- ¡Al ataque! ¡Avanzad! -aulló con todas sus fuerzas; sabía que éste era el choque definitivo; eran más, casi doblaban en número a los romanos. Acabarían con ellos-. ¡Por Baal, por Cartago! ¡Al ataque! ¡Exterminadlos! ¡Que no quede un romano vivo en toda la región!
Ala derecha del ejército romano. Vanguardia
Quinto Terebelio comandaba a los triari de la tercera línea de combate. Éstos permanecían inactivos mientras los hastati de primera línea arremetían contra el gigantesco tumulto de iberos, acompañados de unos quince elefantes, que se les echaba encima, pero los hispanos no estaban acostumbrados a combatir con aquellas bestias entre sus filas y, en ocasiones, entorpecían los movimientos de los paquidermos, anticipándose a ellos, interponiéndose en su camino, o los confundían con su mar de voces guerreras que inundaba todo lo que les rodeaba con la pretensión de infundir temor entre sus enemigos. El resultado era que para cuando los iberos al servicio de los cartagineses llega ban a confrontarse con los hastati, los hispanos de Cartago debían luchar a un tiempo contra los romanos y contra alguno de los elefantes que, en su locura, se había vuelto contra ellos. Por el contrario, los elefantes que sí habían alcanzado a los romanos antes de que se les interpusieran los iberos eran recibidos con diferentes andanadas de armas arrojadizas de todo tipo y, si bien alguno de los elefantes embistió a varios manípulos de la formación romana, en su mayoría fueron repelidos y puestos en fuga con dirección hacia los iberos del ejército púnico. Al cabo de media hora, todos los elefantes habían perecido, unos a manos de los romanos y otros por las lanzas de los mercenarios cartagineses que se defendían de aquellas bestias que no hacían más que impedirles combatir contra las legiones de Roma.
Retaguardia romana, ala derecha
Publio observó cómo se había conjurado el peligro de los dos pequeños grupos de elefantes, no sólo por la confusión de los animales al ser ubicados por Giscón entre los inexpertos iberos, en lugar de con la experimentada falange africana del centro, donde habrían sido más hostiles y operativos, sino porque, además, el terreno en los extremos de la formación de ambos ejércitos era más abrupto y, en consecuencia, menos conveniente para los propios elefantes. Otra cosa hubiera sido si Giscón hubiese dispuesto no de unos venticinco elefantes, sino de cincuenta o sesenta pero, pese a aquella victoria parcial, el enemigo aún le superaba en número y los hastati habían sufrido ya mucho en aquel choque inicial. Publio hizo una señal con su mano derecha a sus oficales.
- Que entren en combate los principes -dijo, con serenidad, sin gritar. Las trompas y tubas de las legiones empezaron a sonar y el general vio cómo en el campo de batalla, sus manípulos obedecían con férrea disciplina, retirándose los hastati y dejando que las unidades de principes los reemplazaran. De ese modo, los soldados que recibían a los iberos de Cartago, que aún estaban aturdidos por el fiasco de los elefantes, eran legionarios frescos y, también, mejor alimentados en las últimas horas que los propios iberos, a quienes los estómagos vacíos empezaban a crujirles en las entrañas. El general dio una orden más.
- Que la infantería ligera de ambas alas rodee al enemigo y ascienda por los extremos apoyados por la caballería. Quiero que empiecen a atacar a esos iberos por los flancos. Ala izquierda del ejército púnico
Los iberos de Cartago estaban hambrientos, sin embargo, tenían un orgullo guerrero que les hacía combatir con furia; pero los romanos iban sustituyendo las unidades de primera línea por nuevas unidades de refresco de forma continuada, mientras que ellos se veían obligados a combatir a destajo sin una organización similar que les permitiera intercambiarse unos por otros. En su lugar, los iberos de primera línea combatían hasta la extenuación o, en muchos casos, hasta que caían heridos por el enemigo, y entonces eran reemplazados por los que estaban detrás. No era un sistema tan eficaz como el romano, pero aun así podrían haber mantenido las posiciones durante mucho tiempo de no ser porque por su flanco izquierdo llegaron nuevas tropas del enemigo, respaldados por una poderosa carga de la caballería romana. Las bajas en aquel extremo fueron incontables y la confusión inicial entre los iberos sobre el resultado final de aquella batalla empezó a tornarse en profundo temor.
Centro de la batalla. Retaguardia cartaginesa
Giscón contemplaba cómo su bien organizada falange africana contenía a los aliados hispanos de los romanos, aunque aquéllos tampoco cedían demasiado terreno. En cualquier caso estaba satisfecho. Con los iberos siempre era así: resistían una o dos horas y luego empezaban a ceder terreno. Era cuestión de tiempo. Un jinete, escoltado por varios númidas, se acercó hacia la posición del alto mando. Giscón reconoció la inconfudile silueta de uno de los Barca sobre aquel caballo y sabía que si había abandonado su posición en una de las alas de la formación era porque traía malas noticias. Magón desmontó de su caballo y se dirigió con vehemencia hacia Giscón.
- Hay que replegarse al campamento y atrincherarse allí. Las alas ceden. Los romanos nos sobrepasan por ambos flancos. Algunos iberos comienzan a huir del campo de batalla. Si nos replegamos los mantendremos con nosotros, pero si no, corremos el riesgo de una desbandada general.
Giscón le escuchó sin mirarle, concentrado como estaba en contemplar cómo su falange africana mantenía bien el tipo en el corazón de la batalla. Magón comprendió que Giscón estaba ofuscado.
- ¡Lo que tienes delante de tus ojos es sólo un espejismo! -le gritó Magón-. ¡La batalla se está decidiendo en las alas, pero, por Baal, aún podemos evitar el desastre y dejarlo todo en un desenlace confuso! ¡Además, nuestros hombres, incluidos la falange, empezarán a dar signos de agotamiento por la falta de comida antes que los suyos! ¡Hay que retirarse!
Giscón se resistía a dar su brazo a torcer, pero los dioses iban a decidir por ellos. El cielo, que en la última hora de aquella tarde se había ido llenando de nubes, se rasgó en sus entrañas con un potente trueno que estalló encima de cartagineses, númidas, iberos y romanos, ajeno a sus pasiones, a sus odios y a su guerra. El agua se desparramó sobre guerreros y caballos, sobre heridos y cadáveres como un torrente inundándolo todo en cuestión de minutos.
Ala derecha romana. Alto mando
Publio Cornelio Escipión estaba calado hasta los huesos. Con una mano protegiéndose los ojos, apenas si alcanzaba a ver cómo las unidades de primera línea pugnaban por continuar con el combate en medio del fango mezclado con agua y sangre que lo empapaba todo y en donde las sandalias de los legionarios se hundían dificultándoles toda maniobra útil. En los extremos, los caballos, molestos por la intensa lluvia, perdían reflejos y resultaban menos combativos. Publio levantó la cabeza. Quería ver el cielo, buscar si había claros, pero ni tan siquiera pudo abrir los ojos de tanta agua como caía sobre él. Aquello no era lluvia, sino un diluvio brutal. Publio apretó los dientes con rabia. Suspiró y dio una patada en el suelo. Levantó su brazo derecho y hucinatores y tubicines tocaron retirada general. La victoria absoluta había estado tan cerca, tan cerca. No era momento para aflojar. Se retirarían al campamento y atacarían de nuevo en cuanto escampara.
32 La retirada de Giscón
Ilipa, primavera del 206 a.C.
Los romanos, tras la obligada retirada que forzó aquel gigantesco aguacero, no cejaban en su empeño y atacaban a diario y, sin dejar tiempo para el descanso, por la noche lanzaban flechas incendiarias que mantenían a todos los cartagineses e iberos del campamento de Giscón ocupados en apagar los fuegos que prendían por todas partes. Ése era el modo en el que llevaban luchando varios días. Los cartagineses estaban agotados, pero no vencidos. Giscón tenía que admitir que Magón había supervisado con notable éxito el refuerzo de las fortificaciones del campamento, lo que, unido a la posición en alto en la que estaba levantado, hacía del mismo una plaza difícil de conquistar; no obstante, los ánimos entre los mercenarios hispanos estaban calientes y las dudas impregnaban sus corazones siempre vacilantes. Magón Barca entró en la tienda del general Giscón con aire cansado por las tareas interminables de defensa. Giscón le invitó a sentarse en una silla frente a él. Magón aceptó de la misma forma en la que aceptó el agua que le ofrecía un esclavo. Saciada su sed, empezó a hablar.
- La situación no es buena, Giscón, pero el problema no es ése; podemos aguantar así
unos cuantos días, quizá semanas. Tenemos suministros abundantes. El problema es que irá a peor. Los iberos están recelosos. Han empezado las deserciones. De momento en pequeña escala, pero cada vez temo más que amanezca un día y que miles de ellos nos hayan dejado solos. En el campamento corre el rumor de que el general romano perdona a todos los iberos que nos abandonan.
- ¿Y qué quieres que hagamos?
- Atacar ahora que aún están con nosotros -respondió Magón rápido.
- Cuando ordené el ataque te oponías, querías que nos mantuviéramos en las fortificaciones, y ahora que estamos dentro, quieres atacar -espetó Giscón desairado.
- Sí, está claro que tú y yo no compartimos cuál es el momento para el ataque y cuál es mejor para defenderse.
Tras el último comentario de Magón el silencio se apoderó de la estancia. El viento soplaba y agitaba la tela de las paredes de la tienda. En el exterior se oían algunos gritos. Había anochecido y los romanos volvían a arrojar flechas que prendían en diferentes puntos del campamento.
- Creo que es mejor que te ocupes de las tareas de defensa -dijo al fin Giscón-y que me dejes a mí la estrategia.
Magón sonrió con desprecio al tiempo que negaba con la cabeza. Se levantó y salió
sin decir nada. Giscón se quedó a solas engullendo el menosprecio de su colega en el mando. No podía matarlo porque era un Barca y Aníbal era aún muy poderoso, pero en aquel momento se juró a sí mismo que si la guerra no acababa con aquel joven orgulloso bárquida, sería él quien maquinaría su muerte. Giscón se levantó a su vez y salió de la tienda. Al salir se le unieron un pequeño grupo de guerreros africanos, su escolta personal, que lo acompañaron en su paseo por un agitado campamento donde brotaban pequeños incendios en distintos lugares mientras centenares de soldados corrían de un lugar a otro dando voces. Aquello era un desatino. Los romanos estaban jugando a volverlos locos y por Baal que iban por el buen camino. Giscón pasó por delante de la vigilada tienda de Imilice pero pasó de largo y continuó
caminando unos pasos más hasta plantarse frente a la puerta de la tienda de su hija. Los guardias de la misma le apartaron la cortina de acceso y el general entró en el interior. Sofonisba estaba en una esquina entretenida en leer, a la luz de varias velas, un rollo que parecía escrito en caracteres griegos.
- ¿Qué haces? -preguntó su padre mientras se sentaba en una pequeña butaca en el otro extremo de la tienda. Sofonisba respondió sin mirarle, sin apartar sus hermosos grandes ojos negros del rollo que sostenían sus manos.
- Leo… una comedia de Aristófanes… sobre cómo unas mujeres son capaces de detener una guerra…
Su padre hizo una mueca de desdén que no pasó desapercibida para Sofonisba. La muchacha apartó el rollo y lo depositó sobre el suelo.
- Estoy de acuerdo contigo, padre, en que es una tontería -dijo sonriendo de forma malévola-. Sería mucho más entretenido si esas mujeres manipularan para iniciar una guerra.
Giscón había hecho aquel gesto de desprecio porque no entendía qué utilidad podía tener la lectura de viejos rollos en lenguas extrañas, aunque toleraba aquellas extravagancias de su hija porque la mantenían alejada de pasearse por el campamento exhibiéndose tentadora a los ojos de todos sus hombres. Sofonisba continuó hablando.
- Aunque, padre, con todo ese tumulto constante ahí fuera, es difícil poder leer con tranquilidad.
Giscón se encogió de hombros. Su hija sabía que aquel gesto no era de indiferencia, sino de impotencia. La joven frunció un suave ceño entre sus depiladas cejas y apretó
los carnosos labios antes de volver a separarlos para hablar.
- Los iberos nos van a abandonar, padre. Lo leo en sus ojos cuando pasan por delante de mi tienda. Es duro lo que voy a decirte, padre, pero has perdido la guerra en Iberia.
