El númida no habló y se limitó a mirar a ambos guardias. Publio hizo una señal a los lictores y éstos se alejaron varios pasos hasta quedar ocultos más allá del fulgor de las antorchas de aquella húmeda gruta en las entrañas del gran teatro de Siracusa.

- Ahora estamos a solas -continuó Publio-. ¿Entiendes mi lengua?

- La entiendo -empezó al fin el guerrero númida-, pero prefiero hablar en griego. Me explicaré mejor y quien me envía dice que habláis bien el griego.

- En griego, pues -respondió Publio cambiando de idioma-. ¿Quién te envía?

- El rey Sífax.

Publio guardó silencio. Sífax. Se esforzó en mantener su rostro inmutable. El númida entregó su mensaje con concisión. -El rey quiere entevistarse con el cónsul. -¿Aquí?

- No. El cónsul debe ir a Cirta.

Publio ya había visitado a Sífax el año anterior. ¿De nuevo un viaje a Numidia, justo cuando acababa de prometer desembarcar en Rhegium para atacar y recuperar Locri?

No podía estar en todas partes. Además, desconfiaba de las intenciones de Sífax.

- Dile a tu rey que no me es posible acudir ahora a Cirta.

- Eso no agradará a mi rey -respondió el númida con sequedad.

Publio pronunció con tiento las siguientes palabras.

- Lo entiendo. Dile a tu rey que no es por mi voluntad que no voy, sino porque como cónsul de Roma, mis movimientos están sujetos a las directrices del Senado de Roma. Yo no soy rey y no disfruto por tanto de la libertad de un rey. Transmite al rey Sífax que lamento no poder acudir en esta ocasión a su invitación pero… -Publio hizo una pausa antes de seguir con la misma parsimonia y autocontrol que antes-, pero dile también que le recuerdo que tenemos un pacto y que tengo su palabra de que será siempre fiel a la causa romana, y que tengo su promesa de no atacarnos nunca, incluso si vamos a territorio africano. Fue entonces el númida el que guardó silencio antes de responder.

- Yo sólo sé que mi rey me ha insistido en que os diga que debéis entevistaros con él de inmediato. Debo entender que no vais a venir.

- No voy a ir, pero espero que transmitas al rey todo lo que te he dicho.

- Lo transmitiré todo tal y como me lo habéis dicho, pero nada de lo que habéis dicho mitigará su enfado.

Publio se encaró con aquel númida y dio un paso adelante hasta quedar con su rostro apenas a unos centímetros de la faz del guerrero africano.

- Sólo asegúrate de decirle una cosa a tu rey: dile a Sífax que es mejor para todos que sigamos siendo amigos. Sólo dile eso. -Y Publio levantó su mano y como por ensalmo varios lictores emergieron de entre las sombras y rodearon al númida-. Lleváoslo de mi presencia y aseguraos de que esté en un barco en menos de una hora con destino a Numidia. El guerrero se sacudió las manos de los guardias y sin decir nada les siguió mientras Publio se quedaba acompañado con el resto de los lictores. El cónsul emprendió el camino de regreso a la cavea del teatro, pero se detuvo. Necesitaba pensar. Lo de Locri era una oportunidad… una oportunidad para resolver varios asuntos, pero el último mensajero, el númida, le había dejado intranquilo. Tenía que hacerse todo y todo a la vez. Debía desdoblarse y sólo podía hacerlo recurriendo, una vez más, al único hombre en el que podía confiar para aquella situación. Publio estuvo detenido en el pasadizo central del gran teatro de Siracusa durante varios minutos. Los lictores se mantenían a una distancia prudente, asegurándose de que nadie se aproximara a la posición del cónsul por ninguno de los dos extremos del túnel. Cuando Publio reemprendió al fin la marcha de regreso a las gradas del teatro no tenía clara la noción del tiempo que había pasado entre aquellos pasadizos en penumbra, pero sabía que poco quedaría ya por ver de la obra de Plauto. A medida que se acercaba, se escuchaba una gran algarabía entre el público. Los legionarios de la V y la VI reían con gran estruendo. Parecía que Plauto había cumplido bien la misión de entretener a los soldados. Eso estaba bien. El cónsul sonrió de forma enigmática. Un hombre extraño, Plauto, pensó. Y ya estaba llegando al final del pasadizo, se veía la luz brillante del exterior empapando las paredes de la salida del túnel, cuando el cónsul observó varias personas que se hacían a un lado, apretando sus cuerpos contra la pared, para dejar que el cónsul de Roma pasara sin ser molestado. Entre los que se hacían a un lado, Publio reconoció a Icetas, el que debería ser el tutor de sus hijos. El cónsul se paró frente al sabio griego.

- ¿Tan malo es el teatro romano que un griego no lo soporta hasta el final? -inquirió

el cónsul mirándole a los ojos. Icetas no se arredró y respondió de modo directo, de la misma forma en que había sido interpelado.

- Como supongo que el cónsul de Roma es autoridad que anhela recibir respuestas sinceras a sus preguntas, deberé responder que he encontrado la obra más tosca y brutal de lo que esperaba, al tiempo que he observado que el texto y la puesta en escena, no obstante, hacen de la misma algo que no deja de proporcionar entretenimiento, un pasatiempo algo mucho menos pulido que las grandes comedias de Aristófanes, pero un espectáculo que no me ha dejado indiferente e indiferencia era lo que esperaba sentir. Me marcho temprano porque el final es evidente y porque me gusta rehuir a las grandes masas de legionarios romanos empujando por los estrechos pasadizos del teatro. Los humildes griegos no tenemos escolta que nos abra camino. Publio le escuchó con interés. Desde luego, se confirmaba que no era Icetas un hombre apocado ni servil, y eso le gustaba. Un pedagogo con espíritu de siervo transmitiría servilismo a su hijo; un sabio con sentido de su propia dignidad enseñaría autoestima. El cónsul sonrió abiertamente.

- Una respuesta sincera y cargada de significados. Meditaré sobre cada palabra que has dicho, aunque la política me ha mantenido alejado de las graderías y tengo pocos elementos para juzgar sobre la obra.

Icetas asintió e hizo una leve reverencia. Publio dirigió de nuevo sus pasos hacia el exterior. La luz del sol de la tarde era aún intensa y lo inundaba todo. Publio volvió a tomar asiento junto a Marcio, Lelio y el resto de los oficiales. Los legionarios aplaudían y reían. El cónsul miró hacia el escenario: Plauto, en el papel del miles gloriosus, estaba siendo azotado por otros actores, y no sólo eso, sino que uno de los actores que vestía como un cocinero exhibía un largo y afilado cuchillo con el que amenazaba a Plauto.

- ¿ Cuándo empiezo a cortar? -decía el actor con el cuchillo en la mano mirando al actor que hacía de su señor mientras con la mano libre buscaba bajo la túnica de Plauto.

- Creo que me he debido de perder muchas cosas -dijo Publio a Marcio, que le escuchó sin dejar de mirar la escena, pero comprendió que el cónsul buscaba una explicación rápida a lo que acontecía en la representación.

- El miles gloriosus, el soldado fanfarrón -empezó Marcio-, ha sido apresado mientras intentaba cometer adulterio con la mujer de ese hombre cuyo cocinero amenaza con castrar al soldado por pretender a la mujer de su señor.

- Entiendo -respondió Publio asintiendo; sí que parecía ser algo brutal la obra; el comentario de Icetas no parecía tan exagerado viendo la representación en directo… pero la mente de Publio retornó a los problemas de la guerra y, mientras Plauto suplicaba en medio del escenario para salvar los órganos de su virilidad ante un enfervorecido público, se volvió hacia el otro lado y habló en voz baja a Lelio-. Debes marchar a África, Lelio. Tenemos que acelerar el desembarco y necesito que explores la costa en busca del lugar adecuado para desembarcar con una flota de casi quinientos barcos. Llévate legionarios de la V. Yo marcharé a Locri con la VI. Lelio dejó de mirar al escenario, meditó y, con el ceño cubierto de arrugas, planteó

una alternativa.

- ¿No sería mejor que fueses a Locri con la V? Son más leales.

- No. Es la VI la que debo llevarme a Locri, con Macieno y Sergio Marco incluidos. Tú búscame una bahía en África y, si es posible, haz alguna incursión para atemorizar la región. Debemos alimentar el miedo de Cartago a nuestra llegada.

- Pero juntar a Macieno y Marco con Pleminio puede ser peligroso -insistió aún Lelio.

- Seguramente, seguramente -concedió Publio de modo misterioso, pero con una firmeza que no dejaba lugar a más debate. Lelio calló y asintió. Los dos volvieron a concentrar su atención por un momento en el escenario. Plauto, en su papel de miles gloriosus, se había librado de ser castrado en público humillándose ante sus enemigos, que no dejaban de reírse de él y, junto con ellos, todo el público. Plauto está tumbado en la escena, de lado, hecho un ovillo, casi llorando. Los legionarios de la V y la VI, al fin, ceden en sus carcajadas y callan. Parece que, por un instante, sienten hasta pena del pobre fanfarrón del que todos han hecho mofa durante toda la representación. Plauto se levanta despacio y mira a un lado y otro del escenario con los ojos nerviosos mientras extiende sus lamentos por todos los rincones de la escena.

- Vae misero mihil Verba mihi data esse uideo… [¡ Ay, mísero de mí! Ya veo que me han engañado. Maldito Palestrión. Él me metió en este engaño. Creo que me lo merezco. Si se hiciese igual con todos los adúlteros habría menos adúlteros; pues tendrían más miedo y menos ganas de meterse en estos lances. Vayamos a casa.] -Y se calla y mira hacia el público y se agudiza el silencio en todo el gran teatro de Siracusa, se queda inmóvil e inspira fuerte y grita con toda la potencia de su voz-. ¡Plaudite, plaudite, plaudite…! [¡Aplaudid, aplaudid, aplaudid…!]

Y como un resorte, todos los legionarios de las legiones V y VI de Roma juntan sus manos y aplauden atronadoramente haciendo que las cavea del teatro de Siracusa tiemblen con el estruendo de sus palmadas.

56 Locri

Locri, sur de Italia, verano del 205 a.C.

Publio se ajustó úpaludamentum para abrigarse. La noche era extrañamente fresca para aquellas latitudes del sur de Italia entrados ya en el verano. Había cenado poco. Quizá

fuera eso. Sus hombres, sin embargo, fueron alimentados con una doble ración de gachas de trigo y carne seca de cerdo. Los necesitaba fuertes. Era la primera vez que los hombres de la VI iban a entrar en combate desde la derrota de Cannae. Para Silano y Mario, que le acompañaban en aquella incursión para reconquistar Locri, todo aquello era un error y, una vez puestos a meterse en aquella aventura, así habían denominado la campaña de Locri, habían insistido, al igual que hizo Lelio en el teatro, que habría sido mejor haber contado con los hombres de la V. Pudieran llevar razón. Sólo el pretor Pleminio y sus hombres parecían contentos de todo aquello. Esperaban sacar botín y gloria de todo aquello.

Publio se sentó en un tronco abatido por un rayo. Desde allí, gracias a la altura de la colina sobre la que se encontraba y a la luz de la luna creciente, podía observar con detalle las murallas de la ciudadela de Locri que debían conquistar aquella misma noche. Traerse a la V. Sí, seguramente, pero Lelio ya se había llevado a parte de la V para la misión de reconocimiento de las costas africanas para cuando le entraron al propio Publio las dudas sobre su complejo plan y traerse al resto de la V dejando a toda la VI con los conflictivos Marco y Macieno en Siracusa no era de su agrado. Por eso, definitiva-mente, se había reafirmado en su idea inicial, y había viajado a Locri con gran parte de los manípulos de la VI, aunque reforzó el contingente de tropas con soldados procedentes de sus voluntarios itálicos, completamente leales a su voluntad. Además, si Locri resultaba una conquista fácil, los legionarios de la VI empezarían a confiar más en él mismo, en Publio Cornelio Escipión, y dejarían de escuchar las insidias de Sergio Marco y Publio Macieno, pero era verdad que desde la colina Publio estaba detectando ciertos problemas en su gran plan: Locri era una ciudad que se extendía por un valle rodeado por dos mesetas encima de las cuales se habían levantado dos imponentes fortalezas. La idea era conquistar mediante traición uno de aquellos dos fortines, pero incluso si eso salía bien, quedaría el segundo por conquistar y éste debería ya de ser tomado a fuerza de sangre y fuego. ¿Estarían los hombres de la VI a la altura?

Mario Juvencio se acercó al general y le indicó con el dedo un punto del horizonte oscuro de la noche. Publio alzó la mirada que, distraídamente, absorto en su mundo de dudas y decisiones confusas, había bajado hasta hundirla en la hierba bajo sus pies. En la distancia, el cónsul de Roma vio una luz intensa moviéndose de lado a lado en lo alto de las murallas de la ciudadela.

- ¿Es la señal? -dijo Mario en voz baja, como inseguro, buscando la confirmación de su general antes de atreverse a lanzar un ataque.

- Es la señal -confirmó con serenidad y voz más firme Publio. No dijo más. Mario habría preferido que el general se hubiera mostrado más cauto o inseguro y así poder retrasar el ataque. Se retiró unos pasos caminando hacia atrás y llegó junto a Silano, que esperaba igual de nervioso que él.

- ¿Qué hacemos? -preguntó Silano a Mario.

- El general dice que es la señal.

Silano suspiró y a continuación escupió en el suelo.

- Sea entonces, por todos los dioses -añadió-. Vamos allá.

Ambos tribunos descendieron de la colina y fueron al encuentro de los centuriones Sergio Marco y Publio Macieno y los legionarios de la VI.

Publio permaneció en la colina rodeado de sus lictores. Desde allí se veía la masa de soldados avanzar hacia la ciudadela como una enorme serpiente oscura que ascendía lenta pero decidida hacia los pies de la muralla.

Sergio Marco y Publio Macieno tampoco tenían confianza en aquella empresa pero no habían dicho nada a sus hombres. Esperaban que el duro encuentro con la cruda realidad, acompañada de dolor, sangre y muerte, les hiciera entender que estaban bajo las órdenes de un loco. La rebelión sería mucho más fácil tras un infructuoso y estúpido ataque nocturno. Sergio Marco veía a sus hombres con cuerdas y escaleras preparadas para la ocasión como si se tratara de niños estúpidamente ilusionados en una excursión al campo de Marte por primera vez. Sin dificultad alcanzaron el pie de las murallas, pero cuando tanto él como el propio Publio Macieno habían considerado que empezarían todos los problemas, en lugar de pez hirviendo, o flechas o lanzas o piedras, de lo alto de los muros sólo llovieron escalas que caían desenrollándose por toda la extensión de aquellas altas paredes. Por ellas treparon sus hombres sin encontrar ninguna oposición, para ser recibidos arriba por ciudadanos de Locri, amigos de la causa romana, que les indicaban dónde estaban los puestos de guardia cartagineses, quienes, incautos, los habían cedido a aquella hora de la noche, para que vigilaran a unos ciudadanos que no pensaban en otra cosa sino en traicionarles. Sergio Marco y Publio Macieno asisitieron impotentes a la carnicería que con tremenda facilidad llevaban a cabo sus hombres entre los desprevenidos y durmientes centinelas africanos. Además, cuando alguno de los púnicos quedaba herido era rematado con saña por los locrenses. En poco tiempo toda la ciudadela estaba en sus manos y los cartagineses que habían acertado a reagruparse, en lugar de dar batalla optaron por huir abriendo una de las puertas de la fortaleza y buscando refugio en la otra ciudadela de Locri, todavía bajo su poder. Con la luz del amanecer, Marco y Macieno presenciaron la entrada triunfal de Publio Cornelio Escipión en aquella ciudadela liberada y reconquistada. Los legionarios de la VI, los soldados de Pleminio y los voluntarios itálicos le aclamaban.

- Esto ha sido un desastre para nuestros fines -comentó Macieno a Marco en voz baja mientras el general desfilaba triunfante entre los legionarios por las calles de aquella fortaleza.

Marco se mostró frío en su respuesta.

- El trabajo está a la mitad. Queda la otra ciudadela y los cartagineses ya no se verán sorprendidos por más traiciones. ¿Has visto estas murallas o las de la otra ciudadela?

Será imposible tomarlas. Veremos cómo de agradecidos están los hombres cuando empiecen a caer uno tras otro y sus cadáveres se apilen bajo las murallas dominadas por los cartagineses del otro fortín. Veremos entonces. Por todos los dioses. Veremos. Y se alejó ensimismado y maldiciendo, mientras Macieno ponderaba el alcance de aquella premonición.

