- ¡Por Castor y Pólux! ¡Lleváoslo de aquí! -gritó Publio levantándose de su asiento-.
¡Lleváoslo! -Y no es que a Publio le impresionasen aquellas palabras, pero temía el efecto que podían tener sobre sus tropas.
Varios legionarios tomaron al rey Sífax por los brazos y lo arrastraron alejándolo del praetorium por la principia mientras el númida continuaba gritando y riendo como poseído por los lémures.
- ¡Malditas, malditas hasta el fin de sus días! ¡Malditas…!
Una vez que se perdieron en la distancia las carcajadas y los bramidos del encadenado Sífax, Lelio se adelantó al resto de los oficiales.
- Ha enloquecido. Eso es todo. Hace unos días era rey de un poderoso país y ahora está encadenado y a nuestra merced. Ha perdido la razón. Publio asintió, pero su silencio indicaba que no desdeñaba las palabras de Sífax.
- Es posible. Es posible, pero por todos los dioses, Lelio, ahora es mediodía y quiero que Masinisa se presente ante mí antes de que caiga el sol. -Y dio media vuelta y se retiró al praetorium y no salió en todo lo que quedaba de día. Lelio partió a la porta decumana y solicitó un caballo. Escoltado por una turma de los mejores jinetes de la caballería romana, partió al galope en busca de Masinisa. Masinisa llegó la campamento romano ya entrada la noche, cuando el segundo turno de guardia estaba sustituyendo a los primeros centinelas. El nuevo rey de Numidia, cabalgando junto a Lelio, una turma de jinetes romanos y un grupo de guerreros maessyli, se cruzaron de camino al centro del campamento con las patrullas que hacían la ronda para recoger las tesserae que cada legionario de los puestos de guardia debía entregar para mostrar así que estaban en su lugar asignado para la noche durante su turno de vigilancia nocturno. Los soldados estaban atentos a dichas patrullas, pues la ausencia en el puesto de guardia al paso de una de las patrullas de recogida de tesserae estaba penada con la muerte. Masinisa contemplaba con respeto aquel cambio de guardias nocturnas. Había aprendido las fórmulas en las que se sustentaba la férrea disciplina de aquellas tropas y admiraba la forma en la que funcionaba la tremenda y compleja maquinaria de las legiones romanas. Sin darse casi cuenta, llegaron frente al praetorium y Lelio invitó
al rey númida a desmontar. Masinisa saltó de su caballo con agilidad y acompañado sólo por Lelio entró en la tienda del praetorium. En el interior Masinisa encontró a Publio Cornelio Escipión sentado en una silla de patas de marfil leyendo unos rollos en griego que su padre le regalara hacía mucho tiempo, en el norte de Italia, justo antes de entrar en combate por primera vez. Al sentir la presencia de Masinisa y Lelio, sin levantar la vista del rollo que sostenían sus manos, empezó a leer en voz alta.
- «El rey tiene respecto a sus subditos el privilegio de hacer beneficios. Como buen dueño está preocupado por su bien lo mismo que el pastor por sus ovejas. En este sentido es semejante a los padres y sólo la magnitud de los beneficios lo levanta sobre ellos. Lo mismo que un padre, es la causa de la existencia de los suyos, cuida de su alimento y educación.» -Masinisa fue a interrumpir pero el procónsul, imperturbable, levantó la mano derecha en alto y el númida se mantuvo en silencio, mientras el general romano continuaba leyendo-. «La tiranía no acepta comunidad alguna entre señor y subditos: no hay en ella ni derecho ni justicia. El subdito es para el tirano lo que la herramienta para el artesano… Hablando con propiedad, el tirano no ve a su alrededor seres humanos, sólo bueyes, caballos y, en todo caso, esclavos.»** Extractos procedentes de la Ética a Nicómaco. Libros I y VI. -Publio terminó de leer y miró directamente a los ojos a Masinisa-. Son palabras de Aristóteles, Masinisa, ¿sabes quién era Aristóteles?
- Un filósofo griego -respondió el númida algo incómodo. No entendía bien a qué venía todo eso y le ofendía que le tomaran por un completo inculto.
- Un filósofo griego, sí-admitió Publio-. Y también el preceptor de Alejandro Magno, el mayor general de todos los tiempos, el más grande rey. La cuestión es, ¿qué es lo que tú quieres ser, rey o tirano, Masinisa? ¿Rey de toda Numidia o tirano para todos tus subditos, para los maessyli y los masaessyli? Porque si tomas decisiones que afectan a todos tus subditos, como la de rebelarte contra mí, sin pensar en el posible perjuicio que les acarrearás a todos, eso es que quieres ser un tirano. ¿Tirano o rey? ¿Qué desea ser, Masinisa? Antes de responder piensa que a mí me vale un rey, no un tirano. Masinisa permaneció en silencio.
Publio dejó a un lado, sobre la mesa, el rollo con el texto de Aristóteles.
- Dejemos de hablar de filosofía y de política, ya que el tema no parece interesarte, aun cuando alguien que aspira a ser rey, o quizá tirano, debería mostrar más aprecio por estos asuntos, pero dejémoslo correr. Te has vuelto a retrasar. ¿Me has conseguido más hombres?
- Me he casado -respondió Masinisa.
- ¿Con quién?
- Con Sofonisba, la que era esposa de Sífax; eso me dará más poder sobre el resto de Numidia.
- No sabía que ahora necesitaras de mujeres para hacerte valer ante tus subditos, pero ése no es el caso. Lo importante es que Sofonisba es la hija del general cartaginés Giscón, un enemigo mortal de Roma. Un hombre contra el que vengo luchando desde hace seis años. Ése es un matrimonio inaceptable para mí.
- El procónsul de Roma no decide sobre los matrimonios del rey de Numidia -replicó
con vehemencia Masinisa.
Publio Cornelio Escipión se levantó de su sella curulis y se acercó a Masinisa.
- El procónsul de Roma ha esposado con grilletes y cadenas al anterior rey de Numidia porque decidió enfrentarse a mí, así que cállate y no te atrevas a interrumpirme. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el anterior rey de Numidia, Sífax, también, como tú ahora, se sintió más poderoso que yo y pensó que podía permitirse el lujo de ser mi enemigo y eso, querido Masinisa, fue su error. Igual que fue un error que se casara con esa mujer y que le hicera más caso a sus besos que a mis advertencias. Masinisa… Y aquí Publio se alejó un poco dándole la espalda mientras continuaba hablando-. Masinisa, Masinisa, Masinina. Tú aún estás a tiempo, aún lo estás. -Y de nuevo Publio se gira para encarar los ojos de su interlocutor. Observa que Lelio, el único presente en la tienda, tiene la mano en la empuñadura de su espada, preparado por si es necesario; Publio le lanza una mirada rápida y Lelio se contiene, de momento; el procónsul continúa hablando mirando de modo penetrante a los ojos de Masinisa, que permanece inmóvil, apretando los labios, engulléndose la rabia-. Masinisa, hemos luchado juntos y hemos ganado. En el pasado, sin embargo, en Hispania, luchaste con los cartagineses y fuiste derrotado por mí. Pero ya en ese tiempo, incluso entonces, cuando eras aliado de mis enemigos, te di una oportunidad y fui clemente con Masiva, tu sobrino, pero no malinterpretes, como han hecho otros en el pasado, mi clemencia, mi generosidad, con debilidad. Ese error ha sido la tumba de muchos de mis enemigos: de los iberos que se rebeleron contra mí, de las tropas que se amotinaron en Suero, de los ejércitos de Asdrúbal Barca o de Giscón o del propio Sífax. ¿Dónde quieres estar, Masinisa? ¿Con los que no hacen sino ganar una batalla tras otra, con mis legiones, a mi lado, o con los que terminan muertos cubiertos de su propia sangre en los campos de batalla? No, no me respondas aún y escúchame bien, porque sólo voy a hablar de esto contigo una sola vez. Nunca más te lo voveré a pedir, al menos no con palabras. La próxima vez que te pida lo que te voy a pedir será en un campo de batalla y tu caballería, poderosa como es, no podrá por sí sola contra mis dos legiones. Puedes pensar que no tengo suficientes tropas para enfrentarme a ti y luego a los cartagineses, y es posible, es posible, pero aun así lo haré, porque he aprendido que hay que hacer las cosas una a una. Primero me aseguraré de que tu cabeza penda clavada de una lanza frente a mi praetorium y luego, si no tengo ya suficientes tropas después de destruirte y de arrasar tu reino, y, por supuesto, después de matar a la que ahora llamas tu esposa, si entonces ya no tengo bastantes fuerzas, pediré
refuerzos a Roma y Roma me los enviará y con las nuevas tropas acabaré con Cartago. Lo único que tu defección puede ofrecer a los cartagineses es tiempo para alargar su agonía, tiempo para buscar nuevas alianzas, nuevos mercenarios como tú, como los iberos, como Sífax. Deja ya de luchar por quienes no te apoyaron para recuperar tu reino frente a Sífax y, por todos los dioses, Masinisa, recupera la razón. Es sólo una mujer lo que te pido. Debes entregarme a esa mujer y nuestra alianza volverá a ser fuerte. ¿Qué
te ofrece ella: besos, sexo, promesas? Yo te ofrezco todo el reino de Numidia y la seguridad de una alianza perenne con Roma. Serás el más legendario y poderoso rey que Numidia haya tenido nunca. Todo eso a cambio de una mujer. Tráeme a esa mujer y tráemela ya. Al amanecer quiero verla ante mí para cubrirla de cadenas y llevarla con su antiguo esposo a las calles de Roma para ser exhibida al frente de mis tropas. Masinisa fue a hablar, pero Publio levantó ambas manos con las palmas hacia el rey númida.
- No quiero palabras, Masinisa. Las palabras no me valen esta noche. Quiero a Sofonisba ante el praetorium antes de amanecer o entenderé que tú y yo estamos en guerra. Y será una guerra especial, Masinisa: será algo personal.
Masinisa pensó en gritar, en insultar, en rogar, en implorar, en hablar con serenidad, en permanecer quieto sin hacer nada, en luchar, en atacar al procónsul allí mismo, en correr… pero se lo engulló todo y con la barbilla temblorosa por la emoción contenida dio media vuelta y abandonó el praetorium.
Tras la salida del maessyli, Lelio y Publio quedaron solos.
- ¿No es eso lo que busca Sofonisba, que tú y Masinisa, que ellos y nosotros nos enfrentemos a muerte?
- Sin duda -respondió Publio sentándose de nuevo. Estaba agotado-. Pero falta por ver qué desea más Masinisa: ¿Numidia o esa mujer? Y yo creo que es Numidia lo que le interesa más, lo que más desea, pero eso debe descubrirlo él mismo, esta noche.
- ¿Y si al final, pese a todo, se decanta a favor de Sofonisba? -preguntó Lelio.
- Entonces… entonces se detendrá a medio camino entre nuestro campamento y el suyo; es probable que llame a sus tropas y que nos ataque antes del alba. Haz que redoblen la guardia y que salgan patrullas de exploradores alrededor del campamento. Norte de Africa
Masinisa cabalgaba casi al galope. Sus guerreros debían esforzarse para mantener el paso con su rey. Ya habían avanzado varias millas desde que salieran del campamento romano. El rey estaba de un humor terrible y nadie se atrevía a hablar con él. Y no lo entendían, porque acababa de derrotar a Sífax y además se había desposado con una hermosa joven, la anterior reina, y el rey se había mostrado muy feliz tras yacer con ella la noche anterior. Ahora todo eso parecía olvidado por su monarca.
Masinisa mantenía la boca cerrada y hacía chocar unos dientes contra otros mientras que con sus rodillas mantenía el ritmo del vaivén del galope de su caballo. Estaba recordando cómo llegó al cuartel de Sífax, cómo éste, tras la batalla de las grandes llanuras, corría huyendo hasta que sus hombres los atraparon y lo llevaron a rastras a su presencia y cómo él lo despachó entre risas de sus guerreros para que lo llevaran encadenado a la presencia del tribuno Lelio, un buen regalo para los romanos. Recordó cómo, casi temb-lando por la emoción de volver a reencontrarse con la hermosa Sofonisba, se acercó
muy despacio a la tienda de Sífax, en busca de la muchacha. Era la única tienda que permanecía intacta, por expresa orden suya, pues quería a Sofonisba viva, intacta y la quería para él. No había llegado a la puerta cuando la propia Sofonisba salió para recibirle. Estaba, como siempre, deslumbrante, hermosa, y, para su sorpresa, tranquila. Ella sabía que había caído Sífax, pero que quien le había arrebatado a su actual esposo no anhelaba otra cosa más en el mundo que poseerla. Sofonisba se adelantó al deseo carnal y pasional de Masinisa saliendo de la tienda y ante la atónita mirada de todos se postró de rodillas ante Masinisa, que no cabía en sí, henchido como estaba de vanidad y orgullo y lujuria.
- Me dijiste una vez -empezó la joven reina-, cuando me obligaste a arrodillarme ante ti en mi tienda en Hispania, que llegaría el día en el que yo me postraría ante ti por mi propia voluntad. Bien, mi nuevo rey, ese día ha llegado. -Sofonisba habló con serenidad y dulzura, con un toque de vulnerabilidad, de fragilidad en su voz que Masinisa sabía que era mentira, pero que no dejaba por ello de ser embriagador, sugestivo, como el vino que sabemos que nos emborracha pero cuyas sensaciones buscamos de nuevo en nuestro paladar. Ella, la mujer hermosa que tanto le había despreciado en el pasado, por fin, estaba de rodillas ante él y le suplicaba. Le suplicaba. Era la victoria perfecta.