¿Quieres que te diga lo que yo haría?
Su padre asintió despacio.
- Yo me escaparía con el ejército africano, el más capaz, el más leal a ti y, bueno, los iberos que aún quieran seguirnos… siempre hará falta carnaza para ir entregando a ese romano…, pero lo esencial, padre, es que debemos regresar a Gades y abandonar este país. Hay que preparar África para que cuando la guerra llegue allí, estemos en posición de ganarla. El general romano está envalentonado, pero África no será Hispania, no si consigues, si conseguimos a Sífax y los sesenta mil hombres de su ejército númida. Con Sífax a tu lado, el Senado te respetará, ganarás la guerra allí en África, Cartago te reconocerá como su mayor general, podremos reconquistar Iberia y, bien… yo seré reina de Numidia.
Su padre la miraba entre incrédulo y atónito. Era duro, como había dicho ella, aceptar que todo se había perdido en Iberia pero, en el fondo de su ánimo, estaba de acuerdo. Y
siempre era mejor una huida ordenada y a tiempo que ser lentamente aniquilado por el enemigo. Asdrúbal Barca optó por la huida tras Baecula y fue capaz de recomponer un gran ejército y poner en peligro a Roma, aunque finalmente la incapacidad de poder comunicarse entre él y Aníbal le llevó a la muerte. Él podía optar por una retirada similar y recomponer su ejército no en el norte de Liguria y la Galia como hizo Asdrúbal, sino en África, con el superpoderoso Sífax. Quedaban, no obstante, un par de cabos sueltos.
- ¿Y Magón? ¿Y Masinisa? -preguntó Giscón.
Sofonisba no tenía dudas.
- Llévalos contigo. No hay que confesarles todo lo que tenemos planeado, pero a los enemigos es mejor tenerlos cerca. Así siempre sabes lo que van a hacer. Cuando Publio Cornelio Escipión fue informado de que Giscón abandonaba el campamento con el ejército que aún poseía, no tuvo dudas y, al contrario que en Baecula, ordenó la persecución de las tropas enemigas. Desde el praetorium dio las primeras instrucciones de forma apresurada, pero no eran órdenes que diera sin haber meditado. Llevaba días, desde que Giscón se encerrara en el campamento cartaginés, ponderando cuál debía ser su reacción en caso de que los púnicos intentaran replegarse en dirección a Gades.
- Que Silano tome el mando de la caballería y que ésta les acose y les salga al paso, que los entretenga -y mirando directamente a Silano-, debes hacer que el ejército cartaginés se detenga o que al menos ralentice su marcha para protegerse de las cargas de la caballería. Eso dará tiempo a las legiones. -Ahora miraba a Marcio, Terebelio, Digicio y Mario-. Avanzaremos a marchas forzadas para cogerles por la espalda y allí donde les encontremos, los masacraremos. Sin cuartel. Si la marcha dura días no levantaremos campamentos fijos por las noches sino que usaremos las tiendas pequeñas de campaña y antes del alba reemprenderemos la marcha para seguirles.
Todos asintieron. Los preparativos de la caza se pusieron en funcionamiento. Publio se quedó frente A praetorium con los brazos en jarras. Aquello no era Baecula: Giscón no era Asdrúbal, no tenía otros ejércitos que pudieran acudir en su ayuda, los iberos empezaban a estar más de parte romana… qué lástima que Lelio no estuviera allí para verlo todo.
33 La deserción de Masinisa
Sur de Hispania, primavera del 206 a.C.
Sólo habían sobrevivido seis mil hombres a la gran masacre de la humillante retirada de Ilipa. Masinisa contemplaba el desfile de soldados cartagineses e iberos heridos ante su tienda y comprendía que aquello significaba el final del poder de Cartago en Hispania y quién sabe si el final de algo más. Ya lo había intuido durante la desastrosa planificación que Giscón había hecho durante la batalla antes de la gran tormenta, pero ahora ya no había dudas: estaba luchando en el bando perdedor. El general romano los había cercado. Les cortó el paso con su caballería y aunque él mismo, Masinisa, con sus valientes jinetes númidas les plantó cara, el cobarde de Giscón, en lugar de darles el apoyo necesario de la infantería africana, continuó con la huida dejándoles solos. Eso los sentenció a todos. Masinisa y sus jinetes contuvieron la caballería romana pero, cuando las legiones se incorporaron, no les quedó más remedio que retroceder y al hacerlo dejaron el camino expedito para que los romanos arremetieran contra la retaguardia del ejército cartaginés en fuga. Masinisa sacudía la cabeza. Giscón no sabía ni huir. El resto fue sangre, muerte, horror. Sólo habían sobrevivido seis mil hombres. Y las deserciones continuaban. Los pocos iberos que aún se encontraban entre las filas cartaginesas aprovechaban cualquier confusión para desvanecerse en pequeños grupos entre aquellas colinas que, a fin de cuentas, ellos conocían mucho mejor que sus aliados púnicos. Giscón y Magón se habían instalado en unos remontes encrespados en la confianza de que lo abrupto del terreno imposibilitara las maniobras de las legiones romanas que persistían en su persecución.
Frente a la tienda de Sofonisba sólo había un centinela. Las circunstancias habían obligado a Giscón a recurrir a sus más fieles para vigilar las deserciones, de modo que ahora sólo un soldado custodiaba la seguridad de la preciosa hija del general. Era un guerrero africano alto y fuerte que llevaba bajo las órdenes de Asdrúbal Giscón desde las primeras campañas de la conquista de Iberia, en aquellos ya lejanos tiempos cuando la presencia romana era del todo inexistente en la península. El guerrero estaba cansado y herido. El corte que tenía en la pierna derecha no era profundo, pero le hacía cojear cuando, para desentumecer los músculos, caminaba de un lado a otro frente a la tienda de la hija del general. Estaba cansado porque había combatido con energía durante la batalla, en Ilipa, luego había tenido que apagar fuegos durante varios días de asedio en el campamento y, para colmo, con las permanentes marchas forzadas para escapar de las legiones romanas, no había tenido tiempo de recuperarse. Decidió sentarse un momento, apoyando su espalda en uno de los postes de madera que sostenían la estructura de la tienda que vigilaba. Cerró los ojos un instante. No debía quedarse dormido. Eso era importante. Sofonisba dormía un sueño suave. Tumbada boca arriba, sus brazos reposando a lo largo de las dulces curvas de su cuerpo, apenas tapado por una fina túnica de lana blanca, quedaban dibujadas las onduladas colinas de sus pechos. «Qué diferentes a los agrestes montes en los que se escondían», pensó Masinisa mientras se acercaba con el puñal aún ensangrentado goteando líquido oscuro y espeso sobre las pieles ditribuidas alrededor del lecho de la más hermosa de las jóvenes. Masinisa se arrodilló junto a Sofonisba y posó su mano izquierda sobre la boca de la joven apretando con fuerza. La muchacha abrió los ojos y fue a gritar, pero la mano de Masinisa era implacable y ni un so-nido consiguió zafarse de aquella férrea presión. El rey en el exilio levantó despacio su mano derecha para que su presa viera el puñal manchado de sangre.
- Un solo grito, un gemido y te mataré -dijo Masinisa y, mirándola fijamente a los ojos, retiró con cuidado su mano de la boca de la muchacha, aunque lamentó dejar de sentir el contacto de la piel de aquellos carnosos labios en la piel de sus dedos gruesos de guerrero. Sofonisba se mantuvo en silencio y se acurrucó en la cabecera del lecho abrazando sus rodillas con sus largos brazos de tersa piel. Masinisa la miraba con deseo. Ella estaba aterrada, pero, por primera vez desde que dejara de ser niña, no sabía bien qué
hacer. Aquel hombre estaba loco. Nadie nunca se había atrevido a atacarla. La joven comprendió entonces lo mal que debía de estar la situación del ejército de su padre para que alguien como Masinisa se atreviera a irrumpir por la fuerza en su tienda. Masinisa miró a su alrededor y encontró lo que buscaba. Se levantó y tomó el brazalete de oro y rubíes que le había regalado a Sofonisba y que yacía sobre una pequeña mesita junto a la cama.
- Póntelo -dijo, y se quedó de cuclillas junto a la cama viendo cómo la muchacha, aterrada y confusa, estiraba la mano para coger el brazalete que le ofrecía su atacante. Sofonisba se puso la joya con la destreza de quien ha hecho ese mismo gesto en muchas ocasiones. Aquella práctica llenó de satisfacción al orgulloso númida. Eso no pasó desapercibido a la aturdida joven, pero aún no sabía bien qué hacer. Eso era lo que más rabia le daba. Estaba a solas con un hombre y no sabía cómo manejarlo.
- Estáis hechos el uno para el otro -comentó Masinina-; esa joya y tú. Las dos sois muy hermosas y las dos sois serpientes, pero aún no sé cuál de las dos es más venenosa, si tú o la cobra.
Sofonisba se aventuró a responder pero sin levantar la voz.
- ¿Para eso has venido aquí?, ¿para insultarme? Te tenía por más hombre y por más ambicioso.
Masinisa, que hasta entonces se había mostrado lascivo pero afectuoso, transformó su faz en un horrible entrecejo de furia contenida.
- Crees que lo sabes todo y no sabes nada. -Y la cogió por el pelo y tirando brutalmente la sacó de la cama; la muchacha fue a gritar pero de nuevo se encontró una poderosa mano del guerrero númida tapándole la boca. Estaba de rodillas ante él, con la cabeza a la altura de sus pies, pero él no podía tener la daga, pues con una mano la sostenía por el pelo y con la otra le tapaba la boca. Sofonisba buscaba de reojo dónde había dejado su atacante el puñal ensangrentado.
- Sólo he venido a despedirme, preciosa hija del general Giscón -le dijo Masinisa escupiendo saliva y lascivia en sus oídos-. He venido a decirte que hoy estás de rodillas ante mí por la fuerza, pero llegará el día en que te arrodillarás ante mí por ti misma, en que tú me rogarás por ti, por tu vida, en el que me implorarás. Ese día llegará y ese día empezará el resto de tu vida. Crees que lo sabes todo y no sabes nada. De un empujón la arrojó sobre la cama. Sofonisba fue a gritar, pero la puerta de la tienda se abrió. Otro númida, uno de los maessyli de Masinisa.
- Mi rey -dijo el nuevo guerrero dirigiéndose a Masinisa-, debemos partir ya. Se acercan soldados cartagineses, de Giscón.
- De acuerdo -respondió Masinisa, y sin mirar ya a Sofonisba le dio la espalda y se dirigió a la puerta. La muchacha vio en el suelo el puñal ensangrentado y como una gata saltó sobre él. Se levantó y se lanzó con toda su rabia y su ira para apuñalar el corazón del exiliado rey númida que la había insultado y humillado en su propia tienda, pero Masinisa, rey de los maessyli del nordeste de Numidia, tenía el instinto guerrero de los mejores luchadores de África y percibió el movimiento de su presa humillada, se revolvió, detuvo con su mano la mano de la muchacha que empuñaba la daga con furia, apre-tó entonces la tierna muñeca con tal fuerza que la joven abrió sus dedos y el arma cayó
al suelo en un segundo. Masinisa tomó entonces a la preciosa hija del general Giscón, la arrimó con el brazo izquierdo contra su enorme cuerpo, y con la mano derecha estirando del pelo de Sofonisba, hizo que el rostro de la muchacha quedara descubierto, sin defensa, vulnerable, acercó su boca a la boca de la joven y la besó larga y apasionadamente y, contrariamente a lo que Masinisa había temido,
Sofonisba ni le mordió ni se mostró indiferente a aquel beso, sino que el cuerpo de la muchacha pareció erizarse, estremecerse con tal intensidad que, cuando ella se vio libre de aquel abrazo, se quedó de pie en medio de la tienda, quieta, con los ojos muy abiertos viendo cómo un sonriente Masinisa se escapaba por la puerta escoltado por dos de sus hombres.
Sofonisba tardó unos segundos en reponerse de lo que había pasado. Salió entonces de la tienda y vio cómo unos jinetes se alejaban por la izquierda en dirección al valle, alejándose de las posiciones del campamento, al tiempo que por la derecha se aproximaba un regimiento de soldados de su padre. De pronto sintió que chapoteaba. Miró al suelo y descubrió el cuerpo inerte del que hasta la fecha había sido uno de los fieles guardianes de su tienda, con el cuello seccionado y su sangre vertida por todo el umbral de la puerta.
