21 Imperator

Baecula, Hispania. En lo alto de la colina, primavera del 208 a.C.

Publio accedió a lo alto de la cima rodeado por su guardia personal, sus lictores no oficiales, ya que no era magistrado, sino sólo general cum imperio, aunque en cualquier caso, aquellos soldados seleccionados por Lelio para salvaguardar la vida del general, desvinculados de las tareas ordinarias del campamento y con un stipendium superior, protegían en todo momento al general con sus escudos, con sus armas, con sus vidas si era preciso. Ya lo hicieron en Cartago Nova y lo seguían haciendo desde entonces. Antes por obligación, ahora con orgullo. El general observó, una vez sobre la meseta de la cima de la colina, el repliegue veloz de las tropas de Asdrúbal cuyos últimos efectivos descendían ya hacia el oriente, en dirección adonde los manípulos de Marcio y Mario estaban apostados. Algunos oficiales miraron al general. Necesitan instrucciones. Muchos esperaban que ordenara que las legiones siguieran a los cartagineses que se retiraban.

- ¡Saquead el campamento! -dijo a los soldados bajo su mando, que habían ascendido por el sector norte. Vio entonces a Lelio, que llegaba tras haber accedido a la meseta por el otro extremo de la misma. Venía a caballo para recibir órdenes lo más rápido posible.

- ¿Qué hacemos?

- Seguidlos -respondió Publio señalando la infantería cartaginesa en retirada-, pero sólo hasta las posiciones de Marcio y Mario. Haced prisioneros, todos los que podáis, de entre los que caigan en la emboscada al pie de la colina, pero no vayáis más allá. Ya decidiremos qué hacer con el resto del ejército de Asdrúbal más tarde.

- ¡De acuerdo! -confirmó Lelio, e hizo que su montura girase para volver con sus hombres.

Al atardecer de aquel día, el campamento de la colina que apenas unas horas antes era el bastión de los cartagineses, se había transformado en un emplazamiento bajo dominio romano. En el centro del mismo los legionarios habían levantado elpraetorium desde el que los romanos habían trazado, derribando tiendas cartaginesas abandonadas por el enemigo a toda prisa o levantando tiendas romanas según procediera, dos grandes calles, una que cruzaba el campamento de norte a sur, la via principalis, y otra que la cruzaba transversalmente de este a oeste, el decumanus maximus. Publio había ordenado levantar un campamento romano completo, para lo cual los legionarios, una vez saqueado el campamento cartaginés, se enfrascaron en la ardua tarea de levantar las empaliza-das necesarias para completar la protección del mismo. El general no quería que un contraataque de Asdrúbal, al abrigo de la noche, les sorprendiera sin las medidas necesarias. No era probable que el cartaginés contraatacase, pero no quería pasar riesgos innecesarios y todavía quedaban los refuerzos de Magón y Giscón que aún podrían llegar, seguramente no en una semana, pero era mejor prevenir. Los legionarios estaban exhaustos por la batalla; sin embargo, acometieron la tarea de levantar las empalizadas con cierto sosiego de ánimo por la victoria conseguida. El general, por su parte, había prometido comida extra y algo de vino aquella noche, en cuanto estuvieran terminadas las fortificaciones. Era un incentivo que surtió efecto. Llegado el anochecer, había empalizadas dispuestas en los cuatro lados del campamento, no las definitivas, pero sí unas fortificaciones provisionales razonables, y guardias apostados en la porta praetoria, en la porta decumana y en las puertas principales sinistra y dextera. Los tribunos y los praefecti sociorum de las tropas auxiliares fueron acomodados en tiendas levantadas a lo largo de la via principalis y las tropas legionarias fueron acantonadas entre estas tiendas y la porta praetoria. Las tiendas se diseminaban en filas dobles con decenas de pequeñas calles secundarias que discurrían paralelas al decumanus máximas, tras el que se habían instalado las fuerzas de caballería, divididas según sus turmae, tras las cuales, en orden de dignidad y veteranía estaban los triari, los principes y los hastati. Las tropas auxiliares eran las que acampaban más alejadas del decumanus maximus, más próximas a las empalizadas de la fortificación, junto a las puertasprincipalis sinistra y dextera. Más allá de las puertas del campamento, en el exterior, se levantaban las tiendas de la infantería ligera, los velites, que de esta forma actuaban de puestos de guardia avanzados en torno al campamento. En este caso, el general ordenó que parte de la infantería ligera quedara próxima a las empalizadas del campamento, mientras que otros grupos se apostaran bajando la pendiente superior, instalándose en la primera terraza. Con ello se aseguraba no ser sorprendidos en modo alguno por una incursión nocturna del enemigo. En el centro de campamento, frente al praetorium se levantó el quaestorium, donde, sub hasta, se arremolinaban centenares de prisioneros cartagineses e iberos a la espera de ser vendidos como esclavos bajo la supervisión del quaestor de las legiones desplazadas a Hispania. El sol ya había caído enterrado en el horizonte pero el general había dado órdenes de empezar aquella misma noche con la venta. Quería saber el número de prisioneros, el dinero que suponían como botín y cuánta fuerza habían restado a Asdrúbal en su repliegue. A la puerta del praetorium, el joven general Publio Cornelio Escipión repasaba con sus oficiales las acciones a tomar con respecto a los prisioneros por un lado y con relación a los ejércitos cartagineses que acechaban: el huido de Asdrúbal y las tropas de Magón y Giscón, cuyo paradero era aún incierto. El general había hecho traer sellae, pequeños asientos, para sus tribunos Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Mario Juvencio Tala y otros y, de este modo, sentados en torno a una hoguera y rodeados de antorchas clavadas en la tierra entre las que se diseminaban los centuriones de más alto rango, como el primípulo Terebelio o el centurión Digicio, y el resto de los oficiales ypraefecti sociorum de las tropas auxiliares, Publio empezó a tomar determinaciones y a recibir informes de sus subordinados. A su derecha, como era costumbre, estaba sentado Lelio, satisfecho, orgulloso, saboreando un vaso de buen vino.

Fue Marcio el que empezó a informar al general de lo acontecido en su posición, en la ladera occidental de la colina.

- Quisimos detenerles al pie de la segunda pendiente, pero resultó imposible, mi general. Llevaban consigo más cíe treinta elefantes y se abrieron camino aplastando a muchos legionarios. Era una lucha desigual en una posición de desventaja. Las bestias descendían azuzadas por sus conductores y protegidas por la caballería. Tuvimos que dejarles pasar. Fue luego, cuando descendía la infantería, cuando pudimos abalanzarnos sobre ellos y, en la confusión, causarles numerosas bajas. Era todo cuanto podíamos hacer. En la voz de Marcio, el joven Publio adivinaba cierto desconsuelo y una agria sensación de decepción. Marcio, como otros oficiales, quizás el propio Lelio, habrían esperado que se hubiese ordenado que las dos legiones siguieran a Asdrúbal en su huida, sin importarles la dirección que el cartaginés hubiera podido tomar, menospreciando los riesgos de adentrarse por la noche en territorios que desconocían. Publio asintió, como aceptando por satisfactorio el informe de Marcio. Éste, que se había alzado de la sella, volvió a tomar asiento, un poco más relajado. Aceptó una copa de vino que le ofrecía un calón. El joven general tomó la palabra.

- Hiciste lo que podía hacerse y fue más que suficiente. Tenemos centenares de prisioneros que supondrán un buen botín. No hemos conseguido, sin embargo, hacernos con el tesoro de oro y plata de Asdrúbal. Sin duda, debía de viajar a lomos de esos elefantes resguardados por su fortaleza y por la caballería númida, pero el gran número de esclavos africanos que hemos conseguido hoy nos resarcirá con creces. El general subrayó con intensidad lo de «africanos», aun cuando habían apresado también a iberos de Carpetania, Celtiberia, baleáricos y de otras regiones de Hispania. No tuvo tiempo de explicarse, pues un torrente de voces, como un mar de júbilo que se arrojara contra un navio en medio de la tempestad, llegó hasta el círculo de oficiales procedentres de la próxima tienda del quaestorium. El general se limitó a mirar un segundo a uno de sus lictores y éste salió disparado para averiguar lo que ocurría. Varios centuriones y tribunos se giraron hacia el quaestorium con mirada inquisitiva. Se veía entre las sombras a varios grupos de hombres entre los apresados que saltaban y gritaban en su lengua bárbara. Al principio todo eran sonidos discordes y entremezclados en un tumulto desordenado de voces, pero al cabo de un minuto, aun desconociendo la lengua ibera, los oficiales romanos comenzaron a discernir que aquel sonido adquiría una cadencia rítmica y repetitiva, como si todos aquellos prisioneros clamaran al unísono una misma frase.

El lictor regresó, se detuvo a espaldas del general y, agachándose, le musitó al oído lo que había averiguado. El joven Publio asintió y esbozó una cálida sonrisa de satisfacción. Decidió hacer público lo que acontecía para tranquilizar a sus desconcertados oficiales.

- Son los prisioneros iberos, o mejor dicho, los que eran prisioneros iberos. He dado orden de que los liberen.

Varios centuriones y tribunos miraron confundidos al general. Sabían de su magnanimidad para con los vencidos. Ya lo demostró en Cartago Nova, pero allí se liberó a rehenes iberos sometidos por los cartagineses y aquello les pareció aceptable, pero ahora estaba dejando libres a guerreros hispanos que habían combatido contra ellos activamente durante aquel mismo día. El general leía en las miradas de sus confundidos oficiales y sabía que debía persuadirlos, que debía hacerles comprender su política en la región.

- ¡Escuchadme todos! -Y se levantó para, así, a medida que hablaba, ir ganando el centro del círculo de oficiales-. Somos dos legiones perdidas en un territorio hostil. Tenemos tres ejércitos cartagineses que derrotar con una fuerza que nos triplica en número. No podemos luchar contra cartagineses e iberos a un tiempo. Hemos de convencer a los iberos de que nuestra guerra no es contra ellos, pues además es así; no luchamos contra los iberos sino contra los cartagineses. La liberación de los rehenes de Cartago Nova nos ha permitido ganar aliados entre los bárbaros de este país y que otros nos dejaran libre el paso hasta alcanzar esta colina donde hoy hemos derrotado a Asdrúbal, pe-ro tenemos que afianzar estos lazos y, decidme, ¿cómo nos van a ayudar estos pueblos en nuestra lucha contra Cartago si vendemos como esclavos a sus hermanos? -Publio giró, despacio, trescientos sesenta grados, sosteniendo la mirada de cada uno de sus oficiales. En el resplandor de la hoguera central, la figura del general parecía envuelta de un aura mágica y todopoderosa. En el silencio de sus subordinados llegó hasta sus oídos la cadencia del canto de los recién liberados iberos. Publio se dirigió entonces a Marcio. Era de los más veteranos en la región. -¿Entiendes qué dicen?

