- Que le den agua y vino y comida si lo desea, y una habitación donde descansar esta noche.

- No, no… partiré enseguida… he de llevar la respuesta del cónsul de inmediato.

- Sea, pero al menos aceptarás asearte y comer un poco -insistió Publio-. Un mensajero hambriento no suele llegar muy lejos. El enviado de Locri asintió y aceptó una bacinilla con agua limpia que uno de los esclavos le ofrecía y algo de pan y queso, pero comió deprisa.

60 La petición de Plauto

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Plauto asistió con discreción al resto de la cena de su anfitrión. Él, al igual que Marcio o Lelio, se había percatado de la extraña salida y vuelta del cónsul al y del vestíbulo, aunque Emilia Tercia no lo advirtiera. El escritor pensó que alguien importante había traído un mensaje de relevancia para el cónsul, pero podía tener que ver con tantas cosas que dejó de pensar en ello y se limitó a escuchar en silencio los debates sobre la guerra, sobre la campaña de Aníbal en Italia y sobre la próxima invasión de África que Escipión estaba preparando. Hablaban todos los oficiales, pues todas sus lenguas estaban avivadas por el vino, todos los tribunos y centuriones de confianza del cónsul: Cayo Lelio, Lucio Marcio, Quinto Terebelio, Mario Juvencio, Sexto Digicio, Cayo Valerio… Plauto los miraba con interés. Hombres curtidos en la guerra, unos veteranos de campañas pasadas en Italia, otros expertos en la guerra forjados en la lucha contra los cartagineses en Hispania y contra los propios iberos. De todo aquello, Plauto no quería hablar. Y de teatro, el único debate que había habido fue con el quaestor y no le había dejado demasiado buen sabor de boca. Además era otro el motivo que le había traído allí y no debía dejar que el vino le hiciera olvidar su objetivo de aquel día. Escipión le miraba de cuando en cuando. Había asistido a su representación del Miles Gloriosus y el cónsul había participado con alegría del evento y luego, aunque no le había defendido ante Catón, no parecía que el general tuviera en mucha estima las opiniones del quaestor. Plauto recordaba cómo vio reír al cónsul durante el principio de la representación, pero también observó que frunció el ceño en más de una ocasión. Sabía que su obra era atrevida y más en aquellos tiempos, pero era un buen prólogo para la petición que tenía que hacerle. Al menos, gracias a los dioses, los soldados y la mayor parte de los oficiales habían encontrado cómica la obra y habían dejado pasar por alto las pequeñas indirectas contra la guerra en sí misma, o ni siquiera las habían advertido, como probablemente fuera el caso de Cayo Valerio, que tan positivamente se había manifestado con relación a la obra. Quién sabe. Quizás en su fuero interno, más de un veterano compartiese esa sensación contradictoria: la guerra nos lleva a la gloria, pero la guerra nos conduce por la miseria y el dolor. Plauto bebió vino con moderación y saboreó algo más de los excelentes manjares que se servían a su alrededor: jabalí con pimienta, orégano, bayas de mirto sin hueso, cilantro y cebollas y unas buenas chuletas de cerdo ensartadas en brochetas espolvoreadas con pimienta, levístico, chufas y comino y, cómo no, abundante salsa garum. El cónsul vivía bien. No le gustaban las privaciones. Como Fabio Máximo, como Casca, como todos los patricios que conocía. Excepto Catón, claro. En ese sentido no había diferencias entre ellos. Eso sí, unos como Escipión luchaban en primera línea de combate, otros usaban de la traición para conseguir sus victorias, como Máximo en Talento y, los más, vivían en la opulencia sin tener que ir a la guerra, como hacía su, por otro lado, benefactor, Casca. Plauto despreciaba a todos estos hombres, a unos en mayor medida que a otros, pero en el fondo, aunque fuera desprecio lo que sentía, sin embargo, necesitaba de los unos y de los otros. Unos le financiaban, otros eran su público. Esa eterna contradicción le corroía por dentro.

Los comensales fueron dejando la residencia del cónsul. Pronto sólo quedaron Escipión y su esposa Emilia Tercia, Cayo Lelio, acompañado por la hermosa esclava, Netikerty, que Plauto ya viera en Roma, y Lucio Marcio. Plauto sabía que su permanencia resultaba ya extraña, pero no tenía otra forma de acceder al cónsul que aquella cena y su casi eterna comissatio. Marcio se levantó y se despidió de todos. Plauto comprendió que no podía alargar más su estancia, así que se alzó también y se dirigió al cónsul.

- Sé que he dilatado mi presencia más allá de lo que la cortesía y vuestra paciencia requieren, pero, por un lado, la compañía y los manjares que nos has servido, cónsul de Roma, eran un lujo demasiado agradable como para alejarse de él con celeridad. Publio asintió y le interrumpió.

- Estimado Plauto, aprecio tus esfuerzos, pero para alguien que escribe con tanta fluidez obras satíricas y que luego actúa con gracia ante un público de miles de personas, continúan resultando forzados tus halagos ante un patricio.

Plauto sonrió lacónicamente. En cierta forma se sintió aliviado.

- Es cierto. Bien. Iré entonces al otro asunto por el cual he esperado al final de la cena, pero me pregunto… quisiera saber si sería posible una entrevista, con el debido respeto a todos los presentes lo digo, por todos los dioses, una entrevista en privado, ¿sería esto posible?

Publio dejó la copa de vino y miró a su alrededor antes de responder.

- Plauto, esto es una entrevista privada: aquí sólo veo a mi esposa, a mi mejor oficial, una esclava de su confianza y luego los esclavos que nos sirven que, sinceramente, no creo que vayan a traicionar lo que sea que vayas a pedirme pero… -dio una palmada fuerte y todos los esclavos y esclavas que habían estado atendiendo el banquete y que ahora andaban de una mesa a otra recogiendo platos medio terminados, vasos, copas y jarras de vino, mulsum o agua fresca, desaparecieron por las puertas que daban al gran atrio de aquella casa-, ¿estás más cómodo así?

Plauto miró a un lado y a otro. Las paredes oyen, pensó, pero comprendía que no era razonable ni útil para su causa presionar más al cónsul. Era ofensivo dudar de la presencia de su mujer o de Cayo Lelio y su esclava-amante. Quizás algún otro sirviente de la casa espiara tras alguna de las esquinas, pero, si eso era así, cuando eso se supiera, él ya no estaría allí para saber de la reacción del cónsul, que, sin duda, sería tan temible como la que tuvo con los legionarios de Suero.

- He de solicitar tu ayuda y tu poder como cónsul de Roma para que liberes a un amigo mío, otro escritor que, de modo injusto, se pudre en los miserables calabozos de la cárcel en el foro de Roma.

- Te refieres a Nevio -dijo el cónsul, distante.

- Así es.

- Ya escuché las referencias que hiciste a su cautiverio durante la obra y que el quaes- tor ha tenido a bien recordarnos. Esa referencia, Plauto, no ayuda a mejorar mi imagen ante Catón.

- Los cónsules habláis mediante la fuerza de vuestras legiones, nosotros los escritores sólo tenemos las palabras de nuestras comedias.

- Y las pintadas de Roma -añadió Lelio.

Plauto suspiró. Hasta allí había llegado la algarabía de las pintadas que cubrieron Roma con el insulto a los Mételos atribuido a Nevio.

- Esas pintadas no las escribió Nevio -se defendía Plauto. -Pero las dictó él -contravino Lelio.

- La frase es suya, lo admito, pero es una crítica a los Mételos y los Mételos no son amigos de los Escipiones y, desde luego, no son amigos de Roma. Los Mételos son sólo amigos de sí mismos.

- Si sigues por ahí-intervino Emilia intentando conciliar los ánimos, mientras que Netikerty, por su parte, permanecía callada escuchando las intervenciones de los demás pe-ro, por supuesto, sin atreverse a participar-, Plauto, corres el peligro de terminar como Nevio.

- Creía que estaba entre amigos, gente de confianza, que se podía hablar con claridad.

- Pero, realmente, Plauto, ¿nos consideras tus amigos? -preguntó Publio mirándole fijamente, pero sólo obtuvo el silencio por parte del aludido, por lo que le presionó para obtener una respuesta-. Has dicho que hablemos claro, pues hagámoslo: te cedí el acceso a nuestra biblioteca, siempre he asistido a tus obras, yo contraté tu primera obra cuando era edil de Roma. Me debes mucho, no, todo. Puede que otros, como Casca, te hayan ayudado hasta hacer llegar tus obras a mí en aquel momento, pero al final la decisión era mía y podía haber decidido que tus obras no se representaran y, sin embargo, siempre muestras altanería y distancia a mi persona, a mis oficiales, a todos los que me rodean. ¿Te consideras amigo nuestro? Porque yo ayudo a mis amigos pero no sé por qué debo ayudar a quien no es amigo mío.

A Plauto, contrariamente a lo que pudiera esperarse de él, en aquel preciso momento, le costaba expresarse. Decidió dar rienda suelta a sus sentimientos y ponerlos en un latín claro, pero se esforzó en ser meticuloso en la selección de sus palabras. No quería herir, pero no quería faltar a la verdad, ya que, al menos, el cónsul mostraba interés por la sinceridad, por su sinceridad

- Yo sólo he tenido tres amigos, dos están muertos, Praxíteles y Druso, y uno en la cárcel, Nevio. Praxíteles me enseñó latín y griego y me cuidó de niño. Druso fue un soldado que combatió conmigo en Trebia y Trasimeno y que esta guerra que con tanto interés promovéis los cónsules y los senadores se llevó de mi lado en una gélida mañana junto a un lago que ni siquiera llegué a ver por la niebla en la que nos sorprendieron los cartagineses. Los enemigos eran sombras que se arrojaron sobre nosotros porque un cónsul soberbio e incompetente decidió conducir a millares de hombres a una muerte cruel. Me es difícil ser amigo de quien encuentra en la guerra su camino de crecer en la vida, de modo que, por definición, me resulta difícil ser amigo de un cónsul o de un senador o de un patricio. Tú, Publio Cornelio Escipión, eres las tres cosas. Debo, no obstante, a Casca su ayuda para promover mis obras y a tu persona debo mi primera representación y que, a la vez que combates en esta guerra, promuevas el teatro en los juegos de Roma o ahora aquí, en tu estancia en Siracusa. Me muevo entre dos sentimientos contradictorios: aprecio alguna de las cosas en las que crees pero detesto muchas otras que tu persona representa, las detesto por completo como detesto esta guerra.

- Yo no empecé esta guerra; la empezó Aníbal y he perdido a mi padre y a mi tío en ella. Deseo, como tú, que esta guerra termine cuanto antes. De ahí mi plan de África. Publio se explicaba de igual a igual. Plauto apreció el gesto. Se sentó en uno de los triclinia que había quedado libre. Lelio, Emilia y Netikerty escuchaban absorbidos por la intensidad del debate.

- De acuerdo -concedió Plauto-, pero fue un senador, un cónsul, el que declaró la guerra en Cartago.

- Quinto Fabio Máximo -confirmó Publio-, eso es correcto.

- No fue un panadero o un pescador o un labrador, ni un liberto o un esclavo el que declaró la guerra, y mucho menos un escritor, sino uno de los de tu clase acompañado de una comitiva de hombres iguales a él, que se vieron con hombres iguales a ellos, nobles, senadores de Cartago. Vosotros sois los que decís que ha de haber una guerra y en ella mueren millares de personas que no han tenido parte alguna en dicha decisión.

- Pero en Roma se eligen a los cónsules y a los senadores…

- Pero los cónsules son casi siempre elegidos entre los senadores y los senadores por un censor que ha sido senador antes. Es un sistema cerrado.

- También hay cónsules que vienen del pueblo. -Los menos, y pronto son absorbidos por el sistema senatorial, domesticados.

- Y están los tribunos de la plebe que pueden vetar las acciones del Senado o de los cónsules.

- En teoría, pero nunca se oponen cuando el Estado está en guerra. La guerra es la excusa perfecta en donde todo se justifica. Por eso Nevio no puede criticar a senadores, patricios, cónsules o ex cónsules, porque estamos en guerra y esas críticas, nos dicen los patricios, debilitan al Estado.

La discusión había transcurrido veloz, encendida, apasionada, pero sin resultar agria. Era sincera. Publio tardó en responder unos segundos. Bebió algo de vino. Dejó la copa sobre la mesa frente a su triclinium.

- Entonces, Plauto -continuó despacio-, no eres mi amigo.

- Ni tu enemigo. Aprecio tu afán por buscar el final de la guerra, final en el que creo, pero me desagrada que en esa búsqueda anheles gloria y recompensas políticas, algo que no me negarás.

- Los esfuerzos requieren recompensas, especialmente los esfuerzos ímprobos, descomunales, y poner fin a esta guerra lo es.

- De acuerdo. Y aprecio tu apoyo al teatro, pero tú mismo te contradices porque no buscas apoyar al teatro en sí, sino sólo al teatro que te place. Si una obra es crítica, la cuestionas.

- Pero he aceptado tu representación, incluso delante de mis hombres, aun cuando sé

que Catón andará en alguna esquina oscura escribiendo un informe a Máximo que éste transformará en una diatriba contra mí, por miles de cosas que no le gustan de mí y entre ellas por dejar representar tu obra. Plauto respiró con profundidad.

- Eso es verdad, por los dioses. Supongo que los dos tenemos contradicciones. -Y guardó un instante de silencio antes de concluir-. Sinceramente, creía que te despreciaba, pero he de admitir que, examinando con detenimiento mis pensamientos, siento respeto y crítica hacia tu persona, cónsul. Crítica a muchas de las cosas que haces o que has hecho, respeto por algunas que promueves y me siento confuso porque me dejes hablar así. Intento entenderte y no lo consigo.

Aquí Publio Cornelio Escipión estalló en una carcajada que relajó el ambiente.

- Yo también intento entederte, Plauto, y tampoco lo consigo. Creo que estamos empatados. Pero tus obras me gustan y creo en el teatro y admito que puede criticar, pero pienso también que las críticas deben tener unos límites. Nevio está acostumbrado a sobrepasar todos los límites. Critica a los Mételos, y puedo hasta estar de acuerdo con él; yo también he tenido mis diferencias con alguno de ellos, pero Nevio también ha criticado a mi familia abiertamente. Me pides que te ayude a liberarlo y no veo la razón por la que debiera hacerlo. Tampoco parece que deba hacerlo por amistad. Plauto se levantó.

- No he sabido persuadirte, pero espero que aprecies que al menos no he intentado mentir para hacerlo. -Eso te honra -concedió Publio. Plauto se dirigió a Emilia.

- Una cena exquisita. Siento que mis hoscos modales y mis opiniones críticas no sean la mejor de las compañías, pero agradezco que se me invitara y que se me escuchara. Esto último lo dijo mirando a Publio. Emilia asintió con la cabeza. Luego Plauto saludó

con un gesto de su cabeza a Lelio, quien levantó su copa en respuesta. El escritor pensó

en dirigir una mirada a Netikerty, pero temió que el oficial romano que acababa de saludarle tomase a mal dicho gesto, así que dio media vuelta y se dirigió hacia el vestíbulo que daba acceso al atrio. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, la voz de Publio Cornelio Escipión resonó con fuerza a sus espaldas. Plauto se giró para escuchar.

- No, no me has persuadido, pero veré lo que se puede hacer. En cualquier caso, lo que dijo Nevio de Mételo es cierto. Pero no creo que pueda ayudar a tu amigo encarcelado hasta que concluya esta guerra.

- Un motivo más para terminarla cuanto antes -respondió Plauto desde la distancia y saludó con una leve inclinación. Estuvo a punto de decir gracias, pero si lo hubiera hecho ya no sería el mismo Plauto que entró en aquella casa. Una vez fuera, se dio cuenta de que aunque no hubiera dado las gracias, sin duda, ya no era el mismo ni veía con la misma frialdad a aquel extraño cónsul.

En el atrio del gran banquete, sin Plauto en escena, la conversación de los presentes se centró en la personalidad del escritor.

- Un hombre peculiar, pero inteligente -dijo Publio.

- Hay que reconocerle cierto valor -afirmó Lelio-, al defender sus opiniones con tanta dureza y ante un cónsul, aunque sepa de tu tolerancia. No deja de sorprenderme. Pocos se atreven a tanto.

- Y tú, Emilia -preguntó Publio-, ¿qué piensas de Plauto?

- No sé… es alguien que ha sufrido mucho, guarda mucho rencor y luego sus obras son tan divertidas. Parece imposible que alguien tan amargado pueda escribir lo que escribe. Publio asintió con aprecio. Su mirada se quedó sobre Netikerty. ¿Qué pensaría ella de aquel comediógrafo?

- ¿Y qué piensa nuestra querida Netikerty de Plauto? -preguntó Publio. No esperaba una respuesta meditada, sino alguna ambigüedad o algunas palabras nerviosas y esquivas. Netikerty alzó los ojos levemente y los volvió a bajar para, mirando al suelo, pronunciar su valoración, con voz serena y clara.

- Creo que Plauto es un hombre acostumbrado a abrirse camino allí donde no es posible. En eso se parece al cónsul. Emilia, Lelio y Publio se quedaron mirándola.

61 Un aviso

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Los días que siguieron al banquete fueron de gran trabajo para Publio. Necesitaba más trigo, más aceite, más carne, más pescado, más ganado, más barcos, más caballos, más hombres, más adiestramiento, más tiempo… Catón no había molestado en unas semanas, aunque estaba seguro de que algo estaría maquinando, pero no tenía ni energía ni minutos para ocuparse de las posibles maniobras del quaestor. Tuvo el cónsul, además, que enviar a Lelio con parte de las tropas a Locri. El relato de los enviados de la ciudad recién conquistada había sido demoledor y debía reinstaurar el orden lo antes posible. Pero al menos había conseguido desembarazarse de Sergio Marco y Publio Macieno, quienes por su rebelión contra Pleminio quedarían ahora en Locri bajo arresto y en manos de un encolerizado y vengativo pretor.

