Santiago Posteguillo
Las legiones malditas
1." edición: febrero 2008
O Santiago Posteguillo, 2008
O de los mapas: Antonio Plata López
O Ediciones B, S. A., 2008
Bailen, S4 - 08009 Barcelona (España)
Printed in Spain
ISBN: 978-84-666-3657-8
Depósito legal: B. 476-2009
Impreso por A amp; M GRÁFIC, S.L.
A las primeras palabras de Elsa. Los maravillados ojos de su madre. Agradecimientos
Gracias a Yolanda Cespedosa por confiar en esta novela, al igual que al resto de profesionales de Ediciones B y mi reconocimiento a Verónica Fajardo por su amabilidad y eficacia durante todo el proceso de creación y edición de esta obra. Mi agradecimiento muy especial a Salvador Pons, por sus consejos, por sus revisiones y sus comentarios y, por encima de todo, por su amistad. Gracias a los profesores Jesús Bermúdez y Rubén Montañés de la Universitat Jaume I por su ayuda con los textos latinos y griegos. Gracias a todos aquellos que con sus comentarios positivos me dieron ánimos para dar término a Las legiones malditas, en particular a todos los lectores de Africanus, el hijo del cónsul, que con sus mensajes por correo electrónico o desde diferentes foros de Internet me han insistido una y otra vez en que deseaban saber más sobre la épica figura de Escipión el Africano y todo su entorno.
Gracias a mis familiares y amigos por estar siempre ahí. Y, por encima de todo, gracias a Lisa por apoyarme constantemente cada día de escritura, por animarme y por ayudarme. Y, por fin, gracias a nuestra pequeña hija, Elsa, por ser muy buena y dormir mucho, pues en sus horas de sueño las «legiones malditas» marchaban hacia Cartago.
Proaemium
Si fas endo plagas caelestium ascenderé cuiquam est Mi soli caeli máxima porta pa- tet
Palabras puestas en boca de Publio Cornelio Escipión por el poeta ENNIO en sus Elogia
[Si es lícito a un mortal llegar allí donde viven los dioses, Para mí solamente se abre la gran puerta del cielo]
Publio Cornelio Escipión sólo tenía 26 años cuando aceptó comandar las tropas romanas en Hispania. Su padre y su tío habían muerto durante la eterna guerra que Roma libraba contra Cartago y a Escipión le correspondió dirigir el destino de una de las más apreciadas, y también envidiadas, familias de Roma en medio de los terribles vaivenes de aquel conflicto bélico. Por su juventud buscó el apoyo de su amada esposa Emilia Tercia y del veterano Cayo Lelio, un oficial que antaño prometiera al padre del joven Escipión proteger a su hijo y luchar con él el resto de su vida. Publio Cornelio Escipión contaba con el apoyo de oficiales valientes que veían en él la reencarnación misma de sus legendarios padre y tío que durante años comandaron a los romanos contra las huestes de Aníbal, pero el joven general también tenía enemigos temibles: en el campo de batalla, Asdrúbal y Magón, hermanos de Aníbal, y el general púnico Giscón esperaban reunir sus tres ejércitos para masacrar sus legiones en Hispania, mientras que en una intrigante Roma, el viejo senador Quinto Fabio Máximo intentaba aprovechar la interminable guerra para eliminar a todos sus adversarios políticos, entre los que destacaban los Escipiones. En medio de ese tumultuoso escenario, las pasiones y los anhelos de Plauto, el famoso comediógrafo, Netikerty, una hermosa esclava egipcia, Sofonisba, la hija de un general cartaginés, Masinisa, un rey destronado, Sífax, un monarca tan lascivo como astuto, o Imilce, la esposa ibera de Aníbal, no son sino piezas de un complejo rompecabezas que sólo alcanzan a comprender en toda su fastuosa complejidad la incisiva mente de Quinto Fabio Máximo y la intuitiva personalidad del propio Escipión, al tiempo que el todopoderoso Aníbal sigue acechando, esperando el momento idóneo para lanzar su más mortífero ataque. Mientras tanto, en Sicilia, desterradas para siempre, las legiones V y VI permanecen olvidadas por todos. Son legionarios desmoralizados, indisciplinados, desarrapados, sin provisiones ni tribunos que los gobiernen, pues representan la vergüenza de Roma: son los derrotados de Cannae que sobrevivieron y huyeron para ser luego condenados al destierro por una despechada Roma para quien aquellos hombres sólo encarnaban el espíritu más despreciable de la derrota y el fracaso. Por eso todos llamaban a aquellas tropas las «legiones malditas». Sólo un desesperado podría estar tan loco como para asumir su mando.
Dramatis personae
Publio Cornelio Escipión, Africanus, protagonista de esta historia, general en jefe de las tropas romanas destacadas en Hispania y en África, cónsul en el 205 a.C, procónsul el 204, 203 y 202 a.C.
Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo, mujer de Publio Cornelio Escipión Lucio Cornelio Escipión, hermano menor de Publio Cornelio Escipión Pomponia, madre de Publio Cornelio Escipión
Cayo Lelio, tribuno y almirante bajo el mando de Publio Cornelio Escipión Lucio Emilio Paulo, hijo del dos veces cónsul Emilio Paulo, caído en Cannae; cuñado de Publio Cornelio Escipión Cornelia mayor, hija de Publio Cornelio Escipión Publio, hijo de Publio Cornelio Escipión Cornelia menor,hija pequeña de Publio Cornelio Escipión Netikerty, esclava egipcia Calino, esclavo al servicio de Lelio Icetas, pedagogo griego Quinto Fabio Máximo, cónsul en el 233,228,215,214,209 a.C, censor en el 230 a.C. y dictador en el 217 a.C, princeps senatus y augur vitalicio
Quinto Fabio, hijo de Quinto Fabio Máximo, pretor en el 214 a.C. y cónsul en el 213
a.C.
* Las mujeres en Roma sólo recibían el nombre de su gens, en este caso ambas pertenecían a la gens Cornelia y de ahí sus nombres, pero no recibían un praenomen como los hombres, por ello se las distinguía dentro de una familia con apelativos como mayor o menor.
Marco Porcio Catón, protegido de Quinto Fabio Máximo, quaestor de las legiones Claudio Marcelo, cónsul en el 222,215,214,210 y 208 a.C.
Quincio Crispino, cónsul en el 208 y pretor en el 209 a.C.
Claudio Nerón, cónsul en el 207
Q. Cecilio Mételo, cónsul en el 206
P. Licinio Craso, cónsul en el 205
Cneo Cornelio Léntulo, cónsul en el 201
Cneo Octavio, procónsul en el 201
Cayo Léntulo, praetor urbanus
Lucio Marcio Septimio, centurión y tribuno al servicio de Escipión Mario Juvencio Tala, centurión y tribuno al servicio de Escipión Quinto Terebelio, centurión y tribuno al servicio de Escipión Sexto Digicio, oficial de la flota romana Cayo Valerio, primas pilus de la V legión Silano, tribuno al servicio de Escipión
Cayo Albio Caleño, centurión de la guarnición de Suero
Cayo Atrio Umbro, centurión de la guarnición de Suero
Marco Sergio, centurión de la VI legión
Publio Macieno, centurión de la VI legión
Pleminio, pretor de Rhegium
Décimo, centurión renegado al servicio de Aníbal
Atilio, médico de las legiones romanas
Marco, proximus lictor al servicio de Escipión
Quinto Fulvio, viejo senador proclive a las ideas de Fabio Máximo, cónsul en el 237, 224 y 209 a.C y pretor enel215y214 a.C.
Cneo Bebió Tánfilo, tribuno de la plebe
Marco Pomponio, pretor y senador Marco Claudio, tribuno de la plebe Marco Cincio, tribuno de la plebe
Indíbil, líder celtíbero Mandonio, líder celtíbero
Tito Macio Plauto, escritor de comedias y actor
Nevio, escritor, amigo de Plauto
Ennio, escritor
Livio Andrónico, escritor
Casca, patrón de una compañía de teatro
Aulo, actor
Aníbal Barca, hijo mayor de Amílcar, general en jefe de las tropas cartaginesas en Italia Asdrúbal Barca, hermano menor de Aníbal Magón Barca, hermano pequeño de Aníbal Asdrúbal Giscón, general cartaginés Hanón (1), general cartaginés en Hispania Hanón (2), general cartaginés en África
Maharbal, general en jefe de la caballería cartaginesa bajo el mando de Aníbal Imilce, esposa ibera de Aníbal Sofonisba, hija de Asdrúbal Giscón Sífax, númida de los masaessyli, rey de Numidia occidental
Masinisa, númida de los maessyli, general de caballería, hijo de Gaia, reina de Numidia oriental Búcar, oficial númida al servicio de Sífax
Tiqueo, jefe de la caballería númida de Aníbal en África
Filipo V, rey de Macedonia
Antíoco III, rey de Siria y señor de todos los reinos del Imperio Seléucida Epífanes, consejero del rey Antíoco III
Ptolomeo V, rey de Egipto
Agatocles, tutor de Ptolomeo V
LIBRO I LAS INTRIGAS DE ROMA
209 a.C.
(año 545 desde la fundación de la ciudad)
Qui periurum convertiré volt hominem ito in Comitium; qui mendacem et gloriosum, apud Cloacinae sacrum, ditis damnosos maritos sub basílica quaerito. Ibidem erunt scorta exoleta quique stipulari solent, symbolarum collatores apud forum piscarium. In foro Ínfimo boni homines atque dites ambulant, in medio propter canalem, ibi ostenta- tores meri; confidentes garrulique et malevoli supera lacum,qui alteri de nihilo audac- ter ducunt contumeliamet qui ipsi sat habent quod in se possit veré dicier. Sub veteri- bus, ibi sunt qui dant quique accipiunt faenore. Pone aedem Castoris, ibi sunt súbito quibus credas male. In Tusco vico, ibi sunt homines qui ipsi sese venditant, vel qui ipsi vorsant vel qui alus ubi vorsentur praebeant.
PLAUTO de su obra Curculio, versos 470 a 485
[Si quieres encontrar un perjuro, ve al Comitium[* Donde se reúnen lo senadores antes de cada sesión del Senado]; si buscas un mentiroso o un fanfarrón, inténtalo en el templo de Venus Cloacina; y si buscas a maridos ricos malgastadores, ve a la Basílica. Allí también habrá putas, algunas ya muy envejecidas, y hombres dispuestos a negociar, mientras que en el mercado del pescado encontrarás a los organizadores de banquetes. En la parte baja del foro pasean ciudadanos de reputación y riqueza; en la parte media del foro, cerca del canal, sólo encontrarás los que van a exhibirse. Al otro lado del lago se encuentran los personajes cínicos, charlatanes y malvados que siempre critican a otras personas sin razón alguna y que, sin embargo, ellos mismos podrían ser objeto de verdaderas críticas. Más abajo, en las tabernae veteres están los prestamistas que ceden y cobran dinero en condiciones de auténtica usura. Tras el templo de Castor están aquellos en los que harías mal en confiar demasiado a la ligera. En el VícusTuschs están los hombres que se venden, ya sean los que se entregan a sí mismos, o los que dan a otros la oportunidad de entregarse ellos.]
1 Los estandartes clavados en la tierra
Siete años antes de la batalla de Zama Lilibeo, Sicilia, agosto* del 209 a.C.
* Hacemos referencia a los meses del calendario actual, pero hay que tener presente que en aquella época el calendario romano se regía por los ciclos lunares, tenía sólo diez meses y luego dos meses añadidos al principio más uno intercalar que se añadía según se estimara necesario para mantener la consonancia con el paso de las estaciones (véase calendario en el capítulo 14).
Iba tambaleándose de un lado a otro. Por su gladio, una espada oxidada y sin filo, que sonaba al ser zarandeado por los vaivenes de su propietario, y por una vieja malla sucia de cuero se adivinaba que aquel borracho era o había sido legionario de Roma. Sus ojos semicerrados buscaban con mirada turbia un punto donde aliviarse y descargar parte del líquido ingerido. Como un perro se detuvo junto a dos enormes postes de madera que se alzaban inermes ante él.
- Éste es… un buen… sitio…
Dijo en voz alta, entrecortada, y soltó una carcajada que resonó absurda entre las tiendas que rodeaban el lugar. Empezó a orinar, pero apenas había comenzado sintió que lo alzaban del suelo con una furia inusitada. Con su miembro al descubierto aún rezumando vino barato filtrado por su ser, fue arrojado a varios pasos de distancia. El hombre lanzó un grito de agonía mientras rodaba por el suelo. Cuando su cuerpo se detuvo, apoyó sus manos empapadas de orina sobre el polvo del suelo que se le pegó a la piel como un manto de miseria. Se alzó y vociferó con odio dirigiéndose a su atacante.
- ¡Por Castor y Pólux y todos los dioses! ¿Estás loco? ¡Te voy a matar!
Su oponente no pareció impresionado. Se acercó despacio con la espada desenvainada, dispuesto a ensartarlo como a un jabalí al que fuera luego a asar a fuego lento sobre una hoguera de brasas incandescentes.
El legionario ebrio echó entonces mano de su arma. La sacó de su vaina y la blandió
torpemente. Fue entonces cuando un instante de lucidez le ayudó a reconocer las fuleras de bronce y los torques de oro que colgaban del cuello de Cayo Valerio, el primus pilus, el primer centurión de los triari, el oficial de mayor rango de la V legión de Roma desterrada en Sicilia, quien, espada en ristre, se abalanzaba sobre él con la mirada envenenada, asesina. ¿Pero qué había hecho para que aquel centurión la tomara así con él? El legionario levantó la espada para frenar el primer golpe que se cernía sobre sus maltrechos huesos pero fue insuficiente para detener el pulso firme de su superior. El arma cedió al empuje del centurión y saltó por los aires sin apenas desviar el golpe certero que asestó el maduro oficial sobre el hombro derecho del legionario.
Un grito de dolor rasgó el amanecer en el campamento de las legiones V y VI de Roma junto a Lilibeo en la costa oeste de Sicilia. Una multitud de legionarios salió de sus tiendas para contemplar cómo el primus pilus escarmentaba a uno de los suyos con una saña fuera de lo común. Un centurión de menor rango se acercó a Cayo Valerio e intentó calmarlo.
- ¡Es suficiente, Valerio! ¡Por Júpiter, vas a matarlo!
Valerio se revolvió como un felino.
- ¡El muy insensato ha orinado sobre los estandartes de la legión!
Un silencio denso se apoderó de la muchedumbre de legionarios. El primus pilus estaba a punto de matar a uno de los suyos pero tenía razón: orinar sobre las insignias del ejército era un acto insólito y sacrilego.
- Estoy… borracho… y… aaggh… no sabía lo que hacía…
El legionario herido por Valerio gimoteaba e imploraba en el suelo, consciente a golpes y sangre de la terrible felonía que había perpretado. El primer centurión de la legión giró sobre sí mismo, lentamente, observando a todos los soldados que se habían arremolinado aquella mañana junto a los estandartes, en el centro del campamento. No había tribunos en aquel ejército desterrado, desarbolado, olvidado. Nadie más para imponer orden. En el rostro de los soldados el centurión comprendió que habían entendido la gravedad de la ofensa de su compañero. Nadie osaba interceder ya. Valerio se volvió de nuevo hacia su víctima y antes de que ningún otro oficial pudiera decir nada, ensartó de nuevo al borracho retorciendo su espada al sacarla, asegurándose de hacer el mayor destrozo posible. Un grito seco, ahogado, culminó la operación. El legionario había sido juzgado, condenado y ejecutado. El cuerpo inerme quedó encogido sobre el polvoriento suelo de Sicilia. Los soldados, poco a poco, fueron dispersándose. Era la hora del desayuno. Las cornetas no se hacían sonar ya entre aquellas tropas, pero los estómagos de todos sabían adivinar el horario de cada escasa comida.
Cayo Valerio se quedó a solas junto al muerto, al lado de los estandartes. Él era el centurión que había ordenado clavar aquellos estandartes en aquel lugar. Parecía que sus astas de madera se hundieran en las entrañas de la tierra. Allí, varados en el destierro, llevaban las insignias más de siete años, desde la terrible derrota de Cannae. Sí, ése era el secreto de aquel destierro, la mancha que impregnaba las almas de todos los legionarios de aquellas dos legiones: eran los supervivientes de la derrota de Cannae. Demasiado humillante para Roma verlos vivos. Su pena fue el destierro. Un castigo dictado por Quinto Fabio Máximo, cinco veces cónsul de Roma, una vez dictador. Una sentencia refrendada por el Senado reunido en la Curia. Los tribunos supervivientes que los sacaron de la masacre de Cannae fueron perdonados. Patricios como el propio hijo de Fabio Máximo, o el joven Publio Cornelio Escipión, su amigo Cayo Lelio y otros tribunos que el Senado perdonó, pero los legionarios y el resto de los oficiales fueron condenados a un ostracismo permanente: «¡Hasta que Aníbal fuera derrotado!», dicen que había sentenciado Fabio Máximo. Cayo Valerio se sentó junto a los estandartes. Estaba agotado. No del esfuerzo sino vencido en su ánimo. La indisciplina se apoderaba de todos sus hombres. Vino, mujeres traídas con dinero o la fuerza, saqueos en las poblaciones vecinas, hombres que no cuidaban las armas o las vendían por un trago de licor, legionarios sin uniforme, empalizadas troceadas para calentarse en invierno, guardias que no se cumplían. Apenas tenía un grupo de fieles que mantenía cierto orden dentro de aquel caos de deshonra y podredumbre. Y mucho peor era todo en la VI legión. Allí Marco Sergio y Publio Macieno, que ejercían como centuriones al mando, hacía tiempo que habían cedido a las presiones de sus subordinados y consentían el pillaje, los robos y las violaciones en toda la comarca. Más aún, ahora lideraban las salidas de saqueo y terror por toda la región. Por su parte, Valerio se esforzaba por mantener un ápice de orden y dignidad en la V, pero aquello ya no eran dos legiones de Roma, sino salvajes abandonados, sin esperanza ni jefes, aguardando a que el tiempo pasara. La guerra se desarrollaba a su alrededor pero nadie los reclamaba para ningún frente. En Hispania combatía el joven Escipión; en Italia, el hijo de Máximo luchaba contra el ejército de Aníbal, y lo mismo con el resto de los tribunos perdonados; todos parecían tener su oportunidad de redimirse, pero ellos no. Las legiones V y VI de Roma estaban condenadas a pudrirse hasta que todos les olvidaran. Rogaron en vano al cónsul Marcelo tras su conquista de Siracusa; creyeron ver en él a alguien que intercedería en su favor; y lo hizo: un general clemente que se apiadó de su lenta tortura, pero a quien Fabio Máximo denegó posibilidad alguna de perdón para aquellos soldados manchados de deshonra y cobardía, según dicen que había sentenciado el viejo senador. Desde entonces ningún otro general se había interesado por ellos. Roma ganaría o perdería aquella guerra, pero antes de recurrir a las «legiones malditas» la ciudad del Tíber había sacado de las cárceles a los reos de muerte o liberado y armado a los propios esclavos o a legionarios casi niños. Cualquier hombre por vil o inexperto que pudiera ser era mejor a los ojos de Roma que los legionarios de las «legiones malditas». Cayo Valerio sintió que algo le cegaba los ojos. Una de las fuleras brillaba y reflejaba en su rostro curtido la luz del sol. El veterano centurión sonrió con lástima. De su pecho colgaban las viejas condecoraciones testigo de su valentía contra los piratas de Iliria o los galos del norte. Allí parecían fuera de lugar. Sin embargo, él, tozudo, se esmeraba en sacarles brillo cada mañana. Hoy acababa de matar a uno de sus hombres que de borracho que estaba no sabía ni lo que hacía. Aquello no tenía sentido. ¿Por qué albergar esperanza alguna de redención?
Cayo Valerio, sentado sobre la seca tierra de Sicilia, carraspeó con profundidad sonora. Escupió en el suelo. Cerró los ojos. Un legionario, dubitativo, se acercó al centurión. El soldado llevaba un cuenco con el rancho. Valerio olisqueó en silencio. Percibió el olor intenso de la pasta de algarrobas que tenían para desayunar. Llevaban varios días con la misma comida cada mañana. Era alimento para bueyes, pero los suministros de Agrigento o Siracusa se retrasaban sine die. Sus cartas de reclamación estaban sin respuesta. Valerio abrió los ojos, tomó el cuenco que le acercó el legionario y con la cuchara de madera que venía con el tazón empezó a comer con disciplina. No tenía hambre, pero debía dar ejemplo.
2 Publio Cornelio Escipión
Cartago Nova, Hispania, agosto del 209 a.C.
- Hay mucha sangre -dijo el general Publio Cornelio Escipión. Un hombre joven, de apenas ventiséis años. Una juventud casi insultante para sus subordinados y, sin embargo, todo había cambiado desde la conquista de aquella ciudad, desde la caída de Cartago Nova-. Mucha sangre -repitió el joven general, como hablando para sí mismo. A sus espaldas Lucio Marcio Septimio, un veterano tribuno de cuarenta años, le escuchaba con respeto.
Se hizo el silencio.
Ambos caminaban por lo alto de la muralla norte de aquella ciudad conquistada apenas unos días atrás. Marcio pensó que el general esperaba una explicación.
- Estaba repleto de cadáveres, mi general. Estuvieron retirando cartagineses muertos hasta ayer mismo.
Publio se detuvo y se giró de súbito encarando al experimentado tribuno.
- Debió de ser una lucha temible, Marcio, la que tuvo lugar aquí. Terebelio se ganó a pulso la corona mural. Viendo esto me alegro de que se la hayamos concedido. Igual que a Digicio, por lo hecho junto con Lelio en la muralla sur -y de nuevo, dándole la espalda al tribuno, el joven general continuó hablando, como distante, meditabundo-. Fue un combate glorioso pero tan doloroso para ellos y para nosotros…
Marcio no sabía bien qué añadir. No sabía ni siquiera si debía añadir algo. El joven general volvió a mirarle.
- Tenía un buen plan, Marcio, un plan perfecto. Sólo así hemos podido conquistar esta ciudad en apenas seis días, pero sin el valor vuestro, Marcio, el tuyo, el de Lelio, el de Terebelio, Digicio… sin vuestra sangre esto no habría sido posible. Ahora es cuando creo por primera vez que tenemos una posibilidad, Marcio: los cartagineses nos triplican en número, pero yo tengo mejores oficiales, mejores soldados.
Marcio hinchó el pecho sin casi darse cuenta. Estaba claro que el joven general sabía hacer que todos se sintieran bien, importantes, respetados. Qué diferente al vanidoso Nerón, que tuvo el mando temporalmente en Hispania tras la caída de Cneo y Publio Cornelio Escipión, el tío y el padre del joven general. Marcio le miraba atento mientras este nuevo líder de las legiones romanas escrutaba el horizonte desde lo alto de la muralla. El general volvió a hablar.
- Hay que acelerar los trabajos para levantar este muro. Hay que hacerlo y hacerlo rápido.
- Estamos en ello, mi general, pero no creo que los cartagineses vayan a atacar pronto…
El joven Escipión le interrumpió.
- Ellos tampoco esperaban que nosotros atacáramos y ahora están muertos. Que se aceleren los trabajos, Marcio. Toma el doble de hombres si hace falta.
- De acuerdo, mi general. -Y Marcio bajó del muro para dar las órdenes a sus legionarios. Publio Cornelio Escipión oteaba el paisaje húmedo y pantanoso de la laguna desde lo alto de la muralla norte de Cartago Nova. A su alrededor, decenas de legionarios se afanaban en traer más piedras y argamasa con la que cumplir las órdenes de su general: elevar ese sector del muro veinte pies más para proteger así la ciudad recién conquistada de un posible ataque cartaginés de represalia. Publio arrugaba la frente y las comisuras de los ojos en un vano esfuerzo por descubrir alguna patrulla púnica en lontananza, pero no se veía nada. Los cartagineses, de momento, sólo habían respondido con silencio y una cada vez más fastidiosa quietud a su heroico asalto a la capital de la región. Todo aquel vasto territorio no era sino tierra enemiga, hacia el interior, donde se encontraban las grandes minas de plata, hacia el sur e incluso hacia el norte. Sólo unas pequeñas fortificaciones y poblaciones de la costa eran fieles a los romanos: la retomada Sagunto, aunque debilitada y en ruinas, y el campamento militar de Suero, establecido por el propio Escipión para salvaguardar sus rutas de abastecimiento desde el norte del Ebro. Sólo allí, cruzado el gran río, aumentaban las fuerzas de Roma, pero aun así, con una frontera débil y permeable a los ataques púnicos organizados. Y quedaba Tarraco, como capital romana en Hispania, donde su mujer embarazada y su hija pequeña le esperaban ansiosas por verle de nuevo junto a ellas. Hacía meses desde que partiera y las dejara allí, lo mejor protegidas que podía en aquel terreno hostil a la causa romana, ya por los propios cartagineses como por los mismísimos iberos, los pobladores originarios de aquel país. Eran demasiados los enemigos a batir, demasiados los peligros y escasos sus recursos. Pensó que la toma de Cartago Nova azuzaría el caliente temperamento de Asdrúbal, el hermano de Aníbal, y le conduciría a alguna acción descabellada contra la ciudad caída, una batalla de asedio que Escipión aprovecharía para debilitar a los cartagineses, pero nada de todo aquello había ocurrido. Asdrúbal había encajado la pérdida de Cartago Nova con inteligencia y se había contenido, a la espera de atacar a los romanos en campo abierto, donde les triplicaban en número. Publio bajó la mirada y suspiró. La lucha en Hispania iba a ser mucho más complicada de lo que había imaginado. Ahora lo único que podía hacer era reconstruir y fortalecer las fortificaciones de Cartago Nova, dejar en ella una guarnición lo suficientemente poderosa como para resistir cualquier ataque y replegarse hacia el norte, por la costa, pasando por Suero y Sagunto, hasta alcanzar el Ebro y luego Tarraco, con sus dos legiones, con sus dos únicas legiones. Necesitaba refuerzos. Necesitaba refuerzos como un árbol necesita agua para vivir. Necesitaba que Cayo Lelio, a quien había enviado a Roma con todo tipo de prisioneros púnicos y riquezas extraídas de Cartago Nova, convenciera al Senado de lo preciso de enviar nuevas tropas a Hispania: dos legiones más. Eso era todo. Tan poco y tanto a la vez. Dos legiones más e Hispania sería suya. Sin refuerzos, por el contrario, los cartagineses, advertidos ya de su audacia, desconfiarían y no buscarían entrar en combate con él hasta unir sus tres ejércitos, el de Asdrúbal Barca, el de Magón Barca y el de Asdrúbal Giscón, y sólo entonces se lanzarían contra él en un golpe único pero mortal y definitivo. Sin refu-erzos tendría que hacer una guerra de ataques y repliegues agotadora para sus hombres y de resultados inciertos. Sacudió la cabeza. No. Esto no tendría por qué ser así. Estaba Lelio. En el Senado. Quizá lo consiguiera. Al menos una legión. Sí. Y forzó una sonrisa. Sí. Habría refuerzos. Tenía que pensar de esa forma. Si no, sólo cabría esperar la intercesión de los dioses en su favor o verse abandonado por ellos y, como su padre y su tío tres años atrás, perecer en la cruel tierra de aquella región. Quizá fuera buena ocasión aquella mañana para hacer un sacrificio. Eso nunca estaba de más. A los legionarios les gustaba. Les daba seguridad.
