- ¿Es cierto lo del retraso en las pagas?
- Sí -intervino Lelio, y se detuvo un instante para continuar, esta vez bajando la mirada-. Me dejaste al mando… había muchas decisiones que tomar, estábamos todos preocupados por tu salud… todos los trámites administrativos se retrasaron… estuve… estuve negligente en mis funciones. El silencio se hizo espeso. Nadie miraba a nadie. Sólo Publio observaba a Lelio. Fue el general el que quebró el ruido del aire que se filtraba por entre las telas de la tienda del praetorium.
- Un retraso justificado en todo caso: es lógico que la enfermedad del general en jefe conlleve a su vez una serie de retrasos en la toma de decisiones.
Todos exhalaron un suspiro. Con aquellas palabras el general estaba exonerando de responsabilidad en lo sucedido a Cayo Lelio. Publio sintió que la faz de los presentes se relajaba. Lelio era muy apreciado por todos y había demostrado valor al no ocultar su parte de responsabilidad, pero a su vez todos sabían de la tirantez de las relaciones entre aquellos dos hombre que, sin embargo, tan bien combatían juntos. Ningún tribuno ni oficial de los presentes quería que aquel perfecto tándem se quebrara. Con aquellos dos hombres unidos se sentían capaces de enfrentarse a cualquier crisis, pero su distanciamiento les había llenado de dudas y todos habían temido la reacción del general al ser informado de los últimos acontecimientos, en particular del motín de Suero.
- Además -continúo el joven Publio-, ningún retraso en el cobro del stipendium puede justificar la rebelión: el motín es el peor de los crímenes que un legionario puede cometer. Es traición a Roma. Peor aún: es traición a mí. Publio vio cómo todos le miraron con cierta sorpresa, con algún ceño fruncido. Era la primera vez que Publio parecía ponerse por encima de Roma, pero lejos de corregirse, reafirmó sus palabras.
- Ninguna guarnición romana se ha rebelado nunca contra un Escipión, y mucho menos contra mi padre o contra mi tío. Nadie se rebela contra un Escipión. Nadie. Eso es una ignominia que no puedo tolerar y que no toleraré. -Y lo subrayó de nuevo levantándose de su asiento-. Nadie. Publio estaba iracundo, nervioso, tenso.
- ¿Quién encabeza esta rebelión? -preguntó el joven general, su rostro sudoroso, enrojecido por los nervios.
- Cayo Albio Caleño y Cayo Atrio Umbro son los que los lideran -dijo Silano-. A éstos se les han unido unos treinta o treinta y cinco oficiales más. Luego el resto, hasta unos ocho mil hombres, les siguen como cegados por la locura.
Publio asintió varias veces con la cabeza antes de dar su primera orden tras su grave enfermedad.
- Quiero a esos dos hombres vivos… aquí, ante mí… no, quiero a esos ocho mil hombres aquí, en el foro de Cartago Nova, vivos, todos, y quiero oír de sus bocas cómo me reclaman los pagos atrasados y cómo justifican su traición. En menos de un mes, los quiero aquí a todos. Es una orden. Tomo de nuevo el mando. -Miró a Lelio. Éste asintió
con la cabeza. Publio se volvió hacia todos los presentes-. Dos mensajeros: que salgan raudos hacia Suero. El general en jefe está vivo y quiere hablar con Cayo Albio y Cayo Atrio. -Todos se soprendieron de la facilidad con la que el general parecía haber grabado los nombres de aquellos dos hombres y nadie pensó que aquelio presagiara nada bueno para esos dos oficiales en rebeldía.
- Y… -Era la voz de Marcio. Publio se volvió hacia él.
- ¿Y…?
- ¿Y los iberos?
- ¿Los iberos? -Publio trazó la pregunta como quien recuerda algo ya lejano en el tiempo-. Los iberos ahora, Marcio, no importan. Traedme a los amotinados de Suero. Una vez limpia nuestra casa ya entraremos en la de los demás. Tarraco tiene suficientes fuerzas para resistir. Y no se atreverán a atacar Tarraco. Y cuando regrese al norte no se atreverán a volver a rebelarse contra mí.
Y con estas palabras Publio Cornelio Escipión abandonó el praetorium. A la salida se le unieron sus lictores. El general caminaba deprisa, pero de súbito se detuvo ante los legionarios castigados frente a la tienda de mando. Publio se dirigió a uno de ellos.
- ¿Cuál ha sido vuestra falta?
El legionario, sorprendido, respondió entrecortadamente.
- Nuestro centurión… vio que… le pareció… no teníamos las armas bien limpias, mi general, eso es todo.
- ¿Eso es todo? ¿Te parece excesiva la munerum indictio} -preguntó el general.
- No, mi señor, no. El castigo es justo.
- Bien, ¿qué has aprendido esta noche en pie frente al praetorium} -Que debo mantener mis armas limpias.
- Las armas son todo en la vida de un legionario. Deben estar siempre preparadas. Nunca se sabe cuándo atacará el enemigo. ¿Le guardas rencor a tu centurión?
- No, mi general.
- ¿Quién es tu centurión?
- Quinto… Quinto Terebelio, mi general.
- Un hombre valiente. Es posible que más de una vez te salve la vida en el campo de batalla. Debes respetarlo. -Así lo haré, mi general.
- Bien, legionario, bien. -Publio se sintió de pronto agotado. Debía regresar al lecho lo antes posible y descansar un poco. No debía jugar con sus escasas fuerzas ni desvanecerse de nuevo ante todos. La debilidad nunca es respetada. El general se retiró sin volver la mirada atrás. Los dos legionarios castigados frente al praetorium estaban más firmes que nunca. Hasta se sentían orgullosos de haber sido castigados. El general había hablado con ellos. Mario Juvencio, centurión y experimentado mensajero, escoltado por varios jinetes, partió aquella misma tarde desde Cartago Nova hacia Suero. En dos días a caballo, tras largas jornadas cabalgando, alcanzaron el destacamento junto al río Suero. Antes de poder cruzar el río les salió al encuentro una turma de caballería romana cuyos caballeros, con espadas desenvainadas, hicieron que se detuvieran.
- ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? -fueron las palabras, pronunciadas con un tono que destilaba desconfianza y nerviosismo, con las que recibieron al mensajero y su escolta. Mario hizo que su montura avanzara un par de pasos antes de responder.
- Soy Mario Juvencio Tala, centurión de las legiones de Hispania, bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, quien me envía para saber de vuestras reclamaciones y por qué habéis expulsado del campamento a los tribunos militares elegidos por el pueblo de Roma. Vengo para ordenaros que os presentéis ante el general Escipión en Cartago Nova para reclamar vuestras pagas. Las palabras de Mario cayeron como un helado jarro de decepción.
- ¿Entonces… -empezó, esta vez con tono menos hostil, el que parecía actuar como decurión de aquella turma-… el general está vivo?
- El general Publio Cornelio Escipión está vivo y esperando respuesta al mensaje que os acabo de expresar.
El decurión asintió varias veces.
- Seguidnos entonces. -E hizo girar a su caballo. Todos cabalgaron al trote en dirección al campamento de Suero. Mario se sintió bien. Los amotinados aún no estaban seguros de que el general hubiera sobrevivido a su enfermedad. Ahora era cuestión de esperar a que la noticia se propagase entre las tropas rebeldes y observar quién de entre todos aquellos hombres se mantenía firme en su actitud de rebeldía. ¿Aceptarían presentarse frente al general? Tendrían que estar o muy locos o muy ofuscados para ello, pero los hombres que caen en la traición son capaces ya de cualquier cosa. Las tropas amotinadas llegaron a las puertas de Cartago Nova. Cayo Albio y Cayo Atrio, pese a las instrucciones recibidas por Mario, habían retrasado su llegada a Cartago Nova hasta asegurarse por medio de sus exploradores de que Cayo Lelio había partido hacia el norte con el grueso de las legiones de Escipión. Eso les daba superioridad numérica, una situación en la que Cayo Albio, el cabecilla de aquel motín, se sentía a gusto. La enormidad de aquella fortaleza, no obstante, impresionó a aquellos soldados que apenas habían participado en las campañas de Hispania. Muchos habían oído hablar de la capital púnica de aquel vasto territorio que su general, Publio Cornelio Escipión, el mismo general contra el que se habían rebelado, había conseguido conquistar en tan sólo seis días. Admirando los elevados muros que resguardaban el acceso a Cartago Nova desde el istmo, el único punto de tierra firme que conectaba la ciudad con el resto del territorio, a todos les parecía imposible aquella conquista. La mente de los soldados rebeldes se llenaba de dudas y temor. ¿Quién era realmente aquel hombre contra el que se habían amotinado? Repasando las campañas pasadas, todos sacaban cuentas: aquel ge-neral con sólo cuatro legiones y sus tropas auxiliares, junto con alguna ayuda adicional, pero inconstante, de ciertas tribus iberas, había derrotado y expulsado de Hispania a tres ejércitos cartagineses comandados por los hermanos del legendario Aníbal y por el general púnico Giscón. Al tiempo que los amotinados cruzaban las puertas que se abrían de par en par para dejarles el paso libre, muchos se planteaban hasta qué punto había sido sabia su decisión de respaldar a Cayo Albio, Cayo Atrio y el resto de los cabecillas de aquella rebelión. «El general está muy enfermo -dijeron-, el general va a morir y ésta es nuestra ocasión para resarcirnos y cobrarnos nuestras pagas y nuestro botín de guerra por las penurias pasadas durante estos años de carencia y sufrimientos.» Entonces aquella manera de pensar pareció tener sentido, pero ahora, ascendiendo por las calles de Cartago Nova, en dirección al foro de aquella fortaleza, a punto de ver al propio general, todo aquello ya no parecía estar tan claro.
- Leo dudas en el rostro de muchos de los hombres -dijo Cayo Atrio en voz baja.
- Puede ser -respondió Cayo Albio-, pero las legiones de Escipión estarán ya lejos, cerca del Ebro, y el general sólo tiene una pequeña guarnición en Cartago Nova. Les quintuplicamos en número. Mientras los hombres vean que somos muchos más que los soldados de los que dispone el general no hay nada que temer.
Atrio asintió, sin mucha seguridad.
- Quizá debiéramos decirles algo de todo esto… -añadió.
Cayo Albio le miró unos segundos. Cabeceó y sin esperar más comentarios por parte de su compañero de rebelión empezó a hablar en voz alta y potente dirigiéndose a los soldados amotinados bajo su mando a medida que éstos pasaban delante de ellos.
- ¡Ánimo, soldados! ¡Esta misma tarde cobraréis todos vuestras pagas atrasadas!
¡Habrá dinero y con él conseguiréis mujeres y vino y días de descanso merecido! ¡Hoy es el día en que nuestras justas demandas serán atendidas! ¡El general nos otorgará lo que es justo, lo que es nuestro o nosotros lo tomaremos con nuestras manos! ¡Somos los hombres de Suero y somos muchos! ¡Ánimo, soldados! ¡Hoy será un gran día para todos!
Albio no era un gran orador pero sus palabras impregnaron de esperanza los corazones de los soldados, ávidos por cobrar el dinero por el que se habían rebelado, ansiosos por descansar y beber y yacer con una mujer. Apenas habían entrado en combate, sólo en pequeñas escaramuzas. Para la gran mayoría, aquella marcha desde Suero hasta Cartago Nova era lo más duro a lo que se habían enfrentado. Albio tenía razón. Sus reclamaciones eran justas y si aquel general había perdonado incluso a los propios enemigos, pues de todos era conocida la generosidad de Escipión para con los iberos derrotados, más aún sería su generosidad para con ellos, legionarios de Roma, soldados a su servicio, sólo en rebeldía para demandar lo que era justo: sus pagas y un mayor reconocimiento a su trabajo y a su participación en aquel conflicto manteniendo las líneas de abastecimiento entre Tarraco y el sureste de Hispania. Y además, eran muchos más. El general apenas se habría quedado con un pequeño destacamento, quizás unos mil hombres, pues las legiones que marchaban hacia al norte, con las que se habían cruzado a más de un día de marcha de Cartago Nova, iban al completo, con su infantería ligera de velites, los hastati, principes y los veteranos triari. Más de uno de los oficiales próximos a Escipión había comentado que si hubiera habido alguno de estos veteranos quizá la rebelión no hubiera tenido lugar y, sin embargo, Cayo Albio y Cayo Atrio, los líderes del motín, eran triari.
Publio Cornelio Escipión contemplaba el atardecer sobre el foro de Cartago Nova. Las sombras del antiguo palacio de Aníbal y de los templos se extendían pesadas y alargadas sobre la extensa explanada del centro de la ciudad. Las calles que daban a la gran agora estaban desiertas y en el mismo foro sólo se veía a los legionarios de la guarnici-ón que el general había ordenado que se quedaran en la fortaleza para vigilar la población, defenderla de ataques enemigos y, en este momento, recibir a las tropas amotinadas de Suero.
Publio estaba sentado en una amplia y confortable cathedra con respaldo ligeramente curvo. Era un asiento que en invierno solía cubrir con pieles de lobo, pero que en aquellos días de estío dejaba desnudo a excepción de un par de cojines en la parte trasera de sus ríñones. El hecho de que hubiera pedido que se sacara esa cómoda silla en lugar de una simple sella sin respaldo parecía enviar a todos un mensaje de que el general pensaba que aquel asunto iba para largo. Junto al joven Publio se encontraban de pie, firmes, Lucio Marcio Septimio, que, con Lelio desplazado al norte, ejercía de segundo en el mando, Silano, con su mente fría y calculadora, y Quinto Terebelio, que como primus pilus actuaba de centurión al frente de las tropas emplazadas en el foro: doscientos hombres armados a espaldas del general y diferentes manípulos en cada una de las esquinas de la plaza. Hombres seleccionados con cuidado por el propio Terebelio y por Cayo Lelio, antes de su partida, pero en cualquier caso insuficientes, no importaba su demostrado valor, si las negociaciones con los sublevados se transformaban en un enfrentamiento civil entre tropas romanas.
Terebelio había advertido a sus hombres de lo peligroso de la situación y había solicitado al general la posibilidad de reducir la guardia de la puerta y de la muralla para así
poder disponer de más hombres en el foro, pero el general había desestimado tal opción en todo momento insistiendo en que necesitaba estar seguro de que el control de la puerta sería de los legionarios leales. El veterano primus pilus ya había aprendido, a veces a las duras, que el general siempre tenía sus razones para actuar como lo hacía, de modo que no insistió más y puso hasta quinientos hombres, algo más de la mitad de todas sus fuerzas, controlando la gran puerta en el sector este de la muralla de Cartago Nova. ¿Por qué era la puerta tan importante cuando no había ya cartagineses en la región ni iberos en rebeldía?
Cayo Albio entró al fin en Cartago Nova con los últimos manípulos de sus tropas amotinadas. Se sentía seguro. Ocho mil hombres bajo su mando habían accedido a la ciudad. El general apenas disponía de mil. La situación estaba bajo su control. Negociaría en una posición de fuerza. Quizá podría plantear no sólo el pago de las pagas atrasadas y el perdón por la sublevación, algo que ya daba por hecho, sino un porcentaje del botín de guerra obtenido en aquellas campañas en las que ellos mantuvieron abiertas las líneas de abastecimiento.
- Deberíamos poner hombres en la puerta. -Era la voz de Cayo Atrio a sus espaldas-. No me gusta que sean ellos, los hombres del general, los que decidan cuándo abrir o cerrar las puertas.
Cayo Albio miró hacia lo alto de la muralla. Decenas de legionarios de la primera legión desplazada a Hispania se asomaban apostados entre los recovecos de la muralla y junto a las almenas próximas a la gran puerta de entrada a la ciudad.
- Que cierren las puertas si quieren -espetó Cayo Albio con desprecio y en voz alta. Un manípulo de los amotinados se había detenido junto a Albio y Atrio, que debatían sobre la cuestión del control de la puerta. Albio se percató y decidió sacar provecho de la situación-. ¡Pues sea, por todos los dioses, por Marte y Júpiter, si quieren cerrar las puertas que las cierren! ¡No tenemos miedo a quedarnos encerrados con los hombres del general!
Y Albio lanzó al aire una poderosa carcajada que pronto fue arropada por las risas de los legionarios de aquel último manípulo de los legionarios amotinados. El viento hizo su trabajo y elevó las risas hacia el cielo y en su vuelo regaron los corazones de los legionarios leales a Escipión en lo alto de la muralla de odio y desprecio, pero también de algo de temor. Pero Albio no tuvo bastante con las palabras y se plantó con los brazos en jarras y las piernas abiertas separadas, clavadas, frente a las puertas.
- ¡Venga, cerradlas de una vez, malditos! ¡Cerradlas y quedémonos a solas vuestro general y yo, sus hombres y los míos!
Hubo dudas entre los legionarios en lo alto de la muralla, hasta que el centurión de guardia asintió con la cabeza y sendas decenas de legionarios empezaron a tensar las cadenas que hicieron crujir los goznes de las inmensas puertas de Cartago Nova. Al cabo de un pesado minuto de chirriar de bisagras sucias por su escaso uso, las gigantescas puertas de Cartago Nova quedaron selladas. Publio Cornelio Escipión se había encerrado con unas tropas sublevadas que le sobrepasaban ocho veces en número. Un mensajero llevó raudo la noticia del cierre de ias puertas a Terebelio y éste, con el ceño fruncido, pasó la información a Marcio, quien, a su vez, con voz seria, lo transmitió al general. Publio Cornelio Escipión asintió despacio.
- Bien, los dioses están con nosotros, ellos velarán por los que les son fieles y no transgreden los juramentos sagrados -fue la respuesta de Publio. Marcio, Silano y Terebelio habrían agradecido palabras menos sacras y una acción más audaz. El general parecía convencido de que los dioses, al igual que lo ayudaron a conquistar Cartago Nova contra los cartagineses, les ayudarían ahora a preservarla de las tropas sublevadas, pero antes de que ninguno de los dos pudiera decir algo, los primeros manípulos de los amotinados empezaron a irrumpir en el foro de la ciudad. Lo hacían de forma ordenada, como queriendo mantener la apariencia de disciplina, de ejército romano. Y lo conseguían. A medida que entraban en la gran explanada iban tomando posición de ataque, infantería ligera al frente, hastati y principes detrás y al fondo los manípulos de los triari. Tanto Terebelio como Marcio y Silano hubieran deseado mayor indisciplina y desorden. Cuanto más próximos al ejército romano en su organización y actitud, más compleja sería la situación. Iban formando los manípulos dejando un pasillo en el centro del foro, como si dicha disposición de las tropas hubiera sido prediseñada por sus mandos en rebeldía. No reconocían a Escipión como general en jefe pero reconocían algún mando. Marcio y Silano miraron a Publio. El general permanecía impasible, observando la exhibición de orden militar de aquellas tropas rebeldes sin mostrar emoción, atento, pero contenido. ¿Cómo pensaba el general resolver aquello? ¿Cediendo a todas las peticiones? Quizá. De hecho en el actual estado de cosas ésa parecía ser la única salida, pero eso no haría sino animar la indisciplina y la sublevación en cuantas guarniciones romanas había diseminadas por Hispania. No podía hacerse semejante cosa, pero ¿qué otra salida quedaba? El enfretamiento contra un número tan superior de tropas era en todo punto suicida. ¿Estaba realmente bien el general? ¿Se había restablecido por completo de su enfermedad o le habían quedado secuelas, no en su cuerpo, que parecía recuperado, sino en su mente, allí donde los ojos de los hombres no alcanzan?