Seguía informado de los acontecimientos en Roma por correos públicos con información del Senado y por cartas privadas, las más valiosas, que le llegaban escritas por su hermano Lucio. Recién llegado de revisar las tropas acantonadas junto a las murallas de Siracusa, el cónsul recibió de manos de su esposa unas tablillas grandes.

- Han llegado mientras estabas fuera -le dijo su esposa ofreciendo en sus manos la preciada carga.

Publio le dio un beso en la mejilla, tomó las tablillas, pesadas, en esta ocasión en lugar de dos debían de ser tres o más y se dirigió al tablinium, al fondo del atrio, donde tenía centralizado su despacho para asuntos oficiales. Se encerró en él corriendo las cortinas. Emilia se recostó en un diván en el atrio y esperó, como hacía siempre, a que su marido le transmitiera las noticias que venían de Roma. Lucio, sin falta, incluía información sobre su suegra, Pomponia, pero también sobre el otro Lucio, el hermano de Emilia, Lucio Emilio Paulo. Y en tiempos de guerra el corazón de una esposa o de una hermana permanecía constantemente en vilo. ¿Marcharía todo bien? Su hermano luchaba en el norte y los galos de Liguria estaban en rebelión. Ya habían matado al hijo de Fabio Máximo.

En el tablinium, Publio desató el cordel que anudaba el paño que cubría las tablillas para protegerlas y descubrió que su hermano, en efecto, no sólo había incluido tres tablillas engarzadas por un extremo, sino que además había escrito con letra muy pequeña. Mucho sería lo que había de contar. Eso, normalmente, no era bueno. Querido hermano:

Espero que los dioses te guarden y te protejan pues se avecinan tiempos complicados para todos y, en particular, para nuestros planes de llevar la guerra a África. Fabio Máximo ha debido de recibir cuantiosa información a través de Catón y la ha usado con habilidad en el Senado para socavar tu autoridad y, en fin, proponer que una embajada del Senado con plenos poderes vaya primero a Locri y luego a Siracusa. La finalidad de dicha embajada es confirmar tu incapacidad, cito sus palabras, para llevar a cabo la invasión de África y relevarte del cargo. Sé que parece una locura, pero lee con atención: llegaron a Roma varios mensajeros de Locri y lo cierto es que lo que relataron conmovió

al Senado. Empezaron con la brutal dictadura que Sergio Marco y Publio Macieno implantaron en la ciudad tras retirarte tú a Siracusa. Parece ser que primero atacaron a Pleminio, al que le arrancaron las orejas y la nariz y luego encerraron para que sufriera en prisión el horror de sus mutilaciones mientras, a sangre y fuego, asesinaban al resto de los legionarios del pretor. Todo esto debes de saberlo porque enviaste a Lelio con tropas y restableciste a Pleminio en el poder, arrestando a los tribunos de la VI en rebeldía. Como imaginarás, los actos de Marco y Macieno dieron pie a que Máximo recordara al Senado la rebelión de Suero, lo que reiteró una y otra vez. Pero la cosa empeoró cuando los embajadores de Locri relataron cómo Pleminio, seguramente enloquecido por su cara desfigurada, lleno de odio, primero sacó a Marco y Macieno de la cárcel y los torturó

a plena luz del día frente al templo de Proserpina. Allí les arrancó las orejas y la nariz, y luego los ojos y la lengua y mientras gritaban hizo que ataran sus extremidades a cuatro caballos que tiraron de ellos en direcciones opuestas hasta desmembrarlos. Luego tomó

los pedazos y los arrojó a los cerdos sin sepultura alguna. Eran rebeldes pero eran tribunos. Tu arresto fue correcto, pero la actuación de Pleminio también enfureció al Senado. Y para mayores males, el pretor desató a continuación su ira contra los ciudadanos de Locri, según él por no haber impedido la rebelión de los tribunos, por no haberle ayudado cuando éstos le atacaron. Locri ha sufrido primero la crueldad de los cartagineses, luego la de Sergio Marco y Publio Macieno, pero las atrocidades con las que se ensañó

Pleminio con los ciudadanos de Locri y que sus embajadores comunicaron a los senadores son demasiado extensas y demasiado terribles para ponerlas por escrito. He de decir que los enviados de Locri nunca te echaron la culpa, pero Fabio Máximo subrayó una y otra vez que fuiste tú el que puso primero a Marco y Macieno en Locri, contraviniendo el mandato de destierro que pesaba sobre todos los miembros de la V y la VI, y luego remarcó con insistencia que Lelio, por orden tuya, repuso a Pleminio en el mando de la ciudad. No entiendo por qué, hermano, decidiste lanzarte a esa conquista en Italia. Te conozco bien y estoy seguro de que habrás tenido tus motivos, pero he de decirte que desde el punto de vista político ha resultado muy negativo.

Hay más. Una vez que los enviados de Locri nos dejaron solos en la Curia, Fabio Máximo añadió más acusaciones, como tu sabida pasión por el teatro, acusándote de distraer a los legionarios con representaciones obscenas y que se mofan de la guerra, de los oficiales, de la disciplina; añadió que envileces a tus hombres con banquetes suntuosos, que regalas vino a raudales y que, en fin, haces todo aquello que un buen general no debería hacer nunca. Sentenció que permitirte que sigas al mando era perder dos legiones enteras a manos de un loco y concluyó con un dato que, si bien es algo anecdótico, añadió aún más leña al fuego. Dijo que habías llegado a un pacto secreto con el escritor Tito Macio Plauto para liberar a Nevio de su prisión en Roma, lo cual, como estoy seguro que entenderás, puso a los Mételos del lado de Máximo sin dudarlo. Nosotros no teníamos ni fuerza ya ni argumentos para defenderte, pero se nos ocurrió maniobrar utilizando la influencia que nos quedaba para incluir entre los miembros de la embajada a los dos tribunos de la plebe, Marco Claudio y Marco Cincio. Éstos son hombres ecuánimes, representan al pueblo y el pueblo está contigo. Con ellos tienes la oportunidad de, al menos, recibir una evaluación justa. Incluso Marco Pomponio, el senador que encabeza la misión, aún siendo proclive a las ideas conservadoras de Máximo, no es ni mucho menos el más radical de entre ellos. Creo que Fabio Máximo lo ve tan fácil que decidió

ceder en estos aspectos. La embajada acudirá primero a Locri para arrestar a Pleminio y restablecer el orden en aquella ciudad y luego acudirán directos a Siracusa. La visita a Locri te da un poco de tiempo y he hecho todo lo que está en mi mano para intentar que esta carta te llegue lo antes posible y puedas así, con tu habitual y sorprendente astucia, querido hermano, idear la forma de impresionar a la embajada del Senado para mantenerte en el gobierno de la isla y al mando de las legiones V y VI. Te deseo que con ellas acudas a África y que en África, contra todo lo que pronostican nuestros enemigos en Roma, encuentres la forma de alcanzar la victoria.

Los asuntos de la familia están en orden. Madre se encuentra bien, preocupada por ti pero bien. Si por ella fuera se escaparía por la noche para sacarle los ojos a Fabio Máximo, pero creo que aunque se lo permitiera Máximo es inalcanzable. Sólo viene a Roma a las sesiones del Senado y luego se refugia en su gran domus a las afueras de la ciudad donde un pequeño ejército de veteranos de la campaña de Tarento le custodian como si de un dios se tratara. La muerte de su hijo le ha hecho aún más mordaz en sus diatribas y más rencoroso.

A tu esposa mándale mis saludos y dile que su hermano está bien. Ha participado en varias misiones con las legiones en el norte y aunque los galos están revueltos ha regresado para estar unos días en Roma. Como siempre su presencia contribuyó a reforzar nuestras débiles posiciones en el Senado. A él le debes la idea de la presencia de los tribunos de la plebe en la embajada que te visitará pronto. Cuídate. Ruego a Júpiter, a Quirino, a Marte y a Juno y a todos los dioses que velen por ti y que te guíen en tus planes y que te ayuden para que no desfallezcas en tu ánimo pese a las noticias de esta carta.

Tu hermano que te quiere y te admira,

Lucio Cornelio Escipión

Publio arrojó las tablillas contra la pared.

- ¡Por todos los dioses! -exclamó, y se quedó con los brazos en jarras mirando a la pared del tablinium. Emilia, que había escuchado el golpe de las tablillas al chocar contra la piedra del muro, dejó la lana que estaba tejiendo, despacio, y con el alma en vilo, asomó su pequeña y delgada figura por entre los cortinajes que daban acceso al despacho de su marido desde el atrio. Publio permanecía en pie, tenso, pero al verla relajó un tanto su expresión y respondió a la inquisitiva y nerviosa mirada de su mujer.

- Tu hermano está bien, tu hermano está bien -dijo, y Emilia tranquilizó las tensionadas facciones de su rostro.

- ¿Qué ocurre entonces? -preguntó con sincero interés.

- ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! -reinició Publio llevándose ahora las manos a la nuca y dejándolas allí, entrelazados los dedos, durante unos segundos. Emilia le observaba sin interrumpirle en sus imprecaciones a todos los dioses que se prolongaron durante un minuto entero, en pie, sin dejar de mirar la pared. Un esclavo entró algo agitado, pensando que algo de lo que habían servido a su señor estaba en mal estado o roto o mal cocinado. Sobre la mesa del tablinium había una copa de vino con mulsum y un cuenco con sopa de ave, bebida y comida que el cónsul gustaba de tener a mano en todo momento. Pero el esclavo no tuvo tiempo de preguntar nada. Apenas si había aparecido desde el atrio cuando Publio se giró hacia él y como si persiguiera un enemigo en medio de una batalla le maldijo a voz en grito.

- ¡Fuera, fuera, por Hércules, fuera todos de mi vista! ¡No quiero ver a ningún esclavo en todo el día! ¡A ninguno! ¡Al que vea lo mato!

El esclavo, conducido por su experiencia y por la agilidad de sus piernas, desapareció

por donde había venido como una hoja arrastrada por un viento de tormenta. Emilia decidió intervenir.

- Ya es suficiente, Publio. ¿Qué ocurre? No quiero quedarme sin esclavos y tu furia parece que quiera llevárselos a todos por delante.

Publio la miró. Suspiró, salió del tablinium y se sentó en un triclinium pero sin reclinarse. Emilia se sentó a su lado en el mismo triclinium.

- ¿Qué ocurre? -repitió-. ¿Por qué arremetes contra los esclavos? Siempre nos han servido bien. ¿No era una carta de Lucio, tu hermano? ¿Tu madre está bien? ¿Tu hermano también?

Publio asintió con lentitud.

- Están bien, están bien. No es eso.

Y calló mirando a su alreddor. Emilia le comprendió.

- ¿Temes que nos escuchen? -preguntó en voz baja.

Publio asintió.

- Bien -respondió Emilia, bajando aún más la voz, hasta convendría en un susurro apenas perceptible por su marido-. Dime qué dice Lucio.

Publio habló mirando hacia el suelo, en un tono muy suave, de forma que sus palabras quedaban quebradas por el aire a más de un par de pasos de distancia, pero eran perfectamente audibles para su esposa.

- Lucio me habla del Senado, de la última intervención de Fabio Máximo. Ha utilizado toda la información de la que disponía, era de esperar, para atacarme y más aún, para atacar la invasión de África. Aún lucha contra esa idea. Quiere detenerla a toda costa. Ha utilizado mi desembarco en Locri y ha incidido en que las legiones V y VI son indisciplinadas, ha recordado al Senado el motín de Suero, insistiendo en mi incapacidad para devolver esas tropas a la disciplina legionaria, ha criticado que vivamos en Siracusa, que fomente representaciones de teatro cuestionables, se refiere al Miles Gloriosas, que recibimos a escritores, en fin, que más que preparar una invasión dilapidamos los recursos del Estado en un retiro de lujo mientras Roma está luchando por su supervivencia. El Senado envía una embajada con un pretor al frente de diez legati, al que acompañan, gracias a los dioses y a la astucia de tu propio hermano, los dos tribunos de la plebe, menos mal, y un edil, todos juntos para examinar la situación y, según vienen aleccionados, para detener el desembarco en África. Ahora, cuando lo teníamos todo tan cerca. Pero eso ya lo esperaba. Puedo luchar contra todo esto. Tengo ideas. Contaba con ello, no sabía con qué, pero esperaba un golpe de Catón y su amo, Máximo. Algo iban a hacer y lo han hecho, pero ése no es el peor de los problemas. Hay más. Algo que rne preocupa más.

- ¿Qué más, por Castor y Pólux, qué más, Publio?

Publio giró entonces el cuello y la miró a los ojos.

- Tenemos un espía entre nosotros, entre los esclavos, supongo. Máximo ha dicho que hasta he pactado con Plauto la liberación de

Nevio y esa conversación fue aquí, contigo y con Lelio y su esclava. Eso es todo. Nos escuchan. Máximo ha infiltrado uno o más esclavos en esta casa y nos escuchan. Al final las palabras de la obra de Plauto van a ser verdad.

- ¿Qué palabras eran ésas?

Publio recitó de memoria unas líneas de la intervención del esclavo Palestrión al principio del III acto del Miles Gloriosas que se le quedaron especialmente grabadas en la memoria, al leer días después de la representación una copia escrita que el propio Plauto le había facilitado.

- Nam bene consultum consilium surripitur saepissime, si minus cum cura aut cautela locus loquendi lectus est… [con frecuencia se frustra aquella decisión bien tomada cuando se ha elegido con poca cautela el lugar donde hablar]. Me llamó la atención la profundidad de esa frase. No sabía hasta qué punto iba a parecerme tan acertada. Sin duda, Emilia, no fuimos lo suficientemente cautos al elegir hablar con Plauto en este atrio rodeado de decenas de orejas. Emilia se quedó un instante pensativa.

- ¿No será el propio Plauto el que haya vendido esa información a Máximo?

Publio meditó antes de responder, pero cuando lo hizo negaba con la cabeza.

- No, no tiene sentido. Sabe que tiene más posibilidades conmigo que con cualquier otro senador y, desde luego, sabe que no tiene nada que hacer con Fabio. Fabio detesta a los escritores, como Catón. Si por él fuera estarían todos en la cárcel con Nevio o, mejor aún, ensartados y muertos como los brucios que ayudaron a Fabio en Tarento. No. Es alguien de aquí dentro. Lo presiento. -Y miró a su alrededor.

- Son todos esclavos que viven con nosotros desde que viajamos a Hispania, algunos incluso nos acompañan desde casa de tus padres. Son fieles a tu familia. Les tratas bien. Cumplen bien. Incluso creo que están orgullosos de servirte. Y has manumitido a alguno de ellos al ser mayor. Lo saben y saben que nadie los tratará mejor.

- Todos son susceptibles de venderse por su libertad y un puñado de ases. Eso siempre es posible.

- Es posible -concedió Emilia-. Son muchos, unos veinte diría yo, tendría que contarlos y no conozco a todos en profundidad. ¿Quieres que hable con ellos?

- No -dijo Publio con resolución; mientras hablaba con Emilia había tomado una decisión-. Será Lelio quien lo haga. De la forma en la que hay que hablar con ellos, tendrá

que ser Lelio quien lo haga. Ahora es mediodía -añadió mirando al cielo-. Al anochecer. Al anochecer Lelio me dirá quién es el traidor. Y, si es necesario, morirán todos. Publio se levantó y se dirigió con paso firme hacia el vestíbulo en busca de uno de los lictores apostados a la puerta de la casa. Emilia le observó mientras daba instrucciones al soldado, seguramente indicándole que fuera raudo a por Lelio. Esa tarde iba a correr sangre. Emilia lo lamentó profundamente. Conocía a aquellos esclavos desde hacía años y le dolía lo que Lelio haría allí para saber la verdad, pero aquí Emilia irguió su cuello con orgullo romano y se alisó la stola que llevaba como vestido: si había un traidor era necesario descubrirlo, en eso su marido tenía razón. Emilia despreciaba aquella guerra. Era como un gigantesco mar de odio y envidia y dolor que lo impregnaba todo: su familia, la de su marido, y ahora sus sirvientes. Todo. Temía por sus hijos, sobre todo por el pequeño Publio. Crecía y crecía y la guerra no terminaba. No tenía fin.

62 Un espía de Fabio Máximo

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Lelio apareció acompañado de Netikerty, pues el mensaje que había recibido del lictor enviado por Publio no transmitía nada urgente, sólo que viniera para charlar. Lelio solía venir con su joven esclava cuando visitaba a Publio porque, por un lado, le gustaba verla todo el tiempo que le fuera posible, le sosegaba el espíritu ver a aquella preciosa muchacha siguiéndole, dócil, obediente, después, como aquella tarde, de haber estado haciendo el amor con ella durante una hora. Para ser exactos, era ella la que hacía cosas y él sólo tenía que echarse en el lecho y disfrutar, primero de un masaje relajante, las manos de Netikerty esparciendo aceite perfumado por su fuerte espalda de guerrero de Roma; luego los besos, los labios de la joven rozando cada recoveco de sus músculos, para terminar dándose él la vuelta y dejar que ella se montara sobre él y contemplarla en todo su esplendor mientras ella se arqueaba entre gemidos y cerraba los ojos vertiendo lágrimas por sus mejillas. Netikerty se acurrucaba entonces junto a su amo y Lelio se entretenía acariciándole el cabello negro y largo, despeinado, apenas sujeto por el nimbas de oro y perlas que Lelio le regalara años atrás a los pocos días de comprarla. Tras una tarde como ésa, para él era un dulce orgullo pasear a aquella joven a su lado y llevarla a ver al cónsul de Roma. En su fuero interno, Lelio quería que ella viera, una y otra vez, el poder de los hombres con los que él trataba y que de esa forma la muchacha comprendiera hasta qué punto era afortunada por pertenecer a quien pertenecía. Lelio era torpe en palabras, pero mediante su trato amable con la muchacha, para algunos en exceso, para Catón de forma escandalosa, buscaba que Netikerty se sintiera querida, apreciada… amada. Lelio no sabía si lo conseguía, pero lo intentaba. Publio, por su parte, había observado Lelio, toleraba la relación con la muchacha; de hecho, Lelio sentía que Publio estaba agradecido a los cuidados de la joven cuando estuvo gravemente enfermo en Cartago Nova. Y, por fin, quedaba la circunstancia, nada desdeñable, de que Emilia parecía haberle tomado un afecto sincero a Netikerty y gustaba de entrar en conversación con ella cuando ambas quedaban a solas. ¿De qué hablaban? Netikerty no decía demasiado, pero conociendo a Emilia no sería ni de guerra ni de política. ¿Hablarían de ellos, de él mismo y de Publio?