Pasados unos días, Publio Cornelio Escipión miraba con gesto de preocupación cómo retiraban los últimos heridos bajo las lanzas púnicas de la ciudadela que los cartagineses aún preservaban junto a Locri. Todo empezó bien, muy bien, demasiado bien, con la caída en una noche de la primera fortaleza, pero ahora llevaban más de una semana atacando sin cesar el otro fuerte amurallado y todos los intentos no sólo habían sido completamente infructuosos, sino que habían diezmado las tropas que había traído para la misión. Además, los heridos se contaban ya por centenares. La misión comenzaba a complicarse más allá de lo imaginable. Todo lo contrario de lo que le había sucedido a Lelio en África. Habían llegado informes muy positivos desde Siracusa: Lelio había desembarcado en las costas africanas, en Hippo Regium, y desde allí había asolado los territorios próximos, saqueando, minando las defensas cartaginesas en la región y acumulando un sustancioso botín de guerra con el que impresionar al Senado de Roma. Y no sólo eso, sino que Lelio había aprovechado para entrevistarse con el impetuoso príncipe númida Masinisa, quien había reiterado su promesa de ayudar a los romanos cuando éstos desembarcaran con todas sus tropas en África. Más aún. Masinisa estaba impaciente por la llegada de Escipión y sus legiones. Según dejaba entrever Lelio en su informe, parecía que el joven númida sólo reprochaba la tardanza de los romanos por atacar África. Publio exhalaba el aire despacio. Buscaba un sosiego que no podía encontrar. Quizá

todos tuvieran razón y se había equivocado al ir a Locri. Sólo estaba retrasando la campaña de África que era lo realmente sustancial y encima la resistencia de los cartagineses en la segunda ciudadela estaba transformando aquel ataque en una carnicería. Publio había buscado reforzar la moral de sus tropas con una victoria fácil y, sin embargo, se estaba encontrando con una larga y lenta sangría. Era cierto que entre sus objetivos al atacar Locri había algo más que buscar una fácil victoria, pero para conseguir llevar a buen fin todos sus planes la victoria completa en Locri era necesaria. Tenía que conquistar aquella segunda fortaleza y tenía que hacerlo pronto, antes de que se complicaran más la cosas y Sergio Marco y Publio Macieno azuzaran la rebelión. Esto no había ocurrido ya por haberse traído también los hombres de Pleminio y parte de los voluntarios itálicos, cuerpos de ejército sobre los que el ascendente de los centuriones de la VI era nulo, pero si la carnicería perduraba, las insidias de Marco y Macieno pronto impregnarían las almas de los hombres de Pleminio, tropas poco acostumbradas a la lucha. Sólo le quedaría entonces la lealtad de Silano y Mario y la de los voluntarios de Italia. Publio empezó a considerar la posibilidad de construir una torre de asedio aunque aquello retrasara el ataque final, pero mantendría a los hombres ocupados con un objetivo definido y si levantaban una empalizada alrededor de la ciudadela cortarían toda fuente de suministros a los asediados. Publio era consciente de que por la noche los púnicos habían hecho salidas de aprovisionamiento que sus hombres no habían acertado siempre a impedir por completo. Aquellos cartagineses eran guerreros bastante más curtidos en el arte de la guerra y la lucha por la supervivencia que sus legionarios de la VI. Los púnicos habían luchado en Hispania durante años y habían tenido al mejor de los generales muchos años: Aníbal. Publio escuchó los cascos de un caballo ascendiendo hacia la colina en la que se encontraba frente a la ciudadela púnica. Junto con él, Silano, Mario y un nervioso Pleminio aguardaban órdenes con las que dar continuidad al ataque sobre la fortaleza. El cónsul de Roma se giró y vio a un legionario sudoroso y cubierto de polvo desmontando de un caballo agotado. Era uno de los exploradores que Publio mandaba siempre para recorrer el territorio próximo allí donde fuera que estuviera realizando acciones militares. Le gustaba estar informado de todo lo que ocurría en las regiones próximas, para evitar sorpresas. Igual que aquellos púnicos, él también había aprendido a guerrear con cierta destreza.

El jinete se aproximó al cónsul pero los lictores se interpusieron en su camino.

- Dejadle pasar. Es de los nuestros. Es de confianza.

El explorador pasó por el estrecho pasillo que le abrieron los escoltas del cónsul.

- Saludo al cónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión… -Tomó aire; jadeaba; llevaba horas cabalgando sin parar-. Aníbal, mi general… viene Aníbal… con todo su ejército. Y no pudo más y se dobló apoyando sus manos en las rodillas para recuperar el aire. Silano y Mario se miraron con sorpresa y cierto temor. Y Publio percibió una sensación similar entre sus lictores y aún mucho más nítida en la faz del pretor Pleminio. Publio guardó un segundo de silencio que empleó en ordenar sus ideas. Lo de la torre de asedio acababa de desvanecerse. Ahora eran otras las prioridades. Sergio Marco y Publio Macieno, como buitres que olfatean la catástrofe, ascendían por la colina. No se les había pasado por alto la estela de polvo que el galope del caballo de aquel explorador había levantado en el horizonte. Aquel legionario, en su afán de servirle bien y rápido, había levantado el polvo del miedo que pronto salpicaría a todos los hombres de su pequeño ejército desplazado a Locri.

- ¿A cuantos días está Aníbal de aquí? -preguntó Publio.

El explorador se reincorporó, ya con el aliento más sosegado.

- Dos días, tres a lo sumo. Llevo cabalgando toda la noche sin parar, pero la mayor parte de sus tropas son de infantería, aunque la caballería númida podría adelantarse y alcanzar Locri mañana.

Publio vio cómo Marco y Macieno llegaban a lo alto de la colina. Sus miradas inquisitivas buscaban saber cuál era el problema.

- De acuerdo -continuó Publio-. Me has servido bien, explorador -y se dirigió a uno de sus lictores-, que den de comer y beber a este hombre, vino si lo desea y buena comida y que se le permita descansar en la fortaleza que dominamos; bajo techo y en un buen lecho. -Luego Publio se volvió hacia Mario, Silano y Pleminio, pero antes de que pudiera hablar, mientras el explorador se retiraba, se escuchó la voz de Sergio Marco desde detrás de los lictores que les impedían aproximarse más al cónsul.

- ¿Qué ocurre, cónsul? Tenemos derecho a saber si hay un problema. Aquellas palabras eran merecedoras de un castigo pero Publio, mientras se giraba hacia el centurión de la VI, cruzó sus ojos con la mirada tensa y agobiada de Pleminio, recordó sus planes iniciales y, como un destello, vio con nitidez confirmada la única forma en la que ahora podría ejecutarlos.

- Dejad pasar a los centuriones de la VI -dijo el cónsul. Una vez más los lictores se retiraron. Marco y Macieno se acercaron despacio.

Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, explicó con concisión lo que ocurría a Sergio Marco y Publio Macieno.

- No ocurre nada especial en una guerra. Los sitiados han pedido ayuda y Aníbal acude con todo su ejército de veteranos y la caballería númida para ayudarles. Estarán aquí

en dos días. Eso es lo que ocurre, Sergio Marco.

El general se quedó mirando a los centuriones con intensidad. Sergio Marco tragó saliva. Estaba confuso. Debería alegrarse porque aquélla era una catástrofe aún mayor de la que nunca podía haber imaginado y, algo curioso, en lugar de alegría, sentía un frío gélido que le helaba las venas. Aníbal. Venía Aníbal. Pese a todo guardó la compostura y soltó aquello que tenía pensado decir.

- Por Hércules, esto no es bueno. Deberíamos retirarnos ahora que estamos a tiempo.

- ¿Retirarnos? -preguntó Publio despacio mientras rodeaba a Sergio Marco y le miraba girando muy despacio la cabeza-. ¿Quieres decir que los hombres de la VI legión de Roma vuelvan a retirarse ante el ataque de Aníbal tal y como ya hicieron en Cannae y por lo que sufieron años y años de destierro? ¿Es ésa la gran idea del gran Sergio Marco?

El interpelado dudó unos segundos pero se reafirmó.

- Debemos marcharnos. No como en Cannae. Debemos marcharnos antes de que Aníbal comience a masacrarnos. Eso debemos hacer.

- Comprendo -dijo Publio; se frenó en su recorrido alrededor de Marco, levantó la cabeza y habló a gritos y escupiendo saliva y bilis con cada palabra-. ¡Pues escúchame, especie de miserable rata de río inmunda! ¡Por todos los dioses que no nos vamos a retirar! ¡Mientras yo esté al mando, los hombres de las legiones V y VI de Roma nunca, nunca, nunca volverán a replegarse ante la llegada de Aníbal! ¡Ese y no otro fue el principio de todos nuestros problemas y eso va a empezar a cambiar a partir de hoy mismo!

¡Tú no eres más que un centurión, un centurión que por cierto no cumple las órdenes recibidas y cuya incompetencia será juzgada por mí próximamente, y que los dioses se apiaden de ti cuando mi ira se desplome sobre ti y tu estupidez! -Sergio Marco retrocedía y junto con él Publio Macieno le acompañaba, andando los dos hacia atrás. Publio caminaba hacia ellos. Su rostro encendido por la furia, una furia que Silano y Mario recordaban en su general cuando éste se lanzó a luchar cara a cara contra los amotinados de Suero, una furia que el pretor Pleminio desconocía y que le dejó perplejo. El general continuó aullando ante los cada vez más encogidos Marco y Macieno-. ¡Ahora marchaos de aquí y ocupaos de cumplir mis órdenes: trepad por esas malditas murallas y abridme las puertas de esa ciudadela de una maldita vez! ¡Y de Aníbal ya me ocuparé yo, porque por eso vosotros sólo sois unos míseros centuriones de una legión maldita por todos y olvidada por Roma y yo, sin embargo, soy cónsul de Roma! ¡Ya me ocuparé yo de Aníbal y de detenerle como hice en Tesino o como hice con su hermano y sus generales en Hispania! ¡Ahora desapareced de mi vista y hacedlo a buen paso! ¡O por los dioses que ordenaré que os ensarten como a dos jabalíes recién cazados!

Sergio Marco y Publio Macieno se dieron la vuelta y a paso de marchas forzadas descendieron colina abajo. En lo alto de la misma, Publio, más sosegado de ánimo, se volvió hacia Silano, Mario y Pleminio.

- Que salgan mensajeros hacia Siracusa en barco. En dos, no, en tres embarcaciones distintas para asegurarnos de que lleguen las órdenes. Hay que decirles a Marcio y Lelio que vengan en barco lo antes posible con el resto de la VI y con la V legión al completo y con un tercio más de los voluntarios itálicos. Que vengan también Terebelio y Cayo Valerio y Sexto Digicio y el propio Lelio. Que se quede Marcio al mando de Siracusa con el último tercio de voluntarios y las tropas que ya se encontraban allí. Parece ser que las «legiones malditas» se enfrentarán a Aníbal antes de lo previsto. Silano dudó pero asintió y marchó hacia la ciudadela que dominaban para organizarlo todo. Mario fue a acompañarle pero se detuvo. Mario había sido el hombre que años atrás anunció al joven cónsul la muerte de su padre y su tío. Por eso siempre Publio Cornelio había sido especialmente afectivo con él y le había permitido una proximidad que sólo le había concedido a Lelio, sobre todo al Lelio de antes de Baecula.

- Mi general -empezó Mario en voz baja-, esto puede acabar mal. Los hombres de la V y la VI aún no están preparados para volver a enfrentarse a Aníbal. Publio no se alteró.

- Eso que dices es cierto, pero tampoco puedo permitir que los hombres de la VI retrocedan ante Aníbal. Eso nunca volverá a ocurrir. Si han de morir, moriremos todos, pero las «legiones malditas» ya nunca retrocederán, esas palabras no son retórica -Publio escudriñó el rostro serio de Mario y el muy pálido de Pleminio, el pretor de Rhegium, y decidió añadir algo más-; pero enviaremos mensajeros también al cónsul Craso y a Mételo, para que sepan de los movimientos de Aníbal. Nosotros seremos el cebo. Las legiones de C^aso y Mételo pueden coger a Aníbal por la retaguardia y así le tendremos rodeado. ¿Eso no suena tan mal, no, Mario Juvencio Tala?

Mario asintió, pero aún tenía dudas.

- Pero al traer las dos legiones de Siracusa estamos incumpliendo el mandato del Senado.

- Sin duda, Mario, pero para ser más precisos, estaremos incumpliendo el mandato que Quinto Fabio Máximo con sus ideas sobre esta guerra forzó en el Senado y con sus ideas esta guerra no ha hecho sino alargarse sin fin. Ahora tenemos una oportunidad, una oportunidad -repitió el cónsul con énfasis-y la utilizaremos. La utilizaremos. Y no se hable más de este asunto.

Mario se llevó el puño derecho al pecho, dio media vuelta y desapareció entre los lic- tores. Pleminio, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, le siguió. Había buscado botín con una victoria fácil y se había metido en la boca del lobo con un general loco por jefe. Publio Cornelio Escipión se volvió de nuevo hacia la ciudadela dominada por los cartagineses. Qué pequeño parecía ahora aquel objetivo. El cónsul de Roma miró al cielo y cerró los ojos. Existía la penosa posibilidad de que Craso y Mételo, por envidia o por rencor, o por ambos motivos juntos, decidieran no mover sus legiones y dejar que Aníbal masacrara a las legiones V y VI de Roma y con ellos a su impetuoso cónsul, pero Publio confiaba en la ambición de aquellos generales romanos: una posible victoria sobre Aníbal debería empujarles por encima de sus envidias. ¿O no? Si fuera Fabio Máximo abriría los ojos y buscaría en el vuelo de las aves desentrañar los designios de los dioses, pero como no era augur, Publio se mantuvo en aquella posición y rezó, rezó intensa y vehementemente a Júpiter todopoderoso, a Marte, el dios de la guerra, y a Minerva, que siempre había protegido a Roma y guiado los pasos de aquel pobre y humilde cónsul. No solía rezar en privado, sino en público, ante sus tropas, ante el pueblo, ante el Senado, pero aquélla era una ocasión especial. Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, aquella tarde, con la próxima llegada de Aníbal, con las legiones V y VI divididas y mal preparadas, en aquella ocasión, Publio se sentía desesperado, desamparado y, aún distanciado de Lelio, profundamente solo. Lelio se encontraba en la proa de la veloz trirreme. Estaba anocheciendo, pero una creciente luna y un cielo sin nubes les ayudarían en la navegación nocturna mientras rodeaban la costa más al sur de Italia rumbo a Locri. Tenían que llegar antes del amanecer o las tropas de

Aníbal dificultarían el desembarco primero y luego la unión con los legionarios de Publio en la ciudadela. No hacía ni venticuatro horas desde que habían recibido el mensaje del cónsul pidiendo que embarcaran al resto de la VI y a toda la V legión y más voluntarios itálicos para unirse con él en Locri ante la inminente llegada de Aníbal. Una vez más Aníbal. Aquello, sin duda, no estaba en los planes del cónsul. ¿O sí? Hacía tiempo que la amistad de tantos años no se veía coronada con el adorno de la confianza ciega y Publio no compartía con él sus planes últimos para cada campaña, aunque luego recurría a él siempre, pero sólo como una herramienta más de su estrategia. Lelio escudriñaba el horizonte marino oscuro mientras pensaba. Él había encontrado consuelo en la joven Netikerty, pero ¿y Publio? Emilia, seguramente, Emilia sería ahora su mejor confidente. Una gran mujer. Pero aun así, ¿cuánto sabía ella de cómo llevar una campaña militar? Las cosas no se habrían complicado tanto si Publio le hubiera consultado. Marcio, Mario, Terebelio, Digicio, Silano, incluso el Valerio de la V, todos eran leales, pero Lelio sabía que Publio tampoco mantenía con ninguno de ellos la misma relación que tuvo con Lelio en tiempos, como cuando le confesaba los auténticos planes para conquistar Cartago Nova. Aquéllos fueron los mejores tiempos. Ahora, sin embargo, el cónsul, impetuoso como siempre, no tenía nadie que le recondujera en sus impulsos. Y pese a todo había conseguido el consulado y luego el mando de Sicilia y el permiso para lanzarse sobre África y hasta había conseguido reclutar una notable fuerza de caballería sorteando los impedimentos del Senado, pero sin control, sin dejarse aconsejar, los había empujado a todos a un enfrentamiento contra Aníbal con unas tropas faltas aún de moral y de adiestramiento y, lo peor de todo, en terreno itálico, contraviniendo el mandato del Senado: Italia era para Craso y Sicilia y África para Publio; y contraviniendo su propio plan de llevar la guerra a África. Ahora tenían que conseguir llegar y desembarcar durante la noche para incorporarse a las fuerzas romanas de Rhegium y de la VI en la ciudadela de Locri que dominaba Publio. Y mañana debían enfrentarse a Aníbal: si caían derrotados sólo les aguardaba la muerte o el tormento si eran apresados; y si, contra toda posibilidad, conseguían una victoria, Publio se vería negado de poder disfrutarla al hacerlo contra el mandato del Senado. Lelio sonrió. Nadie había derrotado a Aníbal, al menos de forma clara. En general, todo era una larga sucesión de derrotas infames ante el ejército del general cartaginés, algún empate quizá, y Claudio Marcelo, el único cónsul que había conseguido hacer huir a Aníbal en alguna ocasión, había sido abatido luego por los mercenarios del cartaginés en una emboscada que éste le tendió. Bueno, sí, quedaba el enfrentamiento entre Fabio Máximo y Aníbal, que se saldó con empate. Pero con empates sólo nunca se conseguiría que Aníbal abandonara Italia. Era todo demasiado complicado y confuso. Aquí era donde Lelio se perdía. Él podía leer con nitidez el desarrollo de una batalla, pero no la lenta progresión de una guerra cada vez más larga y dolorosa para todos. Ahí, no obstante, era donde Publio emergía siempre sin dudas, con decisión, diciendo a todos lo que se tenía que hacer y todos le seguían. Así conquistó Cartago Nova y luego toda Hispania. Hace unos días le dijo que fuera a África de reconocimiento y que él marcharía sobre Locri con parte de la VI, parte de los voluntarios y los hombres del pretor Pleminio de Rhegium. Lo dijo con la misma seguridad de siempre. En África todo marchó bien, mejor de lo que había esperado, pero Locri era un hervidero, un sinsentido hacia el que todos juntos navegaban sin freno. Los jinetes númidas cabalgaban alrededor de la fortificación de Locri donde se habían refugiado todas las tropas romanas.