Marcio miró a su general. Dudó. Publio sostuvo la mirada y el tribuno respondió.

- Te aclaman como rey.

El silencio se hizo aún más denso. Las ramas de encina de la hoguera crujieron y se resquebrajaron lanzando al cielo oscuro destellos rojizos de pavesas incandescentes. Marcio añadió algo más.

- Hasta ayer esos hombres aclamaban a Asdrúbal Barca como su rey, pero ahora proclaman su lealtad hacia ti.

Publio estaba digiriendo las palabras de Marcio. Aquello no hacía sino darle la razón. Bien era cierto que las lealtades iberas eran volubles y traidoras. Aquél era un ejemplo más. En su recuerdo brillaba intensamente cómo miles de iberos abandonaron a su tío en medio del campo de batalla pero, en cualquier caso, siempre era mejor que dijeran que se decantaban a favor de uno que en su contra. Estaba, no obstante, el problema de la palabra «rey». Publio advirtió de nuevo recelo entre sus oficiales. Sabía lo que se preguntaban. ¿Luchaban para la república o para un general que se creía rey? ¿Había olvidado el general la revolución del 570 o se creía heredero de Rómulo, Tarquino y el resto de los reyes legendarios? No, no podía permitir que los iberos se dirigiesen a él como rey. Si tal hecho llegaba a oídos del Senado y, en particular, a oídos de Fabio Máximo, aquello sólo podría traerle problemas, recortes en los suministros e incluso una orden de regreso a Roma, pues en Roma, desde el año 244 de la fundación de la ciudad, ya no había reyes y de eso hacía ya más de trescientos años. Ni podría haberlos jamás. Pero los iberos habían decidido aclamarle y no debía tampoco despreciar aquel gesto. Debía darles algún nombre, alguna forma en la que dirigirse a él, pero ¿qué era él? Los pensamientos se agolpaban como caballos desbocados en la mente del joven general. No podía decirles que le aclamaran como cónsul o procónsul porque Fabio Máximo ya se ocupó

de que no pudiera ir a Hispania con rango de magistrado o promagistrado, ni siquiera como pretor o propretor, aduciendo su juventud. A Publio sólo se le concedió permiso para acudir a Hispania como privatus, como un ciudadano particular sin rango más allá

que algo clave, necesario para llevar su misión: imperium, mando sobre dos legiones. Era imperator del ejército de Hispania. Publio respondió a Marcio.

- El título de rey es inaceptable. Ve al quaestorium y hazte entender entre los iberos. Diles que no soy su rey, que soy su imperator y que sólo así pueden llamarme. Marcio se levantó, se llevó la mano al pecho y partió con celeridad hacia la tienda del quaestor. Publio se quedó allí en pie. En pocos segundos empezó a escucharse la voz de Marcio gritando, dirigiéndose a las huestes de recién liberados iberos. Publio creía tener la situación de nuevo bajo control cuando Lelio decidió intervenir.

- Y si tenemos el apoyo de los iberos, ¿por qué no salimos en persecución de Asdrúbal y terminamos lo que empezamos esta mañana?

Después de lo de hoy, la moral de nuestros soldados está muy alta y los cartagineses parecían mujerzuelas y niños acobardados -concluyó Lelio con una profusa carcajada a la que se unieron el resto de los centuriones y tribunos.

Publio suspiró. Cerró un instante los ojos y caminó con lentitud en torno a la hoguera. Sabía que alguien iba a sacar ese asunto más bien pronto que tarde en aquella reunión de su estado mayor, pero lamentó profundamente que hubiera sido Lelio. Ahora debía con-tradecirle y lo último que deseaba era tener que desautorizar a su mejor oficial, a su más leal guerrero, a su mejor amigo, delante de todos, pero no había otra posibilidad. Publio esperó con paciencia a que la risa que se había desatado entre sus hombres se disipara.

- No vamos a salir en persecución de Asdrúbal -dijo Publio, pronunciando cada palabra despacio, sin levantar el tono de voz. Sabía que aquella orden sería impopular. Lelio se levantó entonces y se situó en el centro del corro de oficiales, encarándose con Publio.

- Sabes que te seguiré siempre, Publio; eres mi general, nuestro general, mi amigo añadió Lelio volviéndose hacia el resto-, pero en esto no estoy de acuerdo: dejar escapar a Asdrúbal es una muestra de debilidad. Debemos perseguirle y debemos hacerlo ahora. Publio observó con el rabillo del ojo, sin mover un ápice su rostro, cómo varios centuriones y tribunos asentían en señal de aprobación. Como temía, Lelio no hacía más que poner voz al sentir general de sus oficiales. Tenía que ser cauto y ojalá Lelio no hubiera bebido tanto vino.

- No podemos salir en su persecución porque Asdrúbal se dirige hacia el norte y el interior de este país y no tenemos el apoyo de los iberos de esa región…

- ¡Los cartagineses tampoco! -le interrumpió Lelio en público, la primera vez que el veterano guerrero lo hacía desde que estaban en Hispania. Publio no recordaba un enfrentamiento así con Lelio desde la batalla de Tesino.

- Los cartagineses -continuó Publio, aún sin levantar el volumen de su voz-llevan más años en este territorio. Aníbal, el hermano de Asdrúbal, llegó hace pocos años tan lejos como Helmandica o Arbucala en el norte. Allí temen a los cartagineses y poco saben aún de nosotros. Además… -Lelio parecía exasperado, con los brazos en jarras, frente a él. Publio prosiguió-: Además, los otros dos ejércitos púnicos pueden unirse a Asdrúbal en cualquier momento y triplicarnos en número…

- ¡Por eso mismo! -volvió a interrumpirle Lelio-. ¡Más a mi favor, por Castor y Pólux y todos los dioses! ¡Por eso mismo debemos asestar un golpe rápido ahora!

Publio estaba poniéndose nervioso, algo poco habitual en él. Si alguien sabía de la importancia de los desplazamientos rápidos de tropas era él. Así había conquistado Cartago Nova y así habían conseguido aquella reciente victoria sobre Asdrúbal, pero hasta esa estrategia tenía unos límites.

- La rapidez sólo vale sobre la base de la sorpresa, Lelio -continuó el joven general, aún controlando su tono-; Magón y Giscón, los otros generales, ya están advertidos de nuestra presencia aquí hace tiempo y deben de estar a punto de llegar con sus tropas; el factor sorpresa se ha perdido, debemos… -Publio dudó un instante-, debemos replegarnos… replegarnos y aguardar mejor ocasión.

- ¿Mejor ocasión que ésta? -Lelio insitía-. ¿Cuando vamos a tener mejor ocasión que ésta? Asdrúbal se ha ido corriendo como un perro apaleado. ¡Por Júpiter, ése es el mismo hombre que derrotó a tu padre y que personalmente mató a tu tío Cneo! ¿Y lo vas a dejar escapar?

De pronto los murmullos que habían ido surgiendo cesaron. Sólo se escuchaba el chisporroteo de las ramas ardiendo en la hoguera en torno a la cual estaban reunidos. Publio Cornelio Escipión avanzó despacio hacia Lelio.

- Ya sé que Asdrúbal Barca fue el causante de la caída de mi padre y que mató al procónsul Cneo Cornelio Escipión, mi tío, con su propia espada y no necesito que nadie me lo recuerde y mucho menos tú, Cayo Lelio. Te lo perdono porque sé que es más el vino el que habla por tu boca que tus pensamientos. -Publio hablaba con volumen controlado, algo más fuerte que antes, mucho más intenso, aún sin levantar la voz. Lelio dio un paso atrás. La insinuación de Publio sobre su posible embriaguez le había pillado por sorpresa. Hizo ademán de girarse y volver a su asiento, pero quizás el vi-no o quizá la intensidad del momento hicieron que cambiase de opinión y volvió a dirigirse a Publio.

- Cneo lo haría, él habría perseguido a Asdrúbal.

Publio digirió aquella respuesta. Tragó saliva y respondió con sequedad.

- Es probable, pero Cneo está muerto y yo y nadie más es el general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Tropas, por otro lado, insuficientes, Lelio. No tenemos bastantes tropas para adentrarnos hacia el norte en persecución de Asdrúbal. Me faltan dos legiones, las dos legiones que tú deberías haber conseguido del Senado y que no lograste traerme. Publio no necesitó increpar a los dioses ni alzar su voz para desarmar a su mejor oficial. Lelio recibió aquellas últimas palabras como lo que eran: una enorme humillación pública. Sintió cómo el resto de los oficiales no estaba ya con él. Lo que había dicho Publio era cierto. Aquella vez falló él. Debería haber persuadido al Senado pero no hubo forma. Nunca hasta entonces se lo había echado en cara el joven general y ahora, ahora lo hacía y lo hacía en público delante de todos.

- Quizá… -dijo Lelio cabizbajo, entrecortadamente-quizá tengas razón. Tú eres el que mandas… pensaba distinto… eso es todo… seguramente… estoy equivocado. -Lelio retrocedió, llegó junto a su asiento, pero pasó de largo. Varios centuriones se hicieron a un lado y Cayo Lelio se esfumó entre las sombras. Publio Cornelio Escipión se quedó entonces solo en el centro del corro de oficiales. Hacia él retornaron todas las miradas. Se dirigió a Marcio.

- Que se tomen las medidas de costumbre para la vigilancia del campamento. Además, quiero varias patrullas en las cuatro direcciones: norte, sur, este y oeste. Quiero saber si hay movimientos de tropas. Que salgan de noche. Quiero informes al amanecer. Mañana nos replegaremos hacia Cartago Nova y allí decidiremos sobre el resto de la campaña de lo que queda de primavera y del verano.

Publio se dirigió hacia su tienda mientras los lictores de su guardia le abrían paso entre la multitud de legionarios que se había ido arremolinado en torno a la tienda de\ pra- etorium. Desde atrás, Publio escuchó cómo centenares de gargantas empezaban a corear una palabra. Al principio no le prestó demasiada atención, pero, poco a poco, el término era tan claro que no pudo escapar a sus oídos.

¡Imperator, imperator, imperator!