Lelio irrumpió en el atrio y saludó amigablemente al cónsul. Netikerty se quedó un par de pasos por detrás de su amo.

- ¡Que los dioses bendigan esta casa y a todos cuantos viven en ella! Querías verme, Publio. Aquí me tienes.

El cónsul de Roma comprendió por el tono satisfecho de la voz de Lelio lo que su oficial había estado haciendo aquella tarde con su joven esclava. No le culpaba. Probablemente él, en sus mismas circunstancias, haría lo mismo. Eso le trajo, de modo fugaz, a su mente, cómo ya no hacían el amor con tanta frecuencia Emilia y él. La política, la magistratura, la guerra, no eran buenas semillas para la pasión. Pero todo aquello fue un destello que se apagó por los problemas que le acuciaban en ese momento. Publio tomó

del brazo a Lelio y lo llevó a una esquina.

- Tenemos un espía -dijo el cónsul en voz baja.

- ¿Un espía? ¿Dónele?

Publio no dijo nada y se limitó a señalar al suelo. Lelio asintió. El cónsul puso en antecedentes a Lelio resumiendo los datos de la carta de su hermano haciendo especial hincapié en el hecho de que Fabio tuviera conocimiento de la conversación que sostuvieron con Plauto sobre la encarcelación de Nevio. Lelio asentía con la faz seria, atento, asimilando los datos y las instrucciones.

- Me marcho, Lelio, y te dejo con los esclavos y seis lictores. Me llevo a Emilia y los niños. No quiero que interfieran. Haz lo que tengas que hacer, pero, por Júpiter, encuentra al traidor y tráemelo vivo. -Y con esto el magistrado dejó a Lelio y partió con su esposa y los otros seis lictores rumbo al Portus Magnus: a los niños les encantaba ver los grandes barcos de transporte entrando y saliendo de la bahía.

Lelio ordenó llamar a todos los esclavos de la residencia de Publio Cornelio Escipión en Siracusa y que se alinearan junto a una de las paredes del atrio, la opuesta al altar levantado en honor de los dioses Lares de la familia. Había un total de veintidós esclavos. El mayor número pertenecía a la cocina, con tres cocineros y seis esclavas que les asistían. Luego estaban las esclavas personales de Emilia Tercia, cuatro, y tres esclavos que se ocupaban del magistrado, de su ropa, sus armas y su aseo; había un esclavo mayor, una especie de secretario que asistía en la redacción de cartas y otros documentos y tres esclavas más, que se ocupaban de la limpieza de la residencia y los jardines; un hombre de mediana edad, fuerte, con la mente despejada y mirada inteligente que actuaba como atriense, y, por fin, un niño pequeño que, con toda seguridad, sería hijo resultado del amor entre una de las esclavas y otro miembro de la servidumbre. Todos estaban nerviosos, pues aquella convocatoria en el atrio era totalmente inesperada y fuera de lo común. Además, si hubieran tenido frente a ellos al amo o a la señora de la casa, quizá pudiera tratarse de que se les anunciara la visita de prohombres importantes o algún asunto similar, pero la ausencia de los amos y verse encarados con un rudo oficial rodeado de media docena de los guardias personales del cónsul de Roma no auguraba nada bueno. Lelio les confirmó sus peores vaticinios con rotundidad y precisión.

- Hay un traidor entre vosotros, un espía que aprovecha su presencia en esta casa para pasar información sobre lo que aquí ocurre a los enemigos del cónsul en Roma y quién sabe si más allá de Roma. El cónsul me ha ordenado que averigüe quién de vosotros se ha dedicado a perpetrar tal traición y que se lo entregue. Tengo, para esta tarea, plenos poderes y haré lo que tenga que hacer. ¿Está claro, por Hércules?

Todos callaron. Varios de los hombres empezaron a sudar y alguna de las mujeres se esforzaba infructuosamente en contener un sollozo. Una de las esclavas más jóvenes tomó al niño pequeño, de unos siete años, y agachándose, lo apretó contra su pecho.

- ¿Hay alguien que quiera, que tenga algo que decir? -preguntó Lelio con furia-, ¿o será necesario que empiece a torturaros uno a uno hasta que el traidor hable? Si hace falta que acabe con todos así lo haré. No seréis ni los primeros ni los últimos hombres o… a los que mate. -Lelio había pensado en añadir «mujeres», pero nunca antes había tenido que matar a una mujer o a un niño, pese a tantos años de guerra. Nunca participó

personalmente en las contadas ocasiones en que se castigó una ciudad enemiga masacrando a la mayor parte de sus habitantes, como en Iliturgis o Cástulo en Hispania. También pensó que aquellos esclavos no lo sabían. Eso jugaba a su favor. ¿Por dónde empezar?

Netikerty había quedado tras los lictores. Lelio no le había dicho nada. Ella hubiera preferido no estar allí. Pensó que acompañaba a Lelio a una visita más a casa del cónsul y que ahora se habría encontrado envuelta en alguna pequeña e intranscendente pero siempre cálida conversación con Emilia Tercia. Por el contrario, se veía obligada a presenciar a su amo Cayo Lelio presionando, gritando, amenazando a un grupo de esclavos y esclavas, indefensos, como ella. Se sentía incómoda. Nerviosa. ¿Qué debía hacer?

Cayo Lelio lo pensó despacio. Podía ir uno a uno pero aquello podía llevar horas, días, y Publio quería resultados rápidos. Tomó entonces una determinación arriesgada pero práctica. Se acercó en tres pasos largos y rápidos adonde estaba el niño esclavo, lo agarró por el brazo y, haciéndolo volar, lo desgarró del abrazo de su madre esclava. Ésta profirió un alarido.

- ¡Noooooo! ¡Piedad, mi hijo no, es inocente! ¡Inocente!

Lelio habló sin que su voz temblase.

- O sale ahora mismo el traidor que ha pasado información sobre esta casa o empezaré por cortarle las manos a este niño. -Y alzó al pequeño estirando del bracito infantil hasta que el crío quedó con sus pies colgando a un metro del suelo. La criatura estaba pálida y de puro terror ni siquiera lloraba. La madre se separó de la fila de esclavos e intentó ayudar a su hijo pero uno de los lictores se abalanzó sobre ella, la detuvo en seco y ante la pujanza de la esclava y su pertinaz insistencia en acudir en ayuda de su hijo, la empujó con violencia arrojándola contra el muro del atrio. La joven se golpeó en la cabeza y cayó sin sentido. Un par de esclavas mayores, asistentes de la cocina, se acercaron y tomaron el cuerpo de la joven en sus brazos acurrucándola contra la pared y comprobando que aún respiraba. El niño empezó a gritar. -¡Madre, madre, madre!

Lelio no se ocupó de hacer callar al pequeño sino que se limitó a elevarlo aún más estirando del brazo. El niño empezó a llorar bailando del poderoso brazo del oficial romano como un cordero colgado de un pincho de hierro en el mercado. Así, Lelio se paseó

por delante de todos los esclavos. El atriense, en el centro de la fila de esclavos, miraba a un lado y a otro. Nadie parecía que fuera a moverse. Lelio dejó caer al niño en el suelo. El muchacho se golpeó con fuerza contra las baldosas frías y se hizo sangre en las rodillas, pero lejos de quedarse quieto, se levantó y fue a correr hacia su madre, pero la mano de Lelio lo cazó por el cuello de su pequeña túnica, lo echó al suelo, le puso el pie en el pecho impidiéndole que se volviera a levantar, desenvainó la espada y se dirigió de nuevo a los esclavos.

- ¡Las manos, por todos los dioses, le voy a cortar las manos a este niño si no me decís algo!

El silencio era aterrador. El niño lloriqueaba en una mezcla de miedo por su madre desvanecida y por la visión del enorme gladio que aquel soldado acercaba más y más hacia su dolorido brazo, del que hasta hace unos segundos había estado colgado. La espada se aproximaba más y más. Lelio dejó de mirar a los esclavos, apretó los dientes, el gladio tocó la piel de la muñeca del niño. Pensó en hacer un corte rápido para que sangrara y aterrar aún más a los esclavos. Sintió asco de sí mismo. Para esto le había dejado Publio, para ocuparse de matar a niños y mujeres y esclavos. Todo había cambiado desde Baecula. Todo. Máximo tenía razón. Votus damnatus. Lelio se sentía maldito entre legiones malditas.

- ¡Deja al niño! -gritó el atriense-. ¡Deja al niño! ¡Yo soy el traidor que buscas! ¡Deja al niño!

Lelio mantuvo la espada tensa, su filo sobre la muñeca infantil, el niño aterrado, sus ojos cerrados, su llanto… el oficial comprendió las palabras del atriense que le llegaron como si viniesen desde muy lejos.

Aflojó la presión sobre la espada, relajó los músculos, se incorporó, quitó su pie del pecho del niño, envainó despacio el arma, vio cómo el crío se arrastraba y gateaba hacia donde las esclavas mayores atendían a su joven madre. Era un niño valiente. Sintió algo de alegría entre tanta miseria. Aquel niño, sin duda, merecía vivir. Ni siquiera había implorado por él mismo; sólo había estado preocupado por su madre. Lelio había visto a hombres más curtidos vender a sus propios padres en situaciones similares. Y de pronto la faz de Lelio se tornó nuevamente en un duro rictus de miseria. Un par de firmes pasos, agarró al atriense por los hombros de su túnica y asiéndolo con un vigor furibundo lo separó primero del resto de los esclavos y luego lo arrojó contra la pared opuesta, más allá de los lictores. El atriense, toda vez que vio cómo el niño quedaba libre, no opuso resistencia más allá de procurarse la mejor de las caídas posibles al estrellar sus huesos contra la pared de ladrillo.

- ¡Los demás esclavos, fuera de mi vista! -vociferó Lelio. Todos salieron raudos del atrio. Cayo Lelio fue de nuevo donde el atriense se medio incorporaba, arrodillado, apoyando una mano en el suelo y, sin previo aviso, le dio una patada en la cara. El esclavo vio cómo del golpe su cabeza y detrás el resto de su cuerpo giraban ciento ochenta grados hasta toparse una vez más con el muro de ladrillo en mitad de su frente. El golpe fue seco y escuchó un chasquido en el interior de su nariz. Perdió el conocimiento un instante y cuando abrió los ojos se palpó la nariz notando un chorro de líquido caliente que brotaba con fluidez. Se mareó. Lelio le dio un respiro.

- La única razón por la que no te mato ahora mismo es porque el cónsul ha pedido que te entregue con vida. -Pero acompañó las últimas palabras con un nuevo puntapié

en el pecho del dolorido esclavo. Éste quedó recogido en el suelo, en posición fetal, en un charco de sangre y espumarajos que brotaban de su boca. Era un hombre duro y resistente, pero si aquello continuaba no sabía cuánto más resistiría. Tenía que pensar en algo, pero como no se le hacían preguntas no sabía qué decir. Pensó en pedir perdón, pero aquello quizá no hiciese sino enfurecer aún más a aquel oficial romano al que tantas veces había abierto la puerta de aquella casa. ¿Qué había pasado, qué estaba ocurriendo? El niño estaba bien. Eso era lo importante ahora.

- Amo, déjale, por favor, os lo ruego, lo vais a matar. -Netikerty habló desde lejos, con una voz suave y suplicante, pero lo suficientemente clara para ser percibida por su amo con nitidez. Lelio se volvió hacia ella, nervioso. ¿Qué hacía ella allí? Se había olvidado de su presencia por completo, absorbido por resolver el asunto de la traición. No le gustó que hubiera presenciado todo aquello.

- ¡Silencio, Netikerty! ¡No te metas en lo que no te incumbe!

Netikerty calló y vio cómo Lelio volvía a patear con saña al esclavo tendido en el suelo.

- ¡Habla, miserable! ¿Desde cuándo pasas información a Roma, con qué frecuencia, a través de quién, por qué, para quién?

El atriense, con las manos en su cogote para protegerse la cabeza, estaba aturdido. Antes nada y ahora demasiadas preguntas de golpe. ¿Por dónde empezar? ¿Para quién, por qué?

Netikerty volvió a interceder a favor del esclavo.

- Mi señor, ¿no veis que ese hombre no hace sino proteger la vida de su hijo?

Lelio, agitado, se volvió hacia ella.

- ¡Cállate, he dicho!

- Pero, mi amo, ¿no veis el parecido de ese hombre con el niño al que amenazabas antes? Es su padre, sin duda, y sólo busca protegerle de tu ira. Por eso se ha confesado. Golpeándole no consiguirás más que mentiras.

Lelio se giró hacia el atriense. Éste se había sentado y empezó a hablar entre chorretones de sangre que caían de su nariz.

- ¡No hagáis caso a esa mujer, mi señor! ¡Yo soy el traidor! ¡He pasado información… siempre… que he podido… a senadores de Roma!

- ¿A qué senadores? Dame nombres.

El atriense sacudía la cabeza e intentaba detener la hemorragia de la nariz con sus manos.

- No sé. Ellos me enviaban mensajeros, me pagaban, no sé para quién era la información.

- ¿Y cuándo empezaste? ¿Aquí en Siracusa, en Hispania, en Roma? ¿Cuál fue tu primer mensaje?

El atriense guardó silencio. Estaba pensando.

- Os miente, mi señor. Se lo inventa todo -insistió Netikerty-. Traed al niño y veréis el parecido. Es fácil de comprobar.

- ¡Maldita sea! -exclamó Lelio.

- ¡No, dejad al niño, mi señor! -aulló el esclavo golpeado. -¡Entonces decidme cuál fue vuestro primer mensaje! -¡No me acuerdo, no me acuerdo! ¡Estoy confuso! ¡Dadme tiempo!

Lelio se dirigió a los lictores.

- ¡Traed al niño!

Netikerty dio varios pasos hacia atrás hasta quedar entre las sombras del atrio, en el lugar opuesto adonde estaba el atriense, que la miraba con odio.

El niño regresó al atrio llorando, fuertemente asido por la cintura por uno de los legionarios. El lictor lo llevaba como quien lleva un saco de sal y como tal saco lo dejó caer junto al atriense. El esclavo abrazó al niño de modo instintivo y el crío ocultó su rostro entre los dobleces de la ensangrentada túnica del atriense.

- Mírame, niño -dijo Lelio en el tono más conciliador posible. Pero el crío se apretujaba aún más contra el pecho de su padre. Lelio le cogió de la pierna y tiró de él con fuerza. El niño, arrastrado por los pies, quedó separado de su padre. Dos lictores cogieron al atriense y lo mantuvieron en la pared. Lelio giró el cuerpo del niño y lo puso tumbado boca arriba. El niño, blanco como la cal de puro pánico, no decía nada. Pensaba que ahora sí iba a morir. Lelio examinó el rostro del niño y luego el del atriense, que hizo por esconder su cara pero le resultó imposible porque un lictor se la mantenía en alto asiéndole con fuerza de la barbilla. Cayo Lelio examinó la nariz puntiaguda, las orejas desplegadas de la cabeza en su parte final, como dobladas hacia fuera, los ojos marrones, la mente despejada de ambos. Eran iguales, salvo que el atriense ya no tenía la nariz puntiaguda. Netikerty tenía razón. Aquel miserable sólo buscaba proteger al niño, su hijo.

- ¿Has recordado ya cuál fue tu primer mensaje, esclavo? -preguntó Lelio dejando al niño en el suelo, asustado, encogido.

- No… sí… en… Roma… sí, sobre… cuando el amo preparaba su partida a Hispania… dije… escuché que… que…

Lelio se desesperó. Desenvainó la espada de nuevo.

- Antes merecías morir por ser un traidor, pero no podía matarte porque la orden del cónsul me lo impedía, pero ahora mereces morir por haberme querido engañar, y si no eres el espía que busco puedo matarte sin contravenir la orden del cónsul. Estás muerto, atriense.

El esclavo se arrodilló ante Lelio y suplicó, pero no por él.

- De acuerdo, sea… pero dejad al niño. Matadme, pero dejad al niño. Lelio le miró con cierta sorpresa. Siempre había considerado que los esclavos eran gente débil. Pensó que iba a rogar por su vida y en su lugar pedía por la del niño.

- Al niño no le pasará nada. No tiene culpa de nada -le confirmó

Lelio, pero alzó su espada para asestar un golpe contra aquel esclavo que, pese a lo inminente de su muerte, respiraba tranquilo por primera vez desde hacía rato. Netikerty observaba, confusa y asustada, el extraño desenlace de los acontecimientos.

¿Ahora Lelio iba a matar a aquel hombre por mentir? ¿Pero en qué pensaban los romanos? ¿De qué forma buscaban mantener sus lealtades? Y el hombre, una vez salvado su hijo, aceptaba su destino sin más. No tenía fuerzas para luchar, para oponerse por más tiempo. Y su mente abrumada no daba de sí para seguir inventando su posible pasado de traidor.

Netikerty había querido salvarle y no había conseguido nada. Pensó que con desvelar el obvio parecido del niño con su padre sería suficiente para salvar la vida del esclavo, pero no era así. Ya no quedaba nada por hacer. O sí. Netikerty mira al suelo y cierra los ojos. Por su mente desfilan los recuerdos de toda una vida de felicidad y de miseria, de libertad y satisfacción y de esclavitud y tortura, hasta llegar a unos últimos años confusos, donde la pasión y el cariño se mezclaban con el dolor de la mentira y la duda. Está

cansada, harta de tanto esconderse, de tanto ocultar, de tanto engañar. De pronto, siente que no puede fingir más. Hasta aquí. Hasta aquí. Dejará de mentir y de nuevo, aun en la más cruel de las desazones, volverá a ser, tan siquiera por unos instantes, libre. Total y completamente libre.