- ¿Cuántos son? -preguntó Sergio Marco al resto de los oficiales que se habían encaramado junto al cónsul en lo alto de la muralla.

- Varios miles -contestó secamente Silano.

- Unos tres mil -confirmó Mario.

- La mejor caballería del mundo -añadió el cónsul-, pero la caballería vale para combatir en campo abierto, por eso nos refugiaremos aquí, dentro de la ciudadela. Además, los númidas son sólo la avanzadilla del ejército de Aníbal.

Mario y Silano no entendían la actitud del cónsul. Era como si Publio se regocijara en incrementar el temor ya de por sí muy grande de Sergio Marco y Publio Macieno, un miedo que no dudarían en compartir con las tropas de la VI y, en consecuencia, un pánico que se apoderaría de todos los legionarios en cuanto aquellos centuriones descendiesen de la muralla. Y de Pleminio, oculto por alguna esquina de la fortaleza, se podía decir otro tanto.

Aún no había terminado el cónsul de pronunciar aquellas palabras cuando los rayos del sol de la tarde que se arrastraban por la tierra del Bruttium iluminaron la silueta de centenares, miles de soldados que emergían desde detrás de las colinas que rodeaban el valle de Locri.

- ¿Aníbal? -preguntó en voz baja Publio Macieno.

- Aníbal -confirmó Mario, y luego miró al cónsul como dudando de si había hecho bien en confirmar lo que por otro lado era evidente, pero el joven general no parecía estar escuchando la conversación que tenía lugar entre sus oficiales. Sus ojos se perdían en la aún lejana maraña de soldados iberos, galos, africanos, renegados de Roma, esclavos liberados y cartagineses que, al mando del temible Aníbal, avanzaba hacia ellos.

- ¿Ha venido con todo su ejército? -preguntó una vez más Sergio Marco. Mario asintió en silencio y fue el cónsul el que habló esta vez, pero no sobre lo que preguntaba Marco.

- ¿Cuántas catapultas hay en la fortaleza?

- Dos en buen estado y dos más que necesitan ser reparadas -respondió el siempre eficiente Silano.

- Pues que las reparen rápido. Nos harán falta -continuó el cónsul-. Y las dos que están bien, que las dispongan detrás de la puerta, a unos cincuenta pasos. Ése es el punto más débil de esta ciudadela. Atacarán por ahí primero y luego por todas partes. Mientras hablaba el cónsul, los jinetes númidas, que hasta ese momento se habían limitado a cabalgar alrededor de la ciudadela, empezaron a aproximarse en pequeños grupos y a arrojar lanzas hacia lo alto de las murallas. Eran hábiles y la mayoría de las mismas sorprendió a los romanos porque pasaban por encima de las almenas cayendo sobre la ciudad como una lluvia intermitente de dardos mortales. Muchas no daban en blanco alguno, pero unas decenas se clavaron en legionarios que no esperaban un ataque tan fulgurante. Los gritos de los que eran atravesados sobrecogieron el alma de todos en la pequeña fortificación de Locri. Pleminio, el pretor de Rhegium, ascendió la muralla buscando al cónsul. Llegó aullando y escupió a los lictores que le impidieron acercarse hasta el general y sus oficiales.

- ¡Por Hércules! ¿Qué hacemos aquí dentro con todas las tropas en lugar de salir y acabar con esos malditos númidas?

A una señal de Publio, los lictores dejaron pasar al pretor. Éste avanzó hacia el cónsul con el rostro rojo de ira cuando sus ojos se percataron del ejército de Aníbal aproximándose hacia la ciudad. Eran más de veinte mil hombres, más la caballería númida que los acosaba. En la ciudadela, entre las tropas de la VI y los voluntarios desplazados por el cónsul y los hombres del pretor no habría más de seis mil hombres. Pleminio se quedó

petrificado ante el inmenso ejército cartaginés, cada vez más próximo. El cónsul respondió al pretor con tranquilidad.

- Cuando tú quieras, Pleminio, tienes mi permiso para salir con tus hombres de Rhegium y enfrentarte a Aníbal. Por mi parte, mis hombres y yo mismo nos quedaremos aquí dentro y esperaremos al resto de las tropas que he mandado traer de Siracusa. Pero si tú tienes prisa en salir, no seré yo quien te lo impida.

Pleminio guardó silencio. Todos callaban. En otro momento y circunstancia, Mario y Silano se habrían reído, pero la situación era demasiado grave para chanzas, aunque el cónsul parecía muy seguro de tenerlo todo controlado.

- Que retiren a los heridos y que habiliten un lugar en el centro de la fortaleza donde cuidarlos. He traído a nuestro mejor médico con nosotros. Él se ocupará de organizarlo todo. -El cónsul daba órdenes con la serenidad manifiesta de quien está acostumbrado a hacerlo desde hacía mucho tiempo; todos le escuchaban-. Los hombres de Pleminio, si no tienen interés en salir, que defiendan desde el interior. Que se encarguen de las catapultas y de proteger la puerta. La mitad de ellos en esas funciones. La otra mitad que descanse refugiándose de las lanzas y las flechas. Tendremos que hacer turnos para defendernos. La VI -continuó dirigiéndose a Sergio Marco y Publio Macieno-que se divida también en dos grupos. Un primer contingente a las murallas y el otro que descanse para ser el relevo durante la noche.

Los centuriones de la VI asintieron y se alejaron sin sus habituales impertinencias. Rodeados por el ejército de Aníbal no era el momento de mostrarse locuaces ni de promover una rebelión. Al menos no hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos de aquel asedio.

Silano se acercó al cónsul y le habló en voz baja.

- Habíamos venido para asediar y ahora somos los asediados. -Pero lo dijo sin traslucir reproche en sus palabras, como quien reflexiona entre dientes.

- Así es, Silano -le respondió el cónsul-. Así es. La guerra con Aníbal siempre está

llena de sorpresas. Es difícil saber cuáles serán sus reacciones o sus movimientos, pero lo importante ahora es resistir su embestida y confiar en que se sienta lo suficientemente seguro por su superioridad numérica como para no cercarnos por la noche. De esa forma podremos abrir las puertas y dejar que Lelio y sus tropas se unan a nosotros antes del amanecer.

- ¿Llegará Lelio a tiempo? -preguntó Mario.

Publio Cornelio Escipión se giró hacia Mario y le miró como quien mira a alguien que ha dicho algo absurdo.

- Lelio llegó a tiempo en Tesino y en Cartago Nova. Llegará a tiempo también en Locri. Siempre lo ha hecho.

Mientras hablaban, Aníbal había dispuesto a todas sus tropas en formación de ataque: iberos v galos al frente, africanos y púnicos tras ellos. La caballería númida, una vez retirada de las murallas en un ala, y el otro extremo, otro fuerte contingente de caballería cartaginesa, aunque algo más escaso en número.

- ¿Qué espera para lanzar el ataque?-preguntó Silano.

- Nada -dijo el cónsul y, al pronunriar aquella palabra, los mercenarios hispanos y galos se lanzaron al ataque con un enorme vocerío. No llevaban escalas, sino lanzas, flechas y espadas.

- Tenemos que resistir este primer ataque. Aníbal sólo busca desmoralizar a nuestros hombres. No ha reunido aún material de asedio. Eso lo hará en los próximos días con ayuda de los cartagineses de la otra fortaleza y de todo aquello que pueda coger de la ciudad. Ahora tenemos que resistir. El cónsul tuvo que terminar su comentario elevando su voz con gran potencia para hacerse oír por encima de los alaridos irrefrenables de los iberos y galos que cargaban contra los muros de Locri arrojando lanzas y flechas en llamas por encima de las almenas y contra la puerta de la fortaleza.

- ¡Aseguraos de que se apague el fuego de la puerta! -gritó el cónsul-. ¡Lo demás no importa, pero por todos los dioses, asegurad la puerta!

Lelio veía cómo la costa itálica se dibujaba en la negrura de la noche. Aún les quedaban varias horas de navegación y el viento había amainado.

- ¡Remad con más fuerza! -espetó a los oficiales de la trirreme. Los marineros redoblaron sus esfuerzos para compensar las velas inútiles desinfladas ante la ausencia de viento-. ¡Remad, remad, remad! ¡Por Hércules! ¡Hemos de llegar esta noche! -y luego sin gritar ya, para sí mismo, a la vez que se volvía hacia la proa-, hemos de llegar esta noche, esta noche…

En el silencio de un mar sin olas y sin viento, el choque rítmico de los remos contra la superficie del agua de decenas de barcos repletos de soldados acompañó la mirada nerviosa de un preocupado y aturdido Cayo Lelio, abrumado por la responsabilidad a la que le ataba un juramento, proteger siempre a Publio Cornelio Escipión hasta el final de sus días, hasta que la muerte se llevara al propio Lelio por delante, damnatus est, le dijo Fabio Máximo. Damnatus. Sí. Maldito. Igual que aquellas legiones, igual que toda aquella guerra. Aníbal contemplaba expectante el ataque de sus tropas. Era un tanteo. Sólo quería saber hasta qué punto pensaban resistir esos romanos. ¿Estaba Escipión realmente entre aquellos muros? Le costaba creerlo. Tenía asignada Sicilia. Eran Craso o Mételo los que debían haber atacado Locri. ¿Dónde estaban las legiones de Craso y Mételo? ¿Cuántos hombres había en la ciudadela dominada por los romanos?

Maharbal regresaba de la ciudadela dominada por los cartagineses y que había lanzado la llamada de auxilio a Aníbal.

- Tienen unos cinco mil hombres. Somos cuatro veces más que ellos por lo menos, si no más. Será cosa de tiempo que se rindan -explicó el jefe de la caballería púnica.

- ¡Por Baal y Tanit, Maharbal! No tenemos tiempo para un asedio -respondió Aníbal-. Craso o Mételo pueden poner en movimiento sus legiones en dirección a Locri en cualquier momento. Tenemos que entrar en esa ciudadela antes de que lleguen. Sólo entonces podremos asegurar nuestra posición. La puerta parece el punto más débil. Mañana nos lanzaremos sobre ella. Al amanecer.

Una andanada de piedras llovió del cielo. Aníbal y Maharbal estaban hablando a unos doscientos pasos de la muralla, rodeados por una decena de soldados africanos. Varias piedras impactaron sobre tres de los guardias, uno en pie apenas a tres pasos de Aníbal. Los soldados africanos cayeron abatidos por el golpe mortal de las piedras. Sus cuerpos se retorcían de dolor mientras la sangre fluía por debajo de sus cascos abollados. Aníbal levantó la mirada hacia las murallas.

- Tienen catapultas. -Luego guardó un segundo de silencio y se volvió hacia Maharbal-. ¿Se ha confirmado la presencia de Escipión en la ciudadela?

Maharbal asintió al tiempo que respondía.

- Así es, mi general.

Aníbal volvió a mirar las murallas.

- Es raro que haya venido con sólo esos hombres…

- No esperaría que respondiésemos a su ataque trayendo todas nuestras fuerzas.

- Sin duda -concedió Aníbal mientras nuevas andanadas de piedras caían a su alrededor-. Nos retiraremos cien pasos, lejos del alcance de sus catapultas. Veremos cómo de firmes se muestran después de una noche apagando los incendios y amontonando heridos. Y que todos nuestros hombres se mantengan alejados del alcance de las catapultas. Que arrojen flechas en llamas y que se requise en la ciudad todo el material propicio para escalar esos muros. Y difunde entre todas las tropas que si mañana atrapamos a Escipión, vivo o muerto, habrá grandes recompensas para todos. Aníbal dio media vuelta y se alejó de las murallas seguido por su guardia, que había sido reforzada por nuevos soldados que sustituían a los que acababan de caer. Maharbal se dirigió a la ciudad en busca del material que había solicitado el general. Mañana al amanecer derribarían la puerta de la ciudadela romana y entrarían a sangre y fuego. Se impondrían por la veteranía de sus hombres y por su tremenda superioridad numérica. Habría bajas, eso estaba claro, en todo asalto las había, pero la idea de cazar a Escipión, el general que había derrotado a los ejércitos de Asdrúbal y Giscón, era un gran aliciente y si encima el general prometía recompensas, todos, iberos, galos, númidas y los propios cartagineses, se mostrarían especialmente despiadados y crueles. Cuánto se alegraba Maharbal de no ser un romano bajo las órdenes de aquel joven cónsul de Roma que olía ya más a cadáver pasto de los buitres que a general de las legiones.

- ¿Se sabe algo de Lelio? -Era Silano el que preguntaba a Mario Juvencio. Habían regresado a lo alto de la muralla después de una desmoralizadora inspección de la puerta de la ciudad.

- No, no sabemos nada. Ningún mensajero. Nada -respondió Mario-. Parece que se retiran.

- Nos dejarán dormir con nuestro miedo. -Silano hablaba con frialdad, pero incluso en su voz se dejaba entrever una creciente desazón.

- ¿Y el cónsul? -preguntó Mario.

- Visitando a los heridos, que son muchos.

- Eso está bien.

- Sí, pero no resuelve nuestros problemas -sentenció Silano.

- ¿Y no ha preguntado por Lelio?

- No.

- Es extraño -continuó Mario-. Yo supondría que debe de estar tan preocupado como nosotros, como todos.

- Es posible, pero se esfuerza en no aparentarlo. Lo único que les queda a nuestros hombres es la tranquilidad que da verlo caminando entre los incendios de los almacenes, dando órdenes, animando a unos, escuchando a los heridos… -Silano elaboraba sus pensamientos mientras los pronunciaba-. Es como si luchar contra Aníbal fuera algo normal para él. Todos estamos preocupados, tenemos al mayor de nuestros enemigos a quinientos pasos, con un ejército que nos quintuplica en número y nuestro cónsul se pasea por la ciudadela como si al amanecer estos muros fueran a resistir cualquier ataque. Y las puertas…, ¿has visto las puertas?

- Las puertas están en ruinas -confirmó Mario-. Los cartagineses han arrojado tantas flechas en llamas contra ellas que me sorprende que los hombres de Pleminio hayan conseguido apagar las llamas. No sé qué haremos mañana.

- ¿Qué tendrá pensado?

- ¿Aníbal? -inquirió Mario confundido.

- No, el cónsul.

Mario tardó unos instantes en responder. Se giró hacia el interior de la ciudadela. Escipión caminaba hacia ellos escoltado por los lictores.

- No lo sé, Silano, pero pronto podrás preguntárselo a él mismo. En un minuto, el cónsul ascendió la muralla para reunirse con sus dos oficiales de confianza en Locri. Una vez con ellos miró hacia el campamento cartaginés.

- Se han retirado al fin -comentó Publio.

- Así es, mi general… -confirmó Silano, pero su voz quedó colgando; quería preguntar al cónsul sobre qué hacer al día siguiente, pero no sabía cómo hacerlo sin dejar traslucir su preocupación.

- Las puertas, ¿las habéis visto? -comentó Publio Cornelio Escipión a sus dos tribunos. Éstos asintieron-. No resistirán ni media hora. No nos queda más remedio que salir antes de que entren. Atacaremos al amanecer. Preparadlo todo para organizar una salida. Sólo nos queda usar el factor sorpresa. Los cartagineses no esperan que salgamos a campo abierto. Eso nos dará algo de ventaja.