Por el pasillo central que habían dejado las tropas amotinadas, entraron en la plaza del foro de Cartago Nova Cayo Albio y Cayo Atrio, como generales en un triunfo, aclamados por sus tropas que gritaban sus nombres como subditos que aclaman a sus reyes. Publio, sentado en su cathedra, aguardaba sin decir nada.
Cayo Albio y Cayo Atrio, respaldados por un nutrido grupo de unos treinta hombres, el resto de los cabecillas de aquella rebelión, se aproximaron hasta quedar a unos diez pasos del general. Los hombres de Escipión que actuaban como lictores fueron a adelantarse y situarse entre el general y los oficiales rebeldes, pero Publio Cornelio Escipión alzó la mano y los lictores se detuvieron en seco.
- No es necesario que me proteja, ¿verdad? -dijo Publio mirando a Cayo Albio directamente a los ojos. Albio meditó un segundo su respuesta. Se había visto sorprendido por la rápida interpelación del general.
- Venimos en son de paz -dijo al fin.
- Entiendo -dijo Publio, se relajó en la cathedra y tras un gesto de su mano los lictores se replegaron y quedaron junto al general, pero a sus espaldas. Entre Publio y sus interlocutores sublevados sólo había diez pasos y nadie interponiéndose entre ellos. El general habló de nuevo.
- Habla entonces, te escucho.
Cayo Albio hinchó sus pulmones y se preparó para soltar el largo discurso de reclamaciones, demandas y justificaciones a sus actos que tenía aprendido y preparado desde hacía días. Cada jornada de marcha desde Suero la había dedicado a redactar de memoria ese discurso. Ahora era el momento de exponerlo en voz alta y clara. Sabía que todos sus hombres, sus compañeros de rebelión, le escuchaban atentos, ansiosos.
- ¡Venimos aquí… venimos aquí porque…!
- Disculpa -le interrumpió Publio-, pero, exactamente, ¿con quién hablo?
Cayo Albio le miró confundido. Publio se levantó despacio y habló con un tono resuelto y potente que resonó entre las últimas casas al fondo mismo del foro.
- ¡Me explicaré! ¡Yo soy Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre todas las tropas romanas desplazadas a Hispania, con mandato directo del Senado de Roma para expulsar a los cartagineses de esta región! ¡Soy el conquistador de Cartago Nova, la ciudad en la que ahora os encontráis porque yo la arrebaté antes a los cartagineses, y soy el vencedor sobre los ejércitos de Asdrúbal y Magón, hermanos de Aníbal, y sobre el ejército de Asdrúbal Giscón en las batallas de Baecula e Ilipa, y soy también el conquistador de cuantas ciudades iberas se encuentran entre el Ebro y la ciudad de Gades, tengo bajo mi mando varias legiones completas con sus tropas auxiliares y también la guarnición de Suero! ¡Sin embargo… -aquí el general rodeó caminando en un semicírculo en torno a la figura de Albio, que estaba adelantado al resto de sus compañeros de motín-, sin embargo, no reconozco con quién tengo el gusto de hablar! ¡Por Castor y Pólux, he de admitir que veo que en tu mano están las fasces, los símbolos de mando de un tribuno militar, y, es curioso, no reconozco en ti a ninguno de los tribunos militares que el pueblo de Roma escogió para estas funciones entre las tropas que tengo bajo mi mando! -En este punto, Escipión se detuvo, quedando en diagonal con respecto a la posición de Cayo Albio, mirándole al girar levemente la cabeza hacia un lado, como quien contempla algo extraño que no acierta a interpretar, o como quien observa a un ser deforme y siente cierto asco-. ¡Por eso, soldado, pregunto con quién estoy hablando, porque no lo sé y eso… eso… de momento me… cómo te diría, por Júpiter, eso me perturba!
Cayo Albio escuchó primero confundido las disquisiciones del general, luego con cierto desprecio y finalmente con ira contenida.
- ¡Yo soy Cayo Albio! ¡Cayo Albio, el que tiene actualmente a su mando la guarnición de Suero, los ocho mil hombres armados que están a mis espaldas y que vienen a reclamar lo que es suyo!
- Cayo… Albio… -dijo despacio el general sin dejar de mirarle con la cabeza ladeada-; he ahí un nombre que no olvidaré. Albio no supo bien cómo interpretar esas últimas palabras. Parecían una amenaza. Algo absurdo. Ellos tenían ocho veces más hombres en Cartago Nova que el general. En cierta forma la ciudad estaba en su poder, sólo quedaba la cuestión de arrebatárselo a ese testarudo y estúpido general si no se atenía a razones. Sus hombres, todo el regimiento de Suero, estaban ansiosos por cobrar dinero y resueltos a conseguirlo de una for-ma u otra. Aquella actuación del general era una pantomima absurda. En cualquier caso, Albio había olvidado ya su discurso.
- Vienes a pedir lo que es justo. -La voz del general volvió a cogerle por sorpresa mientras Albio sopesaba si seguir hablando con aquel fantoche o lanzar la orden de ataque y hacerse con toda la ciudad de Cartago Nova. Aquélla era una magnífica fortaleza. Podrían ejercer el poder con seguridad durante años. Roma estaba demasiado ocupada en la guerra con Aníbal como para ocuparse de ellos. Podrían ser unos nuevos mamertinos y vivir en el lujo y la opulencia el resto de su vida-. ¿Qué es lo justo, Cayo Albio? La voz del general seguía allí, interrogándole, aturdiéndole. Albio habló por fin como un torrente cuando se levanta un dique y el agua sale a chorro, con furia desatada.
- ¡Lo justo es cobrar nuestras pagas atrasadas de este último año y recibir una parte razonable del botín conseguido en estas campañas porque ha sido con nuestro esfuerzo con el que se han mantenido las líneas de abastecimiento abiertas! ¡Eso es lo justo, eso es lo que pedimos y eso es lo que queremos ya!
El general escuchó de pie. Dejó, despacio, de ladear la cabeza y caminando con irritante lentitud volvió a su catbedra y se sentó de nuevo. Contempló a los cabecillas que acompañaban a Cayo Albio. Tras él se adelantaba otro supuesto oficial algo más que el resto. Sin duda sería el otro líder de la rebelión del que ya le habían hablado: Cayo Atrio. A este otro se le veía algo mayor, más veterano, más cauto. Lo tendría presente. El otro, Albio, el que hablaba, era un peligro, pero un peligro estúpido. Publio observó cómo los soldados de las primeras líneas de los amotinados, hasta donde alcanzaba su vista, asentían a la perorata de demandas de Cayo Albio. Aquello fue lo que más le pesó en el corazón. ¿A cuántos debería dar muerte para terminar con aquella sublevación? Se dio cuenta de que nunca antes había derramado sangre romana. Al menos no directamente. Es posible que hubiera habido algún condenado a muerte en las legiones bajo su mando por dormirse en las guardias o por no estar a la altura en el campo de batalla, pero eran casos que nunca habían llegado hasta él. Siempre se habían resuelto por sus tribunos o, como mucho, por Lelio o Marcio. Pero ahora era distinto. No había intermediarios entre el crimen cometido, sus criminales y él como juez.
- ¡Llevas razón, Cayo Albio, llevas razón! -dijo al fin Publio Cornelio Escipión. Las palabras del general pillaron por sorpresa tanto a Albio y al resto de los sublevados como a los lictores y los legionarios que se encontraban a espaldas del general. Sólo Lucio Marcio, Silano y Quinto Terebelio mantuvieron su adusta expresión sin mostrar sentimiento alguno ante las explicaciones de Escipión.
«¡Llevas razón, Cayo Albio! -repitió el general, y se alzó nuevamente de su cathedra para que todos le vieran-. ¡Deberíais haber tenido participación en el botín de guerra tras vuestros grandes trabajos de protección de las líneas de abastecimiento y es sólo por negligencia mía y de mis mandos que se ha retrasado el pago de vuestro stipendiuml
¡Todo esto debe remediarse! ¡Espero que entendáis que la negligencia se debe a mi enfermedad y que esto ha sido lo que ha retrasado vuestras pagas, pero todo puede y debe arreglarse!
Albio y Atrio se miraron extrañados. Ninguno de los dos había esperado que el general cediera con tanta facilidad. Albio concluyó que el general había atendido a lo obvio: la total superioridad numérica de sus hombres y de ahí ese repentino cambio de actitud por parte de Escipión. Atrio, más desconfiado, miraba a su alrededor, pero sólo alcanzaba a ver a las centenas, millares de soldados de Suero que los acompañaban, frente a los cuatro o cinco manípulos de legionarios que el general había distribuido por los extremos del foro. Albio retomó la palabra.
- ¡Queremos también que, una vez satisfechas nuestras demandas, no se tomen medidas de castigo contra ninguno de nosotros! ¡Sólo así reconoceremos de nuevo el mando del general! ¡Ningún castigo! -Y aquí Albio alzó las manos con la espada desenvainada volviéndose hacia los sublevados-. ¡Ningún castigo!
Los soldados amotinados golpearon sus escudos con los pila y repitieron las palabras de su líder como hombres resueltos y decididos a conseguir lo que exigían.
- ¡Ningún castigo, ningún castigo, ningún castigo!
Publio esperó, suspirando despacio, a que la inmensa algarabía cediera poco a poco. Cuando los soldados sublevados callaron, Albio se giró de nuevo hacia él esperando respuesta.
- Bien, por todos los dioses -espetó Cayo Albio-, creo que todo está dicho.
- Sí, así es. Todo está dicho -respondió el general-. Lo oportuno será que paséis por escrito la cuantía exacta de vuestras demandas a Lucio Marcio y Silano. Es tarde, el sol está cayendo en el horizonte y estoy cansado, y vosotros debéis de estarlo aún más. Durante la noche repasaré con mis oficiales las demandas formuladas por escrito y mañana al amanecer nos veremos para satisfacer, una a una, todas vuestras peticiones. Entretanto, podéis acampar aquí, será una noche cálida, agradable, y ordenaré que distribuyan comida y vino entre tus hombres para que puedan relajarse y recuperarse. Mañana todo quedará resuelto. ¿Satisface esto vuestras reclamaciones, Cayo Albio?
Albio miró a los suyos. Los cabecillas se miraban entre sí, algo confusos, pero contentos por las palabras del general. Uno a uno iban asintiendo con rapidez. Atrio fue el que más tardó en conceder con su cabeza mientras miraba al general que, como distraído, alzaba sus ojos hacia el cielo del horizonte rojo de aquella tarde.
- ¡Estamos de acuerdo! -dijo Albio al fin-. En una hora entregaremos nuestras peticiones a Marcio y mañana esperamos la satisfacción de las mismas.
- ¡Sea! -respondió el general, y saltó como propulsado por un resorte de su cathedra y sin decir más se volvió en dirección al palacio. Los lictores se hicieron a un lado y, una vez que el general les hubo superado, todos le siguieron. Publio se detuvo junto a Marcio, Silano y Terebelio, que se habían acercado para recibir instrucciones. Publio les habló en voz baja, apenas un suave murmullo de órdenes precisas.
- Marcio, con Silano, recoged las peticiones de estos hombres y que reciban comida y vino, bastante más vino que comida. -Marcio y Silano sonrieron y asintieron; el general se volvió entonces hacia Terebelio-. Quinto, ¿tus hombres siguen controlando las puertas?
- Así es, mi general. Tal y como ordenaste.
- Bien. Que eso siga así. Estamos encerrados entre serpientes. Será una noche peligrosa, pero el amanecer nos traerá un nuevo día. Montad guardias en torno a los sublevados. Que no abandonen la explanada del foro. El que quiera salir, persuadidlo con más comida, con dinero, con vino, con mujeres si es necesario.
Marcio, Silano y Terebelio asintieron una vez más. El general les devolvió el saludo y se retiró hacia el palacio escoltado por los lictores, cuyas hachas afiladas resplandecieron al reflejar los últimos rayos de aquel sanguinolento sol del atardecer. Mientras el astro solar languidecía en un horizonte entre rojo y añil, los legionarios leales al general empezaron a llevar grandes cestos con comida para las tropas amotinadas acampadas en el foro de la ciudad. A los amotinados empezó a derretírseles la boca cuando sacaban la comida de los cestos: estaban llenos de panes con su cresta superior empapada de huevo, granos de anís y comino y partidos en sus quadrae al más auténtico estilo romano; hacía años que no habían tomado pan semejante. Publio había solicitado la ayuda de todos los panaderos de la ciudad para preparar raciones extra de pan, prime-ro para proveer a las legiones que partían hacia el norte y luego para recibir a los amotinados de Suero con abundantes manjares con los que calmar sus quejas.
- No nos confiemos -dijo Cayo Atrio cuando los primeros cestos llegaron a manos de los cabecillas de la rebelión-. El general sólo busca ablandar nuestros corazones con un poco de comida y bebida.
- Puede ser -respondió otro de las oficiales-, pero hace años que no comía al modo romano y no me importa lo que pretenda el general. Además, mira, hay circuli y laganum. Y el oficial hundió sus manos en una enorme canasta repleta de roscones hechos con agua, harina y queso, mezclados con otras pastas de diversas formas preparadas con una base de pasta de harina puesta a remojo con vino, aceite, miel y leche. Aquello no era comida, sino auténticos manjares para unos hombres que junto con la ausencia de sus pagas habían sufrido una carencia notable de provisiones durante los últimos meses, pues los suministros pasaban de largo en dirección al sur, allí donde fuera que estuvieran combatiendo las legiones del general.
- ¿Y si está envenenada… la comida? -dijo Atrio mirando al resto de los líderes de la rebelión. Con sus palabras muchos dejaron de comer. Fue entonces Albio el que intervino con rapidez.
- ¡Que cojan los nuestros a varios de los legionarios del general y que les fuercen a comer!
Se montó entonces una algarada en una de las esquinas, la más próxima a Albio y sus oficiales cuando decenas de soldados amotinados empezaron a obligar a legionarios del general a que comieran de los cestos de comida que estaban distribuyendo. Lucio Marcio, que junto con Silano estaba supervisando la distribución de comida a los amotinados, se hizo oír por encima de los gritos de los unos y los otros.
- ¡Por Castor y Pólux! ¡Silencio! ¿Qué ocurre aquí?
Varios legionarios leales le informaron de las dudas de los amotinados con respecto a la comida. Cayo Albio y Cayo Atrio, con las espadas desenvainadas, se habían aproximado ya al lugar donde Marcio intentaba mantener el orden.
- ¡Si esa comida es buena, tribuno, come de ella! -dijo Albio mirando a Lucio Marcio. El tribuno, lugarteniente de Escipión en Cartago Nova, hizo un ademán alzando la mano para que sus legionarios depusiesen la actitud de enfrentamiento y se retirasen.
- ¿Es eso entonces lo que os preocupa? ¿La comida? -preguntó Marcio.
- ¡Come y calla! -dijo Albio blandiendo la espada amenazadoramente hacia Marcio. El tribuno asintió cabeceando un par de veces. Dio dos pasos y se situó junto a uno de los cestos de comida. Una cincuentena de soldados leales y varios centenares de amotinados observaban sus movimientos con ansiedad. Marcio se agachó hacia un lado, lentamente, y hundió su mano entre los panes amontonados. Extrajo uno y se lo llevo a la boca. En el intenso silencio que se había creado se escuchó el crujido de la corteza del pan quebrado por las mandíbulas del tribuno, Marcio masticó y tragó. Luego fue a otra cesta y tomó uno de los circuli. Repitió la operación y engulló el roscón en dos bocados grandes, y lo mismo hizo con otros cestos con carne seca de jabalí, queso y uva.
- Es mejor comida de la que merecéis. Si por mí fuera no os daría ni algarrobas, pero tenéis la inmensa suerte de beneficiaros de la generosidad y benevolencia del general espetó Marcio con la boca aún llena, escupiendo comida mientras hablaba. Se acercó
entonces adonde sus hombres habían amontonado varias docenas de ánforas.
- ¡Un vaso! -pidió el tribuno alargando la mano a la espera de que uno de sus hombres cumpliera la orden. En ningún momento el tribuno dejó de mirar a Albio y a Atrio. Un legionario trajo un vaso. El propio tribuno se sirvió vino y lo bebió de un largo trago. Luego rompió el ánfora en el suelo.
- Me puedes obligar a que coma y beba para que estéis tranquilos y todo porque el general ha dicho que se os respete y se os alimente, pero nunca consentiré compartir un ánfora de vino con rebeldes como vosotros. De donde yo he bebido ya no beberá ninguno de vosotros-. Y se giró a sus hombres.
- Dejad la comida y la bebida aquí. Si quieren que coman y beban y si no quieren que se pudran ellos, la comida y el vino. -Y Lucio Marcio Septimio se abrió paso entre sus legionarios y dejó a los cabecillas de la rebelión a solas con las decenas de cestas de pan y pastas y las docenas de ánforas de vino.
- Comamos y bebamos -dijo Atrio.
Y centenares de soldados se abalanzaron sobre la comida y el licor. Lo que había comenzado siendo una ordenada distribución de víveres se transformó en un trifulca caótica donde el primero que llegaba a una cesta cogía de sus manos todo cuanto podía, pero ni Albio ni Atrio ni el resto de los líderes se preocuparon por el tema. La mayoría de los oficiales se dedicó a reclamar más comida y más vino y los legionarios del general se limitaron a satisfacer la petición trayendo más provisiones. Albio por su parte estaba entretenido en vanagloriarse de su hazaña.
- ¿Habéis visto quién manda aquí? Pero, por Júpiter, ¿lo habéis visto? -decía-. El tribuno hacía todo lo que le pedíamos. Están más atemorizados de lo que pensaba. Mañana obtendremos todo cuanto pidamos y aún más… y aún más…
Dejó de hablar porque Atrio le pasó una pasta de laganum y una jarra de vino.
- Brindemos por mañana -propuso Atrio.
- Sí, brindemos -aceptó Albio. Y tres docenas de jarras alzadas por los cabecillas de la rebelión chocaron en el aire para festejar con júbilo el principio de sus tiempos de abundancia y recompensa.
- De todas formas -dijo Atrio tras el brindis-, deberíamos controlar que los hombres no beban en exceso. Y nosotros tampoco.
- En eso llevas razón -confirmó Albio. Y con el resto de los cabecillas acordaron que los soldados comieran cuanto quisieran pero que tuvieran cierto comedimiento con el vino. Las órdenes fueron transmitiéndose de un manípulo a otro, pero los soldados, aunque asentían a las órdenes, cogían cuanta comida y bebida podían y daban buena cuenta de ella sin atender a una disciplina que hacía meses estaba ausente entre sus filas.
40 La justicia de Escipión
Cartago Nova, Hispania, verano del 206 a.C.