- ¡Cayo Lelio, deja de una vez a ese hombre! -dijo Netikerty, la esclava, como si ya no fuera esclava.

Lelio se detuvo. La espada quedó a un palmo del pecho del atriense. El oficial se detuvo no tanto por las palabras sino por el tono de las mismas y por el imperativo. Era una esclava la que se dirigía así a él, una esclava la que osaba darle una orden y en presencia de los lictores del cónsul.

- Ese hombre no es quien ha tracionado al cónsul, ni tampoco ninguno de los otros esclavos de esta casa. Aquí no hay más espías que yo. Yo soy la que paso información desde que me compraste en la villa de Quinto Fabio Máximo y es a él a quien envío los mensajes: lo hago a través de enviados que me buscan en los mercados de las ciudades en las que hemos vivido, en Roma, en Tarraco, en Cartago Nova y si no a través de algún legionario que me aborda en los campamentos durante las campañas militares de los veranos en Hispania. Mi primer mensaje fue… sobre cómo buscabas un día fasto para partir hacia Hispania -Lelio recordó entonces las preguntas de Netikerty acerca del calendario romano; entonces pensó qué bien se sentía al responder a aquella joven esclava-, y mi último mensaje fue el que informó a Máximo sobre la posible ayuda del cónsul para liberar a Nevio a petición de Plauto. Para Lelio el mundo se detuvo en aquel momento. Era como si no hubiera un antes o un después. Eran tantos los detalles, todas las respuestas a cada una de sus preguntas sobre la traición, que Lelio no tuvo dudas de que Netikerty decía la verdad. Lelio dejó

libre al atriense. El esclavo gateó hasta tomar a su hijo y abrazarlo y acurrucarse con él junto a la pared. Los lictores les miraron pero esperaban alguna instrucción de Cayo Lelio. Éste, no obstante, estaba de pie, sus ojos clavados en Netikerty. No decía nada. No sabía qué decir. Desde Roma. Todo este tiempo. Desde que la compró. Pero ¿por qué?

Sólo había quedado esa pregunta por responder, pero qué importaba ya aquello. La joven esclava a la que había estado protegiendo desde hacía años y con la que yacía todas las noches, la que le cuidaba las heridas, la que le acariciaba, la que le vestía y lo desnudaba, la que se movía como una gata en la cama, la que le escuchaba, la que había pensado en manumitir, convertir en liberta, incluso en desposarse con ella. Aquella misma mujer era la que le había estado traicionando día a día, noche a noche, caricia a caricia. Todo falso. Todo mentira. Qué importaban los motivos. Nada podía justificar aquella traición para con él y, aun si eso se pudiera justificar, no era lo más grave. Lo peor era la traición al cónsul, la deslealtad completa hacia Publio. Había jurado cuidar, velar por Publio Cornelio Escipión y era él el que había traído consigo la traición, el espionaje, la mentira al mismo corazón de la familia Cornelia, en Hispania, en Roma y ahora en Sicilia. Y todo por su debilidad con las mujeres. Y el vino. Netikerty siempre le servía vino. Sabía que Publio pensaba que últimamente bebía más y ahora se daba cuenta de que era Netikerty la que promovía aquello. Lo había estado haciendo desde el primer día. Y las noches en vela haciendo el amor. Luego se sentía cansado. Decía cosas inadecuadas, como en Baecula. Entonces llegó el distanciamiento de Publio, y cómo el general le alejó

de las campañas hispanas durante un año, trayendo a Lucio, su hermano, y a Silano para sustituirle como tribuno. Todo encajaba en su mente. Netikerty daba pasos hacia atrás aunque Lelio permanecía inmóvil, como un estandarte romano clavado en la tierra de aquel atrio. Nadie decía nada. El niño sollozaba en la esquina junto a su padre ensangrentado. Los lictores aguardaban una orden, una señal. Lelio giró despacio su cabeza hacia la derecha y encontró lo que buscaba. Los tnclinia, dos, dispuestos junto al implu- vium. Fue hacia ellos y se sentó en el extemo final de uno de ellos, el más próximo. Netikerty siguió retrocediendo hasta que su espalda chocó contra la pared del atrio. Allí se detuvo. Sabía que iba a morir. Su traición era completa y la mirada funesta de Lelio no presagiaba nada más, ningún otro desenlace posible. Netikerty pensó en dar explicaciones, pero sabía que su mentira estaba más allá de toda justificación para aquel hombre. No le culpaba. No podía permitir que Lelio matara a un inocente delante de sus ojos y ante los ojos de un niño pequeño y no podía impedirlo sin decir ya toda la verdad. En cierto modo, se sentía aliviada. La espada de Lelio sería rápida. O quizá fuera el hacha de uno de los guardianes que estaban allí detenidos como pasmarotes, aturdidos y confusos. Sólo ella y Lelio comprendían todo lo que se estaba descubriendo. Asistían como espectadores incultos, desinformados. Vigías ciegos pero obedientes. La voz de Lelio llegó como si viniera del mundo de Caronte, donde los romanos decían que viajaban sus muertos.

- No te puedo matar porque debo entregarte viva al cónsul de Roma, pero para mí estás muerta. Muerta. Muerta. -Y dirigiéndose a los lictores añadió la orden que tanto esperaban-. Prendedla, pero no la dañéis… de momento. El cónsul debe hablar con ella. Quedaos aquí y guardad el orden.

Lelio se levantó y, como Netikerty más temía, sin mirarla, partió de aquella casa. Dos de los legionarios de la guardia del cónsul la tomaron por los hombros y la obligaron a arrodillarse en la esquina. Uno le escupió y otro estuvo a punto de darle un puntapié, pero recordó las instrucciones de Cayo Lelio y se contuvo. Netikerty sabía que aquello era sólo el principio.

En la calle Lelio caminaba con pesadez. Tenía que ir a los muelles, buscar a Publio y decirle que ya sabía quién era el traidor, la traidora. Había cumplido su misión. Por una vez. Por una vez. Sonrió con una mueca retorcida. Miraba al suelo. Las calles de Siracusa no tenían nada que pudiera interesarle. ¿Qué haría ahora Publio con él? Él, Lelio, siempre empeñado en seguirle para cumplir con el juramento que había hecho al padre de Publio. Mejor le habría ido al joven cónsul sin su ayuda estos últimos años. Imbécil. Engañado por una esclava, por una puta. Estúpido. Sintió arcadas. Se detuvo y se apoyó en una equina. Su estómago se contrajo y vomitó dos, tres, cuatro veces. Puso una rodilla en tierra. Escupió en el suelo. Una última arcada. Bilis. Cerró los ojos. Se sintió mejor. Mejor en su cuerpo. Igual de mal en su alma. Algunos viandantes le miraban curiosos pero al ver su uniforme militar de alto oficial romano ninguno se atrevía a preguntar nada. No era extraño ver a un legionario o a uno de sus oficiales vomitando por la calle después de una noche de permiso y juerga. Lelio sabía lo que todos pensaban de él. Ojalá tuvieran razón. Ojalá sólo fuera una resaca. Ojalá todo fuera una maldita pesadilla.

63 El corazón de Netikerty

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Las sombras resbalaban nerviosas por las paredes y el suelo del atrio. El cielo nocturno estaba despejado. Las antorchas chisporroteaban en las paredes. El agua del implu- vium reflejaba en su quietud las estrellas del firmamento. Publio Cornelio Escipión estaba sentado frente a Netikerty, quien de rodillas esperaba el dictamen final, su sentencia de muerte. Cayo Lelio, detrás de la joven esclava, con aire taciturno y rostro pálido entre las sombras de la noche, era una figura pavorosa en su tristeza. En cada esquina del atrio un lictor presenciaba la escena sin interferir, discretos, expectantes, atentos. El resto estaba apostado en el vestíbulo y la puerta de la domus del cónsul de Roma en Siracusa. Publio ya había sido puesto en antecedentes por un derrotado Lelio en los muelles del puerto. El ascenso fue una lenta y pesada caminata hacia la colina en donde se levantaba su residencia en medio de la Isla Ortygia.

- ¿Así que eres tú la que ha estado pasando información a Máximo? -preguntó Publio, sentado en una sólida cathedra, sin más preámbulos, sin que aquello fuera una pregunta sino más bien un acusación, un juicio y casi una sentencia. Netikerty respondió con la serenidad de los que se saben muertos. Estaba muerta ya para la persona que más había amado; qué importaba ya lo demás. -Así es, mi señor y… -Pero no dijo más.

- No, no, habla, quiero saber, es bueno saber -la animó Publio con cierto tono cínico-,

¿por qué cuando una esclava es tratada como una concubina, tratada casi como una matrona, por qué entonces ésta paga con la traición semejante trato? Es bueno saberlo. Lelio está demasiado aturdido y confuso para preguntarte, pero yo no. ¿Qué hay que pueda justificar tus acciones? ¿Qué puede haber que haga que te aparte de la tortura y la muerte en la cruz?

Netikerty levantó la cara y miró al cónsul de Roma directamente a los ojos.

- Sé que para vosotros nada hay que justifique una traición como la mía, pero Fabio Máximo tiene a mis dos hermanas pequeñas. Nos ha maltratado siempre, a las tres, desde que nos confiscó como botín de guerra cuando nos capturó en un barco de piratas de Iliria que nos había apresado unas semanas antes. Los piratas nos secuestraron en las costas de Alejandría y nos llevaban para vendernos a los ligures cuando Máximo les atacó en la costa gala con sus legiones. Pero eso ya no importa. Lo sé. Lo importante, para mí, es que él retiene a mis hermanas. -Netikerty detuvo aquí su relato, pero al ver interés en los ojos del cónsul prosiguió sin dilación. Las palabras brotaron con facilidad. Llevaban demasiados años escondidas en las profundidades de su corazón, atormentándola. Hablar era liberarse. Morir limpia la animaba-. Todo ha sido idea suya, de Fabio Máximo. Un plan que me he visto obligada a seguir al pie de la letra a riesgo de que la vida de mis hermanas se convirtiera en algo peor que la muerte. Tenía que atraer la atención de Cayo Lelio cuando éste fue llamado por Máximo a Roma. Por eso me herí ante él. Máximo me había instruido sobre el carácter noble de Cayo Lelio y se acordó que me heriría para llamar su atención. Al principio pareció que no funcionó, pero al final resultó y Lelio quiso comprarme. Máximo fingió no querer venderme al principio y enfadarse, pero mi venta a Lelio era lo que buscaba. Fingía no querer venderme para no levantar sospechas. Desde entonces mi misión era triple: primero enviar mensajes a Roma, a Máximo, sobre ias acciones que llevabais a cabo, mensajes no filtrados por el cónsul, mi señor; después debía intentar alejar, distanciar a Lelio de tu afecto, mi señor; por eso nunca le dije que quisisteis disculparos y reconciliaros con él después de vuestra disputa en Baecula; sé que eso le ha estado, os ha estado corroyendo a ambos; tenía que alimentar esa distancia de modo que cada vez confiarais menos en Lelio o le confiaseis misiones de menor importancia; ahora, aunque me desprecio por ello, sé que conseguí gran parte de esa misión. A cambio, los mensajeros de Máximo, siempre alguien distinto, en lugares siempre diferentes, me confirmaban por carta que guardaba la salud de mis hermanas y que no las maltrataba. Sé que puede mentirme, pero sé que si fallaba en mis misiones las torturaría de forma horrorosa. Por eso, por ellas, me he visto obligada a traicionar al único hombre que me ha tratado como una mujer amada desde que caí en la esclavitud, incluso desde antes de ser esclava. De él, de Lelio, sólo he conocido afecto y cariño y cada día me he visto obligada a alejarlo del mejor de sus amigos y a traicionarle a él y al cónsul, mi señor, transmitiendo a vuestro peor enemigo en Roma todos vuestros pensamientos y planes; al menos, de todo aquello de lo que he podido enterarme. Y

quería enterarme de cuantas más cosas mejor, pues pensaba que cuanta más información pasara a Máximo, más valiosa sería mi persona para él y, en cierta medida, más valiosas mis hermanas como forma de tenerme atrapada en su trama de mentira y traición. He cumplido las misiones con toda mi alma y he amado con todo mi ser a Cayo Lelio. Y

del cónsul de Roma aquí presente y que me ha de juzgar y de su esposa sólo he recibido atenciones y aprecio, pese a no ser más que una esclava. A todos os he pagado con la mentira, y habría seguido haciéndolo, pero cuando he visto que Lelio iba a matar con su espada a un inocente por mis faltas no he podido resistirlo más, o quizá ya no podía resistir más tanta mentira entre personas que me tenían afecto y que se tenían afecto sincero entre ellas y que por mí y mis acciones torcidas se alejaban el uno del otro. Sé que voy a morir, pero espero que Máximo vea en mi muerte que le he servido bien hasta el final y que preserve la vida de mis hermanas en pago a mis servicios. No he podido hacer más, no he podido hacer más. Rezo a Serapis e Isis y todos los dioses de Egipto por ellas.

Netikerty se dobló entonces y, de rodillas, postrada en el suelo, ante un Publio Cornelio Escipión serio y un Cayo Lelio boquiabierto y absorto, lloró amargamente un llanto contenido durante días, meses, años.

Pasó un largo minuto de sombras temblorosas y antorchas humeantes bajo las estrellas del cielo de Siracusa. Publio Cornelio Escipión, inclinándose un poco sobre la cathedra, lanzó una pregunta que Netikerty esperó no tener que responder nunca.

- Has dicho que Máximo te dio tres misones, pero sólo me has hablado de dos: mensajes a Roma y distanciar a Lelio de mí; ¿cuál era entonces la tercera misión?

Netikerty no despegaba el rostro del suelo y continuaba llorando. ¿Qué más podía hacer? Pero el cónsul puso palabras a sus lágrimas con una clarividencia que traspasó el alma de la joven esclava.

- Tu tercera misión era matarme, ¿verdad? -Netikerty dejó de llorar-. No, no hace falta que digas nada. -Netikerty había alzado su rostro cubierto de llanto amargo y miraba al cónsul con sorpresa-. Ésa era tu tercera misión: matarme si ello era posible. Por eso, por eso soñé yo con un cuchillo en mis delirios de Cartago Nova, cuando estaba con aquellas terribles fiebres. No soñaba. Eras tú. Estuviste a punto de hacerlo, a punto de matarme. Lo intentaste, pero por algún motivo, por alguna razón, desististe, o no pudiste…

Lelio se sintió morir. ¿Hasta dónde había traído miseria? Él personalmente insistió en que fuera Netikerty la que cuidara a Publio en su enfermedad, cuando ella insistía en que fuera otra persona. Ella misma intentaba evitar el mayor de los peligros, ella no quería esa oportunidad y fue él con su obcecación el que prácticamente le puso el puñal en sus manos, el que le dio el momento, la oportunidad, el permiso para tener un cuchillo junto al cónsul, pese a las dudas de los propios lictores.

- Y no lo hiciste -repitió una vez más Publio Cornelio Escipión reclinándose en la espaciosa cathedra-. No lo hiciste. Tuviste ese momento y no lo hiciste. Me cuidaste. Me curé. Y seguiste como antes. No lo hiciste.

- No pude, mi señor -dijo al fin la joven esclava con la voz quebrantada por su llanto-. Nunca he matado a nadie y no pude hacerlo así, con frialdad. Estabais indefenso, enfermo. No pude. No supe. Y pensé en que Máximo no tenía por qué enterarse de mi falta en esa misión. No lo sabría nunca. Eso me contuvo, creo.