Publio Cornelio Escipión comenzó a descender de la muralla. Sus lictores le seguían. Todos se apartaban a su paso y le saludaban con respeto. Pese a su enorme juventud para ostentar el mando de dos legiones se había ganado la lealtad de todos, por su habilidad como estratega, por su valor en la batalla y porque se había corrido la voz de que los dioses le protegían. Sólo así podía explicarse el prodigio de tomar una ciudad inexpugnable en tan sólo seis días, sin traición en el interior de la misma, sino sólo por la fuerza del asalto emprendido. Los dioses estaban con él, de eso estaban convencidos sus hombres, y Publio lo leía en sus ojos. No se esforzó nunca en desmentir esa creencia. Él, no obstante, se sentía más perdido, más solo que nunca. Con Lelio lejos, su mejor hombre, se encontraba solo, aunque Lucio Marcio Septimio, quien ya combatiera con su padre y su tío, se había mostrado como un muy fiel tribuno. A lo mejor debió haber mandado a Marcio al Senado. Se le veía más hábil con las palabras, pero tenía más confianza en Lelio. Además, con el botín y los prisioneros de Cartago Nova exhibidos en Roma, no deberían hacer falta muchas palabras para persuadir a los senadores. Esas pruebas deberían abrir las puertas a los refuerzos; claro que estaba Fabio Máximo. Quinto Fabio Máximo. Publio frunció el ceño. Máximo ya negó refuerzos a su padre y su tío, pese a las victorias iniciales de éstos en Hispania, y ahora su padre y su tío yacían muertos en aquellas tierras, abatidos en derrotas tremendas, fruto de la traición y la falta de recursos, sin tan siquiera haber recibido los funerales que merecían como procónsules de Roma. Publio, hijo, sobrino y nieto de cónsules, se sintió amargo en su soledad. Sin su padre y su tío, muertos, sin su mejor oficial, Lelio, ahora en Roma, y sin un hijo varón. Sobre Publio recaía todo el peso de la impresionante historia de una de las más poderosas familias de Roma. La responsabilidad le abrumaba. Tenía a su hija Cornelia, pero necesitaba un varón para preservar el clan, su familia, su historia. Emilia estaba embarazada. Ésas habían sido buenas noticias que celebrara bebiendo con Lelio poco antes de la partida de éste hacia Roma. Publio tenía puestas sus ilusiones en este nuevo embarazo de su amada Emilia. Podría tratarse ahora de un niño. Llegó al pie de la muralla y se adentró en las calles de la ciudad en dirección a la gran puerta este, la que daba acceso al istmo. Allí tenía las tropas de maniobras. No había dejado que sus hombres tuvieran un momento para la holgazanería pese a la gran victoria conseguida. Los necesitaba fuertes y preparados. Permitía, no obstante, que tomaran vino por la noche, con moderación, que disfrutaran de mujeres y que comieran en abundancia. Los hombres así se sentían bien tratados y, a la vez, estaban preparados y dispuestos para el ataque o la defensa, según aconteciera. Publio ensanchó el pecho mientras andaba. No debía dar sensación de desánimo ante sus legionarios. Cuando paseaba por la ciudad o entre sus tropas era el centro de todas las miradas. Su apariencia, su porte, su seguridad eran importantes. Eso se lo enseñaron su padre y su tío. Sí, quizá tuviera un hijo, y pudiera ser que Lelio regresara con refuerzos. Había esperanzas en el horizonte. Todo era posible.
3 El amigo de Plauto
Roma, septiembre del 209 a.C.
Tito Macio Plauto había decidido cruzar el foro. Era más frecuente que rehuyera aquella ruta y que bordeara el centro de la ciudad, pero era temprano y pensó que apenas habría gente. Entró al foro desde el norte, atravesando las tabernae novae donde los carniceros y pescadores empezaban a exponer su mercancía. El olor a carne cruda y pescado fresco era penetrante, pero a Plauto aquello no le molestaba. Ahora era un reconocido autor de teatro, de comedias, como les gustaba enfatizar con cierta ironía despechada a algunos de sus colegas escritores, autores de tragedias, de teatro serio, digno, eso decían. Pero Plauto creció entre las penurias y la miseria y el olor a plebe no le asustaba. Esa gente que trasladaba jabalíes abiertos en canal y colgaba pollos ensartados en grandes ganchos de hierro era la misma que le aclamaba las tardes de teatro, la que le alimentaba, la que había hecho que su vida cambiara. Dejó las tabernae novae y cruzó el foro en perpendicular. En el centro de la gran explanada tuvo que rodear un nutrido grupo de libertos que se arremolinaban ya en las primeras horas del día en torno a la estatua de Sileno o, como el pueblo la llamaba, el Marsias. Los esclavos que eran manumitidos y aquellos que conseguían comprar su propia libertad seguían la tradición de visitar el cercado que rodeaba la estatua, y pasando junto a la vid, el olivo y la higuera que crecían junto a la misma, aproximarse hasta tocar elpileus, el gorro frigio de aquel ser de piedra que simbolizaba la libertad recién obtenida. Desde que la ciudad se veía obligada a recurrir a esclavos para completar sus ejércitos en la interminable guerra contra Aníbal, los desfiles de libertos frente a aquella estatua se habían quintuplicado. Plauto siguió
avanzando y llegó al lado sur del foro. Allí, en las tabernae veteres los cambistas abrían sus pequeños comercios, mirando con ojos nerviosos a un lado y a otro, siempre distantes, siempre temerosos del hurto o del engaño. Plauto había saboreado el amargo negocio de sus actividades prestatarias cuando en el pasado dependió de ellos para su fracasado intento de comerciar en telas. Los puestos de los cambistas habían crecido en número con la ampliación de los dominios de Roma, y aún ahora, en medio de la guerra contra Aníbal, sus servicios de cambio de moneda y créditos varios eran más necesarios que nunca.
Plauto paseaba despacio, en parte porque el peso de sus cuarenta y un años se dejaba notar y en parte porque estaba tranquilo. Roma ya no era aquella urbe cruel con él, que le despreciara, una ciudad en la que antaño se arrastrara mendigando limosna o algo para comer. Todo aquello había pasado. Qué diferentes parecían las cosas ahora. Y, sin embargo, aquella guerra amenazaba con llevárselo todo por delante. Nueve años de combates. Batallas en las que él mismo se vio involucrado para poder subsistir. Se sonrió con pena al recordar su paso por el ejército de Roma como miembro de las tropas auxiliares que salieron junto con las legiones hacia el norte para detener el avance de Aníbal. De aquel tiempo sólo recordaba con añoranza la amistad del joven Druso. Su único amigo de verdad. La guerra era cruel y fría. Ni siquiera tuvieron tiempo de ver de dónde venía el enemigo, entre aquella densa niebla, aquel fatídico amanecer, junto al lago Trasimeno. Los legionarios siempre estaban en manos de patricios aventureros que arriesgaban las vidas de los soldados sin conocimiento ni justificación. Eran más de una decena las legiones que habían ido cayendo ante Aníbal y varios los cónsules muertos. Cayo Flaminio o Emilio Paulo eran los caídos más renombrados, pero junto con ellos habían perecido decenas de senadores. Eso le hizo sentir un poco mejor a Plauto mientras seguía esperando junto a las tabernae veteres la llegada de su nuevo amigo: Nevio. Cneo Nevio era un escritor de tragedia y poesía épica algo mayor que él y que había disfrutado del éxito desde hacía más tiempo. Plauto le apreciaba porque era de los pocos escritores que veían en sus comedias algo más que un mero pasatiempo para el populacho. Plauto vio la figura gruesa de Nevio coronada con su cabeza casi sin pelo y su andar pesado cruzando el foro desde la explanada del Comitium, abriéndose paso entre el tumulto de libertos arremolinados junto al Marsias y alcanzando los puestos de los cambistas. Plauto cruzó la explanada del foro y le sorprendió por detrás mientras Nevio observababa a los libertos haciendo cola frente a la estatua del guerrero frigio. -Se les ve felices -dijo Plauto.
Nevio reconoció la voz de su amigo. Le respondió sin sobresalto, con una voz pausada y manteniendo su mirada fija en los esclavos recién manumitidos.
- Pobres libertos. No saben que van a algo peor que la esclavitud.
- ¿Qué quieres decir? -inquirió Plauto.
Nevio se volvió hacia su amigo.
- Tú, tú más que otros deberías saberlo: antes eran esclavos y malvivían, eso es cierto, pero ahora son sólo carnaza para esta guerra inacabable, tropas auxiliares, primera línea de combate, los primeros en caer heridos o muertos.
Plauto asintió. Rememoró sus tiempos en el ejército. Trató de borrar los funestos recuerdos sacudiendo la cabeza.
- Es contradictorio, pero tienes razón, Nevio: mejor esclavo que legionario. Claro que hay algo peor.
- ¿Algo peor? -Esta vez era Nevio el confundido.
- Sí, por todos los dioses: ser calón, esclavo de un legionario. Nevio rio a carcajadas lanzando su cabeza hacia atrás.
- Cierto, cierto, por Júpiter, Plauto, siempre te superas. No es extraño que triunfes en Roma con tus comedias. Esclavo de un legionario, las dos desgracias juntas, no lo había pensado.
Plauto miró a su alrededor con el rabillo del ojo. Su amigo seguía riendo y había levantado demasiado el volumen de su voz.
- Quizá no debiéramos hablar de estas cosas en público…
- Muy al contrario -intervino Nevio con rapidez-, deberíamos hablar mucho más de estas cosas y siempre en público, incluso deberíamos mencionar estos asuntos frente a nuestro público, en nuestras obras.
Plauto vio acercarse una patrulla de triunviros que rondaban a esa hora por el foro. Habían aparecido girando por el templo de Castor y estaban cruzando el foro en diagonal marchando directos hacia ellos. Plauto miró nuevamente a su alrededor. ¿Les habría delatado alguien? ¿Tan rápido?
- Estamos en guerra y criticar al ejército es peligroso, Nevio -dijo Plauto sin dejar de vigilar la ruta de los triunviros.
El aludido asintió, pero se rebeló en sus palabras.
- Es peligroso vivir, querido Plauto. Y sí, es especialmente peligroso criticar al ejército y a los senadores y a los patricios y los cónsules. Nadie relacionado con el poder puede ser criticado porque estamos en guerra. Es un magnífico orden de cosas… para los que mandan. Y, sin embargo, querido amigo, en tu última obra, y no lo niegues porque lo recuerdo perfectamente, dices: opulento homini hoc servitus dura est, hoc magis miser est divitis servos. [¡Qué duro es ser esclavo de un poderoso! ¡Qué terriblemente desgraciado es el esclavo de un rico!]
- Ya. Dudé antes de ponerlo. Y sigo preocupado desde que se estrenó la obra. A veces siento que me vigilan. -Y señaló hacia la espalda de Nevio-. Los triunviros… vienen hacia aquí. Nevio se volvió despacio. Los soldados se acercaban con paso firme. Ambos amigos contuvieron la respiración. Los legionarios pasaron ante ellos con paso veloz sin deternerse. Se dirigían a la Curia Hostilia, donde se reunía el Senado de Roma.
- ¡Al final conseguiste que me pusiera nervioso yo también, por Júpiter! -exclamó
Nevio dejando salir el aire contenido en sus pulmones durante unos segundos-. Eres un loco y además te crees el centro del mundo: ¿acaso crees que los triunviros no tienen otra cosa de qué preocuparse que de lo que tú escribes en tus obras?
- Lo siento, pero a veces pienso que jugamos con fuego. Tengo dudas sobre esta reunión. Nevio abrazó a su amigo por la espalda.
- Nadie dice, querido Plauto, que no sea peligroso, pero debemos hablar, primero entre nosotros, entre los que sabemos en esta ciudad y luego, una vez que estemos de acuerdo, debemos hablar en público, al público. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que toda Roma termine como cadáveres en los campos de batalla. Al principio de la guerra había casi doscientos cincuenta mil ciudadanos romanos. Hoy apenas son doscientos mil. ¿Cuál es el límite?
- Visto así… supongo que necesitamos preservar a nuestro público, no podemos perderlos a todos o nadie vendrá a nuestras obras.
- Eso es bueno -Nevio volvió a reír-, eso no lo había pensado: si todos mueren nos quedamos sin público; espera que se lo cuente a Livio: eso sería quizá lo único que le persuada. Seguro que no lo ha pensado. Anda, vamos, acompáñame y, por todos los dioses, alegra esa cara. Pareces culpable de algo, de todo, y ya sabes que en Roma lo que importa son las apariencias.
Plauto intentó relajar un poco la adusta expresión de su rostro, irguió su espalda y se alejó del foro caminando junto a su amigo. Cruzaron el foro transversalmente, dejaron a su derecha las tabernae veteres y bajaron por las calles que discurrían paralelas a la Cloaca Máxima en dirección al Foro Boario, donde a esas horas se compraba y vendía el ganado. El hedor de la gran cloaca de Roma y la imagen de los corderos en venta para ser sacrificados se mezclaron en su mente de forma convulsa. Eso era Roma: hedor y ganado con el que comerciar. Y, sin embargo, había empezado a amar a esa misma ciudad que tanto le había hecho sufrir. Las ideas de Nevio, no obstante, proponían alterar este inicio de paz y estabilidad que su vida había encontrado en Roma. Tenía, una vez más en su agitada existencia, miedo. Sentía que de nuevo se estaba metiendo en problemas pero, como en otras ocasiones, se dejaba llevar por los acontecimientos pese a sentir presagios nefastos. Además estaba seguro de que Casca, su protector y el que financiaba sus obras, no estaría nada contento si se enteraba de su amistad con Nevio.
- ¡Cuidado!
Plauto sintió que Nevio le cogía por la espalda. Un carro tirado por caballos pasó casi al galope y tras él un segundo vehículo. Plauto no tuvo tiempo de ver quién iba en el primero, pero el segundo parecía llevar a un oficial del ejército. Estaban en la intersección entre el Vicus Tuscas y el Clivus Victoriae.
- Aquí siempre hay que ir con mil ojos -añadió Nevio-. Y tú, mi querido Plauto, siempre tan distraído. Plauto asintió.
- No deberían permitir esos vehículos y a esas velocidades por el centro mismo de la ciudad -dijo el comediógrafo.
- ¿A Catón, protegido de Quinto Fabio Máximo? -Nevio hablaba entre risas-. Yo sólo quiero poder hacer públicas mis críticas a esta guerra y tú ya quieres prohibir circular por Roma a uno de sus hombres más poderosos. Por cosas como ésta me encanta hablar contigo.
- ¿Estás seguro de que era Catón? -preguntó Plauto en voz baja. -El mismo -aseveró
su amigo Nevio-, pero tranquilo, que a esa velocidad no pueden oír cómo les critica el pueblo.
Siguieron caminando. Nevio dio unas palmadas en la espalda de
Plauto y se adentraron entre los puestos de ganado del Foro Boario, el cual cruzaron rápido, molestos entre otras cosas por el mal olor de los animales hacinados y el gentío que se arremolinaba en cada esquina. Siguieron hacia el sur, dejando a su izquierda el gran altar, el Ara Máxima Herculis Invicti, en honor del todopoderoso Hércules. Tras él, ambos amigos sabían que se encontraban las cárceles del circo de Roma, un lugar desagradable del que era mejor alejarse, aunque todos sabían que más horribles eran las mazmorras de la cárcel subterránea excavada en tiempos arcanos junto a la plaza del Comitium, lejos, al norte, en el foro, desde donde habían empezado su caminata en busca de la casa del poeta Ennio. Entraron así en las callejuelas del Aventino y ante sus ojos desfilaron los templos que los antiguos reyes y cónsules levantaran en aquel viejo barrio de la ciudad hacía decenas de años, en algunos casos siglos: el templo de Diana y el templo de la Luna, erigidos ambos por el rey Servio Tulio; el templo de Minerva, y luego el de Juno Regina, cuya construcción fue ordenada por el cónsul Camilo tras los acontecimientos del asedio de Veyes y, finalmente, el moderno templo de Iuppiter Libertas, levantado por mandato de Sempronio Graco no hacía ni veinte años. Plauto no pudo evitarlo.
- Tanta religión, tantos templos levantados en honor de tantos dioses y qué poco se acuerdan ellos de nosotros.
- Te equivocas, querido Plauto, ahí te equivocas. Se acuerdan cada día y cada noche de nosotros. Es sólo que los dioses se regocijan mortificándonos. Por eso esta guerra, por eso tanto sufrimiento.
Plauto pensó en argumentar sobre la sacrilega sentencia de su amigo, pero, examinando su vida, aquella visión de Nevio sobre los dioses era, a fin de cuentas, la que mejor explicaba la mayor parte de las cosas que le habían sucedido. Un pensamiento le atemorizó: ahora que le iba tan bien y que era un escritor respetado y amado por el pueblo de Roma, ¿sería que los dioses se habían olvidado de él? Mejor así. Se encogió de hombros sin decir nada y siguió a su amigo. Estaba cansado. En casa de Ennio habría buena comida y bebida. Carpe diem. Llegaron en pocos minutos. La casa del poeta era una pequeña domus, sin apenas vestíbulo, de modo que en cuanto un esclavo les abrió la puerta y les dejó pasar, Plauto y Nevio se encontraron en medio del atrio de la casa. Allí les recibió con afecto Ennio, el joven poeta que había aceptado la propuesta de Nevio de acoger a todos los escritores importantes de la ciudad para debatir sobre política. Eso era lo mismo que decir que quería cuestionar el actual curso de los acontecimientos, pero dicho de un modo más suave. Ennio se había esmerado: en los diferentes divanes que conformaban el triclinium ya se encontraban otros escritores, entre los que destacaba la vieja figura del respetado Livio Andrónico: el más veterano de todos ellos, también el más conservador. Plauto recordó las palabras de su amigo Nevio al describir a Livio: «un hueso duro de roer, mejor dicho, un hueso viejo y duro de roer, mejor aún, un hueso del que apenas queda ya nada por roer». La carcajada de Nevio retumbaba aún en la mente de Plauto, pero en aquel momento, al ver al viejo escritor allí reclinado, comiendo aceitunas en espera de la comida que había organizado el joven Ennio, aquel anciano no parecía alguien tan temib-le. Y, sin embargo, el desenlace de la velada no hizo sino confirmar los temores de Nevio. Se sirvió lechuga y atún de entrantes, pollo de plato principal y uva de postre. Con los postres comenzó la larga comissatio o sobremesa en la que Nevio no tardó en exponer sus ideas: había que hacer ver al pueblo la sangría que estaba suponiendo aquella guerra sin fin; lo mejor era intentar detener aquella locura, incitar al Senado para que pactara una paz con Cartago, sembrar ese mensaje en sus obras, difundirlo en cada representación hasta que calara en el pueblo. Plauto apoyó a Nevio como pudo. Sentía sus palabras torpes al lado de la depurada retórica de su colega. Ennio aludió a su condición de anfitrión para proclamarse neutral en el debate y se limitó a invitar a que el resto participara en la discusión con sus opiniones, pero todos callaron y miraron a Livio Andrónico. El viejo escritor era para los poetas y dramaturgos de Roma lo que Fabio Máximo representaba para los senadores y demás políticos, por eso, cuando carraspeó antes de hablar, todos dejaron de comer fruta, de masticarla e incluso, algunos, hasta dejaron de respirar unos instantes.
- La guerra es una sangría, sí -empezó Livio Andrónico-. Eso es un hecho incuestionable, pero esta guerra la empezó Aníbal. Roma se defiende. Eso también es un hecho irrefutable que ni vuestras palabras ni las mías podrán cambiar. Ese argumento tan sólo, en manos de un senador mediocre, será suficiente para diluir cualquier idea en el sentido de alcanzar una paz con Cartago y, en manos de alguien como Fabio Máximo, la idea de que Roma tan sólo se defiende será un arma tan poderosa que, si nos oponemos abiertamente a luchar, nos barrerá de un solo soplido. Somos sólo escritores, poetas. Entretengamos los unos al pueblo, como hace nuestro amigo Plauto con tanto acierto, y cantemos las hazañas de nuestros héroes, como tan bien sabe hacer nuestro anfitrión. -Y miró
a Ennio, que le respondió con un cabeceo de asentimiento-. La guerra es inevitable, su final, incierto. Roma, amigos míos, es un enigma que se encuentra en una encrucijada. Hemos perdido cincuenta mil ciudadanos en esta guerra. Nevio pregunta cuántos más habrán de morir antes de que esta contienda concluya. Yo os responderé: tantos como haga falta hasta que se derrote a Aníbal y todos, incluidos nosotros, si es él el que nos vence. Las palabras tienen cierto poder, pero el de las armas es muy superior y el tiempo de las palabras se desvanceció cuando Fabio Máximo declaró la guerra ante el mismísimo Senado de Cartago. Me sorprende aún que los cartagineses le dejaran salir con vida de allí, pero divago… ésa es otra historia. Mi respuesta, en conclusión, a lo que propone Nevio es que no seré yo quien empiece a cuestionar a los cónsules y a los senadores sobre el modo de conducir esta guerra. En mi caso me limitaré a escribir, a asistir a vuestras obras cuando éstas se representen y a cenar con vosotros cuando me invitéis. Para eso me tendréis siempre, para lo otro nunca. -Con esto se levantó y se dirigió hacia Ennio-. Y debéis perdonarme, pero mi edad me obliga a retirarme temprano. Espero que paséis una hermosa velada. Con permiso de nuestro anfitrión os dejo. Que los dioses os sean propicios.
Livio se levantó, saludó a Ennio y se despidió de todos sin decir más. Plauto observó
la decepción anclada en el rostro de su amigo Nevio, que le musitó un comentario en voz baja.
- Valiente mentiroso está hecho. Se va pronto porque se va de putas. Y encima dice que es viejo. Sólo para lo que le interesa.
Y Nevio tenía motivos para su desilusión. A los pocos minutos, el resto de los invitados fue desapareciendo. El intento de Nevio por alimentar la rebeldía entre sus colegas había quedado en nada. Plauto no pudo evitarlo: en el fondo se sentía más tranquilo. Ya había padecido hambre, miseria y esclavitud en el pasado y tenía pavor a revivir una situación similar. A fin de cuentas, quizás el propio Livio tuviera razón. En cualquier ca-so, Plauto se sintió mal por su pobre amigo. Nevio estaba desolado. Por un momento, Plauto temió que su amigo estuviera tramando alguna insensatez.
4 El futuro de Lelio
Roma, septiembre del 209 a.C.
El sol de aquel final de verano caía implacable sobre la sudorosa frente de Cayo Lelio, tribuno de las legiones desplazadas a Hispania bajo el mando de Publio Cornelio Escipión. Lelio se secó algunas gotas que se deslizaban sobre las mejillas con la propia toga blanca inmaculada que vestía. No quería que el sudor llegara a su barba, eso le molestaba sobremanera. Pero no era el calor lo que le agobiaba, sino el fracaso. Había procurado engalanarse oportunamente para acudir al Senado; sin embargo, ni sus ropas ni sus argumentos ni la gran conquista de Cartago Nova, ni los rehenes cartagineses ni el botín conseguido parecían haber impresionado a los senadores, al menos lo suficiente como para conseguir esos refuerzos que su general y amigo Publio Cornelio Escipión le había encargado conseguir. El sudor era pues el fruto agrio del vano esfuerzo por intentar convencer a un Senado sorprendentemente reacio a escuchar peticiones provenientes de un general victorioso. Aquello le había sorprendido. Una cosa es que los senadores no quisieran empeñar más recursos del Estado en empresas que se prueban infructuosas, pero no era frecuente negar refuerzos allí donde las cosas empezaban a ir bien después de varias terribles derrotas, allí donde un general romano estaba enderezando el curso de los acontecimientos.
Se detuvo junto a la higuera Ruminal, en medio de la explanada del Comitium, frente al edificio de la Curia. Aquélla era la higuera en la que la tradición dictaba que el Tíber, en una de sus legendarias crecidas, había depositado la canastilla con Rómulo y Remo, los fundadores de la ciudad. Bajo aquel árbol de leyenda Lelio sentía una mezcla de calor y desazón. Sentía que había fallado a su general. Incluso, por un instante, temió que el joven Escipión se lo echaría en cara, pero sacudió la cabeza; aquélla no sería su reacción. Seguro que, aunque frustrado y dolido con el Senado, como el propio Lelio, Publio le quitaría importancia; el joven general haría alguna broma y se retiraría a preparar una nueva campaña en Hispania contra tres ejércitos cartagineses con las exiguas dos legiones de las que disponía, buscando alianzas con las tribus indígenas, maquinando algún nuevo plan, alguna insospechada estratagema y, cuando todo estuviera diseñado, Publio le llamaría un atardecer a su casa de Tarraco para desvelárselo y recoger su opinión. Así serían las cosas. Lelio apretó los labios mientras contemplaba el suelo y su mente navegaba hacia Hispania.
- ¿Cayo Lelio, enviado de Publio Cornelio Escipión? -Una voz de hombre, pero aguda y rasgada, le interpelaba a su espalda. Lelio se volvió lentamente, seguro de sí, un poco molesto por verse interrumpido en su meditación en medio de su tiempo de recuperación del fracaso recién cosechado en el Senado. Al girarse, el adusto militar romano vio varias decenas de magistrados saliendo del edificio del Senado, algunos reunidos en pequeños grupos en el senaculum junto a la Curia y otros difuminando sus siluetas por las calles de Roma. Frente a él estaba un joven ciudadano, aproximadamente de la misma edad que el propio Publio, pero con otra expresión en el rostro y con un aspecto muy diferente: era un hombre joven y delga-do, demasiado delgado, casi cadavérico, con un entrecejo profundo dibujado entre los ojos que mantenía a la espera de recibir respuesta a su pregunta.
- Eres Cayo Lelio -se respondió a sí mismo el que había preguntado ante el obstinado silencio del propio Lelio-. Te he esperado hasta que salieras del Senado. Yo soy Marco Porcio Catón. Me envía Quinto Fabio Máximo, cónsul de Roma. Quinto, Fabio, Máximo. El joven mensajero repitió el nombre de quien le mandaba sílaba por sílaba, dejando salir cada sonido despacio y rematando el nombre completo con una tenue y extraña sonrisa plasmada entre unos finísimos labios.
Evidentemente, Cayo Lelio reconoció el nombre de Fabio Máximo, el viejo y experimentado senador de Roma, elegido cinco veces cónsul y una vez dictador de la República y ahora princeps senatus permanente en razón de su edad y su experiencia; un hombre en todo extremo poderoso, respetado por sus colegas y temido por sus enemigos. Según algunos, igual de temido por sus amigos. La cuestión con el viejo cónsul era saber de qué lado consideraba Fabio Máximo que se encontraba uno, si a su favor o en su contra. El anciano senador no parecía dejar demasiado espacio para opiniones intermedias.
- ¿Qué desea el cónsul? -preguntó al fin Lelio.
Catón esperó unos segundos con su sonrisa en los labios. Estaba devolviendo con silencio el silencio anteriormente recibido. Lelio sabía reconocer el rencor en los ojos de un hombre y, sin duda, aquél era un hombre profundamente vengativo. Lo tendría presente para el futuro.
- Bien -dijo al fin el joven enviado desdibujando su sonrisa con inusitada rapidez y retornando a su semblante rígido y serio con un nuevo ceño fruncido-. Fabio Máximo desea entrevistarse contigo, en privado. Hay más asuntos de Hispania que le interesan, además del tema de los refuerzos que el Senado ha negado, pero desea plantearte sus…
propuestas… en su casa. ¿O es que tienes algo más importante que atender?
No era una pregunta. Lelio llevaba muchos años dando y recibiendo órdenes y sabía cuándo una pregunta no esperaba respuesta. El comandante romano respondió lo único que podía decirse.
- Estoy a tu disposición.
- Bien, sigúeme entonces.
Catón se giró y comenzó a caminar con celeridad en dirección opuesta al edificio de la Curia donde tenían lugar las deliberaciones del Senado. Lelio le siguió. Detrás de ellos varios esclavos armados con espadas y pila propios de legionarios les escoltaban. Estaba claro que aquel hombre no confiaba demasiado en las calles de Roma. La cuestión era si confiaba en alguien, esto es, más allá del propio cónsul que le enviaba. ¿Propuestas?
Cruzaron el foro, pasando por encima de la Cloaca Máxima, cuyo hedor era especialmente desagradable en las postrimerías del verano. Lelio vio el agua sucia discurriendo por el canal y pensó cuánta razón tenían aquellos que proponían que debía taparse de una vez, pero la guerra imponía trabajos y ocupaciones más urgentes para los ingenieros que la sanidad y el bienestar de los ciudadanos de la urbe.