- Te ruego que como nuevo rey de Numidia -continuaba Sofonisba-, te imploro que veles por mí. Como muestra de que nunca te he podido olvidar, llevo en mi brazo el brazalete que me regalaste y lo he llevado siempre conmigo. Y Sofonisba se quitó la joya dejando visibles a los ojos de todos las marcas blanquecinas que sobre su piel dorada había dejado el oro que durante varios años había impedido que el sol bañara esa parte del cuerpo de aquella preciosa mujer. Masinisa alargó su brazo y la ayudó a levantarse.
Masinisa ralentizó sus recuerdos al tiempo que refrenaba su caballo. Del acelerado galope pasó a un trote más llevadero para todos, para el resto de los guerreros maessyli que le escoltaban y para los caballos.
La ayudó a levantarse y fueron juntos a la tienda de Sífax, y sobre el mismo lecho donde hacía unas horas Sífax había poseído a Sofonisba, fue él quien se solazó con ella, durante unas largas y preciosas horas que parecieron volar como águilas en el cielo. Sofonisba se entregó a él con tal pasión que erizó todos los pelos de la piel del monarca de los maessyli haciendo que el nuevo rey llegara al máximo placer en varias ocasiones. Después, en las horas inciertas del amanecer, cuando no se sabe si el mundo camina hacia el día o hacia una nueva noche, Sofonisba le habló entre susurros y su voz acaramelada debía de ser lo más semejante a la voz de las sirenas que trastornaron al mismísimo Ulises.
- Sólo te pido que me protejas de los romanos… que tú mismo te protejas de ellos…
Sífax no estaba a la altura… pero contigo todo será diferente… tú eres joven y fuerte y valiente, no como el cobarde Sífax… puedo hablar con mi padre y Cartago te reconocerá como nuevo rey de Numidia… sólo tienes que ayudarnos a expulsar a ese romano de África y toda Numidia y yo misma seremos tuyas… eternamente tuyas… mi señor, mi rey, mi amo.
Masinisa dejó de pensar y detuvo a su caballo. Animal y rey quedaron inmóviles en mitad de la noche. El cielo limpio de nubes estaba plagado de estrellas. Los guerreros maessyli callaban para no interrumpir el silencio de su señor. Masinisa desmontó y dejó
que uno de sus soldados tomara las riendas de su montura mientras él se alejaba unos pasos en busca de un recogimiento que todos respetaron. Debía tomar una decisión y debía tomarla ahí mismo, en ese momento. No había mucho más tiempo. Estaban a medio camino entre el campamento del general romano y su propio campamento. O bien seguía fiel a Publio Cornelio Escipión y entregaba a Sofonisba para luego enfrentarse a los cartagineses y tras derrotarlos ser rey de toda Numidia, o bien permanecía del lado de Sofonisba, se aliaba con los cartagineses y les ayudaba a derrotar a Publio Cornelio Escipión para luego ser reconocido rey por los propios cartagineses. En esta última ocasión tendría a Numidia y a Sofonisba, todo a la vez. Sólo había un problema: Publio Cornelio Escipión no había sido derrotado nunca. Ni en Hispania ni en África. El general romano sólo había participado en derrotas romanas en Italia, pero entonces no tuvo el mando. Desde que era general cum imperio, imperator de varias legiones, había vencido a los cartagineses en Cartago Nova, en Baecula, en Ilipa, apoderándose de todas las minas de plata de la región, y había arrasado a los iberos rebeldes de Cástulo e Iliturgis, había reprimido con severidad el motín de Suero, y había vuelto a derrotar a los rebeldes iberos Indíbil y Mandonio que, grave error, le creyeron muerto; había conquistado Locri en Italia y luego Saleca en África y había derrotado a Hanón primero y luego a Sífax y, una vez más, a Giscón. Masinisa se debatía con furor en su interior. Deseaba a Sofonisba, pero Escipión era un enemigo temible, un contrincante de una magnitud difícil de medir. ¿Tenía fuerzas suficientes para enfrentarse a él? Quizá con una alianza con Cartago. Quizá si el general que comandara a los cartagineses fuese el propio Aníbal…
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Campamento general romano junto a Útica
La señal de alarma sorprendió a Publio mientras intentaba dormir dentro del praetori- um. De inmediato se puso en pie y, con la ayuda de un esclavo, se vistió, se ajustó la coraza y se calzó las sandalias mientras Lelio le informaba de lo sucedido.
- Masinisa está frente al campamento.
- ¿Solo? -preguntó el procónsul, aunque sabía la respuesta, pues si hubiera venido solo o con un pequeño grupo de jinetes de escolta no habrían hecho sonar la alarma para poner en pie de guerra a todo el campamento.
- No -respondió Lelio con contundencia-. Viene acompañado de todo su ejército de caballería. Son varios miles. La batalla será cruenta.
El procónsul estaba inquieto y apartó al esclavo con cierto aire de desprecio ante la tardanza del siervo a la hora de atarle bien las grebas de las espinillas. El propio Publio terminó de hacer el nudo de uno de los cordeles que ajustaban las grebas a su piel para protegerla de las espadas enemigas.
- Vamos allá -dijo Publio, que se dirigió a grandes pasos hacia la puerta de la tienda seguido de cerca por Cayo Lelio.
En el campamento todo eran preparativos para la defensa y, por si el procónsul lo estimaba necesario, para hacer una salida con tantas tropas como el general considerara pertinente. Casi corriendo, Publio Cornelio Escipión, junto con Lelio, Marcio y Silano, alcanzó la muralla fortificada junto a la porta praetoria. Quería ver con sus propios ojos a ese nuevo Masinisa que ahora se rebelaba contra él. Una nueva traición. Estaba, hasta cierto punto, sorprendido. Se había equivocado al pensar que Masinisa consideraría más valioso respetar su alianza con él, y conservar así toda Numidia, que su pasión por aquella mujer cartaginesa. Quizá Sífax tuviera razón y Sofonisba era capaz de embrujarlos a todos, o, peor aún, quizá Masinisa hubiera reevaluado las fuerzas de los unos y los otros y hubiera concluido que si Aníbal regresaba era mejor que dicho regreso le pillara del lado de los cartagineses.
Desde lo alto de la empalizada la visión era espectacular. Toda la caballería númida de Masinisa se extendía a lo largo de una extensa milla, en una interminable hilera iluminada por centenares de antorchas en medio de aquella noche de cielo raso. Era una imagen fantasmal. Eran menos de lo que parecía, pero eran guerreros valientes y leales a su rey. El combate, como había vaticinado Lelio, sería tremendo y el desgaste de solda-dos y recursos, importante. Aquella batalla podía suponer el final de aquella irregular campaña en África sin conseguir el objetivo para el que habían desembarcado allí: la retirada de Aníbal de Italia. Y todo por una mujer.
- ¿Ordenamos una salida? -preguntó Lelio.
Publio asintió despacio, pero luego se lo pensó mejor y se contradijo.
- No. Es peligroso. Las tropas tardarán en salir y sólo pueden hacerlo poco a poco por la porta praetoria, que es demasiado estrecha. Es lo que esperan. Se lanzarán contra las tropas mientras hacen la maniobra de salida, como hicieron contra los jinetes de Hanón en Saleca.
- Podemos defender a los velites y hastati mientras forman frente al campamento, disparando desde la empalizada y con las catapultas -sugirió Marcio.
- Aun así tendríamos muchas bajas -contrapuso Silano.
Se estableció un denso silencio.
- ¿Y las otras puertas? -preguntó Publio.
- Lo hemos pensado -respondió Silano-, pero Masinisa ha mandado patrullas que rodean todo el campamento. Si organizamos una salida por alguna de las otras puertas, lo sabrán enseguida y con la caballería pueden plantarse en cualquier esquina con rapidez.
- Es hábil, Masinisa -dijo Publio incluso con un cierto aire de orgullo; a fin de cuentas el númida les había ayudado a derrotar a los cartagineses varias veces ya en África-. Es hábil.
- ¡Mirad! -dijo Marcio señalando hacia el centro de la formación númida. Un pequeño grupo de jinetes se adelantaba y todo parecía indicar que el nuevo rey de Numidia pudiera marchar al frente de ese reducido contingente. A medida que se acercaban, la imponente y ágil figura de Masinisa se hizo visible en medio de la trémula luz de las antorchas númidas.
- Quiere parlamentar-dijo Lelio.
- Abrid las puertas -apostilló Publio-. Bajaré. Iré acompañado por Lelio y una turma de caballería.
Marcio y Silano asintieron aunque con desgana. Les preocupaba que el general pusiera en peligro su vida. Si algo le pasara, nadie sabría qué hacer, allí perdidos, en medio de África, rodeados por mortales enemigos por todas partes. Con el procónsul al mando, todo parecía diferente, organizado, pensado.
Masinisa cabalgaba cargado de odio y rabia y miseria. Estaba furioso hasta niveles desconocidos para él y para sus leales que durante tantos años le habían acompañado en su largo exilio. Nunca nadie había visto a su rey tan rabioso, tan ofuscado, tan iracundo. Nadie sabía bien qué podía pasar aquella noche. Sólo sabían una cosa: era su rey y le seguirían hasta la muerte. Publio, aconsejado por Lelio, avanzó sólo un centenar de pasos, una vez que cruzaron la porta praetoria. No debían alejarse de la protección que suponían los arqueros romanos establecidos en la empalizada del campamento en caso de que aquel encuentro pasase de un parlamento a un combate cuerpo a cuerpo. Aquélla era una noche demasiado extraña y los acontecimientos se sucedían de forma tumultuosa. Por primera vez en mucho tiempo, Publio sentía que no llevaba la iniciativa y estaba algo confuso, preocupado. Masinisa no detuvo su avance al paso hasta que se situó frente a la turma del procónsul. Númidas y romanos que durante varios meses habían estado luchando unidos, se encontraron frente a frente. El campamento romano también había encendido gran cantidad de hogueras y antorchas. Era una noche de llamas que a todos recordaba la noche en la que atacaron, juntos, los campamentos de Sífax y Giscón y, sin embargo, ahora, eran enemigos… Publio se adelantó con su caballo unos pasos. Masinisa le imitó. Rey y procónsul, procónsul y rey a tan sólo dos pasos el uno del otro, montados, erguidos, orgullosos, sobre sus caballos. Dos magníficos guerreros, dos grandes generales, dos imponentes enemigos.
- Me pediste que te entregara a Sofonisba -empezó sin rodeos ni preámbulos falsos Masinisa.
- Y te lo sigo pidiendo -sostuvo Publio Cornelio Escipión con tensa firmeza.
- Me pides a mi mujer, a mi esposa…
- Debiste consultarme antes de celebrar ese matrimonio.
- ¡Por mis dioses y por los de Roma! ¡Soy rey! ¿Desde cuándo un rey pide consejo sobre estas cosas?
Publio no se arredró, aunque sentía que Lelio y los caballeros romanos estaban agitados, a sus espaldas.
- Desde que eres rey por mi ayuda, desde que eres rey porque mis legiones están aquí.
- Yo también he combatido y con valentía, y te he ayudado a ti y a tus legiones y ahora, ¿ahoras quieres mandar sobre mí?
- No quiero mandar sobre ti, pero no puedo permitir un enlace que suponga un riesgo a nuestra alianza.
- ¿Y estás dispuesto a combatir contra mí por esa mujer?
- Estoy dispuesto. Sí.
Masinisa apretaba los labios y los movía hacia dentro y hacia fuera de su boca, como queriendo seguir con aquel debate, pero le faltaban las palabras en aquel latín que no era su lengua materna. Y él tampoco era orador y no estaba acostumbrado a los tensos debates del Senado romano. Él era un hombre de acción.
- Lo que me has pedido -dijo al fin el númida-, ha supuesto el final de nuestra amistad. -Y se volvió hacia sus guerreros y les hizo una señal. Lelio, raudo, desenvainó su espada y lo mismo hizo el resto de los caballeros de la turma. En la empalizada Marcio ordenó que los arqueros tensaran los arcos y que varios manípulos apostados junto a la porta praetoria estuvieran preparados para salir, acompañados de otras turmae. De entre los guerreros maessyli, emergió un jinete que llevaba un fardo atado con cuerdas colgando por delante de su silla sobre su poderosa montura. Una vez que el jinete númida llegó junto a su rey, Masinisa desmontó de su caballo y, ante la sorpresa de los romanos, tomó en sus brazos el pesado fardo que llevaba el caballo de su guerrero y, cargado con él, se aproximó a los pies del caballo del cónsul.
- Aquí tienes a Sofonisba. Muerta. Muerta para siempre. Haz con ella lo que quieras, romano y nunca más, nunca más -Masinisa hablaba mientras depositaba el cuerpo de la joven envuelta en varias mantas de lana blanca inmaculada sobre la arena de África-, nunca más me llames amigo. Tú y yo, Publio Cornelio Escipión y el rey Masinisa ya no son amigos. Y nunca más volveré a combatir por ti. Jamás. A partir de ahora todo lo que haga será sólo para mí, para el único, legítimo e independiente rey de Numidia. Y Masinisa montó de un salto sobre su caballo, dio media vuelta y al galope se alejó
escoltado por sus soldados y por el viento de la noche y en medio de las sombras de las hogueras y las antorchas, todo su ejército desapareció del horizonte oscuro de la madrugada. Los romanos quedaron con sus armas desenvainadas, sus arcos apuntando al vacío, sus caballos piafando nerviosos porque nerviosos estaban sus jinetes, todos contemplando un espacio vacuo en un horizonte que empezaba a palidecer por los primeros resplandores aún tímidos del alba. Todo parecía un sueño, una pesadilla extraña, excepto porque a los pies del procónsul de Roma había un bulto del tamaño de una persona pequeña, envuelta en mantas de lana blanca que parecían brillar a la luz del fuego. El procónsul miró a Lelio y el tribuno asintió. Cayo Lelio desmontó de su caballo y se acercó al fardo inerte. Se arrodilló junto a él y empezó a desatar con cuidado las ligaduras que sostenían las mantas. Sólo él, de entre todos los romanos, había visto a Sofonisba, tras la batalla de las «grandes llanuras», junto a Masinisa. Sólo él podía confirmar si aquel cadáver era el de la hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón. Las cuerdas cedieron ante los poderosos dedos del veterano tribuno. Lelio estiró de dos cuerdas y las separó de las mantas. Luego tiró de uno de los edredones y, con cuidado, separó la tela hasta dejar visible el rostro de la más bella de las mujeres que con los ojos cerrados, con el cuerpo aún caliente, parecía más dormida que muerta. Lelio se volvió hacía Publio y asintió.