El amanecer trajo un rocío fresco. Los soldados amotinados dormían despreocupados. Albio y Atrio habían conseguido, a duras penas, que un pequeño grupo se contuviera en la bebida e hiciese guardia durante la noche en torno al improvisado campamento del foro.
- Es posible que el general haya querido debilitar nuestra determinación a la hora de reclamar lo que nos pertenece con esta comida -empezó Cayo Albio dirigiéndose a su compañero en el mando, Atrio, mientras éste se desperezaba aún medio dormido-, pero se equivoca si cree que con un poco de pan y vino vamos a ceder en nuestras reclamaciones. Esto es sólo una pequeña muestra de lo injusto que ha sido hasta ahora el reparto entre sus legiones y nosotros.
Cayo Atrio asintió mientras se rascaba un ojo. Albio continuaba hablando, como enardecido por las horas de espera mientras aguardaban la decisión final del general sobre sus peticiones. Estaba decidido a no aceptar más dilaciones.
- O el general empieza el reparto de las pagas esta misma mañana o tendrá problemas.
- Me parece bien -confirmó Atrio, y luego, mirando hacia el palacio, añadió-: el general y sus oficiales… salen ya. En efecto, Publio Cornelio Escipión, escoltado por su guardia personal y en compañía de Lucio Marcio Septimio, Silano y Quinto Terebelio, salían del palacio y descendían por las escaleras del mismo en dirección al foro. En ese momento, los cuatro manípulos leales al general formaron con rapidez en cada una de las esquinas de la gran explanada. Una vez que Publio quedó frente a las tropas amotinadas, desde las cuatro esquinas, sus hombres hicieron sonar las tubas con fuerza, como si estuvieran en el campo de batalla. El estruendo de las trompas, con su juego de ecos entre las casas colindantes, resultó atronador y los soldados amotinados vieron interrumpido su descanso de forma abrupta. La mayoría desenvainó las espadas pensando que estaban siendo atacados, pero en cuanto se dieron cuenta de que eran sólo los pocos hombres que el general había distribuido en las esquinas del foro metiendo ruido, pronto pasaron del miedo a la irritación. Sin embargo, no tuvieron tiempo de quejarse, ni siquiera tuvieron sus jefes, Albio o Atrio, tiempo de decir nada, pues el general, desde los primeros peldaños de la escalinata del palacio, empezó a hablar.
- ¡Soldados de Suero, pues no sé de qué otra forma dirigirme a vosotros, pues ni sois legionarios, ni ciudadanos de Roma ni enemigos! ¡No sois legionarios pues habéis roto todos vuestros juramentos al levantaros en armas contra vuestros mandos legítimos, ni sois ciudadanos de Roma pues habéis traicionado las leyes de esta ciudad, y no os puedo llamar enemigos porque sois mil veces peores que el peor de nuestros enemigos!
¡Pero basta ya, por todos los dioses, de palabrería! ¡Ya he tomado mi decisión con respecto a vuestras peticiones, Cayo Albio y Cayo Atrio! -añadió el general mirando fijamente a los dos líderes de la rebelión, confusos e irritados por el tono áspero del discurso del general, el cual, no obstante, continuó hablando-. Pero antes de avanzar más en la que será vuestra sentencia, Lucio Marcio os expondrá el actual estado de cosas. Y con ello se separó de Marcio, al que dejó en la escalinata, y se sentó en la cathedra que su guardia nuevamente había traído consigo. Lucio Marcio observó la multitud en armas de los amotinados: ocho mil soldados dispuestos a todo, nerviosos, casi todos con resaca, muchos con las espadas en la mano, ávidos por acabar con aquellas negociaciones y dispuestos a tomarse la justicia por su mano y apoderarse si era necesario de aquella ciudad pasando por encima del general y sus hombres. Marcio nunca había tenido ante sí una muchedumbre armada de romanos tan hostil y peligrosa, pero las órdenes del general eran precisas y todo estaba saliendo según lo diseñado por Escipión. Comenzó
su breve parlamento.
- Hace dos días, hombres de Suero, os cruzasteis con las legiones que marchaban hacia el norte para enfrentarse a la rebelión ibera de Indíbil y Mandonio. Lo que no sabéis es que esas legiones tenían la orden explícita del general de girar y volver sobre sus pasos una vez que al cruzarse con vuestra marcha hubierais quedado fuera de su campo de visión. De esta forma, Cayo Lelio, siguiendo las órdenes del general, os siguió durante un día, acampando a cincuenta estadios de la ciudad, mientras vosotros entrabais en Cartago Nova. Y esta madrugada, apenas hace una hora, mientras dormíais en el foro, las puertas de la ciudad han sido abiertas de par en par por los legionarios bajo el mando de Quinto Terebelio. Así las dos legiones comandadas por Cayo Lelio y leales a Publio Cornelio Escipión, único general cum imperio en Hispania, han accedido a la ciudad y esperado la señal de las tubas con la que os habéis despertado. En este mismo momento, más de quince mil hombres armados leales al general ascienden por las calles que dan acceso a esta explanada y, al tiempo que termino, estas tropas rodearán el foro, cerrando todos sus accesos y tomando los tejados de todas las construcciones que hay levantadas en torno al mismo. ¡Los dioses están con Roma y Roma en Hispania es Publio Cornelio Escipión! ¡Salve, general!
Y, como de forma mágica, las palabras finales de Marcio fueron subrayadas por el estruendo de miles de sandalias que se escuchaban desde todos los extremos del foro. Y
desde cada esquina los soldados de los cuatro manípulos respondieron al grito de Marcio envalentonados por saberse ahora arropados por dos legiones de compañeros leales a su misma causa.
- ¡Salve, el general! ¡Salve! ¡Salve!
A decenas primero y en un instante a centenares, entraban legionarios por todas partes, resueltos, perfectamente armados con sus hastas, pila y espadas, protegidos por escudos, cascos, corazas y grebas relucientes, frescos, decididos, hombres que habían dormido temprano, cenado ligero y desayunado bien, sobrios, fieles, en tensión de guerra, expertos en el combate cuerpo a cuerpo, conquistadores de ciudades, vencedores contra los cartagineses y los iberos, unidos a su general, obedientes a Roma. Por los tejados de las edificaciones contiguas al foro, asomaban arqueros preparados con sus saetas en los arcos, aguardando todos la orden de un único hombre, que, al pie de la escalinata del palacio, frente a las tropas amotinadas del centro del foro, sentado en la cathedra, se palpaba el pelo de su cabeza con parsimonia. Sólo el gesto serio del rostro dejaba entrever una intensa emoción de poder y desprecio entremezclados que se debatía en una lucha interna de inimaginables proporciones.
Publio Cornelio Escipión deja de acariciarse la cabeza. Su mano cae despacio hasta alcanzar la empuñadura de la espada, se levanta y se acerca lentamente hacia Cayo Albio y Cayo Atrio que, estupefactos, retroceden intentando difuminar sus cuerpos entre la multitud de amotinados. Entretanto, Cayo Lelio ha llegado hasta la posición de Marcio y consulta con él las órdenes que ha dejado Publio. Marcio le responde en voz baja sin dejar de mirar al general. Este último sigue caminando en busca de Albio y Atrio. Los oficiales rebeldes siguen retrocediendo, pero no alcanzan al grueso de sus tropas amotinadas, porque éstas, a su vez, se están replegando desde todos los puntos de la plaza, apiñándose en el centro de forma desordenada, cediendo así terreno a las legiones que van cerrando cada vez un cerco más estrecho sobre los hombres en rebeldía.
- ¿Adonde vas, Cayo Albio? -dice el general al tiempo que desenvaina la espada y traza un arco en cielo girando trescientos sesenta grados con el arma, el mismo giro que le enseñara antaño su tío Cneo, el mismo gesto con el que indicaba a sus hombres que entraba en combate, un giro que, sin embargo, nunca antes había exhibido contra un romano. Albio se detiene. Está de espaldas a Publio porque busca por dónde adentrarse entre el mar de amotinados que ahora, preocupados por salvar sus propias vidas, se olvidan de él y lo dejan solo ante la ira del general. Cayo Albio se vuelve y, al ver a Publio Cornelio Escipión apenas a cinco pasos, blandiendo su espada, desenvaina su propia arma. Lelio, Marcio, Silano y Terebelio contemplan la escena desde la escalinata del palacio. Lelio lanza una rápida mirada a la guardia personal del general. El oficial al mando de los lictores, confuso, pues el general no ha indicado nada, interpreta con rapidez la mirada de Lelio y ordena a sus hombres que vayan en ayuda del general, pero no han empezado a aproximarse con sus espadas en ristre para defender al imperator cuando el propio general alza su mano indicando que se mantengan a distancia.
- ¡Tranquilo, Albio! -La voz de Publio confirma a todos que aquel lance es algo personal-. ¡No necesito de mi guardia personal para hacer lo que tengo que hacer! ¡La escoria como tú no merece la atención de tantos hombres! Pero ¿por qué dudas ahora, Cayo Albio? Ayer por la tarde te mostraste muy decidido en tus demandas y también lo fuiste cuando obligaste a que mis oficiales comieran de la comida que os serví. ¿Crees acaso, infame miserable, que alguna vez contemplé otra posibilidad que no fuera la de ensartarte con mi espada? ¿Y creías acaso que me importa más resolver una sublevación ibera que un motín de mis tropas? Cayo Albio, eres aún más estúpido que vil. Traidor, corrupto, desertor de Roma. ¿Envenenarte con la comida? No, no, eso no saciaría para nada mis deseos. Tengo que verte atravesado por mi espada, y pronto, y luego iré a por todos y cada uno de los cabecillas de esta rebelión. ¡Uno a uno os voy a matar a todos, yo en persona! -Aquí el general eleva el tono de voz para que todos le oigan bien-. ¡Quiero que todos sepan lo que les ocurre a los que se amotinan estando bajo mi mando! ¡Quiero que lo sepan bien y quiero que lo cuenten, los que sobrevivan, si es que dejo que alguno sobreviva! ¡Venga, Albio, no retrocedas más, por Júpiter y todos los dioses, éste es tu momento de gloria! ¡Si alguna vez alguien te recuerda será porque te alzaste contra mí y ahora me ocuparé de que te recuerden por tu muerte y la de todos los que te siguieron!
Cayo Albio marca la distancia entre él y el general con el brazo estirado y la espada en el aire, algo temblorosa. Publio, por el contrario, habla con los brazos relajados, con el arma junto a su cuerpo, sereno pero en tensión, como un león al acecho, a punto de lanzarse sobre su presa. Albio mira nervioso a su alrededor pero nadie sale para ayudarle. Atrio se ha agrupado con el resto de los compañeros de rebelión y queda lejos igual que queda lejos el día de ayer, cuando los acontecimientos parecían desarrollarse a su favor. ¿Cómo ha cambiado todo en tan poco tiempo? ¿Las legiones dieron media vuelta y les siguieron? ¿Y la rebelión de los iberos? ¿Acaso eso no importa al general? ¿Quién es ese hombre que deja que los iberos se hagan con el norte de Hispania para concentrarse en atacarles? No tiene sentido, no tiene sentido, pero preocuparse ahora de todo eso no ayuda en nada. El general se acerca y lanza su espada contra la suya. Albio la detiene. Ambos luchan sin escudos, da un paso atrás, el general vuelve a atacar, esta vez por la derecha y Albio vuelve a parar el golpe pero acto seguido Escipión le está atacando por la izquierda. Demasiado rápido. Albio gira pero demasiado lento por una fracción de segundo. Un corte seco en la entrepierna izquierda hace que la sangre brote cálida. Le duele al pisar con su pie izquierdo, pero como experimentado triari sabe que no puede ni debe mirar su herida o en ese instante llegará el golpe fatal. Es un traidor, pero Albio sabe luchar. Aquel maldito general vuelve a atacar. Es tan rápido. Está por todas partes. Albio para un golpe que de nuevo viene por su izquierda y luego otro por la derecha y se prepara para uno más por la izquierda, pero Escipión ha cambiado de estrategia y repite dos golpes por el mismo flanco derecho. Un nuevo corte esta vez en su brazo derecho hace que su mano quede sin fuerzas y la espada cae al suelo. Está desarmado. El general se acerca.
- ¡No puedes matar a un hombre herido y desarmado! -exclama Albio retorciéndose de dolor, medio encogido, retrocediendo, pero sabe que todo es en vano. Cierra los ojos. Percibe el olor de la sudorosa piel del general cuando éste se aproxima para hundir su espada en su pecho. Albio siente cómo el filo del arma le parte la carne, los músculos, el corazón. Cayo Albio inspira aire y se atraganta. No sabe con qué hasta que empieza a escupir sangre sobre el cuerpo de su verdugo. Siente cómo el general gira la espada en su interior mientras la saca despacio.
- Es cierto -le dice Publio Cornelio Escipión al oído-, no puedo matar a un hombre herido y desarmado, pero, querido Albio, tú… Albio, no eres un hombre, sólo eres un traidor; los hombres, Albio, honran sus juramentos. -Y Albio ve la espada salir de su cuerpo y con ella sus últimas fuerzas, un borbotón de sangre y la vida, la luz, la plaza, el grito de los amotinados, las voces de los oficiales del general, el olor de aquel hombre, todo se desvanece y cae derrumbado como había visto hacía años caer a los piratas de Iliria que, vencidos y presos, eran despeñados desde lo alto de la Roca Tarpeya en el mismo corazón de Roma.
Publio Cornelio Escipión giró ciento ochenta grados sobre los talones de sus sandalias. Fue un giro veloz, con la espada desenvainada, salpicando sangre fresca a su alrededor. A unos pasos encontró lo que buscaba. Cayo Atrio, el rostro pálido, sudorosa la frente, retrocediendo hacia sus hombres. El general le señaló con el dedo. Tras el gesto de Escipión los amotinados parecían encogerse dejando a Cayo Atrio solo en un círculo vacío de hombres. Atrio comprendió lo que venía. Pensó con rapidez. Desenvainó su espada.
- ¡Un escudo! -gritó, dirigiéndose hasta los que no hacía más que unos minutos se decían sus hombres, pero nadie le lanzó el arma defensiva que solicitaba. El general tampoco llevaba escudo. Era un combate igualado. Para Lelio, Marcio, Silano y Terebelio, los lictores y el resto de los legionarios de las dos legiones leales, aquello era mucho más de lo que merecía aquel traidor.
Atrio no retrocedió más ni volvió a clamar por el escudo. Con el dorso de la mano libre se secó las gotas de sudor que se deslizaban por su frente coronada con un profundo entrecejo. Atrio caminó hacia el palacio. Publio entendió el movimiento. Su oponente quería evitar combatir contra el sol. Publio sintió desazón en su alma. Eran buenos guerreros aquellos y, no obstante, debía matarlos a todos. A todos. Uno a uno. Exterminarlos para erradicar la rebelión y la indisciplina. No había otra solución. Dio varios pasos hacia Atrio. El oficial rebelde mantenía su espada en alto. Estaba en guardia. Era un oponente más cauto que Albio, más sagaz, más atento. El general contuvo la respiración y lanzó su ataque. Fue un avance fulgurante. Dos golpes secos que Atrio detuvo con la espada, un nuevo giro, esta vez completo, para atacar por el lado contrario que de nuevo Atrio detuvo. El general inhaló
aire, retrocedió y dejó espacio entre él y su contrincante. Atrio avanzó despacio, pero estaba claro que dudaba en cómo lanzar su ataque. Publio decidió simplificar la toma de decisiones de Atrio. Raudo se abalanzó sobre el oficial rebelde y golpeó, al igual que había hecho antes, con su espada la espada de Atrio. Éste mantuvo tenso el brazo con el arma esperando un segundo golpe pero éste no llegó por arriba sino que el general, rodilla en tierra, pinchó en el muslo justo donde terminaba la greba protectora de Atrio. Éste gimió al sentir el filo penetrando en su piel. Se tambaleó, pero mantuvo la espada firme en su brazo para protegerse de una nueva acometida. Cerró, no obstante, un breve segundo los ojos para digerir el dolor de la herida abierta y cuando los abrió sintió el hierro frío del arma del general como una caricia extraña paseándose por la piel de su cuello. Atrio observó cómo el general se alejaba, dándole la espalda, como si buscara ya otro hombre al que enfrentarse, y no lo entendía. Se alzó y pensó en arrojarle su espada por la espalda. Podría herirle así y luego aproximarse rápido y rematarlo antes de que los lictores se acercaran para defenderle. Sí, eso debía hacer. Luego vendría una batalla campal. La espada pesaba tanto. Era extraño. Se sintió mareado. No veía bien. Fue a hablar. Escupió sangre. La espada. La oyó caer sobre el suelo. El general se alejaba sin mirarle. Se llevó las manos a la garganta. La sangre brotaba a raudales, desbocada, sin rumbo. Cayó de bruces. Su cuerpo convulsionó un par de veces y luego quedó quieto, inerte, inmóvil.
El general caminaba en busca de más cabecillas de la rebelión a los que matar. Necesitaba sangre. Uno a uno. Todos. Lelio, desde la distancia, pensó en intervenir, pero Publio se había mostrado preciso y persistente en las instrucciones. No quería que nadie interviniese. ¿Cuántos hombres más debería matar antes de que la reciente enfermedad de la que apenas se había recu-perado le hiciera entrar en razón? Lelio sacudió la cabeza. A su lado Marcio, Silano y Terebelio compartían en silencio su confusión.
Escipión apuñaló por la espalda con su espada a un oficial rebelde que huía. Eran alimañas. No importaba cómo matarlos. Sólo importaba acabar con todos. Pero aquello era demasiado lento, tedioso. Tenía sangre en la empuñadura del arma, entre los dedos, en las manos, en los brazos, por la coraza, en la frente, en sus sienes, por las piernas. Sangre de traidores a Roma, de traidores a su persona.
- ¡Por todos los dioses! -clamó Publio Cornelio Escipión con todas las fuerzas de las que disponía después de haber matado ya a tres hombres-. ¡Coged a todos los cabecillas! ¡Apresadlos a todos!
Y el general se quedó quieto. A su alrededor, decenas de legionarios de las legiones leales se lanzaban sobre los treinta oficiales rebeldes supervivientes a sus ejecuciones en combate personal. Algunos intentaban esconderse entre la gran masa de soldados amotinados, pero éstos cada vez con más despecho empujaban a los que antes habían elegido como oficiales y los devolvían hacia los legionarios del general.
Publio Cornelio Escipión caminó despacio hacia la escalinata del palacio. Ascendió
varios escalones y se detuvo en el centro, volviéndose hacia los amotinados. En las primeras filas había remolinos de hombres que luchaban. Unos a la caza de los cabecillas de aquella rebelión, éstos intentando escabullirse sin éxito entre la ingente maraña de rebeldes y estos últimos replegándose cada vez más.