Los iberos le aclamaban como su gran jefe. Aquélla había sido una gran victoria y, sin embargo, no se sentía tan solo desde el día en que le comunicaron la muerte de su padre y de su tío. Sí, Cneo habría salido en persecución de Asdrúbal. En eso llevaba razón Lelio. A Publio su corazón le pedía salir en busca de Asdrúbal sin atender a más consideraciones, pero ese deseo se encontraba una y otra vez con las palabras de su padre: «Las batallas se pueden ganar con el corazón, pero las guerras sólo se pueden ganar con la cabeza.» Y su cabeza decía que no tenía tropas suficientes, que debía esperar. Puede que Asdrúbal escapara hacia el norte, incluso que alcanzara Italia, aunque eso era complicado, pues tendría que hacerlo por el interior de Hispania y luchar contra los vacceos o negociar con ellos, pues por el Ebro tendría enfrente a las tropas de Tarraco. En cualquier caso, aun a riesgo de incumplir con el mandato del Senado sobre su obligación de impedir que Asdrúbal alcanzara Italia, no podía perseguirle. No debía hacerlo. Mañana sería otro día. Lelio estaría con resaca pero más sosegado. Sí, ése sería buen momento para hablar con él y hacerle entender. Mañana.

22 Las calles pintadas

Roma, abril del 208 a.C.

Plauto abría los ojos de par en par. Miraba a un lado y otro de cada calle y no podía creer lo que veía. Roma había amanecido repleta de pintadas. Las primeras las había visto en algunos de los puestos de ganado del Foro Boario, pero a medida que avanzaba por el Vicus Tuscus, las cosas no hacían sino empeorar. En paredes sucias, en muros en construcción, en el suelo, en cualquier lado, menos en los templos, se podía leer las palabras que su amigo Nevio había pronunciado en la última cena en casa de Ennio, donde, pese a la negativa del joven poeta a unirse a ellos en una lucha de palabras contra aquella guerra interminable, seguían reuniéndose con frecuencia. En las cenas se empezaba hablando de literatura y se terminaba siempre discutiendo sobre política y sobre la guerra. Nevio, en medio de una de sus tremendas borracheras, se había levantado y pronunció aquel brindis en el que todos rieron, incluso Livio Andrónico, al apreciar el doble sentido de aquel verso saturnio: «Fato Metelli Romae fiunt cónsules.» Y es que si bien aquella frase podría traducirse como «los Mételos son nombrados cónsules en Roma por la ley del destino», a nadie escaparía que ese mismo verso podía significar «es fatal para Roma que los Mételos sean nombrados cónsules». Por la noche todos rieron la gracia con profusión y se bebió abundantemente alabando la ocurrencia de Nevio. Nevio. Plauto sacudía la cabeza nervioso. Estaba llegando al foro. Nevio seguía criticando en público a los patricios que conducían aquella guerra según sus intereses particulares. Había criticado a los Emilio-Paulos y a los Escipiones, al mismísimo Fabio Máximo y ahora la emprendía con la familia de los Mételos por su enriquecimiento durante el tiempo de guerra. Podía tener razón. La tenía, sin duda, pero estaba solo. Ahora alguno de los jóvenes escritores asistentes a la cena, seguramente aún borracho, habría pensado que sería una travesura graciosa pasarse pintando toda la noche, embadurnando las calles de Roma con las palabras de Nevio, rehuyendo furtivamente a las patrullas nocturnas de los triunviros. Nevio no había podido hacer tantas pintadas en una sola noche. De hecho, era imposible que Nevio hubiera podido hacer ni una sola de aquellas pintadas, pues Plauto vio cómo se quedó en casa de Ennio completamente vencido por el poder de Baco. Y lo peor de todo es que, en su creciente inconsciencia y osadía, Nevio no se percataría de lo peligroso de todas aquellas pintadas.

Plauto llegó al foro. Para su mayor desesperanza, no había lugar entre el templo de Vesta y la tumba de Rómulo que no estuviera salpicado con la maldita pintada. Fato Metelli Romae fiunt cónsules. Muchos iban a sonreír aquella mañana con aquellas palabras. Pero los Mételos no. Ellos no.

23 El alejamiento de Lelio

Baecula, primavera del 208 a.C.

Publio se alzó antes de la salida del sol. Apenas habían pasado cuatro horas desde que se recostó en el lecho de su tienda. Un joven esclavo semidormido le asistió mientras se ponía la coraza y le ayudó a ajustarse bien las grebas de las piernas. El general salió rápido de la tienda acompañado por una sorprendida escolta de lictores. En unos minutos dejó atrás eXpraetorium y llegó a la tienda de su oficial de mayor confianza. Había un legionario apostado justo en medio de la entrada. El soldado vio acercarse al general e instintivamente se hizo a un lado, pero Publio se lo pensó un instante y se detuvo sin llegar a entrar.

- Legionario, entra y di a Cayo Lelio que quiero hablar con él -dijo el general. Publio no quería sorprenderlo si estaba disfrutando de la preciosa esclava que se había traído consigo. Por el campamento había corrido ya el rumor de que el veterano oficial estaba enamorado de aquella egipcia, incluso que deseaba manumitirla y casarse con ella. En el fondo de su ser, Publio esperaba que aquello no fuera cierto, al menos la segunda parte. Si quería enamorarse o jugar o lo que sea con aquella esclava, eso no le concernía, pero casarse con una esclava manumitida sería el final de la carrera política de Lelio y eso no podía ser, pero no debía dejarse llevar por sus ideas sobre el matrimonio y la política. No había venido a discutir con Lelio de ese tema, sino a hacer las paces por la agitada bronca de la noche anterior.

- Cayo Lelio no está, mi general -respondió el legionario algo nervioso. Tenía la sensación de que aquello iba a contrariar al imperator de las legiones.

- Por todos los dioses, ¿cómo que no está? Aún no ha salido ni el sol. -Lo sé, mi general -respondió el legionario aún más nervioso-. Marchó hace una hora. Pidió su caballo y partió hacia la porta praetoria del campamento. Eso es lo que me ha dicho su esclava. Debió de salir en el turno de guardia anterior al mío, mi general.

- Entiendo… -Escipión se quedó pensativo. Lelio no quería hablar con él. Le había herido más de lo que pensaba, pero no le dejó margen. Le estaba cuestionando delante de todos. Como si él mismo no quisiera perseguir a Asdrúbal, el verdugo de su padre y de su tío… pero había que mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por impulsos. Los impulsos sólo conducirían a la derrota. Publio dio media vuelta. Iba a marcharse cuando de pronto tuvo una idea. Volvió a girar y se dirigió a la entrada de la tienda de Lelio. El guardia que había vuelto a tomar su posición apenas si tuvo tiempo de retirarse para dejar pasar al general que cruzó el umbral como una centella. En el interior de la tienda de Lelio sólo había un lecho grande cubierto de pieles de lobo, una mesa pequeña en el centro con una jarra grande de vino, dos sellae, un triclini- um y tres baúles abiertos. En uno se veían espadas, dagas y otras armas. En el segundo había una toga virilis y otras ropas de Lelio y un cofre pequeño donde seguramente guardaría joyas y otros bienes preciados procedentes de los botines de guerra. En el tercer baúl había ropa de mujer. Lelio se acercó despacio a la mesita. La jarra estaba vacía. En la esquina vio varias ánforas apiladas. Una yacía aparte, rota. Publio sintió una presencia y se giró desenvainando la espada de forma instintiva. De entre las pieles surgió el rostro de tez morena y facciones suaves de Netikerty. Al lado del lecho se veía una túnica blanca de mujer. La muchacha, que abrazaba fuertemente las pieles para cubrirse, debía de estar desnuda. Publio la miró un segundo. Y nerviosa. El general envainó la espada. -Busco a Lelio -dijo secamente. Netikerty, al contrario de lo que podría esperarse de una esclava, le miró fijamente mientras respondía. No era, no obstante, una mirada impertinente, sino curiosa, inquisitiva y, en gran medida, embriagadora. Publio recordó los ojos oscuros de Emilia cuando la conoció en el jardín del cónsul Emilio Paulo.

- Salió hace más de una hora -explicó la muchacha.

- ¿Dijo adonde iba?

- A salir en una misión de reconocimiento, dijo algo de que había que vigilar que los cartagineses no organizaran un contraataque.

- Comprendo -dijo Publio. Se sintió cansado. Tomó asiento en una de las sellae vacías junto a la mesa.

- ¿Puedo ofreceros algo, mi señor? -preguntó Netikerty.

- Algo de agua estaría bien, pero no sé si Lelio guarda agua por aquí.

- Tenemos agua, mi señor -dijo Netikerty, y se sentó en la cama cubriéndose con las pieles. Quería ponerse la túnica, pero era tarea imposible sin soltar en algún momento las pieles y dejar al descubierto su cuerpo desnudo. Por otro lado era una esclava y no podía pedir a un patricio y menos aún al general en jefe de aquel ejército que se volviera. Publio pareció leer en sus pensamientos y se dio media vuelta. Rápida, dejó las pieles y se vistió con la túnica, fue detrás de la cabecera del lecho y tomó una jarra con agua y un vaso limpio. Puso el vaso en la mesa y escanció el agua. Luego se separó del general un par de pasos. Publio bebió con avidez.

- ¿Estaba enfadado, Lelio quiero decir, estaba enfadado? -preguntó dejando el vaso vacío sobre la mesa, junto al que Lelio había usado durante la noche para beber vino. Netikerty callaba.

- Tú le conoces, muchacha. ¿Estaba enfadado… conmigo? Habla.

Netikerty dio un paso hacia atrás. Estaba claro que no le gustaba aquella conversación.

- Nervioso, mi señor, estaba nervioso. Pidió vino y bebió más de lo que acostumbra. Luego…

- ¿Luego…?

- Luego… estuvo conmigo y se durmió. Se levantó hará poco más de una hora y me dijo lo de la misión de reconocimento. Es cuanto sé, mi señor.

Publio la miró detenidamente. Había llegado a una conclusión. Aquélla era una mujer hermosa, algo que saltaba a la vista, pero también inteligente. Entre otras cosas no había respondido a su pregunta.

- No me has respondido a lo que te he preguntado -insistió el general-, ¿estaba Lelio enfadado conmigo? Y no me digas que no habló del tema. Tú no necesitas que él te hable para saber lo que piensa. Sólo respóndeme lo que crees. Dímelo y me marcharé. No quiero molestarte; Lelio te estima y sólo por eso te mereces que no te trate mal, pero no me iré sin que me respondas a esa pregunta.

Netikerty asintió despacio, en señal de que comprendía la situación. Así también ganaba unos preciosos segundos con los que organizar sus pensamientos.

- Lelio, mi señor, en mi opinión, estaba muy nervioso y aunque no habló sobre nada en concreto actuaba como alguien que se siente traicionado por una persona a la que aprecia mucho y sé que la persona a la que más aprecia es al general en jefe de estas legiones, mi señor. Publio la miró y digirió cada palabra. Eran sólo las conjeturas de una esclava pero coincidían tanto con su propia lectura de la reacción de Lelio que casi le daba miedo, miedo por tanta coincidencia, miedo al ver sus peores sensaciones confirmadas.