El cónsul dio media vuelta y no hubo tiempo para hacer preguntas. Silano y Mario se miraron entre sí. Luego dirigieron su vista hacia el inmenso campamento de Aníbal. La sorpresa no sería suficiente para sobrevivir a todo el ejército púnico, ibero, galo y númida si la relación era de cinco a uno a favor del enemigo. Todo estaba preparado para el combate. Aníbal desfilaba por delante de sus tropas dispuestas en formación de ataque a mil pasos de la ciudadela romana. Locri, la ciudad en litigio, se extendía a los pies de aquellas colinas como un testigo mudo a la espera de saber quién de los dos contendientes sería su nuevo dueño. En el otro extremo de la ciudad, las puertas de la ciudadela cartaginesa se habían abierto para dejar salir a sus soldados para unirse al gran ejército de Aníbal, el general temido por todos los romanos, que no había dudado en venir a rescatarlos del ataque nocturno del cónsul Escipión. Aníbal ordenó que una avanzadilla de trescientos iberos ascendiera directo hacia la puerta cargados con más dardos incendiarios, lanzas y otras armas arrojadizas. En poco tiempo las llamas consumirían el endeble portalón de madera que daba acceso al corazón de la ciudadela. Por el agujero abierto en la protección de la fortaleza el resto de iberos y todos los galos entrarían en tropel y, una vez sembrado el desorden, miles de africanos se lanzarían a escalar unos muros desprotegidos al tener que combatir sus defensores en el interior. Luego vendría la matanza. Tenía curiosidad por encontrar el cuerpo del cónsul, el más joven cónsul que nunca Roma había elegido, y que, sin embargo, había derrotado en el pasado a su hermano Asdrúbal y también a Giscón. Lo de Giscón no le sorprendía. Aníbal no le tenía en gran valía, pero sí le sorprendía que, en Baecula, su hermano no hubiera podido detener el empuje de las legiones comandadas por ese Escipión. Podría él ahora cortar el dedo de la mano del cadáver del joven magistrado y extraer así otro anillo consular romano que añadir a su colección de trofeos que sus dedos exhibían orgullosos, junto con los anillos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y Claudio Marcelo. Anillos deslumbrantes que el general acariciaba con la otra mano mientras observaba cómo la avanzadilla de iberos se acercaba a la puerta de la ciudadela romana. Junto a esos anillos deslumbrantes, el anillo de plata remachado en una turquesa en el que Aníbal guardaba una dosis mortal de veneno parecía una pobre compañía para colegas tan majestuosos como víctimas de la soberbia o de la mala fortuna de sus anteriores amos. Los iberos estaban a doscientos, ciento cincuenta, cien pasos de las puertas cuando varias andanadas de piedras y grava cayeron sobre ellos lanzadas desde las catapultas del interior de la fortificación. Una decena de guerreros fueron heridos y quedaron atrás, mientras sus compañeros seguían avanzando hasta situarse a escasos setenta pasos de las puertas desde donde arrojaron flechas y lanzas en llamas que se clavaban entre la vetusta madera de los portones de la ciudadela. El incendio empezó y los iberos iban a cantar victoria por haber alcanzado su objetivo con tan poca oposición justo en el instante en que las pesadas y heridas puertas se abrieron crujiendo por sus entrañas desencajadas y medio consumidas y envueltas en el fragor de las llamas y su calor abrasador. Al abrirlas, cada portón quedó bajo sendos andamios de madera, dispuestos al efecto, para que desde lo alto de los mismos arrojaran varios calderos gigantes de agua fresca que amortiguaron el efecto de las llamas en pocos segundos. Los iberos esperaban que las puertas fueran a cerrarse de nuevo una vez apagado el fuego por los romanos tras su hábil estratagema, por lo que sin pensarlo dos veces se lanzaron hacia la puerta abierta de par en par desenvainando sus sedientas espadas de doble filo. No habían alcanzado aún su objetivo cuando de entre el humo de los portones desvencijados emergió un torrente de legionarios armados con sus pila, protegidos por sus escudos, en perfecta formación, que los embistió con furia. El impacto de los hispanos con el inesperado enemigo que, contra todo pronóstico, salía a luchar fuera de las murallas, fue sangriento. Por un lado, los pila se abrieron camino entre las carnes desprotegidas de los valientes pero poco precavidos guerreros iberos y, por otro, desde lo alto de las murallas, lanzas y saetas romanas descendían afiladas y en tropel hacia el corazón de los iberos. Pese a todo, los guerreros traídos por Aníbal desde Hispania resistieron y habrían podido hacer regresar a los manípulos de legionarios que habían salido a luchar para defender la puerta, de no ser porque tras esos primeros manípulos emergieron, como escupidos por la ciudadela, más y más manípulos de legionarios, dos, tres, cuatro, seis, ocho, diez, más de trescientos legionarios ante ellos y seguían saliendo más y más, hasta el punto que se vieron rodeados por romanos en una acción tan rápida como inesperada que los hizo replegarse en un vano intento por escapar de aquella trampa mortal. Aníbal lo contemplaba todo desde la distancia. Las puertas estaban abiertas, sí, pero ante ellas habían caído muertos más de doscientos de sus guerreros, una pérdida grave en aquella guerra en la que tanto le costaba conseguir refuerzos que apenas llegaban desde África y que ya no podían llegar más desde una Hispania que ese mismo Escipión que ahora le había sorprendido había conquistado cercenando sus fuentes de aprovisionamiento en la península ibérica. Escipión salió con los últimos manípulos y a paso de marchas forzadas se puso al frente de sus tropas. Junto a él, Pleminio, sudoroso, asustado, a un lado y Mario y Silano al otro, encararon al ejército de Aníbal. Macieno y Marco estaban entre las unidades legionarias. El general cartaginés les observaba no sin cierta sorpresa.

- Hay que reconocerle agallas a ese romano -dijo Aníbal.

- No tiene nada que hacer -respondió el jefe de la caballería cartaginesa-. Ha sacado todas sus tropas y ha conseguido sorprendernos, pero en cuanto empiece la batalla les masacraremos.

- Así es -dijo Aníbal, pero de pronto una duda le recorrió el cuerpo como si de un escalofrío se tratara-. ¿Sabemos algo de Craso o Mételo?

Maharbal comprendió lo que preocupaba al general. -No se han movido de sus posiciones. Siguen a dos días de marcha al menos. Eso decían los últimos exploradores. Aníbal asintió más tranquilo.

- Entonces no entiendo qué espera ese general romano -añadió mirando hacia la posición de Publio y sus oficiales. Aníbal respiraba con profundidad. Aquel general romano ya se había cruzado con él en el pasado; cierto que entonces no era cónsul, sino apenas un muchacho, en Tesino y Trebia, o un joven tribuno en Cannae. Luego supo de aquel Escipión por sus batallas en Hispania: la conquista de Cartago Nova, su victoria en Baecula sobre Asdrúbal y luego la batalla de Ilipa donde puso en fuga al mismísimo Giscón. Asdrúbal era demasiado impetuoso pero inteligente y no pudo con el romano, aunque se las arregló para rodearlo y llegar a Italia evitando más enfrentamientos. Y Giscón, aunque siempre vanidoso, era tenaz y hábil para aprovechar los recursos de un buen ejército. No tenía sentido que el general que había conseguido doblegar a todos aquellos líderes de Cartago estuviera ahora dispuesto a suicidarse combatiendo contra un ejército más veterano, mejor preparado y cinco veces más numeroso.

- ¿Atacamos? -preguntó Maharbal, presionado por las miradas impacientes del resto de los oficiales-. Los iberos están deseosos de vengar a los suyos. Es un buen momento para dejarlos que se resarzan cortando cabezas romanas.

Aníbal quería asentir pero seguía firme, rígido, tenso. Algo no estaba bien. Entonces, en la distancia, justo detrás de las posiciones romanas, surgiendo desde más allá de las murallas de Locri, ascendiendo desde la playa, apareció un regimiento de caballería romana. No eran muchos, quizá cuatrocientos o quinientos jinetes, pero eso no era lo importante. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían?

- Están llegando refuerzos -dijo Aníbal-. ¿Seguro que Craso y Mételo no se han movido?

- Eso es lo que decían los exploradores -respondió Maharbal-, y aunque lo hubieran hecho, es demasiado pronto. Además, éstos vienen de la playa.

- La playa… -Aníbal comprendió su error en un segundo. Puso las manos en jarras y miró al suelo. Había estado siempre pendiente de Craso y Mételo, que también podrían llegar, pero Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma con tropas asignadas para Sicilia, igual que había llegado a Locri desde aquella isla, había reclamado refuerzos allí mismo, donde tenía control pleno, y estos refuerzos habían llegado por mar. Por mar. Aníbal sonrió. Aquel romano seguía siendo hábil. Ya salvó a su propio padre en Tesino y luego detuvo la persecución de los númidas deshaciendo el puente. Y en Cannae se las ingenió para salir con vida con casi dos legiones enteras…

Cuando Aníbal volvió a levantar la cabeza no se sorprendió, al contrario que sus oficiales. Tras la serie de turmae de caballería romana, venían decenas, centenares de legionarios que se incorporaban a las filas del general romano. Aníbal volvió a sonreír cuando veía que el cónsul ni tan siquiera miraba atrás. Él ya sabía quién estaba llegando.

- Ha traído todas sus tropas de Siracusa -dijo Aníbal a Maharbal-. Dos legiones enteras. Ahora ambos tenemos aproximadamente el mismo número de soldados. Maharbal asintió, pero se negaba a ceder con facilidad.

- Pero si son las tropas de Sicilia, eso quiere decir que son la V y la VI, las que los romanos llaman «malditas». Son los que huyeron de Cannae. Podemos volver a vencerles y esta vez no dejaremos ninguno con vida.

Aníbal escudriñaba el ejército del cónsul. La idea de Maharbal resultaba de lo más tentadora, pero quién sabía si aquel general romano no guardaba más sorpresas. Ya había tenido dudas en acudir a Locri, y cuando parecía que tenían ante ellos una fácil victoria, todo cambiaba y se transformaba en un complejo reto. Las «legiones malditas». Sí, así las llamaban. Hombres desmoralizados y desterrados y, sin embargo…

- El cónsul que comanda esas legiones no parece un cobarde -dijo Aníbal-, y también huyó de Cannae. No estoy seguro de querer entrar en batalla campal, cuando tenemos a cuatro legiones más a nuestras espaldas sin localizar con exactitud. Craso y Mételo pueden decidir venir en ayuda de Escipión y entonces nos cercarán por delante y por detrás. Todavía tenemos la posibilidad de unir nuestras fuerzas a las que Magón está reuniendo en el norte y volver a hacernos fuertes en Italia. Una derrota aquí terminaría con todo eso. Incluso aunque ganáramos a ese romano, tendríamos muchas bajas y al amanecer, tras la batalla, podrían llegar Craso y Mételo. No, Locri no merece tanto esfuerzo. Quizá sea mejor replegarse, pero no lo sé, he de meditarlo. Manten las tropas en formación de ataque. Si el cónsul quiere batalla la habrá. No puedo permitirme tampoco el lujo de hacer huir a mis hombres ante un enemigo que ataca, pero si el cónsul no se decide, quizá nos retiraremos durante la noche. Envía un mensajero a la pequeña guarnición que aún queda en nuestra ciudadela y diles que esperen instrucciones. En cualquier caso, el viaje habrá servido para ganar refuerzos al recuperar a los soldados que teníamos en Locri. Eso compensará algo las bajas de esta mañana.

- Pero no compensará a los iberos -apostilló un apesadumbrado Maharbal.

- Eso es cierto, por eso necesito tiempo para pensar, pero si cada vez que los galos o los iberos han deseado algo les hubiéramos hecho caso ya no quedaría nadie con vida de nuestro ejército. Hay que saber cuándo la venganza es posible y cuándo ésta debe esperar. Si se muestran rebeldes, diles que les prometo que tendrán mejor ocasión de vengar a los suyos. Mi palabra aún tiene algo de valor entre ellos. Si hace falta, recuérdales que mi esposa es de los suyos. -Aníbal recapacitó un instante y recordó su manifiesta infidelidad con esclavas de toda índole y, especialmente, con la hermosa mujer de Arpi-. No. Mejor de eso no digas nada. Mi palabra deberá bastarles.

Maharbal se retiró para cumplir las órdenes y con él se reunieron los oficiales. Era raro que otro oficial se dirigiera directamente a Aníbal, con excepción de Maharbal. Aníbal se quedó solo al frente de su ejército, rodeado por sus guardias. El recuerdo de sus infidelidades le hizo ir más allá aún y traerle a la memoria su noche de bodas. Imilce fue una joven dócil y hermosa. Nunca planteó problemas. Y, en su momento, fue útil en las campañas de Iberia. ¿Qué sería de ella? Había recibido alguna noticia desde Cartago indicándole que Giscón, cumpliendo con su misión de protegerla, la había llevado consigo a la capital púnica. Si así había sido quizá sus amigos, los pocos que aún le quedaban allí, la protegerían. También había oído que el mismo general romano que estaba ahora ante ellos con las legiones V y VI había ordenado la destrucción de Cástulo, la ciudad de Imilce. La amistad o la unión con él, con el supuestamente gran Aníbal, no parecía ser fuente de grandes premios: su hermano Asdrúbal había muerto y su esposa se había quedado sin ciudad y sin familia. ¿Qué les depararía el destino a Magón, su hermano pequeño, o a Maharbal, que tan lealmente le servía? Miró hacia arriba. El sol estaba en lo alto. Había ascendido en ángulo desde su derecha y bajaría por la izquierda. Si los romanos atacaban, nadie lo tendría de frente. Y no había viento ni se veían nubes que presagiaran lluvia. Era un buen día para una batalla. Bien, todo está en manos de aquel cónsul. Si entraban en combate lo más posible era que derrotaran a esas legiones. El problema vendría luego, si Craso y Mételo venían con rapidez. Aníbal exhaló algo de aire de golpe. Siempre podrían refugiarse en las ciudadelas de Locri y resistir. Era la única solución y pasaba por ensartar con su espada a un cónsul más. La caída de un cónsul, por otro lado, siempre motivaba a sus tropas. Era como un revulsivo. Les hacía sentir que eran superiores. Nadie antes había estado en un ejército que hubiera dado muerte a tantos cónsules de Roma, cuatro al menos si se contaba a Crispino, que murió no en el campo de batalla pero sí por las heridas sufridas contra aquel ejército, su ejército. Además, la muerte del joven Escipión sería un golpe de efecto contra la agotada moral de Roma. Sí, era tentadora la idea de Maharbal de atacar de todas formas, pero algo en su fuero interno le decía que era arriesgarlo todo. Era como dejarse llevar por una posible victoria en una batalla dejando de lado la posible victoria total en la guerra. Quizá debía dar más tiempo a Magón y a la rebelión gala que estaba azuzando su hermano pequeño en el norte, que ya había dado algunos jugosos frutos, como la muerte del hijo de Quinto Fabio Máximo. Aníbal Barca meditaba bajo el sol de aquel verano. Tras él su poderoso ejército. Frente a él, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma. Había anochecido. El ejército romano mantenía sus posiciones. Publio, rodeado de todos sus oficiales, observaba cómo las tropas de Aníbal parecían replegarse para pasar la noche.

- Esta noche ya no atacarán -dijo el joven cónsul, y se llevó la mano al cuello. Hacía media hora que apenas se movía y llevaba varias horas en pie, aguardando, esperando la decisión de Aníbal.

- Seguramente dejarán centinelas toda la noche -continuó Lelio-. Habrán levantado tiendas y pasarán la noche junto a las hogueras. -Y señaló un poco más atrás de donde habían estado situados los cartagineses. Allí se vislumbraban pequeñas hogueras que iban creciendo en número y en tamaño.

- ¿Qué hacemos nosotros? -preguntó Silano al cónsul. Publio tardó en responder. Ahora sentía cómo todos estaban algo más tranquilos. La llegada in extremis de los refuerzos de Lelio había apaciguado un poco los ánimos, pero en el fondo seguía percibiendo dudas entre sus hombres. Al menos, recurrían a él. Eso estaba bien. Sólo desde la lealtad podrían salir todos indemnes de aquella situación.

- Mantendremos un fuerte contigente aquí fuera, toda la noche -comenzó al fin el cónsul-. Que enciendan antorchas a lo largo de toda la formación. Quiero que Aníbal sepa que no vamos a retroceder. Que sean los velites de ambas legiones los que se encarguen de esta guardia nocturna. El resto de los hombres que se refugien en la ciudadela y que duerman bajo techo todos los que puedan. A medianoche, que los velites sean relevados por los principes y antes del alba, que éstos sean reemplazados por los hastati. Con el nuevo día saldremos todos de nuevo. Todos. Para luchar contra Aníbal. Publio miró a sus tribunos y centuriones. Asintieron y se retiraron. A todos les parecía un buen plan. A todos menos a Lelio. Éste, recordando lo ocurrido en Baecula, donde le contradijo en público, esperó a que el resto se marchara y cuando se quedó a solas con Publio le hizo una pregunta.

- ¿Por qué Aníbal mantiene a sus tropas al raso y no aprovecha la otra ciudadela para que sus hombres descansen?

Publio miró hacia las hogueras del improvisado campamento cartaginés. Luego se volvió hacia Lelio.

- No lo sé -dijo-. No lo sé… quizá quiera estar preparado por si lanzamos un ataque sorpresa, como hicimos esta mañana, pero no lo sé… -Y ambos se quedaron forzando sus ojos para intentar ver en la negrura de la noche aquello que sus mentes no acertaban a entender.

57 Fantasmas entre la niebla

Locri, sur de Italia, verano del 205 a.C.

El amanecer fue lento. Una espesa niebla acompañaba los primeros brillos de un sol al que parecía costarle mostrarse por encima de las colinas. Desde lo alto de la muralla de la ciudadela, cada centinela se concentraba en ser el primero en poder transmitir al resto los movimientos de las tropas cartaginesas. El cónsul había ordenado que se distribuyera un rancho una hora antes del alba y que cada manípulo, según terminara el desayuno de gachas de trigo con leche y pan, saliera para formar en el exterior de la fortaleza. Así, con el nuevo día aún anunciándose en el horizonte, las legiones V y VI ya estaban de nuevo en formación preparadas para recibir el embate de los temidos hombres de Aníbal. Publio, fiel a su costumbre, se situó al frente, pero protegido de cerca por sus oficiales más leales y por los doce lictores de su escolta. Hacía fresco en aquel amanecer, pese a estar en junio, y el cónsul, de pie, se ajustaba el paludamentum de modo que le tapara bien brazos y muslos.