Así caminaron durante unos doscientos pasos más por el Vicus Tuscus, una concurrida calle que transcurría en paralelo a la Cloaca Máxima hasta llegar a dos carros tirados por sendos caballos y custodiados por tres hombres, parados en la intersección con el Clivus Victoriae. Catón subió en el primero de los carros junto a un conductor y un esclavo gigante que actuaba a modo de guardaespaldas e indicó a Lelio que hiciera lo propio con el otro carro. Nada más subir, escoltado por uno de los guardias y otro conductor, el vehículo de Lelio se puso en marcha persiguiendo velozmente el carruaje de Ca-tón. Salieron tan rápido que casi arrollaron a dos ciudadanos que se cruzaban en su ruta. Lelio agradeció que al menos uno de aquellos hombres fuera de reflejos rápidos y retuviera a su compañero evitando así ser aplastados por los caballos del carro. Casi al galope, rodeando la colina del Palatino, presidida por el templo de Júpiter Víctor, llegaron a la puerta Capena, al sureste de la ciudad, y entraron en la Via Appia. Por ella rodaron unos cinco minutos hasta desviarse en uno de los múltiples caminos de tierra que partían de la calzada romana, justo antes de alcanzar el desdoblamiento de la Via Appia y la Via Latina. Avanzaron durante otros veinte minutos hasta alcanzar una colina sobre la cual se dibujaba el perfil de una inmensa villa, rodeada de varias casas para esclavos, cercados para el ganado e imponentes y altos cipreses que, afilados, se erguían como vigilantes perpetuos de aquel camino: la villa personal de Quinto Fabio Máximo, una gigantesca mansión desde donde Lelio podía respirar en el aire el poder que emanaba desde cada piedra, desde cada ventana, desde cada habitación de aquel majestuoso recinto. Y pensar que Aníbal estuvo acampado allí cerca apenas hacía dos años. A medida que se acercaban, Lelio observó la extensa plantación de viñedos que poblaba las laderas de la colina. Sin duda, una de las mayores del entorno de la gran ciudad. Aquello le hizo recordar que su primera idea al salir del Senado había sido la de tomar un buen vaso de vino fresco y mitigar así un poco su sensación de derrota. Quizás el viejo senador tuviera al menos la cortesía de regalarle con algo de buen vino de cosecha propia. No obstante, algo le decía al veterano oficial romano que si Fabio Máximo invitaba a alguien a una copa en su casa esa copa sería de elevado coste personal. Lelio se sentía incómodo en aquella situación, pero rechazar una invitación de uno de los hombres más poderosos de Roma, no, del más poderoso hombre de Roma, no parecía una buena estrategia para hacer amigos en la ciudad. Había hecho lo correcto: aceptar la invitación, acudir adonde se le llevase y escuchar. Las circunstancias y su criterio dictarían por dónde conducirse durante la entrevista. Bueno, quizá restaba otro hombre de igual importancia en la ciudad: el aguerrido senador Marcelo, cuatro veces cónsul. Sí, sin duda, los dos hombres se disputaban ser el senador más respetado o más temido de Roma. Sólo que Marcelo parecía concentrar más sus esfuerzos en el campo de batalla, frente a las tropas de Aníbal, mientras que Máximo parecía repartir sus energías entre la guerra y las intrigas por controlar Roma.
Mientras Lelio entretenía su mente con estos pensamientos, fue conducido por varios guardias a través de un cercado primero y luego un muro que rodeaba la gran casa del senador. Llegaron así al vestíbulo de la villa y, por fin, a un gran atrio adornado con diferentes mosaicos encargados por Fabio Máximo a los mejores artesanos del momento. En los mosaicos se recogían diversas escenas donde se advertía la figura del propietario de aquella gran domus derrotando a diferentes enemigos de Roma. Destacaba especialmente un gran conjunto de miles de pequeñas teselas que recreaba el primer gran triunfo celebrado por Fabio Máximo para festejar su victoria sobre los ligures en el año 521 ab urbe condita según rezaba al pie del mosaico. De eso hacía ya… Lelio se entretuvo calculando el tiempo… veintitrés años. Unos artesanos trabajaban con tesón en una esquina del atrio en otro gran mosaico.
- Ya está aquí, mi señor -comentó Catón con tiento. Fabio Máximo le miró desde su butaca.
- Bien, querido Marco -empezó el cónsul-, ha llegado el momento del día en el que se compra la voluntad de un hombre.
Catón asintió, pero el viejo cónsul percibió duda en el gesto de su joven pupilo.
- Crees que ese hombre es incorruptible, ¿verdad, Marco? -preguntó Fabio Máximo-. Crees que nada hay en este mundo que pueda quebrar su lealtad a ese infausto joven Es-cipión que nos importuna desde Hispania con sus cada vez más extravagantes acciones militares, ¿no es así?
Catón no quería admitir que, en efecto, en esta ocasión, disentía del plan de su mentor.
- Llevan muchos años juntos, desde Tesino -empezó Catón a modo de justificación-. Tesino, Trebia, Cannae y ahora la campaña en Hispania. El campo de batalla une a los hombres de forma extraña. Y está también esa promesa que hizo el tribuno Lelio al padre del joven Escipión, la de protegerlo siempre. El cónsul le escuchó atento. Tomó un sorbo de la copa de vino que sostenía en la mano, la dejó entonces en una pequeña mesita y tomó la palabra.
- Tu juicio es ajustado, joven Marco: no hay nada que una más a dos hombres que compartir victorias en el campo de batalla y, más aún, sobrevivir juntos a una o, como es el caso, varias derrotas. Además está el juramento que mencionas. Eso tampoco es desdeñable. No lo es. Pero volvamos al campo de batalla, ahí es donde se forja el destino de los hombres. Estos hombres, Escipión y Lelio, han sobrevivido a varias derrotas y de entre ellas a la peor de todas, a la temible masacre de Cannae. En eso te doy la razón: nos encontramos ante un profundo lazo entre ellos, pero aquí es donde tu experiencia se queda corta frente a la mía, querido Marco. Verás: todo hombre es corruptible, Marco, absolutamente cualquier hombre, hasta el más honesto es corrompible, pues, de un modo u otro, todos tenemos un punto débil. La sagacidad del que te habla, joven Marco, reside en la destreza que tengo de detectar el punto débil de cualquier hombre. Ésa es la tarea difícil. Una vez detectado ese punto, el resto es trabajo para principiantes, casi una tarea inapropiada para mí, aunque me ocuparé de la misma, me ocuparé, por todos los dioses que lo haré, pero que pase ya ese oficial. Será un agradable entretenimiento dilucidar cuál es la ambición o la duda o el sentimiento que hace débil a quien tú juzgas indomable. Catón asintió y partió en busca de la presa con disciplina, aunque cuando consideró
que, una vez dentro del tablinium, no estaba ya a la vista del cónsul, Marco negó con la cabeza en claro desacuerdo con su mentor: aquel oficial no sería una pieza tan sencilla de cazar. Era cierto, no obstante, que el experimentado cónsul ya le había sorprendido en más de una ocasión, pero se hacía viejo, demasiado anciano para esgrimir su poder con la maestría habitual. En todo caso, en un rato se vería quién de los dos estaba en lo cierto: la voluntad de un hombre estaba en la partida.
Lelio paseaba por el atrio con las manos a la espalda, estudiando con atención los impresionantes muros de teselas diminutas con sus batallas, asedios, conquistas. El viejo senador parecía no tener prisa en hacer acto de aparición y de Catón no sabía nada desde que hablaran en el foro antes de subir a los carros. Sin duda, el carro de Catón llegó antes que el suyo, que había ido ralentizando su marcha de forma deliberada para que así
el enviado del cónsul pudiera advertir a Fabio Máximo de la llegada del tribuno romano con tiempo suficiente. Lelio imaginaba a Catón relamiéndose al transmitir con orgullo el cumplimiento de la misión encargada.
Allí, en aquel amplio atrio, no había apenas plantas, sólo los mosaicos y pinturas al fresco. Las pinturas también estaban dedicadas a cantar las glorias del poder adquirido por el actual cónsul en el transcurso de sus diferentes máximas magistraturas. Un cuadro mural que cubría gran parte de una de las paredes estaba nuevamente centrado en mostrar la victoria de Fabio Máximo en su campaña contra los ligures del norte. Y así con cada pintura, con cada conjunto de teselas. Si la intención de toda aquella parafernalia del atrio era la de hacer ver a cualquiera que allí esperara la grandeza del dueño de aquella casa y, a un tiempo, empequeñecer al visitante, sin duda resultaba efectiva. El propio Lelio, pese a ser tribuno, jefe de la caballería romana e incluso almirante de la flota de Hispania, no podía sino sentir admiración y respeto ante una vida de combate y victorias; claro que allí no estaban recogidos numerosos episodios oscuros de diferentes mandatos del cónsul, como sus controvertidas campañas contra Aníbal en territorio itálico, de discutibles resultados para muchos, como la extraña batalla de los desfiladeros de Casilinum.
Lelio se aproximó despacio a los artesanos que trabajaban en el nuevo mosaico. Eran tres hombres: dos aprendices jóvenes y un artesano mayor, de unos cuarenta años, que examinaba con minuciosidad las teselas que sus pupilos acababan de depositar en la base del nuevo gran panel sobre el suelo. Lelio se dirigió a este último.
- ¿Y esta nueva obra a qué está dedicada?
El veterano artesano se giró y evaluó la figura de quien le preguntaba antes de responder. La robusta presencia del oficial romano le pareció digna de consideración, de modo que, separándose un par de pasos de la obra en curso, se situó frente a Lelio.
- Está dedicada a la toma de Tarento por el cónsul Quinto Fabio Máximo, señor de esta casa.
Lelio asintió con reconocimiento y miró la parte que ya llevaban elaborada. En el mosaico a medio realizar se veían las murallas de lo que representaba la ciudad de Tarento elevándose por encima de hombres y bestias destacando así lo inexpugnable de aquella fortaleza. En el otro extremo del mosaico se representaba con nitidez las legiones dirigidas por Fabio Máximo asaltando aquellas murallas pese a lo aparentemente imposible de su empeño. Lelio pensó en preguntar si los brucios que traicionaron a los tarentinos abriendo las puertas de la ciudad para permitir al viejo cónsul la toma de la fortaleza iban a aparecer también representados en la obra, pero estimó al fin que no venía al caso incomodar a unos artesanos que, a fin de cuentas, no podían sino ejecutar su labor según las instrucciones recibidas.
- Impresionante -contestó Lelio.
El artesano se sintió alabado e iba a empezar una explicación sobre su técnica a aquel interesado visitante cuando una voz le impidió disfrutar de unos minutos de gloria.
- Por aquí -Catón hizo acto de aparición de nuevo e, ignorando a los artesanos, se dirigió de modo seco a Cayo Lelio-. El cónsul te recibirá en el jardín. Lelio se volvió hacia Catón. Decididamente, aquel joven y esquelético mensajero del cónsul poseía el don del sigilo. Aparecía y desaparecía casi como un druida galo en los bosques del norte. Al menos eso había oído Lelio que contaban de los druidas. El oficial romano pasó por el tablinium que daba acceso al peristilo porticado de dos plantas que rodeaba un bello jardín. Era una tarde agradable y el sol acariciaba cada rincón de aquella verde isla en aquella fortaleza de mármol, piedra y ladrillo. En una esquina, a la sombra de una inmensa higuera que emergía por encima del propio pórtico y que impreganaba todo de su espeso aroma, refrescante e inconfundible, el viejo cónsul de Roma, recostado en un triclinium, degustaba con aparente aire distraído una copa. Junto a él dos hermosas esclavas. Una sostenía un jarrón con vino, preparada para rellenar la copa del cónsul cuando éste así lo indicara, y otra portaba un ancho plato de cerámica lleno de frutas diversas, algunas desconocidas a los ojos de Lelio, pero de entre las que destacaban unas hermosas uvas frescas.
No había otro triclinium donde reclinarse sino tan sólo un austero solium de madera de respaldo alto y recto, frente al cónsul. Catón señaló la butaca a Lelio y desapareció
tan sigilosamente como había entrado. Lelio, no obstante, no se sentó. Antes se dirigió
al cónsul.
- Te saludo, Quinto Fabio Máximo, noble cónsul de Roma, que los dioses te guarden y te sean propicios.
- Salve, salve -empezó el cónsul, acompañando sus palabras con un breve gesto de la mano-, y siéntate, siéntate. Un valeroso soldado de Roma es siempre bienvenido en esta casa, siempre bienvenido…
Cayo Lelio se sentó. Lo de «soldado» le había herido, pero cómo discutir con un ex dictador cinco veces cónsul. Además, de sobrenombre «Máximo», un apelativo obtenido por el bisabuelo de Quinto Fabio al derrotar a los sabinos, de eso hacía ya decenas de años, pero la familia Fabia no había dejado de usar aquel título que los destacaba por encima de los demás. Sí, quizá para Fabio, Lelio sólo alcanzaba la categoría de soldado. Además, su familia no era patricia, ni nadie había liegado a ejercer la máxima magistratura entre sus antepasados. Sin duda, hoy el cónsul consideraba que se estaba rebajando.
- Cayo Lelio. Un leal a Roma. Gran combatiente. Has servido en numerosas y difíciles batallas. -El cónsul enumeraba los acontecimientos a los que se refería despacio-. Unas cuantas derrotas, como Tesino, o Trebia… alguna victoria, como la reciente conquista de Cartago Nova. En cualquier caso, un leal a Roma. Es esta lealtad tuya, esta característica la que me ha impulsado a llamarte hoy. ¿Puedo invitarte a una copa de vino?
Lelio había pensado que esa pregunta no iba a llegar nunca.
- Sí y lo agradezco. Hace calor y seguro que tu vino apaciguará mi sed, noble cónsul. Una de las esclavas acercó una copa de vino a Lelio y una tercera esclava entró en el jardín con otra jarra, diferente a la del cónsul, y le llenó la copa. Lelio saboreó el vino. Era bueno, sabroso, algo suave para su gusto, demasiado rebajado con agua, pero quizá
lo suyo no era el refinamiento que se estilaba en los banquetes y comidas senatoriales. También le quedó la duda de si aquel vino sería el mismo que el cónsul estaba tomando o si quizás el cónsul regalaba diferentes vinos en función de la alcurnia de sus huéspedes. En cualquier caso, aquel vino era mejor que el de una taberna. Él no necesitaba más. Lo que sí le sorprendió fue la extremada belleza de las esclavas de tez infinitamente bronceada por el sol. Tanta belleza contrastaba con el rostro arrugado por el tiempo de su dueño, quien además veía cómo emergía de su labio inferior la protuberancia de una añeja verruga, rasgo que le valió el apodo de Verrucoso, sobrenombre, por otro lado, que nadie osaba utilizar en su presencia. La admiración de Lelio por las esclavas no fue pasada por alto por el cónsul.
- ¿Hermosas, verdad? Esclavas arrebatadas a los piratas en Iliria. Jóvenes muchachas procedentes de Egipto, de sangre noble, confesaba su dueño, al menos eso dijo antes de morir. El imbécil creía que con esa confesión salvaría su miserable vida. -Fabio Máximo echó otro trago y dispuso su copa para ser rellenada; una de las esclavas diligentemente vertió más vino en el cáliz-. En fin, ningún mensaje ha llegado para reclamarlas desde aquellos territorios, así que me quedé con ellas. Son muy, como podríamos decirlo, complacientes. Yo soy estricto, pero parece ser que se sienten mejor acogidas en mi casa que en Iliria.
Lelio observó marcas de latigazos en las zonas del cuerpo que quedaban al descubierto, en los antebrazos y parte de la espalda, ya que llevaban unas ajustadas túnicas nada romanas y desde luego nada apropiadas ni para una joven romana, ni tan siquiera para una esclava. Las miradas tristes de las jóvenes tampoco parecían estar acordes con las palabras del cónsul. Sin embargo, no era el momento de contradecir al viejo senador en cuestiones domésticas.
- Hermosas. Un gran combatiente como el cónsul merece disponer de su botín de campaña a su gusto -comentó Lelio con tono conciliador.
- Sí, en efecto, así lo veo yo. El reparto de un botín de guerra puede resultar fastidioso en ocasiones. Recuerdo una vez, contra los ligures que… pero no, has de tener cuidado con un anciano o puede aturdirte con viejas historias, casi ya leyendas de la historia de Roma. Hablemos de sucesos más actuales, de Hispania, por ejemplo, o de algo aún más próximo: hablemos de hoy en el Senado. Supongo que te habrás llevado una gran decepción. Lelio guardó silencio meditando una respuesta adecuada. La diplomacia no era lo suyo. Deseó no haber terminado su copa. Ahora necesitaba toda la agilidad mental de la que pudiera disponer.
- Bien… sí… -empezó dubitativo-en cierto modo sí. Escipión ha conseguido una gran victoria, se puede revertir la situación en Hispania -Lelio empezó a sentirse más seguro-con unas pocas tropas adicionales…
- ¡Tropas de las que no podemos prescindir! ¡Por Júpiter! -interrumpió el cónsul arrojando su copa contra el suelo. Una de las esclavas se arrodilló y empezó a limpiar, pero Fabio Máximo dio una palmada y las tres jóvenes salieron corriendo dejando solos a Lelio, asombrado e inmóvil ante la poderosa reacción del senador y cónsul de Roma.
- Lo siento, no he querido ofender al cónsul…
- ¡Pues hay ofensa! Porque la estupidez es la mayor de las ofensas. Tenemos aquí, aquí, en la península itálica, a Aníbal, el mayor enemigo que nunca jamás ha tenido Roma y se necesitan todas nuestras fuerzas para combatir a ese salvaje cruel y sanguinario que asesina y arrasa por doquier. No damos abasto para contener sus continuos ataques y se nos piden más tropas por parte de un Escipión desde Hispania; esto lo entiendo, pero de un leal de Roma como tú, Cayo Lelio, eso sí me ha decepcionado a mí. Cayo Lelio no supo qué contestar. No tenía tampoco muy claro que el cónsul deseara una respuesta.
- Mi buen Lelio -Máximo serenó su rostro y adoptó una voz más sosegada-, no interpretes la vehemencia de mis palabras como un ataque a un valeroso soldado de Roma, pero es que me enerva ver cómo leales a Roma como tú son absorbidos por la locura propugnada por insensatos como ese Escipión al que tanto pareces defender. -El cónsul estudió el impacto de sus palabras y al observar el silencio de su interlocutor prosiguió
con su razonamiento-. Sé que estimas su persona, Lelio, y que le crees grande, igual que creías grande a su padre. Y, sin embargo, qué han hecho estos Escipiones por Roma. Perder legiones. ¡Perder legiones! Miles de jinetes en Tesino y miles de legionarios en Trebia y al final el inmenso desastre de Hispania. Sí, nos dicen que los dos Escipiones, el padre y el tío del actual Publio, combatieron hasta la muerte, pero parecen todos olvidar que con ellos perdimos a legiones enteras y además no se ciñeron a su objetivo esencial: evitar que los cartagineses puedan abrir una ruta de suministro desde Hispania hasta la península Itálica para hacer llegar víveres, armas y refuerzos a Aníbal. En su lugar, llevados de ese loco afán de gloria que corre en la sangre de su familia, condujeron a nuestras legiones a la aniquilación completa. Y ahora el hijo se lanza a conquistar ciudades. ¿Cuántos cayeron en Cartago Nova? ¿Cuántos? Incluso tú, me consta, estuviste a punto de perder la vida en esa locura de ataque. No. No digas nada ahora. Escúchame bien, Cayo Lelio. Sí, se toma una ciudad, pero los tres ejércitos púnicos permanecen vagando a sus anchas por Hispania, esperando el momento para abalanzarse sobre Roma, unirse a Aníbal y terminar con todos nosotros. ¿No ves el absurdo, Cayo Lelio? En Hispania no hay que conquistar ciudades, sino matar a los enemigos de Roma, masacrar a esos tres ejércitos púnicos y no pasearse por la región como asustado, esquivando a los enemigos, sin salirles al encuentro.
Lelio quiso articular una defensa. La toma de Cartago Nova había debilitado enormemente las alianzas de los cartagineses con las tribus de Hispania al liberar Escipión a todos los cautivos iberos. Y las derrotas de su padre y su tío en Hispania habían sido fruto de la traición al abandonar los celtas e iberos a los romanos en pleno campo de batalla…
- Sí, sí, te veo luchando en tu interior Lelio. -El cónsul prosiguió su argumentación con la misma intensidad que empleaba en sus discursos ante el Senado-. Sinceramente crees en la habilidad militar y estratégica de tu general, pero, en realidad, pensemos, pensemos juntos, Lelio, ¿qué ha hecho ese joven Escipión por Roma? -Y sin détenerse prosiguió-: Yo te lo diré: salvar a un cónsul, meritorio, sí, pero ¿quién salvó realmente a ese cónsul en Tesino, a su padre? ¿Él o tú, Cayo Lelio? Tengo mis informadores en el Estado. Sé lo que pasó allí. Una acción de un joven e inexperto loco que sólo se salvó
por tu intervención. Y de Cartago Nova ya he dicho lo que pienso. Una pérdida de recursos y de refuerzos, un desvío del objetivo principal y que si llegó a un desenlace positivo fue, una vez más, gracias a tu inestimable intervención. El cónsul se tomó un breve respiro antes de continuar. Lelio permaneció sentado. Sostenía su copa vacía sin decir nada. Miraba al suelo. No entendía adonde quería llegar el cónsul. Muchos de esos argumentos ya los habían esgrimido varios miembros del Senado aquella misma mañana. ¿Por qué citarle ahora en su casa para insistir en lo mismo?
- Mi buen Lelio. Un hombre leal. Eso eres, así me consta. Los buenos dioses romanos no quieren que los hombres leales a Roma y su causa se pierdan en compañía de generales confundidos por costumbres y lenguas extranjeras importadas por sus familiares…
Esta alusión fue demasiado para Lelio. El comandante romano se levantó de su butaca e interrumpió al cónsul.
- El interés de Publio Cornelio Escipión por el teatro y por los autores griegos no empaña su lealtad a Roma que, tal y como he presenciado en persona, es la que preside y dirige todas sus decisiones militares y políticas.
Lelio se encontró frente a la figura del cónsul, recostado en su triclinium, mirándole con intensidad, sus labios muy apretados, tensos.
Fue entonces el cónsul quien se levantó despacio. Sus sandalias hicieron añicos los restos de la copa quebrada que había quedado sin recoger. Fabio Máximo era un hombre alto, extrañamente fuerte para sus largos setenta y cinco años y con una penetrante y aterradora mirada, especialmente cuando, como ahora, intentaba contener la ira. El oficial romano retrocedió hasta toparse con su solium y de nuevo tomó asiento. Se había dejado llevar por los sentimientos… y ante el propio Fabio Máximo. Tragó saliva. Del semblante desgarrado del viejo cónsul, sin embargo, salió una voz dulce y acaramelada.
- Lelio, Lelio, Lelio. La vida puede ser infinitamente difícil para un oficial romano en estos tiempos de guerra, o sorprendentemente agradable. Hay pocos espacios intermedios. Si sigues con ese Escipión acabarás junto a él, en la misma tumba que su locura encuentre, con toda probabilidad en algún campo de batalla en Hispania, pues Escipión no regresará de Hispania vivo. He consultado los auspicios, he hecho sacrificios especiales que sólo un cónsul puede hacer. Sabes que soy augur vitalicio. Sé más que el resto de los mortales, mi buen Lelio. Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla. Así lo quieren los dioses; así será. ¿Es ése el futuro que quieres, Lelio, para ti, para los tuyos? ¿Es así como deseas que tu persona sea recordada, como el perrito faldero de un joven loco y perdido entre influencias extranjeras perniciosas?
Lelio observaba sin responder al cónsul mientras éste se acercaba despacio y proseguía con su discurso.
- ¿O quieres una vida diferente, especial, una auténtica vida de un senador de Roma?
¿Dime, Lelio, qué es lo que deseas, qué mueve tus plegarias a los dioses, cuál es tu anhelo, tu ambición?
El cónsul se detuvo y dio una fuerte palmada. Las tres jóvenes esclavas egipcias aparecieron y velozmente se acercaron al anciano cónsul. El viejo senador dio una palmada más y las tres, sin esperar más instrucciones, se arrodillaron a los pies del cónsul. Una de las esclavas, la más bella a los ojos de Lelio, se clavó los trozos del vaso roto que su amo había arrojado al suelo y cuyos restos permanecían diseminados a su alrededor. Lelio vio cómo la sangre manaba de una de las rodillas de la joven esclava y, sin embargo, ésta ni gemía ni se quejaba. Lelio la vio cerrar los ojos y tragarse su dolor empapado en la miseria de su servidumbre a aquel cruel anciano.
- ¿Deseas placer, esclavas fieles, hermosas, deseas su obediencia, sus favores, sus cuerpos, sus almas? Todo eso puede tener quien trabaje conmigo si eso es lo que te mueve. -El cónsul analizaba con su profunda mirada las reacciones de su silencioso interlocutor-. Te sobrecoge el dolor contenido de una esclava joven, ¿verdad? Tienes un corazón noble, repudias el sufrimiento sin sentido. Eso te ennoblece. Es digno de respeto.
¿Te gustaría salvar a estas esclavas de su existencia bajo mi poder? Sí, lo leo en tus ojos y… sin embargo… no es ésa tu ambición máxima… ¿o sí…? -Dos palmadas y las tres esclavas se alzaron y con la misma velocidad y sigilo con el que habían entrado desaparecieron tras los pórticos del jardín. Una de ellas esforzándose por disimular su cojera, con una mano en la rodilla-. Te gusta el buen vino, la buena mesa. Todo eso es digno de un líder de Roma, de un leal al Estado. El mejor de los vinos. Eso te gusta. Y no está
mal. Yo mismo encuentro un sincero placer en los frutos de Baco. Catón me lo echa en cara, no de palabra, pero leo en sus ojos su desaprobación. Catón tolera mis debilidades porque sabe que mi fin último es servir a Roma, igual que él; pero debo reconocer que sería agradable tener a alguien con quien compartir estas pequeñas debilidades. Catón es tan recto que puede aburrir -aquí el cónsul alzó la voz y la proyectó hacia el tablinium cuyo acceso estaba vedado por una espesa cortina oscura-; no es nada personal, querido Marco, pero eres tan recto… -Y volviéndose una vez más al oficial romano continuó-: Lelio, tú puedes estar junto a mí, junto a nosotros. Luchar por una Roma limpia de influencias extranjeras. Tu mando, tus hombres, tu valor al servicio de Roma, no de un joven patricio que sólo busca una venganza personal en Hispania usando las tropas, los recursos que necesita Roma para defenderse del invasor. Dime, Lelio, ¿qué decides?
¿Roma o la locura? ¿Roma, el favor de los dioses y del Senado, o la muerte en tierra extraña?
Lelio retó entonces con la mirada los inquisitivos ojos del cónsul. Quería combatir en silencio aquel torrente de palabras al que no sabía cómo responder. Quería que su negativa a dar respuesta se transformara en desafío. No pensaba ceder. Nada le haría cambiar su lealtad a Escipión. Nada.
Y de pronto, como si el cónsul leyera sus pensamientos, el anciano aderezó su voz con un tono que consiguió hacer zozobrar la voluntad de Lelio.
- Nada. Ninguna respuesta. Nada parece ser capaz de hacer torcer tu obcecación, tu fidelidad obtusa a una causa sin sentido. O… ¿quizá sí? -Y el cónsul asintió con la cabeza lentamente primero y luego más rápidamente, varias veces, acompañando su diagnóstico-. Sí, ahora lo veo: hay algo que te mueve, Cayo Lelio, más allá de tus fidelidades; por todos los dioses, ¿cómo he tardado tanto en verlo? Sin duda me hago viejo. Cayo Lelio, más que otra cosa en este mundo, deseas ser un hombre nuevo, un hombre que llega a cónsul, a la magistratura máxima del Estado pese a que nadie de su familia antes lo haya conseguido. Ése y no otro es tu gran anhelo. Y por eso estás dispuesto a arriesgar todo y crees que bajo el loco mando de ese Escipión y sus victorias insospechadas algún día llegará ese reconocimiento, el consulado. Ahora todo encaja. Eso te mueve. Lelio sintió su corazón palpitar con inusitada rapidez. Presentía el camino que iban a tomar las próximas palabras del senador.
- Pues bien, Lelio. Cónsul quieres ser, cónsul serás. Te lo garantiza quien ejerce la magistratura por quinta vez, el senador más poderoso de Roma, el princeps senatus, pero sólo si hoy, aquí y ahora eliges sabiamente. Creo que ya sobran las palabras. Sólo decirte que si optas por tu fidelidad a ese Escipión extranjerizado, igual que te he garanti-zado la máxima magistratura, con la misma intensidad velaré porque ni tú ni nadie de tu familia jamás llegue al consulado. Jamás, Cayo Lelio. Jamás. Y no sólo eso, sino que me ocuparé personalmente de hacer que tu existencia en Roma y en todos sus dominios te resulte profundamente ingrata.
Lelio digirió el último mensaje, las últimas palabras del senador. Pasaron cinco largos, lentos e infinitos segundos hasta que Lelio, bajo la atenta mirada del cónsul, decidió levantarse.
- Entiendo perfectamente el alcance de tus palabras y lo que ellas implican. Lamento profundamente que tengas una visión tan… tan… tan distante, diferente de la mía en lo referente a las acciones de mi general en jefe, Publio Cornelio Escipión. Y, sí, eres muy sagaz, como no podía ser de otra manera en alguien de tanta experiencia e inteligencia, eso es indiscutible. Sí, mi gran anhelo es ser cónsul, una ambición que me mueve… pero… estoy voti reus, me debo a la promesa que hice la víspera de la batalla de Tesino al padre del joven Escipión. Prometí defenderle con mi vida y juré hacerlo siempre y puse como testigo a los dioses. Y seré fiel a mi palabra, como no podría ser de otra forma. El cónsul parecía no dar crédito a lo que escuchaba. ¿Hasta qué punto era capaz aquel joven Escipión de hechizar a los que lo seguían? Nadie se le había resistido nunca tanto.
¿Qué veían en él aquellos hombres valientes como Lelio que estaban dispuestos a seguirlo hasta el final horrible al que sin duda los conducía, como antes hicieran su padre y su tío con las legiones de las anteriores campañas en Hispania?