El procónsul de Roma comprendió que Masinisa había decidido cumplir la orden de entregar a Sofonisba, pero a su manera: muerta antes que viva, muerta antes que permitir a los romanos que la humillaran arrastrándola encadenada por las calles de Roma junto a Sífax. Lelio cubrió de nuevo el rostro de la hermosa mujer. De pie, mirando el horizonte, habló al viento.
- No ha habido batalla, pero hemos perdido la caballería de igual modo. Publio, montado sobre su caballo, contemplaba el amanecer.
- No, Lelio. Hemos perdido la amistad del rey, pero Masinisa necesita, ahora más que nunca, que derrotemos a los cartagineses. Cuando le llamemos acudirá. Lo hará, eso sí, por su propio interés, no por ayudarnos. Por el momento, será mejor dejar que el tiempo restañe las heridas y, si es posible, que se sosiegue el ánimo del nuevo rey de los númidas.
- Pero su amistad nos habría venido bien -insistió Lelio, que veía la alianza con Masinisa demasiado débil.
- La amistad es poderosa cuando no es por interés, o, al menos, eso dice Aristóteles, y entre Masinisa y nosotros sólo ha habido interés. En estas circunstancias, es mejor que nuestra alianza esté forjada sobre su ambición.
Lelio no dijo nada. Un jinete le acercó su caballo. El tribuno montó en él. Otros dos jinetes descabalgaron para poner, con cuidado, sobre otro caballo el cuerpo de la que por un tiempo breve había alcanzado el sueño de ser reina, reina en un mar de hombres, en medio de una guerra larga y compleja que parecía llevarse, poco a poco, a hombres, mujeres y niños, a amigos y enemigos, a generales y cónsules y reyes y reinas; una guerra eterna que se alargaba sobre el mundo como una noche eterna. Una guerra que amenazaba con llevarse por delante a todos sus protagonistas, hasta que en el vacío final, sólo quedara el silencio y el olvido. A lo largo del día siguiente, los legionarios de la V y la VI pudieron admirar el hermoso cuerpo de la joven reina Sofonisba expuesto en el centro de la Via principia frente a la tienda del praetorium. En el ánimo de cada soldado que se detenía por un instante ante aquel bello cadáver crecía la admiración por el poder de su general: un rey había entregado muerta a su reina, a la más hermosa de las mujeres que habían visto nunca, porque el general se lo había ordenado. Publio Cornelio Escipión era más que un procónsul o que un imperator para aquellos hombres que otrora sucumbieran a la desesperanza del destierro perpetuo. Para ellos, Escipión era el hombre más poderoso y más temible del mundo, era su líder y su única ruta de regreso a Roma. Ante él caían reyes iberos y númidas y todos los generales que Cartago enviaba para combatirle. Frente a las miradas de asombro de los legionarios, Sofonisba, muerta, permanecía con sus oscuros ojos yertos, cerrados, mientras su espíritu aún caliente pugnaba por no alejarse de la tierra de los vivos, unos vivos que tanto la habían defraudado. Primero tuvo que ver cómo su padre era derrotado una y otra vez por el general romano al que todos llamaban Escipión; luego, tras huir de Iberia a toda prisa, tuvo que ser testigo de cómo su plan de casarse con el terrible rey Sífax de Numidia no conseguía los frutos deseados, pues, una vez más el mismo general Escipión, en un sorprendente y osado ataque nocturno, desarboló a los ejércitos de su esposo y su padre juntos. Los requiebros de sus besos consiguieron que su marido se revolviera una vez contra los enemigos de su patria, pero los romanos, aliados con el astuto y atrevido Masinisa, derrotaron definitivamente a Sífax. Aun así, Sofonisba, como una gata, sacó una vida más de entre sus entrañas y supo atrapar en la red de su hermosura y sus encantos a Masinisa, llamado a ser el nuevo rey de Numidia, a quien si conseguía alejar del general romano, volvería a convertir en ariete de la causa cartaginesa. Sofonisba vio con preocupación la partida nocturna de su nuevo rey, de su nuevo esposo camino del campamento romano.
- No vayas -rogó ella entre suspiros y caricias y a punto estuvo de detenerlo, pero Masinisa se zafó del enjambre empalagoso de sus brazos tiernos de piel suave y tersa.
- Debo ir -dijo Masinisa-. Quizá pueda conseguir un pacto con Escipión. Quizá podamos conseguir un arreglo entre Cartago y Roma. Sofonisba negaba repetidamente con la cabeza.
- Eso es lo mismo que dijo Sífax y Sífax está ahora preso de los romanos. Ese Escipión sólo te quiere por tu caballería.
- Es posible -respondió él ya desde la puerta de la tienda, vestido y armado-, pero me ha ayudado a terminar con mis enemigos y me ha entregado Numidia entera.
- Pero te pedirá mi cabeza.
- Hablaré con él. -Y Sofonisba lo vio partir.
Y habló con el romano y el romano pidió su cabeza y Masinisa no pudo ni supo ni tuvo el valor de negársela. Ni siquiera tuvo la valentía de regresar a comunicar en persona el resultado de la entrevista con Escipión. En su lugar, el nuevo rey de los númidas se detuvo a medio camino de regreso y envió a uno de sus guerreros para que transmitiera el funesto mensaje. Cuando Sofonisba vio que no era Masinisa quien entraba en su tienda, sino un subalterno, un oficial desconocido para ella, un guerrero maessyli con más cara de miedo que de respeto, Sofonisba comprendió que el fin de sus días había llegado.
- Mi rey dice… -empezó el maessyli dubitativo-, dice que debe entregarte al general romano. Que no hay otra respuesta posible a las exigencias de Escipión. Que lucharía por ti, pero que no tiene ni suficientes hombres ni ejército para salvarte y que o te entrega ahora o tendrá que hacerlo cuando todo su ejército y su poder haya sido destruido por las «legiones malditas». -Sofonisba escuchaba en pie, junto a una silla a la que se asía para encontrar fuerzas suplementarias en el momento sublime de su derrota final-. El rey Masinisa dice que debe entregarte viva, pero que él tampoco desea ser cómplice del espectáculo de ver a una reina de Numidia cubierta de cadenas exhibida como un animal por las calles de Roma… por eso mi rey… mi rey te envía esta copa… es todo cuanto puede hacer…
Y el guerrero maessyli ofreció una copa llena de vino y veneno mortal a la que ahora era su reina. Sofonisba sonrió con soltura, casi con desenfado.
- Deja la copa en el suelo y márchate, guerrero, vuelve con tu rey. -Y el maessyli, aliviado por poder escapar de aquella tienda de derrota y muerte, obedeció, pero antes de que pudiera salir, la voz de la reina volvió a hablar deteniendo sus pasos-. Pero dile al rey Masinisa, dile que Sofonisba ya sabe que aquel osado maessyli que la cortejaba en los campamentos de su padre en Iberia y que incluso se atrevía a entrar en mi tienda asesinando a los centinelas para poder tocar mi piel, dile que con mi muerte ese rey también ha muerto. Dile, guerrero maessyli, que Masinisa, con mi muerte, deja de ser rey para ser tan sólo un vasallo de ese general de Roma y dile que cuando Aníbal regrese a mi patria y sus elefantes aplasten a las legiones de ese general, dile que entonces ya no habrá reyes númidas en Numidia, sino sólo el poder de Cartago y que todo su pueblo al que maldigo como le maldigo a él arrastrarán durante siglos la maldición de Sofonisba. El soldado que escuchaba casi de espaldas, junto a la puerta de la tienda, las terribles palabras de la que aún era su reina, asintió y partió de aquella estancia más nervioso de lo que había estado al entrar.
Sofonisba se quedó a solas. La luz de las velas creaba fantasmagóricas sombras temblorosas, asustadas. En el exterior se escuchó a un caballo piafando y varios hombres hablando entre susurros. Todos esperaban ansiosos su decisión, el desenlace final y definitivo. Sofonisba, hija de general cartaginés, esposa y reina de dos reyes de Numidia, caminó despacio hacia la copa que, indiferente a las pasiones de los hombres y las mujeres de su tiempo, permanecía inmóvil en el centro de la tienda. Sofonisba se agacha, toma la copa entre sus finos dedos y acerca el borde de la misma a sus labios carnosos. El líquido mortífero, oculto en el sabroso sabor del vino, se desliza por la garganta de la joven reina y así, Sofonisba, reina de Numidia, vendida por su padre, abandonada por un primer esposo derrotado en el campo de batalla y traicionada por un segundo esposo henchido de ambición, bebe su muerte.
- Cuántos hombres y qué cobardes todos ellos. Dos legiones enteras han hecho falta para obligarme a beber esta copa. Y se creerán valientes… -dijo entre murmullos de despecho, pero entonces sintió que le costaba inhalar aire y se acurrucó en el lecho, y se abrazó a sí misma, que era lo único que le quedaba, y pensó que se dormía y dejó de sentir los brazos y las piernas y luego se olvidó de respirar.
81 El regreso de Aníbal
Crotona, Bruttium, sur de Italia, otoño del 203 a.C.
Aníbal miraba hacia la bahía de Crotona con los brazos en jarras. No sólo tenía que soportar el dolor de las terribles noticias de la muerte de su segundo hermano, el pequeño de la familia, a causa de las heridas sufridas en la durísima campaña del norte de Italia, quien, de camino a África, tuvo que detenerse en Cerdeña en un desesperado intento por recuperarse que no surtió efecto. Allí, en aquella isla, quedó su joven hermano. Ese dolor le partía el corazón, pues había albergado la esperanza de endulzar el triste deber de aceptar la necesidad de su propio regreso a África sin conseguir derrotar a Roma con el reencuentro con el único de sus hermanos que aún vivía. Y para colmo de males, además ahora se veía obligado a organizar su propio regreso y la vuelta de sus tropas con recursos insuficientes.
Aquello era increíble: no le habían enviado bastantes barcos para transportar todas sus tropas a África. Llevaban un día cargando las trirremes y los barcos mercantes que Cartago había enviado para aquella gran misión y eran demasiado pocos.
- Es imposible, mi general -dijo Maharbal, de pie, tras un desesperado Aníbal-. Tendremos que dejar a muchos hombres atrás.
- ¡Por Baal, Melqart y Tanit y todos los dioses! -Aníbal se pasaba ambas manos por encima de la cabeza-. Hay que ser inútiles para no poder terminar con esas dos legiones romanas cuando aquí llevamos años combatiendo contra siete y ocho cada año. Pero sea, hemos de regresar por su incapacidad y puedo entender, Maharbal, que no nos enviaran todos los suministros y refuerzos que necesitábamos, puedo entenderlo, puedo comprender que mis enemigos en Cartago, empezando por el inútil de Giscón, me prefiriesen muerto en Italia, aunque eso supusiese la derrota para Cartago, pero esto… esto no lo puedo entender. Ahora nos piden que regresemos porque están temerosos, todos los viejos senadores están asustados de ese general romano, ese Escipión que ya expulsó
a Giscón de Hispania y aun así, estando atemorizados como niñas, no me envían los sufientes transportes para que pueda desembarcar de regreso en África con todas las tropas. Es absurdo.
- Quizá quieran que las fuerzas que se reúnan estén equilibradas y que no sean todas leales sólo a ti -respondió Maharbal.
Aníbal se sentó sobre un montón de sacos de trigo que aún debían ser cargados, aunque no se sabía dónde.
- Seguramente lleves razón, Maharbal. Sé que Cartago espera también el regreso de los restos de las tropas que tenía asignadas Magón. -Aquí se detuvo un instante y bajó la mirada; Aníbal ya no tenía a nadie en quien confiar, exceptuando, quizá, Maharbal-. Sí, eso debe de ser. Quieren que el nuevo ejército sea un tercio procedente de las tropas reembarcadas en Cerdeña, las que comandaba Magón y fueron derrotadas en el norte de Italia, otro tercio compuesto por las nuevas levas del maldito Giscón en la propia África y un tercio más, mis veteranos. Si me dejaran embarcar a todos podría tener casi la mitad del nuevo ejército compuesto por leales a mí. Ésa es la única explicación. No quieren que tengan tantos leales a mí en África. Pero la explicación no solucionaba el problema inmediato: qué embarcar y qué dejar o a quiénes dejar en tierra. Aníbal sintió la mirada inquisitiva de Maharbal y le respondió lo que él ya tenía meditado desde hacía unas horas, desde que resultara del todo evidente la imposibilidad de embarcar a todo el ejército con el que Uevababa batallando desde hacía años en Italia.
- Embarcaremos sólo soldados, y víveres… sólo los necesarios para la travesía. En Leptis Minor y Hadrumentum, una vez en África, podremos reabastecernos. Así podremos embarcar a más soldados. Allí tengo buenas relaciones con muchos nobles de esas ciudades.
- ¿Y la caballería? -preguntó Maharbal.