Al amanecer los romanos enviaron patrullas de reconocimiento a las agrestes montañas que ascendían desde el valle y se interponían entre su campamento y el mar. No encontraron nada.
- ¿Nada? -preguntó un incrédulo Marcio. Detrás de él Publio Cornelio Escipión, sentado en un pequeño taburete, terminaba su desayuno de gachas de trigo.
- Nada, tribuno -repetía el decurión de caballería que traía los informes sobre las colinas que habían examinado aquella mañana-. Se han evaporado. Sólo quedan algunas tiendas vacías, abandonadas, hogueras a medio apagar, armas rotas, restos de un ejército, pero no queda ningún cartaginés. Los exploradores dicen que se han ido rumbo al mar. Marcio levantó las manos en señal de impotencia. Silano permanecía junto a él, serio, con el ceño fruncido. El general en jefe de las legiones terminó su último bocado y dejó
su cuenco en el suelo.
- Que traigan algo de vino -dijo el general. Marcio y Silano se volvieron hacia él. Llegaban también Quinto Terebelio, Mario Juvencio y Sexto Digicio. Todos querían saber si era cierto lo que se comentaba por el campamento. El general les respondió antes de que preguntaran-. Sí, centuriones y tribunos de las legiones: Giscón se ha esfumado. Seguramente habrá huido a Gades, en barco. Debería haber hecho venir la flota para impedirle la huida. Siempre pensé que todo se decidiría en el campo de batalla, pero Giscón se nos ha esfumado. -Publio parecía relajado, como si aquello no fuera con él.
- Una vez más… -dijo Silano.
- No -le interrumpió Publio-. Una vez más, no. Los iberos les han abandonado, y por lo que dicen los centinelas nocturnos, los númidas abandonaron el campamento por la noche. Giscón y Magón acudirán por barco al único bastión que les queda en Hispania: Gades.
- Vayamos entonces a Gades -dijo Marcio.
El general guardó silencio. Trajeron el vino. Publio indicó a los esclavos que distribuyeran copas entre todos sus tribunos y centuriones presentes frente a la tienda del pra- etorium. Una vez que las copas estaban servidas, el general levantó la suya y todos le imitaron.
- Hispania, tribunos y centuriones de Roma, es nuestra -dijo, y bebió un sorbo. Marcio, Silano y el resto de los oficiales le imitaron, excepto Quinto Terebelio que de un solo trago se bebió la copa de golpe. Luego, sin poder evitarlo, eructó.
- Perdón -dijo, mirando al suelo. El general se levantó y fue junto a su centurión. Le puso una mano en el hombro y le habló con una sonrisa amplia en el rostro.
- Quinto Terebelio puede eructar siempre que quiera en mi presencia -y mirando al resto-, como podéis hacerlo todos. Entre todos hemos liquidado el poder de Cartago en Hispania. Hispania, romanos, es nuestra. Gades es un reducto poco importante. ¿Ir a Gades? -y como si hablara para sí mismo, mirando al cielo un instante-, no sé…
Llegaron entonces nuevos exploradores. Uno de ellos desmontó y, vigilado por los atentos lictores, se posicionó frente al general. Publio le miró e hizo un ademán con la mano derecha para indicar al legionario que hablara.
- Hay unos númidas frente al campamento. Dicen que quieren hablar con el general. Uno de ellos dice que es rey.
- ¿Un rey númida? -Publio hizo una mueca de aprobación-. Eso me interesa. Traedlo. El general volvió a tomar asiento en su pequeño taburete mientras sus oficiales compartían el vino y se miraban intrigados. Aquel númida debía de ser uno de los mercenarios de Cartago que habían abandonado a Giscón por la noche. No tenía mucho sentido hablar con ellos, a no ser que fuera para matarlos, pero todos estaban acostumbrados a las extrañas formas de dirigir la guerra de su general y, a la luz de los éxitos cosechados, nadie podía criticar ninguna de sus estrategias. Si el general quería hablar con esos númidas, pues que hablara. Masinisa desmontó del caballo en la porta principalis sinistra y siguiendo la via principalis a pie, rodeado por varios legionarios armados, paseó entre las decenas, centenares de tiendas de aquel inmenso campamento militar. El rey númida se quedó impresionado al ver aquella masa ingente de hombres ocupados en tareas de todo tipo: afilando armas, limpiado corazas, reparando lanzas, cocinando, dando de comer a sus caballos, reparando sandalias, cociendo pan… todo estaba perfectamente organizado. No le resultaba tan sorprendente la victoria romana sobre los cartagineses de Giscón. Los legionarios que le custodiaban se detuvieron frente a una tienda mucho mayor que las demás. Frente a la puerta había varios oficiales y en un pequeño taburete estaba el que, por la forma en que todos le miraban, debía de ser el general en jefe. No parecía nadie temible, pero el respeto en aquellas miradas, miradas de hombres rudos y fuertes hacia aquel joven general, advirtieron a Masinisa que no debía menospreciar a aquel hombre, que eso podría ser un grandísimo error.
- Dicen que eres rey -le dijo el joven general, sorprendiendo a Masinisa en medio de sus pensamientos.
- Así es, general de Roma. Soy Masinisa, rey de los maessyli, rey de todo el nordeste de Numidia.
- Entiendo -le respondió el general mirándole con intensidad; le estaba estudiando. Se mantuvo firme-. Entiendo, joven rey de los maessyli, pero parece que el rey Sífax de Numidia no piensa lo mismo que tú.
Se hizo un silencio tenso. Masinisa respondió con sosiego.
- Sífax es un miserable y un usurpador que no reconoce mis legítimos derechos al trono de los maessyli y que sólo ayudado por los cartagineses ha podido subyugar a mi pueblo y obligarme a luchar en el exilio…
- A luchar en el exilio a favor de los mismos cartagineses que apoyan a quien te ha destronado -le interrumpió el general romano-. Eso es extraño, ¿no crees, joven rey?
Masinisa parpadeó un par de veces y miró al suelo. No estaba acostumbrado a que nadie le interrumpiera, pero, al menos, aquel general se dirigía a él como rey, algo que no hacía nadie, salvo sus hombres leales, desde hacía mucho tiempo.
- Pensé -empezó a explicarse Masinisa-que mostrando a los cartagineses mi valor en su guerra contra los romanos me permitirían recuperar mi trono, pero ahora comprendo que he estado equivocado todos estos años.
- Y eso lo has comprendido ahora que los cartagineses están derrotados -apostilló el general.
- Ahora que están derrotados en Iberia sí, pero también ahora que he visto cómo el general romano trata a sus aliados, con lealtad, con generosidad, ahora que he visto que en lugar de enviar preso a mi sobrino Masiva, años atrás, lo liberasteis, pese a que, igual que yo, luchaba contra ti y tus legiones. Eres un hombre extraño, general, pero los iberos te aprecian y no aprecian a los cartagineses. Tú cumples lo que dices y he aprendido que los cartagineses no cumplen sus promesas. Después de tres años luchando con ellos sé que nunca me ayudarán frente a Sífax, pero si tú te comprometes a ayudarme a recuperar mi trono, cuando la guerra llegue a África yo combatiré al lado de tus hombres. Mi caballería es la mejor del mundo.
- ¿Cómo sabes que esta guerra llegará a África?
- Eso es lo que se ha debatido varias veces en el Senado de Roma y en todo el mundo se habla de lo que se discute en el Senado de Roma.
Publio Cornelio Escipión se levantó. Aquel hombre le intrigaba. Y era cierto que su caballería podía llegar a ser muy valiosa en un campo de batalla, podía desequilibrar un enfremamiento entre grandes ejércitos y, por todos los dioses, si había algún punto débil en los ejércitos romanos era la caballería. Una alianza con aquel hombre podría ser interesante. Publio se detuvo frente a Masinisa, encarándolo, a tan sólo un paso de distancia.
- De acuerdo, rey Masinisa. Cuando desembarque con tropas en África tú me ayudarás a luchar contra los cartagineses y, a cambio, tras su derrota total, recuperarás la región de Numidia que te pertenece por linaje. Ése es el pacto que te ofrezco y ése es un pacto que cumpliré si tú cumples tu parte.
Masinisa miró al general, luego alrededor, al rostro de cada uno de los oficiales que allí se habían congregado y de nuevo al general.
- Yo cumpliré mi parte.
Publio asintió sin añadir más. El númida dio media vuelta y, escoltado reemprendió la marcha hacia el exterior del campamento. Publio se percató de que el joven rey iba sin espada.
- ¿Por qué no lleva espada un rey númida? -Masinisa se detuvo y se volvió para responder, pero uno de los legionarios se anticipó.
- Mi general, le hemos desarmado en la puerta, por seguridad.
- El rey de los maessyli no debe ser desarmado en mi presencia -dijo Publio Cornelio Escipión, y tomando la espada que pendía de uno de los tahalíes de uno de sus lictores se la ofreció a Masinisa. El númida dudó pero alargó la mano y tomó el arma en su mano-. Es una espada romana -dijo Publio mientras el númida la examinaba-. Eso te recordará siempre para quién luchas ahora.
34 La carta de Lelio
Sur de Hispania, primavera del 206 a.C.
El destino es a veces curioso. En la porta decumana Masinisa se cruzó aún a pie con un jinete que irrumpió en el campamento al galope. Los legionarios de guardia se hicieron a un lado para dejarle pasar, pues ya estaban advertidos por los exploradores que patrullaban los alrededores de la fortificación de que un correo oficial se acercaba procedente de Cartago Nova. Masinisa miró a aquel jinete con curiosidad, un poco perplejo porque se le dejara pasar sin oposición alguna, pero no le concedió mayor importancia. En la puerta se reunió con el grupo de maessyli que le habían acompañado. Los legionarios, siguiendo las instrucciones del general, les devolvieron las armas y los caballos. El rey de los maessyli montó sobre su corcel negro y sus hombres le imitaron y con la destreza de su ágil arte para montar se alejaron del campamento galopando en dirección a poniente.
El correo oficial desmontó frente al praetorium y entregó unas tablillas al general que le recibió en pie.
- Vengo de Cartago Nova, de parte del tribuno Cayo Lelio, mi general. Publio tomó las tablillas, asintió, se dio media vuelta y echó a caminar hacia la entrada de) praetorium. Era el momento de saber qué había respondido Sífax a Lelio. Sífax se alzó contra los cartagineses, recibió ayuda en forma de asesoramiento militar de centuriones de su padre y su tío pero, en aquella ocasión, los cartagineses, con Asdrúbal Barca al mando, y Masinisa a su lado, le derrotaron; pero de aquello hacía ya tiempo y desde entonces Sífax se había rehecho y, aprovechando la lejanía de los ejércitos púnicos, desplazados a Hispania e Italia, y la ausencia también del propio Masinisa, también en Hispania, había recuperado el noreste de Numidia, el territorio de los maessyli expulsando a todos los leales a Masinisa, cuando no matándolos sin piedad. Sífax era ahora, sin lugar a dudas, no ya más poderoso que Masinisa, sino el hombre fuerte de aquel inmenso país y, como los cartagineses no querían abrir otro frente de guerra en África mientras luchaban contra los romanos en Hispania e Italia, habían aceptado las conquistas de Sífax como un nuevo statu quo, tal y como el propio Masinisa había lamentado hacía apenas unos minutos ante la misma tienda del praetorium. Cartago quería a Sífax como aliado y Publio también, por eso envió a Lelio a negociar con él. Aquellas tablillas desvelarían en un minuto cuál había sido el resultado de la entrevista. Sífax debía de estar disfrutando al ser ahora tan temido como deseado por todos. Masinisa no parecía ya nadie tan importante, pero Publio había estimado conveniente aceptar el ofrecimiento del rey exiliado, ya que cualquier refuerzo de caballería podía venir bien y Masinisa combatiría con ansia a favor de los romanos con la esperanza de recuperar así
su reino perdido. Lo que parecía más complicado era cómo ganarse la confianza de Sífax, conseguir su ayuda o al menos su neutralidad y, al mismo tiempo, recuperar parte de Numidia arrebatándosela para dársela luego a Masinisa. Publio se encontró a solas en el interior del praetorium y se sentó en una pequeña sella. Cada cosa a su debido tiempo. De momento tenía la alianza de Masinisa. Un pacto con Sífax sería jugar a dos bandas al mismo tiempo, pero en aquella larga guerra todo era incierto.
- Veamos qué cuenta Lelio -dijo en voz alta, como para sacudirse el torrente de pensamientos que se acumulaban en su cabeza. Publio Cornelio Escipión, Imperator de las legiones de Hispania He hablado con Sífax, rey de Numidia, en el puerto de Siga. La entrevista fue corta. Se mostró ofendido. Insistió en que él es rey y que sólo negocia con reyes, sufetes o generales cartagineses o con cónsules romanos o generales de Roma investidos con el grado de Imperator. Dijo que, si Publio Cornelio Escipión quiere algo de él, debe ir en persona a negociar. No hubo forma de hablar más. En mi opinión, Sífax ha vendido ya sus servicios a Cartago. Estoy sorprendido de que nos dejara regresar con vida. Cayo Lelio, tribuno
Publio dejó la tablilla sobre sus rodillas. Estaba sentado en su taburete, a solas. Necesitaba pensar. Lelio siempre tan parco en palabras. ¿Ir a Numidia? ¿Cruzar el mar en medio de una guerra? ¿Abandonar Hispania para ir a negociar con un rey loco? Y, sin embargo, Sífax permitió el regreso de Lelio. Había varias posibles razones: para que el mensaje le llegara alto y claro o porque no quería, en el fondo, dar razones para que Roma tuviera motivos para atacar Numidia directamente. De hecho, si Sífax hubiera matado a Lelio ahora tendría un motivo que presentar al Senado de Roma como causa justa para enviar legiones a África. La muerte de un tribuno enviado como negociador sería algo que muchos senadores considerarían un ultraje que no podía quedar sin respuesta. Publio sintió una sensación amarga en su estómago. Por un instante era como si hubiera deseado la muerte de Lelio.
Marcio y Silano entraron en la tienda, despacio, y se detuvieron nada más cruzar el umbral. Publio los vio y les habló con determinación.
- En una semana debemos estar en Cartago Nova. Allí embarcaremos en unas quinquerremes.
- ¿Regresamos a Tarraco por mar? -preguntó Marcio. Publio, mientras, se pasaba la palma de la mano por la barbilla.
- No -respondió-. Tú iras a Tarraco y Silano permanecerá en Cartago Nova. Los dos oficiales se miraron entre sí.
- ¿Y qué va a hacer el general? -inquirió Silano.
- Yo iré a África.
35 Gades
Gades, sur de Hispania, verano del 206 a.C.
Habían llegado órdenes del Senado de Cartago. Magón Barca parecía agitado, pero resuelto a ponerse en marcha. Debía partir hacia Baleares y de allí, una vez reclutado un ejército de mercenarios, desembarcar en el norte de Italia. El plan inicial de Aníbal parecía seguir obteniendo algo de apoyo entre los senadores púnicos. Quedaba sólo un asunto pendiente. Magón se presentó ante Giscón que, a su vez, había recibido también instrucciones del Senado cartaginés de regresar a África. El joven Barca encontró al veterano general enfrascado en los preparativos para embarcar las tropas rumbo al sur.
- Las calles de la ciudad están revueltas -empezó Magón sin esperar a que el general de mayor edad le dirigiera la palabra.
Giscón engulló la ofensa, una más de los vanidosos Barca que se apuntó en la memoria.
- Saben que nos vamos -respondió sin mirarle, fingiendo estar ocupado en revisar las tablillas que contenían los inventarios de las provisiones para el tránsito de regreso a África.
- Saldré para Menorca con la próxima marea -anunció Magón.
- Sea -concedió Giscón sin mirarle.
- Queda una cosa pendiente.
Giscón levantó los ojos de las tablillas. Aquellos Barca le irritaban. -¿Y bien?
- Imilce, la esposa de mi hermano. No puedo llevármela conmigo, pero tampoco nos interesa que se quede aquí y caiga en manos de los romanos.
Giscón inundó su rostro con una amplia sonrisa. -No me parece que Aníbal la tenga en gran estima. Ni siquiera ha escrito preguntando por ella. Magón negó con la cabeza.
- No se trata de algo personal, sino de una cuestión política y de poder. Imilce es la esposa de un general cartaginés. Puede que ya no nos sea útil, pero no podemos abandonarla a su suerte. Giscón frunció el ceño. Odiaba que los Barca tuvieran razón. Decidió dar término a aquella conversación.
- Sea -dijo-. Se quedará conmigo y me acompañará a África. Será custodiada como esposa de un general cartaginés, como hasta ahora.
Magón asintió un par de veces. Dio media vuelta y se marchó.
Asdrúbal Giscón arrojó las tablillas al suelo. Una se quebró en varios pedazos. Un esclavo se acercó para recogerlas, pero el general le espetó un grito y éste se alejó corriendo dejando solo a su amo.
36 El rey de Numidia
Bahía de Siga, norte de África, verano del 206 a.C.
Lelio estaba en la proa del barco. Habían avistado trirremes enemigas, pero desde cubierta aún no eran visibles. Era la segunda vez en poco tiempo que hacía la misma ruta. Una vez más de regreso a las costas de Numidia. La travesía había sido convulsa. Publio había decidido navegar sólo con dos quinquerremes. No quería llevarse toda la flota y desproteger las bahías de las ciudades hispanas, especialmente de Cartago Nova, por su valor estratégico, y de Tarraco, porque Emilia y sus hijos estaban allí. Aún recordaba Lelio las palabras de Publio al embarcar ante su mirada de preocupación por partir con tan sólo dos naves.
- Así iremos más rápidos. Una flota siempre es lenta.
En el horizonte empezaron a vislumbrarse los mástiles y las velas desplegadas de los barcos enemigos. Dos, cuatro, seis… siete en total. Siete trirremes contra dos quinquerremes. Las naves romanas eran de mayor envergadura y opondrían gran resistencia si eran alcanzados, pero el mayor número y la mayor capacidad de maniobra de las ligeras naves púnicas no presagiaban nada bueno. Si una de las trirremes conseguía embestir por un flanco, abriría una gran vía de agua y estarían condenados al naufragio o, aún peor, a caer presos.
- ¿Qué ocurre? ¿Por qué me habéis despertado…? -empezó a preguntar Publio, que se había situado en la proa a la espalda de Lelio, pero no terminó de hablar. Las trirremes cartaginesas eran ya bien visibles. Hubo unos segundos de silencio hasta que el propio Publio volvió a preguntar-. ¿Y la costa? Debemos de estar ya cerca. Lelio miró hacia su derecha. Habían navegado mar adentro precisamente para evitar las patrullas de barcos cartaginesas que costeaban toda Numidia y África. De hecho la presencia de aquellos barcos debía de ser también anuncio de que se acercaban a su destino.
- Sí, debemos de estar cerca -confirmó Lelio-, pero nos alcanzarán antes de que lleguemos a Siga. Publio miró a su alrededor. El barco estaba repleto de provisiones y armas. Miró hacia arriba. Las velas apenas estaban infladas por el viento.
- No hay viento casi -dijo entonces Publio, y empezó a hablar con rapidez-. Eso es bueno. Ellos tampoco tendrán viento. Se trata de la fuerza de nuestros remos contra la suya.
- Pero estos barcos son mucho más pesados -replicó Lelio.
- Eso es cierto… es cierto… tendremos que remar más fuerte. -Publio volvía a mirar a su alrededor-. Que arrojen todas las provisiones al mar. Todo lo que no sea un arma que valga para defendernos en caso de abordaje. Todo lo demás al mar. Y luego a los remos. Todos.
El mar empezó a recibir ánforas repletas de aceite o agua, sacos de trigo, grandes cestos con carne seca de jabalí, cestos de pescado envuelto en sal, todo por la borda. Y, acto seguido, todos acudieron a los remos. La segunda quinquerreme recibió las órdenes a gritos y, aunque algo incrédulos, al ver cómo desde la nave del general se arrojaban todos los víveres, siguieron el ejemplo de la nave capitana sin plantear dudas. Los marineros bogaban al máximo de sus fuerzas, pero no era suficiente. Las trirremes cartaginesas se acercaban. Publio se desesperaba: tenía más hombres que remos. Ordenó entonces que los legionarios embarcados relevaran a los marineros cuando éstos empezaron a flojear. De esta forma consiguió un ritmo uniforme y poderoso que durante unas millas marinas mantuvo a los cartagineses a una distancia constante, pero fue un espejismo, porque al cabo de dos relevos, las trirremes volvían a recuperar distancia. El general tomó entonces una decisión insólita: en el siguiente relevo ocupó el lugar de uno de los legionarios y se puso a remar con todas sus fuerzas para dar ejemplo. Lelio hizo lo propio y se sentó al lado del general. Los fornidos brazos del veterano tribuno y las musculosas y más jóvenes extremidades de Publio se estiraban y contraían a un ritmo brutal que el resto de los legionarios se esforzaba en seguir a duras penas. Pronto emergió el sudor en la frente del general y del tribuno. Lelio le miró un instante y, entre los entrecortados resoplidos de su agitada respiración, dirigió un comentario al hombre que los había puesto en aquella situación. -Estás más loco de lo que yo pensaba. Publio sonrió sin dejar de remar. No había ironía ni cinismo en las palabras de Lelio. Era lo que el veterano tribuno opinaba de verdad.
- Es cierto… -respondió Publio-, pero me reconocerás que conmigo no te aburres…
- ¿Que no me aburro…? ¡Por los dioses…! -Y se echó a reír.
- No te rías, que pierdes fuerza -apostilló el general.
Pero la risa de Lelio era contagiosa y pronto se extendió entre todos los legionarios y marineros por igual aunque, al cabo de unos segundos, el continuado esfuerzo de los que remaban y la persistente preocupación de los que vigilaban en cubierta, mientras recuperaban el resuello antes de volver a reemplazar a los remeros, hizo que las carcajadas fueran remitiendo. Pronto sólo se oía la voz del general.
- ¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!
La línea de costa se vislumbraba al fin, acercándose, pero también lo hacían las trirremes púnicas. Publio y Lelio fueron reemplazados en el siguiente relevo y ambos subieron de nuevo a cubierta.
- Se están separando -dijo Lelio.
- Quieren embestirnos y van a aproximarse por ambos flancos -comentaba Publio en voz baja. Calló un segundo y luego empezó a dar órdenes a gritos, como para que le oyesen también en la segunda quinquerreme, que a duras penas se las arreglaba para navegar en paralelo con ellos-. ¡No hay más relevos! ¡Marineros a los remos, legionarios a las armas! ¡Preparad los corvusl ¡Si se acercan los abordaremos! -Y de nuevo, en voz baja, a Lelio-: Si nos embisten y abren una vía de agua, abordaremos una de las trirremes y la usaremos para llegar a Siga. Leho asintió con los ojos repletos de asombro. Publio no parecía estar dispuesto a darse por vencido nunca, pero algo llamó su atención y señaló hacia la costa. Publio se volvió: Siga, la bahía de Siga, el gran puerto de Numidia se aparecía ante ellos, repleto de pequeñas embarcaciones de transporte y de decenas de barcos de pesca, los muelles, donde marineros y pescadores descargaban mercancías y donde al menos un centenar de soldados númidas custodiaban las instalaciones que alimentaban de pescado y otras mercancías al inmenso ejército de Sífax acampado en las proximidades.
- Siga -dijo Publio-. Estamos allí, estamos allí. Remad. ¡Por todos los dioses, remad!
¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!
- ¡Se detienen! -gritó Lelio.
Publio se giró para observar las trirremes. El general asintió mientras apostillaba lacónicamente.
- Eso es o porque temen a Sífax o porque ya tienen algún pacto. Sea lo que sea, lo averiguaremos pronto.
El rey Sífax aceptó recibir al imperator romano de las legiones de Hispania. Su piel negra y su gran altura, evidente pese a estar sentado en su pesado trono dorado, impresionaron al joven Publio quien, no obstante, no se arredró un ápice y se situó frente al rey. Sífax fue el primero en hablar usando un griego más o menos aceptable.
- Parece que has tenido una travesía complicada, joven general romano.