- ¡Miserables de Suero! -La voz de Publio Cornelio Escipión sobrecogió a todos. Era terrible, implacable y con un vibrar temible en cada palabra. Todos le escuchaban, amotinados y leales, legionarios y centuriones-. ¡Sois miseria! ¡Y estúpidos! ¡Por todos los dioses!, ¿habéis olvidado lo que ocurrió con la legión que se rebeló en Rhegium? ¿No lo recordáis? -Aquí Escipión se detuvo para dejar que la memoria de los rebeldes encendiera su terror-. Sí. Lo veo en vuestros ojos. Muchos empezáis a recordar. Se alzaron en armas y bajo el mando del tribuno Décimo Vibelio se mantuvieron diez años en rebeldía sin reconocer la autoridad de su patria, de Roma, a la que, como vosotros, debían obediencia absoluta por nacimiento y por juramento. Y esos hombres al menos no negociaron con los enemigos de Roma, no pactaron ni con Pirro, ni con los samnitas ni con nuestros enemigos de Lucania. Se atrincheraron en esa ciudad y pretendieron vivir allí para siempre. Un anhelo absurdo. ¿Dónde están ahora todos ellos, dónde?, os pregunto. -Un breve silencio y la cruda verdad a continuación-: ¡Muertos, todos muertos, apresados, juzgados y ejecutados uno a uno en el foro de Roma, la ciudad a la que osaron traicionar!
¡Nadie traiciona a Roma y vive para contarlo! Y yo os pregunto, traidores, ¿no es más terrible aún vuestro crimen cuando vosotros no sólo os rebelasteis contra la autoridad de Roma, sino que además habéis negociado y pactado con Indíbil y Mandonio, nuestros enemigos en tierra enemiga? ¿O creéis que no sé de las negociaciones de Albio y Atrio con ellos? Veo que algunos me miráis extrañados. ¿Es que Albio y Atrio no compartían con vosotros la profundidad de su traición a Roma? Me da igual que lo supierais o no, me da igual todo, todo salvo castigar la rebelión con la muerte, pues, ¿qué otra sentencia sería justa ante tales crímenes? ¡Dioses, decidme qué debo hacer! ¿Qué debo hacer?
Publio alzó los brazos en alto, con su espada desenvainada apuntando al cielo. La sangre de los cabecillas atravesados por su arma recorría su piel como si se hubiera bañado en sangre de sacrificios. Para los legionarios leales de sus legiones aquél era un hombre ungido por los mismos dioses. Para los amotinados era la peor de sus pesadillas. Pasados unos segundos, dos esclavos, por orden de Lelio, le trajeron una pequeña sella, una bacinilla con agua y una toalla. El general aceptó la sella y se sentó, dejando caer el peso de su cuerpo agotado, pero declinó usar el agua y la toalla. Lelio y Marcio se acercaron. Fue Lelio el que le informó.
- Todos los líderes de la rebelión están en nuestras manos. ¿Qué hacemos?
- ¿Cuántos… cuántos son?
Lelio miró a Marcio y Silano. Marcio preguntó a Terebelio, que acababa de llegar, algo sudoroso pues él mismo había atrapado personalmente a más de uno de los oficiales rebeldes. Terebelio dio una cifra.
- Treinta, rni general. Treinta miserables.
- Que los maten a todos -sentenció Publio sin dudarlo un instante-; crucificadlos. Terebelio iba a partir para cumplir las órdenes recibidas cuando el general continuó:
- Pero crucificadlos en el suelo, con clavos. Quiero oír cómo quebráis sus huesos al clavarlos a la tierra y quiero que sufran.
Terebelio asintió y se deslizó veloz hacia donde sus legionarios tenían presos a los condenados.
Lelio observaba al joven general. Respiraba entrecortadamente. No estaba plenamente recuperado. Combatir contra aquellos rebeldes no había sido una buena idea, o quizá
sí. Los amotinados estaban aterrorizados y cuando empezase el suplicio del resto de los cabecillas aún lo estarían más y con razón. Parecía que el general no guardaba más que odio y rencor para cada uno de ellos. Rencor merecido, pero Lelio estaba nervioso. Nunca había visto tanta violencia reflejada en la faz de Publio. En otro tiempo habría intervenido. Era mejor rendir las tropas rebeldes y luego, con más sosiego, decidir qué hacer. Publio parecía, contrario a su costumbre, obrar a impulsos. Los aullidos de los primeros crucificados irrumpieron en su mente. Lelio se giró hacia los amotinados. A veinte pasos de donde se encontraban estaban clavando a varios rebeldes en el suelo. Pataleaban como cobardes que eran. Algunos rogaban increpando o maldiciendo a los dioses.
- ¿Qué vamos a hacer con el resto? -preguntó Marcio mirando al general-. Son más de ocho mil hombres.
- Más de ocho mil. Sí. Son muchos. -Publio respondía así, mirando al suelo. Marcio dudó antes de preguntar de nuevo, pero al fin se decidió. -¿A todos? ¿Los matamos a todos?
El silencio en el cónclave de altos mandos se veía sazonado por los alaridos de los crucificados. Terebelio retornó y volvió a informar.
- Todos han sido crucificados. El sol y el hambre harán el resto. Agonizarán durante días. -Terebelio parecía satisfecho.
- Que los decapiten -contestó Publio todavía mirando al suelo-. Necesito silencio…
para pensar.
- ¿Decapitarlos? -Terebelio parecía contrariado.
Lelio intervino con rapidez.
- ¡Todos decapitados, ya, Quinto! ¡El general no quiere escuchar más aullidos! ¡Esos perros tienen hoy su día de suerte!
Terebelio se llevó el puño firmemente cerrado al pecho y partió para cumplir las órdenes. Con él se llevó a dos de los lictores armados con hachas. Los dos guardianes del general, convertidos en verdugos, fueron de crucificado a crucificado dejando caer sus pesadas hachas sobre los cuellos desnudos de aquellos infelices. Hasta treinta veces se escuchó el chasquido inequívoco de un cuello seccionado por el poderoso filo de las hachas. El silencio se propagó por el foro manso, mientras la sangre de los recién decapitados regaba la tierra de Cartago Nova.
- Ocho mil hombres y muchos buenos guerreros, otros no, pero muchos podrían ayudarnos. -Publio parecía no escuchar a nadie, hablaba solo-. Necesitamos a esos hombres para atacar a Indíbil y los suyos y, sin embargo, debemos matarlos. Silano aventuró una posible solución.
- Podríamos diezmarlos.
Publio alzó la mirada.
- ¿Diezmarlos? -Miró entonces a Lelio-. Tú tienes más experiencia. ¿Qué te parece la idea de Silano?
Lelio se sintió sobrecogido. Era la primera vez, desde Baecula, que Publio preguntaba por su parecer. Quizá la enfermedad hubiera borrado parte de la distancia que los había separado en los últimos años.
- Diezmarlos. Es una buena idea -concluyó Lelio.
- Supongo que así es -aceptó Publio-. Necesitamos hombres. Incluso estos miserables nos pueden ser útiles para acabar con la rebelión de Indíbil y Mandonio. -A medida que hablaba, Publio parecía convencerse de la idea-. Diezmadlos y los que sobrevivan los usaremos de primera línea de combate. Así, los que tengan valor, redimirán su crimen…
al menos, en parte.
Lelio, Silano y Marcio asintieron.
- Estoy agotado -continuó Publio, y se levantó despacio-. Que me traigan agua al palacio. Voy a descansar. Terminad con las ejecuciones lo antes posible. Mañana partiremos al alba, dirección norte, a Tarraco y allí decidiremos qué hacer con los iberos. Ya nos hemos retrasado bastante.
Y el general ascendió pesadamente las escaleras que le restaban flanqueado por los lictores de su guardia personal. Lelio, Marcio y Silano se miraron.
- Creo que te corresponde a ti dirigirte a los hombres -dijo Marcio mirando a Lelio.
- De acuerdo -respondió Lelio; se puso firme, carraspeó y escupió en los escalones, y desde allí mismo pronunció la sentencia, una sentencia que nunca jamás pensó que pronunciaría en su vida, una sentencia con la que condenaba a ochocientos hombres, uno de cada diez de ¡os rebeldes, a morir ejecutados en las próximas horas-. ¡Traidores de Suero, el general Publio Cornelio Escipión, en una muestra de magnanimidad fuera de lo común, ha decidido que vuestro destacamento va a ser diezmado! -Lelio observó cómo muchos de los rebeldes suspiraban y cómo otros, más precavidos, mantenían la respiración pues aún no se había indicado quién iba a ser ejecutado y quién no-. ¡Para ello pasaréis a formar ahora mismo según vuestros manípulos! Lma vez formados os numeraremos y uno de cada diez, a partir del punto en el que empecemos a contar, será ejecutado sin misericordia. Si alguien intenta cambiar de posición una vez que empecemos la cuenta, será ejecutado también. Los demás, los que sobreviváis aun sin merecerlo, me seguiréis para integraros en la fuerza de castigo que partirá mañana hacia el norte para enfrentarnos con los iberos. ¡Y dad gracias a los dioses por vuestra suerte!
Desde su habitación, Publio escuchaba los alaridos de los hombres a los que la Fortuna había abandonado durante el mortal sorteo, los soldados que debían ser diezmados; unos eran gritos de terror que se mezclaban con las súplicas infructuosas de otros. Así, lento y doloroso, fue pasando el resto de la mañana, del mediodía y de la tarde. El sol del anochecer acarició la tierra con los últimos rayos acompañando las ejecuciones finales de aquella sangrienta jornada. Publio no recibió a nadie en aquellas horas. Permaneció encerrado en su habitación. Se sentó primero en un solium, el mismo que usara Netikerty cuando le veló en su larga enfermedad, luego en el triclinium y finalmente en su lecho. Allí, se acurrucó como un niño, abrazando sus rodillas con sus manos y, sin que nadie lo viera, lloró en sollozos silenciosos pero convulsos. Estaba aturdido y cansado. Aquel castigo ejemplar era necesario, se decía, pero el gemido de ochocientas gargantas romanas seccionadas martilleaba en su ser como si estuviera preso en la mismísima fragua de Vulcano. Así, agitado y con remordimientos y dudas, su mente se adentró en un tortuoso sueño que le hizo moverse de un lado a otro de la cama durante varias horas, hasta que ya entrada la madrugada, de alguna forma, su alma encontró cierto sosiego, una paz endeble pero que su cuerpo recibió con ansia.
Publio Cornelio Escipión nunca más volvió a sufrir un motín.
41 Indíbil y Mandonio
Junto al Ebro, al este de Hispania, otoño del 206 a.C.
A los pocos días de resolver el motín de la guarnición de Suero, Publio congregó a las legiones en el istmo de Cartago Nova y arengó a los legionarios con gran vehemencia.
- ¡Legionarios de Roma! ¡Habéis conquistado esta ciudad inexpugnable, y habéis derrotado a Asdrúbal Barca en Baecula y a Giscón y Magón en Ilipa! ¡Bajo el poder de vuestras armas han caído las últimas ciudades iberas que apoyaban a nuestros enemigos!
¡Deberíamos poder decir que Hispania es nuestra, pero no es así! ¡Por Júpiter Óptimo Máximo, no es así! ¡Hemos sido clementes con los iberos! ¿Y qué ha ocurrido? Yo os lo diré. La mayoría de los pueblos de todo este vasto territorio nos han jurado lealtad, pero de entre todos estos innumerables pueblos, los iberos liderados por Indíbil y Mandonio se han rebelado de nuevo contra nosotros! ¿Y sabéis por qué? -Aquí detuvo su discurso mirando a sus tropas desde el estrado de madera desde el que les hablaba-. ¡Yo os lo diré! ¡Porque me creían muerto! ¡Y yo os pregunto, yo os pregunto alto y claro! ¿Estoy muerto, os parezco un general muerto? -Y los soldados replicaron a miles.
- ¡No, no, no!
- ¡No, no estoy muerto, pero eso daría igual porque lo que importa es que no estáis muertos vosotros y vosotros sois los que gobernáis este país ahora! ¡Hispania es vuestra y los que se rebelan deben perecer bajo vuestras armas porque vosotros sois Roma y Roma gobierna en Hispania y los que no lo entiendan o se nieguen a aceptar ese hecho sólo merecen morir! ¡Morir! ¡Morir!
Y las legiones replicaron con potencia.
- ¡Muerte, muerte, muerte! -Mientras, su general, con las manos en alto, ordenaba que se sacrificara doce bueyes para que los dioses bendijeran la nueva campaña. Publio Cornelio Escipión, completamente restablecido de su enfermedad, se puso al frente de sus cuatro legiones y ascendió desde Cartago Nova hasta alcanzar el Ebro en unos pocos días de tremendas marchas forzadas. De ese modo, días antes de lo que podían esperar los líderes iberos en rebeldía, el general romano avanzaba contra ellos. Publio no se detuvo ante nada y no sólo eso, sino que ordenó, una vez cruzado el Ebro, que sus tropas lo arrasaran todo, granjas, pequeñas poblaciones, plantaciones, todo, quemando, destruyendo, y confiscando el ganado y el grano. Indíbil y Mandonio no tuvieron mucho tiempo para pensar en una estrategia. Siempre pensaron que el general romano, siempre tan avenido a negociar con ellos, haría, una vez más, lo mismo, y cuando vieron que las legiones lo arrasaban todo a su paso, no supieron bien cómo reaccionar, más allá de plantarles cara lo antes posible para intentar detener toda aquella destrucción. El primer enfrentamiento fue bestial. La infantería ligera de las legiones no se detuvo cuando Indíbil y Mandonio plantificaron su ejército enfrente, sino que arremetieron repitiendo el ataque al asalto de Baecula. Los iberos lucharon con bravia, hasta el punto que los velites padecieron un incalculable número de bajas, hasta que la caballería romana comandada por un Lelio enfervorizado al verse de nuevo en el centro de un ataque de las legiones, intervino haciendo retroceder a los hispanos. La noche sorprendió a todos y el combate se detuvo. Sin embargo, al amanecer los iberos no habían disminuido su ansia por combatir contra las legiones y una vez más plantaron todo su ejército frente a las tropas romanas, pero cuando Publio vio que en su incapacidad como generales, Indíbil y Mandonio habían mezclado su caballería con la infantería, comprendió que aquello era sólo cuestión de unas horas. El general romano ordenó que las cuatro legiones avanzaran frontalmente contra la infantería y caballería ibera. El enfrentamiento estuvo igualado durante una hora, hasta que, una vez más, la caballería romana de Lelio emergió por la retaguardia ibera, una vez que hubo rodeado las posiciones hispanas. Los iberos, que debían combatir en dos frentes al mismo tiempo, fueron perdiendo terreno y el combate terminó en una de las mayores masacres que Publio Cornelio Escipión dirigiría en aquella interminable guerra. Al anochecer, Indíbil y Mandonio estaban ante el praetonum del campamento provisional que Escipión había levantado junto al Ebro. El general recibió sentado a sus nuevos prisioneros. Les habló con despecho:
- De rodillas -dijo en un tono sereno y, como fuera que los orgullosos iberos no se humillaban, el general se alzó y bramó su orden con furia brutal-. ¡De rodillas!, he dicho,
¡de rodillas!
Y, sin que los legionarios que custodiaban a los iberos tuvieran que intervenir, Indíbil y Mandonio, seguros ya de su próxima muerte, sin saber bien por qué, se arrodillaron, quizá con la fútil esperanza de que aquel gesto pudiera aún contribuir a salvar sus vidas. Publio Cornelio Escipión se levanta de su sella y se acerca a los dos jefes iberos que tienen sus rostros casi hundidos en la tierra de Hispania. Les habla no ya con rencor, sino con amargura.
- Os traté bien, os di hasta trescientos caballos de regalo, respeté vuestras tierras y,
¿qué hacéis vosotros? ¿Qué hacéis? Por todos los dioses. Os levantáis contra mí, os rebeláis contra mi generosidad y ahora, sin embargo, ahora que he arrasado vuestros campos y aniquilado vuestro ejército, os arrodilláis ante mí. ¿Es esto lo único que entendéis? Me habéis tenido como amigo y ahora me tenéis como enemigo. Decidme, los dos, decidme alto y claro, ahora que me habéis conocido como amigo y como enemigo, ¿cómo me preferís, iberos?
Indíbil y Mandonio se miran entre sí, confusos. Es Indíbil el que aventura una respuesta.
- Como amigo, imperator, como amigo.
- Como amigo -repite Publio asintiendo de forma exagerada con su cabeza-. Y ahora lo veis. Y, digo yo, ¿no creéis que es un poco tarde para daros cuenta de eso? ¿No lo creéis? -Y calla para entretenerse viendo el sudor frío que se desliza en pesadas gotas por las frentes de los dos jefes iberos-. Debería mataros a los dos, aquí y ahora. Debería crucificaros y dejaros morir de inanición lentamente. Eso me complacería y sé que complacería a mis hombres. -Y vuelve a callar; ve cómo Indíbil y Mandonio miran al suelo de su patria, arrodillados ante él, tragando saliva y miedo-. Pero no lo haré. Os perdonaré y os daré una segunda oportunidad si me juráis aquí y ahora lealtad absoluta para siempre. ¡Juradlo! ¡Juradme lealtad y seréis libres!
- Lo juro, imperator -dice Indíbil, rápido. -Lo juro, imperator, lo juro, lo juro, por mis dioses -añade Mandonio.
Publio se vuelve hacia el praetorium y habla a los lictores de su escolta, dando la espalda a los jefes iberos arrodillados ante él.
- Liberad a estos hombres y lleváoslos de mi presencia-y lúego, mirando a Lelio, Marcio, Silano, Terebelio y el resto de los tribunos y centuriones-, y vamonos de aquí. Es hora de regresar a Roma.
Dos noches después, Publio yacía en la cama de su domas en Tarraco. No podía dormir. A su lado podía escuchar la respiración suave y rítmica de su esposa. Pensaba que estaba dormida. Se alegró de que al menos uno de los dos pudiera conciliar el sueño con sosiego.
- ¿Estás bien? -le preguntó su esposa en un dulce susurro.
- Pensaba que dormías -respondió, girándose de costado para verla mientras le hablaba.
- ¿Qué te preocupa? -insistió Emilia.
- Creo que debo presentarme a cónsul en las próximas elecciones, este año.
- El pueblo te apoyará -respondió Emilia, nada sorprendida por la idea de su marido-, aunque tendrás más de medio Senado en contra, con Fabio Máximo al frente.
- Lo sé -dijo Publio-, pero debo intentarlo.
- Lo conseguirás. Después de tus victorias en Hispania no podrán negarse. Ni siquiera Máximo podrá oponerse a eso, pero…
- ¿Pero…? -preguntó Publio.
- Pero Máximo se negará a que te den permiso para invadir África con un ejército consular.
Publio calló. Emilia tenía razón. De todas formas, debía intentarlo. Quizá pudiera persuadir al Senado si, investido como cónsul, le dejaban exponer sus razones a todos los senadores en una reunión plenaria en la Curia. Se podría hacer.
- Los niños y yo te seguiremos siempre, donde quiera que vayas. Eso debes saberlo añadió Emilia para intentar animarle. Publio sonrió. La lealtad inquebrantable de su mujer, después de batallas, asedios, motines y rebeliones, era como una bahía en la que refugiarse en medio de la interminable tempestad en la que se había convertido su vida.