- No la embarcaremos. Los caballos ocupan demasiado espacio. He enviado emisarios al rey Tiqueo de Numidia. Es pariente de Sífax y está ansioso por vengar sus derrotas y por liberarle de las cadenas en las que le tendrá cubierto el joven Escipión, eso si no lo ha crucificado ya, que, por cierto, es lo que se merece, por inútil. De hecho el general romano debería crucificar a Sífax, y Cartago hacer lo mismo con Giscón, pero no se atreverán. Dos imbéciles. Le tenían rodeado y ese general romano destroza sus campamentos en una sola noche, en un solo ataque. Unos inútiles. -Las palabras de Aníbal sobre Giscón eran traición, pues Giscón, pese a su incapacidad, era otro general de Cartago, pero Maharbal estaba tan de acuerdo con lo que decía Aníbal que se limitó a sonreír. Aníbal continuó hablando, como si lo hiciera para sí mismo, como si buscara convencerse de que estaba haciendo lo correcto-. Tiqueo nos proporcionará la caballería. Así podremos cargar hasta quince mil hombres o quizás algo más, pero aun así tendremos que dejar en tierra unos diez mil guerreros. -¿Y qué hacemos con los caballos?
- Los sacrificaremos todos -respondió Aníbal no sin cierta inquietud-. No podemos dejar ese regalo al enemigo. Dos mil caballos muertos y diez mil guerreros abandonados en tierra. Espero que no los echemos luego de menos. Espero que estemos haciendo lo acertado.
- Supongo que los soldados de Magón y las tropas de Giscón los reemplazarán y no los echaremos en falta -dijo Maharbal intentado animar al general.
Aníbal le miró perplejo y negó con la cabeza.
- Me refiero a los caballos. -Y volvió a repetir mirando hacia la bahía-. Me refiero a los caballos.
LIBRO VIII
LA BATALLA DE ZAMA 202 a.C.
Deducunt hábiles gladios filo gracilento…
Denique ui magna quadrupes equ.es atque elepantiproiiciunt sese… Iamque ferepuluis ad caelum uasta videtur… Hastati spargunt bastas, fitferreus imbet…
Ennio,
fragmentos del Libro VII de los Anales sobre las guerras púnicas
[Desenvainan las manejables espadas de delgado filo…
Finalmente los cuadrúpedos caballos y elefantes se precipitan con gran violencia…
Y ya se deja ver una inmensa polvareda que se eleva casi hasta el cielo…
Los hastati arrojan aquí y allá las lanzas, originándose una lluvia de hierro…]
82 El final del camino
Roma, enero del 202 a.C.
Quinto Fabio Máximo observaba el cielo con aire taciturno. Estaba sentado en una roca en lo alto de la colina en el centro de su hacienda desde la que se divisaba Roma. Era el lugar donde practicaba las ceremonias de augur para predecir el futuro. En otros tiempos siempre veía algo, por poco que fuera. Casi siempre de modo acertado, en raras ocasiones de forma confusa y, que él recordara, sólo se había equivocado una vez. No supo ver que sus planes para terminar con la alianza entre Cayo Lelio y el joven Escipión terminarían en fracaso. Aunque quedaba por ver el desarrollo final de la campaña de África, pero las cosas parecían marchar bien para el eterno procónsul de los Escipiones. Dos victorias consecutivas contra los ejércitos púnicos y númidas habían situado a Publio Cornelio Escipión en una buena situación para asediar la mismísima Cartago. Quinto Fabio Máximo carraspeó y escupió a un lado, para evitar que su saliva cayera entre las líneas entrecruzadas que había trazado en el suelo para realizar su lectura del futuro. Estaba cansado. No había visto nada. Nada. Era extraño. Era la primera vez que algo así le ocurría. No es que hubiese observado signos confusos, pájaros extraños, bandadas de vuelos ambiguos, ni altos, ni bajos, no, no era eso, o que no acertara por su vista cansada a distinguir con nitidez el origen del vuelo de las aves, algo que le ocurría con frecuencia últimamente. No, era una sensación extraña y diferente. En media hora no había surcado el cielo ni una sola ave y, más aún, en la media hora más que llevaba sentado en aquella roca ni tan siquiera se había escuchado el canto de los pájaros. ¿A qué tanto silencio cuando Quinto Fabio Máximo preguntaba a los dioses sobre el futuro?
El viejo senador se ayuda del lituus sobre el que apoyó ambas manos para alzarse de su improvisado asiento y reemprender el camino de regreso a su domus. Miraba ahora hacia el suelo. Se tropezaba con demasiada frecuencia. Por fin, había admitido para sí
mismo, en secreto, que su vista era endeble sobre todo en el ángulo derecho inferior. Por algún motivo una sombra se extendía en ese lado de su visión. No lo había comentado a los médicos porque no quería difundir sus debilidades.
Fabio Máximo caminaba despacio en su descenso de regreso a su domus. Paseaba entre los cipreses que vigilaban el sendero y sentía que cada vez la distancia de un ciprés al siguiente parecía alargarse. Le costaba respirar. Pensó en detenerse y sentarse al borde del camino, pero no había ningún lugar propicio para ello, ninguna piedra o tronco grande sobre el que hacerlo. Ordenaría que instalaran bancos en todo el camino. Así
podría descansar dónde y cuándo se le antojase.
El final del camino no llegaba nunca. Se detuvo junto a uno de los altísimos árboles y se apoyó en su grueso tronco con una mano mientras con la otra descansaba sobre el li- tuus. Inspiró con fuerza varias veces. Le pareció sentirse mejor. Algo más aliviado, reemprendió la marcha por el tortuoso sendero. Nunca pensó que aquélla fuera una senda larga y, sin embargo, así lo parecía aquella lánguida tarde.
Quinto Fabio Máximo alcanzó al fin la puerta de su casa. Estaba abierta, pues toda la villa estaba rodeada por muros que a su vez estaban vigilados por un ejército de esclavos y libertos a sueldo del gran ex cónsul. Por eso podía permitirse dejar las puertas de su casa abiertas. El anciano senador entró en el vestíbulo y de ahí, en unos pasos, entró
al gran atrio de su mansión. Pensó que entre los sólidos muros de su vivienda encontraría mayor sosiego y descanso, pero no fue así. Quinto Fabio Máximo, apodado Verrucoso por la cada vez mayor verruga de su labio inferior, el hombre que detuvo a Aníbal en las peores semanas de aquella guerra, conquistador de Tarento, cinco veces cónsul de Roma, una vez dictador, augur permanente y princeps senatus vitalicio, se desplomó a los ochenta y un años de edad sobre las teselas de uno de los gigantescos mosaicos de su casa que recreaba con todo lujo de detalles su primer gran triunfo, el que celebrara en el año 521 ab urbe condita, tal y como rezaba al pie del mosaico. De eso hacía ya más de cuarenta años. La sangre de Máximo se esparcía por entre las ínfimas comisuras que quedaban entre tesela y tesela. Con él caía parte de la historia de Roma, con él se derrumbaba una forma de interpretar el destino de la República, con él se desmoronaba un mundo entero. Quizá por eso, porque el propio Máximo así lo sentía, sacó fuerzas de flaqueza e intentó alzarse, pero, aturdido por el golpe y falto de fuerzas, no pudo más que arrastrarse hasta una de las paredes y quedarse allí medio sentado, descansando su espalda en la pared. Un chorro de sangre caliente le brotaba de la frente. No se llevó la mano a la herida; no por miedo de confirmar la seriedad del corte sino por puro agotamiento. Sus últimas fuerzas se habían desvanecido en los dos metros en los que se había arrastrado sobre las teselas del mosaico de su casa. Un joven esclavo encargado de la cocina apareció en el atrio, alertado, sin duda, por el ruido del golpe de la caída, y se quedó estupefacto al contemplar lo impensable: el todopoderoso Quinto Fabio Máximo yacía semirreclinado, herido, vulnerable. Se acercó
despacio a su amo.
Fabio Máximo, con un hilillo de débil voz, hizo audibles sus instrucciones.
- Llama a los médicos… y a Marco. Diles… que vengan… rápido…
El esclavo desapareció a toda velocidad, entre asustado y abrumado por las órdenes. Surgieron entonces dos siluetas de suaves curvas, vestidas de lanas blancas muy finas, con túnicas escandalosamente cortas que dejaban al descubierto unas hermosas pantorrillas y unos bien formados muslos. Las dos esclavas egipcias se aproximaron a su amo herido.
- Traedme agua -empezó Fabio Máximo-, agua… para beber y… para limpiarme las heridas.
Una de las jóvenes se volvió para buscar lo que se le había solicitado pero la otra no. Esta última se acercó despacio al viejo senador y se agachó primero y luego se arrodilló
junto a él. Le miraba con detenimiento. Fabio pensó que estaba valorando la gravedad de las heridas y la forma de curarlas mejor, pero la muchacha se dirigió a su compañera con un tono frío que sorprendió al viejo e implacable princeps senatus…
- No vayas a por agua, hermana. No se recuperará de estas heridas. Está demasiado débil.
La otra joven se detuvo y se volvió hacia donde yacía el malherido cuerpo de Quinto Fabio Máximo. El rostro de la joven mostraba una clara mezcla de confusión y nervios.
¿Qué decía su hermana? Se estaba rebelando contra el amo. Las matarían por ello. Peor, las torturarían hasta morir.
Fabio Máximo miraba con odio mortal a la joven esclava rebelde que le negaba el auxilio. Aún podía ver sobre la piel de la joven las marcas de los latigazos que emergían de la espalda y se vislumbraban por los hombros desnudos. No hacía ni unas horas que aquellas dos esclavas habían estado bajo sus pies, saboreando la piel afilada de su látigo cuando ahora osaban rebelarse. Las mataría, las mataría despacio, lentamente. Tendrían la más horrible de las muertes posible. La joven, además, osaba mirarle directamente a los ojos, ella, una mísera esclava, a él, senador de Roma, ex cónsul, ex dictador, augur, a él. Se puso rojo de ira debajo del rojo sangre que le cubría la piel de su rostro. Fue a hablar, pero le faltaba el aire y no pudo decir nada.
- Deberíamos matarlo ahora que tenemos oportunidad, por Isis -continuó la esclava rebelde. Su hermana negaba con la cabeza, pero la otra insistía y la veía buscando con los ojos algo-. Una almohada bastaría para ahogarle. -Y se levantó para ir en su busca, mientras un incrédulo Máximo registraba cada palabra incrementando el tamaño de la venganza cruel que estaba diseñando para terminar con aquellas esclavas en cuanto se recuperara. Pero en ese mismo momento llegaron los médicos que residían en la villa. Dos griegos contratados por Fabio para velar por su salud y, tras ellos, llegó Marco Porcio Catón. Aquello le sosegó un poco. Por fin un amigo, alguien que entendía, alguien que sabía. Debía decirle tantas cosas… pero no tenía voz… Máximo vio cómo las esclavas, nerviosas por no haber tenido tiempo de llevar a término sus terribles ideas, se retiraban y cómo la misma que le había negado el auxilio y había instigado a la otra abiertamente para matarle, hablaba con fría calma.
- Ha pedido agua, íbamos ahora a por ella.
Los médicos asintieron. La otra esclava, más asustada, al fin, a una señal de su hermana que acababa de hablar, fue a por el agua. Los médicos se agacharon junto al senador caído, pero éste los apartó con la mano derecha, la que aún parecía responder a sus deseos. La izquierda parecía como inerte. El anciano ex cónsul intuía que ya era tarde para médicos. Los dos griegos se hicieron a un lado. Máximo señaló a Catón y éste se acercó y se arrodilló para escucharle. Fabio Máximo miró a la esclava. Tenía que acordarse de acusarla de traición para que ambas murieran con torturas horribles, pero tenía tan pocas fuerzas… sabía que apenas podría pronunciar unas pocas palabras… había que elegir con suma precisión cada vocablo, cada frase… Empezaría por lo fundamental, por Roma y aquella interminable guerra. Roma debía ser siempre lo primero. Sabía que se moría sin hijos, sin heredero vivo. Todos sus planes se habían desvanecido en lo que se refería a dejar organizada su sucesión. Él había iniciado aquella guerra para situar a Roma en el lugar donde le correspondía en el mundo y para, al mismo tiempo, eliminar a todos sus enemigos internos. En esto Aníbal se había mostrado un muy eficaz aliado, pero el propio Aníbal había roto sus planes, de muchas formas y de la peor de todas: instigando la muerte de su hijo. Sin su hijo, Fabio Máximo estaba solo. Quedaba, no obstante, Marco. Marco Porcio Catón. Su fiel y leal discípulo, siempre desconfiado, pero siempre a su lado. Sólo él podía ser ya el nuevo camino hacia la salvación de Roma. Sólo él. Tenía que saberlo. Tenía que estar seguro de que el propio Marco así lo entendía.
- Marco… debes salvar a Roma… debes… salvar a Roma… de su mayor enemigo…
de…
Catón asintió con la cabeza de modo ostensible, para que el anciano viera que le había entendido y habló para concluir aquella frase que tan larga se le hacía al noble senador herido y agotado de puro anciano y medio inconsciente por el golpe de su reciente caída.
- Libraré a Roma de Aníbal -concluyó Catón, y con esas palabras esperó apaciguar los últimos instantes de vida del gran senador, pero Quinto Fabio Máximo se revolvió
con furia, sacudiendo la cabeza empapada en sangre de un lado a otro como si le sobreviniera un ataque de epilepsia y, furibundo, con rabia, gritó con todas sus fuerzas.
- ¡De Escipión… debes salvar a Roma de… Escipión!
Catón abrió los ojos de par en par y asintió una vez más, en esta ocasión más despacio, aún digiriendo el deseo del moribundo, que le miraba como quien se pregunta:
«¿Aun después de tanto tiempo, después de tantos años, no entiendes nada, no entiendes nada?»