- Bien -comentó el joven Publio-. Bien. Me marcho. -Y se levantó y encaminó sus pasos hacia la puerta, pero cuando alcanzó el umbral se detuvo y se volvió de nuevo hacia Netikerty que, inmóvil, le contemplaba en silencio-. Dile, cuando vuelva, dile a Lelio que me pasé por aquí, para hablar con él… para… disculparme, para explicarme, que sé

que él no tiene culpa de lo de las legiones de refuerzo que no trajo, ¿de acuerdo?

Netikerty asintió dos veces.

- Bien. Que los dioses… que tus dioses velen por ti. -Y el general Publio Cornelio Escipión salió de la tienda. Netikerty se acercó a la mesa y tomó el vaso de agua en su mano. Se quedó meditando unos segundos. Se giró y caminó hacia la cabecera de la cama y depositó el vaso donde lo había cogido. Luego se quitó la túnica despacio y, desnuda, volvió a meterse en la cama. Lelio volvería pronto y le gustaba encontrarla desnuda en la cama. Preparada, decía él. A ella no le importaba. Desde que es-taba con él nadie la golpeaba. Apenas sí tenía que trabajar y todo dependía de hacer feliz a aquel hombre. Se sentía cómoda en aquella situación, pero la vida era tan complicada. Tan complicada. Hundió su cabeza en la almohada y se echó a llorar. Publio regresó al praetorium con la primera luz del alba. Marcio les estaba esperando frente a la puerta junto con varios legionarios que custodiaban a un joven númida de mirada nerviosa. Publio se paró un segundo y observó al númida un instante; luego entró

en el praetorium seguido de Marcio. Publio tomó asiento mientras Marcio, en pie, comenzó a hablar.

- Ese númida dice llamarse Masiva y asegura que es sobrino de Masinisa. Publio consideró el tema con atención, aunque su mente no dejaba de dar vueltas al asunto de Lelio. No debería haberle echado en cara lo de las legiones, pero los dos se pusieron nerviosos y una cosa llevó a la otra.

- ¿Mi general…? -La voz de Marcio devolvió a Publio al tiempo presente. Masinisa era el rey de los maessyli, en disputa con Sífax por el trono de Numidia, alguien importante en África; alguien cuya confianza podía ser importante en el futuro.

- ¿Le crees? -preguntó Publio-, ¿crees que es el sobrino de Masinisa?

- Varios iberos lo han confirmado. Parece que Masinisa no quería que viniera a Hispania a luchar pero vino de incógnito y se puso al servicio de Asdrúbal. Sé que siempre quieres estar informado de los nobles que caen prisioneros, por eso he pensado en informar.

- Y has hecho bien -confirmó Publio con rotundidad. Macio era leal y con un sentido más sutil del deber y la responsabilidad, mucho más que Lelio. Si su padre hubiera hecho jurar a alguien como Marcio que velara por él, en lugar de a Lelio, todo sería más sencillo. Sin embargo, Cayo Lelio era invencible en el campo de batalla, pero luego carecía de visión global, de perspectiva política y estratégica-… Que lo liberen, a Masiva, al sobrino de Masinisa, que lo liberen, Marcio -añadió el general con determinación-; y que salgan mensajeros hacia el norte, al Ebro, para informar a Indíbil de que pronto tendrá sus trescientos caballos prometidos. Marcio asintió y salió de la tienda. Publio se quedó a solas con sus reflexiones. Debía proseguir con esa política de intentar estrechar vínculos con todos los pueblos de Hispania y, si se le daba la oportunidad, con los pueblos de África. Todos debían ver que los enemigos de Roma eran los cartagineses, ni los iberos ni los númidas, sólo Cartago. Cayo Lelio tardó más de lo esperado pero al fin regresó. Desplegó con energía la cortina de la puerta de la tienda, entró y se sentó en una de las sellae junto a la mesa. Netikerty se había dormido pero sintió la llegada de su amo y se incorporó en la cama. No se tapó, de modo que al sentarse sus senos quedaron descubiertos.

- ¿Quieres vino, mi amo? -preguntó la joven.

- No. Ayer bebí demasiado -dijo Lelio. Netikerty quedó a la espera de recibir instrucciones de su amo, sentada en la cama, medio desnuda.

- Ha venido el general… buscándote, mi amo -dijo la esclava egipcia. Lelio se levantó de su asiento. -¿Y qué ha dicho?

Netikerty recitó la respuesta que había elaborado y memorizado entre lágrimas.

- El general no ha dicho nada. Sólo que os buscaba. Nada más. -¿Nada más?

- Eso es cuanto ha dicho, mi amo.

- Entiendo. -Y añadió Lelio-: Entonces sí, ponme algo de vino.

Netikerty se levantó y, desnuda, sin ponerse la túnica, tomó un ánfora y vertió parte de su contenido en la jarra de la mesa. Luego tomó la jarra y sirvió a Lelio. Éste la tomó

por la cintura y la sentó en su regazo. Ella no opuso resistencia.

- Menos mal que te tengo a ti. -Y la cogió del pelo tirando de su cabeza hacia atrás. Lelio besó el cuello de piel suave que Netikerty se veía obligada a dejar al descubierto. Primero fue brusco, pero la mansedumbre de Netikerty al recibir de buen grado aquel tratamiento le apaciguó un poco, pero aún tenía demasiada ansia en su ser. La tomó entonces en sus fuertes brazos y la llevó a la cama, donde la depositó de golpe. La muchacha quedó boca arriba, quieta.

- Vuélvete. Ya sabes lo que quiero -dijo Lelio con voz dura.

Netikerty se volvió y se puso a cuatro patas sobre la cama de espaldas a Lelio. El rudo oficial se desnudó con rapidez. Netikerty escuchó el ruido de las armas al caer sobre el suelo de la tienda; golpes metálicos amortiguados por las pieles que rodeaban el entorno del lecho. De pronto sintió a Lelio en su interior, sin avisar, poderoso, empujando con fuerza, al tiempo que las grandes y ásperas manos del guerrero la asían por la cintura. Netikerty cerró los ojos y se dejó poseer y más, pues cuando al cabo de unos minutos el empuje del oficial romano pareció aflojar, ella tomó la iniciativa e hizo algo que sólo hacían las putas, y pagando bien, pues ninguna mujer romana que se preciara se atrevería a humillarse de esa forma. Netikerty se arrodilló a los pies de su amo, tomó el miembro viril de su amo con sus manos suaves, lo introdujo en la boca y empezó a mover la cabeza rítmicamente hacia delante y hacia atrás, complementando la falta de energía de su amo con sus propios movimientos. Lelio, tumbado, sudoroso, agradeció la entrega de la muchacha y se quedó en reposo. Ahora era ella la que dirigía, pero a Lelio no le importó. El veterano tribuno mantenía los ojos cerrados meditando por qué las romanas se negaban a entregarse de esa forma.

Netikerty se empleó a fondo. Lelio empezó a gemir y ella hundió su rostro en el regazo de su señor sin dejar de moverse, aunque ahora ya más despacio, alargando los dulces instantes. Ya que no podía entregarse a su amo, al que quería, en alma, Netikerty decidió entregarse por completo en cuerpo. En la puerta de la tienda, un legionario vigilaba y sonreía.

LIBRO III LA SANGRE DE ANÍBAL

207 a.C.

Iucunda macula est ex inimici sanguine

PUBLILIUS SYRUS [Deja una mancha agradable la sangre del enemigo]

24 Orongis

Orongis, Hispania, diciembre del 207 a.C.

Estaban en las proximidades de Orongis. Publio estudiaba las murallas de la ciudad desde un altozano. A unos pasos estaba su guardia personal. La campaña militar del nuevo año estaba siendo provechosa pero no decisiva. Publio se sentó en una roca y repasó

los últimos acontecimientos. Necesitaba ubicarse. Lucio, su hermano menor, había venido ese año y había conseguido traer refuerzos, dos legiones, las dos legiones que no consiguió Lelio. Había que entender que la victoria de Baecula había hecho cada vez más difícil que Máximo pudiera mantener una constante negativa del Senado a enviar tropas a una región en la que no hacía Publio otra cosa que obtener importantes victorias. Los refuerzos fueron una gran noticia que agradó a todos, pero que hundió aún más a Lelio en su melancolía. De un tiempo a esta parte se mostraba cada vez más distante, y que su joven hermano hubiera conseguido lo que él no había podido hacer le debía de haber desmoralizado aún más. Para colmo, Silano, un recio oficial que había venido de Roma con los refuerzos de Lucio y que Publio había enviado como avanzadilla con parte de las tropas, había conseguido una sonada victoria sobre los cartagineses apresando a uno de sus comandantes, un tal Hanón, que ahora tenían preso en Tarraco. Publio sabía que Lelio había esperado recibir el encargo de esa misión y, sin embargo, tuvo que ver cómo él prefería dar el mando a un recién llegado, a un recomendado de su hermano. Publio carraspeó y escupió en el suelo. No se puede confiar en quien está ofuscado y distante y, además, la victoria de Silano había confirmado que su decisión había sido la correcta. Luego vino lo más difícil: partir junto a su hermano para reunirse con Silano y con todas las tropas, cuatro legiones, para marchar contra Giscón y así acabar de uiuVez por todas con los ejércitos púnicos en Hispania, pero, una vez miS) dejando a Lelio al mando de la retaguardia. En la cabeza de Publio persistía el rostro impasible de Lelio recibiendo las órdenes.

- Necesito alguien de confianza en la retaguardia, por si pasa un desastre. Si caemos derrotados necesito que cuides las fronteras y, si es necesario, que lo organices todo para que mi mujer y mis hijos regresen seguros a Roma. Lelio había isentido con la cabeza, pero Publio necesitaba una confirmación.

- ¿Te encargar4s de eso, verdad?