- No se ve nada -comentó Silano, junto al general. Alrededor estaban, como de costumbre, Lelio, Marcio y Mario como tribunos de confianza del cónsul y Sergio Marco quien, recordando el pasado enfrentamiento con Aníbal en Cannae, pensó que era mejor estar próximos a Publio Cornelio Escipión. Terebelio y Cayo Valerio estaban ubicados comandando la V. Digicio, por expresa voluntad del cónsul, había marchado junto a Publio Macieno en el otro extremo de la formación para supervisar el mando de la VI. Pleminio se había mantenido al lado del cónsul y había enviado a un subordinado a encabezar a sus tropas de Rhegium. Las palabras de Silano fueron sólo respondidas por el silencio de los demás. Todos miraban hacia delante. ¿Qué habría detrás de aquella espesa niebla? Todos temían a esa densa blancura que más de una vez había sido aprovechada por Aníbal para masacrar a los romanos en el pasado, como ocurrió junto al lago Trasimeno. Todos compartían ese mismo temor, pero ninguno se atrevía a expresarlo, al menos no delante del cónsul, quien, impasible, permanecía junto a ellos, oteando como uno más el horizonte en busca de respuestas.

- Que avancen los velites -ordenó Publio-. Si Aníbal piensa atacar aprovechando la confusión de la niebla quiero que se encuentre con el obstáculo de nuestra infantería ligera antes de lo que tenía pensado. Cayo Lelio miró a Publio.

- Cuando avancen les perderemos de vista -dijo Lelio poniendo en su boca las mismas dudas que tenía el resto.

- Lo sé -respondió Publio-, pero si ataca Aníbal, sus gritos servirán de aviso para las legiones. Sabremos por dónde atacan, si por el flanco derecho, el izquierdo o… por todas partes. Además, esta espera es peor para los hombres. Su miedo no hace sino crecer. Y que vaya Cayo Valerio al frente. Es el más experto en el combate cuerpo a cuerpo de la V, elprimus pilus, el hombre al que más respetan. Lo quiero al frente de la formación. Aunque no le vean, su voz se hará sentir por encima del fragor de la lucha cuando ésta empiece. Que Terebelio, Digicio y Macieno permanezcan retrasados.

Lelio iba a seguir con sus dudas, aunque lo que decía Publio tenía sentido, cuando un explorador enviado a la ciudad de Locri a recabar información llegó hasta el puesto de mando. Detuvo su caballo, bajó de su montura y, cruzando entre los lictores, llegó hasta el cónsul.

- Te escucho, soldado -dijo el cónsul.

- He cabalgado siguiendo la formación de nuestras tropas, mi general. La niebla espesa es tan densa que en la ciudad apenas si se ve de una casa a otra. Todos los ciudadanos están encerrados en sus casas. Dicen que los cartagineses de la otra ciudadela bajaron ayer por la noche y saquearon algunas granjas próximas a la ciudad y que incluso intentaron apropiarse del tesoro del templo de Perséfone, pero un grupo de ciudadanos armados lo impidió. Los cartagineses se retiraron riendo diciendo que ya regresarían al amanecer para coger toda la plata y el oro del templo, violar a las mujeres y matar a todos los hombres por haber hecho venir a nuestras tropas. Decían que al amanecer atacaría Aníbal y eso sería el fin de los romanos y luego de todos ellos, mi general, eso es lo que dicen en la ciudad.

Silano y Mario contenían la respiración. Lelio miraba de nuevo hacia la espesa niebla pero sin conseguir ver nada. Sergio Marco empezaba a considerar la posibilidad de huir. Pleminio apretaba los labios y ponderaba algo similar. Podría decir que va junto a los suyos y luego escabullirse entre la misma niebla. Era una buena idea. Una vez muertos todos los legionarios de la V y la VI y el propio cónsul no quedarían testigos para hablar de su traición, pero, claro, ¿dónde esconderse de Aníbal y sus mercenarios? La misma duda le mantuvo junto al resto de los oficiales.

- ¿Has hablado con alguien más de esto? -preguntó el cónsul al explorador.

- No, mi general. Mis órdenes decían que debía informar sólo al general de lo que averiguara.

- Has hecho bien, por todos los dioses. Tu servicio tendrá recompensa. Ahora te ordeno que te quedes aquí, junto a mis oficiales -añadió Publio mirando a sus lictores para asegurarse de que éstos harían cumplir aquella orden en caso de que el joven explorador tuviera dudas al respecto en medio del fragor de la batalla o, peor aún, antes de que ésta comenzase. El soldado se alejó unos pasos, de modo que el cónsul pudo quedar de nuevo a solas con sus tribunos para deliberar sobre cómo plantear la batalla.

»Ahora ya no debe haber dudas -insistió el cónsul mirando a Lelio-. Que avancen de una maldita vez los velites, por Castor y Pólux, y que los dioses nos amparen y que guíen a Cayo Valerio en la espesura de la niebla. Lelio no replicó más y asintió. No quería repetir el enfrentamiento de Baecula. Además, en Baecula discutió con Publio después de una victoriosa batalla, no antes. Discutir antes era minar la autoridad del cónsul y eso era algo que no quería hacer y que no interesaba y menos con Aníbal a mil o dos mil pasos de distancia. Quién sabe si menos. Lelio abandonó la posición del puesto de mando y mandó mensajeros a Terebelio y Valerio en la V y a Digicio y Macieno en la VI para que hicieran avanzar la infantería ligera al mando de Cayo Valerio. Valerio recibió las instrucciones con cierta sorpresa, pero su rostro no lo desveló. Con la disciplina forjada en la derrota y el destierro, aceptó sin discusión la misión y su voz resonó imperiosa en aquella mañana de luz filtrada entre una niebla densa que los abrazaba como si quisiera estrangularlos. Los velites avanzaron despacio. Eran los soldados más jóvenes e inexpertos, los primeros en entrar en combate, los primeros en caer. Sin embargo, en las «legiones malditas», tras once años de destierro, muchos de los velites tenían casi treinta años. Eso hacía de aquella infantería ligera un cuerpo especial entre las legiones romanas. De hecho la V y la VI estaban constituidas por tropas entre los veinticinco y los cuarenta y cinco años. Muy distintas a las nuevas legiones de esclavos, libertos y jóvenes, a veces casi niños, que Roma había tenido que ir alistando para sustituir a las tropas que iban sucumbiendo ante las fuerzas de Aníbal y sus hermanos. Cayo Valerio gritó entre las nubes de vapor de agua.

- ¡Avanzad, malditos, avanzad, por Roma, por el cónsul! ¡Avanzad!

Los velites de la V y la VI avanzaban con cinco lanzas atadas a la espalda y la sexta fuertemente asida por sus manos apuntando hacia delante para protegerse de una posible carga de la invencible caballería númida. Cada legionario buscaba clavar aquella hasta velitaris en un enemigo invisible que se ocultaba tras aquella tupida y húmeda niebla que parecía ascender desde el reino de los muertos. ¿Acaso no se adoraba a Perséfone, la diosa reina del Hades, en aquella ciudad por la que estaban luchando? ¿Se había aliado Perséfone con los cartagineses? Si así era, estaban perdidos. La infantería ligera de la V y la VI había avanzado casi cien pasos sin encontrar oposición alguna, más allá de la bruma que los envolvía ahora ya por completo. Algunos miraban atrás y su terror aumentaba: ya no veían a sus tropas. Estaban solos. Mirar a los lados era algo más reconfortante, ya que podían ver hasta dos, tres, casi cuatro legionarios más como ellos, avanzando, todos sosteniendo el hasta velitaris con tensión. Algunos la agitaban, otros la mantenían firme, quieta, preparada, y algunos la retiraban hacia atrás y luego la lanzaban hacia delante como si quisieran pinchar a una sombra que creían haber vislumbrado ante ellos. Cayo Valerio, en medio de aquella formación de fantasmas empapados de agua y terror, blandía su espada en alto y, como un espectro, repetía las órdenes recibidas con su voz atronadora e inmisericorde.

- ¡Avanzad, avanzad, por Hércules!-¡No os detengáis o yo mismo ensartaré con mi espada a los rezagados!

Luego miró a su alrededor. No podía saber si había quien se hubiera quedado atrás. Siguió avanzando con su espada en alto. Elevé su escudo para protegerse. También podían llover flechas.

- Les hemos perdido de vista -dijo Lelio, subrayando lo evidente. -Los hombres se detendrán en cuanto se den cuenta de que han perdido contacto visual con el resto del ejército -comentó Silano-, aunque las órdenes sean que sigan avanzando, se detendrán. Cayo Valerio no podrá ver nada. No sabrá qué ocurre a su alrededor. Publio se volvió y miró a Silano.

- Es posible que tengas razón -dijo el cónsul-. ¡Que hagan sonar las tubas con la orden de avance! ¡Eso reforzará la orden!

Los velites estaban nerviosos. La formación parecía romperse en su lento avance pues los había que se habían detenido al perder de vista las tropas de retaguardia. Ahora, al mirar a ambos lados, en ocasiones veían a otros legionarios con sus lanzas en ristre al igual que ellos, pero los había que se veían completamente solos. De forma intermitente se escuchaban los gritos de los centuriones azuzados a su vez por la voz de Cayo Valerio, el primus pilus al mando. En ese momento de confusión se escucharon las tubas. Avanzar. Avanzar. Ésa era la única orden que las enormes trompetas de la legión repetían una y otra vez. El sonido era transportado despacio entre la densa niebla que les rodeaba, pero no dejaba lugar a dudas.

Los velites de las «legiones malditas» avanzaron a ciegas, alejándose cada vez más de las legiones a sus espaldas, seguros de caminar hacia su muerte. Cien pasos, ciento cincuenta, doscientos pasos, doscientos cincuenta, trescientos pasos, trescientos cincuenta, cuatrocientos pasos… Y seguían, seguían…

- ; Qué distancia habrán recorrido ya los velites} -preguntó Publio.

- Cuatrocientos, quizá quinientos pasos algunos -afirmó Lelio con rotundidad-. Las líneas siempre se rompen en la niebla y unos andan más rápido que otros.

- ¿Quinientos pasos? -preguntó de nuevo el cónsul, pero esta vez en voz baja, como si más que hablar, mascullara entre dientes sus pensamientos-. Deben de estar ya a mitad de camino entre sus tropas y nuestra formación… -Entonces elevó el tono de voz-. ¡Que las tubas hagan sonar el tono de alto! ¡No deben alejarse más!

Las tubas resonaron una vez más, pero esta vez con una música diferente. Cayo Valerio aulló traduciendo el mensaje para los torpes o los sordos por el miedo que embotaba sus mentes.

- ¡Alto, malditos! ¡Alto! ¡Por Hércules y todos los dioses, deteneos todos! ¡Firmes en vuestra posición! ¡Deteneos!

Los velites frenaron su avance de pesadilla. Cayo Valerio escuchaba atento. Podía llegar una nueva orden, quizá de repliegue, pero no se oía nada. Sólo un silencio tan espeso como la misma niebla que parecía haberlos engullido a todos en aquel amanecer inhóspito y despiadado. Cayo Valerio bajó la mano derecha con la que empuñaba la espada y, sin soltarla, con el dorso de la propia mano se secó el sudor que fluía por su frente. De nuevo iban a luchar contra Aníbal y una vez más iba a ser a ciegas, sin ver el rostro de los enemigos, como en Cannae. Allí fue el viento que los cegaba al arrastrar consigo la arena de la tierra seca de Apulia. Aníbal aprovechó el viento aquella vez, ahora empleaba la niebla. Las «legiones malditas» parecían estar condenadas a no poder nunca ver a su enemigo cara a cara. Así era imposible luchar. De pronto una ráfaga de viento y un sonido metálico. Cayo Valerio se sobrecogió, pero al momento se dio cuenta de que el ruido provenía de sus torques y /aleras, sus condecoraciones del pasado, que, agitadas por la inesperada racha de aire, se habían movido y chocado entre sí. En la densa niebla su sonido se había amplificado hasta parecer el golpe de una espada contra otra. Aún no se había repuesto, cuando nuevas ráfagas de viento se levantaron a su alrededor. La niebla se movía deprisa y enormes masas de vapor de agua se acercaban a él como si quisieran atropellarle como un carro de caballos desbocados en el campo de Marte, pero era sólo viento y niebla y ni lo uno ni lo otro hería su cuerpo. El miedo, no obstante, permancecía con él igual que con el resto de los velites de aquella irregular formación que el cónsul había hecho adelantar. Cayo Valerio sabía que estaban allí para avisar a las legiones de cuándo empezaría el combate. El viento crecía en fuerza y la niebla desfilaba ante ellos como una gigantesca alma que ascendiera desde el Hades en busca de venganza mortificando a los pobres infantes de las «legiones malditas». Pero el viento, al fin, levantó la niebla y tras ella apareció ante Cayo Valerio huecos vacíos de nubes en donde se veía… en donde se veía… nada. Nada. No había nada que ver. Valerio dudó y mantenía su escudo en alto, su rostro tras él y la espada desenvainada y preparada para la lucha. Así durante medio minuto hasta que, al fin, relajó los músculos. La niebla se disipaba por la fuerza de la brisa que entraba desde el mar. No había nadie contra quien luchar. El campamento cartaginés se levantaba apenas a mil pasos más de distancia, pero allí ya no había nadie. Sólo hogueras apagadas, basura y otros pertrechos abandonados por viejos o inútiles. Nada. Nadie.

- Aníbal se ha ido -dijo Lelio.

- Y a lo que se ve se ha llevado todos sus hombres y también los de la ciudadela cartaginesa -precisó Silano-. Hasta han dejado las puertas abiertas.

- Se han ido a lo largo de la noche -concluyó Mario-. Se han ido sin más. El cónsul permanecía callado. Sergio Marco no cabía en sí de alegría.

- Aníbal ha tenido miedo y se ha ido -comentó-. Aníbal ha tenido miedo de las legiones V y VI. Se ha ido. Se ha ido. -Marco parecía tener que repetirlo una y otra vez para convencerse de que el todopoderoso general cartaginés había dejado de asediar Locri-. Me marcho a hablar con mis hombres… me marcho… si al cónsul le parece bien…

La victoria, o más bien, la ausencia de lucha con la retirada de Aníbal había transformado a Marco en un aparente fiel oficial. Publio le miró sin relajar los músculos de su rostro, aún en tensión por los momentos vividos esperando la anunciada carga del ejército púnico y sus mercenarios. El cónsul asintió y Sergio Marco se alejó en dirección al flanco donde estaba en formación la VI legión de Roma.

- Imbécil -dijo Lelio mientras lo veía distanciarse.

Publio lo observó también unos instantes y luego se pronunció.

- Bueno, si cree que Aníbal se ha ido por miedo a nuestras legiones, está bien que difunda esa idea entre los legionarios. Eso les subirá la moral. De hecho esperaba que el asedio de Locri y su conquista sirviera de revulsivo para su mermada moral tras once años de destierro, pero esto es mucho mejor. Inesperado, pero mejor. Los dioses han estado con nosotros esta mañana. Ojalá sean siempre compañeros tan leales. -Y miró al cielo unos segundos.

- ¿Y por qué se ha marchado Aníbal si no es por miedo a nuestras legiones? -preguntó Pleminio. Publio dejó de mirar al cielo y fijó sus ojos en aquel veterano oficial que parecía haber dejado de sudar.

- Aníbal no se ha ido por miedo a las legiones V y VI. Aníbal se ha ido por miedo a las nuevas legiones de Craso y Mételo. Y masacrar nuestras legiones no le ha parecido un premio que mereciera el riesgo de un combate que le retrasara en su necesario repliegue hacia el norte antes de que Craso y Mételo le corten el camino de regreso a alguna de las ciudades que controla. Aníbal se ha retirado porque no considera Locri importante. Pero lo que es peor y lo que no debemos olvidar -y aquí el cónsul miró al resto de los oficiales y no sólo a Pleminio-: se ha retirado porque tampoco nos considera importantes. Nadie considera importantes a las «legiones malditas». Antes pensábamos que era Roma, con Fabio Máximo a la cabeza, los que menospreciaban a estas legiones, ahora sabemos que no es así. Ahora sabemos que ni el propio Aníbal nos considera valiosos como trofeo. Es como si fuéramos un venado enfermo que no interesa a los cazadores. El cónsul hablaba con cierta desesperanza, lo que contrastaba con el ambiente de felicidad que parecía extenderse entre los legionarios que empezaban a gritar «victoria, victoria, victoria». Publio se volvió hacia ellos antes de continuar-. Cantan victoria y ni siquiera fueron capaces de tomar la ciudadela defendida por los cartagineses, y ahora se creen que Aníbal se ha ido por miedo a ellos. -El cónsul suspiró-. En cualquier caso, eso es parte de lo que buscaba. Ya no dudarán en seguirme. Vosotros, sin embargo, si lo hacéis, será por lealtad.

- Bien, y ahora ¿qué hacemos? -preguntó Lelio.

- ¿Ahora…? -Publio se quedó pensativo unos segundos. De pronto no se encontraba bien. Cerró los ojos un instante y los volvió a abrir para responder a Lelio-. Ahora nos marchamos. Tenemos que invadir África. -Todos asintieron levemente. No parecía dejar el cónsul demasiado tiempo para saborear la retirada de Aníbal y, como si Publio hubiera leído en sus mentes, se volvió hacia ellos para añadir unas palabras-. Pero antes celebraremos un banquete en Siracusa. Lo de hoy, da igual el motivo de la retirada de Aníbal, debe celebrarse. Y el avance de Cayo Valerio en medio de esa niebla… eso ha sido épico.

- La retirada de Aníbal hay que celebrarla, sí -subrayó Silano.