- Me ocuparé de Escipión -añadió con tono firme y semblante serio Catón-. Lo prometo, lo juro por Júpiter, Juno y Minerva. Entonces sí, algo más sosegado, aunque con el ceño fruncido e inquietantes dudas en su alma sobre la capacidad de Catón para cumplir con fidelidad aquella promesa sagrada, Quinto Fabio Máximo relajó los músculos ensangrentados del rostro y dejó que por las heridas abiertas en su frente fluyeran sus últimos segundos de vida. En el instante final, su mirada se cruzó con la de la joven esclava rebelde, pero era ya demasiado tarde para poder añadir más, ni tan siquiera para que su rostro reflejara un acusador desprecio hacia ella. Por el contrario, Fabio Máximo se llevó al Hades la mirada de mayor desprecio, odio y rencor que nadie jamás le hubiera dedicado antes; y mientras se moría, Quinto Fabio Máximo comprendió en un último segundo de lucidez por qué las divinidades ya no le habían dejado interpretar el vuelo de más aves y así desvelar el futuro: porque para él ya no había futuro sobre la tierra de los vivos. Ahora iba rumbo al reino de los muertos. Quinto Fabio Máximo había llegado al final del camino.
Non enim rumores ponebat ante salutem, ergo postque magisque uiri nunc gloria claret. ennio, Anales, libro XII, sobre Quinto Fabio Máximo
[No anteponía los rumores al bien del Estado y así su gloria brilla más de día en día.]
83 Las maniobras de Catón
Roma, verano del 202 a.C.
Marco Porcio Catón era un hombre con un objetivo definido: cumplir la promesa que hiciera a Fabio Máximo en el último aliento de vida del que fuera cinco veces cónsul de Roma. Catón no era magistrado, ni lo había sido nunca, pero tras la muerte de Quinto, el hijo de Fabio Máximo, todos los seguidores del fallecido princeps senatus reconocían en la persona de Catón el que debía ser su nuevo líder. Era un liderazgo que estaba suj-eto a las acciones del joven senador, pero la decisión con la que el propio Catón asumió
la inconmensurable tarea de suceder al viejo Máximo satisfizo a sus seguidores y sorprendió a los Escipiones y los Emilio-Paulos en el Senado. Con el nuevo año se eligieron nuevos cónsules y se prorrogó el mando de los diferentes procónsules y pretores. Catón no intentó relevar del mando en África a
Publio Cornelio Escipión porque era del todo imposible: el pueblo le aclamaba, pues de África no dejaban de llegar buenas noticias, una tras otra. Sífax había sido apresado y hasta exhibido por las calles de Roma, pues el joven procónsul no había escatimado medios para hacer llegar a su gran trofeo, el ahora esclavizado antiguo rey de Numidia, y pasearlo por las calles de Roma. Decenas de ciudades de África se rendían al joven general romano y hasta la mismísima Utica, que había resistido un asedio interminable, había cedido al hambre y la desesperación y había abierto sus puertas de par en par. Escipión, además, había obligado a los cartagineses a aceptar una tregua en unas condiciones humillantes: Cartago debía entregar todos los prisoneros de guerra y retirar las tropas de Magón del norte de Italia y las de Aníbal del sur; debían reconocer el dominio romano sobre Hispania y sobre todas las islas entre Italia y África y entregar toda la flota, con la excepción de veinte trirremes que conservarían para la defensa de sus costas; los púnicos debían aceptar a Masinisa como nuevo rey de Numidia y proporcionar 300.000 modios de cebada y 500.00Q modios de trigo para las legiones V y VI, que luego se distribuirían hacia Sicilia y Roma; y no sólo eso, sino que además Cartago debía entregar 5.000 talentos de plata y aceptar la independencia de las tribus libias y de la cirenaica. Y lo sorprendente para Catón, al menos en un principio, es que el Senado cartaginés había aceptado. Luego, los acontecimientos hicieron ver al joven sucesor de Fabio Máximo la estrategia del Senado púnico: al cabo de unos meses, cuando un convoy de doscientos barcos mercantes romanos fue sorprendido por una tempestad, embarrancó
en las proximidades de Cartago, y los cartagineses, en lugar de obedecer las instrucciones de Escipión de no entorpecer las tareas de rescate y recuperación de las mercancías de esa flota, hicieron caso omiso y permitieron que Giscón usara todas las trirremes cartaginesas para saquear a tantos barcos como pudieron. Escipión entró en cólera, pero ya era tarde. Catón sonreía mientras caminaba por el foro de regreso de la última sesión en la que había liderado una maniobra magistral. Era tarde para Escipión porque los cartagineses ya se habían reabastecido con las provisiones que debían haber aprovisionado a las legiones V y VI y, por otro lado, aún no habían satisfecho el resto de las condiciones de la tregua, pues apenas habían proporcionado trigo, cebada o dinero y muchísimo menos entregado sus barcos. Todo lo contrario. El Senado de Cartago había distribuido su flota en tres grupos: una flotilla que permanecía en Cartago, mientras que otros barcos iban a retirar las tropas del ya muerto Magón de Cerdeña y a las mismísimas tropas de Aníbal. En eso sí iban a cumplir las condiciones dictadas por Escipión, pero no como fieles vasallos sometidos a un general victorioso, sino como una maniobra de reabastecimiento y reagrupamiento de todos sus recursos y tropas para lanzar un nuevo y mortífero ataque contra las legiones V y VI, un ataque que en esta ocasión no lideraría el mediocre Giscón ni ningún reyezuelo númida tan vanidoso como incapaz, sino que el reagrupamiento de los ejércitos de Magón, Aníbal y Giscón sería encabezado por el mismísimo Aníbal Barca. De todo esto y de mucho más se había hablado en el Senado. Pasado el senaculum, dejando el Comitium, al entrar en el foro, Catón fue junto al carro que le esperaba para llevarlo a la mansión del anciano Máximo, villa que utilizaba de refugio para meditar y consultar también los papeles y documentos de Máximo, una insondable sima de conocimiento y, sobre todo, información. Pero Catón desestimó subir al carro y, rodeado por sus guardias, decidió caminar un poco por el foro, un foro que sabía adora-ba a Escipión de la misma forma que le temía a él. No era una sensación que le disgustara. El miedo infundía tanto o más respeto que la admiración. Con el nuevo año se habían elegido dos nuevos cónsules: M. Servilio Puplex Gemino y Tiberio Claudio Nerón. Catón había entendido bien el mensaje final de Máximo: si Escipión derrotaba a Aníbal ya nada le detendría de ser reelegido una y otra vez cónsul, hasta convertirse en magistrado vitalicio de Roma, un dictador permanente. Eso supondría el final del Estado romano tal y como estaba constituido en la República y eso era algo que debía evitarse a toda costa, pues, indefectiblemente, conduciría al final de Roma. Por ello, Catón, arropado por todos los viejos senadores seguidores de Máximo, acababa de conseguir que se aprobara una moción por la cual se nombraba a Tiberio Claudio Nerón con el mismo rango de mando sobre las tropas de África que el procónsul Escipión, a la vez que se proporcionaba a Tiberio Claudio dos legiones y cincuenta barcos con los que partir hacia África. De esta forma, si se conseguía una victoria definitiva sobre Aníbal y Cartago, la gloria quedaría repartida y Escipión no podría presentarse ante el pueblo como el único gran salvador de Roma. Los Emilio-Paulos y también los Escipiones, encabezados por Emilio Paulo, el hermano de Emilia y por el propio Lucio, el hermano de Escipión, intentaron que la moción no se aprobara, al menos no en esos términos. Aceptaban, como era de esperar, que se enviaran refuerzos, pues, en el fondo, todos temían que la conjunción de los antiguos ejércitos de Magón y Giscón junto con el refuerzo de los veteranos de Aníbal, liderados todos por el propio Aníbal, pudiera conducir a la derrota de las legiones V y VI pero, hasta el último momento lucharon encarnizadamente en una maratoniana sesión del Senado, para evitar que a Tiberio Claudio se le concedira el mismo rango militar en África que a Escipión. Sin embargo, Catón, con un verbo ágil y unos razonamientos agudos, infundió el temor a una derrota descomunal, lo que pesó, en particular, en el ánimo de los senadores más influenciables en los que despertó el miedo de dejar todo el ejército en manos de un general aún demasiado joven, pese a sus victorias. La votación fue muy ajustada, pero la propuesta de Catón prevaleció y en el puerto de Ostia ya se cargaban los navios de guerra que Tiberio Claudio debía comandar para acudir al encuentro de su colega en el mando en la guerra de África. Catón se encontró, casi sin darse cuenta, frente al templo de Vesta y pensó que era un buen momento para un sacrificio. Mientras entraba pensó que siempre existía la grata posibilidad de que Aníbal pusiera las cosas en su sitio y masacrara a las legiones V y VI y a los refuerzos que se enviaban ahora. Eso simplificaría mucho las cosas. Y, bueno, Tiberio Claudio, después de todo, era -a Catón le costó unos segundos encontrar el término adecuado-, prescindible.
84 El ejército de Masinisa
Frente a la ciudad de Útica. Campamento general romano en el norte de África, verano del 202 a.C.
Pero las tropas de Tiberio Claudio nunca llegaron a su destino: una tempestad arrasó
la flota, hundiendo decenas de buques y dispersando el resto, que regresó hacia Italia y Sicilia en busca de refugio.
Publio Cornelio Escipión y las «legiones malditas» quedaron como las únicas fuerzas de Roma en África. Por ello, cuando el regreso de Aníbal fue un hecho, Publio recurrió
de nuevo al único aliado, que no amigo, que le quedaba en África.
- Mario -dijo el procónsul-, ve a Numidia y busca a Masinisa y dile que venga con su ejército. Dile que Aníbal ya está aquí. Dile que si nos abandona, Aníbal, después de acabar con nosotros, le perseguirá hasta darle muerte y destruir su reino. Dile, Mario, dile que venga si quiere seguir siendo rey y señor de toda Numidia. Y dile que Tiqueo se ha unido a Aníbal.
Frontera entre Numidia y Mauritania, septiembre del 202 a.C.
Masinisa estaba en lo alto del peñasco más elevado de aquellas montañas. Desde allí
podía ver las tropas de Vermina, uno de los hijos de Sífax, huyendo por el estrecho desfiladero. Vermina era uno de los pretendientes al reino de Numidia que habían emergido tras el derrocamiento de Sífax por Masinisa y las legiones de Roma. Había otros muchos, pero los únicos realmente peligrosos por el número de seguidores que podían reunir eran Vermina y Tiqueo, un primo de Sífax. Vermina salía huyendo hacia Mauritania y Masinisa estaba considerando la posibilidad de perseguirle.
- Mi rey -dijo uno de los guerreros maessyli-. Mi rey, ha llegado un mensajero de los romanos.
Masinisa se giró y reconoció enseguida la figura de Mario Juven-cio, uno de los tribunos de mayor confianza de Escipión en África, escalando la encrespada ladera en la que se encontraba. El rey de Numidia no hizo ningún ademán de descender ni un paso para escuchar al mensajero romano, de modo que Mario se vio obligado a ascender hasta el final. El peñasco terminaba en una especie de cornisa que sobresalía sobre el desfiladero. Mario no era un hombre propenso al vértigo, pero no se sintió cómodo en aquel lugar. El rey le miró.
- Habla, mensajero -espetó Masinisa con desprecio, sin usar el término tribuno, que era el nombramiento que el propio maessyli sabía que ostentaba aquel oficial de Roma. Mario hizo caso omiso de aquella ofensa y se limitó a entregar su mensaje con fidelidad a cada palabra que había pronunciado el procónsul. Masinisa escuchó y, cuando el tribuno terminó, el rey de Numidia se giró hacia el desfiladero, dando un paso hasta situarse en el mismo borde. Mario pensó que aquello era una temeridad, pero que tampoco era asunto suyo.
Masinisa miraba todo aquel territorio, más allá de las montañas. Todo era suyo, pues todo era Numidia. Y pronto podría intentar extender las fronteras de su reino aún más lejos, pero arriesgarlo todo en una batalla le parecía peligroso. No tenía claro que el procónsul romano fuera a ser capaz de derrotar a Aníbal. Más bien pensaba que ocurriría todo lo contrario. Desde el funesto episodio de Sofonisba, Masinisa había perdido la fe ciega que en un momento llegó a tener por Escipión. Sin embargo, no acudir también era imprudente, especialmente si Tiqueo estaba con los cartagineses. Odiaba tener que luchar de nuevo al lado del hombre romano que había exigido la entrega de Sofonisba, pero le humillaba la obstinada tozudez de Cartago en no querer aceptarle como rey de Numidia.
Masinisa habló a las montañas, pero Mario escuchó el mensaje con claridad.
- Dile a Escipión que acudiré a su encuentro, que nos reuniremos en Zama, en el interior de África. Las costas no son seguras. Acudiré con seis mil infantes y cuatro mil jinetes.
Mario dudó en hablar, pero al fin se lanzó e interpeló al rey.
- Masinisa, ahora que eres rey de Numidia, el procónsul esperaría un ejército mayor por tu parte, un ejército de…
Pero Mario no terminó la frase porque la mirada de Masinisa desde lo alto de la roca fue demoledora.
- Diez mil hombres. -Masinisa escupió las palabras con furia-. Yo también tengo mis problemas en Numidia, como Vermina y como tantos otros que debo eliminar. Y quedan muchos seguidores de Sífax que crean levantamientos en diferentes regiones. No puedo reunir a todas mis tropas y abandonar mi reino. Diez mil hombres tendrán que bastar.