- Siempre he cumplido tus órdenes -respondió un lacónico Lelio-. Me debo a un juramento. -Y se dio media vuelta para alejarse, pero se detuvo un segundo y añadió una frase-: Tu familia estará segura, por Hércules, de eso no debes preocuparte. -Y partió. Aquellas palabras reconfortaron algo el ánimo de Publio. No tanto por su contenido, pues estaba claro que Lelio defendería a su familia de todo mal con su propia vida si era preciso, sino por el mero hecho de que Leli0 las pronunciase. Publio se debatía en la forma de poder reconciliarse con él y sabía que sus decisiones durante la nueva campaña, oponunas desde el punto de vista militar, no habían ayudado a corregir el enfriamiento de su relación desde la discusión de Baecula. Sólo quedaba pendiente el asunto de Asdrúbal Barca, quien después de Baecula, tras reunirse con Giscón y Magón, había pactado con los otros dos generales cartagineses que éstos permanecerían en Hispania mientras él cruzaba los Pirineos y la Galia para atacar Italia por el norte. Si eso ocurría, el Senado no se lo perdonaría nunca y todo sería aún mucho más difícil para él. Pero ahora debía ocuparse de lo que estaba en su mano: Giscón y Magón, y que Roma se ocupara de Asdrúbal Barca si llegaba a Italia y, si no, haberle enviado refuerzos antes de Baecula… Eso no le dejaba dormir por las noches… La voz de su hermano Lucio irrumpiendo en su mente hizo que Publio regresara a la realidad que le rodeaba: Orongis, Hispania y la lucha contra Giscón y Magón.

- ¿ Has decidido ya qué debemos hacer? -Era la voz de su hermano menor, Lucio, que había llegado junto a él pasando entre los lictores que no habían dudado en hacerse a un lado para dejar paso al hermano de su general en jefe.

Publio le miró hacia arriba, desde su improvisado asiento.

- Algo he pensado, sí, hermano. Creo que debemos replegarnos.

Lucio le miró intrigado. Giscón estaba apenas a unas jornadas de marcha tras los poderosos muros de Gades. Publio decidió completar su comentario con una detallada explicación para que su hermano comprendiera el porqué de su decisión.

- Giscón ha repartido su ejército por las ciudades de toda la Bética. Los cartagineses están atrincherados en diferentes fortalezas. No tenemos tropas para asediarlos a todos, incluso con los refuerzos que has traído, y ellos no quieren combatir en campo abierto, no después de la derrota de Hanón de este año. Están agazapados, esperando mejor oportunidad. Así que concentraremos nuestros esfuerzos en tomar una sola de esas ciudades, como mensaje para el resto de las poblaciones que aún les apoyan. Será ésta, Orongis, la que asediaremos, mejor dicho, la que asediarás tú, hermano, con dos legiones. Yo me retiraré al norte con las otras dos legiones. Si detectas movimientos de tropas cartaginesas, retírate al norte sin dudarlo. Yo debo buscar nuevas alianzas con los iberos y afianzar nuestro dominio en el este y en la región del Ebro. Si dejamos a Lelio con pocas tropas mucho tiempo los iberos pueden rebelarse. Por tu parte, ocúpate de Orongis. Es una de las fortalezas más accesibles de todas las que han usado los cartagineses para refugiarse y desde Orongis tendremos el control de algunas de las minas de plata de la región. Eso agradará al Senado. Eso es lo que haremos. Tengo que hacer algo para compensar que Asdrúbal Barca se nos haya escapado.

Lucio estaba asintiendo cuando un mensajero a caballo llegó levantando el polvo del camino. Por sus ropas sucias y su faz sudorosa parecía que aquel jinete llevaba días sin parar de cabalgar. Venía escoltado por otros jinetes que se habían detenido a cien pasos de distancia. Parecía traer noticias de vital importancia. Publio se situó delante de su hermano, de Silano y del resto de los oficiales. El jinete desmontó y se puso frente al general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Parecía nervioso, feliz, orgulloso, una mezcla confusa de sentimientos. Publio le estudió con atención mientras el soldado alargaba la mano con unas tablillas con el sello del Senado. Un correo oficial.

25 El encarcelamiento de Nevio

Roma, diciembre del 207 a.C.

- ¡Imbéciles! ¡Hoy me detenéis a mí y mañana seréis más carnaza para esta guerra! Nevio luchaba por zafarse de los fuertes brazos de los dos triunviros que lo arrastraban hacia la puerta. Estaban en casa de Casca, el patricio que financiaba las obras de Plauto, quien se lanzó contra los legionarios para socorrer a su amigo, pero el propio Casca, ayudado por dos de sus esclavos, se interpuso entre el comediógrafo y los legionarios. Nevio seguía gritando. A Plauto, aunque la irrupción de los triunviros le había sobresaltado, no le sorprendía que Nevio fuera finalmente prendido. Desde que Roma apareciera cubierta de pintadas con los ingeniosos versos de Nevio contra los Mételos, éstos no habían cesado en solicitar la detención del escritor. En un principio, todo pareció que iba a quedar en anécdota, pues a las pintadas de Nevio, parecía que los Mételos sólo responderían con más pintura: dabunt malum Metelli Naevio poetae, que dependiendo de cómo se interpretara malum, como manzana, símbolo de regalo, o como mal, daba lugar a lecturas muy distintas: «los Mételos darán un regalo al poeta Nevio» o, lo que sin duda querían decir, «los Mételos darán su merecido al poeta Nevio». Hasta el propio aludido concedió a sus colegas escritores que los Mételos habían estado elegantes en la respuesta, pero Plauto no compartía la ligereza con la que Nevio y el resto de los amigos interpretaba aquellas palabras. La irrupción de los triunviros en casa de Casca, cogiendo con violencia a Nevio y llevándoselo preso con dirección, muy probablemente, a las horribles cárceles de Roma, era una contestación mucho más acorde con lo que Plauto había estado temiendo en las últimas semanas.

- ¿Sabías tú algo de esto? -preguntó Plauto a Casca con una mirada furiosa, asido aún por los esclavos del patricio.

- No, te lo juro por los dioses.

Nevio desapareció por la puerta. Plauto se deshizo entonces del abrazo de los esclavos de Casca y salió al umbral. Nevio había cedido y caminaba rodeado de media docena de triunviros. Se volvió y al ver a su amigo en el dintel de la puerta le lanzó una petición.

- ¡Llévame al menos algo para escribir! ¡Y comida!

Giraron la calle para perderse por el camino sagrado que transcurría junto al templo de Júpiter Státor. Plauto comprendió que tendría que terminar pronto una nueva obra para con el dinero de la misma obtener los recursos necesarios para sobornar a los guardias de la cárcel y poder visitar a su amigo. Se sintió impotente, iracundo, traicionado. Los dioses volvían a cebarse en cualquier hombre que se dijera amigo suyo.

26 El mensaje más cruel

Campamento general romano junto a Canusium, noviembre del 207 a.C. Un mes antes de que Publio reciba el correo oficial del Senado

Nerón estaba satisfecho consigo mismo. No sólo por la victoria absoluta contra Asdrúbal Barca y todo lo que eso suponía en la larga guerra contra Cartago, sino por el plan que debía ejecutar esa mañana en la que acababa de retornar desde el norte al campamento general romano emplazado frente a los cuarteles de Aníbal y sus tropas, en las proximidades de Canusium. Nerón apenas había dormido un par de horas, pero con la primera luz del alba salió del praetorium y ordenó que trajeran la cesta en la que traía el mensaje para Aníbal Barca. Un centurión trajo la cesta y la puso a los pies de Nerón. El cónsul se agachó para examinar su contenido. Al inclinarse un olor nauseabundo le produjo arcadas.

- Que lancen esta cesta contra el campamento de ese condenado Aníbal. Usad una catapulta. Pero antes exhibid a los prisioneros encadenados delante de las empalizadas. Luego lanzad la cesta. Eso será suficiente -dijo, y se retiró un par de pasos. Vio cómo el centurión le saludaba con la mano en el pecho y cómo se inclinaba para levantar la cesta al tiempo que mantenía su rostro girado para evitar el mal olor.

En un principio Nerón había pensado que todo aquello era innoble; sin embargo, fue la carta de Fabio Máximo la que le persuadió. Para acabar con Aníbal no era bastante derrotar a su hermano, como habían hecho en el Metauro, al norte de Italia, y que el mayor de los Barca lo supiera. No, todos los mercenarios iberos, galos, númidas y africanos debían sentir el oscuro manto de la derrota completa apoderándose de su almas. Campamento general de Aníbal junto a Canusium, noviembre del 207 a.C, finales Aníbal descendió de la empalizada de su campamento. No necesitaba ver más. Los romanos se entretenían haciendo que centenares de galos, iberos y africanos cubiertos de cadenas, muchos de ellos malheridos, pasearan por el exterior del campamento romano. Estaba claro lo que eso significaba: Asdrúbal había sido derrotado. Los romanos habían evitado que sus fuerzas y las de Asdrúbal se unieran. Luego habían acorralado a su hermano y derrotado su ejército. Quizá los romanos habían atrapado a alguno de los mensajeros enviados por él para coordinarse con Asdrúbal.

Aníbal aún rumiaba sobre el tamaño auténtico del desastre en el que había incurrido su hermano cuando una especie de piedra cayó del cielo, apenas a cien pasos de donde se encontraba. ¿Iban ahora a atacar los romanos y empezaban usando las catapultas?

Eso no les conseguiría victoria alguna. Dispersaría a sus tropas hasta que se les agotaran los proyectiles. Pero no cayeron más piedras. Un negro presentimiento rasgó el corazón del temible guerrero. Aníbal sintió un dolor punzante por lo tenebroso de sus pensamientos. No se atreverían a tanto. ¿O sí? Por primera vez desde que empezara sus luchas en Iberia, Aníbal se quedó petrificado. No se había sentido así de impotente desde la muerte de su padre Amílcar junto al Tajo. Vio cómo Maharbal, que le seguía, le adelantaba y se aproximaba hacia la piedra. Aníbal lo vio acercarse primero y luego perderse entre el círculo de soldados africanos curiosos que habían formado un corro en torno al proyectil lanzado por los romanos. De pronto, se escuchó como un grito ahogado procedente de las gargantas de todos aquellos hombres y luego Aníbal vio los rostros de espanto de los que se alejaban, tomando distancia del lugar donde había caído el proyectil, como quien busca distanciarse de una desgracia que no le incumbe. Aníbal presenció