- No -le contradijo el cónsul-. Lo que hay que celebrar es que Aníbal nos haya permitido seguir con vida… una vez más. Eso, por Júpiter, merece un buen brindis y una buena comida a la que invitaremos a todos los dioses. Y con esas palabras el cónsul se encaminó hacia la ciudadela escoltado por los licto- res, no sin antes cruzar su mirada con la de Lelio. Sí, quiza sólo Lelio había podido entender su discurso hasta el final. Una vez más. Aníbal les había dejado con vida una vez más. Publio caminaba despacio mientras repasaba sus recuerdos. Se escaparon de Aníbal en Tesino y luego en Trebia, y en Cannae y ahora en Locri. Aníbal les concedía de nuevo más tiempo, pero ¿hasta cuándo sería Aníbal tan generoso con ellos? De súbito, Publio se detuvo y con él su escolta. El cónsul se giró y miró a su espalda, hacia el horizonte, allí donde hasta hacía sólo unas horas se había encontrado el ejército completo de Aníbal. No había nada. Nada. Por un momento temió que el repliegue del general cartaginés sólo hubiera sido una maniobra más de distracción, para que se confiaran, para engañarlos, pero no. Era lógica la retirada por temor a la llegada de los refuerzos de Craso y Mételo. Ellos sí que habían ganado aquella batalla y sin presentarse. Era a ellos a los que Aníbal temía. Nunca nadie había ayudado tanto sin tan siquiera moverse. El cónsul reemprendió la marcha, pero los mareos volvieron. No se asustó. Era una desagradable sensación la que invadía su cuerpo, pero eran unos síntomas conocidos. Las fiebres de Hispania parecían atenazarle con intermitencia. Quizá después de la tensión de aquella mañana se cebaban en él con algo más de fuerza que la usual. El cónsul, no obstante, siguió caminando sin detenerse. Debía descansar. Por la tarde llamaría a Atilio, el médico de las legiones. Miró de reojo a los lictores. Nadie parecía haber notado nada. Mejor así. Al día siguiente Publio se encontró mejor. Una noche de sosiego, durmiendo bajo el techo de una amplia casa de una ciudad conquistada y segura y unas infusiones aconsej-adas por Atilio restablecieron sus fuerzas. Se levantó con la energía propia de su edad y decidió primero visitar la ciudad y luego hacer los correspondientes sacrificios públicos a los dioses como señal de agradecimiento. En su visita por los alrededores de la ciudad le acompañaron Silano y Mario. Cayo Lelio permaneció en la ciudadela con la misión de organizarlo todo para reembarcar las tropas y regresar a Siracusa en un par de días. Al mando de Locri quedaría Pleminio, el pretor de Rhegium con algunos manípulos de los legionarios que se trajo desde su ciudad, apoyado por Sergio Marco y Publio Macieno con un contingente de tropas de la VI. Ninguno de sus oficiales, empezando por el propio Lelio, pareció entender el interés del cónsul en dejar a Marco y Macieno con aquellos manípulos de la VI en Locri, pero en los últimos días, el cónsul se mostraba oscuro y reacio a compartir sus planes con nadie. Además, Sergio Marco y Publio Macieno recibieron con gran agrado aquella orden y era ya entonces de difícil revocación. Y es que tanto Marco como Macieno no veían grandes horizontes de riqueza en la campaña de África y sí, en cambio, muchos peligros, de modo que la posibilidad de poder quedarse en una ciudad conquistada en el sur de Italia, donde si bien podía regresar Aníbal, siempre había legiones a las que pedir ayuda, les parecía algo mucho más gratificante que adentrarse en el territorio completamente hostil y mortífero de África.

Silano y Mario acompañaron al cónsul con la idea de asistirle en los sacrificios a los dioses, pero Publio les llevó antes de visita por los alrededores de Locri para poder entrar en el gran teatro griego de aquella ciudad por la que habían estado combatiendo. Y

es que Locri, como tantas otra ciudades griegas, poseía un imponente teatro de piedra levantado en la ladera de una de las colinas que rodeaban la ciudad. No era tan grande como el de Siracusa, pero seguía su modelo y daba cabida a cuatro mil quinientas personas. Lo impresionante era ver cómo parte del teatro estaba excavado en la misma roca, en las mismísimas entrañas de la montaña, algo sorprendente teniendo en cuenta que aquella obra civil tenía más de un siglo de antigüedad.

- Hemos reconquistado no sólo una ciudad, sino un lugar de renombre en el mundo griego -les explicó el cónsul a Mario y Silano, que le escuchaban con admiración. No podían entender cómo alguien tan joven para ser cónsul, además de haberse ganado el puesto por méritos'propios con su hábil estrategia militar, podía además ser un hombre tan culto en literatura, historia, filosofía…-. Locri es la ciudad de Zaleuco, el gran legislador que empezó a poner por escrito normas que evitaran la arbitrariedad de los jueces, para evitar que un día dictaminaran en un sentido y otro día en otro. Y en Locri nació el filósofo Timeo o la poetisa Nosis, a la que llegaron a llamar la competidora de Safo, por sus preciosos epigramas, ¿cómo era…? Sí:

'Aóiov oú6ev epcoxog' a 6' óXfha, Seútepa Jtávxa écrcív cuto crtópaxog 6' éjrxuaa kcu tó ui?a.

[Nada excede al amor en dulzura, y no hay dicha alguna que aventajarle pueda, ni la miel en la boca.] * Traducción de ambos epigramas de Manuel Fernández-Galiano (1978).

O aquel otro…

Aúxoui›avva xexuKxai' '¿ó, cóc; áyavóv xb Jipóacimov

CXU.E JtOXOJtxá^ElV U.EIX.IXÍ0J5 6oK£El'

obg ¿xúuuk; dvyáxr\p xa uaxépi jkxvxcc JtoxtpKei. t) KaXóv, oKKa JtéX.r| xe'Kva yoveuaiv ioa.

[Aquí está Melina en persona; mirad qué bonita su faz, que contemplarnos dulcemente parece; ¡Qué fielmente la niña a su madre aseméjase en todo! ¡Qué bien, cuando los hijos reflejan a sus padres!]

Pero veo que os aburro…

- No, no… -respondieron los dos oficiales al unísono. El cónsul sonrió. Parecía feliz.

- Bueno, pues sabed también que los ciudadanos de Locri también consiguieron grandes victorias en los juegos olímpicos con Euthymus y Hagesidamus. Euthymus consiguió la victoria como púgil en tres ocasiones seguidas, eso quizá sea más de vuestro interés. En Locri se sabe luchar. No, no hemos conquistado un sitio cualquiera. Y también hemos quitado un puerto donde Aníbal podría recibir refuerzos desde Cartago. Pero basta de chachara y vayamos a ofrecer nuestros sacrificios a los dioses y hagámoslo en grande que grande ha sido, sin duda, su ayuda.

De allí el cónsul dirigió los pasos de sus oficiales y de los lictores, al centro de Locri. En el sur de la Magna Grecia era frecuente la adoración a Perséfone, pero en Locri era donde quizá se venerara con mayor pasión a la reina del Hades, aunque allí, según el dialecto local, la llamaban Proserpina, de donde los propios romanos habían adoptado el nombre de la diosa. En el centro de la ciudad se levantaba un inmenso templo jónico, que en tiempos sustituyó a otro de planta más antigua. El nuevo templo tenía una imponente estampa con sus doce metros de altura, sus seis gigantescas columnas jónicas en la parte frontal y sus diecisiete columnas en cada lateral. Publio había elegido aquel templo por ser uno de los más adorados en la ciudad y ante sus puertas hizo los sacrificios para que pudieran asistir a los mismos todos los ciudadanos de Locri que así lo desearan, además de un gran número de soldados de sus legiones y de las tropas de Pleminio. El cónsul elevó sus plegarias a Júpiter y Marte y luego las hizo extensivas a Proserpina para congraciarse con los ciudadanos de la ciudad, cuyos sentimientos estaban aún dispersos entre las simpatías de los unos con los romanos y las preferencias de algunos otros por los cartagineses. Al hacer los sacrificios en el exterior del templo evitó también que sus oficiales y cuantos le acompañaban aquella mañana vieran en detalle las riquezas que los ciudadanos de Locri habían ido depositando a lo largo del tiempo en aquel lugar. El tesoro de Proserpina era legendario, pero de igual forma, aquella riqueza era sagrada para los ciudadanos de Locri. Por eso la defendieron a muerte cuando los cartagineses, en su huida, intentaron entrar en el templo. Y el caso es que ni él mismo pudo dejar de pensar en todo aquel oro, plata y piedras preciosas que se ocultaba tras aquellas inmensas columnas. Ése sería un buen complemento para financiar su campaña en África, pero ya había ejecutado demasiadas acciones sin permiso del Senado como para incrementar aún más los informes que Catón estaría enviando sin descanso hacia Roma. No, lo mejor era dejar el tesoro de Proserpina con su gente, en su ciudad, en su templo. Además, aunque Publio, en lo más profundo de su ser, no tuviera claros sus sentimientos religiosos, no podía dejar de pensar que robar a la reina del Hades, a la reina del reino de los muertos, debía traer consigo alguna temible maldición con la que prefería no tener que luchar. Aquella tarde todos se retiraron temprano a descansar. Lelio dejó centinelas junto a los barcos ya preparados para el embarque de las legiones, mientras que pequeños grupos de legionarios, a modo de triunviros, patrullaban la ciudad nocturna. Los ciudadanos, que habían visto su población caer en manos púnicas y ahora regresar al poder romano, se cobijaron en sus casas confiando en que su amada diosa los protegiera de la interminable avaricia de los unos y los otros y les concediera un ansiado tiempo de paz. Al amanecer, Publio, Lelio y las legiones V y VI, excepto unos pocos manípulos que quedaron al mando de Sergio Marco y Publio Macieno en Locri, junto con Pleminio y su pequeño destacamento, partieron de regreso a Siracusa.

58 El templo de Proserpina

Locri, finales del verano del 205 a.C.

Entre las sombras de las casas un hombre caminaba embozado en una túnica oscura. Sus sandalias desgastadas le delataban como un legionario, pero era difícil saber si se trataba de un soldado de la V, la VI o del destacamento del pretor Pleminio. El legionario escuchó las pisadas firmes de una de las patrullas nocturnas que custodiaban el templo de Proserpina. Allí era más frecuente su paso para disuadir a las mentes codiciosas de intentar un robo sacrilego que levantara los ánimos de los locrenses contra las tropas romanas que habían reconquistado la ciudad. Pero la avaricia, el ansia de riqueza conseguida sin apenas esfuerzo y la posibilidad de desertar de un ejército en permanente guerra eran sentimientos demasiado poderosos para apaciguarlos con tan sólo unas patrullas nocturnas. Los triunviros de Locri se desvanecieron tras el ruido de sus pisadas y la plaza que daba acceso al gran templo jónico quedó desierta. El soldado, ocultando su rostro tras la túnica negra que vestía, cruzó en una corta pero intensa carrera aquel espacio abierto donde apenas hacía una horas se habían sacrificado diez bueyes en honor a los dioses de Roma y a la diosa Proserpina. Aún había sangre de los animales muertos esparcida por la arena de la plaza. El soldado llegó junto a las gigantescas columnas del templo. Las pisadas de los vigilantes triunviros regresaban. Iba a esconderse entre las columnas, pero pensó en abreviar y entró en el templo… a fin de cuentas, Helios, el dios del sol que todo lo ve, estaba durmiendo. Se olvidó, claro, de que la diosa del reino de los muertos no descansa.

El interior del templo parecía desnudo, sólo había una fuente de luz pálida: la del fuego del altar. El soldado se acercó despacio. Le pareció extraño que los habitantes de aquella ciudad, después de levantar un templo tan enorme, apenas iluminaran su interior. El legionario avanzó despacio. Sus pesadas sandalias militares chocaban contra la piedra del suelo y cada paso reverberaba por todo el templo. Se detuvo. No parecía haber nadie. Se aproximó hasta llegar a la llama que ardía de forma perenne en aquel lugar sagrado. Fue allí donde la vio: una copa dorada, con pequeños rubíes rojos incrustados en el oro. Era preciosa. ¿La utilizarían los sacerdotes para escanciar la sangre de los animales sacrificados o para ofrecer vino a los dioses? Aquello no le importaba. La copa sí. Miró a su alrededor. Aquellas columnas, aquellas paredes debían de esconder aún muchos más tesoros, pero éste era el que estaba a su alcance. Rodeó el pedestal sobre el que ardía la llama y se acercó a coger la copa. Entonces vio una sombra unos pasos más hacia el fondo del templo. Se asustó, pero enseguida comprendió que su miedo era innecesario. Se trataba sólo de una estatua de Proserpina, la diosa. La reina del Hades, la diosa de la fertilidad también. Curiosa mezcla. Se sonrió. La estatua parecía mirarle. El soldado estiró el brazo lentamente, hasta que las yemas de los dedos tocaron el metal dorado de la copa. La tomó en su mano. La estatua permanecía inerte. Tan muerta como los muertos sobre los que se supone que gobiernas, pensó el legionario. Aún sonriendo se dio media vuelta para marcharse con su trofeo cuando una voz grave proveniente de una sombra oscura al otro lado del pedestal le sobrecogió.

- ¡Alto ahí! ¡No puedes entrar aquí! ¡No puedes llevarte esa co…!

Pero el sacerdote no pudo terminar sus palabras. El legionario extraía ya la espada de su cuerpo sagrado retorciéndola y la sangre del inoportuno vigilante del templo se escanció sobre la piedra del pedestal y del suelo. El sacerdote murió con sus ojos abiertos pronunciando palabras incomprensibles mientras dirigía su última mirada a la estatua de Proserpina. El legionario no se quedó para ver qué pasaba, sino que salió corriendo del templo. Estaba nervioso, y su huida, mal planificada, le hizo salir de entre las columnas del templo sin asegurarse de que no pasaba ninguna patrulla y, como un estúpido, su cuerpo fue a dar de bruces con los triunviros que cruzaban la plaza. Se detuvo y miró hacia dónde correr. Para entonces ya era tarde. Varias sacerdotisas salían del templo gritando y las voces de aquellas mujeres despertaron a todos los que residían en torno a la gran plaza frente al templo de Proserpina. En un minuto, decenas, centenares de ciudadanos encolerizados rodeaban a los triunviros que custodiaban al ladrón y a su botín en espera de instrucciones. Los triunviros eran hombres de la VI y habían mandado un mensajero a Publio Macieno y Sergio Marco. Macieno fue el primero en llegar. Protegido por un centenar de legionarios, se abrió paso entre la multitud. Unos y otros habían encendido antorchas y las sombras temblorosas de todos cuantos poblaban la plaza se agitaban como fantasmas nocturnos, corno si las almas del reino del Hades estuvieran emergiendo desde el infierno.

El ladrón era un legionario de Pleminio, de la guarnición de Rhegium acantonada ahora allí en Locri. Por eso Publio Macieno no lo dudó al llegar y ver lo ocurrido. Antes de que el hombre pudiera decir nada en su defensa, lo atravesó con su espada con la misma frialdad con la que aquél acababa de matar al sacerdote del templo. Aquella ejecución rápida pareció sosegar los ánimos de los ciudadanos, pero todos estaban expectantes por lo que fuera a ocurrir con la copa sagrada del templo. Publio Macieno la tomó

en sus manos y la contempló con admiración. Aquél era, sin lugar a dudas, el mejor botín que nunca hubiera estado entre sus dedos. ¿Por qué devolverlo ahora al templo, lejos de su alcance? En esas meditaciones estaba Macieno cuando llegó Pleminio con varios manípulos de Rhegium, unos ochenta hombres.

- ¿Qué ha ocurrido aquí? -preguntó con furia, viendo cómo uno de sus hombres se desangraba rodeado por los legionarios de Macieno. Este último no dudó en responder con igual vehemencia.

- Ese imbécil estaba robando en el templo. Le hemos ejecutado.

- ¿Has ejecutado a uno de mis hombres sin tan siquiera consultarme? -Pleminio parecía fuera de sí. Él era pretor, por lo tanto la autoridad máxima en la ciudad-. ¡Soy yo el que gobierna en esta ciudad!

Publio Macieno se hizo hacia atrás. Estaba ponderando la situación cuando Sergio Marco llegó a la plaza con refuerzos: otros doscientos hombres más, armados y dispuestos para la lucha.

- La ciudad la gobernamos los tres -interrumpió Sergio Marco-. Macieno, tú y yo. Así

lo dictaminó el cónsul y si eres incapaz de controlar a tus hombres es justo que Macieno imponga orden entre las filas de tus legionarios.

Marco parecía haber llegado a la plaza con toda la información. El mismo mensajero que había avisado a Macieno había ido después a informar a su superior. Publio Macieno dejó de retroceder. Ahora eran ellos los que triplicaban en número a los hombres de Plemenio. Miró a Marco y se entendieron. Aquél era un buen momento para hacerse con el dominio completo de la ciudad.

- ¡Yo soy pretor y mi rango es superior al vuestro…! -empezó a argüir Pleminio, pero sus palabras se hundieron en el abismo de los golpes de espada, lo silbidos de las flechas y el aullido de muchos de sus hombres sorprendidos por una impetuosa andanada depila y saetas que mató e hirió a más de una veintena. Los legionarios de Marco y Ma-cieno les atacaban sin más aviso. Era como si lo hubieran hablado antes y sólo hubieran estado esperando una oportunidad.