- Así que, Quinto Fabio Máximo, pido tu permiso para partir de tu casa. El cónsul no respondió. Lentamente, se dio la vuelta e hizo un gesto rápido de desdén con la mano indicándole que partiera. Lelio emprendió la marcha hacia el atrio cuando a sus espaldas escuchó alta y clara la poderosa voz grave del cónsul.
- Cayo Lelio, sólo recuerda que voti reus también se expresa como voti damnatus, voti condemnatus. Ése es el camino que has elegido. Lelio se detuvo un momento. Escuchó las palabras. Se volvió hacia el cónsul, pero éste se alejaba cruzando el jardín con parsimonia sin mirar atrás. Allí sólo estaban los árboles, las plantas, el suave sonido del viento entre las ramas y los restos del vaso roto desparramados sobre el suelo. Un trozo de arcilla manchado de sangre de la joven esclava relucía bajo el sol. En ese justo instante, sin saber exactamente por qué, como llevado por una extraña fuerza, Lelio lanzó su voz con potencia.
- ¡Una cosa más, cónsul de Roma! ¡Una cosa más! -Y quedó allí quieto esperando respuesta. Y el cónsul detuvo su marcha. Arropado por la sombra de su cuerpo, una sonrisa extraña pobló su rostro, pero el anciano senador se cuidó mucho de borrar aquel gesto y tornarlo en un ceño fruncido, entre sorprendido y molesto con el que se volvió
de nuevo hacia su interlocutor de aquella intensa tarde.
- No hace falta gritar, y mucho menos en mi casa. Soldado, no tientes mi paciencia. Si tienes algo que decir, dilo y márchate. Si quieres cambiar de decisión, ésta es tu última oportunidad. Las fuerzas que habían acompañado a Lelio en sus últimas palabras parecían diluirse con inesperada celeridad ante la magnífica presencia del cónsul. Sin embargo, aun siendo consciente de jugar con fuego, se dirigió una vez más al viejo senador.
- Sí… sí… una cosa más… esa esclava… la esclava… ¿está a la venta? Pagaré lo que pidas.
El senador mantuvo la sorpresa en el semblante y, por un momento, pareció que su respuesta iba a ir acompañada de furia y desdén. Fabio Máximo parecía no dar crédito a sus oídos.
- ¿Te llamo para hablar de gloria o de muerte y tú, Lelio, vas de compras? A lo mejor sigues a ese loco general porque estás igual de loco… -Pero el senador meditó y, antes de seguir en esa línea, modificó su razonamiento; quedaba una última posibilidad-. Aunque dices que me pagarás con lo que pida. Un momento.
El senador dio una palmada. Las tres jóvenes esclavas egipcias reaparecieron al segundo. Una de ellas llegó un poco rezagada. Cojeaba y sangraba aún, algo menos ya, pero todavía de forma patente, por una de sus rodillas. Las tres quedaron tras el cónsul.
- ¿Es ésta, Netikerty, la que ha despertado tus apetitos, Cayo Lelio? -dijo el senador señalando a la joven esclava herida. Netikerty, como las demás, apenas iba cubierta con una muy fina túnica de lino blanco que contrastaba con el oscuro color bronceado de su piel. El vestido apenas cubría hasta los muslos, dejando al descubierto la mayor parte de sus piernas, delgadas y estilizadas. Netikerty no osaba mirar al cónsul ni a Lelio pese a que se hablara de ella, sino que mantenía sus ojos fijos en el suelo-. Te alabo el gusto. Netikerty es, de las tres, sin duda, la más bella y la más servicial. No sé si son hermanas o familia o conocidas. Nunca me he interesado por averiguar el origen o las relaciones de mis esclavas, sólo me ocupo de saber hasta dónde pueden proporcionar placer, y Netikerty es de las mejores, de las mejores, Lelio. -Y dejando de mirar a la esclava, volviéndose hacia el oficial romano, continuó-: «Lo que me pidas», ¿has dicho, Lelio? Bien. Ya sabes lo que quiero. Yo no necesito dinero, pero me interesa tu alejamiento de ese hombre de la familia Cornelia. Te lo aconsejo por última vez: quédate aquí, junto a mí
en Roma, Lelio, combate conmigo a Aníbal y te cedo gratamente a Netikerty. Así de sencillo. Puedo arreglarlo todo para que muestres a ese Escipión que te ves obligado a permanecer aquí. Puedo hacer que el Senado reclame tus servicios para luchar en Italia. Eso no será complicado. En cierta forma te debes a un voto, sí, pero si el Estado dictamina de forma distinta es la voluntad del Estado la que debe prevalecer por encima de los intereses del individuo, Lelio. Escipión lo entenderá. Él seguirá en Hispania y hará
lo que sea que quiera hacer y tú te quedarás aquí, serás un general victorioso de la guerra contra Aníbal, respetado por todos y… bien… tendrás a la joven, dulce y preciosa…
Netikerty. Ven, Netikerty, acércate para que un futuro cónsul de Roma pueda verte y gozar de la sensualidad que desprendes.
Netikerty avanzó hasta ponerse entre el viejo cónsul y Lelio. Mantuvo la mirada en el suelo por temor a provocar la ira de su amo y, a un tiempo, para evitar pisar más restos del vaso roto y volver a herirse.
- Te doy seis ases por la esclava -fue la respuesta de Lelio.
En el rostro del cónsul volvió a dibujarse una furia contenida.
- Lelio, sabes el precio que pido. No me humilles ofreciéndome el pobre sueldo de unos días de paga de un legionario.
- Lo siento. Llevas razón. -Inspiró y lanzó una cifra sobrecogedora que multiplicaba por veinte el precio de cualquier esclavo-. Te ofrezco treinta dracmas.
«Este hombre está loco de atar.» La conclusión de Fabio Máximo era definitiva. Lo malo es que locos como aquél, bajo el mando del joven Escipión, podrían suponer un enorme peligro para los nobles de Roma, para el Estado, para su propio hijo Quinto y todos los planes que tenía pensados, un peligro para todos. El caso es que aquel hombre no respondía a lo que se pedía. Esta vez fue el soldado quien leyó sus pensamientos.
- No puedo pagarte con la moneda que me pides, cónsul. Mi lealtad a Publio Cornelio Escipión es definitiva. Esa esclava, no obstante, me interesa. Me interesa mucho, hasta el punto de ofrecer un precio que nunca nadie te volverá a ofrecer. Si lo deseas, aquí llevo treinta dracmas en monedas de oro acuñadas en Sagunto, parte de mis ganancias por la conquista de Cartago Nova. -Y alargó el brazo ofreciendo la bolsa con el oro a Fabio Máximo.
Netikerty escuchaba en silencio entre aterrada, por la posible reacción de su amo, y totalmente sorprendida por la oferta. Los piratas que la secuestraron en las costas de Egipto la vendieron a otros, que luego caerían en una batalla naval contra el viejo cónsul, por sólo dos ases. Desde que estaba en Roma, Netikerty había aprendido el valor de las monedas, entre otras muchas cosas agradables, las menos, y muy desagrables, la mayoría. Un dracma tenía doce ases, luego aquel oficial romano estaba ofreciendo 180 veces más de lo que sus primeros amos pagaron e infinitamente más de lo que su actual amo había pagado por ella: nada. Alguna vez, en alguna fiesta algún invitado borracho había pujado por ella ante el viejo senador hasta ofrecer doce ases. Pero el oficial romano que ahora pujaba por ella ni siquiera parecía ebrio.
- Márchate, márchate de aquí, soldado, y vete con tu promesa de fidelidad al que pronto no será otra cosa que un muerto, ve rumbo a tu propia tumba…
Lelio retiró la bolsa lentamente del alcance del cónsul y se dispuso a atarla de nuevo a su cinturón, pero el viejo senador continuó.
- Pero si deseas llevarte a esta puta por treinta dracmas, tuya es. Déjame ver ese dinero. Lelio lanzó la bolsa al aire hacia el pecho del cónsul, pensando que caería al suelo por la falta de reflejos del viejo senador pero, con una agilidad poco común para su avanzada edad, Fabio Máximo cazó la bolsa en el aire, la abrió y examinó las monedas de su interior.
- Netikerty, vete con este hombre, con este cadáver. Con este dinero se pueden comprar treinta o más como tú. -Y con esas palabras, acompañado de las otras dos esclavas, el cónsul dio la vuelta y desapareció.
La muchacha quedó en el centro del jardín sin entender bien exactamente lo que acababa de ocurrir. Entonces habló el oficial romano. -Ven. Sigúeme. Nos marchamos de esta casa.
5 El león agazapado
Metaponto, sur de Italia, septiembre del 209 a.C.
Aníbal leía atentamente la tablilla que le habían traído unos mensajeros desde Hispania. Su hermano Asdrúbal le escribía. Estaba preparándolo todo. Se tomaría el invierno para organizar una campaña contra el nuevo Escipión que había tomado Cartago Nova. Lamentaba la pérdida de la ciudad pero le aseguraba a su hermano mayor que en la próxima primavera reuniría sus tropas con las del hermano pequeño de ambos, Magón, y con las de Asdrúbal Giscón, el otro general púnico de Hispania. Con los tres ejércitos reunidos, sus setenta y cinco mil hombres y sus cuarenta elefantes aplastarían al joven general romano.
Aníbal dejó la tablilla en el suelo. La mesa grande con todos los mapas de Italia estaba demasiado lejos. Asdrúbal parecía estar seguro y prometía venir a Italia, siguiendo su ejemplo y su ruta, por el norte. Y Asdrúbal siempre cumplía sus promesas. Vendría. De eso no había duda.
- ¿Todo bien?
Era la voz de Maharbal, el noble púnico jefe de la caballería africana de Aníbal. Su más fiel oficial. Su confidente y, a veces, el único que se atrevía a discutir con Aníbal y, a su vez, el único, aparte de sus hermanos, al que Aníbal toleraba que le planteara una duda.
- Todo bien -respondió Aníbal-. Con la ayuda de Baal y, especialmente, de mi hermano Asdrúbal, las próximas campañas serán duras para Roma. Muy duras.
- También para nosotros -añadió Maharbal, mirando los planos extendidos sobre la gran mesa de madera de pino.
- Sí, Maharbal, para nosotros también, pero nunca dije que doblegar a Roma fuera sencillo.
Maharbal sonrió levemente.
- No, nunca lo dijiste.
El tono ligeramente irónico no pasó desapercibido para el general. -¿Hay algún problema, Maharbal? -preguntó Aníbal. -Nada especial. Es sólo que…
- Habla. Quiero saber lo que piensas y lo que crees que piensan los hombres. Alentado por Aníbal, Maharbal se aventuró a expresarse con mayor libertad.
- Los hombres, yo, todos nos sentimos un poco como atrapados, aquí, refugiados en una esquina de Italia, mientras los romanos preparan nuevas levas. Llevamos meses de inactividad.
Todo lo dijo Maharbal rápido, sin respirar. Suspiró al terminar sus breves frases. Aníbal le miró de soslayo.
- Somos un león agazapado, Maharbal. Pronto saldremos de caza, pero los leones no se mueven por un pequeño cervatillo. Esperaremos a que aparezca un gran ciervo o, mejor aún, un poderoso jabalí.
- Tus enigmas me confunden.
- Es cierto. Dicho de forma clara: esperaremos a que llegue un cónsul. Ya sabes que Marcelo y Fabio están en mi lista. No los quiero vivos si es posible para cuando llegue Asdrúbal por el norte. Quiero que Roma, en medio de su miedo, no tenga generales veteranos a los que recurrir. Maharbal asintió.
- ¿Y mientras tanto?
- Mientras tanto, paciencia, pero si los hombres están inquietos saldremos a saquear la región y las ciudades más próximas leales a Roma.
Maharbal volvió a asentir. Aquello pareció satisfacerle.
- ¿Un león agazapado? -repitió el oficial de caballería.
Aníbal asintió y recogió del suelo la carta de su hermano. Empezó a leerla de nuevo. Maharbal se inclinó levemente en una reverencia que pensó que había pasado inadvertida y dejó solo al general en jefe de las tropas cartaginesas en Italia. Aníbal observó la salida de Maharbal y su señal de reconcimiento con el rabillo del ojo. Luego volvió a concentrarse en la carta de Asdrúbal. Hacía cuentas. Invierno de este año. Preparativos. Al año siguiente Asdrúbal caería sobre Escipión y rompería de un modo u otro el bloqueo romano en el Ebro para cruzar a la Galia. Luego la travesía con el ejército tardaría varios meses. Asdrúbal llegaría por el norte en unos dos años. Lo difícil era saber cuándo exactamente. Eso era clave. Esencial. Eso y no otra cosa era lo que preocupaba a Aníbal. Sabía que la coordinación entre los dos ejércitos cartagineses, el del sur y el que debería traer su hermano por el norte, sería fundamental para el éxito de aprisionar a Roma con la terrible tenaza de dos temibles falanges africanas, las grandes fauces de una fiera cerrándose sobre su enemigo atemorizado. Era algo tan simple pero a un tiempo tan descomunal como ejecutar la misma táctica de Cannae pero no sobre un espacio de unas decenas de estadios sino maniobrando sobre todo un inmenso país. Si Asdrúbal estuviera a la altura, aquello era cosa hecha, pero ¿estaría su hermano al mismo nivel?
Sabía del compromiso fraterno que los unía y de su lealtad y de su destreza, pero combatir contra Roma requería una astucia perfecta, milimetrada, fría. A Asdrúbal le hervía en ocasiones la sangre con demasiada rapidez. Aníbal sonrío. Quizás hicieran falta dos Aníbales para vencer a Roma y arrodillarla. Pero sólo había uno.
Sólo había un Aníbal y tendría que ser suficiente.
Pensó en yacer con una esclava y recordó a la bella meretriz de Arpi pero, como de refilón, se introdujo en su mente el recuerdo de Imelcea, su esposa ibera, o Imilce, como la llamaba él los pocos días que pasaron juntos, aquella princesa ibera hija del rey de Cástulo. Una hermosa joven, casi una niña, con la que se casó en sus tiempos de conquista en Iberia con el fin de congraciarse con los guerreros de aquel vasto territorio. Apenas pasaron unos días juntos después de la boda. Luego vino la guerra. ¿Qué sería ahora de ella? La dejó a cargo de Asdrúbal Giscón. Aquél no era un hombre de fiar, pero cuando partió de Iberia ésa pareció una solución razonable. Era un general veterano y de prestigio y quería que sus hermanos estuvieran libres de aquella responsabilidad, la de velar por su esposa, y pudieran moverse según requirieran las circunstancias por toda Iberia, por África o, como tendría que ser el caso, por la mismísima Galia e Italia. Además, Imilce no se había quedado embarazada. No había hijos que cuidar. Si hubiera habido algún niño, sin duda habría dejado a la joven esposa a cargo de su hermano Asdrúbal, pero sin hijos… No había hijos. Aníbal suspiró despacio. Aquél era un tema del que no se había ocupado. Siempre pensó primero en resolver el asunto de Roma, luego vendría lo demás. Los hijos eran un arma de doble filo: te daban fuerza pero te hacían más vulnerable. Un hijo te daba algo por lo que luchar, pero también podía ser un rehén que te impidiera combatir. Imilce. Una joven y hermosa princesa en un momento inadecuado. El matrimonio, no obstante, fue eficaz en su objetivo esencial: miles de iberos se alistaron en su ejército para invadir Italia y ahora allí estaban con él. Aníbal asintió en silencio. Quizá, si tenía la ocasión, debería resarcir a esa joven muchacha. Le había servido bien a sus fines. Y fue dócil. El general cartaginés sonrió con un ápice de ternura. La pobre muchacha estaba aterrada la noche de bodas. Él la trató con suavidad. La joven no sabía ni moverse. ¡Qué noches tan distintas las que pasó en Arpi con aquella voluptuosa meretriz! Y, sin embargo, después de tanto tiempo, el rostro que recordaba, el olor que percibía traído por su memoria, el tacto suave de la piel que casi podía palpar al cerrar los ojos, era el de aquella joven princesa ibera. Aníbal sacudió la cabeza y abrió los ojos. Se hacía viejo, nostálgico, melancólico. No había hijos, la princesa ibera estaba muy lejos de allí y tenía una guerra entre manos. Sus ojos repararon de nuevo en la tablilla que aún sostenía en su mano. En la carta de Asdrúbal no se decía nada negativo de forma directa con relación al general Giscón, pero había una frase que dejaba traslucir tensión entre líneas: «Reuniré los tres ejércitos para la próxima campaña. Es de esperar la cooperación de Magón y Giscón», había escrito Asdrúbal. Por eso había releído la carta en tantas ocasiones. «Es de esperar la cooperación de Magón y Giscón.» Esa frase no podía estar por Magón. Los tres hermanos eran uña y carne. Esa frase estaba por Giscón. «Era de esperar su cooperación.» El hecho de ponerlo era igual que manifestar una duda. Con certeza, Asdrúbal no quiso ser más explícito por escrito, pues la tablilla, transportada por un mensajero, podía perderse, caer en manos del enemigo o, peor aún, en manos de amigos de Giscón. Aníbal sabía de la ambición de Giscón. Un general que podría haber sido el líder del ejército púnico de no ser por los Barca, primero por su padre Amílcar y luego por el propio Aníbal. Imilce estaba bajo su vigilancia. ¿Debería haberla traído? En aquel momento pareció mejor que se quedara allí, como un baluarte de su paso por Iberia, como una señal de su posible regreso. La echó de menos por motivos militares la víspera de la batalla de Cannae. Las tropas iberas estaban inseguras, insatisfechas por la falta de provisiones después de dos años de encarnizadas luchas en Italia. En aquellos días lamentó su decisión de no haberse traído consigo a la joven princesa ibera, pues pensó que su presencia habría contribuido a fortalecer el vínculo de los iberos con él mismo, pero luego vino la gran victoria de Cannae y los iberos se mostraron encantados y entusiasmados de haberse alistado en aquel ejército. En fin. Aníbal volvió a suspirar. Imilce tendría que velar por sí misma. En cualquier caso, Giscón, al menos mientras él estuviera vivo, la cuidaría, aunque sólo fuera por mantener la diplomacia con las tribus iberas. La otra cuestión era más delicada: saber hasta qué punto Giscón actuaría en coordinación con Asdrúbal y Magón. Era peor tener a alguien socavando la unidad en el interior que estar rodeado de feroces enemigos. Asdrúbal tendría que actuar con cuidado.
6 Netikerty
Roma, septiembre del 209 a.C.
Lelio partió de la villa de Quinto Fabio Máximo en el mismo carro que le había conducido allí. A sus pies, encogida y atemorizada, estaba Netikerty, con una mano en su herida. Lelio se quitó la toga que llevaba y se la cedió a la esclava para que ésta se cubriera el cuerpo semidesnudo. Ella la tomó y se tapó, excepto la rodilla herida. Tenía miedo de manchar aquella bella toga con su sangre. Hoy ya la habían azotado una vez. Estaba cansada, dolorida y asustada. El conductor les dejó en el foro. Ambos, Lelio y Netikerty, bajaron del carro.
- Sigúeme. -Netikerty le miró y asintió. Parecía que eso era todo lo que aquel oficial romano sabía decir, pero la joven egipcia ya había aprendido a base de golpes y tortura que en aquella ciudad más valía hacer lo que se le ordenaba, de modo que no lo dudó ni por un instante. Arropada por la toga de su nuevo amo como si de un manto se tratara siguió a aquel hombre por el laberíntico entramado de las calles de Roma. Cuando estaban acercándose a lo que ella conocía como el Macellum, al norte del foro, un gigantesco mercado, su nuevo amo giró por una calle estrecha. El tribuno se detuvo ante una do- mus vieja, el gran legado de sus padres. Lelio golpeó la puerta. Enseguida un viejo esclavo la abrió y se inclinó ante su amo. Lelio entró y se dirigió al esclavo.
- Calino, lleva a esta joven a que se dé un baño y déjale luego paños limpios con los que se pueda curar una herida que tiene en la pierna. Y a mí tráeme vino en cuanto te hayas ocupado de ella. Ah, y mucho cuidado con tocarle un pelo. Me ocuparé personalmente del que la toque y ya sabes lo que eso significa. El esclavo asintió y condujo a la joven hacia una de las habitaciones que daban al atrio. Netikerty, asustada, volvió la mirada hacia el oficial romano, pero Lelio ya había desaparecido adentrándose por el estrecho tablinium al fondo del pequeño atrio. Netikerty bajó entonces los ojos y siguió a Calino. Seguía atemorizada, pero comprobó que Calino se mantenía a distancia y aquello la relajó un poco.
Lelio, una vez conseguida la ansiada soledad, se arrodilló frente al altar dedicado a los Lares y Penates, los dioses protectores de su familia, y rezó en silencio. Luego se sentó en un solium en el tablinium y esperó hasta que Calino le trajo una buena jarra de vino fresco y un vaso. El esclavo se retiró y por fin, con las primeras horas de la tarde, pareció que iba a poder degustar una copa de vino con algo de sosiego y paz. Mientras saboreaba el caldo, proveniente de algunas de las pocas vides de Campania supervivientes a aquella larga guerra, Lelio evaluó la situación: el Senado le había negado los refuerzos que tan encarecidamente le había solicitado Publio y, para colmo, el cónsul de Ro-ma le había maldecido y poco menos que deseado su muerte, a ser posible más bien pronto que tarde. No, definitivamente, aquél no era su día. Y, luego, sin saber bien por qué, había dilapidado gran parte de su capital en la absurda compra de una esclava que, si bien era hermosa, no lo era tanto como para pagar todo lo que se había gastado. A un primer vaso, le siguió un segundo. Una de las normas casi sagradas de Cayo Lelio. Bien, sobre lo hecho ya no restaba nada que hacer sino recibir la bronca e incluso el castigo que Publio considerase oportuno a su regreso a Hispania por su incapacidad en las gestiones políticas con el Senado. En cuanto a la entrevista con el cónsul, mejor omitirla de su relato al joven general. Era curioso el enorme temor que la persona de Escipión concitaba en alguien tan poderoso como Fabio Máximo. Y qué insistencia con acusar al joven general de influido por los extranjeros, por su interés en la cultura griega. Lo hecho hecho estaba. Quedaba el segundo encargo de Publio: asistir al estreno de la nueva obra de aquel autor de tanta fama, de Umbría, creía que le había dicho que era de aquella región, un tal Plauto, que escribía tragedias o comedias, o no sabía bien qué. La cuestión era asistir al estreno para luego comentar al general de qué iba la obra y cuál era la reacción del público. Se tomó un tercer vaso de vino. Saboreó el licor con deleite. Decidió que esa tarde se emborracharía. Mañana sería otro día y empezaría a ocuparse de organizar su regreso a Hispania y de averiguar cuándo tendría lugar la próxima representación de Plauto. Podría llenar los barcos de los que disponía de provisiones y armas. Eso lo podría conseguir si no tiraba más dinero. No serían dos legiones pero al menos mostraría a Publio que había hecho cuanto había podido. Visitaría también a Lucio, el hermano de Publio. Había pensado hacerlo ese mismo día, pero primero la entrevista con Máximo y ahora el sinsabor del fracaso por la negativa del Senado le retenían. Ya habría tiempo para eso. Seguramente el propio Lucio informaría a su hermano de lo desastroso de su intervención ante el Senado. Quizá mejor así. Cuando llegase, las malas noticias le habrían precedido. Sólo quedaría dar explicaciones.
Estaba agotado. Netikerty. Extraño nombre. Preciosa piel. Dulce mirada. Ojos miel. Algo había sacado de toda aquella tarde. Algo bueno, sentía que algo bueno, pero era aquél un mundo tan complicado, el de la política. Se desenvolvía mejor en un campo de batalla que entre las calles e intrigas de Roma. Publio debía haber enviado a otro. A Marcio o a Mario. Terebelio y Digicio desde luego que no: demasiado rudos, pero Marcio o Mario eran buenos hablando en público. El vino empezó a aturdirle. Fue a rellenar la copa, pero la jarra estaba vacía. Pensó en llamar a Calino. Tenía sueño. Se quedó dormido y soñó con el viento, el mar y un largo viaje más allá de todas las guerras.
7 Las dudas de Catón
Roma, septiembre del 209 a.C.
Catón entró en el jardín cuando la figura de Lelio seguida por aquella esclava herida aún se recortaba en el umbral del atrio. Fabio Máximo estaba de nuevo reclinado en su triclinium.
- No ha podido ser -comentó Catón, sin ocultar cierto aire de satisfacción por haber tenido razón.
- ¿Qué quieres decir, querido Marco, exactamente? -preguntó el viejo cónsul con un tono de sorprendente calma, como distraído, entretenido en reorganizar los cojines de su triclinium para estar más cómodo.
A Catón le parecía innecesario dar detalles, pero no dudó en aclarar su comentario.
- Que no ha habido forma de torcer la voluntad de ese terco soldado. Es obvio que está cegado por su lealtad a ese Escipión. No se ha conseguido nada.
- ¿Nada? ¿Tú crees? Yo estoy más bien satisfecho.
El cónsul parecía divertido contemplando la faz de sorpresa que se adivinaba en los abiertos ojos de su joven pupilo. Estaba claro que Marco no parecía compartir la misma opinión. El viejo senador decidió precisar su enigmática aseveración.
- Esta tarde, querido Marco, esta tarde no hemos cosechado, eso es cierto, pero hemos sembrado, hemos sembrado y con buena simiente. Veo en tu rostro que no entiendes mi punto de vista, pero es sencillo. Esta tarde hemos sembrado la duda en el corazón de ese hombre. Es cierto que hoy se nos ha manifestado como un oficial de férrea voluntad, indomable, inflexible en su lealtad, pero acaba de decir no a un consulado y eso, querido amigo, eso pesará en su ánimo: se ha visto obligado a renunciar a lo que más anhelaba por seguir ciegamente a quien le ha enviado desde Hispania, a ese Escipión. Veremos qué sentimientos se cruzan en su persona cuando Escipión continúe con su extraña campaña militar y la Fortuna deje de favorecerle como lo hizo en Cartago Nova. ¿Qué crees que pasará entonces por la mente de Cayo Lelio cuando Escipión comience a tomar decisiones discutibles o en conflicto con la voluntad del Senado? ¿Hasta dónde crees tú
que le seguirá fielmente y sabiendo que al hacerlo se negó a sí mismo el acceso a la máxima magistratura que, sin duda, con mi apoyo habría logrado bien pronto?
Marco, despacio, aún negaba con la cabeza.
- ¿Crees, sinceramente, Marco, que incluso entonces le seguirá?
- Eso pienso, aunque el cónsul de Roma tiene más experiencia.
- Eso piensas… entiendo… más experiencia, desde luego que tengo. Bastante más que tú, Marco. No hace falta que me lo recuerdes. Mis huesos lo hacen a cada minuto. Me hago mayor, pero no creas que pierdo mi intuición en estas cosas y menos aún en el arte de juzgar a las personas. Por ejemplo, sé que hace tiempo que dudas de mi capacidad y me sigues por una mezcla de afecto e interés en la que adivino que a cada momento aumenta el interés y se reduce el afecto. No, no digas nada, no añadas a tu menosprecio a mi persona la carga de la mentira, Marco. Sé cómo son las personas: los que llamo mis enemigos y los que están a mi lado. No me canses con excusas ni explicaciones. El único en el que confío plenamente es en mi hijo. Sé que el me sigue por afecto sincero, como debe ser por la sangre que nos une.
Máximo se quedó mirando al vacío, pensando en su hijo, ahora en el frente de guerra en Italia. Catón bajó la mirada. El viejo cónsul continuó.
- Esta tarde se ha sembrado bien en el corazón de ese hombre y la simiente germinará
en el momento apropiado -concluyó el viejo senador.
Marco Porcio Catón asintió al fin, aunque su alma no acompañaba el gesto. El cónsul le incitó a hablar una vez más.
- Pero, amigo Marco, dime, ¿qué es lo que aún corroe tu espíritu? Aunque sepa de tus dudas hacia mí, siguen interesándome tus apreciaciones porque yo, al contrario que tú, no infravaloro ni a mis enemigos ni a los que me rodean, pues ése es el principio de todos los fracasos. Azuzado por el cónsul, Catón se animó a hacer tangible su pensamiento.
- ¿Y si Cayo Lelio, pese a las dudas que hayas incitado en su espíritu, se mantiene firme junto a Escipión? ¿Entonces qué?
El cónsul se recostó en su triclinium e inhaló y expulsó aire con profundidad.
- En ese caso, estimado Marco, en ese caso pondremos en marcha un segundo plan para demoler de raíz la confianza de Escipión en su apreciado segundo en el mando, en su inefable Cayo Lelio. Cuando no se puede quebrar una soga por un extremo conviene que intentemos cortarla por el contrario. De hecho, lo idóneo es intentar segarla a un tiempo por ambos extremos. Y, aunque tú no te hayas dado cuenta, eso es exactamente lo que hemos empezado a hacer esta tarde. Ahora sólo nos resta esperar y entretenernos intentando discernir cuál de los dos extremos de esa amistad se quebrará antes. No digo bien, más que entretenernos, lo que al menos yo pienso hacer es divertirme al ver cómo cada pieza del mecanismo que he puesto en marcha hoy se va activando hasta que de modo inexorable quiebren el destino de esos dos hombres, el de ese Escipión y su fiel Cayo Lelio.
Y con estas palabras el cónsul lanzó una sonora carcajada que reverberó entre las piedras y los ladrillos del peristilo de aquella enorme villa en las afueras del sur de Roma. Tras la risa, Máximo despidió a su joven interlocutor.
Catón desapareció entre las sombras de los arcos que daban acceso al atrio, ensimismado y confundido, pero con un encendido interés por saber hasta qué punto estaba a las órdenes de un loco o del más genial de los líderes. En cualquier caso, ser cauto era buena política. Así se lo había enseñado el propio Fabio Máximo. Fue en ese momento cuando Catón decidió tomar algunas medidas suplementarias para asegurarse de que Lelio no regresara junto a Publio Cornelio en la lejana Hispania. Entre las sombras, el joven Catón se concedió una tímida sonrisa. Le costó mover las comisuras de los labios en aquella dirección tan poco acostumbrada.
Quinto Fabio Máximo, princeps senatus y augur permanente de Roma, salió del ciclópeo edificio de su domus y paseó entre las construcciones de su gran villa, dejando a un lado las porquerizas y al otro las pequeñas viviendas de los esclavos. Ascendió por un estrecho paseo en cuyos lados crecían altos cipreses como centinelas del pasado anclados en el tiempo. La senda, por la que no cabía un carro, condujo a Fabio Máximo hasta lo alto de una colina en el centro de su inmensa hacienda. En su lento ascenso, Máximo se ayudaba en ocasiones del lituus, un largo bastón terminado en forma curva, necesario para la ceremonia que iba a realizar. Una vez llegado al final del sendero dio unos pasos más hasta situarse justo en medio del pequeño altozano. A su alrededor podía ver sus tierras, rodeadas de un poderoso muro y, más allá de aquella pared, las grandes murallas de Roma, ante las que su fortaleza quedaba empequeñecida. Pero en ese momento, Máximo no estaba interesado en el paisaje terrenal. Trazó con el lituus una larga línea en el suelo, el cardo, de norte a sur, con la que dividía el espacio celeste en dos regiones, y luego dibujó de igual forma otra perpendicular de este a oeste, decuma- nus. A continuación fue trazando líneas paralelas a las ya marcadas para tener así al fin un gran prisma constituido por cuatro cuadrados, las cuatro regiones celestes en las que dividía el mundo desde el punto en el que se encontraba y, al fin, se situó en el centro donde se cruzaban las dos líneas centrales, donde el cardo y el decumanus formaban una cruz. Máximo inspiró letamente y cerró los ojos alzando la cabeza. Técnicamente aquél no era un campamento augúrale aceptado comúnmente, pero él ya había hecho levantar allí mismo un pequeño templo a Júpiter para que aquel altozano quedase como un auguraculum, un lugar purificado, un sitio desde el que observar el futuro en el vuelo de las aves, esto es, si uno era de los pocos augures elegidos en Roma, y él era el más antiguo. Máximo giró despacio sin salirse de la cruz de las dos líneas clave de su espacio dibujado en el suelo hasta quedar encarado hacia el sur, hacia el sol del mediodía. Para ello, el princeps senatus se dejó guiar simplemente por la intensidad de la luz que atravesaba la fina y gastada piel de sus viejos párpados cerrados. Todo lo que estaba ante sí era el antica y lo que quedaba a sus espaldas era el portica. Normalmente, habría venido acompañado de alguien que le habría planteado aquellas cuestiones que querían consultarse a los dioses, pero en aquel día era él, Quinto Fabio Máximo, el que deseaba consultar personalmente a las divinidades.
- Sea, por Júpiter -dijo sin levantar la voz y abrió los ojos mirando al cielo, con cuidado de evitar la luminosidad directa y cegadora del sol, pero escrutando en silencio el cielo. Cualquier ruido, cualquier chasquido de una rama al quebrarse, el relincho de un caballo en aquel momento darían por terminado el augurio, pero los dioses estaban con Fabio aquel día, y sólo el zumbido suave de la brisa llegaba tranquilo a aquella colina. En aquel instante, lo importante era observar el vuelo de las aves. Si éstas venían de su izquierda, de oriente, el augurio sería bueno, positivo para sus designios, pero si venían de occidente, de su derecha, sus planes se truncarían irremisiblemente. Fabio no pudo evitar una sonrisa de cierto desprecio al recordar cómo para los griegos esto era al revés, pues se situaban mirando hacia el septentrión. ¿Qué podía esperarse de un pueblo que ni tan siquiera sabía predecir el futuro con propiedad? También era importante que las aves no volaran demasiado bajas, aves inferae, pues éstas sólo traían consigo malos augurios. Por el contrario, las aves praepetes, de vuelo alto, confirmaban un presagio positivo. Fabio Máximo volvió a cerrar un instante sus ojos y se centró en sus planes sobre Lelio. Los abrió entonces de golpe y levantó el lituus en el aire y, casi por ensalmo, se recortó en el cielo la figura inconfundible de una bandada de aves. Podrían ser gansos o quizá patos, pensó, pero aquello era lo de menos. Lo esencial es que venían de su izquierda, de oriente. Sus planes estaban en marcha. Todo transcurriría según lo planeado. Fabio dejó caer despacio el lituus. ¡Qué simple era Catón!, pensó. Simple pero leal, un fiel servidor, pero servidor al fin y al cabo. Se había forjado grandes expectativas para Marco Porcio Catón, pero cada vez veía más claro que sería su propio hijo el que debería sucederle, el que estaba a la altura de comprender hacia dónde debía ir Roma. Un buen hijo. Un fiel a Roma. Sangre de su sangre. Quinto Fabio Máximo echó a andar y en tres pasos salió del auguraculum dibujado en el suelo. El princeps senatus se encaminó hacia el sendero para, satisfecho, emprender el camino de regreso a su domus y, por qué no, solazarse con alguna de sus jóvenes y bellas esclavas egipcias. Aún le quedaban dos y de la otra había conseguido un precio absurdamente enorme. Máximo sonreía con buen ánimo cuando tropezó con una piedra que le hizo perder el equilibrio y a punto estuvo de caer, pero el lituus le ayudó a mantener la vertical al apoyarse con él en el suelo. Una vez recuperado de la sorpresa, pues no era Fabio, pese a su edad, proclive a semejantes tropiezos, se reajustó la trabea de augur, la toga nacional con decoraciones en púrpura y rojo escarlata, y miró al suelo. A sus pies una piedra grande, del tamaño de su puño, se erguía impertinente. Fabio le asestó un calculado puntapié con su sandalia y la piedra cayó rodando por la ladera de la colina. Era raro que no la hubiera visto. Y es que Máximo hacía gala de su excelente vista que, pese a sus años, le permitía discernir con nitidez el vuelo de los pájaros más distantes. Lo que el princeps senatus desconocía es que una parte de su nervio óptico estaba dañada por la edad y, aunque mantenía una excelente vista, había una pequeña parte del ángulo de visión que había perdido precisamente en la parte inferior derecha, justo donde había estado aquella inoportuna piedra. De igual forma, el anciano senador y augur no había visto cómo, al tiempo que observaba el lento y elegante vuelo de la bandada de aves altas venidas de oriente, un pequeño gorrión, sin duda menos exótico y menos interesante, había volado a ras de suelo desde occidente, pero, quizás esto no fuera importante, pues ¿qué puede hacer un pequeño gorrión para contravenir el curso de la historia?
8 El hijo de Publio
Tarraco, otoño del 209 a.C.
- ¡Paso, abrid paso!
Los legionarios que actuaban a modo de lictores gritaban por las calles de Tarraco mientras ascendían hacia el centro de la población en busca de la domus sede de la familia del joven Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las dos legiones desplazadas a Hispania. Detrás de los lictores caminaba a buen paso el joven general. Publio, tal y como ya hiciera cuando partieron hacia el sur hacía unos meses, marchaba a pie, al igual que los legionarios, para dar ejemplo y mostrar a sus hombres que compartía con ellos el duro esfuerzo de las eternas jornadas a paso ligero con las que había habituado a sus legionarios a desplazarse por las agrestes tierras hispanas. El sudor que poblaba su frente atestiguaba el ejercicio físico al que el general sometía a sus tropas y a sí mismo, pero había quedado demostrado con el éxito de la campaña de aquel año, especialmente mediante la conquista de Cartago Nova, contra todo pronóstico, que aquellas durísimas marchas eran la mejor forma de sorprender a un enemigo, los cartagineses, aún demasiado confiado en su superioridad numérica y en las alianzas con los iberos de la región. Publio, a la vez que ascendía de regreso a su residencia en Hispania, en Tarraco, donde se disponía a pasar el invierno, acantonado con el grueso de sus tropas, meditaba sobre cómo atajar esos dos problemas: la superioridad numérica de los tres ejércitos cartagineses de la península ibérica, con venticinco mil hombres cada uno, y las fuertes alianzas que éstos mantenían con gran número de tribus celtas e iberas de la región. Contra el primero de estos problemas no podía ya hacer mucho sino esperar que las gestiones de Lelio ante el Senado dieran sus esperados frutos y que su segundo en el mando regresase a Tarraco con un par de legiones más, pues los hombres de las dos legiones de las que ya disponía, más las tropas auxiliares que había traído consigo y la marinería de la flota romana estacionada en Tarraco, no alcanzaban los treinta mil hombres, y eso contando con las tropas que encontró cuando llegó a Hispania, los restos de las unidades supervivientes a las terribles batallas en las que tanto su padre como su tío perecieron. La ausencia de ambos seguía pesando sobre su ánimo enturbiando los destellos de felicidad a los que tenía acceso en su atribulada vida como general romano en territorio hostil en medio de la más cruenta de todas las guerras a las que el Estado romano había tenido que hacer frente. Esos destellos habían sido la conquista de Cartago Nova, en el ámbito militar, y el nacimiento de su segundo hijo, esta vez un varón, en lo familiar. Un hijo. Ver a su recién nacido vastago era lo que insuflaba fuerzas adicionales a sus exhaustas piernas. Algo que el resto de los legionarios admiraba y sufría al tiempo, pues les resultaba sorprendente la energía de su general, algo que respetaban, pero que también padecían al tener que mantener el enérgico ritmo de marcha que éste se marcaba para sí mismo. En cualquier caso, la victoria de Cartago Nova y el reparto del botín entre legionarios y marineros había dejado ampliamente satisfechos a todos los hombres. Nadie estaba descontento por tener que deslomarse en largas jornadas si eso culminaba en victoria y riqueza para todos.
Pero Publio, además de los pensamientos en su hijo, al que aún no había conocido al nacer éste mientras estaba en campaña en el sur, seguía meditando sobre el segundo de los problemas al que debía hacer frente: quebrar las alianzas entre los cartagineses y los indígenas de la región. A ello se había entregado en cuerpo y alma desde la toma de Cartago Nova. Allí mismo empezó su estrategia de liberar a decenas de rehenes iberos que mantenían presos los cartagineses en las cárceles de su capital hispana, para de esa forma conseguir el joven general romano congraciarse con aquellas tribus que, de momento, en gran medida, se habían mantenido o bien al lado de los cartagineses, por gusto o por presión, o bien habían estado al margen del conflicto entre Cartago y Roma. Con acciones como la sistemática liberación de presos, Publio estaba seguro de poder ganarse la simpatía de muchos de esos pueblos y, si bien quizá no consiguiera que se pusieran a su lado, ya sería una gran victoria que éstos dejaran de combatir junto a los cartagineses engrosando las filas del enemigo con aguerridos luchadores que, para colmo, eran los mejores conocedores de aquel territorio. Había tratado ya con la mayoría de los jefes iberos del sur, pero ahora quería tratar con los del este y el centro de Hispania. Por eso esperaba que durante el invierno llegaran enviados de estos pueblos iberos y celtas a Tarraco, para buscar la forma de pactar con ellos para que se unieran a él contra los cartagineses o para que, al menos, no interfirieran en la contienda que aún quedaba por librar. Sí, aquí Publio se pasó una mano por la frente y se quitó parte del sudor: quedaba mucho por hacer; de hecho, lo peor estaba por venir. Unos ochenta mil cartagineses, cuando éstos juntaran sus tres ejércitos, contra sus escasos treinta mil. Era una gesta imposible. Aunque lo mismo dijeron de la posibilidad de tomar la inexpugnable Cartago Nova por la fuerza; pero aquello fue distinto. Con Cartago Nova tenía un plan elucubrado con sosiego durante años y ejecutado con gallardía por sus generales, por Lucio Marcio Septimio y, por encima de todo, por Cayo Lelio. Y luego la valentía de centuriones como Quinto Terebelio o Sexto Digicio y también el tribuno Mario Juvencio. Sí, fue una conquista épica, pero ahora todo el valor de aquellos hombres sería insuficiente si no se conseguía equilibrar las fuerzas de los unos y los otros. Los refuerzos que debía traer Lelio eran necesarios, absolutamente imprescindibles. Llegaron a su destino. La domus en la que Publio Cornelio Escipión y su familia se alojaban en Tarraco había sufrido varias ampliaciones desde que el general dejara la residencia apenas unos meses atrás. Estaba claro que su mujer, Emilia Tercia, además de dar a luz a su hijo, no había estado indolente durante ese tiempo y se había concentrado en mejorar la vivienda que para la familia había procurado el joven Publio, que no era otra sino la que de modo incipiente empezó a edificar su fallecido tío Cneo. El joven general entró en el atrio de su casa acompañado tan sólo por los doce lictores de su escolta y por sus oficiales de mayor confianza: los tribunos Lucio Marcio y Mario Juvencio y los centuriones Quinto Terebelio y Sexto Digicio. El impluvium estaba rebosante de agua clara y fresca de la lluvia de la tarde anterior, las paredes, limpias, y en dos de ellas el general descubrió nuevas puertas que debían de dar a las dependencias añadidas a la domus por Emilia, pero en el centro, junto al impluvium, pequ'eño y desnudo, sobre una manta de lana que lo protegía del frío de la piedra del suelo, yacía el cuerpo de un niño. El pequeño agitaba sus diminutos brazos como si mantuviera un combate con un enemigo invisible: se le veía sano y fuerte y, para sorpresa de todos los presentes, excepto si acaso para su madre, el bebé se agitaba llorando con tal fuerza que su llanto penetraba en los oídos de los que lo rodeaban como alfileres punzantes. Aguardaba asustado, confundido. Su madre, Emilia Tercia, hija del que fuera dos veces cónsul de Roma, el senador Emilio Paulo que cayera en la batalla de Cannae, permanecía al fondo del atrio, junto a la puerta que daba acceso al tablinium. Emilia, al igual que su pequeño retoño, esperaba también pero, a diferencia del niño, sin decir nada. Los lictores y los oficales de Publio se quedaron junto al vestíbulo de entrada y los sirvientes y esclavos que atendían a la familia se apretujaban en los umbrales de las puertas laterales, de modo que cuando el joven general dio varios pasos al frente para situarse junto al bebé de apenas un mes de edad, el atrio era sólo de ellos, padre e hijo. Publio se arrodilló entonces y tomó al pequeño entre sus brazos. Al instante, el niño detuvo su llanto y asió con una de sus pequeñas manos uno de los dedos de su padre.
- ¡Es sano y fuerte! -exclamó Publio con el corazón encendido-. ¡Sano y fuerte como un legionario! -Y se echó a reír. Los lictores acompañaron a su general con gruesas carcajadas de soldados orgullosos por la comparación que su general acababa de hacer y a las risas se unieron los oficiales y luego el resto de los presentes. Publio se acercó al pequeño altar de los dioses Lares protectores de la casa cuando su joven y bella esposa se aproximó y le detuvo cogiéndolo del brazo. El tacto suave de la mano de su mujer hizo que Publio sintiera unas irrefrenables ansias de estar con su esposa a solas, pero se vio obligado a contenerse en medio de tantos presentes. No se besaron. Las muestras de afecto en público iban contra la tradición romana, incluso entre marido y mujer, y ambos sabían de la importancia de cumplir con las tradiciones. Había legionarios fieles al general por lealtad pura y legionarios fieles a la tradición de Roma. Cumplir con las tradiciones, al menos en público, garantizaba lealtades inquebrantables.
- Antes de aceptarlo como tu hijo, te ruego que me prometas algo -dijo Emilia. El general se detuvo. Con el niño entre sus brazos miró a los ojos de su preciosa mujer romana con intensidad. Se perdió en los ojos oscuros que lo enamoraron cuando ella apenas tenía dieciséis años, en la villa de su padre, Emilio Paulo. Hacía tan poco y hacía tanto tiempo. Aquél era su segundo hijo. Ya tenían a Cornelia. Y ahora un niño. Un niño. Por fin. La familia de los Escipiones perduraría más allá de sí mismo.
- ¿Qué he de prometer? -Publio, para sorpresa de todos, no preguntó con enfado o indignación, algo que habría sido natural ante la intromisión de la madre en el momento en el que el pater familias estaba aceptando a su hijo. Pero Publio sabía, igual que Marcio y algunos otros oficiales que habían seguido al general hasta su casa, que Emilia Tercia no era una mujer más. Aquélla era una matrona romana patricia hija de un cónsul caído en la guerra contra Aníbal, una auténtica matriarca que, pese a su juventud y belleza, transmitía una enorme sensación de fuerza y poder, y una mujer que, sin lugar a dudas, influía con determinación en un hombre bajo cuyo mando estaban dos legiones romanas completas. Aquélla no era una mujer normal. Y además, tenía intuición. Algunos decían que percibía el futuro. Se comentaba que cuando el general hablaba de que había tenido un sueño premonitorio, en realidad era su mujer, Emilia, la que lo había tenido.
- Sólo pido, mi señor -dijo Emilia en voz alta-, que me prometáis que este niño quedará a salvo de la guerra contra Aníbal. Publio la miró. Era aquélla una extraña petición. Entre otras cosas porque aquel bebé
sólo tenía un mes y la guerra ya duraba nueve años. No era previsible que el conflicto perdurase durante dieciséis o diecisiete años más como para que aquel bebé alcanzara la edad militar con el conflicto aún activo.
- No creo que dure tanto la guerra contra Aníbal, Emilia.
- No importa. Sólo júramelo, por los dioses Lares de nuestra casa y por Júpiter Óptimo Máximo. Jura que Aníbal nunca podrá hacer daño a nuestro hijo. Publio mantuvo la mirada intensa de su mujer. Todos escuchaban atentos aquel inesperado debate entre los cónyuges. El niño no lloraba, sino que se aferraba a su padre y cerraba los ojos, respirando tranquilo, lejos ya del frío del suelo. Sólo quería dormir.
- Con Cornelia no me hiciste jurar nada.
- Las niñas no van a la guerra, los niños se hacen hombres, los hombres van a la guerra y muchos no vuelven. -Así es la vida, Emilia.
- Sí, y lo acepto. Pero Aníbal ya me ha arrebatado a mi padre, mi hermano le combate en Italia, tú combates a sus hermanos en Hispania, mi suegro, tu padre, y tu tío también han caído. Quiero que al menos los dioses preserven a mi hijo. Júrame que este niño quedará a salvo de Aníbal. Publio bajó la mirada. Inspiró y expiró. Sintió el calor del bebé acurrucado contra su pecho y creyó percibir la extensión de su sangre en el tiempo.
- Esta guerra -empezó Publio alzando la mirada-, esta guerra terminará antes de que el niño sea soldado. Antes. Y Aníbal ya nunca será un peligro para él. Lo juro por nuestros dioses Lares y por Júpiter Óptimo Máximo. Emilia cerró los ojos y se arrodilló ante su marido.
Publio levantó al niño en sus brazos, proclamó que en quince días habría un gran banquete de celebración e hizo las ofrendas oportunas para agradecer a las divinidades la feliz llegada a su vida de aquel pequeño que daba paso a una nueva generación. Arrodillado en el altar, Publio tuvo que contener las lágrimas. Ya no era el último de los Es-cipiones. Tragó saliva. Se levantó y sin derramar una sola lágrima se volvió hacia sus oficiales que se acercaban para felicitarle. Publio los sorprendió. No podía contenerse más, así que los abrazó uno a uno. Primero a Lucio Marcio y le dijo:
- ¡Tengo un hijo, Marcio, un hijo!
A continuación hizo lo mismo con el tribuno Mario Juvencio. -¡Un hijo, Mario, un hijo!
Y repitió la escena con los rudos Quinto Terebelio y Sexto Digicio, incómodos, pero contentos, ante las muestras de efusividad de su general en jefe. Al fin Publio se dirigió
a todos.
- ¡Tengo un hijo! -Y se volvió con el rostro feliz y agradecido a su joven esposa-.
¡Tenemos un hijo! De aquí a quince días, en cuanto nos hayamos establecido en nuestros cuarteles y asegurado las provisiones para el invierno, celebraremos este acontecimiento con un banquete. Marcio, Mario, Quinto, Sexto os quiero a todos aquí. Deberíamos esperar a Lelio, pero si hace falta celebraremos otro banquete entonces a su llegada. Así
celebraremos también la llegada de los refuerzos que necesitamos.
Emilia, aparentemente más tranquila tras el juramento de su marido sobre la protección que el niño recibiría, ordenó que sirvieran agua, vino, mulsum, que dispusieran varios triclinia y que, a la espera del anunciado banquete, se sacara toda la comida posible para agasajar a su marido y a sus oficiales a su feliz regreso tras haber conquistado la inexpugnable fortaleza de Cartago Nova. Emilia supervisó los trabajos de los esclavos para atender a todos los oficiales de su marido, pero en su cabeza permanecía la duda sobre si aquel juramento bastaría para salvaguardar a su recién nacido de la larga mano de Aníbal y su sempiterna guerra contra Roma.
9 El ejército de Asdrúbal
Campamento general de Asdrúbal, proximidades de Cástulo, Sierra Morena, Hispania, otoño del 209 a.C.
Los bramidos de los elefantes despertaron a Asdrúbal. Eran animales jóvenes que necesitaban adiestramiento. Aún no se habían aclimatado bien al clima más frío del centro de Iberia. El hermano de Aníbal se levantó y se vistió solo, sin ayuda de ningún esclavo. Le gustaba hacer las cosas por sí mismo. Tenía la teoría de que recurrir demasiado a los esclavos debilitaba el espíritu de un guerrero. Tenía una misión que llevar cabo, una promesa que cumplir: seguir la misma ruta que su hermano mayor y cruzar la Galia y los Alpes para lanzarse desde el norte contra Roma. Era el plan de su hermano. Era un buen plan. Como todo lo que ideaba Aníbal. Hacía un par de años había conseguido terminar con los dos generales romanos que impedían su avance hacia el norte. Todo estaba dispuesto para empezar el gran viaje cuando apareció un nuevo general, el hijo y sobrino de los que habían muerto. Un nuevo Escipión. Un joven guerrero que les había sorprendido con la toma de Qart Hadasht. Su primer impulso había sido el de salir a toda prisa y marchar contra la caída de Qart Hadasht, pero sus oficiales le hicieron ver que era mejor reagruparse primero, reunir a los tres ejércitos para de esa forma conseguir una superioridad numérica total, de modo que en una batalla en campo abierto pudieran masacrar a las dos legiones de ese nuevo e inoportuno general romano. Sus oficiales tenían razón. Aníbal siempre decía que tenía el temperamento demasiado caliente, pero había aprendido a escuchar. Lo que no podía evitar era estar nervioso. Hacía quince días que había remitido mensajeros hacia el sur y hacia el oeste. Su hermano pequeño, Magón, ya había enviado respuesta desde Gades explicando que en unas semanas se reuniría con él en Cástulo, pero, como siempre, no había llegado respuesta alguna de Giscón. Giscón siempre se hacía de rogar. Le gustaba desesperarle y por Baal y Tanit que lo conseguía.
Asdrúbal salió de su tienda y preguntó a los guardias apostados en ía puerta.
- ¿Ha llegado ya algún mensajero de Lusitania?
- Nada, mi general -respondió uno de los centinelas africanos mirando al suelo, temeroso de la reacción de su superior-. Lo siento. Asdrúbal se contuvo. El Asdrúbal de unos años atrás habría arremetido a empujones con el pobre soldado. Ahora se limitaba a escupir en el suelo y maldecir entre dientes.
- Giscón miserable. Tendrás que venir aquí con tus hombres o iré a buscarte antes de emprenderla con el romano…
Asdrúbal añadió unas pocas palabras más, pero éstas ya resultaron inaudibles para los guerreros. El general estaba rabioso. Estaba irritable, tenso. La única ventaja era que todos sabían que pronto volcaría toda esa rabia contra el joven general romano, una vez que los tres ejércitos estuvieran reunidos. En el fondo de sus almas, todos los cartagineses acampados en Cástulo daban por muerto a aquel general romano. Lusitania. Campamento general de Giscón, otoño del 209 a.C.
Giscón era un hombre corpulento, tosco y decidido. Tenía un andar pesado, lento, pero que infundía temor con su mirada de ojos apretados, como estudiándolo todo para preparar un ataque. Giscón era desconfiado por naturaleza y por necesidad. Sólo él había podido abrirse camino con brillantez entre el dominio creciente de la familia de los Barca y sólo él había conseguido el mando de uno de los tres ejércitos de Hispania sin ser hermano del todopoderoso Aníbal. No, no lo había tenido fácil. Tampoco le importaba. Sólo pensaba en ello como quien constata un hecho. La densa barba y su frente arrugada resaltaban aún más la ferocidad del rostro y todos, oficiales, soldados y esclavos se guardaban de importunarle con preguntas irrelevantes. El problema era que para Giscón todo parecía ser irrelevante excepto tres cosas: primero, derrotar al nuevo general romano; dos, a ser posible, derrotarlo solo, sin colaborar con los Barca, para de esa forma superarles en prestigio y seguir en su ascenso al poder, y tres, su hija Sofo-nisba, una hermosa y particularmente inteligente hija. Giscón tenía planes y su hija era el eje mismo de todas sus maquinaciones, pero, al contrario que en la mayoría de los casos, la propia hija estaba al tanto y era favorable, más aún, parecía deleitarse en confabular con su padre, aunque en los planes se comerciara con ella misma. El general terminó su paseo y se detuvo frente a las tiendas en donde se encontraban las dos mujeres a su cargo: por un lado Imilce, la mujer ibera de Aníbal que el propio Barca dejara atrás para marc-har a Italia. El mismísimo Aníbal había insistido en que al final Imilce quedara a su cargo. En cierta forma pensaba que era un cebo que le tendían los Barca. Habían argüido hábilmente que era mejor distanciarla de su ciudad, Cástulo, para tenerla a modo de rehén y asegurarse la lealtad de aquella fortaleza próxima a las minas de oro y plata de Sierra Morena que explotaban los cartagineses dirigidos por Asdrúbal. Pero él sabía más. Estaba convencido de que Asdrúbal y Magón querían que picara, que se delatara causando daño a aquella mujer, pero Giscón hacía tiempo que había decidido cumplir su cometido de cuidar a esa esposa ibera de un poderoso marido ausente.Y no había que olvidar que Imilce representaba un lazo de unión con las tribus iberas y hacerle daño o humillarla sólo podía conducir a perder fuerza en Iberia, y eso tampoco le interesaba. Además, el propio Giscón se vio sorprendido al ver cómo aquella joven ibera se conducía con discreción, sin dar problemas y sin hacer requerimientos fastuosos o absurdos. No, aquella mujer era callada y sencilla. Salía poco por el campamento, lo cual era mejor, pues su belleza agitaba las filas de guerreros eternamente insatisfechos en sus apetitos carnales. No, Imilce no daba motivos para molestarla o para las murmuraciones. Giscón decidió recompensar esa discreción de Imilce tratándola con respeto y benevolencia. A fin de cuentas, ella no tenía culpa de estar casada con quien lo estaba. Había sido moneda de cambio en un mundo en guerra y había aceptado su papel con dignidad. Lo mismo que su hija, Sofonisba, dispuesta a seguir los planes en los que había estado trabajando durante los últimos años. Ahora bien, aquí Giscón suspiró con profundidad, allí donde Imilce se presentaba como discreta, su hija representaba el polo opuesto: altiva, independiente, decidida, saliendo por el campamento de día o de noche, haciendo que todos los soldados iberos, númidas o africanos dejaran de beber, comer, jugar, luchar o lo que fuera que estuvieran haciendo para observarla en un silencio babeante henchido de anhelo y puro deseo por poseerla. Sin embargo, como era lógico, nadie se atevía a dirigirse a ella, pues todos sabían que una palabra de más significaría la muerte. Así, todos miraban y callaban. Todos menos uno. Giscón se giró hacia la tienda de su hija. Todos menos uno. Ése era un pensamiento que no podía quitarse de la cabeza. El general cartaginés Asdrúbal Giscón frunció el ceño y con esa expresión en el rostro entró en la tienda de Sofonisba.