cómo todos los guerreros se iban apartando e incluso impedían que otros se aproximaran murmurando palabras que helaban los rostros de los recién llegados. Sólo Maharbal permanecía arrodillado junto al proyectil. Aníbal se fue aproximando despacio. Primero unos pasos. Luego se detenía. Daba un paso más y volvía a detenerse. Cuando apenas estaba a diez pasos del proyectil Maharbal se levantó y al hacerlo dejó visible lo que parecía ser una manta vieja teñida de rojo de forma irregular, como a manchas. Una amplia pieza de tela que cubría algo… algo que aterrorizaba a todos sus hombres. Aníbal buscó la mirada de Maharbal pero éste, incapaz de mirarle a los ojos, había cerrado los suyos y parecía sollozar del modo más contenido que podía. Aníbal tragó saliva. Sus peores presagios parecían cobrar vida, pero no lo dudó y avanzó un paso, dos, tres, cuatro, cinco, seis, se frotó el rostro con el dorso de la mano derecha, siete, se restregó el ojo sano con el dorso de la otra mano, ocho, inspiró aire, nueve, empezó a agacharse, diez, se arrodilló, tomó la manta y empezó a descubrir aquello que tanto pavor había causado a todos. Con la pesada lentitud del que se sabe curtido por el sufrimiento decidió encarar con decisión aquel horror. Debajo de un pliegue había otro y luego otro, así que al final, tiró con fuerza de la manta para terminar con la tortura de la incertidumbre y, girando, como una piedra redonda, rodó por el suelo la cabeza cortada de un hombre, dando dos, tres, hasta cuatro vueltas y quedar con la faz hacia el cielo, un rostro herido, cortado por varias espadas romanas y podrido por los días de viaje desde el norte, pero pese a las facciones desfiguradas y el rictus hierático de aquella cara, ante sí Aníbal reconoció, con la infinita paciencia del que se sabe dispuesto a sufrir más allá de lo imaginable, el rostro de su amado hermano Asdrúbal. Sólo entonces comprendió Aníbal la auténtica dimensión del desastre que había acontecido junto al río Metauro, donde su hermano se había batido, leal a su causa, a su familia, leal a él, hasta la mismísima muerte. Pero él, Aníbal, siempre enterraba con honor a cuantos generales y cónsules romanos había abatido y cuando los romanos cumplían las leyes de intercambio de prisioneros él también las contemplaba. Había incinerado en enormes piras funerarias los cuerpos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y hasta al propio Claudio Marcelo y, sin embargo, los romanos le devolvían aquellos gestos de nobleza y respeto por sus generales decapitando a su hermano y arrojando su cabeza desde una catapulta. Los hombres temieron la reacción de su general. Algunos oficiales veteranos recordaban aún el grito desgarrador que Aníbal lanzara en Iberia cuando descubrió el cuerpo de su padre muerto en la batalla junto al Tajo y esperaban escuchar aquel temible alarido, pero los segundos pasaban y Aníbal permanecía arrodillado ante la cabeza de su hermano muerto. Al cabo de un minuto de denso y pesado silencio llegó algo más doloroso aún que la muerte y el horror. A los oídos de todos los cartagineses presentes llegaron las risas, carcajada a carcajada, de las crecidas legiones romanas, y si todas aquellas ri-sas atravesaron sus almas, en la cabeza de Aníbal aquellas carcajadas dejaron para siempre la indeleble marca del odio frío y calculador, más allá de la razón y la lógica. Era aquél un odio que sólo se diluiría con sangre vertida en un momento indicado en un momento concreto, allí donde más daño hiciera al hombre u hombres, no sólo que hubieran ejecutado a su hermano sino también a los que hubieran tomado la decisión de tratarlo con aquella vileza aun después de muerto.

Aníbal toma la cabeza de Asdrúbal y la abraza en su regazo y en silencio, sin que nadie oiga palabra alguna, en secreto, ante los ojos atónitos de sus dioses, Aníbal jura que se tomará la más pérfida de las venganzas contra la mente que hubiera elucubrado semejante humillación. Algunos dicen que aquella mañana Aníbal, arrodillado, abrazado a la cabeza de su hermano muerto, lloró, pero otros aseguran que no hubo ni una lágrima vertida por el general en jefe de Cartago: sólo silencio, un silencio largo y espeso que oscureció el día. Un trueno resonó en el cielo y en unos minutos empezó a llover. No una tormenta henchida de relámpagos sino una lluvia fina e intensa que lo empapaba todo pero que a la vez parecía limpiarlo todo: los recuerdos, la memoria, el dolor. Maharbal se acercó a Aníbal y, con tiento, le habló al oído. Aníbal asintió y se levantó.

- Que tras la lluvia tomen leña seca de la que tenemos guardada para las hogueras y en cuanto amaine que levanten una pira funeraria y que en ella quemen la cabeza de Asdrúbal, mi hermano, un gran general de Cartago, un leal a nuestra causa, sangre de mi sangre. ¿Te encargarás de que así se haga, Maharbal?

El interpelado asintió y Aníbal le cedió la manta ensangrentada con la cabeza decapitada de Asdrúbal. Maharbal la tomó como el padre que toma un recién nacido por primera vez: con la misma torpeza y con el mismo cuidado. Aníbal le miró a los ojos y supo que sus órdenes serían ejecutadas como había indicado. Siempre había apreciado tener a Maharbal a su lado, incluso cuando discutieron en el pasado, pero ahora más que nunca, agradecía tener a un noble cartaginés de su capacidad y de su lealtad para apoyarse porque, por primera vez desde que comenzara aquella guerra, Aníbal comprendió

que todos sus planes se habían quebrado y que ahora nadarían contracorriente, enfrentándose a una Roma más vanidosa y henchida por la sangre púnica derramada en el Metauro. Para cualquiera aquel golpe sería definitivo. Para cualquier otro general aquella muerte, aquella cabeza decapitada, significaría el desplome de su espíritu de lucha, pero Aníbal, mientras se alejaba solo, seguido a distancia por su guardia personal, observado por todos los iberos, africanos, númidas y galos de sus tropas, empezó a maquinar la forma de rehacer sus fuerzas, de contraatacar y de mantenerse en Italia, acechando, combatiendo hasta que se le ocurriese la forma de volver a acorralar a los romanos por un lado, y, por otro, discernir la mejor forma de ejecutar su decidida venganza. De su firmeza nacería de nuevo el pavor en Roma, pues alguien que ha sido castigado como había sido castigado él no debería de poder rehacer su ánimo, pero él, Aníbal Barca, pese a todo y pese a todos los romanos, se reharía y con su reacción, que con toda seguridad no encajaría en lo esperado por Roma, la propia Roma tendría un nuevo temor: Aníbal no es un hombre, no se detiene ni ante la muerte ni ante la tortura de su hermano. Sólo entonces entenderán los romanos que con él sólo había ya una paz posible y aquélla pasaba porque o bien Roma se rindiera o bien Roma le aniquilara, pero a él mismo, no a otro hermano, general, amigo o ciudad. Aquel día decidió Aníbal, al tiempo que entraba en su tienda y se sentaba en su butaca cubierta de pieles de león traídas de África, que incluso si Cartago caía derrotada, eso no sería el final de su lucha. Una Roma que combatía de aquella forma no merecía regir el mundo. Él lucharía hasta el final. Sólo los dioses sabían quién sería más fuerte. O quizá ni ellos mismos lo sabían y se entre-tenían contemplando la lucha. Aníbal se sirvió una copa de vino. Los esclavos no habían entrado por respeto. Aníbal levantó su copa en alto y brindó mirando al cielo.

- Espero que disfrutéis, dioses del mundo, romanos y cartagineses, espero, Baal, que encuentres gozo y diversión en este combate porque aquí, desde hace tiempo, sólo se siente el cansancio de la lucha y el sufrimiento por los seres queridos perdidos en combate. Primero mi padre y luego mi hermano. Pero ya no me importa. Ya apenas nada importa. -Bebió de la copa con ansia y vació su contenido. Volvió a servirse y volvió a brindar mirando al cielo-. Sentaos todos, divinas criaturas que regís nuestros destinos, porque aunque penséis que esta lucha entre Roma y yo puede estar llegando a su fin sólo os anuncio algo que puede que os sorprenda: esto no ha hecho más que empezar, esto no ha hecho más que empezar.

Y Aníbal volvió a vaciar su copa. Aníbal miró su mano derecha cubierta de anillos consulares, pero se quedó mirando el anillo de plata y con una turquesa que lucía en su dedo meñique. Era diferente a los demás, de plata y rematado en una piedra que podía abrirse para vaciar el polvo que contenía su interior. Aníbal pensó, por primera vez en su vida, en suicidarse, pero la idea pasó y se fue. Quedaba su hermano Magón. Él debería reemplazar a Asdrúbal y atacar por el norte. El plan no había fracasado por completo, sólo se había detenido. En el exterior la lluvia arreciaba torrencialmente. Llovía sobre los vivos como si todos los dioses de Cartago no hicieran otra cosa que llorar y llorar.

27 Ansia

Tarraco, diciembre del 207 a.C.

Publio estaba en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa del tablinium de su do- mus en Tarraco. Por su cabeza paseaba el recuerdo de aquel correo oficial que trajo la noticia de la muerte de Asdrúbal Barca. Eso debía significar un punto de inflexión en aquella guerra, pero ni Aníbal había abandonado Italia ni él había conseguido desbloquear la situación en Hispania. Era cierto que su hermano Lucio había logrado conquistar la ciudad de Orongis con sus minas, y que Giscón se había retirado, pero Publio sentía que todo estaba en una calma extraña, incierta. Cartago no daba señal alguna de agotamiento y todo apuntaba a que la guerra continuaría como si la batalla del Metauro no hubiera tenido lugar. Aníbal estaba sufriendo ahora en sus propias carnes el derramamiento de sangre de su mismísima familia, como años atrás le ocurriera a él, a Publio, cuando padeció la muerte de su padre. y de su tío a manos del propio Asdrúbal Barca. ¿Cuántos más habrían de morir en uno y otro bando hasta que o bien el Senado de Roma o bien el Senado de Cartago dieran su brazo a torcer? Publio tenía la imprecisa sensación de estar perdiendo perspectiva sobre los orígenes o sobre el fin último de aquella contienda que estalló cuando él tenía apenas diecisiete años y que a sus veintiocho años, con decenas de miles de soldados muertos por ambas partes, seguía dilatándose en el tiempo.

- ¿Es cierto lo del decapitamiento de Asdrúbal? -Emilia le hablaba detenida en el umbral del tablinium, su pequeña y delgada figura asomando entre la pared y la cortina que separaba el despacho del atrio. No había tenido tiempo para compartir con ella detalles, como era su costumbre, sobre los últimos informes de Roma desde su llegada del sur. Publio levantó la mirada de los mapas pero no dejó de apoyarse sobre la mesa con las manos.

- Eso parece.

- No creo que haya sido buena idea, cebarse así con el hermano de Aníbal, es decir -y Emilia dudó antes de añadir algo más-, incluso si fue el que mató a tu padre y a tu tío.

- Un error, sí-confirmó Publio con seriedad-. Yo no lo habría hecho. Se equivocan en Roma. Además, Asdrúbal abatió a mi padre y mi tío en batalla. Aquí le han cortado la cabeza después de muerto y arrojarla al campamento de Aníbal no hará sino enfurecer al general cartaginés. La verdad es que prefiero estar ahora en Hispania y saber que así

sabrá él que nosotros no tenemos nada que ver con lo de su hermano.