Aprovechando la superioridad numérica, los legionarios de la VI masacraron a los hombres de Pleminio, de los que sólo diez pudieron escabullirse entre los ciudadanos de Locri que, atónitos y confusos, contemplaban aquella batalla sin saber bien a qué atenerse. De entre los hombres de la VI sólo cayeron cinco. Marco y Macieno estaban encantados. El factor sorpresa había funcionado como habían planeado. Al marchar Escipión, habían quedado cuatrocientos hombres de la VI y trescientos de Rhegium en Locri. Ahora eran trescientos ochenta y cinco contra unos doscientos veinte. Todo marchaba bien. Faltaba enviar un mensaje bien claro al resto de la guarnición de Rhegium. Sergio Marco se acercó a Pleminio quien, herido en un brazo, custodiado por varios legionarios de la VI, se encogía por el dolor de la herida.

- Duele, ¿verdad? -le preguntó Sergio Marco entre risas. El resto de los legionarios acompañó a su tribuno con gusto. Mortificar a la gente, sí, aquello empezaba a recordarles los «buenos» tiempos en Sicilia, antes de que llegara ese duro cónsul. Entonces tenían más diversión. Mujeres. Muchos de los legionarios volvieron sus miradas hacia las sacerdotisas del templo. Marco y Macieno no tardaron en comprender las ansias de sus hombres. Necesitaban de su plena lealtad para terminar de acometer aquella rebelión con éxito.

Pleminio, en el suelo, no se había dignado responder. Publio Macieno se acercó y le dio un puntapié en la cara. Se escuchó un grito de dolor apagado por unas manos que intentaban proteger el rostro de más golpes imprevistos.

- El tribuno Marco te ha hecho una pregunta -repitió Publio Macieno-, y por todos los dioses que vas a responder. ¿Duele?

Pero Pleminio, terco, permanecía en silencio. Publio Macieno miró a Sergio Marco y éste asintió. Se lo estaba poniendo muy fácil. Macieno desenvainó entonces su espada y la llevó junto al rostro de Pleminio.

- Sólo te lo preguntaré una vez, pretor -le dijo en voz alta Macieno sosteniendo el filo de su espada a menos de un dedo del cuello de Pleminio-. ¿Quién tiene el mando en Locri?

Parecía que Pleminio iba a optar por el silencio, pero, ingenuo aún, desconocedor de la fría crueldad de sus enemigos, tradujo su obstinación en palabras funestas para su persona.

- Yo, el pretor Pleminio.

Publio Macieno soltó su espada, que golpeó el suelo con un sonido metálico que se escuchó en toda la plaza, pues todos, legionarios de la VI y ciudadanos de Locri, expectantes, guardaban silencio. Macieno rebuscó entonces debajo de su coraza y sacó una afilada daga. No habló más ni volvió a preguntar sino que se limitó a clavar el filo cortante del puñal en la carne de la cabeza de Pleminio, justo allí donde sobresalía una oreja. El alarido del pretor fue tan descomunal como su sufrimiento. Macieno se separó entonces un par de pasos de su víctima y exhibió su trofeo con orgullo. Una ensangrentada oreja del pretor pendía de su mano izquierda, mientras que con la derecha blandía la daga ejecutora con la que la había extraído. Pleminio, sollozando y gimiendo de dolor, se arrastraba por el suelo, gateando, apoyándose en las rodillas y en una mano, mientras que con la otra mano intentaba frenar la hemorragia de la oreja segada. La pequeña herida del brazo, fruto del combate de hacía unos minutos, ya no parecía molestarle. El pretor gateó hasta llegar a los pies de varios ciudadanos de Locri, que, sin darse cuenta, retrocedían aterrados.

- ¡Ayudadme, malditos, ayudadme o lo pagaréis caro…! -les espetó Pleminio mientras dos hombres de la VI lo arrastraban tirando de los pies del pretor en dirección adonde Publio Macieno, su verdugo, le esperaba para seguir torturándole. Sergio Marco aprovechó la confusión para dar órdenes.

- ¡Todos a vuestras casas! -gritó-. ¡Esto es un asunto que no os compete! ¡Todos a vuestras casas o por Hércules que lo lamentaréis!

Muchos ciudadanos hicieron caso con rapidez, pero algunos aún dudaban. La copa del tesoro del templo aún resplandecía, ahora en las manos de Sergio Marco, pero nadie se atrevía a decir nada. Pronto todos se desvanecieron tras las puertas de sus hogares, que aseguraron con pestillos y muebles cruzados tras los cerrojos. Las que quedaron solas fueron las sacerdotisas del templo que, por puro instinto, se recogieron entre las columnas buscando en sus oraciones el amparo de Proserpina. Mientras Macieno seguía ocupado en torturar a Pleminio, Sergio Marco ordenó que bajaran de la ciudadela el resto de las tropas de la VI.

- Nos conviene estar todos juntos, por si los hombres de Rhegium deciden contraatacar, aunque mientras tengamos a su jefe, dudarán en hacerlo. -Y se volvió a Macieno que ya exhibía divertido la otra oreja del pretor arrancada con el mortal filo de su daga-. Pásatelo bien, Macieno, pero no lo mates. Lo necesitamos con vida para controlar la furia de sus tropas. Macieno asintió, pero se volvió de nuevo hacia su víctima. Sergio Marco hizo que se aseguraran todas las entradas a la plaza levantándose barricadas con sacos, carros, piedras, madera de los tenderetes del mercado del pueblo y todo cuanto pudieran utilizar. Asegurada la posición y con Macieno distraído en despellejar al pretor, Sergio Marco, rodeado por una veintena de sus hombres, entró en el templo de Proserpina. Tenía que ver cómo de importante era el legendario tesoro del que tan celosos se mostraban los ciudadanos de aquella ciudad. Sus hombres, como imaginó, salieron corriendo detrás de las aterrorizadas sacerdotisas. Entre los aullidos de pavor que aquellas jóvenes emitían mientras eran ultrajadas, Sergio Marco, satisfecho de todo lo conseguido aquella noche, se adentró en las profundidades del templo en busca del tesoro de Proserpina. La estatua de la diosa todo lo observaba en un silencio petrificado. Sergio Marco pasó

por encima del cadáver desangrado del sacerdote del templo, junto a la llama permanente del pedestal y junto a la estatua de la diosa inerte. Como imaginaba, tras la representación en piedra de la deidad, había una puerta. Costaría derribarla, pero cuando sus hombres hubieran satisfecho sus ansias carnales, sólo sería cuestión de tiempo y golpes. Sergio Marco sonrió divertido. Podrían usar a la propia estatua de la diosa como ariete. Y lanzó una sonora carcajada que, en muchos casos, fue lo último que muchas de las sacerdotisas escucharon aquella noche antes de perder el conocimiento, aunque muchas de ellas encontraron fuerzas para imprecar a Proserpina para que la diosa maldijera a aquellos miserables.

59 Una cena privada

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Plauto llegó a la residencia que Publio Cornelio Escipión había seleccionado para vivir con su familia durante su estancia en Siracusa. Era una amplia casa a medio camino entre el gusto griego y el romano, con un amplio atrio y un más grande peristilo con jardín al fondo. Ya habían llegado varios de los invitados principales entre los que se encontraban todos los oficiales de mayor rango bajo mando del cónsul. Plauto se lavaba las manos en una bacinilla que le ofrecía un esclavo mientras con sus ojos podía ver el gran atrio de aquella mansión poblado de tribunos y centuriones. Vio al respetado Lucio Marcio Septimio, quien quedara al mando de Siracusa cuando el cónsul llevó a las legiones a conquistar Locri, conquista, por otro lado, que servía de excusa para aquel banquete. Plauto vio también al intrépido Cayo Lelio, que ya había tomado asiento junto al cónsul. En una sencilla sella, justo detrás de Lelio, se veía a una joven de extraña belleza. El viejo escritor ya había oído hablar de la hermosura de la esclava egipcia de Lelio, pero incluso allí, desde la distancia, no dejó de sorprenderle la figura serena y el rostro de rasgos suaves, con labios carnosos, ojos grandes y piel morena de aquella sirvienta. Supuso que alguien que llevaba tantos años al lado del cónsul había de haber acumulado el dinero suficiente como para adquirir las más hermosas esclavas. Plauto no pudo eliminar una oleada de envidia que, como un escalofrío, recorrió su cuerpo. Él, a lo más que aspiraba, era conseguir una buena cocinera; los precios de las esclavas hermosas sólo estaban al alcance de los patricios o de los senadores más corruptos de Roma. En cualquier caso, la envidia igual que vino se fue, pues pronto pensó en los trabajos que aquel oficial, almirante de la flota, jefe de caballería y ahora tribuno de las «legiones malditas», había tenido que desempeñar para poder disfrutar de las mieles después de tantos riesgos en aquella guerra sin cuartel: escalar las murallas de Cartago Nova, dirigir las legiones en múltiples enfrentamientos contra los cartagineses en Tesino, Trebia, Hispania; sofocar motines, entrevistarse con crueles reyes extranjeros, incluso desembarcar en África y atacar a los cartagineses en su mismísima tierra. No. Plauto concluyó con celeridad que prefería esclavas menos llamativas y una vida de mayor sosiego. Él ya disfrutó

de su ración de guerra en el pasado y no tenía ganas de repetir.

Tito Macio Plauto entró en el atrio y un esclavo le condujo hasta uno de los triclinium dispuestos en el centro del gran patio, pero bastante más alejado de los anfitriones. El escritor vio cómo el cónsul le miraba y Plauto inclinó su cabeza en señal de saludo. Iba a decir algo, pero el cónsul, tras asentir levemente con la cabeza dejó de mirarle para continuar una conversación que tenía con Marcio y Lelio. Una conversación militar. Una conversación de importancia, concluyó Plauto al tiempo que se reclinaba en el lecho que se le había ofrecido. Una esclava le acercó una copa y otra le sirvió vino. No eran de la hermosura de la esclava egipcia de Lelio pero eran jóvenes bonitas y agradables de mirar. Plauto saboreó el vino y lo apreció en su justa medida. Al menos el cónsul no era de los que escatimaba entre sus invitados o de los que gustaba servir mejores vinos y viandas a sus invitados más próximos y productos de segunda calidad a aquellos invitados de menor rango. Allí había de todo para todos: alubias frescas, pato con nabos, defritum y pimienta, cabrito asado y adobado, lentejas con acanto, pollo con claras de huevo rotas, liebre deshuesada con miel, cochinillo caliente con salsa cruda… Plauto estaba un poco nervioso. A él, todo aquel festín, aquella exhibición de poder, toda esa suntuosidad culinaria que empezó a desfilar por delante de sus ojos, le importaba poco. Él sólo deseaba unos minutos a solas con el cónsul. Para eso había aceptado venir a Siracusa, pero primero tuvo que montar representaciones para sus tropas y luego, cuando parecía que se había ganado, una vez más, la confianza del general, éste se fue a Locri para emprender una conquista extraña y le tocó, de nuevo, esperar con paciencia el regreso del cónsul. Ahora, a su vez, le correspondía aguardar su oportunidad en el devenir de aquel banquete, y lo que más le fastidiaba es que encima debía estar agradecido por haber sido invitado y por poder estar allí sentado en el centro mismo del atrio en uno de los triclinium cuando se veía a otros invitados que se esforzaban por disfrutar de la co-mida de pie, tomando trozos de faisán, de pavo, de cerdo en salsa o de cabrito, según éstos desfilaban por entre las decenas de invitados. Plauto volvió su mirada hacia el núcleo central de invitados. Se sorprendió al ver cómo el cónsul se había mantenido con las pasas y aceitunas gran tiempo, aperitivos con los que entretuvo su estómago sin adentrarse en los platos más fuertes, en los que ya se sumergían hace tiempo sus oficiales más rudos.

Además de Marcio y Lelio, allí estaban Silano, Mario Juvencio, Quinto Terebelio y Sexto Digicio, veteranos de las campañas de Hispania, y, por fin, Cayo Valerio, uno de los pocos centuriones de la V y la VI que había accedido al círculo de confianza del cónsul. Un raro honor. Círculo que se completaba con el propio Plauto y con un espacio vacío en los triclinia que llamaba en especial la atención por encontrarse justo al lado de Emilia Tercia, la esposa del cónsul. Emilia Tercia, una mujer valiente y leal a su esposo y cordial, pensó Plauto. Le atendió con exquisita corrección en sus momentos de desesperación por hablar con el cónsul y le aseguró que el general le recibiría cuando regresara de Locri. En su palabra tenía puestas el escritor todas sus esperanzas más allá de una ofrenda a los dioses que hizo aquella misma mañana por aquello de quién sabe. Él ya había renegado de los dioses en el pasado, en medio de un campo de batalla rodeado de cadáveres, pero luego parecían haberle redimido de sus faltas al concederle el éxito como comediógrafo y, por ello, en ocasiones concretas, Plauto realizaba algún modesto sacrificio con el que sólo pedía mantener aquel statu quo, algo así como «no os metáis en mis asuntos y yo no me meteré en los vuestros», pero aquella mañana fue diferente. Rompiendo su costumbre, aquel amanecer, bien temprano, Plauto hizo una ofrenda a Júpiter, Juno y Quirino para que intercedieran en favor de su amigo Nevio, quien continuaba pudriéndose en las más oscuras mazmorras de la cárcel del foro de Roma. Allí, en cambio, cuando Plauto pensaba que el festín ya estaba servido, empezó una procesión completamente inusual de viandas exóticas y sorprendentes: erizos de mar, almejas de diferentes tamaños y tipos, ostras recién cogidas, pastel elaborado con las mismas ostras trituradas y mezcladas con carne de marisco molido, tordos con espárragos, y más carne de caza, de ciervo, de jabalí y de diferentes aves difíciles de identificar por su aspecto, ya que venían copiosamente rebozadas en harinas y garum, una densa salsa de pescado a la que el cónsul se había aficionado en sus campañas de Hispania, y, cuando ya nadie podía apenas comer algo más, llegaron almejas de un color rojo, murez, un exquisito manjar del que Plauto había oído hablar pero que nunca había podido ni ver ni mucho menos degustar. Incluso él, ajeno a los deleites del paladar en la gran cocina que los patricios disfrutaban con frecuencia, no pudo evitar estirar sus brazos y coger un par de aquellas almejas para confirmar que su fama era justa y merecida. Todo ello además se servía con diferentes tipos de panes que unos y otros no dudaban en aprovechar para hundir con ellos sus dedos en las untuosas salsas y así saborear hasta el último de aquellos placeres degustativos con los que el cónsul había decidido regalarles aquella tarde, casi noche, pues el convite llevaba ya varias largas horas de orgía gastronómica sin freno ni medida. Fue en ese momento cuando llegó el invitado que faltaba y para el que el cónsul había preservado un espacio vacío junto a él y su esposa.

Marco Porcio Catón entró en el atrio sereno, serio, con su toga virilis impoluta, cuyo inmaculado estado destacaba aún más en comparación con las togas y el sagum de aquellos que se habían puesto más cómodos, en todos los casos llenos de manchas de incontables colores y, lógicamente, sabores.

- Llegas un poco tarde, mi querido quaestor de las legiones, ¿no crees? -dijo Publio Cornelio Escipión en un tono jovial que denotaba su estado de incipiente aunque aún controlada embriaguez.

- En estos convites tienes por costumbre ofrecer comida sin moderación, algo que no se acomoda bien a mi estilo de vida ni a mi estómago -respondió el enjuto Catón con sequedad-. He supuesto que incluso llegando a esta hora todavía tendría más que suficiente con lo que degustar un poco de alimento con moderación. El cónsul no parecía inclinado a discutir.

- Por supuesto, por supuesto. -Y se levantó para indicarle el espacio que tenía reservado junto a su esposa-. Como verás te hemos guardado sitio y comida y bebida. Que no le falte nada al quaestor de mis legiones y que éste acuda a mis invitaciones cuando lo estime más conveniente. ¿Comida? Por supuesto. Aquí tienes la que quieras a tu disposición. El cónsul volvió a sentarse. Catón cruzó entre los comensales y el resto de los invitados que habían callado, al igual que lo habían hecho los flautistas que, aunque apenas nadie lo hubiera percibido, llevaban más de una hora acompañando a todos con sus melodías. El cónsul los miró y éstos retomaron su música de inmediato. Aquello funcionó

a modo de señal y todos continuaron comiendo y bebiendo, aunque el tono de las conversaciones descendió notablemente, pues todos tenían una oreja para sus propias charlas y otra dispuesta para intentar escuchar lo que el cónsul y el quaestor se decían. Catón, una vez acomodado en su medius lectus, lugar preferente que el cónsul le había reservado para que no pudiera esgrimir en sus informes que su autoridad como qua- estor no era reconocida, tomó algo de ave con una mano y se la llevó a la boca. Masticaba con cuidado mientras miraba con desdén el torrente de bandejas de plata repletas de comida y las jarras de vino que se escanciaban a su derecha e izquierda. Le acercaron una patina fría de espárragos, pero él la despreció, igual que rechazó el licor que le ofrecía otro esclavo. Quería estar bien sobrio. Se sentía incómodo sentado en medio de aquel festín que consideraba un derroche y más incómodo aún por tener que sentarse al lado de una mujer. No importaba que aquélla fuera Emilia Tercia, esposa del cónsul, e hija de Emilio Paulo, quien a su vez fuera cónsul en el pasado reciente. A Catón le molestaba cualquier cosa que transgrediera las tradiciones, y en la tradición romana más clásica las mujeres nunca se reclinaban en los triclinia, sino que tomaban asiento en sellae junto a sus esposos, pero claro, a un cónsul que ni siquiera obedecía al Senado, ¿qué podía importarle ya la tradición?