Mario no se atrevió a decir más. Asintió y comenzó a descender hacia el valle. Una vez que su silueta se perdió en la distancia, uno de los oficiales maessyli se acercó a su rey y le habló con tiento.
- Realmente mi señor, no quedan ya casi enemigos y, si el rey quisiera, podríamos doblar o triplicar ese número de soldados con facilidad.
- Lo sé y nos interesa acudir para ver si podemos aprovechar la batalla que tendrá lugar para acabar con Tiqueo -respondió Masinisa algo más sereno desde que el romano partiera-, pero tampoco quiero ayudar tanto a Escipión. Si Publio Cornelio Escipión quiere derrotar a sus enemigos, tendrán que ser sus tropas las que lleven la mayor parte del combate. Si son valientes resistirán y vencerán pero, si no, Aníbal los masacrará y nosotros tendremos un fuerte ejército en la retaguardia para defendernos y poder alcanzar un pacto con Cartago. Y la verdad, no creo que las legiones de Roma resistan. No lo creo. Será interesante estar allí para verlo.
85 Los últimos preparativos
Norte de África, campamento general romano en las proximidades de Zama, 18 de octubre del 202 a.C.
El procónsul caminaba entre sus tropas en silencio, conocedor de que todos sus legionarios observaban sus movimientos con extraordinaria atención. La batalla definitiva iba a tener lugar en pocos días, quizás en pocas horas, y la expectación creciente entre los soldados se concentraba en la figura de su general. Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma con mando de general para las legiones expedicionarias en el norte de África, era consciente de los miles de ojos que analizaban sus movimientos. Y sentía el temor y la duda, el ansia y la expectación, y las decenas de diferentes sentimientos que, intensamente entremezclados, embargaban el ánimo de sus tropas. Por ello, el general caminaba despacio, seguro, firme, invitando a la confianza en sus gestos, al sosiego y a la seguridad de que todo estaba bajo control. Ante ellos, después de casi tres años de campaña en África y después de dieciséis años de guerra o, lo que era más importante para aquellos legionarios, catorce años después de la derrota de Cannae, tenían al fin su oportunidad contra el ejército de Aníbal. La noticia, no por esperada, había dejado de ser recibida con gran sobresalto. Aníbal el invencible, conquistador de ciudades, que había atravesado los Pirineos, el Ródano, los Alpes y asolado durante años Italia, Aníbal, el destructor de decenas de legiones romanas, el verdugo de cónsules y procónsules, y decenas de senadores y tribunos, Aníbal, el mayor enemigo de Roma, estaba allí. De nuevo. La historia se repetía. La mayoría de los legionarios al mando del procónsul ya se habían enfrentado al general cartaginés, y habían sido derrotados. Y de nuevo Aníbal se cruzaba en su camino. El re-cuerdo de Locri, con la retirada del general púnico, animaba un poco sus corazones, pero todos sabían que en África los extranjeros eran ellos y que Aníbal no se mostraría tan cauteloso en su patria. Todos sabían que lo de Locri no se repetiría y que Aníbal no se desvanecería entre la bruma de un amanecer extraño. No, Aníbal no se retiraría, no, sino que plantaría cara en una batalla feroz, cruenta, inmisericorde. Sí, Publio percibía el temor en sus hombres. Todo se repetía igual que hace catorce años con dos diferencias: el general al mando de los romanos era otro y ahora se encontraban en África. Por eso los legionarios no quitaban la mirada de su general en jefe. ¿Sería este nuevo general más astuto, más valiente, más inteligente que Aníbal? ¿Será este general el primero con el que consigan la victoria frente a Aníbal?
Estaba a punto de amanecer y, sin embargo, hacía calor pese a ser entrado el mes de octubre. Publio se detuvo en un puesto de guardia y pidió agua a uno de los legionarios. Enseguida se le trajo un vaso y se sirvió agua de un odre de piel de vaca. El general bebió mientras contemplaba desde el puesto de vigía a la entrada del campamento la disposición, a unos diez mil pasos de distancia, de los primeros puestos de avanzadilla que el general cartaginés había dispuesto para vigilar los movimientos de los romanos. Eran pequeños grupos de tropas esparcidos en el horizonte. Nada hacía presagiar un ataque inminente. Aníbal, al igual que él, esperaba el momento oportuno de avanzar con todo el ejército.
Publio volvió sobre sus pasos y se adentró de nuevo por el campamento romano que gobernaba. Las miradas de los legionaros le siguieron mientras su séquito de lictores observaba a su alrededor. Así, acompañado por su escolta, el general llegó a la tienda del praetorium, en el centro del campamento. Dos legionarios descorrieron las cortinas de acceso a la tienda para facilitar la entrada a su general. En el interior le aguardaba reunido todo su alto mando, cuando un joven legionario entró en la tienda escoltado por dos de los lictores que vigilaban en el exterior del praetorium. Los tres soldados apenas dieron un paso en el interior de la estancia y se detuvieron. El silencio se apoderó de todos los presentes: Cayo Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio, Cayo Valerio, el resto de los tribunos y centuriones de la V y la VI, los seis praefecti sociorum de las tropas auxiliares, el rey Masinisa, que a los ojos de todos había respondido, sin ilusión pero con disciplina, a la llamada del procónsul, y los decuriones de la caballería romana, que se miraron entre sí sorprendidos. ¿Cómo se atrevían esos soldados a interrumpir el cónclave del estado mayor cuando el procónsul organizaba el ataque contra Aníbal? Sólo Publio Cornelio Escipión permanecía impasible con su mirada detenida sobre los planos de la región que le habían proporcionado sus informadores de África, sin aparentemente prestar mayor atención a los legionarios. Pasó así
medio minuto de silencio intenso que nadie se atrevía a romper, ni los soldados recién llegados ni los tribunos y centuriones que rodeaban, a la espera de su reacción, a su líder. Por fin, sin despegar la mirada de los planos, Publio Cornelio Escipión hizo una pregunta.
- ¿Qué ocurre?
Fue una pregunta breve, en la que no había nada sobreañadido, pero en cuyo tono seco se percibía una contenida irritación del general en jefe de las tropas alimentada por el cansancio y, también, por la tensión de la última campaña y las recientes confrontaciones con los cartagineses que se negaron a dejar recuperar la flota de abastecimiento encallada en la bahía de Cartago. Un tono que, junto con esas dos palabras, dejaba entrever a los legionarios que más les valía que tuvieran una muy buena excusa para interrumpirle esa mañana; una excusa como que un incendio estaba devastando el campamento o que el general cartaginés había lanzado un ataque por sorpresa aprovechando la endeble luz del alba. Cualquier otra explicación sería insuficiente para mitigar la incipiente ira del general romano. El legionario más joven avanzó dos pasos hasta quedar a tres metros de distancia de la mesa que rodeaban sus superiores y, dirigiéndose con voz clara pero respetuosa a su general, argüyó el motivo de su en apariencia inorportuna entrada.
- Tenemos unos emisarios de los cartagineses en la puerta del campamento. Dicen que deben entrevistarse con nuestro general. Les hemos dejado pasar desarmados y les hemos dicho que tenían que esperar, a lo que han respondido que traían un mensaje urgente de Aníbal para el procónsul; les hemos insistido en que aun así tenían que esperar; entonces nos han dicho que Aníbal solicitaba una entrevista personal con Publio Cornelio Escipión, general en jefe de las tropas romanas en África y que necesitaban llevar una respuesta a Aníbal esta misma mañana. Hemos dudado, mi general, y hemos pensado que lo mejor era comunicar el mensaje inmediatamente para que se decida si hay que transmitir respuesta rápida o no.
El legionario inspiró aire una vez terminada su explicación y se retiró dos pasos atrás hasta quedar en línea con los otros dos soldados que habían custodiado su entrada en el praetorium. El procónsul de Roma, que había escuchado la explicación del legionario sin levantar la mirada del plano que estaba consultando y sobre el que se había permitido hacer un par de marcas en diferentes lugares mientras escuchaba al soldado, levantó
por fin la mirada y exhaló un profundo suspiro. Por un momento había temido seriamente que algún desastre realmente grave hubiera acontecido, algo que desbaratara sus planes. Pero no era así. Aníbal deseaba hablar con él. Aníbal, el general invicto del imperio cartaginés, la joya del poder militar del norte de África, el general que había derrotado en sucesivos combates a los romanos y que había eliminado de la faz de la tierra a más de una docena de legiones de Roma, deseaba, por primera vez, entrevistarse con un general romano. Inaudito.
- Legionario, has hecho bien en transmitir este mensaje. Regresa donde están esos emisarios de Aníbal y diles que esperen. En breve les daré una respuesta que llevar a su general.
- Sí, mi general -dijo, y salió de la tienda. Los tribunos que rodeaban a Publio Cornelio Escipión esperaron una señal del procónsul para hablar.
- ¿Y bien? -preguntó Publio-. ¿Qué creéis que debemos hacer?
Lelio, como oficial de mayor edad, incluido el propio procónsul, el lugarteniente del general, el único entre los presentes que le conocía desde su primera batalla en suelo italiano, que lo había acompañado en sus campañas en Hispania y con quien más batallas victoriosas y momentos difíciles había compartido, fue el primero en dar su parecer.
- Puede ser una trampa. Puede que no y que Aníbal desee realmente entablar conversaciones y, si así fuera, lo más posible es que desee negociar un posible tratado de paz. Pero puede ser una trampa para que, o bien pensemos que están pensando en la paz más que en la guerra, para que así nos relajemos y luego atacarnos por sorpresa, o bien… Pero Lelio no concluyó su frase. Dudó.
- ¿O bien? -preguntó Publio.
- O bien es una trampa que persigue el asesinato de nuestro procónsul. Con Aníbal, cualquier cosa es posible.
Los demás oficiales, animados por la intervención de Lelio, aportaron sus opiniones. Marcio, Silano y Mario se inclinaban por la idea de que se trataba de una maniobra de distracción, mientras que Terebelio, Digicio y Valerio estaban persuadidos de que era una conspiración para asesinar al general romano que tanto temían los cartagineses.
- Bien -habló de nuevo Publio tras escucharlos a todos-. Lelio ha resumido con claridad las opciones. A decir verdad, es difícil saber cuál es la correcta. Es difícil… necesi-tamos saber más. Que den orden de traer a esos emisarios; lo mejor será saber de su boca qué es lo que exactamente entiende Aníbal por una entrevista, las condiciones de ese posible encuentro.
Cayo Valerio salió de la tienda y se le escuchó dar las órdenes oportunas. Publio, entretanto, se sentó en la sella curulis junto a la mesa y volvió a observar con detenimiento el plano. Señaló las marcas que había trazado sobre el mapa y preguntó a Lelio directamente:
- ¿Cuál de estas dos colinas crees mejor para un ataque con la caballería númida?
El joven legionario que había interrumpido el cónclave del estado mayor en el pra- etorium, tras atravesar las interminables hileras de tiendas del campamento romano, llegó a la porta praetoria de la empalizada que protegía al ejército acampado en África. Allí estaban los tres emisarios cartagineses. Eran hombres altos y robustos, de tez oscura. Uno de ellos era, sin duda, el líder; su uniforme de campaña iba cubierto por un manto rojo oscuro, seguramente, un centurión o algún otro importante oficial del ejército de Aníbal. El legionario se dirigió directamente a este hombre.
- Seguidme.
Los cartagineses asintieron en silencio y caminaron siguiendo los pasos del legionario. Unos quince soldados romanos escoltaron a los emisarios púnicos en su recorrido por el campamento. La voz de que Aníbal deseaba entrevistarse con el procónsul ya había corrido por todos los rincones del cuartel. Era un acontecimiento que suscitaba sorpresa y curiosidad, y también un cierto orgullo, ya que nunca antes Aníbal había considerado importante entrevistarse con ningún otro cónsul o procónsul de Roma. Algo estaba cambiando. También había miedo. Muchos de aquellos soldados que ahora veían pasar la comitiva cartaginesa de emisarios de Aníbal habían formado parte de las legiones arrasadas por el cartaginés en Italia. Muchos de esos soldados habían sido ya derrotados por Aníbal y saber que el general cartaginés, al mando de un poderoso ejército, se encontraba a apenas unas millas de distancia, no les resultaba nada tranquilizador. Pero precisamente por eso habían venido. Los soldados de las legiones V y VI estaban allí
precisamente por eso, para vengarse, para luchar, para vencer… Y Locri, pensaban, en Locri los cartagineses se esfumaron, se retiraron.
Los tres mensajeros de Aníbal entraron en la tienda del procónsul.
- Cualquier emisario en son de paz es bien recibido en este campamento. Decid esto a vuestro general cuando regreséis -les dijo Publio con estudiada seguridad-. Y ahora decidme, ¿qué es lo que exactamente propone Aníbal, vuestro general?
El oficial cartaginés al mando se adelantó un paso y transmitió el mensaje de Aníbal.
- Aníbal Barca, general en jefe de las tropas de Cartago, desea una entrevista con el procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, en un lugar conveniente claramente visible para ambos ejércitos desde la distancia. Mi comandante propone que la entrevista tenga lugar mañana al amanecer, pero está dispuesto a considerar otras opciones. También propone que el encuentro sea entre el procónsul y él mismo a solas, con la única presencia de los intérpretes.
Y guardó silencio. Lelio, Masinisa y el resto de los tribunos y oficiales romanos volvieron sus miradas sobre Escipión. Éste no lo dudó e inmediatamente dio respuesta al mensaje.