La encontró sentada, de espaldas a la puerta, donde cuatro fieros africanos seleccionados por su padre apartaron las telas que aislaban a la joven de las miradas lascivas de todos cuantos la deseaban. Sofonisba dejaba que una esclava mayor le cepillara el pelo.
- ¡Ay! -exclamó la joven-, ¡eres una bestia, por Tanit! ¡Sal de aquí y deja ya de torturarme, estúpida!
La madura esclava, delgada, casi escuálida, asustada, dejó el cepillo frente a la mesita de su ama y, aún más aterrorizada al ver la figura imponente del general Giscón en la puerta, se desvaneció entre reverencias por la cortina de entrada a la tienda.
- Si esta esclava no te satisface puedo traerte otras -dijo Giscón con lo que él entendía era ternura. Su hija se volvió.
- Todas son unas estúpidas, padre -respondió Sofonisba con lo que sí era una voz dulce y melosa, una voz que como la de las sirenas, hacía que los hombres que la escuchaban se sintieran honrados de que aquella voz se dirigiera a ellos-. Sólo tú, padre, eres capaz de entenderme y de tratarme, pero claro, no tienes tiempo para mí, siempre luchando, siempre combatiendo. Giscón se sentó en una silla amplia de madera cubierta de pieles de lobo. El suelo estaba acolchado por tupidas pieles de oso y en una esquina ardía incienso en un pequeño cuenco, mientras que junto a su hija, en la mesita donde ésta se estaba aderezando, una lámpara de aceite completaba la fina luz del día que se filtraba por las rendijas de las cortinas de la puerta. Su hija estaba tan hermosa como siempre: piel oscura, casi de éba-no, ojos grandes como dos lunas envueltas en una noche negra; una nariz pequeña, suave, redondeada; un pelo rizado y denso, espeso, que caía sobre unos hombros desnudos, curvos, incitantes. En ocasiones, para Giscón, Sofonisba sólo tenía un defecto: ser su hija.
- Estás enfadado, padre, pero no sé si es conmigo, con los romanos o con los Barca. ¿Enfadado?
- Lo llevas escrito en la frente, padre.
Giscón relajó los músculos del rostro. Al menos, lo intentó.
- Todo un poco, supongo. Asdrúbal Barca me ha escrito para que prepare las tropas para unirnos a él, junto con Magón y atacar todos juntos a ese nuevo general romano.
- ¿El nuevo Escipión? -preguntó la joven al tiempo que tomaba el cepillo y reemprendía la tarea que su supuestamente torpe esclava había dejado a medias por orden suya.
- Exacto.
- Pero, ¿cuántos son en esa familia? ¿No matasteis a dos hace unos años?
- Eran su padre y su tío.
- Por Tanit, parece que los Escipión se reproducen como los Barca. Giscón sonrió ante el comentario de su hija; sin embargo, paseando la mirada por la estancia sus ojos descubrieron, en la mesita donde su hija se arregabla, algo que le perturbó.
- ¿Y eso? -preguntó señalando con un dedo acusador.
Sofonisba no se puso nerviosa. Ni tan siquiera se inmutó. Siguió cepillándose el pelo con cuidado de no hacerse daño. Realmente era difícil no tirar de él.
- Es un brazalete, padre -respondió sin añadir más.
Giscón se levantó y se acercó despacio. Era un brazalete que reproducía el cuerpo sinuoso de una serpiente con una cabeza ancha al final, como la cobra. -Es de él, ¿verdad?
- Sí, padre, es del príncipe Masinisa, el jefe de la caballería númida, el único hombre, además de ti, que se atreve a dirigirse a mí en cuanto tiene oportunidad y que insiste en entregarme todo tipo de regalos.
Giscón se dio cuenta de cómo su hija se deleitaba en torturarle. Cualquier otro hombre habría sido atravesado por su espada, pero Masinisa era príncipe, o así gustaba considerarse, hijo de la reina Gaia, enfrentado al rey Sífax por el trono de Numidia. Masinisa insistía en que ese trono era suyo por linaje y sería suyo por la fuerza si era necesario. El rey Sífax, claro, era de opinión bastante opuesta.
- Es un príncipe sin reino -añadió su padre para humillar al autor de aquel regalo y así, aunque más toscamente, menospreciar ante su hija a quien le había entregado aquel presente.
- Lo sé, padre, pero él jura y perjura que Numidia será suya y que yo debo ser su reina. Es un osado y me gusta. Me sorprende que aún no le hayas castigado por las confianzas que se toma conmigo. Es más, yo diría que cada vez es más atrevido. Pero la pasividad de su padre realmente no sorprendía a Sofonisba. Ella sabía, y su padre también, que la caballería númida que comandaba Masinisa era clave en todas las operaciones militares que se estaban realizando en Iberia. Si había un punto débil entre los romanos era la caballería y ya en Cannae se vio lo esencial que la caballería podía resultar. Giscón estaba atado de pies y manos en todo lo relacionado con ese maldito príncipe númida. Masinisa, bendecido por el Senado cartaginés desde que contribuyera a frenar un ataque de Sífax contra Cartago en el pasado reciente, era un protegido del poder púnico en África. En resumen: Masinisa era intocable. Y el muy cerdo lo sabía y se aprovechaba cortejando sin discreción a Sofonisba y, lo peor de todo, con la aparente connivencia de la joven. Pero la política de alianzas de Cartago con los reyes númidas era cambiante y quedaba por ver hasta cuándo perduraría la inmunidad de Masinisa.
- Sabes que es con Sífax con quien deberás casarte en el futuro, no con Masinisa. Ése es el plan.
Sofonisba se giró y sonrió a su padre. Le hablaba como quien hablaba a un niño.
- Lo sé, padre, lo sé. Y cumpliré con mi cometido y me casaré con ese viejo gordo y feo y bestia de Sífax si con ello te ayudo a ti y ayudo a Cartago, pero no veo por qué no puedo, al menos ahora, divertirme un poco y torturar a ese Masinisa al que tanto odias. Recibirle, escucharle, aceptar sus regalos le da esperanzas, eso acrecienta su deseo por mí y eso le hace sufrir aún más que si le hubiera despreciado desde un principio. Su padre la admiró con los ojos bien abiertos. Nunca lo había pensado así. Por una vez veía que compartía algo con el presuntuoso de Masinisa: ambos amaban a Sofonisba y ambos, por motivos distintos, nunca podrían tenerla, sólo que el númida sufriría un extra por poder concebir esperanzas. Sí, su hija tenía razón, como solía ser el caso: hablando con Masinisa, dejando que la cortejara, agradeciendo sus atenciones, incrementando su deseo, sin lugar a dudas, su sufrimiento, su ansia se vería llevada a límites de angustia insospechados. Giscón vio cómo su hija se ponía el brazalete en su brazo derecho.
- Además, estimado padre, deberás reconocer que el regalo bien valía la pena -comentó Sofonisba exhibiendo su botín al estirar su brazo que, desde el codo hasta casi el hombro, quedaba cubierto por tres vueltas de aquella serpiente dorada. Giscón se acercó
para examinar la alhaja con el detenimiento que merecía.
- Oro puro -comentó el general ensimismado-, y bien tallado. Cada escama está trazada con delicadeza y precisión, sobre oro reblandecido a golpe de martillo para hacerlo fino y flexible. Una obra excelente. Ese hombre te ama. No hay duda.
- Y no lo has visto todo -añadió la joven girando un poco su brazo para que su padre pudiera observar bien la cabeza de la serpiente que constituía el remate final del brazalete. Una cabeza de cobra, meticulosamente esculpida sobre el oro que le miraba con dos ojos brillantes aparentemente inyectados en sangre pues se trataba de dos resplandecientes rubíes igual de altivos que su hija o que el propio príncipe Masinisa.
- Veo que al fin he podido sorprender a mi padre. Creo que la joya merecía que la aceptara. Has de admitir que Masinisa me aprecia. Sí, seguramente me ama, como aman los hombres: me quiere poseer, pero ya le he dicho que sólo puedo ser del rey de Numidia.
- ¿Y qué te ha dicho? -preguntó el general cerrando la boca que había tenido abierta no sabía bien por cuánto tiempo.
- Eso es lo curioso -continuó Sofonisba mirando y remirando su recién adquirida alhaja-, ha dicho que eso es algo que se arreglará a su debido tiempo… que eso es lo que seré, la reina de Numidia.
Giscón guardó silencio. Se despidió de su hija, no sin antes rogarle que procurara no exhibirse por el campamento cada noche, a lo que la muchacha respondió que intentaría ser más recatada en sus paseos, una respuesta apropiada de alguien que nunca hace lo que dice. Su padre suspiró y salió de la tienda. Algo que se arreglaría a su tiempo. Giscón volvió a fruncir el ceño. La seguridad de aquel joven príncipe le producía arcadas. Un pensamiento le tranquilizó por dentro: la guerra pone a todos en su sitio, especialmente a los soberbios. Masinisa vio cómo el general Giscón salía de la tienda donde descansaba su hermosa y, también, terrible hija. Sofonisba le torturaba pero lo hacía con tanta gracia, con tal elegancia que le divertía y le encendía a la vez. Sí, estaba loco por ella y la codiciaba, pero había algo que todavía no había conseguido hacer entender a aquella joven caprichosa y mimada noble púnica de apenas dieciocho años: él la quería tanto en cuerpo como en alma. Ella sería una delicia con la que deleitarse en la cama tras un día de guerra o de caza o de viaje, pero algo le decía que más allá del fuego existía una llama más profunda en el espíritu de aquella mujer. Sofonisba había nacido para ser reina y él haría que aquellos designios de los dioses se cumplieran, pero él no se sentiría satisfecho con tan sólo poseer el cuerpo de la joven; no, él quería más, mucho más. Él lo quería todo: anhelaba los pensamientos y la voluntad de Sofonisba. Todos ansiaban su piel, sus brazos, sus senos, su boca. Él quería eso y también sus sentimientos más ocultos. Tanta frialdad, tanta risa frivola, tanto desdén para con todos, excepto para con su padre, no era más que una fachada en la que se protegía una mujer vulnerable como las demás, que se había construido una muralla de piedra helada para que ningún hombre, aunque la poseyera, pudiera tan siquiera atisbar el más mínimo recoveco de pasión auténtica, de ternura, de amor. Él, Masinisa, príncipe de los maessyli, hijo de la reina Gaia, y futuro rey de Numidia, pese a Sífax, pese a los cartagineses y a los romanos, él, sólo él conquistaría esas murallas y tendría el honor de contemplar su interior. Y no tenía miedo de hacerlo. Aquél era un asedio que le entretenía de modo sublime. Sofonisba creía que sabía tanto, que lo sabía todo de él, y, sin embargo, sabía tan poco de sus planes…
Imilce era una reina alejada de su reino, una esposa separada de su marido, una mujer distanciada del amor. Tuvo una infancia feliz, mimada por su madre y con un padre que le concedía todos los caprichos. Ahora, en sus largos días de soledad, se aferraba a aquellos recuerdos con la intensidad de la melancolía. No se consideraba desgraciada, pero ansiaba un retorno al pasado o, al menos, el regreso de su marido. Su relación con Aníbal fue muy breve. Él la tomó siendo casi una niña. La eligió porque era hija de los reyes de Cástulo y en Cástulo había minas de oro y plata. Imilce no era ingenua. Cedió al mandato de su padre porque, a fin de cuentas, qué otra cosa podía hacer. Había más de un joven guerrero ibero del ejército de Cástulo que la cortejaba y más de uno del agrado de la pequeña Imilce, pero tenía el deber de obedecer a su padre y quizá la falta de valor para oponerse. Aníbal, además, era el señor de toda Iberia, el hombre más poderoso de aquellos territorios. También el más temido. Imilce se entregó a aquel desconocido de veintiocho años que casi le doblaba en edad, pero aquel guerrero africano se mantenía fuerte y joven.
Imilce se sentó en la puerta de su tienda. Dejaba la cortina a medio cerrar y se entretenía en ver el ir y venir de los hombres de Asdrúbal Giscón. Sus ojos estaban allí, sobre aquellos soldados, pero su mente viajaba hacia el pasado. Aníbal se mantuvo distante y frío durante la presentación de Imilce por sus padres y también durante toda la larga ceremonia. Luego vino la temida noche de bodas. El gran guerrero africano estuvo comiendo y bebiendo horas enteras con sus generales y sus oficiales y con los padres de Imilce. Ella permanecía acurrucada, asustada, hecha un ovillo al pie del lecho nupcial. Pasó la medianoche y aquel inmenso hombre entró en la habitación. Dijo algo en su lengua e Imilce escuchó los guardias que custodiaban la puerta del dormitorio reír mientras se alejaban. Imilce se sentó en la cama. No quería mostrar todo su terror. Sintió la mirada de aquel hombre fija sobre su pequeño cuerpo apenas cubierto por una túnica fina de lana blanca, impoluta como su piel, como todo su ser. Aníbal dio un paso adelante y se detuvo contemplándola. Imilce recordaba cómo en aquel momento esperaba el dolor. Su madre le había dicho que había algo de dolor en la noche de bodas pero no le había explicado ni cómo ni cuándo. Imilce, en su desconocimiento, pensaba que la sola presencia de su marido traería el dolor pero, de momento, no pasaba nada. Aníbal le habló en su lengua, con acento extraño, pero le entendió. -Ahora eres mi mujer. Ella asintió sin decir nada.
- Soy hombre de pocas palabras, pero creo que debemos dejar algunas cosas claras desde el principio.
Imilce volvió a asentir sin abrir la boca.
- Veo que hablas poco. Eso es una virtud en cualquiera. Verás… -Y se sentó a su lado; la cama se dobló por el peso de Aníbal e Imilce se estremeció al recordar cómo su cuerpo cayó hacia el del gran guerrero, quien la asió pasando un poderoso brazo por su espalda sin hacer nada más, sólo sosteniéndola-. Sólo te pido -decía su grave voz-que seas fiel y que me des un hijo. Lo primero es fundamental, pues si me eres infiel eso se interpretará como que no me respetas y si no me respeta mi mujer nadie me respetará y tendría que renegar de ti. Lo segundo es importante porque necesito un heredero. Ésas son tus dos obligaciones. Por lo demás, yo cuidaré de ti. Sé que siempre has tenido de todo, eres hija de reyes y como tal te han tratado. Yo haré que no te falte de nada. Cuando quieras algo sólo tienes que pedírmelo. ¿Has entendido todo lo que te he dicho?
Imilce volvió a asentir sin decir palabra. Aníbal arrugó la frente.
- Esta vez no me vale tu silencio. Dime que has entendido todo lo que he dicho. Imilce habló sin mirarle. Fue una frase corta y rápida, pero sencilla y clara.
- He entendido todo lo que has dicho, mi señor. Sé lo que tengo que hacer y lo que no puedo hacer. Y… Aquí la joven se detuvo.
- ¿Y…? -inquirió Aníbal con el gesto ya más relajado. -Y… gracias por cuidar de mí. No me hagáis mucho daño… por favor.
Aníbal la miró con detenimiento esta vez. Imilce sabía escudriñar la mirada de un hombre de reojo y adivinó en el semblante de aquel gran guerrero, su marido, un anhelo extraño que ya había visto en varios de los jóvenes que la habían cortejado aunque infructuosamente al encontrar la oposición de su padre.
- No te haré daño.
Imilce recordaba en silencio mientras la tarde se desplegaba sobre el campamento general de Asdrúbal Giscón. Aníbal no le hizo daño. Sólo sintió un tirón fuerte y seco en un momento, cuando estaba desnuda, debajo de él. Todavía se sorprendía de que aquel enorme hombre apenas le hubiera hecho daño. Ni aquella vez ni las siguientes en las que estuvo con él. Pero luego, de pronto, llegó la gran guerra y de la separación de sus padres y de su reino, pues Aníbal se la llevó a Qart Hadasht, pasó a la separación de su marido. Ahora Aníbal estaba en la lejana Italia, sus padres en Cástulo, Qart Hadasht había caído en manos de los romanos y ella estaba acogida en un campamento cartaginés en la remota Lusitania. Todo estaba del revés. Se sentía sola, pero, por algún extraño motivo, no se sentía abandonada. Oyó un relincho que le hizo sonreír. Aníbal, a la mañana siguiente de poseerla por primera vez, la condujo al campamento cartaginés acampado frente a Cástulo. La llevó hasta las tiendas que hacían de establo de los lustrosos y ágiles caballos africanos.
- Espera aquí-es todo lo que dijo. Y ella esperó. Aníbal desapareció en el interior de aquella gigantesca tienda y salió con una hermosa yegua negra azabache.
- Es del color de tu pelo, del color de tus ojos -le dijo Aníbal-. Tus padres me han dicho que te gusta montar. Es tuya. Es la mejor de mis bestias, con la excepción de Sirius, pero ése es un elefante y… -Pero Aníbal se vio sorprendido porque la muchacha tomó la yegua de las riendas, y sin saber muy bien cómo, la ágil muchacha, de un salto fruto de la experiencia, se montó sobre el animal.
- Es preciosa, mi señor -dijo Imilce sonriendo. Era feliz. Aníbal también sonrió y no lo hacía a menudo.
La yegua dejó de relinchar. Mañana saldría a dar un paseo con ella, caída la noche, escoltada por dos guerreros de Giscón, para evitar miradas inoportunas. A sus ventitrés años las miradas anhelantes de los hombres que la veían aún eran frecuentes. Imilce no había podido cumplir con la segunda de sus obligaciones: dar un hijo a Aníbal, pero tenía la firme decisión de cumplir la primera con exquisita pulcritud. Viviría sola, sería una reina sin reino, una esposa sin marido y una mujer sin pasión, pero sería fiel a Aní-bal. No tenía nada más a que aferrarse. Sentía que mientras fuera fiel a aquel guerrero que tenía al mundo entero en guerra, tenía algo, algo fuerte y poderoso que era lo único que alimentaba su monótona existencia, algo que hacía que todos la respetaran y no quería hacer nada que pudiera alterar eso, su único tesoro.
10 El nimbus
Roma, otoño del 209 a.C.
Netikerty estaba vestida con una túnica azul de lana suave. Se había bañado y aún tenía el pelo mojado. Las nuevas ropas le cubrían el cuerpo con decencia, de forma que ya no parecía una prostituta sino una esclava de alguna familia acomodada de Roma. Las suaves líneas del rostro, su pequeña nariz y sus marcados labios oscuros seguían allí. El volumen de sus pechos aún se adivinaba bajo la túnica, pero esta vez de forma mucho más difusa. Lelio seguía, no obstante, sintiendo esa tremenda atracción por la muchacha que lo había conducido a regatear con el cónsul por su posesión apenas hacía unas semanas.
- ¿Aún te duele la herida?
La joven miraba al suelo y no respondía.
- Te he preguntado si te duele la herida. Puedes responderme… y puedes mirarme. Nadie te va a pegar por responder a una simple pregunta ni por mirarme. Netikerty dudaba, no estaba segura de haber entendido bien. Aún se le escapaban muchas palabras del latín. Su lengua materna era el egipcio. También entendía la lengua griega, hablada por los gobernantes de su país, pero el latín sólo lo había aprendido a base de golpes de su amo y gritos de otros esclavos. Lelio se acercó a la muchacha y puso su mano en la barbilla. Suavemente empujó el rostro de la chica hasta que ésta lo subió lo suficiente como para que sus ojos quedasen a la altura de los de su nuevo amo.
- ¿Te duele la herida? -Lelio preguntó a unos ojos almendrados, dulces en medio de un mar de tristeza por el sufrimiento acumulado, de mirada intensa, como el viento del mar.
Netikerty miró los ojos de aquel hombre y no percibió odio ni rencor ni temor. Todo lo contrario a lo que estaba acostumbrada a ver en los de su anterior amo.
- No -dijo al fin-. Está mucho mejor. Gracias, mi señor.
Lelio se quedó mirándola sosteniendo la cabeza de la muchacha con la mano, sin permitirle que la bajara. Estaba sorprendido de su intensa belleza y de su fuerte espíritu pese a la adversidad en la que se había visto envuelta. No había podido ver a la muchacha en un par de semanas porque se había dedicado a preparar su regreso a Hispania manteniendo incontables negociaciones en el foro para conseguir suministros para su barco, víveres para el viaje, nuevas armas.
Netikerty, por su parte, no resistió la mirada así que, como no podía bajar su rostro, cerró los ojos. Lelio la liberó retirando su mano y acariciando con su dorso la barbilla de la joven. Sintió la suavidad infinita de una piel tersa y se sobrecogió. Era una tarde aún cálida de otoño. Calino y el resto de los esclavos habían salido a comprar comida y bebida para un pequeño banquete que Lelio quería dar con algunos amigos antes de su regreso hacia Hispania. Estaban solos en medio del atrio de una casa desierta. Él era dueño y señor de aquella joven y hermosa esclava. Estaba sobrio y hacía días que no goza-ba de ninguna mujer, desde que la semana anterior se desahogara con una prostituta en casa de la gran lena de Roma. No había querido gozar de Netikerty por una confusa conjunción de sensaciones o sentimientos que le habían inducido a dejarla tranquila unos días, pero aquello no podría seguir así siempre. Aquella esclava había costado una pequeña fortuna y ya era hora de sacar rendimiento a su inversión. Lelio, desde su sella, un pequeño asiento sin respaldo, se estiró hacia un lado y tomó
un cestillo que estaba junto a él. Cogió la canastilla en sus manos y la situó frente a Netikerty.
- Ábrela -dijo Lelio.
La joven miró y dudó, pero era una esclava.
- Sí, mi señor-respondió, y se arrodilló ante su amo para tomar la canastilla en sus manos. Fue a levantarse pero sintió la mano poderosa de Lelio sobre su hombro. Su señor no deseaba que se alzara. De rodillas, abrió con sus manos morenas la canastilla. Miró en su interior. Algo resplandecía a la luz del sol que inundaba el pequeño atrio de la domus.
- Cógelo -dijo Lelio.
La joven introdujo sus manos y sacó una preciosa alhaja de oro. La extendió en las palmas de sus manos, dejando que la hermosa joya brillase en todo su esplendor cubriendo sus manos y dedos. Era una hermosa lámina de oro de la que colgaban innumerables perlas, todo unido a una fina cinta de lino con la que sin duda se ceñía a la cabeza.
- ¿Sabes lo que es? -preguntó Lelio con curiosidad.
Netikerty asintió antes de responder y mientras lo hacía no despegaba su mirada de aquella suntuosa joya.
- Es un nimbas, mi señor, para ceñir en la cabeza, dejando que cuelgue por la frente. Su nombre, nimbus, procede de la luz que rodea la cabeza de vuestros dioses. Lelio se quedó sorprendido.
- Para ser una esclava proveniente de un país tan lejano sabes mucho de nuestras costumbres. Y sabes mucho de nombres.
- Los nombres son importantes, mi señor, y de forma especial en mi país, Egipto, donde…
- Bien, bien -la interrumpió Lelio aburrido de aquella conversación-. No te he comprado para hablar. Ponte la joya. Netikerty calló, asintió y tomó el nimbus por la cinta de lino y pasó la fina cuerda por detrás de su cabeza ligando con un suave nudo ambos extremos. Había visto a muchas romanas ricas, invitadas en la casa de su anterior amo Quinto Fabio, acudir a banquetes con joyas similares, aunque ninguna tan lujosa como la que se estaba probando ahora ante su nuevo amo. Estaba desconcertada, pero se ajustó bien el nimbus, de modo que la lámina de oro con las perlas colgando cubrieran la mayor parte de su frente. En Roma se consideraba que las frentes pequeñas eran un rasgo claro de hermosura en una mujer. Por eso las romanas patricias dejaban caer rizos de su cabello por la frente o, las que se lo podían permitir, lucían hermosos nimbi con piedras preciosas.
- Esa joya me ha costado una fortuna y tú otra. -Lelio la miraba admirado-. Supongo que lo idóneo es que estéis juntas. Los dioses saben que no miento y saben también que si sigo así voy a dilapidar todo lo que he ganado en la conquista de Cartago Nova en menos de dos o tres meses, pero he de reconocer que el gasto ha merecido la pena. Una hermosa joya para una preciosa esclava. Poseerte me hace sentir bien. Hubo un breve silencio que terminó bruscamente con una palabra lanzada por Lelio, como una orden más a sus hombres en el campo de batalla.
- Desnúdate.
Las palabras de su nuevo dueño no parecieron sorprender a Netikerty. Se separó un paso para poder retirarse la túnica. Ésta cayó con pesada lentitud sobre el frío suelo de piedra del atrio. Netikerty no llevaba nada más, de forma que su escultural cuerpo quedó
descubierto por completo ante los ávidos ojos de su amo. Ella, no obstante la aparente tranquilidad de su gesto, encogió los hombros en un vano intento de protegerse ante lo inevitable.
- Fiaré lo que mi señor quiera, pero por todos los dioses de Roma, no me pegue -acertó a musitar la joven mirando al suelo. Lelio paseaba su mirada por los hombros bien formados, redondeados, la piel fina, bronceada, los pechos prietos como manzanas, el vientre plano, la cintura estrecha, una generosa cadera y unas largas piernas apoyas en sus pequeños pies calzados con sandalias romanas. Al escuchar la interpelación de la joven, hizo ascender de nuevo sus ojos por el cuerpo de la esclava y, más allá de su ansia física por poseerla, reparó en los cardenales de las piernas, las pequeñas cicatrices en la cintura y la cadera y en, lo peor de todo, las quemaduras próximas a los pezones hechas con toda probabilidad con algún afilado hierro candente al rojo vivo. Eran recuerdos de su reciente pasado con su anterior viejo y cruel amo Fabio Máximo. Eran heridas que su joven y fuerte cuerpo había sabido digerir y envolver con la belleza del conjunto al igual que la yedra cubre una casa ocultando las grietas de sus muros cansados por el tiempo. Este segundo examen añadió
unas gotas espesas de amargura en el corazón de Lelio, que salpicaron su apetito por la muchacha agriándolo, impregnando sus ansias sexuales de misericordia.
- Vístete y déjame solo.
Netikerty, con rauda destreza, se tapó con la túnica azul con tal rapidez que Lelio se quedó dudando de si realmente había llegado a estar desnuda ante él aquellos breves segundos. La joven desapareció del atrio y Lelio se quedó acompañado por el silencio y unos poderosos latidos de su corazón. Aquella muchacha, desnuda e indefensa ante él, le había recordado a un humilde gorrión herido, un pequeño gorrión sin rumbo, sin origen ni destino.
11 Una gran celebración
Tarraco, noviembre del 209 a.C.
En la residencia de Publio Cornelio Escipión en Tarraco todo era un ir y venir de esclavos, un continuo trasiego de personas cargadas con platos, vasijas, ánforas, vasos, cacerolas y todo tipo de viandas: carnes, pescados, frutas. Los primeros invitados estaban llegando y eran recibidos por tres esclavas que arrodilladas les limpiaban los pies y los perfumaban, mientras les retiraban las togas de modo que todos quedaran simplemente con su túnicas, más cómodos y libres para poder disfrutar de los diversos manjares que se estaban preparando para su deleite. A la invitación del joven Publio habían venido sin falta todos sus oficiales, Marcio Septimio, Sexto Digicio, Quinto Terebelio, Mario Juvencio, en su mayoría solos, excepto el primero, pues Marcio, que era el que más tiempo llevaba en Hispania, había hecho traer a su familia de Roma para que estuviese con él. Claudia, su esposa, era una matrona de aspecto frágil y delicado y actitud discreta con la que Emilia Tercia, la mujer de Publio, gustaba de conversar. Acudieron más oficiales y también representantes de las autoridades de la ciudad de Tarraco así como incluso algunos líderes iberos con los que los romanos tenían relaciones particularmente buenas. Publio no desperdiciaba ocasión para mostrar a los iberos de la región su interés por mantener con ellos la mejor de las amistades y ahondar así aún más en las lealtades que intentaba cultivar para asegurarse el dominio, primero al norte del Ebro, y luego del resto de Hispania.