- ¿Cómo crees que habrá reaccionado? -preguntó Emilia. Publio meditó su respuesta y frunció el ceño. -No lo sé, pero estoy seguro de que intentará averiguar quién es el culpable e irá a por él. Yo lo haría.

- Dicen que fue Nerón -apostilló Emilia.

- Sí. -Publio dejó de apoyarse sobre la mesa y se sentó en una butaca; Emilia seguía en el umbral-. Sí, puede que le tuviera ganas desde que Asdrúbal lo engañó en Hispania y se le escapara de aquel desfiladero, pero no me encaja. Es algo demasiado retorcido ahora hablaba ensimismado, como si nadie le escuchara-… demasiado retorcido para ser idea de Nerón… pero no es nuestro problema y la guerra transforma a la gente y llevamos tantos años de guerra…

Emilia sintió que era como si Publio hablara de sí mismo sin saberlo. Desde que había llegado del sur apenas habían hablado. Publio sólo parecía tener tiempo para sus oficiales, para asegurar los suministros de las tropas para el invierno, para organizar los planes de una nueva campaña… Era como si tuviera prisa por acabar con todo aquello y la única forma que hubiera encontrado era la de preparar una gran campaña final contra Giscón. Emilia estaba algo asustada, pero no sabía cómo decírselo a su marido, no sabía si decírselo a su marido.

- ¿Cómo va todo? -preguntó al fin en voz baja. Publio enfocó con sus ojos la silueta de su mujer. Era como si viniera de algún lugar lejano.

- Bien. Bien. Voy a mandar a Lucio a Roma con el botín de Orongis y con los prisioneros cartagineses. El Senado debe ver que aquí conseguimos avances, pese a que dejara que Asdrúbal se escapara por el norte cuando aún no teníamos refuerzos suficientes, y además necesito a Lucio en Roma para que me informe de las maniobras de Fabio Máximo en el Senado. Y luego he de organizar un ataque frontal contra Giscón. Esto dura demasiado. Llevamos tres años en Hispania y el objetivo es África. -Aquí Publio se aceleraba al hablar-. África. Todo este tiempo en Hispania nos distrae de lo realmente importante.

Emilia sentía que estaba molestando a su marido, pero el miedo le hacía ser aún más inquisitiva.

- Si envías a Lucio a Roma, ¿contarás con Lelio en la próxima primavera?

Publio la miró con intensidad. Emilia bajó la mirada.

- No -dijo el general romano con dureza. Emilia hizo ademán de irse y Publio se sintió mal con respecto a su mujer, así que completó su seca respuesta con algunas palabras en tono más suave-. No debes hacer caso de mis modales, Emilia. Estoy cansado y nervioso. Quiero terminar con esta guerra y quiero hacerlo pronto. Tú misma me hiciste jurar que acabaría con ella lo antes posible y en ello estoy, para que nuestro hijo no tenga ya que enfrentarse a Aníbal, para que no herede de mí lo que yo recibí de mi padre y de mi tío. Con Lelio no contaré, al menos no en primera línea, porque está extraño, lejano, desde que se enfrentara conmigo en Baecula y, hasta cierto punto, que Asdrúbal llegara a Italia le da parte de razón, aunque sigo pensando que hicimos bien en no seguir a Asdrúbal porque no teníamos bastantes tropas, pero eso es ya el pasado. Tengo a Silano y a Marcio, y a Terebelio, y a Digicio y a Mario. Todos ellos excelentes tribunos y centuriones. Y leales. Con ellos puedo dirigir la campaña de primavera. Emilia pensó en defender a Lelio y en interceder por él para que el enojo de su marido se redujera. En el fondo de su alma, Emilia estaba segura de que sin Lelio la victoria final sería imposible, pero estaban enfadados el uno con el otro por una estúpida discusión y el orgullo de ambos parecía haber levantado una muralla insalvable para todos. Una muralla que se mantenía como si alguien la alimentara en secreto, pero Emilia no entendía quién podía querer una cosa así y menos aún por qué. Emilia asintió y cubrió

su rostro con una sonrisa. Su pequeña silueta desapareció tras la cortina. Publio se quedó sentado, contemplando los mapas, mientras su mente intentaba decidir cuál sería el enclave perfecto donde librar una batalla campal contra Giscón. Estaba ahito de luchar y luchar sin fin. Sus ojos se detuvieron sobre la localidad de Ilipa. Tenía prisa. Hispania le alejaba de África. Prisa. Ansia.

28 Un astuto consejo

Gades, Hispania, diciembre del 207 a.C.

Giscón, sentado frente a su tienda, meditaba. No estaba contento, pero tampoco se sentía derrotado. Orongis había caído y los iberos reclutados por Magón y el ejército del general Hanón habían sido masacrados por los romanos. El propio Hanón había sido apresado y en esas fechas ya debía de estar cubierto de cadenas en el fondo de alguna quinquerreme enemiga camino de Roma. Giscón sonrió. Eso por imbécil. Recién ascendido a general y recién llegado a Hispania, el impetuoso Hanón creía que acabar con el nuevo general romano era cosa de niños. Giscón dejó de sonreír. Eso sí, Magón, como su hermano mayor, se las ingeniaba bien para sobrevivir y escapar. Algo que no había conseguido su otro hermano, Asdrúbal. La derrota del Metauro era un duro revés para Cartago, pero era aún mucho peor para los Barca. Aníbal acababa de perder a uno de sus dos hermanos, los únicos generales en los que Aníbal confiaba realmente, junto con Maharbal. Pero Cartago era más que los Barca. Para empezar, estaba él mismo: Giscón. Pronto los romanos comprenderían que debían temer no sólo por Aníbal, sino por otro general púnico. Con Asdrúbal Barca muerto, su ejército aniquilado, con Magón retirado y casi sin tropas y con Hanón prisionero de los romanos, la lucha contra el joven Escipión en Iberia era cosa suya. Sin embargo, Giscón tenía dudas. Había recibido noticias de Cartago. El Senado púnico estaba dispuesto a realizar nuevas levas y enviar más tropas de refuerzo, esta vez ya sólo bajo su mando, pero aun así eso podía no ser suficiente para enfrentarse con un general romano que cada vez contaba con más y más apoyos entre los iberos. El general cartaginés Asdrúbal Giscón decidió hacer lo que hacía siempre que estaba confuso. Se levantó y fue directo en busca de la tienda de su hija. Sofonisba le recibió envuelta en una fina túnica de lana blanca de Tarento inmaculada que constrastaba con el tono oscuro de su suave piel. Llevaba el pelo negro largo, recién peinado, liso, brillante. En el brazo izquierdo lucía la preciosa alhaja de oro y rubíes en forma de larga serpiente cobra retorciéndose alrededor de su piel. Masinisa estaría contento si la viera, pero Giscón sabía que su hija sólo se la ponía en privado y que en público, especialmente si el númida Masinisa iba a estar presente, nunca se ponía aquella joya. La joven gozaba aceptando los regalos del joven líder de los maessyli para luego despreciarlos en público. Gozaba torturándole.

- Mi padre busca consejo -dijo Sofonisba con una sonrisa de satisfacción mientras se estiraba entre los almohadones del suelo de la tienda donde yacía medio tumbada, medio sentada-. Me alegro, porque es tan aburrido estar aquí… sola…

- ¿Cómo sabes que busco consejo?

- Porque, querido padre, sólo vienes a reñirme si me he exhibido en exceso delante de tus soldados o cuando buscas consejo. Y hoy no he salido. Estaba perezosa. Montar a caballo, el polvo de los caminos… demasiado esfuerzo.

Giscón se sentó en una pequeña silla frente a su hija.

- Sea. Busco consejo.

Sofonisba se incorporó y se sentó recta sobre los almohadones esparcidos por el suelo de la tienda. -Te escucho, padre.

Giscón la miraba. Siempre se sorprendía de volver allí, a comentar a una joven de apenas diecinueve años, sus planes, sus dudas, pero Sofonisba, desde siempre, desde que era una adolescente, parecía tener un don para dar consejos, no importaba de qué se tratara, de estrategia militar o de política y su padre, hombre pragmático donde los hubiera, no tenía reparos ni sentía vergüenza en acudir a ella en busca de alguna idea. Y casi siempre salía de aquella tienda con alguna nueva forma de encarar sus problemas de la guerra, con algún plan en el que no había pensado. Así que Giscón descargó en su jovencísima hija todos los datos sobre la guerra con los romanos en Iberia: las legiones de las que disponía el general Escipión, el reciente desastre de la derrota de Hanón y Magón, la posibilidad de recibir más refuerzos de Cartago, la creciente popularidad del general romano entre los iberos…

- No hace falta que sigas, padre -le interrumpió Sofonisba al tiempo que se reclinaba de lado sobre los almohadones y se miraba distraída la valiosa joya regalo de Masinisa-. Está muy claro lo que debes hacer.

Giscón la miró incrédulo. Estaba acostumbrado a las burlas de su hija y a su constante aire de superioridad. Se lo tenía consentido y eso no le molestaba, pero lo que no veía era qué pudiera haber tan claro en todo aquello que él no acertara a detectar con tanta rapidez. Sofonisba continuó hablando. Sabía que su padre, como todos los hombres, como los niños, necesitaban que lo evidente les fuera explicado despacito.

- Tenías superioridad numérica frente al general romano, pero poco a poco la habéis ido perdiendo: primero se marchó Asdrúbal con gran parte del ejército, para hacerse matar en Italia, luego Magón y Hanón han mostrado su incapacidad y han perdido innumerables tropas, tú, padre mío, al menos, con tu cautela has preservado a gran parte de tu ejército y sobre eso debes fundamentar nuestra victoria. Pero es cierto que el romano es listo y ha sabido granjearse el favor de muchos de los pueblos iberos. Estáis igualados en tropas, aunque con las nuevas levas quizá le superes de nuevo, pero está claro que necesitas lo que él ha conseguido, padre.

Y Sofonisba calló. Giscón levantó las palmas de las manos hacia arriba y como su hija seguía distraída regocijándose en el brillo de su precioso brazalete, Giscón no tuvo más remedio que insistir.

- ¿Y qué es lo que necesito?

- Necesitas, padre, más iberos. Tendrás igual o más soldados africanos que legionarios tenga él, pero no puedes permitirte presentarle batalla sin conseguir refuerzos de los iberos. Necesitas más iberos.

- Bien, eso ya lo había pensado yo -dijo un irritado Giscón, aunque no fuera cierto que hubiera concluido que ése pudiera ser su punto más débil-. La cuestión es cómo conseguir esos iberos.

Sofonisba le miró levantado las cejas y suspirando, como quien se esfuerza en ser infinitamente paciente. -Pídeselos a Imilce, padre. Giscón frunció el ceñó y guardó silencio. Sofonisba apostilló unas palabras más.

- Llevas años cuidando de ella. Que te sea útil al menos una vez en su vida. Imilce es la esposa de Aníbal, Imilce es una princesa ibera, la hija del rey de Cástulo, o de eso se jacta. Si haces que les pida ayuda a sus padres, sus padres no se negarán. Tú no me niegas nada. Seguro que sus padres tampoco, si no por amor a su hija, por temor a ti y, si no, por un temor aún mayor.

Giscón la miró inquisitivo.

- Por temor a Aníbal -concluyó Sofonisba divirtiéndose al ver cómo aquellas palabras herían el amor propio de su padre. Pero Giscón era diestro, a fuerza de experiencia, en encajar las cada vez más hirientes indirectas de su hija sobre su menor valía con respecto a Aníbal. Lo fundamental era que Sofonisba, una vez más, tenía razón. Asintió y, sin decir más, se dirigió a la puerta de la tienda. Sofonisba se levantó entonces de un respingo, como una leona que teme un peligro inminente.

- Padre -dijo, y Giscón se detuvo sin volverse-, mis últimas palabras eran una broma. Pero sé que compararte con Aníbal es de las pocas cosas que te mueven a ser más valiente. Giscón se volvió hacia ella y afirmó con la cabeza con una expresión algo más relajada. Sofonisba se quedó tranquila. Su padre salió y la dejó de nuevo a solas. La joven regresó a sus almohadones. Debía controlar sus ataques de desdén. A veces tenía miedo de tensar demasiado la cuerda.

Imilce escribía bajo la atenta mirada de Giscón. El general había insistido en que aquellos refuerzos eran fundamentales. En un principio, la joven princesa ibera pensó en resistirse, pero no veía con qué podía argumentar no pedir la ayuda que el general cartaginés le pedía. Giscón insistía en que pidiera aquellas tropas en nombre de Imilce y en nombre de su marido, Aníbal. La joven, al igual que Giscón, sabía que de ese modo sus padres no se negarían y enviarían a sus mejores guerreros y no sólo eso, sino que reunirían hombres de todas las ciudades y pueblos de alrededor. Lo harían por ella. Quizá todo fuera para bien. A lo mejor, aquellos refuerzos, junto con todas las tropas de los cartagineses, consiguieran al fin derrotar al joven general romano, como antaño hicieran, e Iberia estaría libre de los romanos, sometida a los cartagineses, eso sí, pero con su ciudad protegida por la alianza entre ella y su más poderoso general. Y, sin embargo…

cuando Imilce alargó la mano con aquella tablilla de cera y vio cómo el general Giscón la tomaba en su mano, Imilce sintió miedo.

- Si no responden como deben lo pasarás mal.

Imilce no dijo nada. Se limitó a ver cómo el general salía de su tienda. De su cárcel. Imilce no temía por ella. Sabía que sus padres responderían con todo lo que pudieran y aún más. Traerían caballos, suministros, armas. Imilce temía por ellos, por todo su pueblo. Tenía la extraña sensación de no haber escrito una simple carta, sino de haber redactado una sentencia de muerte.

29 Algo peor que la muerte

Canusium, Italia, diciembre del 207 a.C.

El frío del invierno se hacía sentir por todo el campamento. Aníbal salió de su tienda y se acercó a una de las grandes hogueras que sus hombres habían encendido para calentarse durante el amanecer mientras se distribuía el desayuno. Al aproximarse Aníbal, el grupo de africanos e iberos que se habían arremolinado en torno a la gran hoguera se distanció de la misma para dejar un espacio prudencial entre ellos y su general en jefe. La dura figura de Aníbal se recortaba entre el resplandor trémulo de las llamas, proyectando una larga sombra sobre la tierra de Canusium. El sol no había despuntado, de modo que el fulgor de las llamas era aún intenso. En otro momento, la mayoría de los soldados que se habían apartado para dejar sitio a su general, habría ido a buscar el calor de otra hoguera, pero en aquellos días de incertidumbre y dolor parecían encontrar más abrigo en observar la resuelta silueta de Aníbal, firme y sereno, frotándose las manos ante los leños ardiendo. Sólo uno de entre todos aquellos hombres se atrevió a aproximarse al gran líder. Maharbal dio varios pasos hasta situarse junto al general, pero siempre guardando un par de pasos de distancia.

- Nerón nos ha enviado a dos de los nuestros, dos soldados que estuvieron en el Metauro. Supongo que quiere que nos cuenten lo que pasó para… -Maharbal se detuvo, pero Aníbal concluyó la frase sin dejar de mirar al fuego.

- Para que sepamos lo completa que ha sido nuestra derrota en el norte, ¿no es eso? Y se volvió a mirar a su lugarteniente.

- Supongo que eso será. ¿Por qué si no liberar a dos de los nuestros? También nos hemos enterado de que Crispino, el cónsul que acompañaba a Marcelo en Venusia, ha muerto por las heridas de aquella batalla. -Maharbal añadió aquellas palabras con la esperanza de proporcionar alguna información que reconfortara a su general. Aníbal se giró de nuevo hacia las llamas y asintió antes de hablar.

- Eso son buenas noticias, pero ahora lo importante son los mensajeros de los que me has hablado. Que los traigan. Poco importa lo que tengan que añadir. Nada será ya peor de lo que hemos visto y -de pronto el tono de Aníbal dejó de ser monocorde, cansado y se tornó en un timbre vivo, intenso-… y es posible que averigüemos alguna cosa interesante. Maharbal empezó a retirarse confuso. Conocía bien el timbre resuelto que acababa de escuchar y le había extrañado descubrirlo cuando el general debía estar aún completamente abatido por la muerte de su hermano y, en especial, por la forma de su muerte.

¿Qué esperaba averiguar el general hablando con aquellos hombres? Si Nerón los enviaba no sería sino para acrecentar más su dolor. Quizá fue la noticia de la muerte de Crispino la que a fin de cuentas le había animado algo. La voz del general se dirigió a él desde la hoguera.

- ¿Son africanos, iberos o galos… los prisioneros? -preguntó Aníbal.

- Africanos, mi general.

- Bien. Siempre serán más de fiar que los iberos o los galos.

Maharbal atravesó el campamento envuelto en sus reflexiones. En la puerta principal se encontró con los dos prisioneros africanos. Ordenó que le siguieran. Los cautivos recién liberados caminaron cabizbajos entre las miradas de repulsa de los veteranos de Aníbal. Sabían lo que pensaba cada uno de aquellos experimentados guerreros: «Llevamos aquí once años resistiendo a los romanos y vosotros caéis en el primer combate,

¿ahora qué haremos sin refuerzos?, ¿ahora qué haremos?»

Los dos africanos caminaban con cierto esfuerzo, pues ambos estaban heridos, uno en un costado y el otro en una pierna. Los médicos romanos les habían cosido las heridas de forma rápida y desinteresada. Sólo les preocupaba que sobrevivieran unas horas, las justas para transmitir su mensaje de horror. Lo que les pasara luego les traía sin cuidado. Agotados, llegaron frente a Aníbal.

El sol había nacido y cabalgaba sobre el horizonte mientras la hoguera estaba moribunda tras el general. Aníbal examinó a aquellos soldados: ambos estaban tatuados en brazos y piernas, siguiendo la costumbre de los soldados de su patria, y, de igual forma, de acuerdo con lo habitual en los ejércitos africanos, vestían una larga túnica blanca que abrochaban con un cinturon del que ya no colgaba arma alguna; las cabezas rapadas dobladas hacia el suelo ocultaban la tradicional pequeña barba común en aquellas unidades. Eran hombres que aún preservaban su origen, muy distintos a sus propias tropas africanas quienes, de tanto batallar en Iberia primero y luego en Italia, calzaban y vestían con una amalgama de ropas y armas de ataque y defensa producto de los botines de pasadas victorias. Aquellos derrotados le recordaron de golpe a Aníbal que existía una lejana patria que se llamaba África, pero no había tiempo para la melancolía.

- Decidme lo que ocurrió.

Los dos soldados se miraron entre sí. Al fin, el mayor, de unos cuarenta años, el que estaba herido en el costado, inició el penoso relato, que transmitió de forma entrecortada, pues la herida empezaba a sangrar de nuevo y parecía faltarle la respiración.

- Al principio fue bien, mi general… nuestra falange de africanos, de africanos e iberos, estaba doblegando a los romanos en su flanco izquierdo… y eso que eran más que nosotros, pero… los galos… los galos, los ligures no intervenían apenas… luego dijeron que el terreno era rocoso, complicado… se ve que un general romano, Nerón, eso dicen… estaba frente a los galos y al ver que no había apenas combate en esa zona… se llevó parte de sus hombres y rodeó sus propias tropas por la retaguardia… llegó entonces hasta nuestra falange derecha, la que avanzaba y nos atacó por el costado y por detrás… nos masacró y quisimos retirarnos pero los galos no ayudaban… luego todo fue un desastre… cayeron millares… todo el ejército está perdido, muerto, hecho prisionero o en huida por el norte…

El soldado se detuvo y se dobló hacia delante con la mano en el costado. Aníbal le miró atento. La túnica de lana blanca estaba empapada de sangre roja fresca. Aquel hombre no fingía su dolor.

- ¿Y mi hermano? -preguntó Aníbal.

El soldado más joven fue a responder, pero el veterano se había recuperado e irguiéndose retomó el relato.

- El general Asdrúbal Barca luchó con gran valor, mi señor. Estuvo combatiendo en todo momento y en varias ocasiones consiguió rehacer nuestras líneas, pero cuando todo estaba perdido no quiso huir… se adentró cabalgando al galope contra las filas romanas… eso es lo último que vimos de él hasta…

Aquí el soldado interrumpió la narración, pero no porque le faltara el resuello.

- ¿Hasta…? -inquirió impaciente Aníbal.

Esta vez el joven tomó el testigo con rapidez.

- Hasta el día después, mi general. Los romanos nos agruparon a todos los prisioneros y vimos cómo al amanecer del día siguiente traían el cuerpo de Asdrúbal, del general quiero decir, y lo dejaron delante de nosotros. Su cuerpo estaba atravesado por un montón de flechas y una lanza. Lo dejaron allí, delante de nosotros para que supiéramos lo que le había pasado…

- Pero no se atrevían a tocarlo, mi general -irrumpió el soldado veterano con vigor renovado-. No sabemos por qué. Yo creo que no sabían qué hacer con él. Así hasta el mediodía. