre el lecho. Se gira hacia la cortina. Con sus pies descalzos avanza lentamente hacia el baño. No se oyen más ruidos. «¿Tan pronto envían asesinos a por mí?» Se extraña de aquellas ansias por matarle. Sabía que tenía tantos enemigos en Cartago, en particular Giscón y los suyos, como en un campo de batalla, pero no dejaba de sorprenderle la celeridad en enviar un sicario. Aníbal empuña el arma con fuerza. Matar a un hombre más no era demasiado esfuerzo y así podría ganarse unas horas de sueño. Era peculiar que alguien hubiera podido acceder a aquella estancia. Quizá los esclavos no eran tan leales al fin y al cabo y era fácil comprarlos. El sufete había dejado claro que si algo había en aquella ciudad era dinero. Aníbal está a unos centímetros de la cortina. Afina su oído. Se escucha una respiración nerviosa al otro lado de la tela. Considera atravesar el tejido con el arma, sin más, pero Aníbal es hombre que gusta de mirar a sus enemigos a la cara antes de matarlos. De un estirón violento arranca la cortina. La tela cae a un lado y las anillas que la sujetaban ruedan por el suelo de piedra desparramándose por las cuatro esquinas de la habitación. Aníbal levanta su espada para clavarla en el pecho de su asesino y encuentra… una mujer. El general detiene su furia un segundo. Los ojos de la mujer están aterrorizados, pero le miran fijamente, con orgullo. Qué absurdo, piensa Aníbal.

- ¿Quién te envía? -pregunta Aníbal en su lengua entre irritado y cansado.

- No me envía nadie. Yo vivo aquí-responde la mujer en la misma lengua, aunque con un acento extranjero. Aníbal baja la espada y suspira.

- No quiero esclavas esta noche. Márchate y no vuelvas a ocultarte ante mi presencia o la próxima vez te ensartaré como a una alimaña.

Aníbal se dio la vuelta. Había dado el asunto por concluido. No esperaba respuesta alguna, por eso le sorprendió escuchar de nuevo la voz de aquella mujer.

- Yo vivo aquí, pero no soy esclava de nadie. Nunca lo he sido y nunca lo seré. Aníbal se volvió hacia la mujer y la examinó con más atención. Debía de tener unos treinta años. Era mayor para su gusto, pero no dejaba de tener su atractivo. Sus facciones eran suaves y las arrugas, escasas. Su piel mostraba que no era una adolescente, pero parecía suave y sus ojos, una vez que se habían recuperado del terror inicial, transmitían cierto sosiego que Aníbal encontró, por alguna razón que no acertaba a entender, reconfortante. Una esclava exótica, sin duda, pero no recordaba una mujer de ese tipo entre los esclavos de sus padres. Y esa forma de hablar, esa forma de utilizar palabras africanas, la había oído antes.

- Si no eres una esclava, ¿quién eres? Es difícil justificar tu presencia aquí y quizás al final deba terminar ensartándote con mi espada.

- Nadie en todo Cartago se atrevería a tanto. -La mujer replicaba con una seguridad creciente y se movía por la habitación como si estuviera acostumbrada a estar allí.

- ¿Que nadie se atrevería a tanto? Yo sí me atrevería. Hace una hora he estado a punto de matar a uno de los estúpidos sufetes de esta ciudad, así que no veo por qué no iba a atreverme contigo. Pero tienes suerte de que esté cansado. Sal de aquí y ya hablaremos más tarde, ya que vives aquí. -En cierta forma Aníbal se estaba divirtiendo. Hablar con una mujer desafiante y, aunque algo mayor, hermosa, alejaba sus pensamientos de la reciente derrota, del fracaso de toda aquella guerra.

- Yo soy Imilce, la esposa de Aníbal, y no creo que nadie se atreva a matarme sabiendo eso. Ahora soy yo quien pregunta: ¿cómo te atreves a entrar en casa de los Barca, en casa de mi señor y amenazarme?

Aníbal se sentó en la cama para digerir aquella información. ¿Imilce? Imilce. Seguía viva. Giscón, después de todo, cumplió con su misión de protegerla. Una propiedad valiosa, aquella mujer, para garantizarse la lealtad de gran número de iberos, por eso la protegería y la traería a Cartago, pero él la recordaba como una adolescente, una preciosa mujer casi niña. Dulce en la cama, tierna y obediente. Nunca le dio problemas. Tampoco le dio un hijo. Imilce.

- Yo soy Aníbal.

Fue entonces la mujer la que buscó asiento en el taburete, junto a la mesa. Aníbal. Le miró con intensidad. El rostro herido, un ojo sin mirada, la túnica ensangrentada. Aníbal, el general en jefe de todos los ejércitos de Cartago, Aníbal, su esposo. Se había hecho mayor, estaba algo encorvado y sucio y desaliñado. No era el apuesto jefe de los cartagineses en Hispania. Era un hombre cansado que regresaba a casa después de años de ausencia y combate. Imilce lamentó no haberle reconocido.

- Entiendo -dijo Imilce. Meditó unos instantes y luego continuó-. Ordenaré a los esclavos que te traigan agua fresca y paños con los que lavarte y un poco de vino y queso y pan.

- Eso está bien -respondió Aníbal sin dejar de mirarla, y añadió una pregunta-. ¿Los esclavos te obedecen?

- Soy la esposa de su señor.

Aníbal cabeceó un par de veces.

- Eso está bien. Y el agua y el vino, lo que has dicho, está bien. Sólo quiero descansar un poco.

Imilce se levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo y sin volverse a mirar a su esposo habló hacia la pared.

- He procurado que la casa estuviera limpia y en orden. No sabía qué otra cosa se esperaba de mí. Espero haber hecho lo correcto.

- Así es, has hecho lo correcto. -Y Aníbal vio cómo abría la puerta-. ¿Por qué no has regresado a Hispania, con tus padres, con tu familia?

Imilce se volvió hacia el general sin separar su mano derecha del marco de la puerta.

- Mis padres murieron, mi familia también, mi ciudad, al menos tal y como yo la conocí, ya no existe. Fue arrasada por los romanos. Perdonaron la vida de algunos, pero mi padre murió en la guerra y mi familia y todos los que les apoyaban fueron asesinados porque… por ser tu esposa.

- Lo siento.

Imilce no iba a responder pero al fin añadió una frase con sumo cuidado.

- Sé que tú también has perdido a tus hermanos en esta guerra. Lo siento. Aníbal no se sintió incómodo porque Imilce mencionara a sus hermanos muertos. La miró y asintió aceptando aquellas palabras. A fin de cuentas, sus hermanos estuvieron de acuerdo con aquella guerra, mientras que aquella ibera no había podido elegir. La mujer abrió la puerta, salió y Aníbal Barca, entonces sí, se encontró a solas. Era una soledad que había siempre esperado con temor y que, de forma curiosa, el reencuentro con aquella hispana venida de tan lejos había aligerado un tanto. Ambos eran almas en soledad. Eso les unía. Aníbal se recostó en la cama. Pasaron unos minutos. Llamaron a la puerta.

- Adelante.

Un esclavo joven, nervioso, entró con una bandeja con un jarro de agua, otro más pequeño de vino, una copa, algo de queso y pan y unos paños. Lo dejó todo en la mesa y salió raudo como el viento. Aníbal miraba el techo de su habitación. Había algunas humedades. Debería ocuparse de arreglar su casa. Aún no sabía si permanecería en ella largo tiempo o si su estancia en Cartago sería, una vez más, breve. Ocuparse de las cuestiones domésticas le ayudaría a olvidarse un poco al menos de la guerra y de la política. ¿Sería posible continuar la lucha contra Roma? No desde Cartago. No desde el Cartago actual. Quizá más adelante. ¿Quizás en otro sitio? ¿Había algún rey lo suficientemente osado como para no temer a Roma? ¿Y lo suficientemente fuerte? ¿Quedaba algún ejército que pudiera retar a las legiones de Roma? Filipo V de Macedonia se aventuró a sellar un pacto con él, pero luego resultó ser un pobre aliado sobre el terreno. No. Ése no parecía el camino a seguir. Debía reconstruir la fortaleza de Cartago o aliarse con otro rey extranjero que realmente hubiera reunido algún vasto ejército, lo bastante poderoso como para infundir temor a los romanos. O ambas cosas a un tiempo. Estaba cansado. Llevaba toda su vida, desde la adolescencia, en guerra, contra los iberos primero, luego contra todos los pueblos que se le opusieron en su viaje a Italia y siempre contra Roma. ¿Algún rey extranjero? Egipto estaba en manos de un niño, Filipo no valía. Pérgamo era aliado de Roma y más al oriente no debían de estar interesados en lo que ocurría en el otro extremo del mundo, ¿o sí? Aníbal pensó en lavarse y comer algo mientras aclaraba sus ideas y tenía esa intención, pero cerró los ojos y se quedó dormido.

100 El respeto de los procónsules

Útica, primeros días de diciembre del 202 a.C.

En el puerto de la conquistada Útica, Publio y Lelio supervisaban las maniobras de atraque de una nueva flota de refuerzos y suministros, mientras que mentalmente repasaban la situación en la que se encontraban. Ante aquella vasta concentración de legiones, Cartago debería ceder pronto ya a todas las peticiones de Roma: devolver los barcos apresados durante la tregua, proporcionar trigo a las tropas romanas en África para los próximos tres meses, entregar toda su flota, excepto diez trirremes que conservaría para tareas defensivas únicamente, liberar a todos los prisoneros de guerra y entregar a los desertores romanos para ser ajusticiados según las leyes de Roma; reconocer a Masinisa como legítimo y único rey de toda Numidia, quedando todas las ciudades y territorios de aquel país bajo su gobierno, pagar 10.000 talentos eubocios a plazos a lo largo de los próximos cincuenta años, y presentar ante él mismo cien rehenes cartagineses que actuarían como garantía del cumplimiento de Cartago de todas aquellas cláusulas de paz. Eran unas condiciones durísimas, implacables, que inutilizaban al Senado de Cartago para poder decidir en ningún asunto más allá de sus murallas y que dejaban de hecho sus posesiones en África a merced de la codicia y ambición sin límites del recién instaurado rey de toda Numidia, Masinisa.

- ¿Crees que lo aceptarán todo? ¿Tal cual? -preguntó Cayo Lelio, como si leyera los pensamientos del procónsul.

Publio afirmó con la cabeza.

- Lo harán, Lelio, lo aceptarán todo. No tienen ejército y su mejor general, Aníbal, dicen que se ha refugiado en su casa y que se niega a recibir a nadie. Parece que da la espalda al Senado púnico porque considera que los actuales gobernantes de la ciudad no le apoyaron en el pasado.