Publio recibía a sus invitados en el atrio de la domus cuya edificación iniciara su tío Cneo y que luego, bajo la supervisión de Emilia Tercia, se había transformado en una residencia razonablemente confortable para una familia patricia romana obligada por las circunstancias de la guerra a residir fuera de la capital durante un largo periodo de tiempo. Emilia, además de añadir varias estancias, había insistido en hacer construir un gran horno fijo en un lateral de la casa, aprovechando la ladera natural, excavando debajo del suelo de la propia domus, para que así el calor de la leña quemada en aquel horno se distribuyera por toda la residencia, pasando por espacios que abrieron entre los tabiques y por debajo mismo de los suelos. De esa forma, la mujer del general había conseguido un sistema de calefacción similar al de las grandes residencias patricias de Roma y aunque se aproximara ya el invierno, todos los invitados podían sentirse confortables sin necesidad de tener que arroparse con pesadas túnicas. Publio era un mar de confusos sentimientos. Se sentía orgulloso de lo que había conseguido, la conquista de Cartago Nova, un gran triunfo para Roma en una Hispania esencialmente púnica, feliz por tener ya un heredero pero, a la vez, le habían llegado rumores de mercaderes que trataban con Roma sobre la decisión del Senado de no enviar más refuerzos a Hispania. Los mercaderes seguían con atención estas decisiones, pues el establecimiento de más legionarios en Tarraco sería algo muy positivo para sus negocios centrados en su mayoría en ser los proveedores oficiales de todo tipo de recursos para unas insaciables tropas de guerra; pero de igual forma, con frecuencia, sus informaciones llegaban deformadas por sus intereses económicos y bien pudiera ser que Lelio hubiera conseguido algunos refuerzos pero no tantos como los mercaderes deseaban y eso bastaba para que se propagase el rumor de la ausencia de tropas de apoyo para las campañas romanas en Hispania. El banquete empezó con una larga serie de aperitivos con lechuga, menta, puerros y atún fresco, para pasar luego a Xa prima mensa donde se sirvieron habas y albóndigas, luego, como secunda mensa, pollo y jamón, y así varios platos más con tordos, col, salchichas sobre gachas blancas y judías con magro, para al fin llegar al fundamentum cenae, el plato fuerte de la noche, tres enormes cabritos servidos en una riquísima salsa de aceite de oliva y vino. Todo acompañado por los mejores caldos que Publio había podido encontrar en la región junto con las ánforas que había conseguido traer desde Roma. Se sirvió uva, peras, manzanas e higos para terminar presentando largas bandejas repletas de bellaria, un amplio surtido de dulces de confección ligera para no indigestar más a unos ya completamente saciados invitados. Entraron entonces flautistas y músicos que acompañaron durante media hora el final de la cena, hasta que, bien entrada la noche, éstos se retiraron para dejar que una larga sobremesa, la comissatio, tuviera lugar, durante la que uno a uno, todos los oficiales de Publio alzaron sus copas y ofrecieron brindis en honor del recién nacido vastago de la familia Escipión. Publio y Emilia se acostaron cansados pero felices. El joven general en jefe de las tropas romanas desplazadas a Hispania encontró en el sopor del vino y el mulsum descanso para sus preocupaciones sobre la guerra durante gran parte de la noche pero, al amanecer, sus sueños se tornaron turbulentos, agitados por su persistente preocupación por la necesidad de refuerzos para conseguir sobrevivir en aquel lejano y complejo país rodeados por indígenas de lealtad difusa y siempre acosados por los pertinaces enemigos cartagineses que, con toda seguridad, debían de estar preparándose para contraatacar y devolver el golpe recibido en Cartago Nova.
12 La nueva obra de Plauto
Roma, noviembre del 209 a.C.
Lelio pensó que ya era hora de cumplir con el segundo de los encargos que había recibido de Publio Cornelio Escipión: ir al teatro a ver la nueva obra de Plauto, ese autor que tanto le interesaba. Lelio fue en busca de su recién adquirida esclava. La encontró
donde debía estar, en la cocina. Entró en la estancia y la muchacha, que estaba de espaldas con un cuchillo en una mano mientras que con la otra tomaba zanahorias, dio un respingo al escuchar la potente voz de su nuevo amo.
- ¿Dónde está Calino? -preguntó Lelio. Netikerty volvió su rostro hacia su amo, sin dejar el cuchillo y la zanahoria que sostenían sus manos.
- Ha salido al mercado, creo, no sé si ha vuelto.
- Entiendo. Bien. No importa. Deja lo que estás haciendo. Ya terminará él de cocinar. Sigúeme. Nos vamos. Nos vamos al teatro. Así lo llaman.-Y gritando-: ¡Calino! ¡Calino!
El esclavo, un poco encorvado por el peso de los años, pero aún recio y con fortaleza, apareció en la cocina.
- Me marcho esta noche al teatro. Esta nueva esclava viene conmigo. Y quiero que nos acompañes. Regresaremos tarde.
Y sin esperar respuesta, Lelio, veloz, salió de la cocina y cruzó el atrio. Netikerty le seguía de cerca. El oficial romano empezó a hablarle.
- Mira, esta tarde vamos al teatro. Es una especie de… no sé… es… salen unas personas… actores los llaman y representan algo… una historia, eso es, cuentan una historia entre todos. Eso es lo que tengo entendido. Yo no he visto nunca una representación de éstas, pero esta noche tengo que ver una e intentar recordar la historia para contársela a… a un general… a un amigo. Sí, a un amigo.
Lelio dejó de hablar. Estaba confuso. Por un lado era agradable tener alguien a quien contarle el sentido de sus idas y venidas por aquella ciudad; por otro se daba cuenta de que hablaba a una esclava que poco podía entender de todo aquello. En cualquier caso, dentro de lo incómodo del encargo, se sentía mejor acompañado que solo y, teniendo en cuenta el precio que había pagado por la muchacha, al menos, tenía sentido aprovecharse del acompañamiento de aquella esclava. A decir verdad, la sensación de soledad que había sentido desde que partió de Cartago Nova sólo se había diluido desde que esa joven se acurrucara a sus pies en el carro que los llevó desde casa de Fabio Máximo hasta el foro. Calino era un buen esclavo, pero nunca sintió por él nada especial. Lo había adquirido ya adulto, cuando su carrera militar, plagada de ascensos, le permitió mejorar su nivel de vida. Salir con él no era salir acompañado, era salir algo más protegido. Calino era formidable con una estaca en la mano y ésa no era una destreza desdeñabe en las peligrosas noches romanas, pero no era compañía para un alma melancólica. Calino apenas hablaba y Lelio de por sí tampoco era un gran conversador. Quizá por eso llevaban tanto tiempo juntos. Zigzagueando entre las calles de Roma, dejando el Macellum atrás, y enfilando al fin por el Argiletum, llegaron al foro. Allí, poco a poco, una multitud se iba congregando. Había gente de todo tipo y condición: libertos con humildes andrajos que pululaban de un lugar a otro, mendigos pidiendo limosna, comerciantes ofreciendo productos que habían traído desde el mismísimo Macellum para aprovechar la gran cantidad de público reunida en torno al recinto del teatro; patricios acompañados de escoltas y esclavos, senadores solos, senadores con sus esposas y senadores con sus amantes. Lelio se acercó hasta un puesto donde se podían retirar las letterae o entradas que daban autorización para acceder al recinto donde tendría lugar la obra de teatro. La admisión era gratuita pues el Estado financiaba aquellas representaciones como parte del entretenimiento que se brindaba al pueblo de Roma. Había una cola larga. Lelio y Netikerty esperaron en la fila durante unos minutos distraídos ambos en sus pensamientos y en admirar el desfile de diferentes personajes que circundaban todo el recinto. Al fin les llegó su turno.
- Dos -dijo Lelio.
El encargado de las entradas no dijo nada y alargó unas letterae. Lelio tomó dos pequeñas tablillas de piedra en donde podía leerse lo siguiente: Amphitruo de Plauto. Bueno, aquello estaba bastante claro: así, al menos, recordaría el título de la obra. Sin duda alguna debía de haber antiguos militares entre aquellos artistas, al menos parecían organizados. Aquello le gustó. Un poco de orden en medio de aquel aparente caos.
Avanzaron siguiendo al tumulto de gente que se agolpaba a las puertas del teatro. Allí
antes no había nada y, de pronto, casi como por arte de magia, en unos días, habían levantado un notable entramado de madera que acotaba gran parte del foro de la ciudad. Entraron en su interior y observaron la estructura del recinto. A la izquierda había una especie de escena levantada sobre un andamio de madera, de unos veinte pasos de longitud. A la derecha sólo un gran espacio vacío donde la gente se repartía para asisitir en pie a la representación. Lelio se situó próximo al escenario y nadie se interpuso en el camino del veterano y robusto oficial. Netikerty seguía a Lelio de cerca. Tenía miedo de perderse entre aquel gentío. Lelio, de pronto, la cogió de la mano, sin decir nada. Ella lo agradeció. Estaban en un lateral del recinto pero razonablemente próximos a la escena. No es que Lelio no pudiera obtener una posición aún mejor, es que no quería estar justo en el centro, frente a los actores. No podía evitar sentirse fuera de lugar. Estar acompañado de Netikerty le ayudaba, pues muchos podían pensar que estaba allí por ella, por la curiosidad que ella pudiera tener por el teatro. Ese pensamiento le hizo sentirse algo más relajado. Publio le había comentado en más de una ocasión cómo en Grecia y en muchas de sus colonias había auténticos teatros de piedra, inmensos, edificados en las laderas de las montañas para aprovechar mejor la… ¿cómo lo llamaba él? Sí, la acústica… es decir, que se oía mejor a los actores. Teatros enormes de piedra con capacidad para miles de personas. En aquel recinto, no obstante, también habría unas dos mil personas. Sin duda, si aquel fenómeno del teatro terminaba calando entre los romanos, tendrían que pensar en hacer algún teatro de esos de los que Publio le había hablado. Él nunca había visto uno. Decían que al sur de la península itálica, en las colonias de la Magna Grecia o en las colonias griegas de Sicilia también había teatros de ese tipo. En Siracusa había uno gigante, levantado por uno de los tiranos de aquella ciudad. Allí, aguardando el principio de la representación, sintió curiosidad por poder algún día visitar una de esas inmensas edificaciones bárbaras. En cualquier caso, sólo por ver toda aquella gente reunida tenía su gracia haber ido a aquel lugar.
Netikerty permanecía en silencio y meditaba sobre los más recientes acontecimientos de su azarosa vida. Hacía unos días era la esclava sexual de Quinto Fabio Máximo, un importante noble de esa ciudad. Recordando las personas que vio desfilar por casa de su anterior amo debía de tratarse de uno de los hombres más influyentes de aquella gran ciudad. Sin embargo, para ella toda esa influencia y poder sólo se habían traducido en tormentos y humillaciones. Múltiples noches las había tenido que pasar con aquel anciano haciendo toda clase de cosas para excitarle. Y lo peor no era el sexo sino los azotes y la tortura. El viejo parecía gozar más causando dolor que buscando placer. Y, en unos instantes, de aquella vida de tortura y vejaciones había pasado a manos de un desconocido que, de momento, se preocupaba por sus heridas y le proporcionaba un baño y ropa digna. De todas formas habría que ver cómo era una noche con aquel nuevo amo antes de tener una idea más precisa de lo que le esperaba. Hasta la fecha se había contenido de tomarla y hacerla suya, pero eso llegaría. De hecho, la contención de Lelio la tenía confundida. Ahora estaba aturdida por el gran número de gente y aquel extraño lugar al que habían ido.
El teatro ya estaba lleno hacía minutos. El sol brillaba aún en el atardecer lento de aquel otoño romano. Un actor salió a escena. Lelio intentó ver si podía identificar a Plauto, pero el maquillaje que el cómico lucía en su rostro imposibilitaba reconocer a su portador. Fuera quien fuera aquel actor empezó a declamar con voz poderosa para hacerse oír por encima de los centenares de personas que, aún ajenos a la salida del cómico, continuaban enfrascados en sus conversaciones privadas.
- Ut vos in vostris voltis mercimoniis -empezó Plauto con potente voz- emundis ven- dundisque me laetum lucris /adficere /atque adiuvare in rebus ómnibus let ut res rati- onesque vostrorum omnium Ibene ‹me› expediré voltis peregrique et domi /bonoque at- que ampio auctare perpetuo lucro /quasque incepistis res /quasque inceptabitis, /et uti bonis vos vostrosque omnis nuntiis /me adficere voltis, ea adferam, ea uti nuntiem /quae máxime in rem vostram communem sient -Inam vos quidem id iam scitis Iconcessum et datum /mi esse ab dis aliis, nuntiis praesim et lucro-; /haec ut me voltis adprobare adni- tier, /[lucrum ut perenne vobis semper suppetat] /ita huicfacietis fabulae silentium lita- que aequi et iusti hic eritis omnes arbitri /Nunc cuius iussu venio et quam ob rem vene- rim / dicam simulque ipse eloquar nomen meum. / Iovis iussu venio, nomen Mercurio est mihi…
[… Si queréis que yo, propicio, os proporcione beneficios en vuestras compras y vuestras ventas y os ayude en todas las cosas; si queréis que saque adelante los negocios y finanzas de todos vosotros en el extranjero y en vuestra patria y que haga prosperar continuamente con grandes y cuantiosos beneficios vuestras empresas, tanto las presentes como las futuras; si queréis que os proporcione a vosotros y a todos los vuestros noticias buenas, que os transmita y comunique las noticias más favorables para vuestro bien común (pues sin duda sabéis que los otros dioses me han dado y otorgado plenos poderes sobre las noticias y las ganancias); si queréis que os conceda estos favores y que ponga todo mi esfuerzo en que tengáis siempre constantes y copiosos beneficios, en este caso guardaréis silencio durante esta representación y seréis todos jueces justos e imparciales. Ahora os voy a decir por orden de quién vengo y a qué he venido, y al mismo tiempo os voy a decir mi nombre. Vengo por orden de Júpiter y mi nombre es Mercurio…]"' -Aquí Plauto se detuvo un momento, en parte para recuperar el aliento, en parte para deleitarse en el silencio que sus palabras habían conseguido extraer del público y, en parte, porque estaba preocupado por los altos coturnos que como dios Mercurio le correspondía llevar. Una vez ya se torció un tobillo representando a Júpiter y no quería correr la misma suerte de nuevo.
Lelio estaba admirado. El actor declamaba su papel con viva pasión y había conseguido captar el interés del publico, incluido él mismo. Hablaba elevado sobre unos cotur- nos altos, adornados con borlas doradas, tal y como correspondía a su rol de dios en la obra, pero andaba con cierta torpeza. Lelio se dispuso a prestar máxima atención para comprender la trama de la obra desde un principio cuando una mano firme se posó sobre su hombro. El veterano tribuno se giró molesto pero al ver al hermano de Publio, Lucio Cornelio Escipión, sonriéndole con afabilidad, Lelio se relajó y saludó al joven senador.
* Traducción según la versión de José Román Bravo en el volumen Comedias I de Plauto publicado en 1998 (véase la bibliografía).
13 Una carta de Lucio
Tarraco, diciembre del 209 a.C.
Estimado Publio,
Querido hermano, ésta es la tercera carta que envío. Otros dos mensajeros partieron semanas atrás, pero tu última misiva me ha hecho ver que no llegaron, las rutas son peligrosas, los galos están en rebeldía en el norte y los piratas campan a sus anchas por el mar. Sólo temen a nuestros barcos de guerra y éstos deben concentrarse en combatir a la flota cartaginesa. Espero que este mensaje sí que llegue a tus manos. Tampoco he querido recurrir a los mensajeros oficiales para evitar que mis comentarios caigan en manos que los trasladen a nuestro querido enemigo Fabio Máximo.
Lamento tener malas noticias que comunicarte: Lelio no ha conseguido persuadir al Senado para que enviaran refuerzos a Hispania. Tendrás que seguir la lucha sólo con las dos legiones de que dispones. Lelio fue persistente. Es cierto que no es un gran orador, pero realmente la conquista de Cartago Nova, el botín y los prisioneros deberían haber sido causa suficiente para que el Senado cediera pero, como siempre, Máximo insistió
en que se necesitan todos los recursos en Italia para mantener a Aníbal alejado de Roma. Como te imaginarás, el miedo hizo el resto. La verdad es que no creo que un orador mejor hubiera podido hacer cambiar de opinión al Senado dirigido por Fabio Máximo, que ya parece ser princeps senatus vitalicio. Sé que Lelio, junto con mi ayuda y la de nuestros amigos, está intentando cargar las trirremes con las que vino con provisiones y armamento para no regresar a Tarraco con las manos vacías. Ayer estuvo en casa para cenar y estaba claro que teme tu reacción. Como te he dicho antes, no creo que se le pueda culpar de la debilidad y el temor de los senadores. Nuestra madre es de la misma opinión y ruega a los dioses para que te protejan en todo momento. Lo hacemos todos. Y no hace falta que te diga lo orgullosos que nos sentimos de ser tu hermano y tu madre. En el foro, para desazón de Máximo, se sigue hablando aún de la toma de Cartago Nova en tan sólo seis días. De ese modo apenas si se alaba la reconquista de Tarento por Fabio y los suyos. Por mi parte, puedo asegurarte que no hay día que vaya al foro en el que no me saluden varios patricios y plebeyos de renombre y me insistan en que te haga llegar su agradecimiento por tu victoria en Hispania.
Ahora recuerdo que también vi a Lelio en el teatro. Supongo que por influencia tuya. Incluso le vi conversando con el propio Plauto tras la representación. Por cierto, Lelio iba acompañado por una muy hermosa esclava egipcia. No me extrañaría que se la llevara consigo a Hispania. Yo lo haría. No sé dónde la ha comprado, pero si lo averiguas házmelo saber.
Que los dioses te guarden con salud y te preserven de la ira del enemigo. Tu hermano,
Lucio Cornelio Escipión
- ¿Y bien? -preguntó Emilia con vivo interés-, ¿qué cuenta Lucio?
Publio dejó la tablilla en la mesa y suspiró. Estaban sentados en el amplio jardín de su domus en Tarraco. Emilia llevaba una túnica teñida de verde y ceñida a su cuerpo. Publio la miró con intensidad. Era increíble lo rápidamente que su mujer recuperaba su aspecto lozano después de un parto. Ya le sorprendió cuando nació su hija mayor, Cornelia, y de nuevo le resultaba admirable aquella pronta recuperación tras el nacimiento del pequeño Publio.
- Dice que Lelio no ha conseguido convencer al Senado para que nos envíen refuerzos. Piensa que no es culpa suya. No sé… quizá no debí mandarle a él. A lo mejor Marcio o incluso Mario habrían sido más convicentes, aunque Lucio opina que da igual a quién hubiera enviado. Lo cierto es que creí que los hechos expuestos con la concisión propia de un militar como Lelio serían más que suficientes para conseguir esos refuerzos, pero se ve que Fabio Máximo hizo prevalecer su opinión: todas las legiones deben permancer en Italia para salvaguardar Roma. Supongo que debemos estar agradecidos de que no nos quiten las legiones que tenemos. No ven que la guerra se ganará si conseguimos sacar el conflicto de Italia, no ven que así luchamos la guerra que Aníbal quiere que luchemos. No lo ven. No lo ven -concluyó Publio, y pegó un puñetazo en la mesa. La tablilla y una copa que había sobre la misma cayeron. La tablilla se partió y la copa se hizo añicos esparciendo su contenido de vino y miel por el suelo. Emilia le miró con cierta preocupación. Publio no era hombre que se dejara llevar por sus pasiones y menos que dejara salir muestras incontenidas de dolor o frustración. Fue la primera vez en que Emilia se percató con nitidez de que la guerra estaba cambiando a su marido y, con la clarividencia que da el amor, comprendió que aquella transformación no había hecho sino comenzar. Era lenta y sutil, pero estaba teniendo lugar. Poco a poco el objetivo de poner fin a aquella guerra ejecutando el plan de su padre y su tío parecía ir convirtiéndose en una obsesión y cualquier obstáculo que dificultara dicha meta turbaba a su marido sobremanera, de una forma desbocada.
Publio miraba el suelo empapado en mulsum. Un esclavo recogía con una pala pequeña y una escoba los restos del recipiente mientras otro ponía los dos pedazos de la tablilla sobre la mesa. Publio guardó silencio y su mujer también. Emilia creyó haber visto una pincelada de deseo en los ojos de su marido hacía apenas unos segundos, pero si así había sido ahora ya no estaba aquel anhelo. No, la mirada de Publio se perdía en el vacío. Emilia sabía que estaba calculando, pensando, buscando la forma de derrotar a los cartagineses que le triplicaban en número con las escasas tropas de las que disponía. Emilia prefería la otra mirada, pero sabía que, al menos esa noche, los otros pensamientos tendrían prioridad. La cuestión era hasta cuándo. Pero la voz de su marido la sorprendió al desvelar que su mente no estaba exactamente concentrada en cómo derrotar a los cartagineses sino en cómo sobreponerse a algo peor: los enemigos internos.
- A veces me pregunto -dijo Publio ensimismado, mirando al suelo-, ¿hasta dónde estarán dispuestos a llegar Fabio Máximo y sus seguidores para terminar con todos nosotros?
14 Una noche de fuego
Roma, noviembre del 209 a.C.
Eodem tempore septem tabernae quae postea quinqué, et argentariae quae nunc no- vae appellantur, arsere; comprensa postea privata aedificia -ñeque enim tum basilicae erant-conprehensae lautumiae forumque piscatorium et atrium regium. Aedis Vestae vix defensa est tredecim máxime servorum opera, qui in publicum redempti ac manu missi sunt. Nocte ac die continuatum incendium fuit, nec ulli dubium erat humana id fraude factum esse…
Tito Livio, Ab Urbe Condita, 26,27,1-4
[Al mismo tiempo, las tabernae septem, que luego fueron cinco, y los puestos de los cambistas, ahora conocidos como tabernae novae, se incendiaron; luego prendieron casas privadas -en aquella época no había basílicas-, luego las canteras, el mercado del pescado y el templo de Vesta. El altar de Vesta se salvó con dificultad gracias a la intervención de trece esclavos que, posteriormente, fueron comprados por el Estado y liberados. El incendio continuó por la noche y el día siguiente y todos estaban convencidos de que se debió a algún acto criminal…]
Lelio se extrañó de encontrar tan poca gente al dejar el foro y enfilar por el Argiletum. Se detuvo en seco, obligando a que sus esclavos se tropezaran entre sí al imitarle. Había pedido a Calino que, a la hora del término de la representación, viniera acompañado con otros esclavos para así, todos juntos, regresar a casa. En caso de un mal encuentro sólo se podía confiar en la lealtad de Calino, pues el resto eran jóvenes esclavos recién adquiridos para tareas menores de la casa, pero el ir escoltado por varios servidores era con frecuencia un modo eficaz de desalentar a los grupos de malhechores nocturnos que, sigilosos, se movían entre las sombras de las calles de Roma. Netikerty, más atenta a todo lo que sucedía a su alrededor, quedó a unos centímetros de su amo y contuvo la respiración. Sin saberlo, ella y su amo compartían la misma sensación de que algo no marchaba bien. Por la calle bajaban un par de carros que sin duda venían del Macellum, el gran mercado al nordeste de la ciudad. Lelio arrancó de nuevo, pero esta vez dejando la gran avenida del Argiletum y se adentró en el laberinto de callejuelas que se extendía tras las ta- bernae novae, cruzando por las tabernae septmen. Pensó que por aquellas callejuelas, acercándose siempre hacia el mercado, encontraría el abrigo de los mercaderes, los pescadores y los artesanos que en aquellas horas aún trajinarían preparando las mercancías del nuevo día que habría de venir. Y al principio fue así, pero cuando giraron de nuevo hacia el norte, pasada ya la ubicación del Macellum se encontraron de pronto en una calle completamente desierta. Lelio ya no tuvo dudas. Con rapidez se llevó la mano debajo de su sagum para palparse la espada. Allí estaba. Se alegró de no llevar toga. Aquélla fue una sabia decisión, como probaría el desenlace de aquella noche. La toga siempre resultaba una ropa incómoda para luchar, mientras que el sagum permitía mucha mayor libertad de movimientos. La calle estaba a oscuras salvo las sombras débiles que proyectaba la luna blanca del cielo, hasta que poco a poco, por ambos extremos de la estrecha callejuela, crecieron unas siluetas negras temblorosas a la luz de las antorchas que las mismas sombras portaban. Lelio contó cinco, seis, quizá siete hombres por cada extremo. Demasiados para él, Calino y los dos jóvenes esclavos que traía consigo. Netikerty en aquel momento no contaba o si lo hacía, era más una carga que un aliado. Lelio se pasó el dorso de la mano por la boca. La tenía seca. Pensaba quién podría atreverse a organizar un ataque contra un tribuno de la las legiones de Roma, contra el segundo de Escipión, pues aquello tenía toda la pinta de algo premeditado y no un encuentro fortuito con atracadores y las ideas que le venían a la mente no le tranquilizaban. No podía tratrarse de una banda de ladrones. No era normal que fueran tantos bandidos juntos. Los perseguidores se hicieron visibles por ambos extremos. Lelio, en el centro de la callejuela, con los esclavos a sus espaldas, miraba a uno y otro lado. Buscaba el refugio de una de las paredes laterales. Eran casas de madera lo que les rodeaba, mal construidas, apiladas una contra la otra sin la magnificencia de los grandes edificios del foro que, irónicamente, se encontraba tan próximo y, sin embargo, para Lelio, en aquel momento, tan lejano. Desenvainó la espada. Los dos grupos de atacantes se acercaron hasta quedar a diez pasos por cada lado.
- Soy Cayo Lelio, tribuno de las legiones de Hispania, a las órdenes de Publio Cornelio Escipión. No sabéis lo que hacéis. Por Hércules, retiraos todos antes de que vengan los triunviros y acabéis todos crucificados.
No hubo respuesta por parte de aquellos hombres, sino que se mantuvieron en sus posiciones. No eran bandidos. Aquello habría sido suficiente para disuadir a cualquier banda nocturna de desalmados. En la noche se escuchó una docena de espadas desenvainándose a un tiempo. Por el sonido, inconfundible para sus experimentados oídos, el tribuno reconoció que eran gladios militares. Lelio ya sabía con quién se las veía: antiguos legionarios a sueldo de un particular. No era gente dispuesta a retirarse ante las palabras, no importaba quién las pronunciara. Tenían una misión y un dinero que cobrar que no estaría entre sus manos hasta cumplir las órdenes recibidas. Lelio miró a sus esclavos: estaban aterrados, los jóvenes en especial y Calino, aunque mantenía la sangre fría, estaba igual de asustado, tal vez porque era el único de entre aquellos siervos que comprendía la gravedad de la situación. La muchacha se le había pegado como una lapa. Así no podría luchar.
- Tomad a la chica y protegedla.