- No, Netikerty, eso y algo más. Máximo, en toda su inteligencia, olvidó un detalle, un pequeño detalle: olvidó algo sobre lo que mi mente siempre vuelve una y otra vez cuando te veo. Máximo olvidó o, peor aún para él, menospreció lo que significa tu nombre. En Egipto todos los nombres tienen un significado y es un significado que acompaña a cada persona durante toda su vida. Tú lo has demostrado ahora con tus plegarias por tus hermanas, eres una persona religiosa. De forma consciente o inconsciente no podías ir contra tu nombre, contra tu ser, contra tu alma. Tu nombre es lo que te ata a tu país, a tus padres, a tus antepasados. Tu nombre impedía que me mataras, como tú dices, a un hombre enfermo, desvalido. Hasta ahí no podías llegar. Tu nombre te detuvo. Y Publio sonrió entre un suspiro-. Y Máximo no reparó en ello -concluyó, y volvió a suspirar ahora ya con la sonrisa borrada-. Ahora sólo resta decidir qué hacer contigo…

qué hacer contigo…

El cónsul de Roma miró a uno de los lictores. Esto fue suficiente. El lictor asintió en señal de reconocimiento y salió de su esquina y se encaminó hacia el vestíbulo. El resto de los guardias hizo lo mismo. Publio Cornelio Escipión, Cayo Lelio y Netikerty se quedaron a solas, al abrigo de las estrellas, arropados por las sombras que proyectaban las antorchas del atrio. Ninguno hablaba. Lelio estaba desolado. Se sentía traidor y traicionado a un tiempo: una mezcla terrible para cualquiera. Había sido traidor a quien más apreciaba, a Publio, al que había jurado proteger siempre, a su amigo, a su mejor amigo, y había sido traicionado por Netikerty, a quien amaba, a quien protegía, a quien quería haber protegido toda la vida, manumitirla, incluso, por qué no, desposarse con ella. Ahora todo estaba destruido, aniquilado. No había salida digna. Era el final de su mundo, el final de su mejor amistad con uno, no, con el hombre más valiente que nunca había conocido, y también el más inteligente. Y era el final de su pasión por aquella esclava. Estaba, de súbito, arrolladoramente solo. Netikerty había dejado de llorar. Su pesadumbre estaba ya más allá de donde se vierten las lágrimas. Uno llora cuando siente la pena próxima; sus penas eran lejanas y duraderas. Lo único que había cambiado es que las había puesto al descubierto. Su sufrimiento era ahora visible para todos, pero sabía que los que la rodeaban en ese momento no tenían ojos para una visión tan profunda y que se limitarían a escrutar la superficie, allí

donde flotaba su traición y su mentira. Estaba sola y a punto de morir. Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, tenía ante sí el desmoronamiento de todos sus planes: el que debía protegerle, en quien más debía confiar, había traído consigo la traición a su lado, la mujer que debía sosegar el ánimo del que debía ser su gran amigo y guardián era la fuente de la traición y, mientras, su mayor enemigo en Roma, Quinto Fabio Máximo, que había urdido todo aquello, preparaba su ataque final para terminar con su gran proyecto de llevar la guerra a África: una embajada de senadores envenenados por las palabras de Máximo vendría en pocos días a valorar su capacidad para acometer la empresa en la que el Senado ya se había retractado en el pasado, al principio de aquella interminable guerra. ¿Qué quedaba por hacer? La aplicación de la ley romana le conducía hacia un callejón sin salida: Netikerty debía morir por traicionarle; Lelio acep-taría, incluso puede que de buen grado, la sentencia pero, a medio plazo, la muerte de la joven pesaría sobre su conciencia porque la amaba, eso era evidente por los cuatro costados. Lelio estaba enamorado de aquella esclava, aunque en ese momento sintiera despecho e ira, como era lógico. Tanta afectación en su reacción no hacía sino subrayar cuánto le había dolido que la traición viniera de ella y no de otra persona. Lelio estaba descompuesto y la esclava, aceptando su final de forma fría, casi asusente. Publio miraba a la joven: era una estatua oscura hermosa en medio de aquella noche donde tantas cosas terminaban. Entendía la pasión de Lelio. Y, a fin de cuentas, la muchacha no había hecho sino intentar proteger a sus hermanas. Era una causa noble por la que mentir, por la que traicionar. Una esclava no tiene más que su cuerpo y su inteligencia para sobrevivir y para luchar por los suyos. Netikerty era culpable de ser lo suficientemente inteligente, brillante en opinión de Publio, como para haber usado tanto su cuerpo como su pensamiento con maestría. Había conseguido dilapidar poco a poco la mutua confianza entre Lelio y él mismo, algo que habría sido una tarea imposible si se hubiera intentado acometer frontalmente, como hizo Máximo en Roma al ofrecerle dinero y apoyo político. Pero Máximo, oh, por todos los dioses, siempre Máximo, era astuto como un zorro y sabía de esa imposibilidad. La entrevista con Lelio se lo confirmó. Publio lo veía todo ahora de forma nítida. A sabiendas de esa dificultad, de que romper esa ligazón entre Lelio y él era imposible, había preparado un plan alternativo sutil usando a Netikerty. Y

ya sabía Máximo lo inteligente que era aquella muchacha y hasta dónde podría llegar:

«Amistad destrozada entre generales que Máximo desea hundir y todo tipo de valiosa información.» Un excelente botín. Sólo en el final, en la posibilidad de que Netikerty le hubiera dado muerte, sólo allí erró Máximo. Hasta allí no llegó. En cualquier caso era una gran victoria para el princeps senatus. Y, sin embargo… allí, en medio de la zozobra completa, Publio encontró espacio para una sonrisa en la que ni Lelio ni Netikerty repararon, aturdidos como estaban por sus propios pensamientos. Sí, pensó Publio. Al menos había habido un fallo en el perfecto plan de Máximo: Netikerty no le mató cuando tuvo la ocasión y ahora él, Publio Cornelio Escipión, seguía vivo. Ése era el único fallo del plan, pero era un fallo inmenso, descomunal. Estaba vivo. Podía pensar. Podía cambiar las cosas, el curso de los acontecimientos, como hizo al salvar a su padre en Tesino contra toda posibilidad de victoria, como cuando luchó por ser elegido para mandar las legiones en Hispania pese a que su juventud lo hacía imposible, como cuando conquistó

Cartago Nova en seis días aunque aquello era imposible, como cuando derrotó a todos los ejércitos púnicos en aquel territorio, uno tras otro, uno tras otro, siempre cambiando el curso de la historia, siempre modificándola, con sus ideas, con sus esfuerzos, con su fe en sí mismo. Y como en aquellas ocasiones, no tenía nada más, y nada menos, que a sí mismo… y a sus amigos… y a Emilia… y a Lelio. Lelio era recuperable. Era recuperable, pero no matando a Netikerty. Ése era el camino que Máximo desearía que cogiera si alguna vez la muchacha era descubierta, y si algo no debía hacer era aquello que Máximo deseara. No. Publio se levantó y empezó a pasear por el atrio ante la mirada sorprendida de Netikerty y Lelio, que le observaban sin decir nada. El cónsul cruzaba de un extremo a otro, pasando junto al impluvium con sus ojos en el suelo. Publio meditaba con intensidad. Se detuvo. Cerró los ojos. Empezó a asentir despacio. Luego más rápidamente. Una, dos, tres veces, cabeceando con decisión. Levantó la cabeza, abrió los ojos y miró a las estrellas del cielo.

- Así tendrá que hacerse, así -dijo, sin levantar la voz, pero con una seguridad en la que Lelio vio la sentencia de muerte de Netikerty y se sorprendió al sentir un dolor agudo en su vientre y desprecio de sí mismo por sentir semejante sentimiento. Netikerty, por su parte, se preparó para escuchar la sentencia del cónsul. Pensó que, más allá de la mentira y la traición, hubo momentos en los que fue muy feliz con Lelio. Quitando los años de esclavitud bajo la tortuosa mano de Máximo, su vida había sido bastante buena. Sólo le quedaba un sufrimiento angustioso por sus hermanas. Ojalá una o las dos pudieran alguna vez disfrutar aunque sólo fuera de la mitad de la felicidad que ella había vivido al lado de aquel rudo oficial de los ejércitos de Roma. Pero Netikerty y Lelio no tuvieron más tiempo para pensar, pues Publio, tomando de nuevo asiento en su catbedra frente a ambos, empezó a explicar qué iban a hacer a partir de esa noche.

- Lo he pensado bien y creo que he encontrado una solución para salir todos adelante después de esta horrible noche, con la ayuda de todos los dioses, de los nuestros y de los tuyos -dijo mirando a Netikerty-• Necesitaremos de tanta ayuda que no desdeño lo que Serapis o Isis puedan hacer. Además, Netikerty, Isis es una diosa que en vuestra creencia es capaz de cambiar el destino, ¿no es así?

Netikerty no sabía qué decir. Había esperado cualquier cosa menos un debate sobre religión; además, estaba estupefacta por el enorme conocimiento de aquel cónsul romano por las cosas de su país: primero sabía el significado de su nombre y lo que eso implicaba y luego sabía de las atribuciones de Isis.

- Sí, así es, mi señor.

- Bien. Nos vendrá bien esa ayuda, pues nosotros los romanos, como los griegos, no creemos que el destino, elfatum, pueda cambiarse, ni siquiera por los dioses, así que esa ayuda extra nos vendrá bien. Esta noche -y aquí miró a Lelio-; esta noche no ha existido, Lelio. Esta noche no nos hemos visto, no hemos hablado. Aquí no hay traidores ni traición. No hay condena para nadie. Mañana todo seguirá igual. Tú y Netikerty vendréis por la tarde a cenar, como tantas otras tardes, y celebraremos una comida agradable, y hablaremos de esta guerra y de teatro y de política y de África. Viene una embajada del Senado. Bien: hablaremos mañana, Lelio, de cómo prepararlo todo. Sé qué haremos: prepararemos unas maniobras, las mejores maniobras que nunca antes haya visto una embajada del Senado, pero eso, como he dicho, lo hablaremos mañana. Y Netikerty -y ahora miró a la joven esclava que permanecía boquiabierta-, te voy a explicar lo que vas a hacer tú. Cada vez que pases un mensaje a Roma, a Máximo, me lo dirás primero y yo confirmaré punto por punto lo que puedes o no decir en cada mensaje. Dicho de otra forma: seguirás suministrando información, como si todo siguiera igual y continuaras trabajando para Máximo, pero esta vez seremos nosotros los que te diremos qué decirle exactamente. Y eso será lo que harás porque hay algo en lo que no has pensado pero que yo te voy a aclarar. ¿Qué crees que hará Fabio Máximo si se entera de que te hemos descubierto, qué crees que hará con tus hermanas? ¿Crees que las cuidará, que no las maltratará? Por todos los dioses romanos y egipcios, muchacha loca, piensa bien: tú has estado años bajo el servicio, en la esclavitud de Máximo: el viejo cerdo las matará, por despecho, por ira, porque se habrá cansado de ellas y ya no le son útiles al no poder usarlas como rehenes para mantenerte bajo su poder. No, sacrificarte por ellas, como pensabas hacer, es un sacrificio sin sentido, pues morirán en cuanto las noticias de tu propia muerte lleguen a Roma y más cuando Máximo sepa que te hemos matado porque supimos de tu espionaje y de tus servicios para con él. Máximo querrá borrar todo recuerdo de ti, toda posible prueba de su traidora estrategia. ¿Qué hizo acaso con los brucios que le ayudaron a reconquistar Tarento? Dime, Netikerty, tú que viviste en su casa, ¿qué

ha sido de todos aquellos brucios que le abrieron las puertas de Tarento, que tanto le ayudaron?

- Todos… todos están muertos -respondió la joven con la mirada gélida al percatarse de la realidad que el cónsul le estaba descubriendo. Se había vendido para salvar a otro esclavo que iba a morir por ser confundido por ella, por su traición, pero había condenado a sus hermanas y a ella misma.

- Pero hay una solución, Netikerty -continuó el cónsul-, si ahora continúas igual que antes, todo seguirá igual: Máximo seguirá preservando la vida de tus hermanas; yo, con la ayuda de Lelio, prepararé todo lo necesario para resolver la visita de la embajada de Roma e invadiremos África y, no sé aún cómo, pero o moriremos todos allí o acabaremos de una vez con esta guerra y, si consigo esto, te prometo que al volver a Roma compraremos a tus hermanas y las pondremos bajo la protección de Lelio o las liberaremos, lo que desees. Sólo tienes que hacer como si trabajaras para Máximo, pero en realidad lo harás ahora para mí. Y trabajando para mí no creo que tus sentimientos estén en una lucha tan dolorosa, pues ya no tendrás que continuar traicionándome a mí, que es lo mismo que traicionar a Lelio. Entre vosotros no puedo meterme. Es cosa vuestra -dijo mirando un instante a Lelio y enseguida volviendo sobre Netikerty-. Eso es algo que tienes que resolver con Lelio, pero ahora necesito que me confirmes que entiendes todo lo que he dicho y que veas que lo que te planteo es lo correcto, lo mejor, lo bueno. Netikerty, sé fiel a tu nombre y únete a mí como Lelio. Es la única forma de salvarte, de salvar a tus hermanas, de salvarnos a todos. Lelio miró a Netikerty. El cónsul mantenía su mirada también sobre la muchacha. La esclava, arrodillada entre ambos bajó la cabeza. Las antorchas chisporrotearon unos segundos. La madrugada refrescaba. Unas nubes cruzaron el cielo conducidas por Eolo. El aire levantó suaves curvas en el agua remansada del impluvium. Netikerty alzó la cabeza y miró al cónsul a los ojos. Algo inesperado en una esclava, algo que al cónsul no le importaba en aquella noche donde la frontera entre un esclavo y un cónsul era difusa en el complejo concierto de los acontecimientos humanos.

- Entiendo todo lo que me dices, mi señor, y entiendo que ayudarte es la forma de ayudarme a mí misma y a mis hermanas. Eres un hombre tan extraño como poderoso. Ahora entiendo el aprecio que Cayo Lelio tiene al cónsul, mi señor. Nadie he visto que pueda ver las cosas de un modo tan diferente y que así consiga que, donde todo parecía terminado, todo pueda volver a empezar. Enviaré los mensajes que Lelio me indique, según sean tus órdenes.

Y se plegó, postrándose por completo ante el cónsul de Roma. La joven había pensado añadir algo sobre que deseaba reconciliarse con Lelio, su protector, pero comprendió, sabiamente, que aquel no era el lugar ni el momento. Lelio, su Lelio, no era un hombre con el intelecto de aquel cónsul. Lelio necesitaría de tiempo, pero si de algo dispondría ahora nuevamente era de tiempo: una prórroga, un tiempo regalado por aquel hombre, por Publio Cornelio Escipión. No le extrañó nada que el todopoderoso Fabio Máximo temiera a aquel joven cónsul de Roma. Netikerty comprendió que su vida estaba condenada a transcurrir entre el pulso de dos mentes prodigiosas. Rogó en silencio, allí arrodillada, que Isis, tal y como decía el cónsul, se aliara con ellos para cambiar lo que hasta hace un momento parecía inexorable: que la empresa de la conquista de África no se pusiese en marcha y si se ponía en funcionamiento que fracasara y que Lelio la repudiara. Ahora todo eso podría ser distinto. Debía ser distinto. Y rezó, rezó, rezó:

«Oh, Isis, todopoderosa, derrota al eimarmené, el destino de los hombres, y que el eimarmené, como en tantas otras ocasiones, te obedezca y sea él el que se pliegue a tus designios al amparo de mis oraciones.»

Cuando se levantó, Netikerty se vio custodiada por dos legionarios que la acompañaron fuera de la domus del cónsul. Lelio había ordenado que la condujeran de regreso a su morada, mientras él se quedaba a recibir las órdenes del cónsul.

- Mañana prepararemos todo el asunto de la embajada -comentó Publio llevándose una mano a la frente-. Ahora estoy demasiado agotado para ello. Debo descansar, pero ocúpate de decirle a mi atriense que si lo desea le manumitiremos, y también a su hijo y a la esclava que sea su madre. Siempre nos han servido con lealtad y no se la hemos pa-gado bien. Es justo que reciban una compensación. ¿Te ocuparás de ello, Lelio? -Terminó sin mirarle, con el rostro oculto tras su mano; parecía que fuera a caer en manos del sueño en cualquier momento, allí mismo, sentado en aquella cathedra.

- Me ocuparé de ello, por supuesto -respondió Lelio-, y añadiré una bolsa de oro de mi parte y le diré algo que nunca creí que diría a un esclavo.

- ¿Y qué es eso, si puede saberse? -inquirió el cónsul con curiosidad quitándose la mano del rostro y mirando de nuevo a Lelio. -Le diré que tiene un hijo valiente. Publio asintió un par de veces. Lelio sonrió un poco, aunque enseguida su rostro volvió a tornarse triste. La traición de Netikerty era una herida demasiado profunda para cicatrizar con tan poco tiempo. Lelio iba a marcharse, pero una pregunta le hervía aún en su mente. No sabía si era el momento adecuado, pero su curiosidad le pudo y, antes de marchar, decidió preguntar al cónsul.

- Mi general…

- ¿Sí…?

- ¿Qué significa el nombre de Netikerty?

- Ah… -Publio no esperaba esa pregunta, no al menos en ese momento, pero no importaba. Sonrió con una satisfacción dulce que le recordaba que habían infligido una derrota al princeps senatus en la compleja trama de intrigas que Máximo urdía contra ellos-. Con frecuencia los egipcios ponen nombres a sus hijas que subrayan su belleza, empezando muchos de ellos por la expresión nefer y viendo lo hermosa que es tu esclava, bien podrían haber hecho lo mismo, pero por alguna razón que desconocemos, sus padres la llamaron Netikerty, que significa «la que es excelente, la que hace lo correcto, la que es buena». Máximo no debe conceder importancia al significado de los nombres extranjeros, pero los egipcios sí la conceden, para nuestra fortuna, los egipcios piensan que los nombres de cada uno son como son por algo y sienten que deben honrar ese significado. Para nuestra fortuna, Lelio, para nuestra fortuna.

64 La embajada del Senado

Siracusa, finales de otoño del 205 a.C.

La quinquerreme romana navegaba de norte a sur en paralelo a las inaccesibles murallas de la Achradina de Siracusa, las mismas que el cónsul Marcelo tardase años en conquistar. Ante la próxima visión de aquellos muros que se alzaban una decena de metros sobre el mar, hundiendo sus antiquísimos cimientos entre la roca sumergida bajo las aguas oscilantes, el pretor Marco Pomponio, que encabezaba aquella comitiva, los diez legati del Senado, el edil que los acompañaba y los dos tribunos de la plebe, se admiraban aún más de la gran conquista de Marcelo. Todos sabían además que esas murallas fueron protegidas por las extrañas y temibles invenciones del ingeniero Arquímedes y por las mentes de los embajadores romanos pasaban los relatos entonces increíbles de gigantescas quinquerremes romanas volando por los aires al ser ensartadas por enormes ganchos que pendían de poleas ciclópeas que los defensores de la sitiada Siracusa usaban para izar a los grandes barcos de guerra romanos. Admirados como estaban por el espectáculo de aquellas defensas y las historias de hazañas memorables que les traía a la memoria, no vieron cómo una pequeña trirreme se acercaba por estribor, algo en lo que sí repararon el piloto y el capitán de la embarcación en la que navegaban. Fue el ca-pitán el que escuchó las instrucciones de un centurión enviado por el propio Publio Cornelio Escipión. El capitán asintió y la trirreme se alejó. El oficial al mando de la nave fue a comunicar a Marco Pomponio las órdenes recibidas. Se sentía orgulloso, pues traía una comitiva lo suficientemente importante como para que el propio Escipión enviara un centurión con una trirreme para darles instrucciones sobre cómo y dónde atracar el barco. Y es que, si bien los senadores de la embajada venían predispuestos a condenar las activides de Escipión en Sicilia y su intervención en Locri, para la mayoría de los oficiales de las legiones y la marina de Roma, así como para la totalidad de los legionarios, Publio Cornelio Escipión no era alguien a quien se debiera condenar, sino alguien merecedor de la mayor de las admiraciones: era un general que había derrotado a los cartagineses en repetidas batallas en Hispania, que los había sacado de la península ibérica y que había conquistado infinidad de ciudades en aquella región, empezando por la inexpugnable Cartago Nova, la capital púnica en aquel país; y no sólo eso, sino que era el único general que insistía una y otra vez en querer llevar la guerra a África y así devolver con la misma moneda los ataques y miserias que Aníbal diseminaba por Italia. Por eso el capitán no dudó en aceptar las instrucciones remitidas por el propio Escipión; se sentía honrado: era como estar a sus órdenes, algo que muchos querían pero que el Senado no permitía; sólo le habían dejado el mando de las «legiones malditas» y de voluntarios que no estuvieran enrolados en el ejército. El capitán llegó junto al pretor Marco Pomponio, que continuaba distraído, admirando las murallas de la Achradina. -Salve, pretor Marco Pomponio.