- ¿Y tiene razón?

- Es muy posible, para nuestra fortuna, Lelio, es muy posible que así haya sido. Pero eso ya es el pasado. Yo miro al futuro. -Un gran triunfo en Roma.

- Sí, eso también, pero más allá. -Publio continuaba hablando mientras miraba al mar. Paz y descanso. Primero, tierras de labor para los veteranos de la V y la VI.

- El Senado te las concederá sin ninguna duda. Los dioses saben que esos hombres se las han ganado.

- En eso confío -confirmó Publio, su mirada siempre fija en el horizonte del mar-. Y

luego, paz y descanso, Lelio. Creo que a Roma ya le ha llegado el turno de disfrutar de la paz, de cerrar de una vez las puertas del templo de Jano. Llevamos dieciséis años de guerra ininterrumpida. Eso es insostenible. Con Cartago derrotado, los galos se replegarán al norte y no se atreverán a atacarnos en mucho tiempo y lo mismo Filipo en Macedonia. Roma no tiene ahora ya enemigos de importancia. Podremos descansar todos un poco. ¿No te apetece descansar, Lelio? -preguntó el joven procónsul de Roma y miró

hacia su oficial. Encontró a Lelio mirando hacia su izquierda, justo allí donde su esclava Netikerty aguardaba escoltada por dos legionarios. Publio cambió de tema y dirigió sus palabras hacia los pensamientos de su amigo-. ¿Has decidido hacer ya todo lo que te sugerí…? Sobre esa muchacha, me refiero.

- Sí -dijo Lelio con cierto tono vibrante en su voz-. Ya está todo dispuesto.

- Es lo mejor.

- Sí.

- ¿Aún te duele su traición, Lelio? -Sí.

- Pudo ser mucho mayor, Lelio. En conjunto, si lo piensas con frialdad, nos ha prestado servicios muy valiosos.

- Aun así me traicionó. Y no puedo pensar en Netikerty con la cabeza fría. No puedo. Me traicionó.

- Hasta cierto punto… en cualquier caso, éste es un debate sin sentido. Lo mejor es hacer lo que hemos dispuesto.

- Sí -confirmó Lelio, y se separó de Publio tras saludarle con una inclinación de cabeza. Publio lo vio distanciarse, camino adonde la joven esclava esperaba las palabras de su amo, que debía anunciarle su destino. La mirada del procónsul se cruzó entonces con los hombres que se acercaban hacia él y que, a su vez, se cruzaron con Lelio, ante el que se detuvieron un instante, saludaron y reemprendieron su marcha hacia el procónsul. No eran unos oficiales sin más, sino otros dos procónsules, Lucio Cornelio Léntulo, de la misma gens Cornelia que el propio Publio, muestra del ascendente poder de sus allegados en Roma, y Cneo Octavio, un joven procónsul que ya fuera pretor hacía unos años. Léntulo tenía asignado el mando de la flota que Roma acababa de enviar a África con provisiones y sumisitros para proporcionar a las legiones de Escipión ya nadie se refería a ellas como las «legiones malditas»-todo lo necesario para la perfecta conclusión de sus, a la vista de todos ya, gloriosas campañas de África. Cneo Octavio, por su parte, tenía el mando de las tropas de refuerzo que debían complementar a las legiones V y VI.

Eran procónsules. Tenían derecho a desplazarse siempre rodeados por sus lictores preceptivos cada uno y, sin embargo… Publio los observó avanzando hacia él y su escolta, pero solos, acompañados tan sólo por cuatro legionarios. Levantó la vista y más atrás vio a los lictores de aquellos procónsules aguardando en medio de los muelles. Los recién llegados promagistrados se acercaban al procónsul de África dejando a sus licto- res atrás en señal de reconocimiento y respeto hacia la superioridad incuestionable mostrada por el que todos ya llamaban Publio Cornelio Escipión, Africanas. Publio, durante la conversación con Lelio, se había sentado sobre unos sacos de sal acumulados junto a los barcos que debían zarpar hacia Cartago para empezar el asedio final, pero, impresionado por el gesto de sus colegas, se levantó para recibirlos en pie.

- Te saludo, Publio Cornelio Escipión -dijo Léntulo deteniéndose ante él.

- Te saludo, procónsul, que los dioses te guarden por muchos años -añadió Cneo Octavio. Publio asintió con la cabeza, sin decir nada más durante unos segundos. Luego se sentó de nuevo sobre los sacos.

- Os saludo a los dos. Espero que hayáis tenido buena mar y que Neptuno haya sido amable durante vuestro viaje. Por favor, disculpad mi informalidad al sentarme, pero estoy… estoy un poco cansado y tengo una herida en este muslo -dijo llevándose la mano a la pierna donde la espada de Aníbal había rasgado su piel y sus músculos-que no deja de dolerme miserablemente.

- El procónsul está herido y debe descansar -añadió Léntulo, y Cneo Octavió asintió. Ambos sabían quién era el autor de esa herida. Era un corte del que un procónsul de Roma podía hablar con orgullo. Publio volvió su mirada al mar. Fue Octavio el que se decidió entonces a hablar.

- ¿Cómo crees que debemos conducir el ataque a Cartago, Publio Cornelio?

Nuevos procónsules, y, sin embargo, en lugar de vanidad, Publio encontraba en ellos respeto, con las mismas miradas de admiración que sus propios legionarios de la V y la VI le dedicaban, sólo que estos que le hablaban no eran simples soldados, sino procónsules de Roma, hombres a su nivel y ambos de mayor edad, y, no obstante, los dos se desvivían por mostrarse cordiales y hacer patente que reconocían su mando. Ése fue el momento en el que Publio empezó a ser consciente de lo que había conseguido. No es que hubiera derrotado al mayor de los enemigos de Roma, es que estaba dando término a la guerra más cruenta y peligrosa en la que nunca antes había luchado su ciudad, y más aún: lo había hecho con tropas despreciadas por todos, en territorio enemigo, contra cartagineses y todos sus aliados y contra ochenta elefantes. Todo ello magnificaba aún más aquella tremenda hazaña. A los ojos de millares, decenas de miles, centenares de miles de romanos, él era mucho más que un procónsul, y entre esos admiradores no sólo estaba el pueblo, sino senadores y otros magistrados, como aquellos dos procónsules que aguardaban su consejo para saber la forma más apropiada, a su juicio, para conducir el desenlace de aquella campaña.

- Pienso que lo mejor -empezó Publio-será que Léntulo y yo llevemos la flota de Útica a Cartago y que tú, Octavio, avances por tierra con las legiones. Mi herida no me permite marchar al frente de esos hombres. Lelio regresará a Roma con el botín expoliado a los cartagineses en estos años. Eso es lo que yo haría.

- Sea -dijo Léntulo, llevándose el puño al pecho como quien acaba de recibir una orden, y Octavio una vez más asintió sin manifestar duda alguna. Publio se levantó y puso su mano derecha en el hombro de Octavio.

- Te dejo unas buenas legiones. Cuídalas -le dijo.

- Son buenas legiones. A toda Roma le consta el valor de la V y la VI.

- Bien -concluyó Publio-. Eso está bien. Ahora debo marcharme a poner en orden unas cuestiones de intendencia con uno de los quaestores. Quizás, Octavio, quieras acompañarme.

- Sería un honor, procónsul -respondió el aludido sin ocultar su interés.

- Por los dioses, pues vamos allá, y dejaremos a Léntulo que supervise la preparación de la flota -apostilló Publio, dirigiéndose a Léntulo, que afirmó con la cabeza un par de veces.

Octavio y Publio se pusieron en marcha. El primero, admirado por la cordialidad de aquel procónsul herido que era ya casi una leyenda y el segundo, cojeando levemente, pensando en que pronto Cartago cedería a todas las condiciones impuestas por Roma, pensando en que eso traería la paz a su vida, la paz a Roma, la paz al mundo entero. Publio pensó en qué hermoso podría ser ya vivir en sosiego con su mujer y sus hijos, con la seguridad de saber que ya nunca el tan temido Aníbal, nunca jamás, podría estar en situación de poner en peligro la vida de su joven hijo, pues la guerra contra Aníbal había terminado antes de que el muchacho tuviera edad de empuñar un arma. Publio había dado forma al sueño de su padre y de su tío, había cumplido la promesa a su madre de terminar aquella guerra y había conseguido regresar a Roma para poder decir a Emilia, su amada esposa, que no debía padecer ya por la seguridad del joven Publio. Eso era lo más importante de todo. Había visto morir a su padre y a su tío, y su esposa también había visto caer a su padre, de quien traía de regreso, al menos, su anillo consular. Un pequeño consuelo en medio de toda aquella tempestad, pero un principio sobre el que edificar una vida feliz.

Lo único que le preocupaba era un nuevo sueño que había tenido la noche anterior, un sueño que había sustituido al de los elefantes. Era como un nuevo presagio. En ese sueño Publio había visto lo peor que un ser humano puede ver en su vida: la muerte de un hijo, de su hijo. Era un misterioso presentimiento que en aquellos momentos resultaba absurdo y sinsentido, en especial tras la completa y absoluta derrota de Aníbal, por eso Publio lo apartó de su mente, decidió no darle mayor importancia y se refugió, una vez más, en sus ansias de descanso y paz. Sólo quería regresar a casa.

101 Un extraño adiós

Útica, primeros días de diciembre del 202 a.C.

Cayo Lelio vio cómo los nuevos procónsules se dirigían para hablar con Publio. Había notado gran respeto tanto en Léntulo como en Octavio al saludarle a él, cuando Lelio ni tan siquiera era o había sido magistrado. Parecía que el mero hecho de ser uno de los tribunos de confianza de Publio Cornelio Escipión le invistiera de una aureola que inspirara respeto. Sacudió la cabeza. No debía llenar su mente de sensaciones absurdas y vanas. Tenía otros asuntos de los que ocuparse en aquel momento. Continuó su camino y llegó junto a Netikerty. La muchacha preveía que algo le iba a ser anunciado, pues al amanecer Lelio la conminó a que se preparara para un largo viaje. La joven esclava tomó pequeñas cosas que consideró que le podían ser útiles: un par de estolas romanas, dos túnicas, algunos aderezos para su hermoso cabello largo y lacio y algunos frascos con ungüentos y aceites con lo que humedecía su morena piel ligeramente resecada por el viento y el sol. No tomó nada más. No quería que se la acusara de tomar cosas que no le concernían. En particular, no cogió el nimbus que Lelio le regalara en Roma. El mismo hombre que la poseyera y la amara; el mismo hombre que ahora la miraba con aparente indiferencia.

- Yo marcho para Roma, con la flota. No nos veremos más -anunció Cayo Lelio con sequedad.