- Estamos en guerra y en las guerras hay sobresaltos, pero agradezco la protección de tu hospitalidad y tu consideración al aceptar recibirme.
Sífax sabía que aquellas muestras de respeto sólo buscaban congraciarse con él, pero las recibió de buen grado. Le gustaban los aduladores.
- Puedo ofrecerte comida y bebida y un lugar donde descansar hasta que decidáis reemprender el viaje de regreso, pero, romano, es difícil que pueda ofecerte nada más. Publio aceptó el vino que se le ofrecía y Lelio, muy agradecido, hizo lo propio. Sólo estaban ellos dos ante el gran Sífax. El resto de los legionarios que les habían acompañado desde el barco había tenido que permanecer fuera de aquel palacio real de adobe y piedra donde Sífax gustaba recibir últimamente a todos los embajadores que buscaban conversar con él.
Publió mojó los labios en el vino y devolvió la copa a una hermosa esclava que permanecía de rodillas junto a él.
- Te agradezco la comida, la bebida y el alojamiento pero, aunque te sea difícil, vengo a pedir algo más.
- ¿A pedir? -El rey Sífax puso en pie sus dos largos metros de estatura y repitió una vez más, elevando su voz hasta que ésta retumbó por toda la estancia-: ¿A pedir?
Publio respondió con serenidad.
- A pedir, sí, a pedir que el rey Sífax de Numidia sea neutral en esta guerra entre Cartago y Roma. Sífax quedó confuso. Aquel joven general no parecía haberse visto intimidado por haber desatado su furia.
- Debería ordenar que te mataran ahora mismo -amenazó, y los guardias númidas que estaban tras el trono avanzaron unos pasos situándose entre su rey y los altos oficales romanos.
- No harás tal cosa, noble rey -dijo Publio manteniendo aún un tono sereno-, porque el rey Sífax no quiere la guerra con Roma y matar a uno de sus generales no será considerado como un gesto muy pacífico por el Senado de Roma. He venido a negociar. Sífax se contuvo y tomó de nuevo asiento en su trono. Los guerreros númidas se hicieron a un lado.
- Di lo que tengas que decir y márchate -apostilló el rey, aún visiblemente enfadado.
- Roma respeta a Sífax y Roma sólo quiere la amistad de un rey tan noble y poderoso como Sífax, pero Roma está en guerra con Cartago y, tarde o temprano, las legiones de Roma desembarcarán en África. Sólo te propongo que el rey Sífax permanezca neutral durante este enfrentamiento. Una vez derrotados los cartagineses, el rey Sífax podrá ampliar sus fronteras hacia el este, tomando bajo su poder gran cantidad de ciudades que ahora están gobernadas por los designios de Cartago. Es un buen premio por no hacer nada.
Sífax calló primero y luego se echó a reír. Carcajadas grandes, graves, hondas que terminaron en seco. Nadie más rio en la sala. Publio y Lelio se miraron con miradas confusas.
- ¿Y si los romanos son derrotados? -preguntó entoces el rey-, ¿debo esperar entonces premios de los cartagineses o quizás hacer frente a su ira por no ayudarles?
- Ésa es una derrota que no va a ocurrir y, ¿desde cuándo el rey de Numidia tiene miedo de los cartagineses?
- ¿Miedo de…? -El rey volvió a reír, esta vez de modo más relajado, más natural-. Tienes agallas, romano. Las tienes de verdad. ¿Neutralidad es lo que pides? Sea, romano. Tendrás mi neutralidad, pero no porque tú me lo pidas. Ésta no es mi guerra y tampoco quiero regalos de Roma. Cuando quiera ampliar las fronteras de mi reino lo haré como siempre: por la fuerza de las armas de mi ejército.
- De acuerdo, ¿tengo entonces tu palabra? -insistió Publio arrugando la frente.
- Sí-respondió Sífax, que acompañó su respuesta con una señal; los guardias rodearon a Publio y Lelio-. Ahora márchate de aquí y, lo antes posible, abandonad Siga. No quiero romanos en Numidia, ni ahora ni nunca. Publio y Lelio dieron media vuelta y volvieron sobre sus pasos. El rey levantó su mano derecha y todos los guerreros númidas salieron del salón real. Sífax habló al aire.
- Ya puedes salir. No es necesario que te sigas ocultando, Giscón. Y el general cartaginés apareció por detrás de las largas cortinas que se levantaban detrás del trono.
- El general romano te engaña, ¿por qué has tenido que darle tu palabra? -empezó
Giscón-. Te promete recompensas si no ayudas a Cartago, pero si Cartago cae, Numidia será el siguiente objetivo de sus legiones. La ambición de Roma no conoce límites. Sífax se reclinó dejando caer el peso de su pecho sobre su brazo izquierdo apoyado en el posabrazos real.
- La ambición de Giscón también parece no tener límites, pero en cualquier caso mi palabra, como mi voluntad, es voluble -respondió Sífax-. Admito que es posible que el romano esté mintiendo.
- Es seguro -insistió Giscón ignorando el comentario anterior sobre su ambición-. Rey de Numidia, él sólo te ofrece palabras. Yo te ofrezco algo más tangible, algo que tú mismo puedes palpar y… disfrutar. Y una alianza permanente con Cartago, Cartago, que dominaba el mar antes de que Roma tuviera una sola colonia y que al final de esta guerra volverá a regir el destino de todo el Mediterráneo occidental. Sífax, no te equivoques al elegir.
El rey Sífax se levantó y echó a andar hacia la gran puerta que daba acceso al salón.
- No te preocupes, Giscón, que no me equivocaré al elegir. Nunca lo hago -dijo mientras salía, sin mirar al general cartaginés que quedaba a su espalda-. Ahora ve y tráeme mi regalo. Luego… luego, ya veremos.
37 Descenso a los infiernos
Roma, verano del 206 a.C.
Tito Macio Plauto caminaba con los hombros encogidos y la mirada hundida en el suelo sucio de las calles de Roma. Regresaba del Aventino, de casa de Ennio, donde había cosechado una negativa más. Ennio tampoco se atrevía a ayudarle. Nadie osaba interceder ante los poderosos senadores de Roma en favor del encarcelado Nevio. Ennio se había mostrado más comprensivo, más atento, más compasivo hacia la preocupación de Plauto por su amigo que el resto, especialmente que el distante Livio Andrónico, pero, en definitiva, la negativa había sido la misma. Plauto llegó al Foro Boario y allí, rodeado de decenas de mercaderes y centenares de compradores de todo tipo de ganado, entre los balidos de ovejas a punto de ser sacrificadas, de carneros descuartizados, de sangre de centenares de animales impregnando el aire de un olor que le hacía recordar el de un campo de batalla tras el combate, Plauto se sintió más abandonado que nunca. Todos los que llegaban a hacerse realmente amigos de él durante su complicada vida terminaban muertos o, peor, encarcelados, como ahora Nevio. Enfiló por el Clivus Victoriae para escapar de aquel hedor de muerte en venta y también para evitar la peste de la Cloaca Máxima, que contaminaba la otra avenida paralela, el Vicus Tuscus, que además estaría ya lleno de maricones ofreciendo sus servicios al mejor postor. Ya tenía bastante miseria inundando su ánimo como para añadirse más sufrimiento con los malos olores de aquella ciudad y la prostitución que parecía palpitar entre la sangre de animales muertos y la putrefacción de sus cloacas. Roma. La gran Roma. Plauto llegó al foro por el este, dando un rodeo, entrando en la gran explanada pasando junto al templo de las vestales. Allí se detuvo. Quizás el único lugar puro de toda la ciudad. Qué pena que fuera él tan poco religioso, tan sacrilego y que no conociera ni a sacerdotes ni sacerdotisas. En aquellos años de guerra, religión y superstición entremezcladas eran temidas por el pueblo y usadas por los senadores para manipular a todos a sus anchas. En eso Máximo era muy hábil, utilizando sus supuestas facultades de augur para predecir nefandos horrores si no se le hacía caso. Pero todos los patricios usaban la religión de igual forma. Escipión también. Quizá con algo más de sutileza, pero con la misma finalidad. Las vestales. Si conociera a una vestal, ésta podría interceder por Nevio y conseguir su libertad con más facilidad aún que el propio Quinto Fabio Máximo. Una vestal que se conservara pura a ojos del pueblo era sagrada y tenía la potestad de liberar a un hombre incluso de ser ejecutado si se cruzaba con él por las calles de Roma y su espíritu así la impulsaba. Plauto reemprendió la marcha. Eran sueños pueriles. Las vestales estaban vigiladas de cerca por elpontifex maximus y por legionarios de las legiones urbanae. Si quería ayuda, tendría que conseguirla entre los patricios, tendría que encontrar algún patricio que estuviera dispuesto a enfrentarse al resto para liberar a un despreciable escritor. Todo parecía imposible. Cruzó el foro, inmaculado de pintadas. Desde el encarcelamiento de Nevio, los meses pasaban y nadie se atrevía a plasmar sus ideas en las otrora frecuentes calles pintadas de Roma. Roma estaba en guerra y ni tan siquiera el disenso anónimo en una pintada era permitido. Llegó a las puertas de la cárcel de Roma y, tras el consabido soborno, los centinelas de la prisión le dejaron pasar. Plauto penetró así en las entrañas de la ciudad, hundiendo su figura en los túneles de la cárcel, sintiendo cómo la humedad que se filtraba por las angostas paredes de aquel lugar de perdición consumían el aire y asfixiaban toda esperanza. A cada paso que daba se plasmaba en su rostro el pavor de tener que confesar a Nevio que no había conseguido nada, que nadie les iba a ayudar. Comprendió que eso era demasiado cruel. Sólo quedaba una posibilidad: mentir. Mentir y dar falsas esperanzas y luego salir de allí y buscar la forma de que esas mentiras se hicieran realidad. Sólo conocía un patricio lo suficiente como para suplicarle ayuda, Publio Cornelio Escipión, y estaba en Hispania y también había sido objetivo de las críticas de Nevio, ¿y qué senador no lo había sido? Plauto se detuvo un momento para recuperar el resuello. Era casi imposible respirar allí. Se alegró de llevar un stilus para que Nevio pudiera escribir, un frasco de attramentum, una tinta espesa negra, varias velas y un grueso fajo de schedae, hojas sueltas de papiro. Sobornando a los guardias con regularidad conseguiría que Nevio tuviera un suministro regular de velas. Escribir le ayudaría a pasar las horas, los días, los años quizá, sin perder la razón. La luz de las antorchas era escasa y ante la falta de oxígeno las llamas eran trémulas, como cansadas de arder entre aquellas grutas del final del mundo. ¿Arderían bien las velas? Escipión. Sí, pensó Plauto. Sintió cómo el legionario que le acompañaba para indicarle dónde estaba la celda de Nevio se impacientaba. Plauto reemprendió la marcha. Escipión. Sí, pese a todo era su mejor opción, pero ¿regresaría vivo aquel patricio de Hispania? De momento llegaban buenas noticias de aquel frente de guerra, pero la Fortuna era tan voluble, tan voluble…
38 La sombra de la muerte
Cartago Nova, Hispania, verano del 206 a.C.
Habían terminado los juegos que Publio había ordenado que tuvieran lugar para festejar su triunfo absoluto sobre los cartagineses en Hispania y sobre los propios iberos, pues desde su regreso de Numidia, había conquistado las últimas ciudades iberas que se resistían al dominio romano. Entre otras, había sido especialmente cruel, contrariamente a su política general, con Iliturgis y Cástulo, dos poblaciones que había ordenado arrasar por su pertinaz lealtad a los cartagineses, primero, y luego por su permanente resistencia a reconocer el poder de Roma establecido en la región. Después llegó la rendición incondicional de Gades, toda vez que abandonada por Giscón y Magón, no disponía ni de tropas ni de recursos suficientes para resistir un asedio. Aquí, Publio fue, de nuevo, generoso, pues evitar un asedio suponía un ahorro de legionarios y recursos que vendría bien para las futuras campañas que estaba diseñando en su mente.
Cartago Nova estaba tranquila aquel amanecer después de varios días de festejos. Escipión se levantó temprano. Tenía ganas de emprender el regreso a Tarraco y abrazar a Emilia y a sus hijos, Cornelia y el pequeño Publio. Al salir del palacio del gobernador de la ciudad, encontró a Cayo Lelio y los lictores y un caballo. Todo dispuesto. Un manípulo de soldados estaba en formación en la plaza. El resto del ejército esperaba acampado en el istmo, junto a las murallas. Publio subió a su caballo.