42 El templo de Bellona
Roma, invierno del 206 a.C.
Publio ascendió por la pequeña escalinata que daba acceso al templo de Bellona, diosa de la guerra. Pasó entre las columnas y se quedó en pie frente al altar de la vieja deidad romana. Allí, en medio del campo de Marte, fuera del recinto de la muralla servia, hacía casi un siglo que Apio Claudio el Ciego levantó aquel templo. En el silencio del interior Publio se recogió con sus pensamientos. Buscaba sosiego y calma para debatir con Máximo, que pronto llegaría presidiendo la comisión del Senado que debía recibirles. Afuera esperaban sus más fieles oficiales, Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano y el siempre intempestivo Terebelio, entre otros. Todos anhelaban que se les concediera el honor de celebrar un triunfo por las calles de Roma. Habían luchado duro, con enorme tenacidad y contra adversidades ante las que la gran mayoría habría sucumbido y, sin embargo, aquellos hombres, con sus legiones, todos bajo su mando, habían invertido el curso de los acontecimientos y de la guerra en Hispania. Llegaron a una región bajo control cartaginés y regresaban de un territorio que ahora quedaba regulado por las leyes de Roma. Merecían un triunfo. Lo merecían, pero Fabio Máximo se opondría. ¿Hasta qué punto, con qué saña? Eso es lo que no sabía Publio. ¿Sería posible negociar con el resto de los senadores o todos seguirían al viejo princeps senatus como corderos asustados? Según le había informado su hermano Lucio se haría lo que Máximo aconsejara. Tal era su control y su poder en Roma. Publio esbozó una sonrisa lacónica. Lástima que contra el viejo Fabio no se pudieran emplear las armas. Funestos pensamientos. Sin duda insuflados por la diosa de la guerra en cuyo templo se encontraba. Quizás aquél no fuera el mejor lugar para encontrar el autocontrol que precisaba para un nuevo debate con Fabio Máximo. Estaba cansado de aquel hombre. Todo empezaba en él y todo terminaba en él. Cuando Publio era niño aquel hombre ya era cónsul. Había conquistado toda Hispania y aquel hombre seguía controlando Roma. Era el mismo hombre que negó los refuerzos que su padre y su tío reclamaban, y su padre y su tío perecieron al tener que buscar los hombres que les faltaban en volátiles alianzas con los siempre volubles iberos. Fue Máximo el que se opuso a que se le concediera luego el mando sobre las legiones de Hispania y cuando Publio, pese a todo, lo consiguió recurriendo al pueblo, pasando por encima del Senado, fue de nuevo Máximo quien maniobró para evitar que fuera a Hispania con el rango de magistrado proconsular; a instancias de Máximo, Publio quedó con el imperium sobre las legiones, para evitar enfrentarse con el pueblo que le respaldaba, pero despojado de la nobleza de la promagistratura. Ése sería el punto donde Quinto Fabio Máximo se centraría y Publio, con desazón, no por él sino por ver truncada la justa aspiración de recompensa de sus oficiales y legionarios, no veía defensa posible. No la había. Habría que saltarse la ley y eso implicaba saltarse a Máximo y eso, sencillamente, en el corazón de la mismísima Roma, era imposible.
Publio salió algo más sereno que cuando entró en el templo. Desde el pórtico del santuario observó a sus oficiales arremolinados entre las columnas del espacio enlosado que se extendía a unas decenas de pasos del templo de Bellona. Aquella pequeña plaza, cubierta en uno de sus extremos y descubierta en otro, rodeada de viejas pero firmes columnas, era uno de los tres senaculum erigidos en Roma. Eran espacios que se usaban a modo de salas de espera para importantes invitados. Había uno junto al edificio de la Curia, que los propios senadores usaban como antesala y donde a menudo se reunían en pequeños grupos antes y después de las sesiones, y había otro junto a la puerta Capena, al sureste de la ciudad. El tercero era donde se encontraban Lelio, Marcio y Terebelio con el resto de los oficiales, esperándole y esperando a su vez a la comitiva de senadores que debía recibirles después de aquella tan exitosa serie de campañas militares en Hispania. Publio vio cómo Lelio señalaba algo a Marcio en dirección sur, el general fijó
su mirada en el horizonte y vislumbró la comitiva de senadores que se recortaba contra las paredes del templo de Apolo. Estaban a doscientos pasos de distancia. Los senadores caminaban despacio. Todos seguían al anciano pero todopoderoso Quinto Fabio Máximo. Los senadores se habían dado cita frente al edifico de la Curia Hostilia. Quinto Fabio Máximo dio las órdenes con concisión.
- Bien, por todos los dioses, vamos a recibir a esos oficiales de Roma. Al usar el plural con «esos oficiales» diluía el protagonismo de Escipión. En la ciudad, no obstante, no se hablaba de otra cosa que no fuera la llegada de Publio Cornelio Escipión, victorioso tras derrotar en repetidas ocasiones a los cartagineses en Hispania. Fabio lo sabía y a conciencia evitaba nombrarle.
Era una comitiva de quince senadores, en su mayoría proclives a las ideas más conservadoras. Fabio ya se había preocupado de hacer la selección adecuada. Sabía que el joven Escipión insistiría en obtener un triunfo y si había algo que Fabio Máximo tenía claro era que aquel joven general sólo obtendría un triunfo en Roma pasando por encima de su cadáver. Todos los senadores seguían al anciano pero firme princeps senatus, escoltados por una veintena de legionarios armados asignados de las legiones urbanae y por un puñado de esclavos con agua, vino, bacinillas para aseo personal y algo de comida. Cruzaron la explanada del Comitium hacia el suroeste y ascendieron la cuesta que daba al Vuca-nal. Fabio se detuvo ante los dos grandes árboles que, como vigías del tiempo, presidían aquel amplio espacio dedicado al dios Vulcano. Se trataba de un gigantesco, alargado y altísimo ciprés que se cimbreaba en su copa mecido por el viento. A su lado estaba el antiquísimo lotus plantado por el mismísimo Rómulo si la tradición no mentía. Fabio, sin embargo, admiraba más la estilizada e imponente figura del enorme ciprés. Allí estaba aquel árbol presenciando el devenir de los años, los siglos, las guerras, los hombres, a Roma entera mientras ésta crecía en gloria y poder y también en aquellos días, cuando la ciudad pugnaba por sobrevivir a Aníbal. Fabio se detuvo y señaló al enorme ciprés.
- Roma crecerá junto con este árbol y un día, cuando se sienta dueña del mundo y crea que nada le puede ocurrir, el árbol sufrirá y con él toda la ciudad. Lo presiento. Lo veo en su forma de mecerse, lo siento en la profundidad de sus raíces y lo leo en el vuelo de los pájaros. -Y señaló a una bandada de gansos que surcaba el cielo. Luego, por unos segundos, el viejo senador cerró los ojos. Parecía como transportado a otro mundo, a otro tiempo. Al fin, reemprendió la marcha. Era un vaticinio. Todos le miraron con respeto. Máximo era augur permanente y sus opiniones en todo lo que tenía que ver con el futuro, incluso si se trataba de un futuro lejano, eran respetadas con gran profundidad. Ninguno sabía que aquel ciprés aún había de vivir dos siglos y medio más. Lo miraron uno a uno, cada senador al pasar a su lado, calculando al observarlo la altura de aquel ser vivo clavado en el centro mismo de Roma. Un árbol que vería el desenlace de la guerra contra Aníbal, la conquista de Grecia, Egipto, Asia Menor, el Egeo, África, la mismísima Galia, los Balcanes; un ciprés que asistiría impasible a las guerras sociales, al enfrentamiento entre Mario y Sila, y a la lucha contra Espartaco y su ejército de esclavos sublevados; un ciprés que se mecería bajo el viento cuando Julio César pasease por el foro, un árbol bajo el que Cicerón repasaría sus discursos contra Catilina; un vigía que sería testigo de las cruentas guerras civiles y del final de la República, que disfrutaría de la paz de Augusto, cuando el emperador cerró las puertas del templo de Jano, y que presenciaría el advenimiento de Tiberio, su impetuoso reinado al que le sucederían los desmanes y las locuras de un perverso Calígula; un ciprés que vería partir al emperador Claudio para conquistar Britania y que, finalmente, un día caería consumido en las terribles llamas de un incendio que arrasaría el corazón de Roma bajo el reinado del emperador Nerón. Del lotus, el viejo senador no dijo nada, aunque aquel árbol sobreviviría al nefando incendio y perduraría más allá incluso de los tiempos de Trajano. Pero de todo esto nada sabían aquellos senadores, preocupados más por el inmediato presente que por los vaticinios de aquel intuitivo augur que los guiaba sobre un futuro ignoto. Tenían otros asuntos más urgentes de los que ocuparse.
Tomaron el Vicus Juganus dejando a su derecha el templo de Júpiter Capitolino en lo alto de la colina que nunca había sido conquistada por los enemigos de la ciudad ni en sus tiempos más antiguos. Alcanzaron la puerta Carmenta y cruzaron la muralla servia. Allí se les unió un manípulo completo de soldados que los escoltó en su ruta hacia el templo de Apolo y luego, cuando cruzaron el campo de Marte en dirección al senaculum levantado al pie del templo de Bellona. Fabio ascendió despacio la pendiente sobre la que se había construido el senaculum hasta quedar frente a aquel joven general Escipión que esperaba rodeado de sus fieles oficiales.
- ¡Salve, Publio Cornelio Escipión! -dijo con voz rotunda Fabio Máximo-. Roma te saluda, a ti y a tus oficiales y os está agradecida por vuestros leales servicios al Estado. El princeps senatus navegó entonces con su mirada escrutando los corazones de los oficiales más próximos al general: Terebelio, un hombre recio, un buen centurión en las manos adecuadas, sin lugar a dudas; Marcio, un astuto tribuno, buen soldado, leal por oficio; Sexto Digicio, curtido en el mar, disciplinado; Silano, un tribuno callado, introvertido; Mario Juvencio, otro centurión, atento, con la mirada del viajero, y Cayo Lelio, valeroso al límite, y fiel por convicción más allá de la razón, un loco al que se le ofrecía una magistratura y respondía pujando por una torpe esclava. Fabio no olvidaba aquella entrevista del pasado. En él detuvo el viejo Fabio su mirada un segundo más hasta que su interlocutor visual cedió y bajó sus ojos. Vino entonces el momento de mirar al joven Escipión. Fabio vio sus peores augurios confirmados. Ambición y arrogancia sin límites y algo… algo peculiar: una fe en sí mismo descomunal, más allá de toda lógica, ¿alguien que se cree ungido por los dioses? No estaba claro. Fabio comprendió entonces qué
era lo que le ponía nervioso de aquel muchacho: había heredado la misma destreza que su padre, la habilidad de hacer difícil que otro supiera lo que pensaba. En Fabio, acostumbrado a mentes más débiles, aquello despertaba una profunda ira.
- Debéis de estar agotados -continuó Fabio con la más conciliadora de sus persuasivas voces-. Traemos algo de vino y comida, algo frugal, fruta y carne de ave, y agua para lavaros. Siempre encuentro el polvo de los caminos enojoso…
- Gracias por pensar en nuestra comodidad, Quinto Fabio Máximo, princeps senatus de Roma -le interrumpió Publio-, pero ya habrá tiempo para lavarnos y para comer más tarde. Se trata ahora de saber si se nos concede lo que con nuestro esfuerzo nos hemos ganado en el campo de batalla.
- Ya -respondió seco Fabio; no le gustaba que le interrumpieran; eso lo sabían todos, hasta el propio Escipión-. ¿Y qué es eso que tanto os habéis ganado, si puede saberse?
- Un triunfo.
- ¿Un triunfo} -espetó Fabio levantando los brazos y volviéndose hacia la comitiva de senadores-. Ya os dije que vendría con esas pretensiones -y de nuevo mirando a Escipión-, ¿un triunfo} Por Castor y Pólux y todos los dioses. Un triunfo no es posible, mi querido oficial. Publio no se arredró y alegó sus méritos, los méritos de todos los que le rodeaban.
- Fuimos a Hispania con sólo dos legiones y con ellas y las que luego trajo mi hermano Lucio conquistamos primero Cartago Nova y luego cuantas ciudades se opusieron a la ley de Roma. Y derrotamos a tres ejércitos cartagineses, uno tras otro, pues no podíamos luchar contra los tres a un tiempo al no tener más refuerzos y suministros -aquí
miró fijamente a Máximo para luego proseguir dirigiéndose al resto de paires conscripti, pasando sus ojos por encima de los hombros del anciano senador-, y a todos los derrotamos. Hemos expulsado a los cartagineses de Hispania y apaciguado a los iberos para que…
- ¡Pero no detuvisteis a Asdrúbal Barca en su avance hacia Roma! -interrumpió uno de los senadores de la comitiva. Publio vio cómo Máximo miraba al suelo para ocultar una sonrisa.
- ¡No teníamos fuerzas suficientes, por Júpiter! -exclamó Publio visiblemente nervioso. En aquel momento sólo tenía dos legiones.
- ¡Pero ésa era vuestra orden! -exclamó otro senador.
«Una orden suicida», pensó Publio, pero se contuvo. Inspiró profundamente y exhaló
aire antes de continuar.
- En cualquier caso -prosiguió con el sosiego retomado-, la cantidad de ciudades conquistadas, las derrotas infligidas a cartagineses e iberos, el número de enemigos abatidos, todo ello nos hace merecedores a mis hombres y a mí, nos hace merecedores de un triunfo y lo sabéis. Lo sabéis. ¡Lo sabéis!
- Es una pobre retórica la que recurre a la repetición y a elevar el tono -dijo Fabio Máximo reincorporándose al debate-. Sé que eres capaz de mucho más a la hora de ar-gumentar, mi querido general. La cuestión no reside en lo que habéis hecho o no, en lo que habéis conquistado o no. El quid es que no has conseguido estas victorias o conquistas como cónsul o procónsul en ninguna de estas campañas en Hispania y la ley es taxativa: sólo aquel general que, ejerciendo una magistratura o una promagistratura consular y que haya sido excepcionalmente victorioso contra el enemigo, puede disfrutar de un triunfo por la calles de Roma, como, por ejemplo, fue lo que ocurrió en uno de mis varios consulados tras mi exitosa campaña contra los ligures. Ya torcimos la ley al daros el imperium sobre las tropas de Hispania y fue positivo porque fue en beneficio del Estado, pero torcer ahora la ley de nuevo sólo redunda en tu propio beneficio. Las leyes sólo pueden flexibilizarse por algo más importante que para satisfacer la ambición personal de un ciudadano. Era la ley. La ley sibilinamente interpretada por Máximo. Publio calló unos segundos. Para sus adentros, sonreía lacónicamente: Fabio obtuvo un triunfo al machacar a los ligures, pero con qué habilidad el anciano senador omitía el detalle de que eran sólo tribus sublevadas y desorganizadas; mientras que él, Publio Cornelio Escipión, había conquistado ciudades defendidas por guarniciones púnicas y derrotado a tres ejércitos regulares de Cartago y, no obstante, por un subterfugio legal, se le negaba el triunfo.
- ¿Qué merecen entonces, a vuestro juicio, estos hombres? -preguntó Publio con sequedad. Fabio enarcó una ceja. ¿No iba a insistir más el Escipión sobre el asunto del triunfo}
Aquello era peculiar.
- Puede desfilar por la ciudad una selección de tus tropas -respondió Fabio con cautela, frunciendo sus dudas en el entrecejo de su rostro ajado por las grietas del tiempo-. Y
puedes exhibir el botín con el que desees contribuir al tesoro del Estado.
- ¿Eso es todo? -preguntó Publio, serio, distante.
- Eso es lo justo -dijo Fabio con serenidad.
- Quiero tierras para mis veteranos. Las han ganado con sangre -insistió Publio.
- ¿Tierras? -preguntó Máximo con desconfianza. En una Italia arrasada por años de guerra las tierras de labor útiles escaseaban.
- En Hispania, en el sur, en Itálica -añadió Publio con rapidez. Fabio Máximo ponderó la petición con cautela. Era mucho ceder, pero también era mucho lo que le había quitado: no habría triunfo, eso era lo esencial, y lo de las tierras en Hispania era inteligente y estúpido por parte de Escipión. Era inteligente, porque Publio Cornelio sabía que había escasez de tierras apropiadas en la Italia actual, con las tropas de Aníbal aún acechando cada ciudad, cada granja, cada villa… y era estúpido porque si el Senado aceptaba ceder terrenos a los veteranos de Escipión en Hispania, éstos se irían allí en poco tiempo, alejando de Roma a gran número de ciudadanos que podrían votar a favor de los Escipiones en las numerosas elecciones que se celebraban en la ciudad. Máximo asintió despacio mientras respondía.
- Sea. Terrenos en Hispania, en esa ciudad para tus veteranos.
Publio asintió también y se alejó unos pasos mientras le seguían sus oficiales. Fabio se volvió hacia los senadores.
- Un general que consulta a sus subordinados -dijo iluminando su faz con una amplia sonrisa, mezcla de desprecio y aparente sorpresa.
En un extremo del senaculum quedó la comitiva de senadores, y en el otro ángulo Escipión con sus oficiales.
- Es una vergüenza que no se nos conceda el triunfo -dijo Lelio en lo que él entendía que era voz baja.
- Es una lástima -continuó Marcio-. Los hombres se sentirán desilusionados, pero lo de las tierras es bueno.
- Nunca les prometí un triunfo -dijo Publio mientras exhalaba aire.
- No, pero los hombres lo esperaban. Lo merecen -se reafirmó Lelio.
- Lo merecemos todos, pero no podemos… no debemos insistir y, como dice Marcio, los lotes de tierra los agradecerán más a medio plazo. Hay debates más importantes en los que oponerse a Fabio y los suyos -añadió Publio de forma enigmática. Se percató de que había captado la atención de Lelio, Marcio, Mario, Silano, Digicio y hasta el propio Terebelio. Todos le miraron con respeto.
- Lo que decidas estará bien -dijo Lelio con seguridad, y añadió más-. Tú siempre ves más lejos que los demás y creo que ahí hablo por todos.
El resto asintió.
- Bien -aceptó Publio con satisfacción interna por su parte. En gran medida, la confianza ciega de sus oficiales era de por sí el mayor de los triunfos. Escipión se volvió raudo hacia los senadores que esperaban y, sin tan siquiera acercarse a ellos, respondió
desde donde se encontraba.
- ¡Sea! ¡Mañana entraré en la ciudad con unos manípulos de mis mejores hombres y ofreceremos al tesoro más de catorce mil libras de plata, para todos, para Roma! -Giró
ciento ochenta grados de nuevo y, envuelto en su capa de general, desapareció en dirección al templo de Bellona rodeado de todos sus oficiales. Tras él quedaban unos estupefactos senadores admirados por la gigantesca cantidad de libras de plata que Escipión había anunciado donar al tesoro de Roma. Lelio se detuvo un instante, dejando pasar al resto de los oficiales de Publio por delante y aprovechó para mirar a Fabio Máximo. El viejo princeps senatus estaba en pie, firme, erguido como un centinela de guardia, con la expresión fría, meditando. Cayo Lelio se incorporó con rapidez a los suyos y, dando pasos rápidos, llegó hasta la altura de Publio. El general guiaba a los suyos hacia el norte, bordeando la muralla servia, en busca de la Via Flaminia que los conduciría hasta el campamento donde estaban esperando las tropas.