El pretor se giró, un poco molesto por verse interrumpido en su observación de las murallas. El capitán transmitió el mensaje sin buscar una disculpa.

- Nos han dado instrucciones de atracar en el Puerto Pequeño de la ciudad. Es el más próximo y nos ahorramos rodear la Isla Ortygia.

- ¿Ordenado? -preguntó el pretor indignado, mirando al resto de los legados y enviados de la embajada.

- Bueno, pretor, son las órdenes que he recibido de un centurión remitido por el propio Publio Cornelio Escipión. Supongo que si el cónsul está al mando de Sicilia deberíamos seguir esas instrucciones. El pretor no se sintió satisfecho con aquella precisión.

- Precisamente esta embajada viene a decidir si el cónsul debe seguir con su magistratura o si, como es muy probable, debe ser depuesto de su poder y enviado a Roma a responder de su cuestionable forma de actuar. Yo digo que debemos atracar en el Portas Magnas, que es la categoría que merece esta embajada. Cualquier otra cosa es inaceptable. El capitán quedó confundido. No sabía qué hacer. Miró a su alrededor, buscando entre los diferentes miembros de la embajada alguien que le aclarara qué era lo correcto. Detestaba a aquel pretor aunque debía seguir sus órdenes, pero, por otro lado, estaban en la bahía de Siracusa y se debía a las órdenes del cónsul que gobernaba Sicilia, al mando de la isla al menos por el momento. Marco Claudio, uno de los dos tribunos de la plebe, se apiadó del confundido capitán.

- Comparto la opinión del pretor -empezó dirigiéndose a Marco Pomponio y consiguiendo el asentimiento de reconocimiento del mismo-, pero, por otro lado, el cónsul Publio Cornelio Escipión sigue al mando y creo que hasta que la embajada no evalúe el actual estado de cosas, debemos, incluso aunque nos parezcan inadecuadas, seguir las órdenes del cónsul. Quizás haya algún motivo por el que el cónsul considere mejor para nuestra comitiva atracar en el Puerto Pequeño de la ciudad.

- Humillarnos, eso es todo lo que Escipión persigue -respondió con desprecio Marco Pomponio.

- No lo creo, y aun así -insistió Marco Claudio-reitero mi opinión.

- Yo confirmo la visión de mi colega -añadió Marco Cincio, el otro tribuno de la plebe. El resto de los legad y el edil callaron. Todos sabían de la capacidad de veto que los tribunos de la plebe tenían y Marco Pomponio cedió con desgana. A fin de cuentas qué

importaba dónde atracar el barco y no quería incomodar a los tribunos, sino ganarlos para su causa, para la causa de Roma, como le dijo Fabio Máximo antes de salir en aquella misión: deponer a Escipión de su cargo de cónsul y detener la locura de la invasión de África, donde sólo se iban a perder hombres y recursos que Roma necesitaba para la guerra en Italia contra Aníbal. Pomponio asintió y se volvió para fingir que continuaba admirando las impresionates murallas de la Achradina, mientras que con su mente repasaba todo lo acontecido desde que habían partido de Roma, en especial la llegada a Locri y el desastroso estado en el que encontraron la ciudad, la forma en que tuvieron que detener a Pleminio, recurriendo a la fuerza de la legión que les acompañó hasta allí. Estaba claro que Escipión había sembrado cizaña por donde pasaba: Suero, Locri… y, no obstante, el capitán de su quinquerreme parecía admirar a aquel general. Máximo tenía razón al advertir del peligro que el joven cónsul suponía para el Estado. ¿Sería necesaria también la fuerza de las armas para deponer al joven Escipión de su cargo de cónsul?

Deberían haber venido acompañados por tropas; menos senadores y tribunos de la plebe y más tropas.

Por su parte, el capitán, ajeno a las disquisiciones de Pomponio y agradecido a la intervención de Marco Claudio, saludó, llevándose la mano al pecho, a los dos tribunos de la plebe por permitirle seguir con las órdenes enviadas por Escipión, y se dirigió hacia el timonel.

- ¡A estribor! ¡Y plegad velas! ¡Avanzaremos con los remeros! ¡Dirigios hacia el dique de entrada al Puerto Pequeño! ¡Entramos en Siracusa!

Publio Cornelio Escipión estaba de pie en medio de los muelles del Puerto Pequeño de la imponente Siracusa. A sus espaldas se encontraban sus oficiales de más confianza: Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Silano, Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio y Cayo Valerio. La quinquerreme con los embajadores acababa de echar amarras y la pasarela ya había sido dispuesta. Al minuto, los diez legati, los dos tribunos y el edil de Roma, todos ellos encabezados por la pomposa y gruesa figura del pretor Marco Pomponio, descendían por el puente de madera dispuesto para su paso a tierra. Publio se adelantó a sus oficiales y se puso al pie de la pasarela.

- Salve, pretor Marco Pomponio, tribunos, senadores y edil de Roma. Espero que los dioses os hayan proporcionado una travesía segura. ¿Deseáis descansar un poco y comer algo o preferís comenzar vuestra misión lo antes posible?

- Salve, salve -respondió Pomponio. Era ahora a él a quien le correspondía decidir. Tenía pensado acudir a los baños de la ciudad primero, poder así empaparse del ambiente de la ciudad, ver cómo se sentían los habitantes de Siracusa bajo el mando de aquel extraño y extranjerizado cónsul de Roma que, sin embargo, al menos, los había recibido vestido con la coraza militar propia de los generales romanos y armado con su espada, rodeado de sus oficiales y protegido por sus lictores. El caso es que, viendo al cónsul tan preparado, proponer cualquier cosa que no fuera empezar la misión parecería trivial. Pomponio no lo dudó, pese al cansancio que sus huesos doloridos debían soportar, obligados a cargar con un peso excesivo para su poco adiestramiento físico.

- Empecemos cuanto antes, cuanto antes, cónsul -respondió Pomponio con seguridad y cierta altanería-. Además, no creo que tardemos demasiado en evaluar vuestra capacidad o incapacidad para la misión que se os asignó: recuperar las legiones V y VI para el combate activo y preparar la invasión efectiva e inminente de África. Varios de los legati sonrieron profusamente. El edil permaneció serio y los tribunos ocultaron sus sentimientos, pero coincidieron con Pomponio en empezar de forma inmediata la evaluación para la que se habían desplazado.

- Sea, por Hércules -aceptó Publio, y volviéndose hacia sus oficiales añadió una simple instrucción a los embajadores-. Seguidme. El cónsul se adelantó con sus tribunos y centuriones y los embajadores le siguieron. Pomponio y los tribunos de la plebe que iban al principio de la comitiva de embajadores vieron cómo el cónsul impartía una rápida serie de órdenes a sus oficiales y cómo éstos asentían y, veloces, se desvanecían entre las calles de Siracusa, unos a pie, en dirección al Portas Magnus, hacia el suroeste y otros a caballo hacia el noroeste, en dirección al barrio que los ciudadanos de aquella urbe denominaban Neápolis. Por su parte, el general conducía a los embajadores por las calles de la Isla Ortygia y tanto senadores como tribunos como el edil de Roma no podían dejar de admirar los impresionantes templos, edificios y plazas por los que pasaban. Al parecer de Pomponio, el cónsul estaba dando un rodeo innecesario, pero el paseo por la ciudad le pareció igual de interesante que a sus compañeros, por lo que permaneció callado mientras cruzaban la gran Agora de Siracusa o cuando cruzaban por la ciudadela de Dionisio. Publio dirigía a aquel grupo de distinguidos mandatarios romanos con celeridad, sin darles respiro. Ése era su plan. No darles un momento de resuello. Eso entre otras cosas. Habían venido a evaluar su capacidad, pues lo harían, lo harían durante todo el día, sin detenerse. ¿Querían ver si estaba capacitado para dirigir una invasión? Bien, pues les daría todos los datos, toda la información. De hecho, Publio se sorprendió a sí mismo: estaba empezando a disfrutar. Para empezar, un paseo por la ciudad, esa ciudad que tanto subestimaban en Roma, la urbe de Siracusa. Una ciudad aún más antigua que Roma y que durante años dominó Sicilia y gran parte de las costas de su entorno. Una fortaleza y un puerto, no obstante, menospreciados porque no fueron conquistados por Máximo sino por Marcelo y, en consecuencia, de la misma forma que los aduladores de Fabio Máximo habían engrandecido la importancia de Tarento, que sí tomó Máximo, habían reducido la importancia militar y política de conquistar y dominar Siracusa. Por eso los llevaba por la ciudad en un primer paseo que pusiera a aquellos embajadores en situación. Dejaron la ciudadela de Dionisio y pasaron junto al templo de Artemisa hasta llegar al inmenso templo de Atenea donde, sin volverse, escuchó la exclamación de asombro de alguno de los senadores, petrificado, ante las elevadas y gruesas columnas jónicas sobre las que se levantaba aquella mole de piedra.

Aún estaban los embajadores sobrecogidos por la pesada silueta del templo de Atenea cuando al girar en una calle vieron ante sí la magnitud de la bahía del Portas Magnas de Siracusa, donde el cónsul no les había permitido atracar. Pero si antes era alguno de los senadores el que había exclamado de sorpresa ante el templo de Atenea, ahora era el propio Pomponio el que se quedó asombrado.

- ¡Por todos los dioses! -dijo, y calló.

Y es que ante los embajadores estaba el amplísimo Portas Magnas de la eterna Siracusa, reina de los mares durante siglos, completamente repleto de embarcaciones de todo tipo, de carga, de pesca y militares. Una infinidad de buques que resultaba incontable para los senadores y tribunos.

- Son cuatrocientos barcos de carga y cuarenta navios de guerra entre trirremes y quinquerremes -explicó Publio con confianza en sí mismo-. Son los que necesito para transportar a unos venticinco mil hombres más los pertrechos militares necesarios para la campaña y las provisiones para emprender las primeras acciones bélicas hasta que podamos reabastecernos de los propios recursos de África. Venid. Publio caminaba seguido por sus lictores y luego por los embajadores. Lelio, Terebelio y Cayo Valerio habían ido a caballo hacia el oeste de la ciudad, siguiendo sus instrucciones, mientras que Marcio, Mario, Silano y Sexto Digicio se habían adelantado a la comitiva para llegar al Portus Magnus con antelación. Digicio habría llegado el primero y partido en una veloz trirreme hacia mar abierto, tal y como habían planeado, mientras que Marcio Septimio, Silano y Mario Juvencio le esperaban a él y los embajadores junto a los muelles del Portus Magnus, justo allí donde se levantaban los enormes almacenes que los siracusanos habían utilizado durante años para abastecer su temible flota y que ahora usaba Publio como punto de partida de su próxima invasión a África. Publio esperó a que los embajadores llegaran adonde Marcio y Mario estaban, frente a uno de los grandes almacenes y, cuando el pretor y sus acompañantes alcanzaron aquel lugar, aún distraídos contemplando el mar cubierto de centenares de embarcaciones, admirando la mayor flota que nunca antes ninguno de ellos hubiera visto, ordenó a Marcio, Silano y Mario que abrieran las puertas de los graneros, no sin antes reclamar la atención de los distraídos senadores que no dejaban de mirar la bahía.

- Por favor, os ruego que examinéis estos graneros de los muelles para que podáis dar constancia a Roma de sus contenidos y de la capacidad que he tenido para reunir las suficientes provisiones para alimentar a venticinco mil hombres durante un mínimo de cuarenta y cinco días, que es el margen suficiente para poder establecerse en África y comenzar un reaprovisionamiento tomando alguna de las plazas fuertes o de las ciudades de la costa.

Marcio ordenó que un grupo de diez legionarios corriera los portones de madera que daban acceso a los graneros de los muelles. Ante los embajadores aparecieron decenas, centenares, miles de sacos de trigo apilados en unos almacenes que se extendían a lo largo de todo el Portus Magnus.

- Entrad, entrad, por favor, os lo ruego -les invitó Publio Cornelio Escipión. La comitiva se paseó entonces por las sombras de los almacenes. A cada cinco pasos había apostado un legionario armado de guardia. Sin duda, el cónsul no quería poner en peligro la enorme fuente de recursos que había estado reuniendo durante los largos meses de su estancia en Sicilia, pensaron los tribunos, y apreciaron la organización y disposición de cuanto se les enseñaba. Los senadores callaban y escuchaban, sorprendidos, pero aún recelosos.

- Tenemos trigo, harina, pan, carne seca de jabalí, carne de ave, sal, agua, vino, miel, frutos secos, todo ello repartido entre comida cocinada o preparada para ser consumida en los primeros quince días y luego alimento que ha de ser preparado para treinta días más. A esto hay que añadir el ganado que transportaremos, sobre todo cabras, ovejas, cerdos y vacas para mantener el aprovisionamiento de carne y leche durante las primeras semanas de campaña. Por favor, tomaos el tiempo que queráis para examinar estos víveres. Probad lo que queráis, Marcio o Silano o Mario os abrirán el contenido de cualquier saco que deseis; podéis llevaros muestras, un saco entero si así lo queréis, pero os lo advierto, pesan mucho. -Y Publio salió sonriendo de los almacenes en dirección a los muelles del Portus Magnus. Quería comprobar que todo estuviera dispuesto para partir enseguida mar adentro.

Marco Pomponio no dudó en aceptar la invitación del cónsul para inspeccionar el contenido de algunos de los sacos e hizo que ante los ojos de todos los embajadores se abrieran diversos fardos. En todos encontraron lo que se suponía que debía de haber según el almacén en el que se encontraban: sal, trigo, carne seca de jabalí y cerdo, nueces, almendras y otros víveres diversos. Cuando el pretor pidió saborear el líquido de diferentes ánforas, encontraron agua fresca, vino, aceite, vinagre y mulsum. Y cuando llegaron a los establos habilitados en los muelles, hallaron varios rebaños de cabras, ovejas, gallinas y bueyes en perfecto estado, además de innumerables sacos de heno, grano y algarrobas acumulados para alimentar a los animales durante la travesía y, si era necesario, durante las primeras semanas de la campaña en África. Todo aquello estaba en perfecto orden. Pomponio salió de los almacenes siguiendo a Marcio, que los dirigía hacia la quinquerreme atracada en el centro del muelle principal del Portus Magnus. Pomponio empezaba a sentir una extraña mezcla de sentimientos: venía persuadido de la incapacidad de aquel hombre para poner en marcha una operación de tal envergadura como una imposible conquista de África, pero hasta el momento lo que había visto era una inmensa flota y un montón de provisiones. Eso no era suficiente para superar una peligrosa travesía surcando aguas hostiles infestadas de trirremes púnicas. Lo más posible es que si concedían permiso para que la expedición partiera, ésta fuera masacrada en medio del mar o, peor aún, que todos aquellos suministros cayeran en manos del enemigo. Pomponio caminaba ensimismado y no se dio cuenta de que estaban al pie de la pasarela de una quinquerreme. Levantó los ojos. Por la torre central del puente, más elevada de lo normal y por las dimensiones del buque, ligeramente más grande que una quinquerreme habitual, el pretor concluyó que aquél era el buque insignia de la armada que el general Escipión había construido para su loco sueño de guerra. El oficial que los acompañaba invitó a los embajadores a que subieran al barco. Pomponio aceptó. No estaría de más inspeccionar los buques que debían proteger todas aquellas provisiones en su travesía hacia África. De modo que Marco Pomponio ascendió lentamente y en unos segundos volvió a encontrarse en un barco, cuando apenas hacía una hora que habían descendido de la embarcación que los había traído de Roma. Empezó a examinar los remeros: había más de trescientos, como correspondía a una nave de aquellas dimensiones y, se sorprendió, empezaban a remar y con el impulso de los centenares de remos el barco comenzó a navegar. Pomponio se giró y comprobó cómo se alejaban del muelle y observó cómo el resto de los embajadores parecía igual de sorprendido. Pomponio buscó con sus ojos al capitán del barco y encontró al propio Publio Cornelio Escipión que descendía del puente de mando hasta la cubierta principal en donde se encontraba la comitiva.

- Vamos a navegar. Me gustaría que presenciarais el tipo de maniobras navales en las que hemos estado adiestrando a los pilotos de los barcos, a los remeros y a los legionarios de a bordo. Aquello no era del agrado de Pomponio, pero pensó que un paseo por el Portus Magnus, entre embarcaciones amigas, pondría en ridículo al cónsul: si ésas eran las maniobras que acostumbraba practicar, su capacidad para dirigir la flota con posibilidades de éxito quedaría en entredicho.

- Sea, paseemos por la bahía, si eso es de vuestro agrado -respondió Marco Pomponio.

- Sea, por todos los dioses, paseemos -confirmó Publio, y repitió la palabra «paseemos» con cierto tono entre irónico y divertido. La quinquerreme fue navegando hábilmente pilotada entre la infinidad de buques anclados en el Portus Magnus circundando la bahía en paralelo con la Vía Helorina que por tierra une las poblaciones de la costa hasta llegar a las murallas de Siracusa. Así

hasta alcanzar la altura de Plemyrium, la última ciudad de la bahía antes de poner rumbo hacia el este, mar adentro.