Netikerty asintió y volcó su mirada hacia el suelo.

Lelio, ante la ausencia de réplica o de preguntas, continuó con sus explicaciones.

- Tú marcharás a Siracusa en un barco escoltado por dos trirremes. Allí esperarás unas semanas hasta que llegue de Roma una embajada de senadores. Aprovechando el viaje de esa embajada, en una de las trirremes de escolta de los senadores romanos vendrán tus hermanas. -Aquí Netikerty levantó su mirada del suelo-. Tus hermanas fueron compradas por amigos del procónsul y luego manumitidas, liberadas de la esclavitud, como yo he hecho contigo. El procónsul ha utilizado la manumissio vindicta, empleando a magistrados de su confianza en el foro para todos los trámites. Creo que se lo pidió

a su hermano Lucio, quien siguiendo sus instrucciones compró primero a tus hermanas para poder luego liberarlas. -Netikerty fijó sus ojos en los ojos de Lelio, pero entonces, el tribuno dejó de mirarla y volvió su rostro hacia el mar-. Neptuno parece estar tranquilo. Tendréis una buena navegación. Una vez reunidas las tres, podréis marchar en una de las trirremes que escoltan la embajada del Senado con destino a Egipto. El Senado quiere reconocer oficialmente a Ptolomeo V como legítimo monarca de tu tierra. Agatocles es el que realmente gobierna, pero como tutor del pequeño Ptolomeo V. Bueno, dejando de lado la política, lo importante es que esa embajada, con su fuerte flota militar de escolta, es la forma más segura de cruzar el mar para devolverte a tu país a salvo de nuevos ataques de piratas. Una vez allí, los oficiales de mi confianza se asegurarán de que contactéis con vuestra familia. Y eso es todo. -Lelio se detuvo y pensó en volverse a mirarla y si lo hubiera hecho habría visto las lágrimas que temblorosas descendían por las mejillas de la joven egipcia, pero el tribuno se contuvo y terminó de hablar sin girarse hacia ella-. Eso es todo. Me traicionaste, pero no mataste al procónsul cuando podías haberlo hecho. El general es un hombre generoso, por eso ha liberado a tus hermanas y ha organizado todo esto. Yo sólo he designado a un par de hombres leales para que lleven a cabo sus órdenes. No tengo más que decirte.

Y Cayo Lelio le dio la espalda y se marchó sin volver la mirada una sola vez hacia atrás. Sólo los dioses saben cuánto le costó mantener aquella firmeza y aquel semblante rígido de fingida indiferencia. Salió de la ciudad sin saber qué calles había tomado y, como un caballo que ha perdido a su jinete en el campo de batalla, Lelio encontró el camino de regreso a su tienda en medio del gran campamento de las legiones romanas levantado frente a las murallas de Útica. Se sentó en el lecho que durante años compartiera con la joven Netikerty, pero sintió algo que se le clavaba bajo el muslo derecho. Rebuscó con la mano izquierda y extrajo el hermoso nimbus de oro y piedras preciosas que regalara antaño a Netikerty. Lelio acarició la preciosa joya como quien acaricia recuerdos dulces agriados por el tiempo y la vida. No lloró porque los guerreros no lloran, pero su corazón latía desbocado, sin control, desgarrado. Netikerty quedó a solas con aquellos dos soldados leales designados por Lelio que esperaron con paciencia mientras ella lloraba de pie, mirando cómo su hasta aquel momento amo y señor desaparecía entre la multitud de legionarios que cargaban y descargaban fardos, sacos, ánforas y provisiones de todo tipo de los barcos anclados en la bahía de Útica. La insistencia del tribuno por subrayar que todo había sido organizado por el procónsul, agudizaba aún más el dolor de aquel adiós extraño. Lelio había querido dejar claro que su despecho y rencor eran tan grandes hacia ella que si por él fuera nada de todo aquello habría tenido lugar. Lelio había sido quien la había salvado de los ultrajes de la humillante esclavitud al servicio del viejo Fabio Máximo, Lelio había sido el único hombre que la había cuidado y protegido y al mismo tiempo fue el mismo hombre al que tuvo que traicionar tan a fondo como su alma le permitió. Ahora estaba todo ya perdido con él. Estaba feliz por la liberación de sus hermanas y la esperanza de poder reencontrarse pronto con ellas la acompañó mientras la conducían al barco que la transportaría a Siracusa. La nave soltó amarras y zarpó para dar así comienzo a una nueva etapa de su vida, sin ver más al único hombre a quien había amado más allá incluso de lo que amaba a sus propias hermanas. Tanto Lelio como el procónsul pensaban que no utilizó

el cuchillo cuando tuvo ocasión en Cartago Nova por ser incapaz de matar con frialdad, por el significado de su nombre, pero no fue por eso, no fue por eso. Al menos, no sólo por eso. Fue por Lelio, por el amor que sentía por Cayo Lelio, por lo que no pudo cortar la garganta del general. No podía matar al mejor amigo del hombre al que amaba. Y así, pese a arriesgar la propia vida de sus hermanas, pese a haberlas sacrificado en aquel momento de duda, pese a ese sacrificio sublime, el corazón de Cayo Lelio estaba perdido para siempre.

La nave surcaba el mar con suavidad y el puerto de Útica se empequeñecía en la distancia hasta que al final sólo se adivinaba una línea gris en el horizonte, África, que se alejaba poco a poco, hasta desvanecerse en la confluencia del azul del mar y el azul del cielo. Netikerty cerró los ojos. Ya no brotaban lágrimas porque su corazón se había quedado seco por el dolor y la angustia. Sentía mareos, pero sabía que no era por el vaivén del barco. Se llevó una de sus pequeñas y suaves manos y la hundió bajo la túnica hasta acariciar la base del vientre. Había hecho bien en callar y no decir nada y llevarse de ese modo consigo, al Egipto de su pasado, su más apreciado y dulce secreto .

APENDICES

I Glosario

ab urbe condita: Desde la fundación de la ciudad. Era la expresión que se usaba a la hora de citar un año, pues los romanos contaban los años desde el día de la fundación de Roma que corresponde tradi-cionalmente con el 754 a.C. En Africanus, el hijo del cónsul y Las legiones malditas se usa de referencia el calendario moderno con el naci- miento de Cristo como referencia, pero ocasionalmente se cita la fecha según el calen- dario romano para que el lector tenga una perspectiva de cómo sentían los romanos el devenir del tiempo y los acontecimientos con relación a su ciudad. ad tabulam Valeriam: Cuando en el antiguo Senado de Roma un orador se posici- onaba junto al gran cuadro que Valerio Mésala ordenó pintar en una de sus paredes para celebrar su victoria sobre Hierón de Siracusa.

agone: «Ahora» en latín. Expresión utilizada por el ordenante de un sacrificio para indicar a los oficiantes que emprendieran los ritos de sacrificio. Agonium Veiouis: Fiesta celebrada el 21 de mayo del calendario romano en la que se sacrificaba un carnero en honor de la diosa infernal Veiouis. Amphitruo: «Anfitrión», personaje de una de las obras del teatro clásico latino que, además de dar nombre a una tragicomedia, a partir del siglo XVII pasará a significar la persona que recibe y acoge a visitantes en su casa.

antica: Lo que quedaba ante un augur cuando éste iba a tomar auspicios o leer el vu- elo de las aves. Lo que quedaba a sus espaldas se denominaba portica. Altercado: Algarabía o tumulto de voces, gritos e insultos proferidos por los senado- res en momentos de especial tensión durante una sesión en la Curia. Ara de Hieran: Gigantesco altar para sacrificar animales levantado por orden de Hierón, tirano de Siracusa.

Ara Máxima Herculis Invicti: Altar levantado en las proximidades de las cárceles del circo.

Argiletum: Avenida que parte del Foro Boario en dirección norte dejando el gran Macellum al este.

Arx Asdrubalis: Una de las colinas principales de la antigua Qart Ha-dasht para los cartagineses, ciudad rebautizada como Cartago Nova por los romanos. as: Moneda de curso legal a finales del siglo III en el Mediterráneo occidental. El as grave se empleaba para pagar a las legiones romanas y equivalía a doce onzas y era de forma redonda según las monedas de la Magna Grecia. Durante la segunda guerra pú- nica comenzó a acuñarse en oro además de en bronce.

Asfódelos: Primera región del Hades donde las almas vagan a la espera de ser juz- gadas.

Asinaria: Primera comedia de Tito Macio Plauto que versa sobre cómo el dinero de la venta de unos asnos es utilizado para costear los amoríos del joven hijo de un viejo marido infiel. Los historiadores sitúan su estreno entre el 212 y el 207 a.C. En esta no- vela su estreno se ha ubicado en el 212 a.C. Aunque es una obra muy divertida, su re- percusión en la literatura posterior ha sido más bien escasa. Destaca la recreación que Lemercier (1777-1840) hizo de la misma en la que incorporaba al propio Plauto como personaje. Algunos han querido ver en la descripción de la lena de esta obra la prece- dente del personaje de la alcahueta de La Celestina.

attramentum: Nombre que recibía la tinta de color negro en la época de Plauto. atriense: El esclavo de mayor rango y confianza en una domus romana. Actuaba co- mo capataz supervisando las actividades del resto de los esclavos y gozaba de gran autonomía en su trabajo.

augur: Sacerdote romano encargado de la toma de los auspicios y con capacidad de leer el futuro sobre todo en el vuelo de las aves.

auguraculum: Lugar puro donde el augur se situaba para leer el vuelo de las aves. augúrale: Lugar puro donde el augur se situaba para leer el vuelo de las aves dentro de un campamento militar. auspex: Augur familiar. autoritas: Autoridad, poder.

aves inferae: Aves en vuelo raso que presagiaban acontecimientos fatales. aves praepetes: Aves de vuelo alto que presagiaban buenos acontecimientos. Baal: Dios supremo en la tradición púnico-fenicia. El dios Baal o Baal Hammón («señor de los altares de incienso») estaba rodeado de un halo maligno de forma que los griegos lo identificaron con Cro-nos, el dios que devora a sus hijos, y los romanos con Saturno. Aníbal, etimológicamente, es el favorecido o el favorito de Baal y Asdrú- bal, mi ayuda es Baal.

bellaria: Postres, normalmente dulces, pero también dátiles, higos secos o pasas. So- lían servirse durante la larga comissatio.

bucinator: Trompetero de las legiones.

bulla: Amuleto que comúnmente llevaban los niños pequeños en Roma. Tenía la fun- ción de alejar a los malos espíritus.

calón: Esclavo de un legionario. Normalmente no intervenían en las acciones de gu- erra.

cardo: Línea de norte a sur que trazaba una de las avenidas principales de un cam- pamento romano o que un augur trazaba en el aire para dividir el cielo en diferentes secciones a la hora de interpretar el vuelo de las aves.