- Por Castor y Pólux -empezó Catón-, todo esto es un exceso inútil, toda esta comida, las salsas, los dulces, el vino…

- Mis oficiales han conseguido una conquista y se merecen una celebración -respondió Publio, sin mostrar que se sintiera ofendido, tomando un sorbo de su copa de vino.

- En un ataque no permitido por el Senado, más aún: una intervención en contra de las instrucciones del Senado. Publio Cornelio Escipión, no tenías permiso para abandonar Sicilia y menos aún para desembarcar tropas en Italia y, lo peor de todo, ¿qué tropas?

- ¿Qué les pasa a mis tropas? -preguntó con aire distraído el cónsul, ocultando su rostro una vez más tras la copa de vino, como si aquel debate no fuera con él.

- La V y la VI, las «legiones malditas» -precisó Catón con énfasis-. ¡Por todos los dioses, son legiones desterradas de Italia y tú las has llevado a combatir a territorio itálico en contra de la sentencia del Senado que pesa sobre ellas por su ignominia!

- Las he conducido a una victoria -respondió Publio aún con serenidad-, una victoria para Roma.

- Una victoria para ti en contra del Senado.

- Gracias por reconocer lo de victoria. -Y el cónsul sonrió mirando a sus oficiales, que rieron con fuerza. Se los veía nerviosos por los comentarios de Catón. Las carcajadas los relajaron. Marco Porcio Catón, sin embargo, se sintió ofendido.

- Con la comida y la bebida, con estos excesos, reblandeces a tus hombres. No es de extrañar que en Hispania se terminaran rebelando contra ti.

Todos callaron. Los músicos, una vez más, dejaron de tocar. Publio Cornelio Escipión dejó su copa en la bandeja que le ofrecía un tembloroso esclavo. Emilia Tercia posó

su mano en el antebrazo del cónsul. Éste, con delicadeza, la apartó. Tomó un vaso de agua y bebió un trago lento. Luego miró fijamente a Catón.

- Todos los oficiales que se rebelaron contra mí fueron ajusticiados, muchos de ellos por mí personalmente. Los atravesé con mi espada como si fueran aceitunas maduras. Creo que todos los presentes saben lo que significa rebelarse contra mí. Catón no se amedrentó por el cambio de tono, ahora mucho más serio y duro, de su interlocutor.

- Si no envilecieras primero a tus oficiales y legionarios luego éstos no se rebelarían contra ti. Tú mismo provocas el germen de la rebelión con estos absurdos e innecesarios banquetes y con tu incumplimiento de las órdenes del Senado. Si tú eres el primero que no obedeces una orden, ¿por qué otros deben obedecerte?

El cónsul se incorporó, separando su espalda del respaldo y acercando su rostro hacia donde estaba Catón. Emilia Tercia, entre ambos, se retiró hacia atrás.

- Mide tus palabras, quaestor. Hablas con un cónsul de Roma que sólo acumula victorias, una tras otra, a favor de Roma. Locri, que tanto criticas, hace unas semanas estaba dominada por las tropas de Aníbal, y nosotros se la arrebatamos en sus propias narices. Aníbal ahora ha perdido un puerto importante en el sur a través del cual recibía refuerzos y provisiones de África. Eso, querido quaestor, se denomina victoria estratégica. Tú lo puedes llamar desobediencia al Senado, pero ahora, gracias a mí y las legiones que tú llamas «malditas», gracias a las legiones V y VI de Roma, Aníbal ha visto debilitadas sus posiciones en el sur de Italia. Eso es lo que celebramos aquí y ahora y ni tus palabras ni tus insultos ni tu envidia nos amargarán este día.

- Ya veremos qué dice de todo esto el Senado -concluyó Catón.

- Ya veremos.

Y cuando todos pensaban que lo peor había pasado el quaestor volvió a la carga.

- Como las obras de teatro a las que llevas a tus hombres y que financias con dinero de Roma.

- Por Hércules -replicó con aire divertido Publio-, ahora Marco Porcio Catón se interesa por el teatro. Esto es nuevo. Quizás aún podamos entendernos.

- Sólo me interesa saber que haces que se representen obras en las que se menosprecia el servicio militar, en las que los actores se mofan de la oficialidad y en las que miles de legionarios asisten borrachos y locos riendo como posesos cuando debían enfurecerse y matar a palos a todos los que intervienen en semejante desatino. Una obra en la que incluso los actores se atreven a criticar el encarcelamiento de Nevio, el poetastro que se mofó de los patricios, ¿cómo decía el actor…? -Y Catón cerró los ojos un instante antes de activar su portentosa memoria y recitar el texto-. Columnam mentó suffigit suo. Apage, non placet profecto mihi illaec aedificatio; nam os columnatum poetae esse inaudiui bárbaro, cui bini custodes semper totis horis occubant… [Le ha puesto una columna a su mentón. ¡Diantre! No me gusta nada semejante edificio; pues he oído decir que un poeta latino tiene la cara sobre una columna y dos guardias lo vigilan sin cesar a todas horas.]

El cónsul iba a añadir algo, pero la referencia que había recitado Catón le había pillado a trasmano, pues se trataba de un extracto que Publio no escuchó durante la representación al encontrarse en los pasadizos del teatro hablando con los embajadores de Locri y de Numidia. Así que el cónsul, en lugar de defender al autor de la obra, se limitó a mirar al propio Tito Macio Plauto y hacerle una sugerencia.

- Es tu obra la que critica el quaestor, escritor, ¿no vas a defenderte?

Plauto se vio sorprendido. No era plato de buen gusto verse invitado a participar en aquella tremebunda confrontación dialéctica, pero aquella tarde se combatía con palabras y no con espadas y pila. Era su territorio, o eso creía. Plauto aventuró una respuesta.

- El Miles Gloriosus no se mofa de las legiones, sino de los oficiales fanfarrones, que los hay. Los que se sientan aludidos deberían preocuparse por su forma de actuar en el campo de batalla y no por el modo en que actúan mis actores en el escenario. Marco Porcio Catón se sintió ultrajado y lo remarcó con claridad enrojeciendo en sumo grado su rostro. Estaba encolerizado: una cosa era ser insultado por el cónsul, un cónsul loco y megalómano, pero otra ya del todo inadmisible era verse afrentado por un miserable actor.

Catón lanzó una mirada gélida y asesina a Plauto al tiempo que le replicaba.

- El quaestor de Roma en Sicilia no se ha dirigido a ti, escritor. -Esta última palabra la pronunció Catón como escupiéndola, como si se tratara del peor de los insultos-. Nunca, ¿me oyes? Nunca jamás vuelvas a dirigirte a mí. Jamás. O maldecirás el día en que naciste.

Tito Macio Plauto ya había tenido multitud de ocasiones en el pasado para maldecir no sólo el día en el que había nacido, sino también el día en el que fue engendrado, el día en que llegó a Roma, el día en el que se alistó en las legiones y hasta el día en el que, una vez terminada su primera obra, fue apaleado por patricios borrachos junto al río Tíber. Pero ahora las cosas le iban bien, razonablemente bien, y abrir un frente de disputa con aquel quaestor, protegido del todopoderoso Quinto Fabio Máximo, era, a todas luces, apuntar demasiado alto. Plauto calló y bajó la mirada con cautela bien aprendida. Catón estaba nervioso y no iba a darse por satisfecho. Iba a exigir disculpas a aquel miserable cuando Cayo Valerio, primer centurión de la V legión, se levantó de su lecho, eso sí, algo tambaleante por el obvio efecto del vino en su cuerpo, y se dirigió a Catón.

- ¿Y el primus pilus de la V legión puede hablar con el quaestor o tampoco? Porque… por Castor y Pólux y todos los dioses, creo que es a mí al que le corresponde cotejar con el quaestor todo lo referente a los suministros de la legión. Bien, pues a mí… le costaba continuar; se apoyó con el brazo izquierdo en el triclinium, pues en la mano derecha sostenía una copa de vino de la que no se había separado en toda la comida-, a mí… a mí, me gustó la obra… mucho… y no la encuentro ofensiva, ni deni… deni…

- Denigrante -le ayudó Marcio a concluir la palabra.

- Eso, deni… deni… eso; lo que ha dicho el tribuno. Yo me lo pasé muy bien y mis legionarios también y estuvo, eso… estuvo bien.

- Yo no hablo de teatro con los centuriones de la legión -respondió Catón seco.

- Sea… -continuó un encendido Cayo Valerio; percibía las miradas de todos clavadas en él; sentía cómo le admiraban por enfrentarse al quaestor, por hacer lo que sólo el cónsul se atrevía a hacer; Publio también le miraba intrigado, curioso-. Sea, quaestor, pues hablemos de suministros. Fuimos a Locri y tuvimos que ir sin todos los pertrechos que debían haber llegado y eso es falta tuya… falta tuya… enviarnos a combatir sin todo el material… teníamos que asediar una ciudad y apenas teníamos escalas…

- El material, por orden del Senado, es para invadir África -se justificó Catón con firmeza.

- Vale, pues para África… pero ver a Aníbal desaparecer ante nosotros… ver a Aníbal irse… dejarnos con la ciudad para nosotros… nosotros que hemos sido heridos bajo las espadas de sus hombres… verlo huir en Locri… -Cayo Valerio, en pie, apoyado en el triclinium, veterano centurión donde los haya, cubierto de jaleras y torques por sus hazañas pasadas, se puso a llorar-. Eso fue… precioso… se retiró… el cónsul nos orde-nó atacar y nosotros atacamos y Aníbal… Aníbal… se retiró-Cayo Valerio cayó entre sollozos en su lecho. Marco Porcio Catón lanzó una carcajada y se levantó. -Sí, primus pilus, sin duda Aníbal debió de tener miedo de un centurión que llora como una niña asustada. ¿No sería que Aníbal se retiró para evitar enfrentarse a las legiones romanas de Craso y Metelo, que podían llegar en cualquier momento? Eso y no otra cosa -añadió

mirando al cónsul-sí es estrategia. Mala suerte para el Senado no disponer de generales tan hábiles y tan sensatos y en su lugar tener que mandar órdenes que no se cumplen a cónsules que no hacen sino convertir en niñas Uoricas a sus centuriones. Cayo Valerio se levantó enfurecido y se llevó la mano a la espada, pero Terebelio y Digicio saltaron como gatos y lo asieron antes de que pudiera desenfundar.

- Veo, cónsul de Roma, que tus centuriones ya se rebelan contra el quaestor. Es sólo cuestión de tiempo que se rebelen contra ti, como ya pasó en Suero. Tendrás noticias mías. Pronto.

Con esas palabras cruzó por en medio de todos, sin mirar ni a Plauto ni a Valerio, y desapareció por el vestíbulo que daba acceso a la salida de la gran domus. Cayo Valerio se zafó de Terebelio y Digicio, que habían aflojado ya su firme abrazo de sujeción. YXprimuspilus de la V estaba avergonzado. Había no sólo insultado al qu- aestor de la legión, sino que además lo había hecho frente al cónsul, en casa del propio cónsul, delante de todos y delante de todos había estado a punto de atacarle llevado por la locura del vino que fluía por sus venas y que le había nublado la razón.

- Lo siento… lo siento… mi general. -Era cuanto el aturdido centurión acertaba a decir, con su mirada hundida en el suelo y el dorso de sus manos secando las estúpidas lágrimas fruto de la confusión de sus pensamientos-; he insultado al quaestor… he bebido demasiado… digo cosas sin sentido… por todos los dioses, pido perdón, mi cónsul.

- No hay nada de lo que pedir perdón -le respondió con serenidad y para sorpresa de todos Publio Cornelio Escipión-. Estás invitado por el cónsul de Roma, eres uno de sus oficiales y estamos celebrando la conquista de una ciudad. Es un banquete, una fiesta y has bebido de mi vino. Eso es lo que hay que hacer y espero que lo hayas disfrutado. Y

en cuanto al quaestor, ya llegó sintiéndose afrentado desde un principio y sus palabras no han hecho sino encender el ánimo de todos. Aunque está bien que Terebelio y Digicio hayan impedido que lo ensartaras con tu espada y que luego te lo comieras: se te habría indigestado y, además, me resultaría complicado explicarlo al Senado. Todos los oficiales del cónsul rieron. Hasta Emilia esbozó una suave sonrisa al tiempo que con su mano tomaba unas uvas de un enorme frutero que dos esclavas habían dispuesto frente a ella. Sus sirvientas sabían que la esposa de su amo prefería comer fruta y menos platos de carne y pescado adobados y guisados como los que estaban nuevamente circulando por el atrio. Pese a las plabras del cónsul y a las numerosas carcajadas, Cayo Valerio aún parecía abatido, de modo que Publio añadió una reflexión final a su comentario anterior.

- Además, Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, hace unos días apenas te ordené

que te adentraras en una densa niebla con los velites, para que los lideraras en un avance a ciegas atravesando una niebla tras la cual debías encontrar al más mortal de los enemigos de Roma, al mismísimo Aníbal. Y lo hiciste. Obedeciste sin rechistar, sin mirar atrás, siguiendo mis instrucciones con disciplina férrea, con lealtad completa. Escúchame, Cayo Valerio, y esto va también por todos los que estáis aquí conmigo: mientras me obedezcas, mientras me obedezcáis así en el campo de batalla, no me importa cómo os comportéis en mi casa: podéis comer hasta vomitar o beber hasta caer ebrios, o tomar a mis esclavas y solazaros con ellas. Mi casa y mis propiedades son vuestras, mientras vuestra lealtad en el campo de batalla sea sin límites, sin dudas, inflexible. Lo que piense el quaestor, lo que diga el Senado, lo que se diga en Roma aquí no importa, igual que no importará cuando pronto nos volvamos a encontrar en un campo de batalla, en África, y tengamos enfrente a innumerables enemigos. Allí, tribunos y centuriones de las legiones V y VI, allí estaremos solos, allí no estará el quaestor, ni estarán los senadores, ni estará el pueblo de Roma. Estaremos solos, todos vosotros y yo. A solas lucharemos y a solas venceremos.

- ¡Brindo por eso! -dijo un apasionado Quinto Terebelio. Y todos le respaldaron. Cayo Valerio se había sentado, más tranquilo, y tras el brindis decidió levantarse de nuevo y tomar una vez más la palabra.

- Yo, mi general, si me lo permite, desearía proponer también un brindis.

- Sea, por Castor y Pólux -concedió Publio-, hoy es un día para brindar.

- Pues brindo… -y Valerio miró a todos los presentes uno a uno mientras hablaba-, brindo por Publio Cornelio Escipión, y por los dioses que lo han traído hasta nosotros, brindo por la conquista de Locri y brindo por que las deidades nos hayan enviado a un general que haya sacado del destierro y devuelto a esta guerra a las legiones V y VI. Nos llaman «legiones malditas», mi general, y puede que lo seamos, pero no le defraudaremos en el campo de batalla, no le defraudaremos nunca.

- Brindo por ello -respondió el cónsul y, una vez más, el vino corrió por las gargantas de todos los que allí se encontraban.

Llegó entonces un esclavo, se aproximó al cónsul y le habló al oído. Emilia vio cómo su marido fruncía levemente el ceño y cómo su semblante se tornaba serio.

- Ahora mismo vuelvo -le dijo Publio, y lo vio levantarse y pasar entre sus oficiales saludando y sonriendo hasta alcanzar el vestíbulo. Una vez allí, vio cómo un esclavo a una señal de su esposo corría las cortinas del vestíbulo para que desde el atrio no se viera lo que allí ocurría. Emilia miró a Lelio y Marcio. Eran los únicos que estaban atentos. También Netikerty. Eso le llamó la atención, pero claro, Netikerty siempre miraba allí donde miraba su amo. Una fiel y hermosa esclava donde las hubiera. Demasiado hermosa. Lelio debía de estar albergando ideas sobre ella más allá de mantenerla como esclava. Y el caso es que Netikerty era muy del agrado de la propia Emilia. La esposa del cónsul se dio entonces cuenta de que se había distraído y volvió a mirar hacia el vestíbulo, pero las cortinas lo tapaban todo. Tras las tupidas telas, el cónsul escuchaba a un embajador recién llegado de Locri. El relato de aquel ciudadano fue breve pero intenso. El cónsul no mostró sorpresa ante sus palabras. Era un mensaje que esperaba desde el mismo día en el que emprendieron el viaje de regreso a Siracusa.

- No te preocupes -le respondió Publio buscando sosegar el ánimo de aquel mensajero, perturbado por los acontecimientos que se estaban viviendo en su ciudad-. Enviaré

de nuevo tropas allí, al mando de un oficial de mi máxima confianza. Éste reinstaurará

el orden en la ciudad, detendrá a los que hayan cometido los delitos y ultrajes que comentas y, por supuesto, devolverá el tesoro de Proserpina íntegro al templo sagrado. El mensajero asentía, aunque su rostro denotaba aún cierta duda y nerviosismo.