- Bien, oficial, dile a tu general que Publio Cornelio Escipión, en calidad de procónsul de Roma, acudirá a esta entrevista con Aníbal Barca, general en jefe del ejército cartaginés, mañana al amanecer; para ello propongo que ambos avancemos nuestras tropas a lo largo del día de hoy hasta quedar a unas seis o siete millas de distancia y que justo en el punto central de mayor altura, que sea visible desde ambos lados, nos reunamos. Yo acudiré escoltado por una turma de jinetes, treinta hombres a caballo y sugiero que él haga lo mismo. Una vez que estemos a quinientos pasos de distancia el uno del otro, cada uno de nosotros abandonaremos nuestra escolta y sólo acompañados por un intérprete nos encontraremos. ¿Has entendido bien este mensaje, oficial? -Sí, y así lo transmitiré a Aníbal.
- Bien -y dirigiéndose a los legionarios que custodiaban a los emisarios cartagineses-, que escolten a estos hombres hasta la entrada del campamento y hasta mil pasos de distancia. Que no se les moleste y que se les permita ir en paz sin sufrir daño alguno. Y que se les dé de beber y comer antes de partir, si lo desean.
Tanto los soldados cartagineses como los legionarios se retiraron. Publio quedó de nuevo con sus oficiales.
- Lelio -continuó el procónsul-. Levantamos el campamento y avanzamos hasta esta posición, junto al río -dijo, y señaló en el plano una de las marcas que había realizado-. Acamparemos allí al atardecer. En cualquier caso, que se tomen todas las medidas defensivas necesarias, tanto en el avance como en el nuevo campamento, como si Aníbal pudiera atacarnos en cualquier momento. Y creo que con esto terminamos por esta mañana. Ah… que las tropas coman bien antes de avanzar. Por si acaso… ¿Alguna pregunta?
Se hizo el silencio. No era frecuente plantear dudas al procónsul más victorioso de Roma, pero el cauto Marcio comentó algo.
- Con el debido respeto, mi general, pero ¿es razonable trasladar treinta y cinco mil hombres y un campamento entero para acudir a una entrevista? ¿No sería quizá mejor eludir este tema por completo y concentrarse en la batalla que seguro se cierne sobre nosotros?
Publio Cornelio Escipión se sentó nuevamente, despacio, en su sillón, junto a los mapas. Comenzó a hablar con un tono tranquilo.
- Marcio, sé que me eres leal, lo fuiste con mi padre y con mi tío en Hispania y, desde entonces conmigo, pero estoy cansado de pensar y de meditar. Ha llegado el momento de las decisiones y, Lucio Marcio Septimio, he dado una orden. Cuando digo si hay alguna pregunta me refiero a si hay algo de lo que he ordenado que no se ha entendido bien, no lo digo para que se cuestione esa orden. Marcio guardó silencio e inspiró aire. Tragó saliva. Miró al suelo. El procónsul estaba más serio que nunca.
- Espero -continuó el procónsul-que eso quede claro para el futuro. -El general hizo una pausa mientras observaba al tribuno y luego uno a uno al resto de los oficiales reunidos en la tienda, deteniéndose en particular sobre la figura del rey Masinisa. Entonces continuó, con el mismo tono tranquilo y pausado-. En cualquier caso, que Aníbal quiera hablar por primera vez con un procónsul de Roma es excepcional y, en circunstancias excepcionales, son aceptables preguntas que en otros momentos no lo serían. Marcio pareció suspirar lentamente algo aliviado, pero muy en silencio, aún sin levantar la mirada. Se concentró en escuchar al general, que continuó hablando.
- Si el general cartaginés desea hablar conmigo no seré yo quien me niegue, y si para que Aníbal y un procónsul de Roma hablen se han de mover de lugar a treinta y cinco mil hombres y un campamento entero, pues se mueven. Tengo interés personal y, aún más importante, no dudo que es en el interés general de Roma y del pueblo romano, escuchar a Aníbal directamente, sin que su opinión nos llegue filtrada a través de emisarios. No obstante, no vamos a dejar arrastrarnos a una trampa. Como observaréis, en el lugar que he indicado en el plano, nos situaremos muy próximos al río, lo cual nos facilitará el acceso al agua durante el tiempo que estemos acampados allí y durante la duración de la batalla, si ésta tiene al fin lugar. En este avance vamos a mejorar nuestra posición actual si tiene lugar el enfrentamiento. Incluso si Aníbal no quisiera hablar, este mo-vimiento sería indicado, pero aprovecharemos la excusa de la conferencia para que los cartagineses no sospechen que nuestra aproximación al río y a esta posición tiene otros fines que no sean los de parlamentar. En fin, ésa es la explicación. Como he dicho, no suelo extenderme tanto cuando doy una orden pero esta vez quizá sea conveniente. -Se levantó y volvió a dirigirse a todos los presentes-. ¿Hay pues alguna pregunta?
Esta vez el silencio fue completo. Marcio levantó la mirada del suelo pero ya no preguntó nada más. Todos los tribunos y el resto de de los oficiales y el rey Masinisa abandonaron la tienda. Todos a excepción de Cayo Lelio.
- ¿Sí? Queda algo, por lo que veo -comentó Escipión.
- Sí -se explicó Lelio-, los dos exploradores que avanzaron para espiar el campamento cartaginés anoche han regresado hace una hora y están esperando para informar. ¿Les hago pasar? He pensado que preferirías recibir su información sin la presencia del resto, por si acaso.
- Sí, sí, Lelio, has pensado bien; que pasen, que pasen. Veamos qué tienen que contarnos. Publio volvió a reclinarse sobre la sella curulis. Lelio sonrió, se dio la vuelta, salió y dio la orden de que trajesen a los exploradores. Volvió a la tienda.
- ¿Te dejo a solas con ellos?
- No, no. Siéntate, Lelio. A ver qué nos comentan los exploradores. Necesitaré tu opinión. Cayo Lelio se sentó en una sella junto a su comandante. Los exploradores entraron en la tienda. Ya habían oído el rumor que se había extendido por el campamento romano: Aníbal quería hablar con su general, con Escipión. Los legionarios estaban admirados del interés del general cartaginés y, en cierta forma, el suceso no había hecho sino acrecentar la leyenda del procónsul. Aníbal hasta la fecha se había limitado a entrar en combate -y derrotar sistemáticamente-a las legiones romanas. Ahora quería hablar. En ese contexto los exploradores sabían que toda la información que traían para el procónsul de Roma en África era de extraordinario valor. Se sentían importantes y también especiales por la confianza que el general había depositado en ellos. Ya habían servido en operaciones anteriores similares, pero espiar al propio Aníbal había sido, sin duda, su más importante misión. El primero, un legionario romano de la V seleccionado por Valerio, y el segundo, un itálico que se había distinguido en las campañas de Hispania por su valor y que el procónsul se había traído como voluntario para esta nueva aventura militar. Ambos tenían unos venticinco años, pero por su experiencia pasada, eran de plena confianza. El legionario romano es el que comenzó la explicación de lo que habían visto.
- Mi general, el ejército cartaginés es numeroso; sin duda, mayor que el nuestro. A las tropas cartaginesas venidas de Italia y sus mercenarios iberos, se han unido los libios y cartagineses que ha reclutado Giscón; y a éstos se han añadido los soldados del general Magón junto a más mercenarios ligures, otros venidos de la Galia y hemos visto también honderos baleáricos. Tienen caballería cartaginesa y númida. En total calculo que serán unos cuarenta mil. Publio y Lelio escuchaban en silencio. El procónsul le pidió con un gesto a su lugarteniente que le pasara un ánfora de vino que tenía al lado de su asiento. Lelio se la pasó
y el procónsul se sirvió un vaso sin mirar a los soldados. El legionario se iba sintiendo cada vez más pequeño, menos importante, pese a lo clave de su misión y la sin duda gran relevancia de sus informaciones. Estaba ante el procónsul de Roma y su lugarteniente. El procónsul apenas tendría tres o cuatro años más que el propio legionario, pero en su rostro se adivinaba la huella de innumerables batallas, del sufrimiento de una guerra prolongada en la que había visto perecer a su padre y a su tío; el soldado se daba cuenta de que sólo de él dependía la victoria o la derrota y quizás el futuro de Roma; prosiguió con su relato.
- Bien, nuestro ejército son unos treinta y cinco mil soldados, contando con los aliados…
- Soldado, sé cuántos legionarios y tropas aliadas tengo a mi cargo. Limítate a informar del ejército, o ejércitos, de Cartago -interrumpió el procónsul mirando el fondo de su copa.
- Por supuesto, sí, mi general… la caballería cartaginesa es escasa, inferior en número a la nuestra y, yo diría, que menos experta.
- Bien -comentó Lelio-. No parecen noticias preocupantes. Un poco más de infantería pero les dominamos en la caballería. Al final nos saldrá bien eso de tener de aliado a Masinisa. Es un poco el mundo al revés…
Publio levantó la mano y Lelio calló en seco. Con frecuencia Lelio hablaba de más y ésta habría sido una más de esas ocasiones. En cualquier otro, eso habría tenido alguna repercusión. Pero Publio volvía a ser indulgente con los deslices de su general. Eran infinitos años juntos, desde su primera batalla, en la que Lelio, por órdenes del padre de Publio, se cuidaba de que no le pasara nada al joven hijo del cónsul de las legiones, en la batalla junto al río Tesino. De algún modo todo aquello parecía tan lejano. Y la discusión de Baecula parecía haber quedado definitivamente enterrada tras varios años de campaña en África. Publio volvió a beber un sorbo de su copa. Lo que le preocupaba es que presentía que quedaban más cosas que los exploradores aún no habían contado. Había aprendido que los soldados se sentían intimidados por su presencia y siempre eran cautos cuando presentaban sus informes, especialmente con relación a las malas noticias. Las malas noticias siempre llegaban al final. Siempre. Inexorablemente. Y estaban por llegar. El procónsul dejó su copa en la mesa.
- ¿Y bien? ¿Algo más que decir, legionario?
El soldado inspiró profundamente y continuó.
- Sí, mi general. Los cartagineses han traído elefantes consigo. Nuevos elefantes que han unido a los que ya tenían… son muchos, mi general…
Lelio iba a interpelar al legionario y preguntarle cuántos son muchos: ¿veinte, treinta, cuarenta quizá? Pero el soldado anticipó la respuesta.
- Hemos contado hasta ochenta elefantes -dijo, y calló y se quedó mirando al suelo. Lelio levantó las cejas en señal de sorpresa. Ochenta elefantes. Nunca antes habían juntado tantos elefantes los cartagineses. Nunca antes se había combatido contra tantos elefantes. Al menos no en esa guerra. Esto era grave, muy grave. Aunque tuvieran mayor caballería, los elefantes la contrarrestaban de largo. Si Aníbal lanzaba una carga inicial con ochenta elefantes podría destrozar a la infantería ligera de los velites, a la primera línea de los hastati y quizás incluso la segunda de los principes. Si se salvaban los triari como reserva ya sería un éxito. Luego Aníbal lanzaría su infantería sobre las desordenadas líneas romanas. No, el asunto pintaba mal. Tres ejércitos de cartagineses y mercenarios, superior en número a los romanos y ochenta elefantes. No podrían vencer sólo con la caballería, ni aun con toda la ayuda de los cuatro mil jinetes que el rey Masinisa había traído para cumplir con su juramento de fidelidad a Escipión. El procónsul miró fijamente al legionario y, sin inmutarse ante la información recibida, con una inmensa paciencia, volvió a preguntar.
- ¿Algo más que informar?
El legionario, sin levantar la mirada, negó con la cabeza al tiempo que respondía.
- No, mi general; eso es todo.
El procónsul volvió entonces sus ojos sobre el itálico. Este también miró al suelo. Había algo extraño en el gesto, pero el general no sabía bien qué era exactamente.
- Bien, salid y esperad fuera.
Los soldados se volvieron y se dirigieron hacia la puerta de la tienda, pero cuando estaban a punto de salir, el itálico se paró, dudó y por fin giró sobre sí mismo y se dirigió
al procónsul.
- Hay una cosa más, mi general…
Publio miró fijamente al soldado.
- ¿Y bien…? Adelante, ¿qué más?
El soldado ibero por fin se aventuró a continuar.
- Yo diría que nos vieron algunos centinelas del campamento cartaginés, pero que nos dejaron ir, como si tuvieran la orden de no molestarnos. Es sólo una sensación; no tengo nada para probar lo que digo y mi compañero no está seguro, por eso no lo hemos comentado antes, pero pese a todo yo quería decirlo.
- ¿Cuánto tiempo llevas al servicio de Roma, soldado? ¿Seis años?
- Casi siete, mi general; desde sus campañas en Hispania.
- Sí, así es. Y siempre has servido bien como explorador -concluyó Publio-. Has hecho bien en comentar tus sensaciones. A veces la intuición es tan importante como la información cierta. Podéis marchar. Habéis hecho bien vuestro trabajo. Uno de los licto- res os conducirá a una tienda. Allí esperaréis nuevas instrucciones. Una vez solos, Publio y Lelio prosiguieron dialogando y compartiendo vino.
- Estos dos hombres deben permanecer aislados. El resto del ejército no debe conocer nada de los elefantes, o al menos el número exacto, hasta que yo lo decida. ¿Está claro?
- Por supuesto. Me ocuparé de ello.
- Los legionarios esperan encontrar elefantes -continuó explicándose Publio-, pero no esperan ese número. Ochenta elefantes. Eso puede infundir temor en el ejército y eso es lo primero que debemos evitar.
- Aníbal habrá dado orden de que no se moleste a los posibles exploradores que enviáramos. Quiere que se sepa, quiere que nuestras tropas sepan el enorme número de elefantes que ha reunido para la guerra.
- Sí, Lelio; seguramente ése es su objetivo.
- Nos paga con la misma moneda. Nosotros permitimos que sus exploradores de hace unos días entraran en el campamento; eso tuvo gracia; cuando diste órdenes de que los exploradores cartagineses que habían apresado las tropas de la V legión fueran dejados en libertad y que así visitaran el campamento, para que luego se les dejara regresar sin un rasguño.