- Fabio se huele algo, por Júpiter-dijo Lelio.
- Lo imagino -respondió Publio sin dejar de caminar velozmente. Todos callaron manteniendo el paso rápido del general hasta que Marcio se atrevió a preguntar lo que todos querían saber.
- ¿Cuál es el debate que te interesa, en el que todos debemos enfrentarnos a Fabio?
Publio Cornelio Escipión se detuvo en seco. Casi tropezaron unos con otros ante lo inesperado de la reacción del general. Publio miró a Marcio y pronunció una única palabra.
- África.
Todos callaron.
- ¿Invadir África? -quiso aclarar Lelio.
Publio afirmó con la cabeza. Los miraba valorando su reacción. ¿Le seguirían?
- Pero antes debo ser cónsul -añadió Publio como quien añade que quizá llueva aquella tarde.
- Por todos los dioses, por eso has mencionado la enorme cantidad de dinero que aportamos al tesoro, ¿verdad? -preguntó Marcio.
Publio sonrió.
- Pero Fabio -intervino Lelio-se ocupará de que no se difunda el dato.
- Y nuestros amigos de lo contrario, Lelio -explicó Publio-. Mañana al amanecer, toda Roma no hablará de otra cosa y no sólo eso, sino que, además, sabrán que se nos ha negado el derecho al triunfo. El Senado puede que no lo controlemos, pero el pueblo, querido Lelio, el pueblo estará con nosotros. Seré cónsul y no pediré combatir ni en Cerdeña, ni en Italia, ni en la Galia. Pediré África. África.
Uno a uno, cada uno de sus oficiales asintió despacio. Lelio, el último, pero quizá
Publio sintió mayor firmeza en el gesto. Estaban con él. Mientras aquellos hombres le siguieran, todo era posible. Ahora quedaba hablar con Emilia. Necesitaba su apoyo, su comprensión… y su intuición.
Quinto Fabio Máximo regresaba hacia Roma. No habló mucho durante el camino de vuelta hacia el Comitium. El joven general no había insistido en el asunto del triunfo. Era extraño. De pronto Fabio lo comprendió todo. Las piezas del rompecabezas encajaban poco a poco, pero necesitaba más información. En el Comitium se separó del resto de los senadores, de los que se despidió con un breve gesto de su cabeza y, rodeado por varios esclavos de su confianza que lo escoltaban, se dirigió al foro pasando entre los Rostra y la Graecostasis. Una vez en el foro, junto al Lapis Niger, la tumba de Rómulo, Marco Porció Catón le aguardaba. Máximo se sintió más seguro. Necesitaba de algo de juventud a su lado. Las fuerzas, aunque se negaba a admitirlo públicamente, empezaban a escasearle y con su hijo Quinto en el frente, Catón era su apoyo inmediato en las intrigas de Roma. En cualquier caso, si el joven Escipión creía que ya tenía el camino expedito hacia sus últimos objetivos se equivocaba de medio a medio. La guerra se lucharía en Italia, nunca en África, y sabía que para ello contaría con el apoyo del Senado y con algo más valioso: con el persistente miedo de Roma.
LIBRO V • CÓNSUL DE ROMA
205 a.C.
Quod quisque possit, nisi tentando nesciat.
PUBLILIUS SYRUS
[No se puede saber de lo que cada uno es capaz si no se pone a prueba.]
43 Duelo en el Senado
Roma, enero del 205 a.C.
Roma era un hervidero. Dos nuevos cónsules habían sido elegidos: C. Licinio Craso y Publio Cornelio Escipión; pero eso no era lo que comentaba la gente en el foro. El pueblo, los patricios, hasta los libertos y esclavos no hablaban de otra cosa que no fuera sino la intención de Escipión de invadir África. El nuevo y joven cónsul quería desembarcar en las costas dominadas por Cartago con uno de los ejércitos consulares que le correspondían ese año y obligar así a que Aníbal abandonara Italia al tener que acudir en ayuda de su ciudad y los suyos. No era un plan sorprendente. Ése fue de hecho el primer plan del propio Senado al estallar la guerra, cuando enviaron al cónsul Sempronio Longo a Sicilia para preparar aquel desembarco en África mientras que el padre de Escipión intentaba detener el avance de Aníbal en la Galia. La imposibilidad de frenar al gran ge-neral cartaginés obligó entonces, en el primer año de aquella interminable guerra, a reclamar el ejército consular de Sempronio, quien tuvo que olvidar sus preparativos para conquistar África y acudir a toda prisa hacia el norte de Italia. Desde entonces, nadie había planteado de nuevo con decisión la vieja idea de atacar el corazón del enemigo, de asestar un golpe allí de donde provenían todos los males de Roma. La política romana había sido la de defenderse. Sólo los Escipiones, apoyados por los Emilio-Paulos, habían proseguido con la guerra en el exterior como un objetivo útil para conseguir derrotar a los ejércitos de Cartago. El pueblo había visto cómo el joven Publio Cornelio Escipión, ahora cónsul, siguiendo el ejemplo de su padre y de su tío, conseguía terminar lo que sus progenitores iniciaron: la conquista de Hispania, desalojando a los cartagineses de aquel país y recortando así los suministros, provisiones, oro, plata y mercenarios que tanto habían alimentado las huestes de Aníbal en Italia. El pueblo también había visto cómo el Senado le negaba un triunfo al joven Escipión apoyándose en la letra de la ley: un no magistrado no puede celebrar sus victorias, por muy impactantes que éstas fueran, con un triunfo. Se aceptó aquello porque la ley era la ley, pero el Senado no podía impedir que la figura de Escipión, recién elegido cónsul, despertara una intensa simpatía, un sentimiento que hacía ver con buenos ojos cualquier plan que aquel hombre propusiera, e invadir África era algo que a los ojos de los exhaustos ciudadanos de Roma parecía un dulce sueño que les era difícil no anhelar. Publio, a sabiendas de aquellos sentimientos de la plebe, había aprovechado su recién adquirida condición de magistrado para convocar al Senado. De forma ordinaria, sólo un cónsul o un pretor podía convocar al Senado y, extraordinariamente, un dictador, un magister equitum, los decemviros legibus condenáis, es decir, para redactar leyes, un tribuno militar consularipotestate, o sea, con autoridad excepcional consular, un interrex o magistrado provisional en período de elecciones, o el praetor urbanus. Y no era nada sencillo conseguir uno de esos cargos, de modo que Publio vio en su consulado la posibilidad de conducir el destino de Roma en la dirección que tanto tiempo atrás soñaran ya su padre y su tío. Decidió empezar pisando con fuerza, usando su poder para convocar al Senado. Publio era sensible a las sensaciones positivas que emanaban de la plebe con relación a un ataque a África cuando salió aquella mañana fresca de marzo de su gran domus en el centro mismo de la ciudad, entre el templo de Saturno y las tabernae veteres. Caminaba acompañado por su hermano Lucio y por Cayo Lelio, Lucio Marcio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano y otros oficiales de su confianza, todos veteranos de los combates en Hispania. Para el pueblo, ver a aquellos hombres andando por el foro de su ciudad era como un desfile casi triunfal: eran esos y no otros los tribunos, oficiales y el imperator que habían derrotado a Asdrúbal Barca, Asdrúbal Giscón y Magón Barca. Publio sabía de lo importante de los gestos públicos, por eso hizo que todos ralentizaran el paso, cuando cruzaron entre el senaculum y la Graecostasis para acceder a la gran plaza del Comitium frente a la Curia Hostilia, sede del Senado. Publio se detuvo un momento junto a la Graecostasis y saludó con respeto a los embajadores de Sagunto que habían acudido a la ciudad para mostrar su agradecimiento a Roma por haber recuperado su ciudad y devuelto a los supervivientes del asedio de Aníbal los dominios de aquella región. Los embajadores le contaron algo que él ya sabía, pero Publio les escuchó con atención y paciencia durante unos minutos mientras éstos le relataban cómo habían ofrecido y regalado al Senado y a Roma una hermosa corona de oro para el templo de Júpiter en atención por todo lo que Roma había hecho por ellos y cómo se encontraban abrumados al haber recibido del Senado de Roma no sólo el permiso para visitar las ciudades italianas que desearan, sino por haberles entregado la cantidad de diez mil ases a cada uno de ellos como recompensa por la lealtad de Sagunto. Publio se despidió
al fin de los saguntinos y prosiguió su camino atravesando la plaza del Comitium de su-reste a noroeste. Pasó junto a la estatua del legendario augur Atto Navio, dejó a otro lado el puteal que encuadraba el espacio donde se suponía que Navio había enterrado la piedra y la navaja de afeitar con las que mostró su poder al incrédulo rey Tarquino, y pasó por fin junto al Picus Ruminalis, una moribunda higuera partida por un rayo bajo la que se suponía que la loba amamantó a los gemelos Rómulo y Remo. Frente a aquel lugar se erigía la estatua de plata que rememoraba aquel legendario acontecimiento levantada apenas hacía diez años, para sustituir el ya muy deteriorado memorial de bronce. Publio miraba de reojo todos aquellos monumentos del pasado de una ciudad centenaria y sentía que le arropaban. ¿Sería él un nuevo augur con el mismo poder que Atto Navio? ¿Le pediría Fabio Máximo, como hiciera el rey Tarquino antaño, que mostrara su poder cortando una piedra húmeda por la mitad usando tan sólo una navaja de afeitar? No. Con toda seguridad Fabio Máximo pensaría que sus palabras, demoledoras como siempre, serían suficientes para persuadir al Senado y quitarle el apoyo necesario para emprender la conquista de África.
Finalmente, el joven cónsul pasó bajo la Columna Maenia levantada para celebrar por siempre la victoria de Maenio sobre los latinos y que supuso el principio del dominio de Roma sobre la Italia central. Pubho saludaba a todos los que se le acercaban, siempre rodeado por sus oficiales y bajo la atenta mirada de Cayo Lelio, pues desde el ataque que él mismo sufriera en Roma apenas hacía cuatro años, todos los amigos de Publio se afanaban en proteger la vida de su joven líder, ahora cónsul, del ataque de un sicario, pues una mañana en la que iba a enfrentarse con el todopoderoso Quinto Fabio Máximo, cualquier cosa era posible. Pero fuera porque había demasiada gente en el foro y el Co- mitium, o porque Publio iba bien protegido, o quizá porque los seguidores a ultranza de Fabio Máximo, como el joven Catón, confiaban aún plenamente en la capcidad del viejo princeps senatus para desarbolar al nuevo Escipión en el Senado y dejarlo sin casi seguidores, sea por lo que fuera, nadie se acercó a Publio Cornelio Escipión sino para felicitarle y agradecerle sus trabajos y esfuerzos por proteger y engrandecer Roma. Y Publio saludaba a unos y a otros y recibía con una amplia sonrisa las muestras de aprecio y las continuas imprecaciones a los dioses a los que los romanos rogaban que le preservara sano y salvo por mucho tiempo o, al menos, hasta que el terror de Aníbal desapareciese por siempre de sus vidas. Tantas debieron de ser las oraciones aquella mañana, pronunciadas por tantos miles de gargantas, que más de un dios decidió aquel día ligar el destino de aquellos dos generales, Aníbal y Escipión, en vida y en el momento de la muerte. El Senado estaba reunido en pleno. Ya se había celebrado el sacrificio preceptivo de un buey; así lo había solicitado Escipión, que quería subrayar con el tamaño de la bestia seleccionada la importancia que concedía al asunto que se iba a tratar. Las entrañas habían sido analizadas por los augures y nada extraño se había descubierto en ellas. El Senado podía reunirse y tomar las decisiones oportunas. Publio permaneció en la escalinata de acceso a la Curia Hostilia. No quería dar sensación de tener prisa. En la gran sala aún nadie había tomado asiento; los senadores estaban dispersos en diferentes grupos, donde se consideraba cuál podía ser la posición más adecuada a tomar. Ya se había decidido en una sesión anterior el reparto de las provincias: Sicilia para Escipión y el sur de Italia, en especial la región del Bruttium, donde se encontraba atrincherado Aníbal, para Licinio Craso. Algo en lo que Craso había estado de acuerdo, porque al deber compatibilizar su magistratura consular con el puesto de pontifex maximus de Roma, era indispensable para él no alejarse de Italia. Como, por otro lado, Escipión no deseaba sino lo contrario para preparar una invasión de África, Sicilia se ajustaba perfectamente a sus fines. Hubo acuerdo entre las partes y no se hizo el tradicional sorteo para adjudicar a cada cónsul una provincia, sino que el Senado aceptó el pacto entre ambos magistrados. Pero Escipión había llevado para muchos senadores demasi-ado lejos su idea de que al tener asignada Sicilia eso implicaba el permiso, más aún, el encargo del Senado y del pueblo de Roma, de atacar África. En eso gran pane del Senado no estaba de acuerdo y, en particular, si había alguien que consideraba aquella idea como descabellada, ése no era otro que Quinto Fabio Máximo. El joven cónsul Publio Cornelio había hecho correr por la ciudad su idea de que iba a invadir África. Por su parte, Fabio Máximo había trabajado con intensidad en que por cada calle, por cada tienda, por cada barrio de Roma, se supiera que Quinto Fabio Máximo y con él el Senado, aquella mañana, iban a explicar al joven Escipión por qué aquello no era posible y cuál, con precisión, era el encargo y las órdenes que el Senado y el pueblo de Roma tenían para el cónsul. El enfrentamiento estaba servido. Gran parte del pueblo estaba con Publio, como la muchedumbre que lo arropaba en su camino al Senado demostraba, pero la opinión de Fabio Máximo pesaba aún, y mucho, sobre los romanos: fue él, a fin de cuentas, el viejo princeps senatus, el que salvara a Roma en sus horas más bajas, cuando Aníbal llegó hasta las mismísimas puertas de la ciudad cuando nadie sabía ya qué hacer. Sólo él preservó la calma, la cabeza fría y supo tomar las decisiones necesarias para salvaguardarlos a todos. Por eso los romanos, si bien sus corazones se decantaban por el joven Escipión, y hacia él volcaban su afecto, tenían sus sentimientos divididos y el alma repleta de dudas. En su fuero interno, todos compartían el sentir de los senadores más veteranos: había que escuchar a Máximo y también dejar hablar a Escipión y que luego senadores y tribunos de la plebe tomaran la decisión final. Ellos eran más sabios. Ellos sabrían qué era lo conveniente.
Publio había llegado a las puertas del Senado embriagado por el calor del pueblo de Roma, pero no tanto como para no percibir las dudas que también acuciaban a aquella gente y que sus planes, la invasión de África, dependían de lo que se decidiese aquella mañana en el Senado, más allá del fervor del pueblo hacia su persona por las victorias de Hispania. Tenía que enfrentarse a Fabio Máximo, el más experimentado y hábil político de Roma, contra el que ya había perdido en otras ocasiones: cuando fue elegido procónsul para ir a Hispania, Máximo, con su majestuosa oratoria, manipuló al Senado para que se le despojara de la magistratura y así, aunque se le concediera el imperium sobre las legiones de Hispania, si vencía no podría celebrar un triunfo. Ley que Máximo había sabido esgrimir con maestría justo tras su regreso de Hispania. Dos derrotas flagrantes las que ya le había infligido el viejo ex cónsul y ex dictador. Publio luchó en la primera ocasión y perdió la promagistratura; en la segunda ocasión, para sorpresa de sus oficíales y del propio Máximo, en el templo de Belona, Publio no planteó batalla, sino que se reservó, pero ahora debía volver a plantar cara a Máximo. Roma esperaba, anhelaba aquel combate dialéctico. Querían saber quién tenía razón: si la experiencia de Máximo o la osadía de Escipión. Publio se despidió de sus oficiales de confianza a la puerta del Senado, abrazándolos uno a uno. Al pueblo le conmovía el aprecio que el general sentía por sus hombres. Luego dio media vuelta, inspiró profundamente y, acompañado tan sólo por Lucio, su hermano y Lucio Emilio Paulo, su cuñado, entró en el Senado de Roma. Así como en su paseo por las calles colindantes al foro Publio había sentido el calor del pueblo, entre los espesos muros del Senado de Roma, el joven cónsul sintió el peso del silencio, pues nada más aparecer él junto con su hermano y su cuñado todos los senadores callaron y se dirigieron a sus sitios en las gradas de la gran sala dividida en dos amplias secciones de bancos en línea ascendente, separados por un amplio pasillo que los oradores podían usar para hablar y desplazarse con libertad mientras se dirigían a sus colegas si así lo deseaban, aunque muchos preferían permanecer de pie en su lugar sin moverse. Los senadores no tenían un escaño asignado fijo, sino que se sentaban según su costumbre y podían cambiar de sitio si lo deseaban, aunque la tradición y las afinida-des habían hecho que a un lado de la sala se acumularan todos los partidarios de Fabio Máximo y enfrente se sentaran los que solían estar o bien a favor de los Escipiones o, al menos, con posturas más moderadas, los que oscilaban y votaban a favor de los unos o de los otros en función de las razones que se expusieran en cada debate. Solamente algunos senadores y representantes tenían espacios fijos asignados: los cónsules ocupaban cada uno una sella curulis, sin respaldo pero con patas curvas de marfil que se cruzaban para poder cerrarse como una tijera y así facilitar su transporte allí donde fuera cada cónsul, y los tribunos de la plebe, que tenían la posibilidad de asistir siempre, un banco específico para ellos. Otros magistrados que asistieran debían sentarse entre los senadores libremente, fueran ediles, cuestores o censores. Junto a la sella curulis ocupada por Publio se sentaron su hermano y su cuñado y, alrededor de ellos, un nutrido grupo de partidarios de los Escipiones y los Emilio-Paulos. Fabio Máximo se sentó en el extremo opuesto, en su asiento de siempre, el que gustaba ocupar en calidad de princeps senatus, que, si bien no tenía por qué ser el mismo sitio siempre, nadie se atrevía a ocupar, de modo que incluso si el anciano Fabio Máximo, por enfermedad, no podía asistir al Senado, el asiento quedaba vacante, como una señal de que aunque aquel día Máximo no hubiera acudido, su presencia, de algún modo, seguía allí, vigilante. Claro que, bien pensado, eso no ocurría con frecuencia. La fortaleza de la salud del viejo ex cónsul y ex dictador que ya rondaba los setenta y ocho años era un asunto de legendaria discusión entre los ciudadanos de Roma.