Caronte: Dios de los infiernos que transportaba las almas de los recién fallecidos navegando por el río Aqueronte. Cobraba en monedas por ese último trayecto y de ahí

la costumbre romana de poner una moneda en la boca de los muertos. carpe diem: Expresión latina que significa «goza del día presente», «disfruta de lo presente», tomada del poema Odae se Carmina (1, 11,8) del poeta Q. Horatius Flaccus. cassis: Un casco coronado con un penacho adornado de plumas púrpura o negras. castigatio: Flagelación a la que eran sometidos los legionarios por diversas faltas. Castor: Junto con su hermano Pólux, uno de los Dioscuros griegos asimilados por la religión romana. Su templo, el de los Castores, o de Castor y Pólux, servía de archivo a la orden de los equites o caballeros romanos. El nombre de ambos dioses era usado con frecuencia a modo de interjección en la época de Escipión.

Castra Cornelia: Sobrenombre que recibió el campamento que Publio Cornelio Esci- pión levantó en una pequeña península de difícil ac-

ceso, próxima a Útica, con el fin de protegerse del ataque de los ejércitos cartaginés y númida que le rodearon en su primer año de campaña en África. cathedra: Silla sin reposabrazos con respaldo ligeramente curvo. Al principio sólo la usaban las mujeres, por considerarla demasiado lujosa, pero pronto su uso se extendió

también a los hombres. Era usada luego por jueces para impartir justicia o por los pro- fesores de retórica clásica. De ahí la expresión hablar ex cathedra. circuli: Roscones elaborados con agua, harina y queso muy apreciados por los ro- manos.

cindadela de Dionisio: Área fortificada próxima al istmo de la antigua ciudad de Si- racusa al norte de la Isla Ortygia.

Clivus Victoriae: Avenida que transcurre en paralelo con el Vicus Tuscus, desde el Foro Boario hasta acceder al foro del centro de Roma por el sur a la altura del templo de Vesta.

Clivus Argentarius: Avenida que parte del foro en dirección oeste dejando a la izqui- erda la prisión y a la derecha la gran plaza del Co-mitium. A la altura del templo de Juno cruza la puerta Fontus y continúa hacia el oeste.

Cloaca Máxima: La mayor de las galerías del antiguo alcantarillado de la Roma an- tigua. Entra por el Argiletum, cruza el foro de norte a sur, atraviesa la Vía Sacra, tran- scurre a lo largo del Vicus Tuscus hasta desembocar en el Tíber. Era famosa por su mal olor y durante muchos años se habló de enterrarla, pues transcurría a cielo abierto en la época de Las legiones malditas.

cognomen: Tercer elemento de un nombre romano que indicaba la familia específica a la que una persona pertenecía. Así, por ejemplo, el protagonista de El Hijo del Cón- sul, de nomen Publio, pertenecía a la gens o tribu Cornelia y, dentro de las diferentes ramas o familias de esta tribu, pertenecía a la rama de los Escipiones. Se considera que con frecuencia los cognomen deben su origen a alguna característica o anécdota de al- gún familiar destacado.

Columna Maenia: Columna erigida en el 338 a.C. en honor de Mae-nio, vencedor sobre los latinos en la batalla naval de Antium.

comissatio: Larga sobremesa que solía tener lugar tras un gran banquete romano. Podía durar toda la noche.

comitia centuriata: La centuria era una unidad militar de cien hombres, especial- mente durante la época imperial, aunque el número de este regimiento fue oscilando a lo largo de la historia de Roma.

Ahora bien, en su origen era una unidad de voto que hacía referencia a un número determinado asignado a cada clase del pueblo romano y que se empleaba en los comi- tia centuriata o comicios centuriados, donde se elegían diversos cargos representativos del Estado en la época de la República.

comitiales: Días apropiados para celebrar elecciones.

Comitium: Tulio Hostilio cerró un amplio espacio al norte del foro donde poder re- unir al pueblo. Al norte de dicho espacio se edificó la Curia Hostilia donde debería re- unirse el Senado. En general, en el Comitium se congregaban los senadores antes de cada sesión.

conclamatio: Tras la muerte de un familiar y con el fin originario de asegurase de que en efecto esa persona había muerto, sus familiares y amigos lo llamaban en voz al- ta y clara mirándolo a los ojos. Después el cuerpo era paseado y exhibido y, al fin, inci- nerado y enterrado siempre fuera de la ciudad y muchas veces junto a un camino. consentio Scipioni: «Acepto lo propuesto por Escipión», fórmula para aceptar una propuesta presentada por Escipión en el Senado.

corona mural: Premio, a modo de condecoración especial, que recibían los legiona- rios u oficiales que conquistaban las murallas de una ciudad antes que ningún otro sol- dado. Quinto Terebelio y Sexto Digicio recibieron una corona mural cada uno por ser los primeros en escalar las murallas en el ataque a Cartago Nova en Hispania en el 209 a.C.

corvus: Un gigantesco gancho asido a una muy gruesa y poderosa soga que sostenía la manus férrea o pasarela que los romanos usaban para abordar barcos enemigos. coturno: Sandalia con una gran plataforma utilizada en las representaciones del te- atro clásico latino para que la calzaran aquellos actores que representaban a deidades, haciendo que éstos quedasen en el escenario por encima del resto de los personajes. cuatrirreme: Navio militar de cuatro hileras de remos. Variante de la trirreme. cultarius: Persona encargada de sesgar el cuello de un animal durante el sacrificio. Normalmente se trataba de un esclavo o un sirviente. cum imperio: Con mando sobre un ejército.

cúneo: Espacio de asientos entre escalinata y escalinata en los grandes teatros gire- gos y romanos. El de Siracusa estaba dividido en nueve cúneos.

Curia: Apócope de Curia Hostilia.

Curia Hostilia: Es el palacio del Senado, construido en el Comitium por orden de Tulio Hostilio, de donde deriva su nombre. En el 52 a.C. fue destruida por un incendio y reemplazada por una edificación mayor. Aunque el Senado podía reunirse en otros lugares, este edificio era su punto habitual para celebrar sus sesiones. Tras su incendio se edificó la Curia Julia, en honor a César, que perduró todo el imperio hasta que un nuevo incendio la arrasó durante el reinado de Carino. Diocleciano la reconstruyó y engrandeció.

cursus honorum: Nombre que recibía la carrera política en Roma. Un ciudadano po- día ir ascendiendo en su posición política accediendo a diferentes cargos de género po- lítico y militar, desde una edilidad en la ciudad de Roma, hasta los cargos de cuestor, pretor, censor, procónsul, cónsul o, en momentos excepcionales, dictador. Estos cargos eran electos, aunque el grado de transparencia de las elecciones fue evolucionando de- pendiendo de las turbulencias sociales a las que se vio sometida la República romana. Dagda: Diosa celta de los infiernos, las aguas y la noche.

decumanus: Línea de este a oeste que trazaba una de las avenidas principales de un campamento romano o que un augur trazaba en el aire para dividir el cielo en diferen- tes secciones a la hora de interpretar el vuelo de las aves.

deductio: Desfile realizado en diferentes actos de la vida civil romana. Podía llevar- se a cabo para honrar a un muerto, siendo entonces de carácter funerario, o bien para festejar a una joven pareja de recién casados, siendo en esta ocasión de carácter festi- vo.

deductio inforum: «Traslado al foro.» Se trata de la ceremonia durante la que úpa- terfamilias conducía a su hijo hasta el foro de la ciudad para introducirlo en sociedad. Como acto culminante de la ceremonia se inscribía al adolescente en la tribu que le correspondiera, de modo que quedaba ya como oficialmente apto para el servicio mili- tar.

de ea re quid fieri placeat: Fórmula mediante la cual el presidente del Senado invita- ba a los senadores a opinar sobre un asunto con entera libertad. defritum: Condimento muy usado por los romanos a base de mosto de uva hervido. devotio: Sacrificio supremo en el que un general, un oficial o un soldado entrega su propia vida en el campo de batalla para salvar el honor del ejército. domus: Típica vivienda romana de la clase más acomodada, normalmente compuesta de un vestíbulo de entrada a un gran atrio en cuyo centro se encontraba el impluvium. Alrededor del atrio se distribuían las estancias principales y al fondo se encontraba el ta-blinium, pequeño despacho o biblioteca de la casa. En el atrio había un pequeño al- tar para ofrecer sacrificios a los dioses Lares y Penates que velaban por el hogar. Las casas más ostentosas añadían un segundo atrio posterior, generalmente porticado y aj- ardinado, denominado peristilo.

et cetera: Expresión latina que significa «y otras cosas», «y lo restante», «y lo de- más».

Eolo: Dios del viento.

escorpión: Máquina lanzadora de piedras diseñada para ser usada en los grandes asedios.

falárica: En la novela Africanus, el hijo del cónsul, se refiere a arma que arrojaba jabalinas a enorme distancia. En ocasiones estas jabalinas podían estar untadas con pez u otros materiales inflamables y prender al ser lanzadas. Fue utilizada por los sa- guntinos como arma defensiva en su resistencia durante el asedio al que les sometió

Aníbal. En Las legiones malditas se usa el término para referirse a las lanzas de origen ibero adoptadas por las legiones de Roma.

jalera: Condecoración en forma de placa o medalla que se colgaba del pecho. jar: Grano en general, del cual extraían los romanos la harina necesaria para el pan y otros alimentos.

fasti: Días apropiados para actos públicos o celebraciones de toda índole. jatum: El destino que, para los romanos, era siempre inexorable. jauete linguis: Expresión latina que significa «contened vuestras lenguas». Se utiliza- ba para reclamar silencio en el momento clave de un sacrificio justo antes de matar al animal seleccionado. El silencio era preciso para evitar que la bestia se pusiera nervi- osa.

februa: Pequeñas tiras de cuero que los luperci utilizaban para tocar con ellas a las jóvenes romanas en la creencia que dicho rito promovía la fertilidad. feliciter: Expresión empleada por los asistentes a una boda para felicitar a los cont- rayentes.

flamines maiores: Los sacerdotes más importantes de la antigua Roma. Los flamines eran sacerdotes consagrados a velar por el culto a una divinidad. Los flamines maiores se consagraban a velar por el culto a las tres divinidades superiores, es decir, a Júpi- ter, Marte y Quirino.