- Como veréis, vamos en vanguardia de una pequeña formación de veinte naves de carga -empezó a explicar Publio a los hasta entonces tranquilos embajadores-. Una vez que emboquemos hacia el mar nos seguirán cuatro quinquerremes más que, junto con la nuestra, irán rodeando y protegiendo a las veinte embarcaciones de carga. Es un modo de simular lo que luego será la gran travesía con la flota al completo: cuarenta barcos de guerra protegiendo a más de cuatrocientos transportes. Bien. Una vez que superemos Plemyrium entraremos en mar abierto y allí nos atacará Sexto Digicio con una flotilla de cinco trirremes. Su objetivo será inutilizar nuestras quinquerremes para así poder abordar los transportes y llevarse las provisiones como botín. Nosotros, claro, tendremos que evitarlo, pero Sexto es un hábil marino. No resultará fácil. Espero que el ejercicio os resulte entretenido. Ahora, os ruego que me disculpéis. Con estas palabras, Publio Cornelio Escipión concluyó su explicación de la maniobra naval que iba a tener lugar y bajó de la torre de mando para, una vez en cubierta, dar instrucciones a diversos oficiales de la nave. Marco Pomponio había escuchado con curiosidad pero sin impresionarse. El cónsul iba a simular un ataque. Bueno, habría que ver qué es lo que aquel hombre más apegado a vivir entre escritores y acudir a funciones de teatro entendía por ataque. El barco empezó a oscilar con vaivenes mayores que los habituales.

- La mar está algo agitada -comentó uno de los senadores de la embajada-. Esto dificultará las maniobras de los barcos. Espero que el cónsul sepa lo que se hace. Marco Pomponio no dijo nada, pero en su estómago notaba cómo el barco ascendía y descendía rítmicamente. Daba gracias a los dioses por la fuerza de los trescientos remeros, que con su constante batir las aguas con sus remos conseguían que la nave embistiera las olas mitigando la sensación de mareo que comenzaba a surgir en su interior.

- ¡Mirad! -exclamó Marco Claudio, uno de los dos tribunos de la plebe. A un costado de la flotilla, a babor, apareció la silueta de un grupo de naves más pequeñas que, a toda velocidad, se aproximaba hacia ellos. Se trataba de las trirremes de Sexto Digicio anunciadas por el cónsul. Las trirremes, más pequeñas, sólo contaban con ciento setenta remeros, pero eran más ágiles y muy ligeras y en pocos minutos se situaron a la altura de la flotilla del cónsul. De pronto, una de las trirremes se separó del resto y se encaminó directamente a lo que parecía ser una embestida frontal contra la nave capitana, donde estaba el propio cónsul y los embajadores.

- ¿Por todos los dioses, no irán a embestirnos con el espolón? -preguntó un agitado Marco Pomponio, sin percatarse de que unas gotas de sudor frío empezaban a delatar su confuso estado de ánimo.

- No, vamos, espero que no -aclaró Publio subiendo por las escaleras que daban acceso al puente-. Ésa no es la idea. Eso sería lo que harían en una batalla naval en toda regla y seguramente en su fase final, pero en un ataque que busca apoderase de los transportes lo lógico es que busquen inutilizar nuestros pesados barcos de guerra y luego abalanzarse sobre los barcos de carga. Para ello Sexto Digicio realizará una peligrosa pero espléndida maniobra de ataque propia de la armada cartaginesa: su trirreme barrerá

nuestro costado, rozándonos casi para así destrozar todos nuestros remos de un lado y de ese modo dejarnos inutilizados, pasando a toda velocidad, sin detenerse, para una vez que nos haya dejado atrás dirigirse a por los mercantes. El resto de las trirremes hará lo mismo.

- ¿Y no hay peligro en esta maniobra? -preguntó el edil.

- ¿Peligro? -Publio preguntó al viento, mientras se protegía con su mano derecha del sol y observaba la maniobra de ataque de Digicio sobre su propia nave-. Sí, por Hércules, ya lo creo que hay peligro. Eso es lo que la hace interesante. Y es que, estimados embajadores, esto son maniobras de guerra que, por otra parte -y se volvió hacia Pomponio-, es lo que se supone que debo estar preparando, ¿no?

Pomponio fue a replicar, pero no tuvo tiempo, pues la nave de Digicio, a una velocidad sorprendente, se les echaba encima, frontalmente, por babor. El pretor escuchó el crujir de todos los remos de la quinquerreme al partirse en mil pedazos.

- ¡Ahora! -gritó Publio a sus oficiales, y desde el centro del barco se lanzó el corvus, un gigantesco gancho asido a una muy gruesa y poderosa soga que, hábilmente lanzado, cayó en el centro de la trirreme de Digicio, destrozando las tablas de la cubierta y quedando enganchado entre ellas, de modo que la nave atacante viró bruscamente detenido su impulso cuando la soga llegó a su límite máximo. De esta forma, los dos buques quedaron unidos por el corvus y sus moles de madera chocaron entre sí haciendo chirriar y crujir todos y cada uno de los listones de ambas embarcaciones. La sacudida fue brutal y todos los embajadores cayeron por cubierta.

- ¡Adelante! -añadió el cónsul, y los senadores, Pomponio entre ellos, se agarraban a las barandillas del puente para no caerse de nuevo por los latigazos que la trirreme enganchada creaba al intentar zafarse del corvus. Observaron entonces cómo, desde la parte frontal de la quinquerreme, un grupo de legionarios descolgaba la manus férrea, un puente levadizo que hicieron girar con rapidez hacia el lado donde estaba la trirreme para, una vez desplazado y situado a la altura de la embarcación que les había atacado, soltar las cuerdas que lo sostenían plegado y dejarlo caer de golpe sobre la trirreme. De ese modo el puente quedó tendido entre las dos naves y, acto seguido, varias decenas de legionarios montaron sobre el puente y, en formación, como si estuvieran en tierra firme, avanzaron hacia la trirreme, donde por un lado unos marineros intentaban infructuosamente cortar la gran soga del corvus empapada en aceite, lo que dificultaba que fuera cortada, y otros se afanaban por preparar una defensa contra el abordaje que se les venía encima.

- En cada quinquerreme -continuó explicando Publio a voz en grito a los embajadores-, he ordenado instalar un corvus y una manus férrea similares a las que veis aquí y cada nave lleva, como nosotros, además de los trescientos remeros, un manípulo de cien triari, expertos y veteranos. Esto nos hace lentos pero fuertes defensores de los transportes. Las trirremes podrán acudir a por las naves que no apresemos con los corvus en caso de ataque, además de ir por delante de la flota y avistar enemigos con tiempo suficiente para preparar una defensa adecuada. Además, ya habéis visto que Digicio es un hacha en eso de destrozar los remos de los enemigos. Ésa es una maniobra que han practicado todas las trirremes. Como son maniobras, los soldados sólo llevan espadas y lanzas de madera sin punta.

Los embajadores fueron testigos de cómo los marineros de la trirreme eran incapaces de cortar el corvus o de detener el empuje de los triari. En pocos minutos la nave de Digicio estaba rendida y lo mismo había ocurrido con el resto de las trirremes de la flotilla atacante.

- ¡Bien, es suficiente por hoy! -exclamó el cónsul a sus oficiales-. ¡Regresamos a puerto!

Marco Pomponio quería sentarse, pero no había asiento alguno en aquel puente de mando. Los barcos estaban detenidos en alta mar mientras se realizaban las operaciones de desenganche y el vaivén de las olas en medio de aquella marejadilla creciente empezaba a resultar insoportable para su cabeza y, peor aún, para su estómago. El pretor se asomó por la barandilla del puente de mando. Las arcadas vinieron enseguida, su cuerpo se contrajo y empezó a vomitar sin reparar en que el puesto de mando estaba en el centro del barco y que se alzaba sobre el interior de la propia cubierta principal, de modo que su vómito no caía sobre el mar, sino sobre los marineros que se afanaban en las tareas de desenganche y en las de sustituir los remos dañados por otros de repuesto que cada barco llevaba en caso de ser embestido por un lateral.

Publio observó cómo el pretor se aliviaba y cómo los marineros se alejaban del lugar de aquella inesperada lluvia de jugos gástricos y bilis. Una vez que Marco Pomponio hubo terminado de vaciar su estómago por la cubierta del buque el cónsul se apiadó de él.

- ¡Una bacinilla con agua y una sella para el pretor, rápido, por Castor!

Las órdenes del cónsul se cumplieron con celeridad. Una vez sentado y limpio el pretor agradeció el agua y la sella con concisión. -Gracias. Publio asintió sin añadir más. El pretor se había puesto en evidencia. Tampoco era inteligente ahondar en la herida y humillar a quien tenía el poder, junto con los tribunos, de votar a favor o en contra de su capacidad para dirigir la invasión de África, tal y como había dispuesto el Senado de Roma. Por primera vez en aquel día, Publio tuvo dudas sobre la forma en la que estaba llevando el asunto de la embajada. Había querido impresionarlos pero no humillarlos y menos al pretor, por muy hombre de Fabio que fuera; por eso, cuando llegaron al muelle central del Portus Magnus, Publio ofreció alternativas a la comitiva.

- Habéis visto nuestras fuerzas navales y la preparación para la defensa de los transportes de la invasión. Tengo preparadas las legiones V y VI para unas maniobras terrestres, al oeste de la ciudad, en la meseta de Epipolae y más allá de las murallas de Dionisio, pero quizá sea mejor que descanséis esta tarde y ya mañana podréis ver estos ejercicios. Se pueden posponer. Todos en la embajada sabían que aquellos comentarios iban dirigidos a Marco Pomponio, pero que el cónsul, en un acto de discreción, los había dirigido a la colectividad de los senadores y tribunos de la plebe. El pretor agradeció en su fuero interno la oferta del cónsul y sobre todo la discreta forma de proponerla, pero, pese a la palidez del rostro, Pomponio se sentía ya algo mejor con sus pies sobre tierra firme. Pese a todo lo que había dicho Fabio, aquel general había demostrado su capacidad para realizar una travesía como la que había planteado en el Senado. Pomponio no tenía demasiadas dudas de que aquel hombre conseguiría desplazar los cuatrocientos transportes y descargarlos en África, pero quedaba lo más importante: las tropas y su capacidad real para luchar y vencer en África a los númidas aliados de Cartago, a sus mercenarios de diferentes regiones y a los propios púnicos. Y las legiones con las que contaba aquel hombre no eran otras que las «legiones malditas», la V y la VI, como había dicho el cónsul. Quizá, sólo quizá, pensó Pomponio por un instante, quizá con otras tropas… pero no con aquéllas, con los derrotados de Cannae y de Herdonea. No, no con esos legionarios. ¿Legionarios? ¡Qué absurdo! Llevaban once años de destierro. Demasiados para ser recuperables.

- No, cónsul. Hemos venido a tomar una grave decisión que puede afectar el curso de esta guerra y cuanto antes tengamos toda la información necesaria para tomar dicha decisión, mejor. De modo que si las legiones están dispuestas para ser revisadas por la embajada y si al resto de los legad y a los tribunos de la plebe y al edil no les parece inapropiado, me parece bien seguir la revisión de las fuerzas terrestres, toda vez que ya nos has mostrado las fuerzas navales de las que dispones y tu modo de utilizarlas para la defensa y el ataque -y, mirando fijamente a Publio, añadió-, y si te preocupa mi salud, sólo debo decirte, joven cónsul, que yo ya mataba galos en Liguria cuando tú aún eras amamantado por tu nodriza. Publio no pudo por menos que reconocer cierta vieja bravura en las últimas palabras del pretor y no tomó a mal la indirecta que hacía hincapié en la excesiva juventud de un general al que se le podía encomendar, o no, la invasión del territorio del mayor enemigo de Roma. Publio no mordió ese cebo y decidió no enfrascarse en un debate estéril sobre su edad. Palabras. Ahí volvió a detectar Publio la alargada mano de Fabio Máximo. Contra las palabras, Publio hacía tiempo que había decidido sólo oponer hechos, como lo que acababa de hacer en el mar. Ahora debía hacer lo mismo en tierra. Por su parte, los tribunos de la plebe y el resto de los miembros de la embajada accedieron también a continuar con la revisión de todo lo relacionado con la proyectada invasión de África.

- Sea -dijo Publio, y se dirigió a varias cuadrigas dispuestas para desplazar a los miembros de la embajada con rapidez por la amplia ciudad de Siracusa-. Montad a los carros. Cruzaremos la Isla Ortygia, el foro de la ciudad y el barrio de Neápolis. Escipión subió al primero de los carros y los embajadores le imitaron montando en las diferentes cuadrigas dispuestas para ellos. La travesía por la ciudad fue rápida. Los caballos trotaban con premura siguiendo la ruta que el cónsul les había anunciado: del Portus Magnus ascendieron hacia el centro de la Isla Ortygia, pasando frente a todos sus grandes templos hasta cruzar a la Achradina fuera ya de la isla; luego atravesaron el foro sin detenerse hasta que los carros, siempre avanzando hacia el oeste, les llevaron al lugar donde se levantaba la inmensa ara de Hierón II, dedicada al dios Zeus. Pomponio se quedó impresionado ante los doscientos metros de altar, pero no tuvo tiempo de analizar con más detenimiento la estructura, pues los caballos seguían su ruta sin tregua. Del altar de Hierón pasaron, ya en la zona de Neápolis, al gran teatro griego, allí donde Pomponio sabía que el cónsul había entretenido a sus tropas asistiendo a representaciones de cuestionable contenido, en lugar de centrarse en el adiestramiento diario de la tropa. Sí, sería interesante ver a esas legiones desterradas y mal dirigidas por aquel cónsul ambicioso. Era cierto que Escipión había hecho gala de cierto dominio sobre las artes de la guerra naval, pero era en tierra donde tendría que doblegar a los cartagineses, y en su propio territorio. Cuanto más lo volvía a pensar, más absurda le volvía a parecer a Pomponio toda aquella idea de la invasión de África. Era un hecho, no obstante, que aquel general había derrotado en varias ocasiones a los cartagineses en Hispania, pero aquél era un país extranjero también para los púnicos y Escipión se había ayudado de las alianzas con los iberos, mientras que en África sería prácticamente imposible conseguir aliados de confianza, aunque el cónsul se empeñara en presentar su pacto con el rey Sífax como un aval más de su futura campaña. Sífax era un hombre colérico, de humor cambiante, del que podía esperarse poco o nada bueno para Roma. Pomponio, a bordo de su cuadriga, negaba en silencio. Además, las tropas con las que consiguió victorias Escipión en Hispania eran otras: legionarios nuevos por un lado, con pasión por Roma, y legionarios veteranos heredados de las legiones de su padre y su tío, con ansia por vengar su derrota anterior. Sin embargo, ahora, ¿de qué dispondría aquel joven nuevo Escipión? Sólo de las «legiones malditas». La V y la VI no eran tropas, sino carnaza de destierro y vergüenza.

Distraído en sus pensamientos, el pretor no se percató de que ya habían cruzado toda Neápolis y gran parte de la meseta de Epipolae hasta llegar a unas imponentes murallas que se extendían ante ellos hacia el noroeste y hacia el sureste: las murallas que Dionisio levantara hacía más de un siglo para proteger una ampliada y hegemónica Siracusa, centro del poder en Sicilia y gran parte del Mediterráneo occidental de antaño. Los carros se detuvieron y primero el cónsul y luego el resto de los miembros de la comitiva senatorial fueron bajando de sus cuadrigas. Ante ellos, a medio centenar de pasos de las murallas se acumulaban en dos filas decenas de catapultas y escorpiones, preparados para ser disparados por varios centenares de legionarios que se afanaban en acumular lo que parecía ser grava y tierra. Todo estaba dispuesto como si se preparara la defensa de un asedio.

- Seguidme, os lo ruego, a lo alto de la muralla. Desde allí lo podréis ver mejor todo les invitó un visiblemente concentrado Publio al que se le acercaban oficiales a los que escuchaba y despachaba con una o dos rápidas instrucciones. Los oficiales asentían y partían a cumplir las órdenes recibidas. Los embajadores ascendieron por una escalinata de madera que los condujo a lo alto de la muralla occidental de Siracusa. Ante ellos se presentó un espectáculo inesperado. Las legiones V y VI de Roma estaban en formación de combate, con los velites ligeramente adelantados al resto de los legionarios; tras el-los, venían los manípulos de los hastati, mil doscientos hombres en cada legión, y a continuación otros tantos legionarios en los manípulos de los principes. En la retaguardia se encontraban los triari, seiscientos por cada legión, los hombres más veteranos y expertos y, por fin, unos seiscientos jinetes agrupados en diversas turmae, unos procedentes de los supervivientes de Cannae y otros voluntarios formados en Sicilia por los caballeros de Siracusa. En las alas se acumulaban los millares de tropas auxiliares de ambas legiones.

El pretor oteaba el paisaje que se dibujaba ante sus ojos: la formación era apropiada e impresionaba al que no estuviera acostumbrado a presenciar a un ejército consular, pero para los viejos huesos de Pomponio aquello no dejaba de ser una fachada. De pronto, algo fue lanzado desde el interior de la ciudad. Pomponio levantó la vista y observó una flecha incandescente cruzando el cielo de la tarde siciliana. Tras la señal, las legiones empezaron su avance. Pomponio se percató de que los velites tenían ante sí montones de hojarasca, ramas e incluso troncos de árboles recién cortados ante los que se detenían, tomaban ramas pequeñas y grandes y proseguían con su avance hacia las murallas. El pretor miró hacia abajo: las murallas terminaban en un foso profundo que dificultaba el acceso a la base de los muros. El foso parecía de reciente factura o, al menos, haber sido reparado en las últimas semanas o meses. Las legiones avanzaban.

- ¡Ahora! -ordenó con voz potente Publio Cornelio Escipión.