- Buenos días, Lelio.
- Buenos días, mi general. Una mañana hermosa. Los dioses desean facilitarnos el regreso -respondió Lelio con respeto pero aún algo distante.
- Hemos cumplido bien nuestra labor -dijo Publio haciendo como que no percibía la frialdad del recibimiento de Lelio. El episodio del viaje a Numidia, remando juntos para salvarse de las trirremes cartaginesas les había vuelto a acercar, pero aún no parecía olvidada por ninguno de los dos la discusión de Baecula-. Los hombres han cumplido bien
-añadió en voz bien alta de forma que muchos de los soldados allí reunidos oyesen sus palabras de satisfacción. Aquéllos eran soldados que habían venido con él desde Italia hacía ya cuatro años y que habían conquistado ciudades y derrotado a varios ejércitos bajo su mando. Aquellas tropas veían a su general y sentían el valor en sus venas. Con cada victoria sobre los cartagineses y sobre los diferentes pueblos de Iberia que se les habían opuesto se había creado una química especial entre aquellas legiones y Publio Cornelio Escipión.
Empezaron a cabalgar. Muchos ciudadanos de Cartago Nova se asomaban a las ventanas para despedir al que era ahora el indudable dueño de la ciudad. Publio erguía su cuerpo como solía hacer cuando montaba, aunque aquella mañana le costaba algo más que de costumbre. Se encontraba algo cansado, como dormido. Y tenía algo de frío. Una sensación extraña que no encajaba con el cálido sol que despuntaba en el horizonte. Lelio dijo algo sobre los juegos y los combates que habían tenido lugar, pero calló al observar que el general no estaba predispuesto a la conversación. Parecía que las cosas seguían algo difíciles entre ellos. No pensó más en ello. Además, de cuando en cuando, Escipión pasaba algunos días meditabundo y silencioso. Cayo Lelio había aprendido a respetar aquellos silencios, incluso ahora que estaban más alejados el uno del otro. Si él hubiera tenido que pensar en cómo conquistar una región tan vasta como Hispania, cómo apoderarse de diferentes ciudades y cómo derrotar a tres ejércitos cartagineses y sus aliados en apenas cuatro años, habría necesitado infinitas horas de reflexión para, sin duda, no alcanzar ni la mínima parte de los éxitos que aquel joven general había logrado. Es cierto que le humilló en Baecula. Aquello era algo no resuelto entre ellos. Ninguno lo comentaba, pero ninguno de los dos lo olvidaba. Lelio recordó la entrevista con Fabio Máximo y cómo quiso convencerle de que él, Lelio, era el gran artífice de las victorias, intentando despertar su vanidad para alejarlo de aquel hombre. También recordó
la profecía del viejo cónsul:
«Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla.» Después de las victorias de Baecula, Ilipa, la toma de Iliturgis y Cástulo, después de la derrota infligida a cada uno de los tres ejércitos cartagineses, con Giscón en África, Magón oculto en alguna isla del Mediterráneo, y habiendo conseguido sendos pactos con Sífax y Masinisa y celebrada la gloriosa victoria con los juegos de la semana pasada, aquellas palabras sólo parecían el rencor innoble de un viejo sin sentido. Lelio lamentó más que nunca que las palabras del viejo Fabio hubieran, en algún momento pasado, alimentado sus dudas, especialmente tras la decisión de Publio de no adentrarse hacia el norte después de enfrentarse con Asdrúbal. Ahora ya parecía tarde para pedir disculpas. Llegaron a la puerta de la ciudad, fuertemente custodiada por decenas de soldados. Ni con dos legiones a las puertas ni con los ejércitos cartagineses derrotados, Escipión nunca bajaba la guardia. Su meticulosa cautela le había otorgado victorias y supervivencia allí donde nadie pensaba que un general romano podía triunfar y no pensaba ahora cambiar su estilo de actuar. Además sentía que los propios soldados habían aprendido a valorar aquellas normas estrictas y se sentían más seguros siguiéndolas y siéndoles ordenado que las siguieran. Cruzaron la puerta y pese a que el sol ya apuntaba poderoso desde el mar, el frío que sentía desde que se levantó se transformaba en punzadas intensas de dolor que azuzaban su frente. Publio se llevó la mano a la cabeza y notó gotas de sudor recorriendo su piel. Y, sin embargo, persistía la absurda sensación de frío. No, definitivamente no se encontraba bien. Quizás alguna cosa que hubiera comido la noche anterior, alguno de esos manjares del mar, las pesadas salsas, demasiado garum, o simple-mente tantas cosas diferentes y, por supuesto, el vino. Observó de reojo a Lelio cabalgando a su lado. Estaba perfectamente, contento y satisfecho. Era increíble el vino que aquel hombre podía ingerir una noche y luego estar tan resuelto al día siguiente. Publio sonrió en su interior, pero vigiló que su sonrisa no llegara a asomar en su rostro. De pronto sintió un mareo extraño y perdió la noción del espacio. Era como si se balanceara en el caballo. Había perdido el sentido del equilibrio. No quería caer allí, delante de los lictores y los tribunos de las legiones, que ya estaban allí formados. Así que tiró de las riendas y detuvo al caballo. Los lictores y Lelio pararon. El mareo persistía y una sensación de querer vomitar, pese a haber desayunado frugalmente, y más sudor frío. Ahora sentía las gotas deslizándose libremente por el rostro, pero no podía secarlas porque sin saber cómo se había abrazado al cuello de su caballo para mantenerse sobre la montura y no caer; apenas tenía ya fuerzas y no sabía por qué, de forma que se rindió sin querer y soltó los brazos. Su cuerpo resbalaba despacio, cayendo hacia un lado del caballo. Lelio saltó de su montura y se situó junto al general y cogió su cuerpo a medida que se desvanecía cayendo hacia la derecha del caballo. Antes de que los propios lictores reaccionaran Lelio había recogido el cuerpo desvanecido y sudoroso de Publio y lo sostenía en sus brazos. Los lictores, los oficiales Silano, Marcio, Terebelio, Digicio y Mario, a quienes el general había vuelto a reunir en Cartago Nova para las celebraciones de aquellos días, y otros centuriones se aproximaron para ayudar, pero Lelio no permitió que nadie le tocara. Su voz resonó con fuerza.
- El general se encuentra indispuesto. ¡Abrid paso! -Y acto seguido, con Publio en brazos, entró andando de regreso a la ciudad. Los lictores rodearon a Lelio, abriendo camino. Los soldados del manípulo de escolta recibieron órdenes de Marcio de proteger a Lelio, que ya marchaba de regreso al palacio.
Cayo Lelio sentía temblar sus brazos por el peso del general pero en ningún momento pasó por su mente pedir ayuda. También luchaba por borrar de su rostro cualquier signo externo de preocupación. Un mareo, una indisposición la puede sufrir cualquiera. No había que dar más importancia a aquello que no la tenía. Los soldados eran gente supersticiosa y pese a encontrarse en una situación idónea en la Hispania en la que ahora se hallaban, era mejor no mostrar debilidad de ningún tipo desde los mandos. En unos minutos llegaron al palacio. Dentro, Lelio, una vez seguro de que las puertas estaban cerradas y que sólo estaban los lictores y él, ordenó a dos de aquellos que llevasen el cuerpo del general a su habitación. Una vez liberado del peso del cuerpo desfallecido de Publio, ordenó a otro que fuera raudo en busca de los médicos de la legión.
- ¿Qué hacemos con las tropas? -preguntó Marcio. A su lado Silano, Terebelio, Mario y el resto de los oficiales miraban a Lelio nerviosos.
Cayo Lelio respondió con precisión y seguridad.
- El general necesita descansar. Las legiones se quedan en el campamento junto a la ciudad hasta nueva orden. -Y miró a todos los que le rodeaban. Marcio asintió y tras él el resto de los tribunos. Lelio se separó y con una señal invitó a Marcio y a Silano a que se acercaran. Marcio y Silano le entendieron. Los tres hombres parlamentaron separados del resto.
- He mandado llamar a los médicos -dijo Lelio en voz baja.
- Me parece bien -respondió Marcio en el mismo tono susurrante-. Quizá no sea nada.
- Eso pienso yo. Una indisposición. A todos nos ha pasado alguna vez -añadió Silano.
- A todos, sí-confirmó Marcio.
- Quizá bebió demasiado vino -concluyó Lelio, aunque sin convencimiento. Marcio y Silano callaron. Publio nunca bebía demasiado y además era comedido con la comida. Aquel desmayo era extraño, pero no tenía sentido pronunciarse hasta escuchar la opinión de los médicos. Al cabo de media hora, el médico de la legión, Atibo, nacido en Roma pero de familia tarentina y formación griega, salía de la habitación donde reposaba el general en jefe de las tropas de Hispania, acariciándose la barba con su mano derecha. Era un hombre de mediana edad, respetado en su profesión y curtido en las enfermedades de los legionarios tras varias duras campañas en Hispania. Atilio era un hombre apreciado entre los oficiales y los soldados por igual que en momentos de necesidad, tras un combate, tras una intensa batalla, se desdoblaba para acudir allí donde sus servicios eran requeridos. Desde que en la batalla de Cartago Nova ayudara en la recuperación de las heridas de Cayo Lelio, el general Publio Cornelio Escipión siempre se había portado con él con enorme generosidad. Ahora, al ver al propio general postrado y enfermo, Atilio se sentía apesadumbrado.
- Por todos los dioses, ¿qué tiene? -preguntó Lelio.
Atilio levantó la mirada y vio a todos los tribunos de las legiones congregados a su alrededor. Meditó un instante antes de responder.
- El general ha enfermado de unas fiebres que ya he visto en varios de nuestros hombres. La cercanía de la laguna al norte de la ciudad quizás influya. Estas fiebres son más frecuentes en zonas pantanosas, no sabemos por qué, pero es así. He visto a otros legionarios caer abatidos igual que el general. He recomendado que no se beba agua de allí
sino de los pozos y las fuentes que usan los iberos.
- Ya, pero eso ¿qué significa? -insistió Lelio.
- Los otros hombres -intervino Marcio-, ¿se han recuperado todos?
Atilio miró al tribuno con aire preocupado.
- Unos sí, pero otros no. Y los que más tiempo llevan recuperados aún tienen ataques febriles intermitentes, pero éstos parece que van remitiendo. Los que no se han recuperado han… han… han muerto. El silencio se apoderó de la asamblea allí reunida. Marcio y Silano miraban al suelo.
- ¿Qué se puede hacer? -preguntó al fin Lelio.
- Bueno…, sugiero que el general beba mucha agua clara, de las fuentes de Cartago Nova, e infusiones con manzanilla. Convendría que algún esclavo de confianza estuviera siempre junto al general y le refrescara la frente y los brazos con paños húmedos, sobre todo si la fiebre sube, y es probable que lo haga. Es posible que tenga delirios. El general es un hombre fuerte y tiene voluntad de vivir. Tengo esperanza pero ésta es una batalla que el general tendrá que luchar solo. Nosotros no podemos hacer mucho más. Rezar a los dioses por él y ofrecerles sacrificios. Siento no poder proporcionar más ayuda, pero estas fiebres son nuevas para mí. El agua y las infusiones ayudan, pero pueden no ser suficientes.
Nadie criticó a Atilio. Todos sabían de su aprecio por el general y de su buen hacer siempre que podía ayudar. Los tribunos despidieron al médico, quien marchó indicando que volvería en un par de horas para ver cómo evolucionaba el enfermo, a no ser que hubiera cualquier crisis, en cuyo caso se le llamaría al instante.
- Yo me ocuparé de que el general esté debidamente atendido -dijo Lelio dirigiéndose a Marcio-. Ocúpate tú de las legiones.
Marcio asintió y acompañado por Silano y el resto de los oficiales desapareció descendiendo por la escalinata del palacio. Lelio se quedó con los lictores. Se dirigió a uno de ellos, al próximas lictor, el de más confianza.