Foro Boario: El mercado del ganado, situado junto al Tíber, al final del Clivus Vic- toriae.

fundamentum cenae: El plato principal de una cena o banquete romano. gaesum: Arma arrojadiza, completamente de hierro, de origen celta adoptada por los ejércitos de Roma en torno al siglo IV a.C.

garum: Pesada pero jugosa salsa de pescado de origen ibero que los romanos incor- poraron a su cocina.

gens: El nomen de la familia o tribu de un clan romano.

gladio: Espada de doble filo de origen ibérico que en el período de la segunda guer- ra púnica fue adoptada por las legiones romanas.

gradus deiectio: Pérdida del rango de oficial.

Graecostasis: El lugar donde los embajadores extranjeros aguardaban antes de ser recibidos por el Senado. En un principio se encontraba en el Comitium, pero luego se trasladó al foro.

Hades: El reino de los muertos.

hasta velitaris: Nombre usado para referirse en ocasiones a armas arrojadizas del ti- po gaesum o uerutum.

hastati: La primera línea de las legiones durante la época de la segunda guerra pú- nica. Si bien su nombre indica que llevaban largas lanzas en otros tiempos, esto ya no era así a finales del siglo III a.C. En su lugar, los hastati, al igual que los principes en la segunda fila, iban armados con dos pila o lanzas más con un mango de madera de 1,4 metros de longitud, culminada en una cabeza de hierro de extensión similar al man- go. Además, llevaban una espada, un escudo rectangular, denominado parma, coraza, espinillera y yelmo, normalmente de bronce.

Hércules: Es el equivalente al Heracles griego, hijo ilegítimo de Zeus concebido en su relación, bajo engaños, con la reina Alcmena. Por asimilación, Hércules era el hijo de Júpiter y Alcmena. Plauto recrea los acontecimientos que rodearon su concepción en su tragicomedia Amphitruo. Entre sus múltiples hazañas se encuentra su viaje de ida y vuelta al reino de los muertos, lo que le costó un severo castigo al dios Caronte. bilarotragedia: Mezcla de comedia y tragedia, promovida por Rincón y otros autores en Sicilia.

Hymenaneus: El dios romano de los enlaces matrimoniales. Su nombre era usado co- mo exclamación de felicitación a los novios que acababan de contraer matrimonio. ignominia missio: Expulsión del ejército con deshonor.

in extremis: Expresión latina que significa «en el último momento». En algunos con- textos puede equivaler a in articulo mortis, aunque no en esta novela. insulae: Edificios de apartamentos. En tiempo imperial alcanzaron los seis o siete pi- sos de altura. Su edificación, con frecuencia sin control alguno, daba lugar a construc- ciones de poca calidad que podían o bien derrumbarse o incendiarse con facilidad, con los consiguientes grandes desastres urbanos.

intercalar: Éste era un mes que se añadía al calendario romano para completar el año, pues los meses romanos seguían el ciclo lunar que no daba de sí lo suficiente para abarcar el ciclo completo de 365 días. La duración del mes intercalar podía oscilar y era decidida, generalmente, por los sacerdotes.

imagines maiorum: Retratos de los antepasados de una familia. Las imagines mai- orum eran paseadas en el desfile o deductio que tenía lugar en los ritos funerarios de un familiar.

impedimenta: Conjunto de pertrechos militares que los legionarios transportaban consigo durante una marcha.

imperator: General romano con mando efectivo sobre una, dos o más legiones. Nor- malmente un cónsul era imperator de un ejército consular de dos legiones. imperium: En sus orígenes era la plasmación de la proyección del poder divino de Júpiter en aquellos que, investidos como cónsules, de hecho ejercían el poder político y militar de la República durante su mandato. El imperium conllevaba el mando de un ej- ército consular compuesto de dos legiones completas más sus tropas auxiliares. impluvium: Pequeña piscina o estanque que, en el centro del atrio, recogía el agua de la lluvia que después podía ser utilizada con fines domésticos. ipso jacto: Expresión latina que significa «en el mismo momento»,

«inmediatamente». Isla Ortygia: Isla que corresponde a la parte más antigua de la ciudad de Siracusa, al norte tiene el puerto pequeño o Portas Minor y al sur el gran Portus Magnus.

Júpiter Óptimo Máximo: El dios supremo, asimilado al dios griego Zeus. Su flamen, el Diales, era el sacerdote más importante del colegio. En su origen Júpiter era latino antes que romano, pero tras su incorporación a Roma protegía la ciudad y garantizaba el imperium, por ello el triunfo era siempre en su honor.

kalendae: El primer día de cada mes. Se correspondía con la luna nueva. laganum: Torta de harina y aceite.

Lapis Niger: Espacio pavimentado con losas de mármol negro que supuestamente correspondía con la tumba de Rómulo.

laterna cornea: Linterna portátil con paredes semitransparentes de cuerno de ani- mal.

laterna de uesica: Linterna portátil con paredes semitransparentes de piel de vejiga de animal.

Lares: Los dioses que velan por el hogar familiar.

laudatio: Discurso repleto de alabanzas en honor de un difunto o un héroe. Lautumiae: Cárcel construida junto a la antigua prisión. El Lautu-miae se empleaba para encerrar a los prisioneros de guerra y las condiciones, aunque extremas, eran al- go mejores que las de la vieja prisión o Tullianum. El nombre hace referencia a la vieja cantera en la que se construyó.

legati: Legados, representantes o embajadores, con diferentes niveles de autoridad a lo largo de la dilatada historia de Roma. En Las legiones malditas el término hace refe- rencia a los representantes de una embajada del Senado.

legiones malditas: Los supervivientes de Cannae, descontando los oficiales de mayor rango que fueron exonerados en un juicio en el Senado (véase la novela Africanus, el hijo del cónsul), fueron desterrados de Italia sine die, condenados a la vergüenza del olvido por haber huido frente a Aníbal. Con estas tropas se formaron dos legiones, la V

y la VI, que permanecieron apartadas del combate durante años. A las legiones V y VI se unirían a lo largo del tiempo otros legionarios que tras sufrir otra humillante derro- ta en Her-donea siguieron la misma mala fortuna que sus antecesores de Cannae. De esta forma, las legiones V y VI estaba formadas casi enteramente por legionarios que habían sido derrotados por Aníbal y que Roma apartaba de su vista por desprecio y ra- bia. Particularmente duro fue Quinto Fabio Máximo con estas tropas a las que negó el perdón cuando el cónsul Marcelo intercedió por ellas tras la conquista de Siracusa (vé- ase la novela Africanas, el hijo del cónsul).

legiones urbanae: Las tropas que permanecían en la ciudad de Roma acantonadas como salvaguarda de la ciudad. Actuaban como milicia de seguridad y como tropas mi- litares en caso de asedio o guerra.

lena: Meretriz, dueña o gestora de un prostíbulo.

lenón: Proxeneta o propietario de un prostíbulo.

lémures: Espíritus de los difuntos, generalmente malignos, adorados y temidos por los romanos.

Lemuria: Fiestas en honor de los lémures, espíritus de los difuntos. Se celebraban los días 9,11 y 13 de mayo.

letterae: Pequeñas tablillas de piedra que hacían las veces de entrada para el recinto del teatro.

Liberalia: Festividad en honor del dios Liber, que se aprovechaba para la celebraci- ón del rito de paso de la infancia a la adolescencia y durante el que se imponía la toga viriles por primera vez a los muchachos romanos. Se celebraba cada 17 de marzo. lictor: Legionario que servía en el ejército consular romano prestando el servicio es- pecial de escolta del jefe supremo de la legión: el cónsul. Un cónsul tenía derecho a es- tar escoltado por doce lictores, y un dictador, por veinticuatro. linterna púnica: Las linternas más apreciadas de la antigüedad provenían de Carta- go y de ahí el nombre. Eran las que poseían las paredes más finas, pese a ser de cuerno o vejiga de animal y que, en consecuencia, iluminaban más. Posteriormente, las linter- nas se hicieron de cristal.

lituus: Un bastón lago terminado de forma curva típico de los augures romanos. Lotus: Árbol centenario que estuvo plantado en el centro de Roma desde los tiempos de Rómulo hasta más allá del reinado de Tr ajano.

Lug: Dios principal de los celtas. Tal es su importancia, que dio nombre a la ciudad de Lugdunum, la actual Lyon. Aparece bajo distintas apariencias: como el dios-ciervo Cerunnos, como el dios Tara-nis de la tempestad o como el luminoso Beleños. Lupercalia: Festividades con el doble objetivo de proteger el territorio y promover la fecundidad. Los luperci recorrían las calles con sus februa para «azotar» con ellas a las jóvenes romanas en la creencia de que con ese rito se favorecería la fertilidad. luperci: Personas pertenecientes a una cofradía especial religiosa encargada de una serie de rituales encaminados a promover la fertilidad en la antigua Roma. Macellum: Uno de los más grandes mercados de la Roma antigua, ubicado al norte del foro. Sufrió un tremendo incendio, igual que todo su barrio, que llegó a extenderse hasta el mismísimo foro en torno al 210 o 209 a.C. Tito Livio menciona este incendio. Nunca se descubrió la cusa del mismo, aunque se atribuyó a criminales. En Las legi- ones malditas el incendio viene recreado en el capítulo «una noche de fuego». mamertinos: Fuerza mercenaria de origen itálico al servicio de Aga-tocles, tirano de Siracusa. Tras la muerte del tirano en el 288 a.C, los autodenominados mamertinos, hi- jos del dios de la guerra Marte, se sublevaron en vez de retirarse tomando la ciudad de Mesina y convirtiéndose en una fuente de conflictos durante bastantes años. Los ma- mertinos, conocedores que desde Mesina se controlaba el estrecho del mismo nombre, clave para el tráfico marítimo de la época, negociaron y chantajearon a romanos y car- tagineses.

manantial de Aretusa: Manantial natural en la Isla Ortygia de Siracusa que da al mar y que los griegos atribuían a la presencia allí de la ninfa Aretusa. Manes: Las almas o espíritus de los que han fallecido.

manumissio vidicta: Proceso por el cual se concedía la libertad a un esclavo al soli- citarla un ciudadano romano que actuaba como ad-sertor libertatis frente a un magist- rado.

manus férrea: Gran pasarela que los romanos tendían desde sus barcos hacia la cu- bierta de los navios enemigos con un poderoso corvus o gran polea para abordarlos con sus tropas.

Marte: Dios de la guerra y los sembrados. A él se consagraban las legiones en mar- zo, cuando se preparaban para una nueva campaña. Normalmente se le sacrificaba un carnero.

Marsias: Estatua arcaica de Sileno en el centro del foro, con un hombre desnudo cu- bierto por elpileus o gorro frigio que simbolizaba la libertad. Por ello, los libertos, re- cién adquirida su condición de libertad, se sentían obligados a acercarse a la estatua y tocar el gorro frigio.

medius lectus: De los tres triclinia que normalmente conformaban la estancia dedi- cada a la cena, el que ocupaba la posición central y, en consecuencia, el de mayor im- portancia social.