- Sí; en cierta forma nos paga igual, pero no exactamente. Nuestra estrategia era la de transmitir a los cartagineses nuestra gran confianza y esperar que esa sensación de gran confianza y seguridad en nuestras fuerzas infundiera temor; también quería desinformar, ya que hace unos días aún no habíamos recibido el refuerzo de la caballería de Masinisa y de sus infantes; quería que Aníbal pensara que no disponíamos de esas tropas, pero el combate no se ha producido de forma tan inminente como esperaba; el efecto de esa desinformación puede haberse perdido ya, pues no sabemos si otros espías cartagineses han detectado la llegada de los efectivos del rey númida. Y ahora Aníbal juega a infundir temor con algo mucho más tangible que la sensación de confianza de unos soldados; los elefantes no entienden de sutilezas.
Hay que admitir que en esta partida el general cartaginés nos ha ganado. Además, es muy posible que él también haya aislado a sus exploradores para que no informen de lo ocurrido en su misión. No, Aníbal nos ha ganado en este juego. -Publio, contrario a su costumbre, echó un largo trago de vino y prosiguió-. Ahora nos resta la negociación de mañana. Y más aún, la batalla que seguramente seguirá a la entrevista, pues no creo que podamos alcanzar acuerdo alguno. Es ahí, al final de todas las cosas, donde tenemos que ganar.
- Y ahí al final estarán los ochenta elefantes y sus tres ejércitos, el de Cartago y Libia de Giscón, el de los mercenarios de Magón y el de los veteranos de Italia de Aníbal.
- Y allí estaremos nosotros, Lelio, no lo olvides; allí estaremos nosotros.
- Sin duda. Allí estaremos todos, con las «legiones malditas», las tropas auxiliares, los voluntarios, la caballería de Roma y la que reclutaste en Siracusa poniendo rojo de ira a Catón -y Lelio soltó una pequeña risa-, y las tropas del rey Masinisa. Y todos bajo tu mando. Y siguiendo tus órdenes venceremos a Aníbal. Aunque…
- ¿Aunque… qué?
- Aunque hay que reconocer que no nos habrían venido nada mal esos refuerzos que traía el cónsul Tiberio Claudio Nerón. Ya sé, ya sé -dijo rápidamente Lelio viendo la mirada seria de Publio-que a fin de cuentas venían enviados por Catón y que Catón nunca haría nada por ayudarte si no fuera para un objetivo superior que desconozco, pero, qué se yo; con esos elefantes, yo me habría alegrado si esas tropas estuvieran ahora aquí y no junto con las cincuenta quinquerremes que se hundieron en el mar.
- Bueno, Neptuno no quiso que llegaran -dijo Publio, y fue él quien en ese momento sonrió levemente, de forma un poco malévola.
- En fin, quiza fuera el deseo de Neptuno y es curioso, porque siempre te fue propicio.
- Y quizá lo siga siendo, quizá lo siga siendo. Sin esas tropas, si vencemos, el triunfo será nuestro, no de Catón y su jauría de senadores ambiciosos y cobardes. Y, desde luego, ya no estará allí Quinto Fabio Máximo para negárnoslo.
- Eso seguro. Bebamos a la salud del viejo augur, princeps senatus, y todo lo demás.
- Bebamos.
Y bebieron, pero aquí Publio ya sólo tomó un sorbo, un poco por moderarse, un poco por superstición. No pensaba que beber celebrando la muerte de un ex cónsul de Roma fuera algo que trajera buena suerte. Incluso si ese ex cónsul era el que había sido su declarado enemigo durante años y años. Enemigo de su padre, de su tío y luego acérrimo látigo y oposición de todos sus proyectos.
- Bueno, pero dejemos de hablar de política -dijo Lelio-. Ya sabes que yo de política prefiero no hablar. En fin, en cualquier caso, como bien decías, allí estaremos y allí lucharemos y bajo tus órdenes venceremos. Como en tantas otras ocasiones.
- Lelio, se agradece tu infinita confianza, pero me pregunto si no será que el vino te anima quizá ya algo en exceso.
- Sí, eso es posible. Pero no dudo en que, nuevamente, nos llevarás a la victoria, como en otras ocasiones. Insisto. No tengo ni idea de cómo lo harás porque a mí no se me ocurre la forma de resolver este problema de elefantes y tres ejércitos combinados, pero bebo tranquilo porque sé que, o bien ya sabes cómo hacerlo, o bien se te ocurrirá algo esta noche. O…
- ¿O…? -preguntó Publio entre divertido e intrigado por las elucubraciones de su fiel y veterano tribuno.
- O será una batalla hermosa y una compañía inmejorable para morir -dijo Lelio, y alzó su copa; a lo que el procónsul respondió con una sonrisa y levantando la suya.
- Por la victoria o la muerte. Lo que los dioses nos concedan -exclamó Escipión. Así Cayo Lelio, el oficial más veterano de las tropas romanas expedicionarias en África, y el joven general en jefe, procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, al abrigo de aquella tienda de campaña y de la amistad que les unía, forjada en decenas de batallas y que había superado la intriga y la traición, celebraron lo que debía ser la futura victoria o la próxima muerte de ambos frente al mayor enemigo de Roma. Aníbal Barca ya estaba allí. Ya estaba allí con todo su ejército. Y Zama no sería Locri. No lo sería. Y los dos lo sabían.
- Claro que… -continuó Publio después de dejar su copa a un lado, en el suelo-, siempre nos queda la posibilidad de Utica.
- ¿Utica? -inquirió Lelio intrigado.
- Sí, si la batalla va mal, siempre pensé que podríamos replegarnos hacia Útica y hacernos fuertes allí hasta que Roma tuviera a bien enviarnos ayuda -aclaró el procónsul. De pronto, Lelio abrió los ojos de par en par.
- Por eso insistías tanto en el maldito asedio de Útica, para tener un refugio, por eso era. -Lelio dio una palmada con su mano derecha en su muslo-. Y pensar que todos creíamos que te empecinabas en el asedio por demostrar a las legiones V y VI que había que acabar lo que se empieza…
- Bueno -respondió Publio-, en parte era eso, pero lo esencial, lo estratégico, era tener un lugar adecuado donde refugiarse para resistir si Aníbal sale tras nosotros. Aníbal no se detendría en una mera fortificación improvisada como la que llamasteis todos Castra Cornelia, como hicieron Sífax y Giscón.
- Por eso ordenaste que se reconstruyeran las murallas y las puertas de Útica.
- Por eso -confirmó Publio-, para tener un refugio, para usar Útica como Cartago Nova en Hispania, sólo que allí la conquistamos en seis días y aquí hemos tardado dos años, pero es algo bueno para tener en reserva.
- Sin duda, sin duda. -Lelio le miraba como un niño henchido de admiración. Publio percibió demasiada ilusión por parte de su tribuno.
- Pero Lelio, hay que pensar dos cosas: primero, que los hombres no deben saber nada de esta idea, pues deben acudir al campo de batalla como si no hubiera marcha atrás posible y, en segundo lugar, la derrota puede ser tan brutal que no podamos ni llegar a Útica. Eso también es posible.
- Sí-concedió Lelio algo menos agitado-, sí, lamentablemente, ésa es una posibilidad. Los dos hombres se quedaron juntos, compartiendo el silencio de dos guerreros antes del combate.
Campamento general cartaginés junto a Zama
Aníbal estaba revisando las condiciones de sus tropas cuando los emisarios que había enviado al campamento romano regresaron con una respuesta. El general cartaginés estaba junto a un grupo de cinco elefantes que estaban perfeccionando su adiestramiento. Los mensajeros se aproximaron hasta quedar a unos pasos de su general. Aníbal se volvió para mirarles. Una de las bestias bramó con inusitada fuerza. Los emisarios y la mayoría de los soldados se estremecieron por la potencia de aquel salvaje grito del gigantesco animal. Aníbal, sin embargo, permaneció en pie, erguido, sin moverse un ápice de su posición, esperando las explicaciones de sus emisarios. Aquellos elefantes le recordaban a Sirius, el elefante sobre el que cruzó las grandes zonas pantanosas del norte de Italia. Aquellos bramidos le traían recuerdos de pasadas gestas.
- El general romano acepta -comenzó al fin uno de ellos-. Mañana aproximarán su ejército para parlamentar. Y continuó detallando el resto de las especificaciones que había dado Publio Cornelio Escipión para que el encuentro tuviera lugar. El general cartaginés escuchó en silencio, atento a cada palabra, buscando descifrar en ellas el carácter de aquel nuevo general romano que se había atrevido a llevar la guerra a África, el mismo que se le escapara en Tesino y en Trebia y en Cannae y que luego derrotara a su hermano Asdrúbal en Hispania. Parecía que al fin los romanos habían dado con un general diferente. La entrevista, si bien pudiera ser que no valiera para conseguir evitar la batalla, sobre todo a la luz del poco margen que el Senado de Cartago le había dado para negociar, resultaría al menos un debate interesante. Uno de los elefantes volvió a rugir con fuerza. Aníbal se alegró, mientras sus propios soldados se estremecían. Ese temor, ese tremendo miedo que inspiraban aquellas bestias podría decidir la batalla final. Debería hacerlo. Y si no, claro, como en tantas otras batallas, lo harían sus veteranos. Tenía varias armas y las pensaba utilizar todas.
Campamento general romano
Aquel mismo día, por la tarde, tanto las tropas romanas como cartaginesas avanzaron sus posiciones según lo acordado. Publio dirigió sus legiones y las tropas de Masinisa hasta llegar junto a Naraggara, situando el campamento próximo al río que por allí transcurría. Aníbal emplazó su campamento a cuatro millas de distancia, en lo alto de una colina, en una excelente posición, pero algo lejano del suministro de agua que proporcionaba el río. Publio supervisó personalmente el asentamiento del nuevo campamento. Caminaba entre sus tropas siempe seguido por los lictores de su escolta. Éstos le habían ofrecido un caballo, pero el procónsul, fiel a su costumbre, prefirió desplazarse andando entre sus tropas. Era un pequeño esfuerzo adicional, un poco de cansancio extraordinario al tener que desplazarse de una punta a otra del campamento en varias ocasiones, pero era un agotamiento que lo aproximaba a sus soldados. Los legionarios veían a su general en jefe sudando, dando órdenes, apreciando el trabajo bien hecho en las fortificaciones cuando así era o corrigiendo errores y defectos que debían subsanarse en otros momentos, y se sentían próximos a él. Cada soldado sabía que su general estaba allí, al mando de todos ellos, pero con todos ellos, no por encima, no sobre ellos. Y todos sentían, como el propio Cayo Lelio, que en aquella tierra extraña, con su mayor enemigo apenas a unas millas de distancia al mando de un inmenso ejército, que su mejor aval para salir con vida de todo aquello era seguir al detalle las instrucciones de aquel general que tantas victorias había dado a Roma.
86 La entrevista de los generales
Junto a Zama, norte de África, 19 de octubre del 202 a.C, año 552 desde la fundación de Roma, una hora antes del amanecer
Era la madrugada del día señalado en el que Publio Cornelio Escipión y Aníbal Barca iban a entrevistarse. En el campamento romano, todos los legionarios desayunaban con avidez. Presentían el combate y sabían que necesitarían muchas energías para sobrevivir. El procónsul había reunido de nuevo en su tienda a todos los tribunos, centuriones y praefecti de la infantería, a los decuriones de la caballería, a Cayo Lelio y al rey Masinisa. Las linternas y las lámparas de aceite chisporroteaban en su incansable esfuerzo por iluminar la estancia. Todos sabían de la solemnidad del momento y esperaban con nerviosismo las instrucciones de su general en jefe.
- Como sabéis -empezó el procónsul-, Aníbal, como líder de las tropas cartaginesas, desea parlamentar y yo, en calidad de procónsul de Roma en África, he aceptado. Para ello hemos avanzado nuestra posición y lo mismo han hecho los cartagineses. Acudiré
al punto de la reunión acompañado por una pequeña escolta. Vendrán los lictores y una turma de caballería romana, y un intérprete. Nos alejaremos de las legiones para acudir al encuentro de Aníbal y, una vez próximos a él, me separaré de la escolta, igual hará el cartaginés, y sólo acompañados por los intérpretes nos reuniremos para parlamentar. Sinceramente, no espero ninguna maniobra hostil. He de ser claro. He llegado a la conclusión de que es muy posible que los deseos de Aníbal de evitar la confrontación sean auténticos, pero sólo aceptaremos una rendición incondicional de Cartago. En fin, en cualquier caso se trata de una maniobra no exenta de peligros. Por ello Cayo Lelio se quedará con vosotros y a él le cedo el mando del ejército en caso de que haya algún enfrentamiento entre las escoltas y en caso de que yo cayera abatido. Quiero que esto quede muy claro ahora.
Publio guardó unos segundos de silencio mientras observaba a Marcio, Silano y el resto de sus oficiales y al rey Masinisa. No encontró en sus rostros ni sorpresa ni disgusto por su decisión en caso de que algo le pasara. Todos respetaban la experiencia de Cayo Lelio. Ya lo hicieron en Hispania cuando el procónsul cayó enfermo. Se trataba de la decisión lógica, pues Lelio era el tribuno de más experiencia y veteranía y, en el fondo, todos respiraban más tranquilos desde que parecía que el general y Lelio habían restablecido la excelente relación previa a su discusión de Baecula. Publio, no obstante, dio tiempo por si alguien quería replicar pues buscaba asegurarse bien de que la orden era bien recibida y aceptada. Un conflicto por el mando de las tropas, con Aníbal como enemigo, sería fatal.