No tenía sentido pedir que le ayudaran en aquella pelea. Ninguno sabía combatir, sería como echar carne a lobos hambrientos. Lelio optó por la única estrategia que podía sorprender a sus enemigos: atacar. No estaba dispuesto a dejarse matar en medio de aquel infame olor a pescado rancio que descendía desde las proximidades del Macellum. Los hombres vieron la sombra de Lelio dando cinco pasos rápidos plantando cara al grupo que le cortaba el camino hacia el norte de la callejuela. Nada más alcanzarles, la espada del tribuno atravesó a uno de los sorprendidos atacantes, pero el arma ya estaba de nuevo fuera del cuerpo ensartado para frenar los golpes de dos de los cinco que quedaban en ese grupo. Lelio detuvo ese golpe, se volvió hacia los otros tres agachándose al girar y segó dos piernas de atacantes distintos. Éstos cayeron aullando al suelo, inutilizados, arrastrándose hacia la pared opuesta, dejando uno de ellos la antorcha que los había iluminado hasta allí, perdida en el suelo polvoriento. Quedaban tres armados. Leiio retrocedió entonces para acometer al grupo que estaba al sur de la calle. Éstos no habían intervenido entre sorprendidos y divertidos por lo que esperaban una rápida caída de su presa, pero al ver que el tribuno se acercaba ellos, dos de ellos le salieron al encuentro. Lelio repitió el movimiento de agacharse para intentar cortar alguna pierna de sus oponentes, o pinchar en ellas, pero se encontró con las espadas de sus enemigos, advertidos ya de la destreza militar de Lelio. El tribuno frenó su embestida y se situó en el centro, junto a la antorcha perdida por el atacante herido. El asunto se complicaba. Aquello empezaba a parecerse demasiado a la toma de las murallas de Cartago Nova, pero ahora no disponía de Sexto Digicio y sus hombres. En ese momento, cuando se acercaban dos por el norte y dos por el sur y Lelio meditaba sus opciones, Calino se puso a su lado, tomó la antorcha y embistió a los atacantes del norte, lo que permitió que Lelio se centrara de nuevo en arremeter contra los del sur, esta vez sin agacharse, sino con estocadas rápidas que se abrieron paso hasta que su espada pinchó el rostro de uno de los atacantes y con el brazo libre golpeó en el pecho del contrario tumbándolo, quien, para su mala fortuna, cuando quiso levantarse se encontró con la espada de Lelio resquebrajando su esternón. Dos menos, pero aún quedaban siete en pie en total, tres a un lado y cuatro al otro. Lelio se volvió y vio que Calino se defendía blandiendo la antorcha con furia, manteniendo a raya a los tres que quedaban en aquel extremo, pero no podría resistir mucho así que partió en su ayuda. Uno de los atacantes cortó de cuajo la antorcha que salió despedida como una bola de fuego y se perdió entre las casas de madera apoyadas sobra las tabernae septem. Aun así Calino acertó a golpear con el asta que le quedaba de la antorcha tronchada clavándola en el hombro de uno de los tres enemigos, pero ni su osadía ni la intervención de Lelio le salvaron de que una gélida espada le rajara por la espalda. Calino cayó sin gritar. Lelio mató entonces a su vez al que había ejecutado a Calino. Sólo quedaban uno al norte, con dos heridos en la pierna, arrinconados, y otro encogido con la mano intentando arrancarse el asta de la antorcha. Era el lugar por donde huir. El sur seguía defendido por cuatro. Estaba decidido. Miró hacia Netikerty, acurrucada en el portal de una de las tiendas de la callejuela. Los esclavos jóvenes habían echado a correr: uno hacia el norte, que escapó, no era el objetivo que los atacantes perseguían, y otro hacia el sur que sí fue ensartado por dos espadas que no gustaban de dejar testigos. La joven esclava había sido más inteligente y se quedó a la espera de ver lo que hacía su amo. Lelio agradeció aquel comportamiento, de la misma forma que se sentía agradecido y sorprendido, por qué no admitirlo, por la valerosa y leal intervención de Calino. Ahora no tenía tiempo para llorar su muerte. El tribuno hizo una señal a la joven esclava y ésta, sin dudarlo, se levantó y fue hacia él. Lelio se encaró de nuevo con el atacante que quedaba al norte de la calle, ya se ocuparía Netikerty de seguirle para escapar, cuando sintió un dolor punzante en su gemelo izquierdo: uno de los heridos se había revuelto y le estaba rasgando la pierna con su espada. Lelio, furioso, le remató clavando su arma en la cerviz de aquel hombre que se convulsionó como un buey al ser sacrificado y luego quedó quieto. Lelio volvió a encarar al enemigo del norte sin perder de vista el avance de los cuatro oponentes que ascendían por la calle para, entre todos, rodearle a él y a Netikerty, cuando algo ocurrió que les dejó a todos paralizados. De súbito, como una explosión, una de las tabernae septem prendió en llamas. La antorcha perdida había encendido un fuego que con un golpe del aire que bajaba de norte a sur se había avivado culminando en un incendio. Lelio, sobrepuesto de la sorpresa, pudo examinar los rostros de los hombres que le rodeaban a la luz de las llamas. Eran guerreros de mediana edad, veteranos de alguna de las múltiples campañas de Roma, de rostros enjutos en su mayoría, acostumbrados a las penurias, que aún no habían saboreado durante suficiente tiempo la molicie de ser asesinos a sueldo como para hinchar sus panzas y perder destreza con las armas. Una lástima, pensó Lelio mientras cojeaba en busca de su enemigo al norte, pero su caminar era ahora más lento y pronto él y Netikerty se vieron rodeados por los cinco hombres que quedaban en pie. Lelio se pasó la mano por la barba. La joven esclava seguía a sus espaldas. Aquello pintaba mal. Estaba cansado y herido y ya no era posible sorprender a sus atacantes con trucos de viejo militar. Lelio fue retrocendiendo, Netikerty a su lado, hacia la tienda en llamas. Los hombres que los rodeaban se acercaban, espadas en ristre, apuntando a la garganta de su presa. El incendio se extendía y la segunda de las tabernae septem prendió también. El aire llevaba humo y pavesas. Lelio se giró ciento ochenta grados, tomó
a Netikerty en sus brazos, volvió a girarse para observar por última vez a sus atacantes que se abalanzaban sobre ellos y empujó con su espalda la puerta en llamas de la segunda tienda incendiada. Ésta, quebrantada por la furia del fuego, se partió y cedió al empuje del tribuno, que con la muchacha en los brazos entró en medio del incendio. Los hombres intentaron seguirles pero una de las vigas de madera cedió a la vorágine de las llamas y les cerró el paso momentáneamente. En el interior, Lelio cruzó las dependenci-as de la tienda a toda velocidad, conteniendo la respiración hasta salir por la parte de atrás a una especie de atrio que contenía un impluvium lleno de agua. Con la muchacha en brazos se echó al estanque y empaparon sus ropas humeantes y ambos respiraron con profundidad. Pero no había tiempo para detenerse. Todo eran casas de madera y el incendio cobraba cada vez más y más fuerza. Se oían gritos de decenas de personas y las voces autoritarias de los triunviros que, alarmados por la luz de las llamas, al fin habían salido del foro y se habían acercado a las proximades del Macellum. Lelio se abrió camino, más seguro con las ropas mojadas, entre otro grupo de tiendas en llamas y a fuerza de quebrar puertas y de olvidarse del dolor de su pierna herida, emergió con su joven esclava aterrada en el otro extremo de la calle. Ya no se veía a ninguno de los atacantes, sino a soldados de las legiones urbanae, libertos y esclavos, trayendo cubos de agua para intentar detener aquel incedio que se extendía sin freno y amenazaba con acercarse a los edificios sagrados del foro. El tumulto y la confusión arroparon a Lelio y Netikerty, que ya caminaba de nuevo al lado de su amo, en una huida lenta pero tenaz hacia la casa del tribuno herido.
Llegaron a casa de Lelio pasada la medianoche. En las últimas calles Netikerty ayudó
al fornido tribuno a caminar. Entraron en el atrio y Lelio se tumbó en el triclinium, boca arriba, mirando al cielo nocturno. Por encima de la casa se veían las pavesas del incendio que el aire transportaba consigo.
- ¿Aquí estaremos seguros, mi señor? -preguntó la joven esclava arrodillándose junto a su amo.
Lelio asintió y, como se sentía agradecido hacia Netikerty por su ayuda en los últimos metros de la huida, añadió una explicación.
- El viento… va hacia el sur. Nosotros estamos al norte. Las llamas se propagarán hacia el sur; además allí, hasta llegar al foro, encontrarán más madera. Y toda Roma debe de estar ahora luchando por detener el fuego. Aquí estamos seguros… por unas horas. Asegúrate de que la puerta está bien cerrada y trabada por dentro. Calino ya no está aquí
para ayudarnos.
Netikerty fue veloz a la puerta y comprobó que estuviera bien asegurada. Era un portón grueso y pesado de madera reforzada con remaches de hierro.
- La puerta está bien, mi amo.
- Bien. Entonces pasaremos aquí la noche y mañana partiremos de Roma. Esta ciudad empieza a ser más peligrosa que un frente de batalla. En Hispania estaremos más seguros. Netikerty pensó en preguntar sobre quién creía él que eran los hombres que les habían atacado, pero lo pensó mejor y calló. En cierta forma, estaba segura de que tanto ella como él pensaban lo mismo. Netikerty estaba algo confusa con aquel ataque, aunque nadie la había agredido personalmente, pero le quedaba la oscura duda de qué habría pasado si Lelio hubiera sido abatido. En cualquier caso, ahora no debía preocuparse por eso, sino por cuidar de su amo. La muchacha, de nuevo de rodillas junto al triclinium, se sacó
unos rollos de entre su túnica mojada y los depositó con cuidado sobre el suelo.
- ¿Están bien? -preguntó Lelio.
- Sí, mi señor -respondió la joven esclava-. Los he preservado del fuego y del agua. Están bien, mi señor.
Lelio se recostó exhalando aire, aliviado. La muchacha levantó despacio el sagum del tribuno.
- Hay que curar esa herida, mi señor.
Lelio se incorporó un poco apoyándose sobre los codos y se miró el corte: no era demasiado profundo pero sí doloroso. Él no sabía mucho de medicina, pero lavar las heri-
das bien con agua era lo que siempre recomendaba el médico griego de las legiones en Hispania.
- Trae agua y unos paños y limpíala bien. Luego ponme una venda. Netikerty asintió y en un minuto regresó con todo lo necesario. Puso una bacinilla con agua fresca al pie del triclinium y con un paño limpio fue lavando la herida frotando con suavidad. Sintió cómo su amo tensaba los músculos, cerraba la boca con fuerza y no decía nada. La joven intentó aplicar el lavado con mayor suavidad, pero sin dejar de limpiar la herida bien con el agua y luego secando la sangre con otro paño limpio que había traído. Su amo giró la cabeza hacia un lado y se quedó con la mirada fija en una de las paredes contemplando una larga serie de símbolos latinos en tinta negra la mayoría y algunos en tinta roja que para la joven no tenían ningún sentido. Reconocía largas columnas de letras del alfabeto latino, que debían de seguir algún patrón pero que ella no había acertado a descifrar. Podía leer alguna palabra suelta de latín pero poco más.
- ¿Qué son esas letras, mi amo?
Lelio se giró despacio, sorpendido por la pregunta.
- Es un calendario, un calendario romano.
- Ah -respondió la joven muchacha, mientras apartaba el trapo húmedo y se esmeraba ya sólo en secar la herida.
- Es un calendario. En él están los meses, arriba, Ianuarius, Februarius, Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis, Sextilis, September, October, Nouember, December y un mes adicional intercalar… para completar el año. -Hablar le hacía bien, le alejaba del dolor, quizá por eso la propia Netikerty le preguntaba. La muchacha escuchaba atenta mientras seguía secando la herida.
- ¿Pero…?
- Sí -invitó Lelio a que siguiera con su pregunta. Sentía curiosidad por las dudas de su joven esclava.
- Pues que si quintilis significa el quinto y sextilis, el sexto y así el resto, no lo entiendo, porque Quintilis es el séptimo mes de vuestra lista y el siguiente el octavo y así…
no tiene sentido.
Lelio sonrió. Era cierto.
- Es que antiguamente… sólo teníamos diez meses en el calendario… empezando por Martius, pero como eran insuficientes para el año agrícola y las estaciones… se añadieron dos al principio: Ianuarius y Februarius. Y luego se añadió también el mes interca-lar… para completar los días que según los sacerdotes eran necesarios para mantener el calendario de acuerdo con las cosechas y las estaciones… -Lelio detuvo sus explicaciones. Estaba cansado. Netikerty escuchaba, pero no parecía satisfecha.
- Pero entonces los nombres de Quintilis en adelante han perdido su sentido. Y los nombres deben tener sentido.
Lelio la miró. ¿Los nombres deben tener sentido? Los egipcios eran gente peculiar. La muchacha mantenía la mano con el paño suavemente sobre la herida. El dolor se había disipado en gran medida y sentía el calor de la piel de la joven a través del fino paño. Era un calor vital, igual que la mirada de la muchacha con sus pupilas brillantes e inquisitivas estudiando la pared donde estaba el calendario. Qué extraña era la vida. Acababan de ser atacados por desconocidos en medio de las calles de Roma, a punto de perder la vida, rodeados de un mundo en guerra, en medio de una misión que no había podido cumplir pues había fracasado en su intento de recibir refuerzos para la lucha en Hispania, y en todo lo que podía pensar ahora era en el cuerpo caliente y moreno de aquella esclava.
- Miraba el calendario -continuó Lelio-, porque quería saber cuándo sería un día propicio para partir de Ostia de regreso a Hispania.
- ¿Y eso puede saberse mirando esas letras? -preguntó Netikerty bajando su mirada hacia el paño y la herida, y, al ver la tela ensangrentada, cambió el trapo por otro nuevo que fue poniendo alrededor del corte a modo de venda.
- Cada día tiene asignada una letra, desde la A hasta la H. La H indica que es día de mercado. Así van sucediéndose los días del mes. Luego la K indica que son las kalendae, el primer día del mes, y non marca las nonae que es cuando la luna está en el cuarto creciente. EIDVS señala el día decimotercero o decimoquinto de cada mes coincidiendo con la luna llena. Y luego verás que unos días hay una C, una N o una F. La C marca los días comitiales en los que se puede celebrar cualquier acto público, los días N son nefasti y en ellos no es legal hacer nada público pues están reservados para adorar a los dioses, en cambio los días F son los que me interesan, pues son los días fasti, aquellos en los que se permite emprender cualquier cosa. Ésos son días buenos para partir. Para los soldados y las tripulaciones de los barcos que comando estas cosas son importantes. Netikerty vendaba despacio la herida de Lelio. El tribuno la miraba. Ella, para ir pasando los paños que estaba usando de venda alrededor de su pierna, apoyaba las palmas de sus manos sobre el muslo o sobre la pantorrilla, levantando la pierna de su amo. Lelio sentía la tersa piel de la joven y comprendía que pese a su esclavitud, Fabio no la había usado para trabajos en la cocina o de limpieza. La había preservado de esas tareas para mantener su piel intacta y suave y gozar de ella en otras actividades. La muchacha, aparentemente ajena a las intensas miradas de Lelio, seguía observando la pared de forma intermitente.
- También hay otras palabras en algunos días, ¿no?, como LEMVR o AGON o TUBIL. Lelio respondió sin dejar de mirarla, sin volverse al calendario.
- ¿LEMVR, AGON, TUBIL…? Estás en el mes de Maius, dedicado a la diosa Maia y en él se indican las fiestas principales: LEMVR para referirse a las Lemuria cuando adoramos a los lémures, los espíritus de los difuntos, AGON por Agonium Veiouis cuando sacrificamos un carnero a Veiouis, una divinidad de los infiernos, y TUBIL para referirse al Tubilustrium, cuando purificamos las trompetas de la guerra. Y así con cada nombre que ves en el calendario. Netikerty había terminado de vendar a su amo. Lelio la veía de rodillas, sus pequeñas manos cruzadas sobre su pierna herida, como queriendo calmar el dolor y, se sorprendió, parecía que así fuera, como si la muchacha absorbiese su sufrimiento.
- ¿Y los días en rojo? -preguntó la joven.
- Son días especiales, los primeros de la semana, de cada ciclo lunar o fiestas especiales. Con rojo marcamos aquellos días de particular importancia. Es una costumbre como cualquier otra. No sé cuándo empezó ni cuándo dejará de usarse. Y no había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando
Lelio alargó su brazo derecho y tomó a la muchacha por la cintura, asiéndola con firmeza pero sin hacer daño a la joven, la hizo levantarse hasta quedar en pie a su lado y luego sentarse junto a él. La miró a los ojos. Ella bajó la mirada pero no quitaba sus manos pequeñas de la pierna de Lelio. Justo allí, en la entrepierna, algo pareció moverse y la muchacha sintió cómo el miembro de su amo crecía de tamaño. No pensó que aquel hombre herido pudiera tener fuerzas para poseerla en aquel momento. Se equivocaba.
15 Catón Y Fabio
Roma, diciembre del 209 a.C.
A Fabio Máximo las noticias le llegaban con rapidez, pero hasta el propio Catón se admiró de que ya tuviera conocimiento de lo que estaba ocurriendo aquella noche en Roma, por eso no pudo evitar que cierta sorpresa se dibujara en su faz cuando el viejo cónsul le lanzó aquella pregunta.
- ¿Es cierto lo que he oído, que Roma está en llamas?
Catón asintió y, ante la mirada sostenida de su intelocutor, completó la información con lo que sabía.
- Es un incendio en el barrio del Macellum. Parece que ya está controlado pero han ardido las tabernae septem y dicen que se han visto afectadas las tabernae novae e incluso algo el edificio de la Regia, aunque eso está por confirmar. El templo de Vesta se ha salvado por la intervención de un grupo de esclavos.
- Esos esclavos deberán ser recompensados.
- ¿Dándoles la libertad? -preguntó Catón.
- Sí. Eso gustará al pueblo.
- Así se hará. Me ocuparé de ello.
- ¿Y se sabe el origen del fuego?
Catón guardó silencio un instante antes de responder.
- No. Incendiarios quizá.
Máximo no preguntó más. Tenía la punzante sensación de que Marco no decía todo lo que sabía. En cualquier caso, el viejo cónsul decidió no indagar más. Hay veces que es mejor dejar la verdad oculta y Catón, con su silencio, parecía compartir aquella visión, incluso Fabio Máximo quiso ver cierto alivio en el rostro de su discípulo político cuando éste vio que no se preguntaba más sobre el tema.
- Voy a ocuparme del asunto de los esclavos -dijo Catón, y partió sin decir más. Máximo se quedó a solas. Habría que reconstruir lo quemado y con celeridad. Estaban en medio de una guerra atroz y un centro urbano devastado por un misterioso incen-dio era lo último que necesitaban para animar la moral del pueblo. Y necesitaban al pueblo. Necesitaban soldados.
LIBRO II PUBLIO CORNELIO ESCIPIÓN IMPERATOR
208 a.C.
Cuius aures veritati clausae sunt, ut ab amico verum audire nequeat, huius salus despernada est. Cicerón en Laelius, de amicitia, 24, 90
[Aquel cuyos oídos están tan cerrados a la verdad hasta el punto que no puede escucharla de boca de un amigo, puede darse por perdido.]
16 El regreso de Lelio
Tarraco, enero del 208 a.C.
Publio se levantó de su diván y le recibió con los brazos abiertos. Lelio suspiraba de alivio al sentir el abrazo de su general, de su amigo, del joven patricio a cuyo padre había prometido defender y proteger por siempre. Sabía que le había fallado al no conseguir las dos legiones extra que Publio le había solicitado, pero aquel afectuoso abrazo diluía sus dudas y le sosegaba el alma. ¿O es que acaso Publio aún no sabía lo ocurrido?
No, eso no tenía sentido porque el propio Lucio le dijo que escribiría a Publio para que tuviera conocimiento de lo acontecido tras aquella pérfida sesión en el Senado. ¿Qué
más sabría o no sabría Publio de todo su periplo en Roma? ¿Cuánto debía contarle?
- Pero pasa, Lelio, pasa a nuestra casa y descansa. Pareces aturdido. -La voz de Publio sonaba sincera y pacífica, con una honesta intención de animarle-. Pero dime, ¿cómo está Roma?, ¿de qué se habla? Del Senado ya me ha contado mi hermano por carta pero quiero oírlo de ti. ¿Qué ocurrió exactamente?
Emilia vino al rescate.
- Si no le dejas ni tiempo para respirar, ¿cómo esperas que te responda, Publio?
- Tienes razón, Emilia, como siempre, tienes razón. Ven, Lelio, pasa y siéntate junto a nosotros. -Dirigiéndose a un esclavo que se hallaba en pie en el atrio, junto a los triclinia-y traed vino, vino solo, y mulsum, y por todos los dioses, rápido. Tenemos en casa a un amigo, el mejor de los amigos, que seguro estará sediento después del largo viaje. Lelio, conducido por un afable Publio, tomó asiento en el triclinium sumus que quedaba a la derecha del anfitrión de la casa y que era el lecho reservado para comer sólo para los invitados de mayor rango. La conversación empezó y Lelio fue dando respuesta a la larga batería de preguntas lanzada por Publio. Narró su fracasada intervención en el Senado, cómo por un momento pensó que se iba a conseguir el objetivo de obtener los esperados y tan necesarios refuerzos para Hispania hasta que intervino Quinto Fabio Máximo haciendo valer su categoría de princeps senatus y su gran oratoria para persuadir a todos de que el verdadero enemigo era Aníbal y que no se podían enviar más tropas fuera de Italia. Publio escuchó con atención asintiendo con regularidad para mostrar su interés y su aceptación de los hechos descritos. Luego Lelio, en un intento por cambi-ar de tema, introdujo el asunto de Amphitruo, la última representación de Plauto, realizando una muy pobre recreación de los eventos que narraba la obra del popular escritor.
- Había un esclavo, y éste era engañado por los dioses, por Mercurio y también por Júpiter para que así Júpiter pudiera yacer con la mujer del amo del esclavo, o algo así, pero lo curioso es que aunque aparecían los dioses aquello no era una tragedia sino más bien una comedia, o eso me pareció a mí.
- ¿Una comedia con los dioses presentes en escena? -le interrumpió Publio incrédulo, veo que te confundes en el teatro aún más de lo que yo esperaba. Lelio se defendió con audacia.
- Sabía que si no traía pruebas no se me creería, así que me procuré una irrefutable. Toma y juzga por ti mismo, Publio.
Sacó entonces Lelio de entre los pliegues de su toga los rollos de la copia que el propio Plauto le había entregado. Publio tomó los rollos entre sus manos con admiración.
- ¿Un original, escrito por el propio autor? En este caso te has superado, has superado todo lo esperable -comentó Publio mientras desplegaba uno de los rollos con auténtica ansia en la mirada.
Pasó un minuto de silencio en el que tanto Lelio como Emilia respetaron el deleite de Publio sin decir nada. Lelio se decidió a añadir unas palabras.
- Me hice tanto lío con el argumento que tras la representación hablé con Plauto y le pedí una copia de la obra. Al principio se extrañó, pero al decir que era para ti se mostró
entre sorprendido y halagado, creo. Bueno, lo esencial es que me dio esa copia. Publio asentía mientras no dejaba de examinar el primero de los rollos. Lelio, por su parte, omitió la milagrosa contribución de Netikerty para preservar esos rollos intactos de las llamas o del agua en su huida nocturna entre los callejones del Macellum. Al fin, el propio Publio dejó los rollos sobre la mesa, cuidadosamente plegados, luego dudó, los volvió a tomar e hizo una indicación con la mano a uno de los esclavos presentes durante la cena. El aludido se acercó con rapidez a su amo.
- Llevad estos rollos al tablinium y dejadlos allí, sobre mi mesa, y hacedlo con mucho cuidado de rio dañar estos hermosos y muy preciados rollos. -Y mirando a Lelio y su esposa alternativamente añadió-: No es ahora momento para que me solace en la lectura atenta de esta obra y que así compruebe si lo que Lelio nos cuenta, Emilia, es cierto o no, aunque admito que aquí salen dioses y que en el prólogo de la obra detecto un tono sarcástico impropio de una tragedia… pero dejemos esto y sepamos más cosas de tu estancia en Roma, querido Lelio. Me han dicho que no regresaste solo. No trajiste contigo un ejército pero tampoco viniste igual de solo que cuando marchaste a Roma. Lelio frunció el ceño. No sabía bien a qué quería hacer referencia Publio con aquellas palabras. Pensó en Netikerty, pero le sorprendió que la adquisición de una esclava pudiera levantar tanto revuelo, si bien, admitía para sus adentros, era consciente de que la belleza y sensualidad de su recién adquirida esclava egipcia no había pasado desapercibida entre la tripulación de la quinquerreme en la que regresaron de Roma. Incluso él mismo le prohibió que saliera a cubierta, salvo por la noche para refrescarse un poco, y así no ser vista por todos constantemente. ¿Era posible que la fama de la belleza de aquella esclava hubiera llegado ya a oídos de Publio?
Ante el silencio de Lelio, Publio continuó hablando.
- Me han dicho, nos han dicho -mirando a su esposa-, que has regresado acompañado de una muy hermosa esclava.
Lelio tragó vino de su copa. Era posible. No quería ocultar nada sobre Netikerty pero explicarlo todo parecía algo embarazoso. Quizá pudiera salir de) tema sin tener que precisar el lugar donde la había comprado.
- A Lucio, mi hermano -prosiguió Publio-, le encantaría saber dónde la compraste. Creo que quiere una igual para él.
Lelio se atragantó. Tosió y terminó escupiendo grumos de vino y babas en el suelo. Lelio pidió un poco de agua. No porque la necesitara sino por ganar tiempo. Sin embargo, mientras le traían el líquido, aquello no hizo sino despertar aún más el interés de Publio, pues Lelio nunca pedía agua. No obstante, el general decidió guardar silencio y dar tiempo a que su gran amigo se rehiciera o pensara o decidiera callar sobre el tema. Sabía que Lelio ya había estado muy preocupado con aquel encuentro por el penoso asunto de las legiones que no consiguió del Senado como para agobiarle más con algo que, aunque no lo pensó en un inicio, parecía ser un tema sensible para el más fiel de sus oficiales.
- Es sólo una esclava egipcia. Muy bella, sí, eso es cierto, pero tan sólo una esclava. Publio sabía que esa explicación merecía una pregunta como «¿y por eso te atragantas?», pero mantuvo su línea de discreción. En el espeso silencio que siguió, Lelio, que se debatía entre sincerarse o callar por completo, decidió que con Publio sólo la honestidad mantenía la fortaleza de su alianza, por ello, tomó de nuevo la palabra y narró con concisión pero con detalle suficiente su salida del Senado, el modo en el que el joven Catón le abordó, la entrevista con Quinto Fabio Máximo en su gigantesca villa, incluyendo la oferta de apoyo político por abandonar a Publio, su propia negativa a dejarse comprar, el episodio de la compra de Netikerty y el ataque nocturno en las calles angostas próximas al foro y el incendio de la ciudad. Lelio narró los acontecimientos como un torrente. Publio y Emilia entendieron con rapidez que su amigo se estaba desahogando y que el desconocimiento por Publio de aquella entrevista le pesaba en el ánimo y que sólo ahora, al verter toda la verdad como una jarra que se vuelca de golpe quedaba su espíritu apaciguado en su interior.
- Y ésa es la historia de dónde y cómo conseguí comprar a esa esclava. Ésa fue mi visita a Roma. Eso es todo. Publio y Emilia le miraban atónitos. Fue el general el que intervino para dar expresión a sus sentimientos.
- Fabio te intenta comprar, te lo ha ofrecido todo, incluso el consulado, y tú te has negado. Lelio asintió sin decir más.
Publio le miraba con admiración. Así permanecieron unos segundos hasta que Publio rompió a reír.
- Y no sólo eso -empezó entre carcajadas-, sino que en medio de ese debate por comprar tu voluntad tú le espetas una puja por una de sus esclavas. Fabio Máximo, estoy seguro, no daría crédito a tu propuesta. Lelio empezó a sonreír.
- Al principio no, pero luego sí; se ve que el dinero le sigue interesando al viejo senador.
- Nunca hay que despreciar el poder del dinero, así es -confirmó Publio, y se echó a reír-. El viejo Fabio te ofrece un consulado y tu pujas por una de sus esclavas. Luego, envía a un montón de asesinos para acabar contigo y tú incendias Roma entera para escapar. Por Júpiter y todos los dioses, Lelio, eres insuperable, insuperable. Levanto mi copa en tu honor y propongo un brindis: estás aquí conmigo, con nosotros y eso es lo único que importa. Cayo Lelio, me eres leal. Lealtad es lo que ofreces cada día y si de todo esto, después de los trabajos que te he encomendado, has conseguido una bella esclava, te la has ganado; que la disfrutes con salud, mi buen amigo. Aún me acuerdo cuando brindamos por nuestra amistad aquella noche junto al río Trebia, ¿lo recuerdas, Lelio?
- Nunca lo olvidaré. Creo que me ata a ti aquel brindis tanto como el juramento a tu padre.
Publio asintió orgulloso.
- Sea pues, bebamos de nuevo juntos por la amistad, Lelio. Creo que cualquier otro que hubiera enviado a Roma, no habría regresado: o bien se habría aliado con Fabio Máximo o bien estaría muerto. -Y alzó su copa recién repleta de vino, esta vez sin miel. Emilia y Lelio le imitaron y los tres bebieron con placer saboreando en sus paladares el deleite de la amistad sincera.
La conversación, conducida ahora por algunas preguntas de Emilia sobre el día a día en la Roma que añoraba, transcurrió relajada mientras Publio se perdía en pensamientos más oscuros. Tenía a su gran amigo junto a él, habiendo superado la tentación del éxito político y el lujo propuestos por Fabio. Era algo de lo que sentirse satisfecho, pero de nuevo la dura realidad de la carencia de tropas suficientes para enfrentarse o, incluso, para defenderse de los cartagineses, le golpeó en toda su crudeza. ¿Cómo es que Fabio Máximo y el Senado no veían la necesidad de detener a los cartagineses allí mismo, en Hispania? ¿Qué pretendía Máximo? De súbito una sensación deslumbradora y trágica a la vez invadió su alma: Máximo estaba dispuesto a arriesgar Roma, a permitir incluso que los cartagineses se apoderasen de Hispania y que avanzaran por la Galia, como había hecho ya Aníbal, si con eso conseguía eliminar a sus enemigos políticos: a él mismo, Publio Cornelio Escipión, y a cuantos le apoyaban. La certidumbre tornó en amargo el sabor del vino, pero Publio mantuvo una sonrisa suave mientras Lelio intentaba, de modo torpe, describir la forma en la que las mujeres vestían y se peinaban en Roma.
- Quizá deba hablar con tu esclava -comentó Emilia divertida ante las inconexas explicaciones de Lelio-; seguramente ella sabrá ser más precisa en todo lo tocante a la ropa y peinados femeninos. ¿Tiene un nombre esa muchacha?