Mercator: Comedia de Plauto basada en un original griego de Filemón, poeta de Si- racusa (361-263 a.C). La mayoría de los historiadores la consideran la segunda obra de Plauto tras la Asinaria, aunque, como es habitual, la datación de la misma oscila, concretamente entre el 212 y el 206 a.C. En esta novela se la ha situado en el 211 a.C. Para muchos críticos es una obra inferior en la producción plautina con una acción lenta y de menor comicidad que otras de sus obras más famosas. Se considera que, en este caso, Plauto se limitó a traducirla sin incorporar sus geniales aportaciones, como haría en otros muchos casos.

meseta de Epipolae: Gran meseta al oeste de la ampliada ciudad de Siracusa tras la anexión de nuevos terrenos con la construcción de la muralla de Dionisio. Miles Gloriosus: Una de las obras más famosas de Tito Macio Plauto. Su fecha de estreno, como siempre en el caso de las obras de Plauto, es origen de controversia aun- que la mayoría de los expertos considera que se estrenó en el 205 a.C, fecha que hemos tomado para introducirla en la novela. La obra muestra el conocimiento exhaustivo que Plauto tenía de la vida militar, probablemente fruto de su propio paso como soldado al servicio de las legiones de Roma (véase la novela Africanus, el hijo del cónsul). El mar- cado carácter crítico del texto del Miles Gloriosus ha hecho que muchos críticos la consideren una de las primeras obras antibelicistas de la historia de la literatura. Su propio título, que traducido El soldado fanfarrón, da idea del tono general de la obra. milla: los romanos medían las distancias en millas. Un milla romana equivalía a mil pasos y cada paso a 1,4 o 1,5 metros aproximadamente, de modo que una milla equiva- lía a entre 1.400 y 1.500 metros actuales, aunque hay controversia sobre el valor exac- to de estas unidades de medida romanas. En Las legiones malditas las he usado con los valores referidos anteriormente.

mina: Moneda de curso legal a finales del siglo III a.C. en Roma. Minos, Radamanto y Eaco: Los temidos e implacables jueces del infra-mundo. mola salsa: Una salsa especial empleada en diversos rituales religiosos elaborada por las vestales mediante la combinación de harina y sal.

mulsum: Bebida muy común y apreciada entre los romanos elaborada al mezclar el vino con miel.

munerum indictio: Castigo por el cual un legionario se veía obligado a realizar tra- bajos o actividades indignas de su condición, desde acampar fuera del campamento hasta tener que estar en pie toda la noche frente al praetorium. En casos extremos, po- día suponer el traslado a destinos complicados o el encargo de misiones de alto riesgo. muralla servia: Fortificación amurallada levantada por los romanos en los inicios de la República para protegerse de los ataques de las ciudades latinas con las que compe- tía por conseguir la hegemonía en Lacio. Estas murallas protegieron durante siglos la ciudad hasta que decenas de generaciones después, en el Imperio, se levantó la gran muralla Aureliana. Un resto de la muralla servia es aún visible junto a la estación de ferrocarril Termini en Roma.

murez: Almejas rojas exquisitas especialmente valoradas por los romanos. Neápolis: Nuevo barrio de la antigua Siracusa, añadido al ampliar Dionisio las mu- rallas de la ciudad hacia el oeste.

nequáquam ita siet: Fórmula por la que se votaba en contra de una moción en el an- tiguo Senado de Roma que significa «que de ningún modo sea así». nefasti: Días que no eran propicios para actos públicos o celebraciones. Neptuno: En sus orígenes Dios del agua dulce. Luego, por asimilación con el dios griego Poseidón, será también el dios de las aguas saladas del mar. Nihilvos teneo: «Nada más tengo (que tratar) con vosotros», fórmula con la que el presidente del Senado de Roma levantaba la sesión.

Nimbus: Joya de especial valor, normalmente formada por una lámina de oro y per- las que un fino hilo o cinta de lino mantenía sujetas a la frente. Es más pequeña que una diadema. Plauto menciona un nimbus en una de sus obras. Estas joyas eran apreci- adas por hacer más pequeñas las frentes de las mujeres romanas, y es que en la antigua Roma no se consideraba bella una frente amplia y despejada en el caso de una mujer. El nombre de la joya hace referencia a la luz que rodea la cabeza de una diosa. nobilitas: Selecto grupo de la aristocracia romana republicana compuesto por todos aquellos que en algún momento de su cursus ho-norum habían ostentado el consulado, es decir, la máxima magistratura del Estado.

nodus Herculis o nodus Herculaneus: Un nudo con el que se ataba la túnica de la novia en una boda romana y que representaba el carácter indisoluble del matrimonio. Sólo el marido podía deshacer ese nudo en el lecho de bodas.

nonae: El séptimo día en el calendario romano de los meses de marzo, mayo, julio y octubre, y el quinto día del resto de los meses.

nomen: También conocido como nomen gentile o nomen gentilicium, indica la gens o tribu a la que una persona estaba adscrita. El protagonista de esta novela pertenecía a la tribu Cornelia, de ahí que su nomen sea Cornelio.

oppugnatio repentina: Ataque sobre la marcha, sin detenerse. En estos casos, las le- giones se lanzan sobre el enemigo, sobre su campamento o contra su ciudad sin dete- nerse, sin frenar su avance. Se intentaba así aprovechar el factor sorpresa, pues era más habitual que cuando dos ejércitos enemigos se encontraban frente a frente pasaran unos días antes del gran combate.

optio carceris: Castigo según el cual un legionario era condenado a una pena de pri- sión.

paludamentum: Prenda abierta, cerrada con una hebilla, similar al sa-gum de los oficiales pero más largo y de color púrpura. Era como un gran manto que distinguía al general en jefe de un ejército romano.

pañis militaris: Pan militar.

Parentalia: Rituales en honor de los difuntos que se celebraban entre el 13 y el 21 de febrero.

pater familias: El cabeza de familia tanto en las celebraciones religiosas como a to- dos los efectos jurídicos.

patina: Plato.

patres conscripti: Los padres de la patria; forma habitual de referirse a los senado- res. Como se detalla en la novela este término deriva del antiguo patres et conscripti. pecuniaria multa: Castigo por el que se privaba a un legionario de una parte o de la totalidad de su salario.

Penates: Las deidades que velan por el hogar.

peristilium o peristylium: Fue copiado de los griegos. Se trataba de un amplio patio porticado, abierto y rodeado de habitaciones. Era habitual que los romanos aprovecha- ran estos espacios para crear suntuosos jardines con flores y plantas exóticas. Picus Ruminalis o Ruminal: Una moribunda higuera partida por un rayo bajo la que se suponía que la loba amamantó a los gemelos Rómulo y Remo.

pileus: Gorro frigio de la estatua Marsias situada en el foro. El gorro simbolizaba la libertad y los libertos deseaban tocarlo tras ser manumitidos.

pilum,pila: Singular y plural del arma propia de los bastati y principes. Se componía de una larga asta de madera de hasta metro y medio que culminaba en un hierro de si- milar longitud. En tiempos del historiador Polibio y, probablemente, en la época de es- ta novela, el hierro estaba incrustado en la madera hasta la mitad de su longitud medi- ante fuertes remaches. Posteriormente, evolucionaría para terminar sustituyendo uno de los remaches por una clavija que se partía cuando el arma era clavada en el escudo enemigo, dejando que el mango de madera quedara colgando del hierro ensartado en el escudo trabando al enemigo que, con frecuencia, se veía obligado a desprenderse de su ara defensiva. En la época de César el mismo efecto se conseguía de forma distinta mediante una punta de hierro que resultaba imposible de extraer del escudo. El peso del pilum oscilaba entre 0,7 y 1,2 kilos y podía ser lanzado por los legionarios a una media de 25 metros de distancia, aunque los más expertos podían arrojar esta lanza in- cluso a 40 metros. En su caída, podía atravesar hasta tres centímetros de madera o, in- cluso, una placa de metal.

Pólux: Junto con su hermano Castor, uno de los Dioscuros griegos asimilados por la religión romana. Su templo, el de los Castores, o de Castor y Pólux, servía de archivo a la orden de los equites o caballeros romanos. El nombre de ambos dioses era usado con frecuencia a modo de interjección en la época de Escipión.

pontifex maximus: Máxima autoridad sacerdotal de la religión romana. Vivía en la Regia y tenía plena autoridad sobre las vestales, elaboraba el calendario (con sus días fastos o nefastos) y redactaba los anales de Roma.

popa: Sirviente que, durante un sacrificio, recibe la orden de ejecutar al animal, nor- malmente mediante un golpe mortal en la cabeza de la bestia sacrificada. portapraetoria: La puerta de un campamento romano que se encuentra en frente del- praetorium del general en jefe.

porta decumana: La puerta de un campamento romano que se encuentra a espaldas del praetorium del general en jefe.

porta principalis sinistra: La puerta de un campamento romano que se encuentra a la izquierda del praetorium del general en jefe.

portaprincipalis dextera: La puerta de un campamento romano que se encuentra a la derecha del praetorium del general en jefe.

Portus Magnus: Nombre con el que se conocía el mayor de los dos puertos de Sira- cusa, una impresionante bahía para albergar una de las mayores flotas del Mediterrá- neo en la antigüedad.

portica Lo que quedaba a la espalda de un augur cuando éste iba a tomar auspicios o leer el vuelo de las aves. Lo que quedaba ante él se denominaba antica. praefecti sociorum: «Prefectos de los aliados», es decir, los oficiales al mando de las tropas auxiliares que acompañaban a las legiones. Eran nombrados directamente por el cónsul. Los aliados de origen italiano eran los únicos que obtenían el derecho de ser considerados socii.

praenomen: Nombre particular de una persona, que luego era completado con su no- men o denominación de su tribu y su cognomen o nombre de su familia. En el caso del protagonista de Africanus, el hijo del Cónsul y de las Legiones malditas, el praenomen es Publio. A la vista de la gran variedad de nombres que hoy día disponemos para nom- brarnos es sorprendente la escasa variedad que el sistema romano proporcionaba: sólo había un pequeño grupo de praenomen entre los que elegir. A la escasez de variedad, hay que sumar que cada gens o tribu solía recurrir a pequeños grupos de nombres, si- endo muy frecuente que miembros de una misma familia compartieran el mismo pra- enomen, nomen y cognomen, generando así, en ocasiones, confusiones para historiado- res o lectores de obras como esta novela. En Las legiones malditas se ha intentado miti- gar este problema y su confusión incluyendo un árbol genealógico de la familia de Pub- lio Cornelio Escipión y haciendo referencia a sus protagonistas como Publio padre o Publio hijo, según correspondiera. Y es que, por ejemplo, en el caso de los Escipiones, éstos, normalmente, sólo recurrían a tres praenomen: Cneo, Lucio y Publio. praetorium: Tienda del general en jefe de un ejército romano. Se levantaba en el cen- tro del campamento, entre el quaestorium y el foro.