- Marco, ve a mis aposentos y trae a mi esclava Netikerty. Ella atenderá al general. El legionario salió diligente en busca de la joven esclava. Lelio intentaba organizar sus pensamientos mientras entraba en la alcoba donde yacía Publio, enfermo, tendido sobre la cama, con los ojos cerrados. Era la misma habitación que ocuparan tiempo atrás los anteriores generales en jefe cartagineses en Hispania, incluido el propio Aníbal. En aquel momento, sin embargo, era el hospital improvisado de un general romano. Varios esclavos habían traído ya toda suerte de bacinillas con agua fresca y un par de ánforas más que habían dejado de reserva. Había una mesita junto a la cama y una solium con respaldo para la persona que fuera a velar por el general. Sobre la mesita se habían apilado varias decenas de paños limpios. En el otro extremo de la habitación se había encendido el fuego de la chimenea y se había dispuesto un horno con hierro forjado y una cazuela de barro. Junto a la chimenea se había dispuesto un par de frascos de vidrio con especias. Manzanilla proporcionada por Atilio. Lelio estaba examinándolo todo cuando oyó a sus espaldas la voz de Netikerty. -Me has hecho llamar, mi señor. Lelio se volvió y contempló a Netikerty entre la penumbra de las sombras de la habitación. El próximas lictor, cumplida su misión, había desaparecido. Lelio sabía que los doce guardianes estarían apostados a la puerta de la habitación impidiendo que nadie no autorizado pudiera acercarse al general. Publio estaría seguro. Ahora faltaba que lo cuidaran bien, pero los soldados no valían para eso. Por eso había hecho llamar a la joven Netikerty.
- Te necesito, Netikerty -dijo Lelio-. El general está muy enfermo. No sabemos bien lo que es. Tiene mucha fiebre. Quiero que estés a su lado día y noche, que no te separes de él ni un momento. Has de humedecerle la frente y los brazos con agua y darle infusiones de manzanilla. Si tienes cualquier duda puedes hacer llamar al médico y siempre que necesites algo sólo tienes que pedirlo.
Netikerty se acercó despacio a la cama. Lelio la observó mirando al general. Parecía inquieta. La muchacha empezó a hablar y lo que dijo no satisfizo a Lelio.
- Creo, mi amo, que es mejor que busquéis a otra persona de más experiencia. Alguna otra esclava mayor. Saben más de cuidar enfermos y el general es alguien tan importante… No sé si seré yo la persona más adecuada para…
Lelio la interrumpió. Hasta ese momento Netikerty nunca se había negado a nada. Nunca había manifestado la más mínima de las dudas y ahora que la necesitaba como jamás había necesitado a alguien se encontraba con esta respuesta… y de una esclava.
- Eres una esclava y es una orden. Cuidarás del general y no vuelvas a replicarme nunca. Nunca.
Netikerty abrió la boca pero no dijo nada. Comprendió que era inútil oponerse, que no haría otra cosa sino enfurecer aún más a un ya muy preocupado amo. La joven asintió y se quedó mirando al suelo. Lelio, más apaciguado, adoptó un tono más conciliador.
- Netikerty, sabes que te… que te aprecio mucho. No confío en nadie más como confío en ti. El general… bueno, estamos algo distanciados ahora, no sé, son cosas que pasan -Lelio hablaba pasándose la palma de la mano derecha por detrás de la nuca-, pero el general es mi vida. Buena o mala, pero es mi vida. Una vez… hace tiempo… juré…
bien, juré a su padre que le protegería siempre. Ahora he de ir y hablar con Marcio, Silano y los otros tribunos. Hemos de hablar de la campaña y las legiones. No me iré tranquilo si el general se queda en manos de cualquier esclava que no conozco. Sé que tú
me aprecias y sé que cuidarás bien de él. El médico irá viniendo, incluso puede que se quede, pero para velarle tengo más confianza en ti que en nadie. Qué sé yo de ese Atilio. Su familia es de Tarento. Una ciudad que ha pasado de unos a otros tres veces en esta guerra. No sé. A ti te conozco. Tú y nadie más estará al lado del general. Y se pondrá
bien. Se pondrá bien. -Esto último lo dijo Lelio mirando al suelo, como queriendo convencerse a sí mismo. Netikerty empezó a llorar. Lágrimas brillantes chisporroteaban por sus mejillas morenas. El sollozo semisilencioso de la muchacha atrajo la atención de su amo.
- ¿Por qué lloras? -preguntó Lelio.
Netikerty se limitó a sacurdir la cabeza. Lelio exhaló aire de golpe. No entendía a las mujeres, y a una mujer esclava aún menos. Tampoco le había ordenado nada tan terrible. ¿A qué tanto negarse primero y luego llorar? No era una tarea tan terrible… ¿la responsabilidad?
- Escucha -aclaró Lelio-. Tú sólo tienes que cuidarle. Es posible que se recupere o no, pero eso no te afectará, ¿entiendes?
Netikerty continuó mirando al suelo y sollozando, pero asintió. Lelio volvió a suspirar.
- Bien, por todos los dioses, entonces todo aclarado. Ahora humedece esos paños y refréscale.
Netikerty se giró hacia la mesita y empezó a empapar varios paños en una de las bacinillas. Lelio la miró un instante y luego partió raudo en busca de Marcio. Publio se agitaba incómodo entre las sábanas de la cama. Sentía un calor asfixiante y de pronto un frío gélido que le recorría las entrañas. Se incorporó un poco y echado a un lado contrajo su cuerpo movido por las arcadas que le punzaban en el estómago. Vomitó
dos, tres, cuatro veces. Una voz suave le hablaba.
- Recuéstate, mi señor, y descansa.
Una voz dulce de mujer y una mano de piel tersa que se posaba en sus sienes.
- ¿Emilia? -preguntó Publio.
- No, mi señor. Soy Netikerty. Me envía Lelio.
- ¿Netikerty? -A Publio le costaba respirar. Y hablar-. ¿Dónde estamos? ¿Qué día es hoy?
- Estáis en vuestro palacio, en Cartago Nova. Está anocheciendo. Lleváis unas horas enfermo. Tenéis fiebre. A veces deliráis. Tomad. Debéis beber esto. La mano se posaba en su espalda, un brazo firme y joven que le ayudaba a incorporarse. Publio se sentó y recostó su espalda en unos almohadones que surgían sin saber bien de dónde venían. Veía sombras. Estaba agotado. La muchacha le acercó un cuenco con una infusión caliente. Publio bebió tres sorbos largos. El líquido sosegó su ánimo. Se durmió.
Lelio salió aquella misma noche y en un altar levantado en honor a Júpiter mandó que se sacrificaran diez bueyes y diez corderos. Supervisó que los soldados dieran con eficacia el golpe de gracia a las reses y los corderos antes de degollarlos, para evitar quejas y lamentos del animal mientras se desangraba en honor del dios supremo. Y todo fue bien, hasta el último cordero. Éste, fuera porque hubiera sido testigo del destino de sus compañeros, o porque era él el destino, movió la cabeza para evitar el golpe, que debió
de ser menos fuerte de lo que era necesario. Los soldados que ejecutaban la maniobra no se percataron de que el animal estaba despierto y tenso, de forma que cuando Lelio hundió el cuchillo de sacrificar en el cuello del animal éste se revolvió y baló de dolor al tiempo que se agitaba y salpicaba de sangre a todos cuantos le rodeaban. Aquél no fue un buen sacrificio y no auguraba nada bueno. Sin embargo, ya nada podía hacerse. Lelio elevó sus súplicas a Júpiter.
- ¡Oh, Júpiter Óptimo Máximo! ¡A ti te imploro que no abandones a nuestro general y que le ayudes en esta oscura pugna suya contra la enfermedad! ¡A ti y al resto de los dioses ruego que le ayudéis en este trance! -Y ya en voz baja, de forma que no se oían sus palabras, continuó-: Ayudad a mi general y ayudadme a mí, pues yo ya no sé ni qué hacer ni adonde recurrir. Y si… si en algo os hemos ofendido, llevadme a mí al Averno y dejad al general con vida, si eso sirve para aplacar vuestra ira.
Lelio bajó del altar cabizbajo y derrotado. No tenía demasiadas esperanzas en aquel sacrificio terminado con aquellas malas maneras con el último animal. Ni en que los dioses quisieran tomar su vida en lugar de la del general. Lelio estaba desolado por la in-mensa sensación de impotencia. Si se tratara de luchar contra un millar de enemigos a solas, pese a lo imposible de la empresa, sabría reunir fuerzas y acometer aquella locura. Él sabía combatir contra ejércitos, pero ante aquel enemigo invisible que atenazaba al general sentía que sólo hacía que dar palos al aire, era como luchar contra el viento con la espada desnuda. Y ¿quién puede herir al viento? De nuevo las palabras de Fabio Máximo resonaron en su mente: «Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla.» Aquél no era, no obstante, un campo de batalla pero, a menudo, los augurios son imprecisos; lo que importa es el fondo que transmiten, y desde luego, en lo sustancial, aquel mal presagio, aquella maldición que Fabio había anticipado, se estaba cumpliendo. Pero Lelio, en su fuero interno, se rebelaba contra aquel desatino: Publio Cornelio Escipión no podía morir así, como un perro, enfermo en una esquina del mundo, sino combatiendo al frente de sus legiones, derramando su sangre para derrotar al mayor de los enemigos de Roma. Netikerty llevaba una hora inmóvil. Era difícil tomar la decisión pero aún más horrible parecía no hacer nada. El general dormía plácidamente. Seguía con fiebre alta pero resistiría. No podía esperar más. Pensó que quizá la enfermedad decidiera por ella, pero aquel patricio romano al que tanto admiraba su amo Lelio tenía una voluntad férrea que aquellas fiebres no acertaban a doblegar. Fue entonces cuando, muy despacio, Netikerty se levantó y a pequeños pasos alcanzó la puerta que daba acceso a la estancia. Abrió la pesada puerta de madera, que crujió sobre sus viejas bisagras de hierro, y se asomó. Como imaginaba, allí, apostados a ambos lados del umbral, había varios lictores. Dos a cada lado de la puerta. El resto estaría vigilando en el pasillo y en el acceso principal al palacio desde la plaza del foro. Uno de los soldados, el proximus lictor, se giró al verla aparecer.
- Necesito algo más de agua, un ánfora llena. Y más paños -dijo Netikerty. El soldado asintió.
- Y un cuchillo… bien afilado -añadió Netikerty cuando el legionario estaba a punto de marchar a por lo que había solicitado. Los cuatro lictores se volvieron hacia la chica. El que iba a partir la miró fijamente.
- ¿Un cuchillo?
Netikerty respondió con un tono tranquilo.
- Sí. Lo necesito para trocear algunas hojas de manzanilla. Para que se diluya mejor y haga más efecto para aliviar al general.
El proximus lictor estuvo quieto un instante.
- Bien. Ahora te traeremos lo que pides. El imperator… ¿está mejor?
Netikerty dudó antes de contestar, pero al fin se atrevió a aventurar una respuesta.
- No soy el médico, pero diría que el general está mejor, sí; pero aún necesitará bastante tiempo, creo, para recuperarse por completo.
- Bien -respondió el legionario con más seguridad que al principio, dio media vuelta y marchó a por lo que la joven esclava había solicitado pero, de camino a las cocinas del palacio, donde esperaba obtener todo lo requerido, se detuvo en el aposento de Cayo Lelio. Era media tarde y el tribuno estaría descansando. El lictor llamó a la puerta. La voz de Lelio se escuchó potente.
- Adelante.
El legionario entró.
- Por Hércules -empezó Lelio levantándose del triclinium en el que estaba recostado-,
¿hay algún problema, Marco?
- No, no es eso. El imperator parece encontrarse mejor, según nos dice la joven esclava.
- Por Júpiter Óptimo Máximo. Eso son excelentes noticias. Es fuerte el general. Fuerte.
- Sí, tribuno. Así es -añadió el lictor sin decir más pero sin marcharse.
- ¿Y bien?
- Es la joven esclava.
- ¿Netikerty? -preguntó Lelio frunciendo el ceño-. ¿Qué pasa con ella?
El próximas lictor no sabía si hacía bien en plantear sus dudas. Sabía, todos sabían lo mucho que el veterano tribuno apreciaba a aquella joven esclava egipcia, era muy hermosa, pero… ¿un cuchillo?
- La esclava ha pedido agua y más paños…
- Llevádselos.
- … y un cuchillo.
- ¿Un cuchillo? ¿Para qué? -indagó Lelio, pero despejando el ceño de su frente.