Las decenas de catapultas empezaron a escupir grava y tierra compactada en terrones secos que volaban por encima de las murallas y caían sobre los velites, que se veían obligados a levantar con una mano sus escudos y protegerse de la lluvia de grava y tierra y, con la otra mano, seguir arrastrando su pesada carga de ramas, troncos y hojara-saca. Fue un avance penoso y agotador para aquellos hombres, pero que en ningún momento cejaron hasta llegar a la base de la muralla, donde, por turnos, arrojaban todos los troncos y ramas hasta que a fuerza de arrastrar madera, hojas, tallos y troncos, fueron rellenando el vacío del foso en diversos puntos de la muralla. Una vez cumplida su misión, cegados muchos por la tierra, otros con sangre en la cabeza por la lluvia de grava, fueron retirándose con rapidez dejando paso entre su formación de repliegue a los manípulos de hastati y varias unidades de tropas auxiliares, que se lanzaban sobre la muralla con escalas y cuerdas a sus hombros. Los hastati sufrieron la misma lluvia de grava y tierra, pero no se detenían y continuaban hacia delante, hasta cruzar el foso por encima de las ramas y troncos dispuestos por sus compañeros legionarios de avanzadilla. Una vez al pie de la muralla lanzaban escalas y cuerdas, muchas de las cuales alcanzaban sus objetivos, pero que eran sistemáticamente soltadas por dos manípulos de legionarios repartidos por lo alto de las murallas, cuya misión era dificultar el acceso a las mismas de las legiones atacantes. El trabajo de los hastati proseguía de forma constante pero infructuosa cuando los principes, reforzados por más tropas auxiliares, entraron en acción agrupándose para atacar las puertas de la ciudad en aquel extremo del recinto amurallado. Los principes se lanzaron con pesados arietes con los que arremetieron contra los grandes portones de la ciudad pero, pese al empuje de los soldados, tanto las puertas como las murallas, bien defendidas por los manípulos de legionarios dispuestos por el general para oponerse a las legiones, parecían inexpugables. Fue entonces cuando el pretor y el resto de los miembros de la embajada vieron emerger en la distancia dos lentas, altas y pesadas moles móviles que se deslizaban en dirección a la muralla. Eran dos ciclópeas torres de asedio de las que tiraban decenas de fornidos triari. Las torres, tambaleándose como gigantes ebrios, fueron aproximándose lenta pero inexorablemente hacia dos extremos de la muralla quedando varadas por los legionarios a apenas unos veinte pasos del muro. La lluvia de grava y tierra no cejaba, pero tanto los velites y los hastati persistían en sus esfuerzos por trepar hasta lo alto de los muros, como los principes pug-naban por derribar las puertas y asediar las murallas próximas a las mismas. Los legionarios de la defensa trabajaban a destajo y sin descanso; eran tantos los que asediaban y con tal furia que aquello ya no parecía un ejercicio: era como si las legiones V y VI se hubieran planteado tomar aquellas murallas en aquellas maniobras como algo que afectaba a su orgullo personal. Los legionarios sabían que una embajada del Senado había acudido allí para evaluar su fortaleza en la lucha así como la capacidad de su general para dirigirles, el mismo general que les había dado, por fin, una segunda oportunidad. Y

todos sabían que ese mismo general no se lo iba a poner fácil, pues un ejercicio sencillo no impresionaría a los senadores; por eso, pese a la tormenta de piedras que caía sobre sus cabezas, a las escalas que de forma continua caían desenganchadas de los muros y pese a lo aparentemente imposible que resultaba la tarea encomendada, todos aquellos hombres, los derrotados de Cannae, defenestrados y despreciados por Roma, se empecinaban en doblegar aquella pertinaz defensa con una tozudez aún mayor que la de los propios impertérritos e insensibles muros de Siracusa.

Así, de las torrres de asedio cayeron sendos puentes levadizos que descargaron a plomo su terrible peso sobre las almenas más altas del muro y, al instante, sobre el puente, decenas de sandalias de los triari desfilaron mientras sus propietarios, protegidos por sus escudos, avanzaban hacia lo alto del muro. En pocos minutos los triari habían despejado de defensores amplios espacios de la muralla, que a su vez eran aprovechados por velites y hastati para trepar raudos al muro y sumarse a sus compañeros, al tiempo que un chasquido ensordecedor anunciaba que las puertas de la ciudad cedían a los arietes y se quebraban por la mitad dando paso a que los principes entraran en Siracusa. El ejercicio estaba completado.

Desde lo alto de la muralla, rodeados ya por atacantes en vez de defensores, el pretor y los legati presenciaban el desenlace de la maniobra. Tal era el arrojo con el que los legionarios de la V y la VI habían tomado la muralla que algunos de los senadores se sintieron perturbados y algo confusos con respecto a su seguridad, pero en cuanto los triari alcanzaron la posición en la que se encontraban los embajadores, acompañados por el general en jefe de aquellas legiones, vieron cómo de entre los atacantes surgía el oficial al mando, el tribuno Cayo Lelio, por todos conocido en Roma como el segundo de Escipión, y veían cómo este veterano se dirigía a su joven general y le saludaba con la mano en el pecho.

- ¡Salve, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma! ¡Las murallas han sido tomadas según tus órdenes!

- ¡Y por todos los dioses que mis órdenes han sido bien cumplidas! -respondió Publio, y se volvió hacia los embajadores-, supongo que todos conocéis a mi segundo en el mando, Cayo Lelio.

Publio vio cómo tanto el pretor como los legati, el edil y los tribunos de la plebe asentían en señal de reconocimiento. El cónsul se sintió, por primera vez en aquel día, plenamente satisfecho y orgulloso no sólo de ser quien era, sino de algo más importante, de tener la lealtad de los hombres que le rodeaban. Al girarse hacia Lelio y darle las nuevas instrucciones, que las legiones se reagruparan y formaran ante las murallas que habían tomado para que saludaran a la embajada, el propio Lelio leyó en los ojos de su general la sensación de felicidad que lo embargaba. Parecía que, poco a poco, los insultos de Baecula iban desapareciendo, como si la traición de Netikerty nunca hubiera existido, y que se encontraran tan cerca en sus almas el uno del otro como cuando luchaban en las murallas de Cartago Nova.

Trajeron agua y vino para los embajadores que todos aceptaron con agrado. El día había sido intenso. Seguían en lo alto de las murallas siendo testigos de la rapidez con la que los hombres adiestrados bajo el mando de aquel general se replegaban y formaban posicionándose cada legionario en su manípulo, pese a que algunos estaban heridos por las piedras y otros con tobillos torcidos por caerse al trepar los muros. También los había con piernas o brazos rotos que eran llevados al interior de la ciudad por un manípulo de soldados que el general parecía haber reservado para retirar a los heridos de consideración, junto con los cadáveres de tres hombres que se habían despeñado desde lo alto de las torres de asedio. Habían sido unas maniobras especialmente cruentas, pero necesarias. La realidad de la guerra, todos los sabían, sería aún mucho peor. Todo se hizo en pocos minutos y ante los embajadores, que aún vaciaban las copas de agua y vino que se les había traído, las legiones V y VI de Roma, las «legiones malditas», quedaron en perfecta formación. El general alzó su brazo y un silencio espeso pareció desparramarse por todo el oeste de Siracusa y alcanzar las tropas formadas ante sus murallas. Publio Cornelio Escipión dejó caer entonces su brazo y unas veinte mil gargantas, entre velites, hastati, principes, triari, voluntarios veteranos de la guerra en Hispania, jinetes de las turmae, soldados de las tropas auxiliares y hasta los propios calones, que unieron sus voces a las de sus amos, gritaron al unísono, al tiempo que todos golpeaban sus lanzas contra los escudos elevando hacia las murallas de Siracusa un ensordecedor rugido de guerra que el viento transportaba como si de las fauces de un colosal león se tratara. Las murallas temblaron y los embajadores dejaron de beber. El general alzó de nuevo su mano y el grito cesó tan abruptamente que un sorprendido senador dejó caer su copa, cuyo ruido al chocar sobresaltó al resto al resaltar tanto aquel sonido entre el silencio que nuevamente había vuelto a establecerse.

- Éstas son mis legiones, malditas para muchos, legiones de combate para mí y para Roma, al servicio del Estado, preparadas para invadir África -dijo Publio mirando a los embajadores uno a uno de un modo enigmático, como si sus palabras transportaran un contenido incontestable, como si quisiera decir que sus tropas estaban más allá de toda evaluación; una mirada, por primera vez desde que llegó la embajada, altiva, segura, poderosa, inquebrantable. Muchos de los legati terminaron mirando al suelo, pero no así

Marco Pomponio ni los tribunos de la plebe, aunque, claramente, el primero no la bajó

por orgullo y los otros, por admiración hacia el cónsul-. En cualquier caso -continuó

Publio con un tono nuevamente conciliador-, sois vosotros los que debéis decidir sobre mi capacidad para el mando de estas tropas, pero me gustaría precisar que es sobre mí

sobre quien debéis decidir, no sobre estos hombres que habéis visto hoy tomando estas murallas: estos legionarios, y así los llamo, legionarios de Roma, se merecen una segunda oportunidad: dadme a mí el mando o quitádmelo, pero no cercenéis una vez más la esperanza de estos soldados. Y ahora, si queréis acompañarme, creo que es el momento de celebrar un sacrificio por vuestra visita y por la invasión de África, sea ésta bajo mi mando o bajo el mando del general que estiméis más apropiado.

Con estas palabras todos quedaron entre admirados y perplejos de la forma en que el cónsul escindía la evaluación de los embajadores del futuro de las tropas y su misión, y hacía que la decisión de los legati tuviera que centrarse sobre su persona. Pomponio meditaba mientras descendía por la escalinata de madera en dirección a los carros que les esperaban al pie de las murallas para conducirles, según les había explicado el cónsul, al altar de Hierón II, donde tendría lugar el sacrificio. El pretor estaba intrigado: ¿era aquél un hombre audaz o un vanidoso, o quizás ambas cosas a un tiempo? ¿Y eran la audacia y la vanidad las características necesarias para dirigir una invasión de África? La decisión era complicada, más de lo que había pensado cuando aceptó la misión de encabezar aquella embajada. Fabio Máximo le había insistido en que negara el mando de Escipión y que prohibiera aquel desembarco en África por la locura que suponía y, pensaba el pretor, seguramente fuera una locura, pero ¿qué era mejor: mantener a ese loco en Roma, intrigando con el pueblo, o dejarlo que de una vez por todas marchara hacia su des-tino como antaño lo hiceran su padre y su tío en Hispania y así poner fin a los desatinos de aquel hombre? Y si para ello debía arrastrar consigo a todos los desterrados de la derrota de Cannae, ¿era eso acaso un problema o una bendición? Pomponio sonrió como pensó que lo habría hecho Máximo: era casi como cazar dos jabalíes en un mismo bosque. Además, los tribunos de la plebe, resultaba obvio, estaban claramente decantados a favor de Escipión.

La comitiva había llegado al altar de Hierón II: la ciclópea ara estaba levantada sobre una base cuadrada de roca pulcramante tallada en bloques, con dos amplias rampas en los laterales y unos canales que permitían recoger la sangre de todos los animales que allí se sacrificaban. En cada una de las rampas se veían las figuras de atlantes que parecían vigilar todo lo que allí acontecía y en la cornisa del altar, unas enormes cabezas de león lo observaban todo, atentas, frías, intemporales. Por los casi doscientos pasos de altar fueron desfilando hasta cien bueyes enormes, especialmente engordados para la ocasión que, uno a uno, eran sacrificados por elpopa con certeros golpes de su pesada maza. El cónsul, al final del sangriento ceremonial, elevó una plegaria a Júpiter Óptimo Máximo, a Marte, dios de la guerra, y a todas las divinidades para que le ayudaran en su misión de derrotar a los cartagineses en su propia tierra, en el mismísimo corazón de África. Hasta el altar se habían desplazado centenares de legionarios de las legiones que habían obtenido permiso de Lelio para asistir a dichos sacrificios y, con su presencia, presionar en el ánimo de los embajadores. El sacrificio fue tan numeroso que la sangre de los animales muertos fluía por los canales como si de acueductos de agua roja se tratara. Para los tribunos de la plebe de la embajada era evidente que aquel general lo llevaba todo a la desmesura: las maniobras navales, el número de barcos preparados para el transporte, los víveres almacenados, las maniobras en tierra, el adiestramiento de las tropas y los sacrificios. Posiblemente, también había llevado a la exageración su pasión por el entretenimiento, por el teatro, por su trato demasiado complaciente con los escritores, pero, a fin de cuentas, el mero hecho de invadir o intentar invadir África era una desmesura en sí misma. ¿Quién mejor que alguien como aquel general para acometer algo que a todos los demás les parecía inverosímil? Y si esas tropas parecían dispuestas a seguirle, ¿quiénes eran ellos para impedirlo?

Publio Cornelio Escipión presidió los sacrificios y, una vez que éstos hubieron terminado, descendió del gran altar y se reencontró con los miembros de la embajada. En las manos, brazos, y rostro del cónsul había sangre de las víctimas en la que él mismo se había bañado en busca del favor de los dioses. Unos calones trajeron agua y paños para que el cónsul se limpiara. Mientras se aseaba se dirigió a un visiblemente cansado Marco Pomponio.

- Esto es cuanto quería mostraros, al pretor, a los legati, al edil y a los tribunos de Roma. Ha sido un día agitado, lo sé, pero quería que tuvierais toda la información necesaria para tomar vuestra decisión y quería que la tuvierias pronto. Por todos los dioses, sólo faltaría que se me acusara de no facilitaros la tarea. Ahora os acompañarán a vuestros aposentos en una de las casas principales en el centro de la Isla Ortygia. Allí podréis descansar y meditar sobre…

- Por mi parte no hay mucho que pensar -dijo Pomponio interrumpiendo al cónsul y disfrutando al interrumpirle y al sorprenderle. Era una de las pocas satisfacciones que le quedaban después de ver lo que había visto. Vio los ojos de Escipión interesados y nerviosos, mirándole, interrogándole. Disfrutó del momento unos instantes, pero luego dejó

salir de su boca su dictamen. No tenía interés por alargar su estancia allí. No podía hacer lo que había venido a hacer. Lo leía en el rostro confiado de los tribunos de la plebe: estaban a favor de la invasión y seguros de la capacidad de aquel Escipión, al igual que muchos de los senadores. Oponerse sería oponerse a los tribunos del pueblo y crear un conflicto de poderes en la embajada y, visto lo que se había visto, cuando los tribunos hablaran en Roma, el pueblo se volvería contra el Senado y a favor de Escipión. No, ya no se podía hacer nada más que dejar que la historia siguiera su curso. Los dioses dictaminarían el resto-. No, por mi parte no hay mucho que pensar -repitió retóricamente Pomponio-. Sigo en contra de esta misión, de la invasión de África. Para mí, como para muchos en el Senado, es una locura, pero esto ya se debatió y a mí, a esta embajada, sólo debe ocuparnos dictaminar si tú, Publio Cornelio Escipión, estás o no capacitado para llevar a cabo esta empresa. En mi opinión has reunido los transportes necesarios y la flota de guerra suficiente para la travesía a África y los marineros tienen la preparación para desembarcar con éxito todos los víveres acumulados en los graneros de esta ciudad junto con las legiones y el resto de las tropas auxiliares y de voluntarios de las que dispones. Y también admito que me ha sorprendido la fuerza, el vigor con el que los hombres de la V y la VI se han ejercitado esta tarde en el asalto a las murallas de Siracusa. Ha sido un ejercicio notable. Por todo ello no puedo negar mi voto de aceptación hacia tu capacidad para esta locura, pero dudo mucho que todo esto sea suficiente para derrotar a los cartagineses en su territorio. Creo, joven general, que caminas hacia tu muerte, con una decisión y una ceguera propias de la inmadurez y que te has rodeado de un grupo de oficiales que, por alguna extraña razón que desconozco, parecen compartir tu ilógica forma de ver las cosas; pero sea, como he dicho antes, eso ya no me compete. Por mi parte ya he visto bastante. Que los dioses de Roma estén contigo, general, porque en África… en África nadie más lo estará. Y ahora me marcho a descansar. Por mi parte, no veo incoveniente en partir mañana al mediodía de regreso a Roma.

Pomponio no esperó la respuesta de nadie. Estaba, en efecto, agotado. Maniobras navales por la mañana, paseos al trote en cuadriga y asedios por la tarde. Era una demasiado apretada agenda de actividades para su edad, pero se había esforzado en mantener la dignidad para que nadie pudiera cuestionar su intención en el caso de que hubiera solicitado posponer alguna de las maniobras para descansar. El pretor se abrió paso entre oficiales, legionarios y miembros de la embajada. Todos se hicieron a un lado, dejando un gran pasillo por el que Pomponio se alejó en busca de la cuadriga que le esperaba. No miró atrás. No le gustaba despedirse de los que pensaba que iban a morir. Creía que traía mala suerte. Publio vio alejarse primero a Pomponio, luego a los tribunos de la plebe, que sí se acercaron a saludarle y a desearle suerte en su invasión de África, y al resto de los representantes de la embajada. Luego vio cómo los legionarios retornaban hacia el oeste de la ciudad, hacia el campamento de las legiones. Todos fueron marchando hasta que quedó, al pie del inmenso altar de Hierón II, rodeado tan sólo por los lictores de su guardia personal y junto a Lelio.

- Lo has conseguido, lo hemos conseguido -dejó escapar al fin Cayo Lelio.

- Así es, hemos conseguido lo más fácil -respondió un enigmático Publio.

- ¿Lo más fácil? No entiendo qué quieres decir -indagó Lelio.

- Hemos conseguido convencer a la embajada de que nos permitan partir hacia el sur para la invasión de África. Eso, querido Lelio, era lo fácil.

- ¿Y qué será lo difícil, ahora que tenemos el permiso de Roma para invadir África?

Publio le miró en silencio antes de responder.

- Sobrevivir a la invasión de África, Lelio, sobrevivir.