prandium: Comida del mediodía, entre el desayuno y la cena. El pran-dium suele in- cluir carne fría, pan, verdura fresca o fruta, con frecuencia acompañado de vino. Suele ser frugal, al igual que el desayuno, ya que la cena es normalmente la comida más im- portante.

prima mensa: Primer plato en un banquete o comida romana.

primuspilus: El primer centurión de una legión, generalmente un veterano que goza- ba de gran confianza entre los tribunos y el cónsul o procónsul al mando de las legi- ones.

princeps senatus: El senador de mayor edad. Por su veteranía gozaba de numerosos privilegios, como el de poder hablar primero en una sesión. Durante los años finales de su vida, esta condición recayó de forma continuada en la persona de Quinto Fabio Má- ximo.

principes: Legionarios que entraban en combate en segundo lugar, tras los hastati. Llevaban armamento similar a los hastati, destacando el pilum como arma más impor- tante. Aunque etimológicamente su nombre indica que actuaban en primer lugar, esta función fue asignada a los hastati en el período de la segunda guerra púnica. principia: Gran avenida de un campamento romano que une la porta principalis si- nistra con la porta principalis dextera pasando por delante del praetorium. prónuba: Mujer que actuaba como madrina de una boda romana. En el momento clave de la celebración la prónuba unía las manos derechas de los novios en lo que se conocía como dextrarum iunctio.

Proserpina: Diosa reina del inframundo, casada con Plutón después de que éste la raptara.

proximus lictor: Lictor de especial confianza, siempre el más próximo al cónsul. puls: Agua y harina mezclados, una especia de gachas de trigo. Alimento muy común entre los romanos.

Qart Hadasbt: Nombre cartaginés de la ciudad capital de su imperio en Hispania, denominada Cartago Nova por los romanos y conocida hoy día como Cartagena. quaestor: En las legiones de la época republicana era el encargado de velar por los suministros y provisiones de las tropas, por el control de los gastos y de otras diversas tareas administrativas.

quaestorium: Gran tienda o edificación dentro de un campamento romano de la épo- ca republicana donde trabajaba el quaestor. Normalmente estaba ubicado junto al pra- etorium en el centro del campamento.

quinquerreme: Navio militar con cinco hileras de remos. Variante de la trirreme. quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos advos, patres conscripti: Fórmula mediante la que el presidente del Senado solía abrir una sesión: Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quirites.

quo vadis: Expresión latina que significa «¿adonde vas?».

relatio: Lectura o presentación por parte del presidente del Senado de la moción que se ha de votar o del asunto que se ha de debatir en la sesión en curso.

Rostra: En el año 338 a.C, tras el triunfo de Maenius sobre los Antiates, se trajeron seis espolones de las naves apresadas que se usaron para decorar una de las tribunas desde las que los oradores podían dirigirse al pueblo congregado en la gran explanada del Comitium. Estos espolones recibieron el sobrenombre de Rostra. Ruminal: Ver Picus ruminalis.

sagum: Es una prenda militar abierta que suele ir cosida con una hebilla; suele ser algo más largo que una túnica y su lana, de mayor grosor. El general en jefe llevaba un sagum más largo y de color púrpura que recibiría el nombre de paludamentum. Saturnalia: Tremendas fiestas donde el desenfreno estaba a la orden del día. Se ce- lebraban del 17 al 23 de diciembre en honor del dios Saturno, el dios de las semillas enterradas en la tierra.

schedae: Hojas sueltas de papiro utilizadas para escribir. Una vez escritas, se podí- an pegar para formar un rollo.

scipio: «Bastón» en latín, palabra de la que la familia de los Escipiones deriva su nombre.

secunda mensa: Segundo plato en un banquete romano.

sella: El más sencillo de los asientos romanos. Equivale a un sencillo taburete. sella curulis: Como la sella, carece de respaldo, pero es un asiento de gran lujo, con patas cruzadas y curvas de marfil que se podían plegar para facilitar el trasporte, pues se trataba del asiento que acompañaba al cónsul en sus desplazamientos civiles o mili- tares.

senaculum: Había dos, uno frente al edificio de la Curia donde se reunía el Senado y otro junto al templo de Bellona. Ambos eran espacios abiertos aunque es muy posible que estuvieran porticados. Los empleaban los senadores para reunirse y deliberar, en el primer caso, mientras que el que se encontraba junto al templo de Bellona era emp- leado para recibir a embajadores extranjeros a los que no se les permitía la entrada en la ciudad.

senatum consulere: Moción presentada por un cónsul ante el Senado para la que so- licita su aprobación

signifer: Portaestandarte de las legiones.

sibilinamente: De forma peculiar, extraña y retorcida, derivado de la Sibila de Cu- mas, la peculiar profeta que ofreció al rey Tarquino de Roma los libros cargados de profecías sobre el futuro de Roma y que luego interpretaban los sacerdotes, con frecu- encia, de modo complejo y extraño, a menudo de manera acomodaticia con las necesi- dades de los gobernantes de Roma. Los tres libros de la Sibila de Cumas o sibilinos se guardaban en el templo de Júpiter Óptimo Máximo en el Capitolio, hasta que en el 83

un incendio los dañó gravemente. Tras su recomposición Augusto los depositó en el templo de Apolo Palatino.

solium: Asiento de madera con respaldo recto, sobrio y austero. status: Expresión latina que significa «el estado o condición de una cosa». Puede re- ferirse tanto al estado de una persona en una profesión como a su posición en el con- texto social.

statu quo: Expresión latina que significa «en el estado o situación actual». stilus: Pequeño estilete empleado para escribir o bien sobre tablillas de cera graban- do las letras o bien sobre papiro utilizando tinta negra o de color. stipendium: Sueldo que cobraban en las legiones. En tiempos de Escipión, según nos indica el historiador Polibio, un legionario cobraba dos óbolos por día, un centurión cuatro y el caballero un dracma.

sub hasta: Literalmente, «bajo el hasta o insignia de la legión». Bajo dicha hasta se repartía el botín tras una victoria que podía incluir la venta de los prisioneros como es- clavos.

tabernae novae: Tiendas en el sector norte del foro, generalmente ocupadas por car- nicerías.

tabernae septem: Tiendas al norte del foro, incendiadas en el 210 o 209 a.C. y recon- struidas como tabernae quinqué.

tabernae veteres: Tiendas en el sur del foro ocupadas por cambistas de moneda. tablinium: Habitación situada en la pared del atrio en el lado opuesto a la entrada principal de la domus. Esta estancia estaba destinada al pater familias, haciendo las veces de despacho particular del dueño de la casa.

tabulae nupciales:Tablas o capítulos nupciales que eran firmados por los testigos al final de una boda romana para dar fe del acontecimiento.

Tania: Diosa púnica-fenicia de la fertilidad, origen de toda la vida, cuyo culto era coincidente con el de la diosa madre venerada en tantas culturas del Mediterráneo oc- cidental. Los griegos la asimilaron como Hera y los romanos como Juno. templo de Apolo: Uno de los grandes templos de Siracusa, con seis columnas en el lado corto y diecisiete en los laterales largos, todas de orden jónico. Levantado en el siglo VI a.C.

templo de Artemisa: Templo dedicado a la diosa Artemisa levantado en el centro de la Isla Ortygia en Siracusa.

templo de Atenea: En Siracusa, uno de los mayores templos de la ciudad, construido en el siglo V a.C. y que en la actualidad está reconvertido en catedral de la ciudad, con seis columnas frontales y catorce laterales, todas de orden jónico que aún son visibles y que aún actúan como soportes de la mayor parte de la estructura del edificio. Sus co- lumnas son famosas por su enorme diámetro.

templo de Iupitter Libertas: Templo levantado en el Aventino por Sem-pronio Graco en el 238 a.C.

tessera: Pequeña tablilla en la que se inscribían signos relacionados con los cuatro turnos de guardia nocturna en un campamento romano. Los centinelas debían hacer entrega de la tessera que habían recibido a las patrullas de guardia, que comprobaban los puestos de vigilancia durante la noche. Si un centinela no entregaba su tessera por ausentarse de su puesto de guardia para dormir o cualquier otra actividad, era conde- nado a muerte. También se empleaban tes-serae con otros usos muy diferentes en la vi- da civil como, por ejemplo, el equivalente a una de nuestras entradas al teatro. Los ci- udadanos acudían al lugar de una representación con su tessera en la que se indicaba el lugar donde debía ubicarse cada espectador.

togapraetexta: Toga blanca ribeteada con color rojo que se entregaba al niño duran- te una ceremonia de tipo festivo durante la que se distribuían todo tipo de pasteles y monedas. Ésta era la primera toga que el niño llevaba y la que sería su vestimenta ofi- cial hasta su entrada en la adolescencia, cuando le será sustituida por la toga virilis. toga virilis: Toga que sustituía a la toga praetexta de la infancia. Esta nueva toga le era entregada al joven durante las Liberalia, festividad que se aprovechaba para intro- ducir a los nuevos adolescentes en el mundo adulto y que culminaba con la deductio in forum.

tonsor: Barbero.

torque: Condecoración militar en forma de collar.

trabea: Vestimenta característica de un augur: una toga nacional con remates en púrpura y escarlata.

triari: El cuerpo de legionarios más expertos en la legión. Entraban en combate en último lugar, reemplazando a la infantería ligera y a los hastati y principes. Iban arma- dos con un escudo rectangular, espada y, en lugar de lanzas cortas, con una pica alar- gada con la que embestían al enemigo.

triclinium, triclinia: Singular y plural de los divanes sobre los que los romanos se re- costaban para comer, especialmente, durante la cena. Lo frecuente es que hubiera tres, pero podían añadirse más en caso de que esto fuera necesario ante la presencia de invi- tados.

trirreme: Barco de uso militar del tipo galera. Su nombre romano trirreme hace refe- rencia a las tres hileras de remos que, a cada lado del buque, impulsaban la nave. Este tipo de navio se usaba desde el siglo VII a.C. en la guerra naval del mundo antiguo. Hay quienes consideran que los egipcios fueron sus inventores, aunque los historiado- res ven en las trieras corintias su antecesor más probable. De forma específica, Tucídi- des atribuye a Aminocles la invención de la trirreme. Los ejércitos de la antigüedad se dotaron de estos navios como base de sus flotas, aunque a éstos les añadieron barcos de mayor tamaño sumando más hileras de remos, apareciendo así las cuatrirremes, de cuatro hileras o las quinquerre-mes, de cinco. Se llegaron a construir naves de seis hi- leras de remos o de diez, como las que actuaron de buques insignia en la batalla naval de Accio entre Octavio y Marco Antonio. Calígeno nos describe un auténtico monstruo marino de 40 hileras construido bajo el reinado de Ptolomeo IV Filopátor (221-203

a.C.) contemporáneo de la época de Africanas, el hijo del cónsul, aunque, caso de ser cierta la existencia de semejante buque, éste sería más un juguete real que un navio práctico para desenvolverse en una batalla naval.

triunfo: Desfile de gran boato y parafernalia que un general victorioso realizaba por las calles de Roma. Para ser merecedor de tal honor, la victoria por la que se solicita este premio ha de haber sido conseguida durante el mandato como cónsul o procónsul de un ejército consular o proconsular. triunviros: Legionarios que hacían las veces de policía en Roma o ciudades conquistadas. Con frecuencia patrullaban por las noches y velaban por el mantenimiento del orden público.

tubicines: Trompeteros de las legiones que hacían sonar las grandes tubas con las que se daban órdenes para maniobrar las tropas.