Pero aquel día, Quinto Fabio Máximo ya estaba sentado en su lugar, en la primera línea de asientos, con su cuerpo ligeramente grueso, arrugado por los años, y su mirada aguda, encendida y segura. Era la mirada que nadie desea ver en un enemigo. Publio sostuvo con sus ojos un breve pulso visual con el viejo senador mientras se acomodaba en su sella curulis, más o menos frente a él, pero en el otro extremo de la sala, pero al fin fue el propio Publio quien cedió y bajó la mirada. Publio parecía turbado y eso era exactamente lo que quería parecer. Sabía que Fabio se sentiría más seguro, que atacaría aún con más fuerza. No importaba. Publio tenía preparada su respuesta y sería tan fulminante que ni la más depurada y punzante de las diatribas de Fabio podría contra sus razones. Esa jornada el Senado debería ceder. Tendría que ceder. Cederían a su voluntad. No importaban las acusaciones que Máximo desparramara por su boca. Y serían muchas. De eso no tenía Publio la menor duda.
De pronto, desde el fondo de la sala, encaramado en un podio, Cayo Léntulo, elpraetor urbanus, encargado de presidir aquella histórica sesión, carraspeó con profundidad dando a entender que ya era hora de iniciar el debate. Estando los cónsules en la ciudad lo lógico es que aquel de los dos al que le correspondiera por turno -turnos que cambiaban de mes en mes-, presidiera la sesión. Le correspondía a Publio presidir, pero en un acto en el que buscaba congraciarse no ya con la facción de Fabio Máximo, algo a todas luces imposible, sino al menos con aquellos senadores más moderados dispuestos a analizar cada palabra, cada gesto, cada propuesta con detenimiento, y que sólo en función de esos datos tomarían decisión última sobre el sentido de su voto, había decidido ceder la presidencia al praetor urbanus, Léntulo en ese momento, quien normalmente sólo la ejercía cuando los cónsules estaban ausentes de la ciudad. Era una cesión importante, pues el presidente concedía la palabra a cada interviniente y controlaba el orden en el Senado; también era obligación del presidente de la sesión enunciar la relatio, es decir, la descripción concisa pero clara del asunto sobre el que se iba a deliberar. Léntulo no era hombre de Máximo, como era lógico si lo había nombrado Publio ejerciendo su poder, pero tampoco era un claro seguidor de los postulados de los Escipiones. Una nueva concesión del cónsul en su política de conseguir el mayor número de adeptos a su propuesta de invadir África. Así, Léntulo, praetor urbanus de Roma, se levantó en su podio y aclaró una vez más su garganta. Los lictores, que en todo momento rodeaban al presidente de la sala, se pusieron firmes, tensos: una sesión del Senado de Roma iba a dar comienzo. Las puertas de la Curia Hostilia, no obstante, permanecieron abiertas de par en par. No era una sesión secreta y aquélla era una señal de que los senadores velaban por los ciudadanos y los ciudadanos podían escuchar lo que allí se hablaba. De hecho, la plaza del Comitium, frente a la Curia, estaba repleta de una muchedumbre de ciudadanos ansiosos por saber lo que se diría y, más aún, lo que se decidiría. Ante el estado de cierto nerviosismo y la división entre los que defendían la idea de la invasión y los que preferían que las legiones se concentraran en Aníbal, el praetor urbanus había ordenado que dos manípulos de las legiones urbanae formaran ante la sede del Senado para, en caso de necesidad, mantener el orden e impedir que ningún ciudadano no autorizado entrara en el edificio de la Curia Hostilia pero, eso sí, las puertas, según mandaba la tradición, debían permanecer abiertas por completo. El Senado exigía respeto a sus deliberaciones pero no ocultaba lo que allí se discutía. Léntulo, al fin, con el prestigio y la veteranía de sus cincuenta años, empezó a hablar y su voz resonó profunda. Comenzó pronunciando la fórmula acostumbrada para abrir cualquier sesión del Senado de Roma.
- Quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos ad vos, paires consc- ripti… [Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quintes.] El asunto que nos compete en esta mañana es el siguiente: una vez asignadas las provincias, la región próxima al Bruttium por un lado, y Sicilia por otro, a cada uno de los cónsules, que el magistrado que tenga asignada Sicilia no sólo se ocupe de asentar por completo nuestro poder en dicha provincia sino que se le permita preparar desde allí un ataque a África con el supuesto fin de perturbar el abastecimiento de provisiones y refuerzos al ejército de Aníbal y, si le es posible, con el fin incluso de atacar a cuantos ejércitos púnicos o aliados de los púnicos se le opongan durante dicha acción militar. -Léntulo se tomó un respiro tras enunciar la relatio. Habría agradecido un vaso de agua, pero no era el momento. Todos estaban tan pendientes de él que debía concentrarse en su tarea. Prosiguió-. En función de mi cargo de presidente de esta sesión me corresponde además precisar quién propone esta moción ante el Senado y quién, si es el caso, se opone a la misma. Bien. Es el cónsul electo Publio Cornelio Escipión el que presenta por voz mía ahora esta moción ante el Senado de Roma para su deliberación y votación que, si procede, regularé en su momento. Y es Quinto Fabio Máximo, princeps senatus, el que ha transmitido a esta presidencia su total y absoluta oposición a esta moción por razones y motivos que expondrá a continuación. A mí me corresponde ahora callar y conceder la palabra a los que deseen expresarse a favor o en contra de esta moción y que el Senado se pronuncie de ea re quid fieri placeat, sobre el asunto y diga qué es lo que desea hacer. Ahora, Quinto Fabio Máximo, en honor a su rango de princeps senatus, tiene en primer lugar el uso de la palabra durante el tiempo que estime necesario para exponer su punto de vista.
En el silencio de la sesión y con la respiración de muchos de los presentes contenida aun sin saberlo ellos mismos, Quinto Fabio Máximo, cinco veces cónsul de Roma y un dictador de la ciudad, princeps senatus y augur vitalicio, se levantó y dando un par de pasos al frente, para que su figura fuera bien vista por todos y para que su bien templada voz, pese a los años, resonara clara y vigorosa en aquella sala, en aquel templo de las decisiones de Roma, en aquella que el sentía, más que ninguno, como su propia casa.
- Gracias al presidente de la sala, praetor de esta gran ciudad, por su concisa pero muy exacta relatio y gracias por concederme la palabra como, efectivamente, me corresponde por años, experiencia y rango en el Senado de Roma. Algunos quizás esperen de mí un largo preámbulo, pero ése no es mi estilo. Otros quizá penséis que haré una larga exposición antes de entrar en el asunto que nos ha reunido aquí, pero todos sabéis que ése no es mi estilo. Sé que muchos me acusan de retrasarme a la hora de atacar en el campo de batalla, aunque luego mis estrategias son las que han preservado a Roma en esta larga guerra mejor que la impetuosa arrogancia de otros inexpertos generales, pero si hay una ocasión en la que no concedo espacio a los circunloquios es cuando se trata de decidir sobre el futuro y la seguridad del Estado, y ésta es una de esas ocasiones. Y
es que, estimados paires et conscripti de la patria -a Fabio Máximo le gustaba marcar la diferencia entre \os paires patricios, miembros del Senado desde tiempos inmemoriales, y los recién elegidos senadores entre otros ciudadanos libres de Roma ajenos a la nobleza, denominados conscripti; los había que usaban el término paires conscripti para referirse a todos de forma genérica, como había hecho Léntulo en su relatio, pero a Máximo le gustaba dejar claras las diferencias mientras hablaba-, Roma está en peligro, en peligro mortal. Muchos pensáis, lo leo en vuestros ojos, que no os descubro nada, pues Aníbal sigue aquí en Italia, pero no lo digo por eso, que también, sino porque teniendo a nuestro peor y más vil enemigo en nuestro territorio hay quien de entre nosotros alberga la absurda idea de llevarse decenas de miles de nuestros soldados fuera de Italia, lejos de Roma para embarcarlos en un desventurado e imposible proyecto, especialmente en las actuales circunstancias: atacar e invadir África. -Aquí surgieron los primeros comentarios en voz baja, especialmente entre las filas de los que apoyaban a Escipión, pero Léntulo les dirigió una mirada fulminante y el silencio pronto volvió a reinar en la magna sala-. África. Por eso estamos aquí todos reunidos. Porque tenemos dos cónsules y uno de ellos, en lugar de querer luchar contra Aníbal, lo que plantea, y no abiertamente, sino haciendo que sus ideas se propaguen entre la plebe en forma de murmullos y rumores, es invadir África con el ejército consular que le corresponde: dos legiones más todas sus tropas auxiliares. Una locura. Una temible idea impregnada de fracaso y dolor para todos, para nosotros, para el pueblo, para Roma. Ya se decidió hace tiempo que esta guerra se combatiría aquí en Italia, pese a nuestro sufrimiento, pues es aquí donde ha venido el enemigo, donde se encuentra Aníbal. Cuando el rey Pirro del Épiro nos atacó pasando a Italia, le derrotamos aquí, aunque nos costara. A nadie de nuestros insignes antepasados, cuyas estatuas adornan nuestras calles, se le ocurrió la descabellada idea de atacar el reino de este rey, sino que nos defendimos aquí y aquí, al fin, le derrotamos, hasta que el osado rey extranjero tuvo que huir vencido y humillado. No, Roma no quiere reyes extranjeros que la gobiernen. Lo mismo debe ser, lo mismo debe ocurrir con Aníbal.
¿O es que acaso nosotros no podremos estar a la altura de nuestros antepasados? -Fabio se detuvo, por un lado para inhalar aire y recobrar fuerzas, y por otro para permitir que desde las filas de los que le apoyaban se escucharan voces de asentimiento con sus últimas palabras. Léntulo les miró, pero como eran voces surgidas desde las propias filas de Máximo y el propio Máximo parecía agradecerlas, permaneció en silencio. Cuando los comentarios, una vez más, remitían, el anciano princeps senatus, decidió continuar-. Claro, diréis algunos, incautos y cegados por seguir los impulsos de nuestro joven electo cónsul Publio Cornelio Escipión, diréis «lo que ocurre es que el viejo Máximo es cobarde», o pensaréis «lo que pasa es que Máximo no quiere que nadie le supere en méritos y por eso desea detener el proyecto de invadir África». Ingenuos. Vuestra ingenuidad me deja perplejo. ¿Cobarde alguien que ha luchado en repetidas ocasiones contra Aníbal?
¿Cobarde alguien que ha sido cinco veces cónsul y una vez dictador de Roma? ¿Cobarde quien supo tener la sangre fría para dirigir la defensa de esta ciudad cuando el propio Aníbal llegó hasta las mismísimas puertas de Roma? Son éstas, entiendo yo, preguntas que se responden por sí solas. Sin embargo queda pendiente dar respuesta al otro razonamiento, más sutil, más retorcido: «el viejo Máximo desea evitar que otro alcance más gloria que él al, por ejemplo, invadir África». Pero, por Júpiter Óptimo Máximo y por todos los dioses, ¿hay alguien en esta sala que realmente piense que este viejo anciano tiene por qué competir con un recién elegido cónsul por primera vez que es incluso aún más joven que mi propio hijo? Yo ya he salvado a Roma de Aníbal y la he salvado para que otros puedan proseguir haciendo de Roma una Roma aún más grande, fuerte y poderosa. Sin mi intervención y la ayuda de los dioses quizás hoy ya no estuviésemos ninguno aquí. ¿Creéis que busco honor más grande que haber salvado a esta ciudad? ¿Qué
puede haber más grande? No, yo no deseo más. Otros sí. Son jóvenes, ambiciosos y, por edad, les corresponde crecer en la política y en el campo de batalla; a mí, a mis años, sólo me resta una pequeña pero cuan noble tarea: velar por el Estado, velar por que lo que se haga, sea quien sea el brazo ejecutor de lo que designe esta noble reunión de senadores, sea para bien de todos, no para bien de uno o de unos pocos y he aquí, paires et con- scripti, que invadir ahora África mermando las fuerzas de las que disponemos en Italia para protegernos y luchar contra Aníbal no es algo que vaya a favor del bienestar y la seguridad de todos los aquí presentes y de los miles y miles que esperan anhelantes nuestra decisión sobre este asunto. -Fabio se detuvo una vez más, sólo un segundo, lo suficiente para sentirse a gusto consigo mismo por tener a todos los senadores, incluido el propio Escipión, pendientes de sus palabras; retomó su discurso-. Pero veamos: nuestro noble joven cónsul desea, dicen los rumores extendidos por la ciudad, mediante su plan de invasión de África, dar término a esta guerra. Bien. Pero yo os digo, os pregunto, si el que empezó esta interminable guerra es Aníbal y Aníbal está aquí, atrincherado en el Bruttium, ¿por qué ir a buscarlo adonde no está? Que nuestro joven, fuerte y vigoroso cónsul derrote aquí y ahora a Aníbal y luego, si quiere, que invada África para castigar a los que han financiado a nuestro enemigo mortal. Ése debe ser el orden natural de las cosas. Lo contrario es querer hacerlo todo al revés. Lo contrarío carece de sentido. Pero por si éstas, que son las razones que el sentido común nos proporciona para saber discernir entre lo oportuno y lo absurdo, por si estas explicaciones aún no han sido suficientes para todos aquellos que, imbuidos de una pasión por vuestro joven líder, aún creéis que el orden debe ser otro, primero África y luego Aníbal, examinemos entonces, tan siquiera por un momento, la imposibilidad de vuestro proyecto. Veamos por qué invadir África es una completa locura. Vayamos por partes. En primer lugar, no disponemos de recursos suficientes para semejante empresa y, al mismo tiempo, mantener la lucha sin cuartel contra Aníbal en Italia. No. Para atacar África tendríamos que utilizar todas nuestras fuerzas y eso es algo que, hoy por hoy, con Aníbal agazapado, no podemos permitirnos. ¿O acaso deba recordaros que no hace ni tres años, cuando veíamos a Aníbal acorralado, éste se las ingenió para emboscar y asesinar a los dos cónsules de aquel año, a Claudio Marcelo y Quincio Crispino? Aníbal, como todas las fieras, es aún más peligroso cuando está acorralado y lucha por su supervivencia. Un zarpazo suyo, incluso en su agonía, podría conllevar tremendos males para Roma que sólo podemos impedir manteniendo el grueso de nuestras fuerzas en Italia, o en Sicilia, pero no en la hostil África. Pero hay más. En segundo lugar, invadir África es invadir territorio extranjero que luchará a muerte con una saña aún desconocida por nosotros. Y son infinidad los fracasos que la historia nos cuenta de reyes que intentaron invadir territorios extranjeros y vieron sus planes truncados, sus supuestas victorias malogradas, sus soldados muertos: los atenienses en Sicilia, el propio Pirro aquí en Italia… -se detuvo, se giró y señaló a Escipión-, tu mismísimo padre y tu tío en Hispania. -Y se giró de nuevo para evitar confrontar la mirada del aludido-. Invadir un país extranjero es tarea que suele concluir en el mayor de los desastres. No se puede acometer sin primero reunir todos los medios necesarios y un año no da margen para tal tarea y menos cuando aún estamos siendo atacados por Aníbal. Pero sé… sé -y elevó el tono de su voz para acallar los murmullos que habían surgido entre los seguidores de Escipión, aunque Publio permanecía callado, eso sí con lo que a todas luces era una mirada enfurecida pero aún contenida, por la alusión directa a su padre y su tío-, ¡sé! -y gritó aquí a pleno pulmón Máximo haciendo callar a todos-, ¡sé que me diréis que luego lo consiguió el joven Escipión, doblegar a nuestros enemigos en Hispania, y que ahora busca hacer lo mismo al invadir África! Pero, amigos míos,paires et conscripti de la patria, parece que todos buscan olvidar algo que resplandece como una hoguera en una noche sin luna: África, senadores de Roma, África os digo, no es Hispania. -Y se volvió de nuevo hacia Escipión; Publio le miraba con intensidad, los labios apretados, un rictus serio de formidable entereza frente al ataque al que estaba siendo sometido; pocos recordaban una crítica tan dura contra un cónsul electo desde hacía años-. No, África no es Hispania -espetó Máximo mirándole a los ojos-. En Hispania navegaste por las aguas amigas de nuestra Italia y las colonias griegas del sur de la Galia; arribaste al puerto amigo de Emporiae, encontraste una base segura en Tarraco y tropas disciplinadas ya acantonadas por todo el norte de aquel territorio, con una frontera delimitada en el Ebro, luego tomaste una capital, Cartago Nova, que los tres ejércitos púnicos decidieron no defender y sí, veo que tus amigos aquí consideran que conquistaste y derrotaste a los cartagineses, pero, pregunto yo, ¿qué victoria fue esa que permitió que el más temible de aquellos generales allí establecidos, Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, consiguiese zafarse de tus tropas y acudir en ayuda de su hermano aquí en Italia? ¿Es así la forma en la que Escipión va a protegernos siempre, atacando allí donde le place, sin preocuparse por los enemigos que le rodean y vienen a destruirnos? ¿Y más cuando ahora sabemos que es posible que sea Magón, el hermano pequeño de Aníbal, el que quizá nos ataque de nuevo por el norte? -Máximo escuchaba de nuevo los murmullos creciendo a su alrededor y cuando Léntulo iba a intervenir para pedir silencio, Máximo soltó una sonora carcajada que partió la sala y todos callaron confusos-. Sí, me río porque a veces la locura de nuestro joven cónsul me conmueve tanto que hasta me hace gracia: con su estrategia un día este joven se hará merecedor de un triunfo, no lo dudo, sólo los dioses saben qué ciudades conquistará para merecerlo, pero lo gracioso es que para cuando nuestro victorioso general regrese a Roma sólo encontrará ruinas y cadáveres ante los que desfilar, pues todos los enemigos que le hubieran sobrepasado ya habrían llegado hasta aquí para hacernos pagar con nuestra sangre y nuestro sufrimiento su osadía y altanería. Su triunfo sería un desfile entre muertos. -Aquí se levantaron los senadores del bando de Escipión, con su hermano Lucio y su cuñado Emilio Paulo a la cabeza, profiriendo gritos mezclados con decenas de imprecaciones a los dioses.
- ¡Por Júpiter Óptimo Máximo, eso es inaceptable!
- ¡Esto es una afrenta miserable, por Castor y Pólux!
- ¡Infame!
- ¡Mentiras!
- ¡No se puede dirigir así a un cónsul de Roma!
Pero Publio no se levantó. Veía cómo Fabio Máximo disfrutaba al conseguir sacar de sus casillas a todos los que le apoyaban. Máximo sonreía a placer, paseándose con los brazos en jarras por en medio de la sala, viendo cómo le señalaban, le gritaban y le amenazaban con los puños. Era una altercatio como pocas veces había conseguido levantar en el Senado. Máximo estaba feliz. Miró por un lado a un impotente Léntulo, que gritaba desde su podio de presidente exigiendo silencio y, por otro, observó al joven Publio levantar las manos y dirigirse a los suyos pidiendo que obedecieran las indicaciones del presidente. Aquello contrarió ligeramente a Máximo, pero fingió, con una leve inclinación de su cabeza, agradecer el gesto de su oponente en aquel debate y decidió continuar con sus razonamientos. Léntulo pudo también sosegarse y sentarse de nuevo tras su podio. Con un paño empezó a secarse el sudor que le corría por la frente. Aquélla iba a ser una sesión dura de dirigir. Ya lo había imaginado, pero ahora veía hasta qué punto iba a resultar compleja su tarea.