- Dice que es para cortar mejor las hojas de manzanilla y que se diluyan mejor en el agua o algo parecido, tribuno.
Lelio respondió con rapidez.
- Pues llevádselo entonces. Ya tardas. Todo eso debería estar ya en manos de esa esclava.
- Voy enseguida, tribuno. Siento haber dudado.
Pero Lelio lo despachaba ya con un gesto de su mano derecha indicándole que partiera raudo a por todo lo que la muchacha había solicitado. Una vez que se quedó a solas, Cayo Lelio se sentó en un lado del triclinium. El general estaba mejor. Mejor. Y contuvo una lágrima mientras en silencio agradecía el favor de ios dioses. El próximas lictor entró en la habitación y dejó los paños y el cuchillo sobre la mesita junto a la cama del general pero se quedó con el ánfora en la mano izquierda.
- ¿Y esto?
Netikerty señaló la chimenea. Estaba entretenida volcando sobre un plato de barro el contenido de uno de los frascos que el médico había traído. El soldado vio cómo un montón de hojas secas, pequeños tronquitos de ramas y flores amarillentas se repartían por todo el plato y vio tomar el cuchillo a la muchacha y trocear aquellos pedazos hasta conseguir casi un picadillo donde ya no se distinguía lo que eran hojas, rama o flor. El soldado dejó a la joven esclava sola con el general.
La puerta se cerró dejando escapar un chasquido seco que retumbó en la penumbra de la habitación. El sol de la tarde apenas entraba por la ventana, pues Netikerty había corrido la espesa cortina de lana gruesa. Se filtraba el aire y corría una refrescante brisa por la sala, pero la luz era tenue. Netikerty continuó cortando las hojas y flores de manzanilla hasta reducirlas a polvo y cuando ya sólo eran polvo siguió pasando el cuchillo por encima sin detenerse, como asustada de acabar con aquella tarea. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por su rostro hermoso pero contraído. Ahogó un gemido de sufrimiento. «Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo», se decía una y otra vez. Había hecho todo lo posible por evitarlo, por no estar allí, por esperar, pero ya no quedaba más tiempo. El general se restablecía. Aquello nunca debía haber pasado. Todo marchaba más o menos bien hasta que el general enfermó. Luego todo se había complicado. Todo. Netikerty se volvió hacia el general con el cuchillo en la mano. Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las legiones romanas desplazadas a Hispania, respiraba con más firmeza que hacía unos días, pero aún de modo agitado. Movía la cabeza de un lado a otro. Estaba soñando. El calor era infinito. El sol demoledor caía sobre todas sus tropas. Estaban en una tierra extraña y el enemigo había lanzado el ataque. Las legiones estaban dispuestas para resistir la acometida pero de pronto el suelo parecía temblar. Los elefantes bramaban con tal furia que el estruendo de sus salvajes gritos resultaba atronador. Él desenvainó la espada para dar la señal, y, de forma sorprendente, el sol se reflejó en la hoja de su gladio cegándole los ojos. Giró
la cabeza y cuando volvió a mirar, la espada era un cuchillo y el cuchillo no lo sostenía él sino otra persona. Era una mano pequeña, de mujer. Pensó en Emilia, igual que hiciera hacía unos días, cuando deliraba, pero pronto se acordó de que estaba enfermo y que era la bella Netikerty, la esclava de Lelio, la que le cuidaba.
- ¿Netikerty? -Publio pronunció su nombre despacio. El cuchillo permanecía en alto, apenas a unos centímetros de su rostro. Los pensamientos de Publio aún se confundían unos con otros. Se preguntaba qué hacía ahí ese cuchillo pero estaba intentando a un tiempo entender el significado de su sueño, atormentado aún por el bramido de los elefantes, ¿o quizás aún seguía dormido? A la vez, se sentía contento porque había recordado al fin algo que buscaba en su memoria de cuando era niño y estudiaba con Tíndaro, su tutor griego.
- Netikerty -volvió a decir hablando despacio y mirando al cuchillo que le parecía ver y que se acercaba lentamente-. Ahora recuerdo… lo que significa tu nombre… me lo enseñó el viejo Tíndaro… insistía siempre en que todo nombre egipcio… tiene un significado especial… el tuyo también…
El cuchillo se detuvo y, poco a poco descendió, pero no sobre el general sino sobre la mesa. Netikerty, con la mano temblorosa, lo depositó despacio. Esperó unos segundos a que el temblor desapareciera. Poco a poco. Más en calma, tomó el plato con la manzanilla cortada, triturada y la volcó en el cuenco de barro.
- Tiene razón, mi señor -respondió Netikerty en voz baja, susurrante-. Todos los nombres egipcios significan algo. Netikerty se levantó y puso el cuenco de barro sobre el hornillo de hierro dispuesto en la chimenea encendida en el otro extremo de la habitación. Ya no lloraba. Sentía una paz extraña. Ya nunca conseguiría lo que anhelaba, lo que era justo, pero no podía ser porque no podía hacer lo que tenía que hacer.
- Sí, mi señor -repitió Netikerty desde la chimenea-. Todos los nombres egipcios significan algo. Publio giró con lentitud su rostro hacia la chimenea. Vio a la muchacha calentando la infusión al fuego de la lar. Ahora debía de estar despierto y no antes. Entre ellos, no obstante, sobre la mesa, respladeciente, había un cuchillo tumbado sobre la madera, impasible, inmóvil. El general no sabía distinguir lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. Todo era confuso. Netikerty regresó junto a la cama con un cuenco caliente.
- Bebed, mi señor. Esto os hace mucho bien.
Publio se incorporó en la cama hasta quedar medio sentado. Se sentía más fuerte, así
que tomó el cuenco con sus propias manos y bebió a sorbos pequeños.
39 El motín de Suero
Cartago Nova, Hispania, verano del 206 a.C.
La luz del sol le cegó los ojos. Publio se protegió de la intesidad de aquel resplandor llevando su mano derecha hacia la frente, usándola a modo de visera. Se detuvo en el umbral del palacio que antaño fuera de
Aníbal en el corazón de Cartago Nova. Era la primera vez que salía desde su enfermedad. Le parecía que habían pasado años y, sin embargo, sólo habían sido unas semanas las que había estado postrado a causa de aquellas fiebres que hicieron que su cuerpo se debatiera entre la vida y la muerte durante días. Hacía calor. Hizo bien en haber bebido abundante agua, como le sugirieron los médicos. En su mente se dibujaba la constante presencia de Netikerty a su lado, atendiéndole en todo momento. Aquélla era una extraña esclava. Era atractiva y servicial, inteligente pero discreta. Era normal que Lelio se sintiera atraído por ella y era de agradecer que el propio Lelio hubiera dispuesto que fuera ella la que le atendiera durante su enfermedad en todo momento. Pero ¿qué veía aquella esclava en Lelio? Desde su lecho, aturdido por la fiebre, Publio tuvo mucho tiempo para meditar sobre la guerra, su familia, sus amigos, sus enemigos, Lelio, el mundo, Roma… Aquella esclava, en las pocas palabras que habían intercambiado esas semanas, o en otras ocasiones, destilaba auténtico aprecio por Lelio y algo más. Publio no acertaba a ver el fondo de aquella mujer y eso le incomodaba. Seguramente ella albergaba la esperanza no sólo de ser manumitida sino incluso de casarse con Lelio, algo del todo inaceptable. Intuía que Lelio pensaba algo similar y que no se atrevía a compartirlo con él. Sabía que él nunca aceptaría eso. Publio observó el praetorium, levantado justo enfrente del palacio, sede del general de Roma en Hispania. Sus pensamientos abandonaron las pequeñas historias personales y retornaron sobre lo acuciante: la guerra, Cartago, Aníbal. Publio descendió las escaleras despacio, acompañado por los lictores de su guardia personal. Frente al praetorium había un par de jóvenes legionarios en pie, sudorosos, firmes pero exhaustos. Habrían pasado toda la noche castigados, firmes frente a la tienda de mando por alguna falta menor. La disciplina era esencial. Publio ignoró su presencia y entró en el praetorium. Estaba satisfecho consigo mismo. Antes de caer enfermo sabía que había cumplido sus objetivos: había derrotado a los cartagineses por completo y los había expulsado de Hispania, primero con la conquista de su capital en la región, Cartago Nova, y luego en las cruciales batallas de Baecula e Ilipa. Por eso esperaba encontrar caras felices entre sus oficiales al entrar en el praetorium, contentos por todo lo conseguido y satisfechos con la recuperación de su general en jefe. Por el contrario, Publio, nada más entrar, comprendió que algo no iba bien: Lelio, Marcio y Silano, con aire de preocupación, sentados tras una mesa, escuchaban a un mensajero cubierto de polvo hasta las cejas; y en sendos lados de la tienda el resto de los centuriones de primer rango, como Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio y otros, miraban al suelo apesadumbrados. Lelio y Marcio se levantaron enseguida al ver entrar a Publio. Él les lanzó una mirada inquisitiva. Lelio guardó silencio y fue Marcio el que empezó a hablar.
- Los dioses nos envían a nuestro general de regreso. Ésta es sin duda una gran noticia. Publio asintió sin decir nada. Marcio comprendió que el general no buscaba cumplidos sino una puesta al día rápida sobre los acontecimientos en Hispania desde su enfermedad, algo que explicara la preocupación en el semblante de todos los allí reunidos. Marcio se aclaró la garganta y añadió algunos comentarios a su escueta bienvenida.
- Tenemos problemas, mi general. En el norte Indíbil y Mandonio se han rebelado y acosan a nuestras fuerzas del Ebro. La región es insegura.
Publio se sentó en un robusto solium que Terebelio y Mario le aproximaron. Lo agradeció porque aunque procuraba aparentar que se encontraba plenamente restablecido, en realidad aún se sentía débil. De hecho había abandonado el lecho contra el parecer de los médicos.
- ¿Es eso todo? -La voz de Publio fue clara, seria, adusta. Marcio sabía que el general era hombre sagaz. Sin duda, la rebelión de los iberos era un problema de compleja solución pero no algo que justificara tanta preocupación entre los oficiales, especialmente toda vez que los cartagineses se habían retirado de Hispania y el general tampoco debía temer por su familia porque había suficientes fuerzas en el norte para hacer de Tarraco un bastión que resistiera hasta la llegada de las legiones de Cartago Nova.
- Hay un motín -añadió Lelio mirando fijamente a los ojos a Publio-. La guarnición de Suero ha expulsado a los tribunos militares y se ha levantado en armas. No reconocen ningún mando. Controlan la ruta de abastecimiento entre Cartago Nova y Tarraco y no sabemos si piensan unirse a las tropas de Indíbil y Mandonio. Eso es lo que nos preocupa. Un motín. Por todos los dioses. Publio comprendía entonces la tremenda magnitud de los acontecimientos.
- ¿Cómo ha ocurrido eso? -preguntó el joven general. Su voz era menos firme. El impacto de la noticia se hizo patente en el vibrar de sus palabras. Y no era para menos: un motín sería usado por sus enemigos en el Senado para cuestionar toda su campaña, algo que añadir a su decisión de permitir que Asdrúbal escapara de Hispania. Publio se imaginaba a Fabio Máximo frotándose las manos. Un motín podía suponer el final de su carrera militar y política. Más aún: el final de su proyecto de conducir la guerra a África. ¿Cómo iba el Senado a apoyar a un hombre en una campaña tan arriesgada si ni tan siquiera era capaz de mantener el orden entre sus propias filas?
- Parece ser que ha habido retrasos en las pagas. -Era Marcio ahora el que retomaba las explicaciones-. Se quejaron de que hubiera dinero para los festejos en Cartago Nova y que, sin embargo, no lo hubiera para pagarles. Además, se sienten menospreciados por no haber participado activamente en las batallas de Baecula e Ilipa, por estar siempre en la retaguardia. Luego el rumor de que… -aquí Marcio dudó unos segundos; tragó saliva y prosiguió-, el rumor sobre la muerte del general, el mismo rumor que alimentó la rebelión de los iberos, hizo que varios centuriones de Suero se levantaran contra los tribunos y tomaran la decisión de amotinarse. Parece que han decidido empezar una guerra por su cuenta, una guerra de saqueo en la región que controlan para resarcirse de los retrasos en las pagas.