Tubilustrium: Día festivo en Roma en el que se celebraba la purificación de las trom- petas y tubas de guerra. Esto tenía lugar cada 23 de mayo.

túnica recta: Túnica de lana blanca con la que la novia acudía a la celebración de su enlace matrimonial.

turma, turmae: Singular y plural del término que describe un pequeño destacamento de caballería compuesto por tres decurias de diez jinetes cada una. ubi tu Gaius, ego Gaia: Expresión empleada durante la celebración de una boda ro- mana. Significa «donde tú Gayo, yo Gaya», locución originada a partir de los nombres prototípicos romanos de Gaius y Gaia que se adoptaban como representativos de cual- quier persona.

uerutum: Dardo arrojadizo propio de la antigua falange serviana romana que prog- resivamente fue reemplazado por otras armas arrojadizas.

uti tu rogos: Fórmula de aceptación a la hora de votar una moción en el antiguo Se- nado de Roma que significa «como solicitas».

velites: Infantería ligera de apoyo a las fuerzas regulares de la legión. Iban armados con espada y un escudo redondo más pequeño que el resto de los legionarios. Solían entrar en combate en primer lugar. Sustituyeron a un cuerpo anterior de funciones si- milares denominado leves. Esta sustitución tuvo lugar en torno al 211 a.C. En esta no- vela hemos empleado de forma sistemática el término velites para referirnos a las fuer- zas de infantería ligera romana.

vestal: Sacerdotisa perteneciente al colegio de las vestales dedicadas al culto de la diosa Vesta. En un principio sólo había cuatro, aunque posteriormente se amplió el nú- mero de vestales a seis y, finalmente, a siete. Se las escogía cuando tenían seis y diez años de familias cuyos padres estuvieran vivos. El período de sacerdocio era de treinta años. Al finalizar, las vestales eran libres para contraer matrimonio si así lo deseaban. Sin embargo, durante su sacerdocio debían permanecer castas y velar por el fuego sag- rado de la ciudad. Si faltaban a sus votos, eran condenadas sin remisión a ser enterra- das vivas. Si, por le contrario, mantenían sus votos, gozaban de gran prestigio social hasta el punto de que podían salvar a cualquier persona que, una vez condenada, fuera llevada para su ejecución. Vivían en una gran mansión próxima al templo de Vesta. También estaban encargadas de elaborar la mola salsa, ungüento sagrado utilizado en muchos sacrificios.

Verrucoso: Sobrenombre por el que se conocía a Quinto Fabio Máximo por una gran verruga que tenía en un labio.

Via Appia: Calzada romana que parte desde la puerta Capena de Roma hacia el sur de Italia.

Via Latina: Calzada romana que parte desde la Via Appia hacia el interior en direc- ción sureste.

victimarius: Durante un sacrificio, era la persona encargada de encender el fuego, sujetar la víctima y preparar todo el instrumental necesario para llevar a término el ac- to sagrado.

victoria pírrica: Un victoria conseguida por el rey Pirro del Épiro en sus campañas contra los romanos en la península itálica en sus en-frentamientos durante el siglo III. a.C. El rey de origen griego cosechó varias de estas victorias que, no obstante, fueron muy escasas en cuanto a resultados prácticos ya que, al final, los romanos se rehici- eron hasta obligarle a retirarse. De aquí se extrajo la expresión que hoy día se emplea para indicar que se ha conseguido una victoria por la mínima, en deportes, o un logro cuyos beneficios serán escasos.

Vicus Jugarius: Avenida que conectaba el Forum Holitorium o mercado de las ver- duras junto a la puerta Carmenta con el foro del centro de Roma, rodeando por el este el monte Capitolino.

Vicus Tuscus: Avenida que transcurre desde el Foro Boario hasta el gran foro del centro de la ciudad y que en gran parte transita en paralelo con la Cloaca Máxima. voti damnatus, voti condemnatus, voti reus: Diferentes formas de referirse al hecho de estar uno atado por una promesa que debe cumplir por encima de cualquier cosa. En la novela se refiere a la promesa que Cayo Lelio hiciera al padre de Publio Corne-

lio Escipión de proteger siempre, con su vida si era necesario, al joven Publio (ver no- vela Africanas, el hijo del cónsul).

Vucanal: El Vucanal era una plaza descubierta donde se levantó un templo en honor a Vulcano cuando Rómulo y Tatio hicieron las paces. Se ubicaba al noroeste del foro y al oeste del Comitium, ocupando parte del espacio que César emplearía para levantar su foro.

II Árbol genealógico de Publio Cornelio Escipión, Africanus

En el centro del recuadro queda resaltado el protagonista de esta historia.

III El alto mando cartaginés

A continuación se incluye un breve diagrama de los principales miembros masculi- nos de la familia de Aníbal Barca y un breve listado de otros generales relevantes del ejército cartaginés durante la segunda guerra púnica, mencionados en Las legiones malditas.

Otros generales:

Maharbal, general en jefe de la caballería cartaginesa (Asdrúbal) Giscón, general en Hispania Hanón (1), general en Hispania Hanón (2), general en África

IV Listado de cónsules de Roma

Se incluye un listado de los cónsules de la República de Roma (las magistraturas más altas del Estado durante los años en que transcurre la acción desde el nacimiento de Publio Cornelio Escipión, es decir, desde el 235 hasta el 202 a.C, fecha en la que conc- luye la segunda guerra púnica. El termino sufecto entre paréntesis indica que un cónsul es sustituido por otro, ya sea por muerte en el campo de batalla o por que el Senado plantea la necesidad de dicha sustitución.

(235 a.C) T. Manlio Torcuato y C. Atilio Bulbo

(234 a.C.) L. Postumio Albino y Sp. Carvilio Máximo

(233 a.C) Q. Fabio Máximo y M. Postumio Matho

(232 a.C.) M. Emilio Lépido y M. Publicio Melleolo

(231 a.C) M. Pomponio Matho y C. Papirio Maso

(230 a.C) M. Emilio Barbula y M. Junio Pera

(229 a.C) Lucio Postumio Albino y Cn. Fulvio Centumalo

(228 a.C.) Sp. Carvilio Máximo y Quinto Fabio Máximo

(227 a.C.) P. Valerio Flaco y M. Atilio Régulo

(226 a.C.) M. Valerio Mesalla y L. Apustio Fullo

(225 a.C.) L. Emilio Papo y C. Atilio Régulo

(224 a.C.) T. Manlio Torcuato y Q. Fulvio Flaco

(223 a.C.) Cayo Flaminio y P. Furio Filo

(222 a.C) M. Claudio Marcelo y Cneo Cornelio Escipión

(221 a.C) P. Cornelio Escipión Asina, M. Minucia Rufo, M. Emilio Lépido (sufecto) (220 a.C.) M. Valerio Laevino, Q. Mucio Scevola, C. Lutacio Cátulo, L. Veturio Filo (219 a.C.) L. Emilio Paulo, M. Livio Salinator

(218 a.C.) P. Cornelio Escipión, Ti. Sempronio Longo

(217 a.C) Cn. Servilio Gemino, C. Flaminio, M. Atilio Régulo (sufecto) (216 a.C.) C. Terencio Varrón, L. Emilio Paulo

(215 a.C.) L. Postumio Albino, Ti. Sempronio Graco, M. Claudio Marcelo (sufecto), Q. Fabio Máximo (sufecto)

(214 a.C) Q. Fabio Máximo, M. Claudio Marcelo

(213 a.C.) Q. Fabio Máximo, Ti. Sempronio Graco

(212 a.C.) Q. Fulvio Flaco, Ap. Claudio Pulcro

(211 a.C.) Cn. Fulvio Centumalo, P. Sulpicio Galba

(210 a.C.) M. Claudio Marcelo, M. Valerio Laevino

*(209 a.C.) Q. Fabio Máximo, Q. Fulvio Flaco

*(208 a.C.) M. Claudio Marcelo, T. Quincio Crispino EsPacio de

*(207 a.C.) C. Claudio Nerón, M. Livio Salinator tiempo en

*(206 a.C.) L. Veturio Filo, Q. Cecilio Mételo

*(205 a.C.) P. Cornelio Escipión, P. Licinio Craso

*(204 a.C.) M. Cornelio Cetego, P. Sempronio Tuditano

*(203 a.C.) Cn. Servilio Cepión, C. Servilio Gemino

*(202 a.C.) M. Servilio Puplex Gemino, Ti. Claudio Nerón

* Entre 209 a.C. y 202 a.C. es el espacio de tiempo que transcurre la acción de las Legiones malditas

V Mapas

A continuación, se muestran mapas de las principales batallas relatadas en Las legi- ones malditas.

Batalla de Baecula

Batalla de Ilipa

Campañas de África

El mapa muestra el asedio de Útica, la emboscada a la caballería de Hanón, el repli- egue hacia Castra Cornelia y el ataque a los campamentos de Sífax y Giscón, durante el 204 y el 203 a.C.

Batalla de Zama. Posición inicial de las tropas

Batalla de Zama. La carga de los elefantes y el enfrentamiento de las caballerías

Batalla de Zama. Enfrentamiento de las infanterías romana y cartaginesa

Batalla de Zama. Fase final

VI Bibliografía

Sin todos estos historiadores, investigadores, filósofos y escritores esta novela no habría sido posible. Si hay errores en Las legiones malditas son responsabilidad única del autor. La documentación procede de estas obras referidas a continuación. En estos libros, los aficionados a la historia de Roma y el mundo antiguo encontrarán muchas horas de conocimiento.

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author: Santiago Posteguillo

title: Las legiones malditas

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