- Veo -continuaba Máximo-que la verdad descrita en su completa desnudez solivianta a los que te apoyan, joven Escipión, pero admiro tu frialdad al recibir mis críticas -y para sus adentros, Máximo pensó a un tiempo, «veremos si te mantienes igual de sereno para cuando termine con mi exposición»; y continuó hablando-, pero he descrito Hispania. ¿Qué hay de África? Os lo diré en pocas palabras: en África no hay aguas tranquilas, sino trirremes púnicas, en África no hay ni un solo puerto o bahía en la que atracar sin ser atacados, en África no hay aliados, ni siquiera aliados dudosos como los iberos… ah, pero veo que algunos se levantan de nuevo… entiendo… mencionáis a Sífax y a Masinisa. Cierto, cierto. Nuestro joven cónsul ha pactado con ambos, pero parece que todos olvidan que ambos, Sífax y Masinisa, se odian a muerte pues ambos pugnan desde hace años por ser el único y todopoderoso rey en Numidia; decidme, pues, ¿cómo va a ser que dos enemigos mortales luchen del mismo lado? Sin duda, uno de los dos se pasará al bando cartaginés nada más desembarcar nuestras tropas y es muy posible que otro se recluya hasta que nuestros legionarios sean masacrados para luego emerger y volver a su lucha anterior, la que les interesa: Numidia, no Cartago. Además, ¿qué garantías puede ofrecer alguien que viene de una familia que vio cómo nuestras legiones eran derrotadas al ser abandonadas por las tropas con las que habían establecido una alianza, como es el caso de los Escipiones y los iberos? Así fue como murieron el padre y el tío de nuestro joven y ambicioso cónsul. -De nuevo las voces y los gritos desde los bancos de Escipión se hicieron escuchar, pero a ellos se enfrentaron voces de apoyo a Fabio y, emergiendo sobre todo aquel escándalo, la voz firme del anciano princeps senatus lanzó
una nueva y aún más mortífera acusación-. ¿Y cómo, puede saberse, pregunto yo, por todos los dioses, cómo hemos de fiarnos de unas alianzas establecidas por un joven e inexperto cónsul al que incluso sus propias tropas se le amotinaron en sus campañas de Hispania, en Suero, patres et conscripti? -El escándalo se apoderó de toda la sala; Fabio Máximo caminó despacio hacia su asiento, los insultos y las amenazas surcaban el Senado como saetas cargadas de veneno. Sólo dos hombres parecían ajenos a aquellos gritos: Publio, serio, con el semblante casi hierático, como ausente, sentado en su sella curulis, y Fabio Máximo, de espaldas a él, caminando despacio hasta alcanzar su asiento, donde pasó una mano para sacudir el polvo de uno de los almohadones que traía a la Curia para evitar el frío de la piedra en sus cansados huesos. Léntulo, una vez más, se desgañitaba desde el podio de la presidencia, al fondo de la gran sala de la Curia Hostilia.
- ¡Silencio, silencio, silencio! ¡Ordenaré que abandonen la sala aquellos que no guarden silencio! ¡Por Júpiter que lo haré!
La advertencia del presidente surtió efecto y los gritos fueron deshaciéndose como la lluvia se diluye tras una tormenta de verano, pero cuando todos habían pensado, incluido el propio Léntulo, que Máximo había terminado, el viejo senador se levantó de nuevo y habló otra vez, aunque en esta ocasión sin separarse ya de los suyos, como por si acaso, temiendo quizá que el efecto de las que iban a ser las últimas palabras de su bien meditado discurso pudiera hacer que de las amenazas se pasara a los golpes.
- África ahora es inconquistable. Aníbal esta aquí, entre nosotros. Si el joven cónsul quiere acabar con esta guerra, me parece bien, pero que lo haga aquí, en Italia, derrotando a Aníbal. Si quiere tanta gloria para sí, sea: ahí la tiene, al alcance de su mano. Pero no en África, abandonándonos a todos, al Senado y al pueblo, y lo digo mirando fijamente a los tribunos de la plebe aquí presentes en representación de todos los ciudadanos libres de esta gran ciudad; ir a África es abandonar Roma, y debo deciros tan sólo una cosa más. Sólo una cosa más: cuando se es cónsul de Roma se es cónsul para servir, para cumplir órdenes, para salvaguardar la patria, no para decidir por uno mismo qué ciudades atacar o qué pueblos conquistar. No, no según nuestras leyes. Cuando se es cónsul de Roma hay que servir al Estado y hoy por hoy se sirve al Estado, se sirve a Roma, se sirve al pueblo, luchando aquí en Italia contra Aníbal y, querido joven cónsul de esta ciudad, debo recordarte tan sólo algo que pareces haber olvidado: Publio Cornelio Escipión: eres cónsul de Roma… -un segundo de pausa-, no su rey. No eres rey.
Lo que siguió ya no eran gritos normales, ni insultos habituales en una clásica altercatio de las muchas que las intervenciones de Fabio Máximo habían provocado en el Senado. Aquello era algo más. El presidente tuvo que intervenir a voz en grito, ayudado por sus lictores, para devolver el orden a una sala que, primero entre las filas de los Escipiones y luego, como respuesta, entre los bancos de los partidarios de Máximo, parecía haberse vuelto histérica. La sesión se había transformado de tal forma que no era ya otra cosa sino una contienda verbal de gritos, agravios y otras afrentas donde la distancia entre las simples palabras y los actos violentos quedaba ya muy reducida. Los gritos de Léntulo, con una nueva amenaza de desalojar a los que no respetasen el silencio, los propios gestos llamando a la calma del propio Publio y la presencia de los lictores fueron consiguiendo el objetivo de devolver al Senado a un cierto estado de calma: la calma que precede a una tempestad. Al fin el presidente del Senado tomó de nuevo la palabra desde la profundidad de la sala.
- Tiene la palabra el cónsul Publio Cornelio Escipión, igual que en el caso anterior, sin límite de tiempo.
Publio no se levantó inmediatamente. Permanecía sentado con las palmas de sus manos sobre los muslos. Estaba mirando al suelo, digiriendo aún el último y más vil de los insultos de Fabio Máximo y considerando cuál sería la mejor forma de comenzar su discurso. Lo tenía todo pensado y había preparado una entrada en la que exponía una a una todas las razones por las que convenía al Estado la invasión de África, pero los ataques directos de Máximo hacían que aquel enfoque no quedara a la altura adecuada como respuesta a una crítica tan feroz como la que los senadores acababan de escuchar. No. Necesitaba algo más directo, algo diferente. Se levantó al fin de su sella curulis y, despacio, fue aproximándose hacia la pared próxima a la entrada de la Curia, justo a la zona conocida como ad tabulam Valeriam, pues allí Valerio Mésala ordenó que se pintara una de las paredes del Senado para conmemorar su victoria sobre Hierón de Siracusa. Publio se quedó junto a la enorme pintura. Un gigantesco haz de luz solar entraba por las puertas abiertas. El cónsul se situó justo bajo aquella poderosa exhibición de luz. Los senadores veían al magistrado, de pie, rodeado de una gran nube de minúsculas partículas de polvo en suspensión, mirando al gran cuadro de Valerio, sin decir nada, como si estuviera solo, transportado quizás a la batalla que allí se representaba. Pasaron así
unos segundos. El presidente estaba a punto de intervenir para preguntar al cónsul si deseaba exponer ya su argumentación frente al discurso de Fabio Máximo, cuando, sin moverse de donde se encontraba, Publio, aún mirando el cuadro, empezó a hablar con una voz grave y seria, pero a su vez henchida de la poderosa energía innata de la juventud, que se elevaba por las paredes del edificio hasta alcanzar a cada uno de los senadores.
- Patresconscripti de Roma, a vosotros me dirijo, con la venia del presidente de esta sesión del Senado, contemplando una hermosa pintura que viene acompañando nuestras reuniones desde hace más de cincuenta años, cincuenta y nueve años para ser exactos si mi memoria no me falla. -Se volvió entonces hacia los senadores y, caminando con lentitud ensayada, fue acercándose hasta quedar en el centro del gran pasillo que dividía los dos grandes grupos de bancos de piedra, tomando la posición que minutos antes ocupara Fabio Máximo-. Una pintura que recrea nada más y nada menos que nuestra victoria sobre un extranjero en el extranjero, el gran rey Hierón, que gobernaba Siracusa y con ella la práctica totalidad de Sicilia. Hoy, sin embargo, Sicilia es romana. Nuestro querido princeps senatus ha tenido a bien recordarnos cuan peligroso puede ser intentar una conquista en territorio extranjero y nos ha puesto diversos ejemplos de pueblos y reyes que lo intentaron y fracasaron, los atenienses, Pirro y otros. Es cierto. No lo niego. Tiene razón: sin duda, conquistar un territorio extranjero entraña aún más dificultad que proteger y defender el territorio que durante decenios ha pertenecido a Roma, como es el caso de Italia y las ciudades aliadas a Roma, pero al fin, si nuestros antepasados nunca hubieran luchado por conquistar y ampliar los territorios sobre los que hoy día gobernamos, Roma nunca sería lo que hoy es. Siracusa y Sicilia, allí representadas -y señaló
al gran cuadro de la entrada pero sin mirarlo, sino manteniendo sus ojos sobre los senadores-, eran territorios extranjeros y hoy son parte de Roma, una provincia de Roma sobre la que vosotros, paires conscripti, decidís quién gobernará durante el próximo año. La cuestión no es si invadir África, territorio bárbaro para la Roma de hoy, es o no una empresa difícil; nadie mejor que yo, que he meditado durante días, semanas, años, sobre esta empresa, sabe a lo que me puedo tener que enfrentar allí; no, no, ésa no es la cuestión; el punto clave es qué Roma tenemos cada uno de nosotros en la cabeza, el asunto es en qué Roma creemos cada uno de nosotros. Se ve -y aquí se giró ciento ochenta grados para mirar a Máximo-que los hay que creen en una Roma con sus actuales dimensiones y fronteras. Sea, es una visión razonable: preservar lo que nuestros antepasados nos legaron ganado con sudor y sangre en el campo de batalla. Pero, queridos paires conscripti, queridos senadores de Roma -y fue girando sobre sí mismo para dirigirse a todos-, los hay que creemos en una Roma aún mucho más grande, una Roma donde las fronteras actuales no tienen por qué ser las mismas que nosotros heredamos de nuestros gloriosos antepasados, los hay que pensamos, como Valerio Mésala, los hay que pensamos que se puede atacar y conquistar aquello que aún no se había atacado o conquistado antes y más aún cuando se tiene causa justificada por ser África el territorio del que se nutre de fuerzas nuestro mortal enemigo Aníbal. Y si en el fondo de vuestro espíritu no pensarais de esa forma, si en el fondo de su ánimo nuestros antepasados no hubieran pensado de este modo, ¿sobre qué gobernaríamos? ¿Sobre nuestras siete colinas?
¿O sólo sobre el capitolio? Pensad y pensad bien: ¿en qué Roma creéis: en la Roma pequeña, asustada y encogida que nos presenta Quinto Fabio Máximo, o en una Roma grande y poderosa que rija los designios del mundo? -Desde las filas de los partidarios de Máximo empezaron los primeros gritos. El presidente tuvo que intervenir por primera vez desde que Publio había tomado la palabra para pedir silencio. Pronto callaron todos y el cónsul pudo proseguir con su discurso. Publio estuvo a punto de bajar un poco el tono furibundo con el que había empezado a defender su estrategia de invadir África, pero las palabras hirientes de Máximo recordando la muerte de su padre y de su tío aún retumbaban en su cabeza-. Máximo nos ha recordado a todos cómo mi padre y mi tío murieron en Hispania. Es cierto. Fabio siempre utiliza datos exactos. Datos exactos, sí, pero los envuelve con palabras ajenas a los hechos mismos. Mi padre y mi tío murieron en Hispania luchando por esa Roma grande, épica, en la que mi familia y todos los que me apoyan creen con toda su alma y su cuerpo. Pero no seré yo quien devuelva alusión personal por alusión personal. De la familia de nuestro insigne princeps senatus sólo conozco personalmente a su hijo, pues luché junto a él en Cannae. Sé de su valor y su templanza, porque sólo en el peor de los desastres conoce uno la auténtica valía de los hombres. No aludiré, por mi parte, a nadie más de la familia de mi noble oponente hoy aquí
en la sagrada Curia de Roma. -Ningún seguidor de Máximo se atrevió a decir nada, por miedo a parecer desconsiderado ante lo que de modo directo eran elogios hacia el hijo de su líder, claro que, de modo indirecto, el cónsul había recordado a todos que, si bien él mismo había combatido en Cannae, la más vergonzosa de las derrotas romanas de toda la historia, el hijo del princeps senatus también. Era un velado y sutil ataque que Máximo recibió con el rostro serio y los labios apretados, pero sin mover un ápice ni un solo músculo de su anciano y curtido cuerpo. Publio proseguía. El princeps senatus tenía curiosidad por ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar el joven cónsul en su réplica-. Pero sigamos con todo lo que aquí hoy se ha expuesto: se me acusa de cobarde, de tener miedo a enfrentarme a Aníbal. Bien, ya llegaré a ello, al asunto de mi supuesta cobardía, pero vaya por delante que yo no creo que el princeps senatus sea cobarde. Queda, por otro lado, lo que comentabas -y nuevamente aquí Publio miró fijamente a los ojos de Máximo-sobre el hecho de que el pueblo considere que intentas detenerme en mi carrera política y militar al impedirme invadir África. No, no creo que te opongas a ello por envidia, aunque algunos lo puedan pensar; no, insisto en mi argumentación anterior: te opones a que ataquemos África porque crees en una Roma débil mientras que yo creo en una Roma fuerte. Tú crees que Roma sólo tiene fuerzas para hacer una cosa cada vez: primero Aníbal, luego África; y yo creo en una Roma capaz de ambas empresas al tiempo. Me dirás, me diréis: dividir las fuerzas de uno en ocasiones puede ser un error. Creedme, por todos los dioses, que cuando recuerdo la muerte de mi padre y mi tío, que dividieron sus fuerzas y murieron en el campo de batalla, comprendo muy bien el sentido de las consecuencias de ese tipo de error. No, no necesito que nadie me recuerde lo peligroso que esa estrategia puede resultar en según qué circunstancias. Pero juzgadme por mis acciones y no por lo que oigáis decir de mí. Varios años estuve en Hispania y prácticamente nunca dividí mis fuerzas, y ¿por qué? Porque las circunstancias no lo recomendaban, porque durante mucho tiempo sólo disponía de dos legiones para luchar contra tres ejércitos enemigos a un tiempo, por eso no dividí las fuerzas hasta recibir algunos refuerzos que trajo mi hermano aquí presente. Pero Roma es más grande y poderosa que las fuerzas expedicionarias que dispuse bajo mi mando en Hispania. Roma tiene en la actualidad más de veinte legiones en activo para hacer frente a los galos en el norte, a los movimientos macedonios en el Adriático, para mantener nuestro recién adquirido dominio sobre Hispania y nuestro control sobre Cerdeña y Sicilia, para asediar las ciudades italianas que se han pasado al bando cartaginés y para proteger aquellas que siguen con nosotros y, por fin, para atacar y acosar a Aníbal. Roma, como veis, es muy capaz de hacer más de una cosa al tiempo. Y si no, pensad de nuevo con detenimiento en cómo nuestros padres del pasado constituyeron la Roma en la que hoy vivimos: una república no con un cónsul, sino con dos; una Roma no con un ejército consular anual, sino con dos, porque en el origen de la sabiduría y el poder de nuestras leyes está grabado de forma clara e indiscutible la utilidad que en ocasiones tiene dividir nuestras fuerzas para acometer objetivos distintos a un mismo tiempo. Lo que planteo, invadir África a la vez que luchamos en Italia contra Aníbal, no es contrario al interés del Estado sino que encaja perfectamente con la forma en que nuestro Estado está organizado. No hay que recurrir a torcer ninguna ley o a promulgar una nueva, no hay que crear una magistratura nueva, simplemente basta con usar las magistraturas y las leyes que nos legaron nuestros antepasados en su impresionante conocimiento. Y, sin embargo… sin embargo, se propone hoy aquí tratar a Aníbal como si fuera alguien diferente a todos los enemigos contra los que hemos luchado. ¿Es que contra Aníbal no valen las estructuras legadas por nuestros mayores? ¿Es que contra Aníbal todo ha de ser diferente? ¿Es que contra Aníbal no se pueden emplear dos ejércitos consulares en acciones diferentes como tantas veces se hizo en el pasado? Se me acusa de tener miedo a Aníbal. ¿Y no será, digo yo, que contra Aníbal hay otros que sí tienen miedo, tal terror que no quieren que se le combata como en el pasado? Y yo os digo, por Júpiter Óptimo Máximo, que contra Aníbal hay que combatir sin miedo y con osadía, pues esa y no otra es la forma en la que él combate contra nosotros. Pero hay más, hay más… -Publio se pasó la mano por el pelo de la cabeza que, al volver a Roma, había vuelto a cortar para no llamar la atención con su larga y profusa melena que durante un tiempo luciera en Hispania y que aún le hacía parecer más joven de lo que era-. Hay más. Sí. Quinto Fabio Máximo me acusa por un lado de tener miedo, pero luego me acusa de ser un loco por proponer algo que para él es completamente imposible: atacar África con éxito, y pasa a enumerar todos los obstáculos e impedimentos con los que me encontraré en mi camino. ¿Miedo? Dice que tengo miedo a Aníbal y por lo que describe luego parece que invadir África es aún peor. Estimados paires conscripti, creo que nuestro princeps senatus debe decidirse: o tengo miedo o soy un loco, pero creo que ambas cosas a la vez no se sostienen. -Aquí surgieron algunas risas entre los bancos de los que apoyaban a Escipión; por su parte, Máximo permanecía serio, contenido, intrigado aún por dónde iba a terminar toda aquella larga perorata de su contrincante: el cónsul se defendía pero, de momento, Máximo estaba convencido de que su discurso aún pesaba más en el ánimo de los senadores. Publio continuó hablando-. Por todos los dioses, senadores, llevamos catorce años de guerra y no hemos atacado África, cuando la primera vez que estuvimos en guerra con Cartago y la lucha era en Sicilia, no en Italia, no hicimos otra cosa más que acechar las costas africanas con constantes ataques e incursiones y ahora, ahora que nuestro enemigo asóla nuestras tierras, ahora que deja yermos nuestros campos y masacra a nuestros aliados, ahora, sin embargo, elegimos no acercarnos a las costas africanas. Eso es absurdo. Más aún: es una vergüenza para con nuestros mayores, una indignidad, una cobardía. Esto no puede, no debe seguir así por más tiempo. Paires conscripti, ¿no es hora ya de que África sienta en su propia carne las ásperas heridas de la guerra que lleva catorce años financiando? ¿No es momento ya de que sean los campos de África los que queden baldíos?
¿No es ya hora de que sean las ciudades de África las que sufran los asedios, el hambre, la miseria de esta guerra? -De entre los bancos de Escipión emergieron gritos a su favor que el presidente intentaba acallar.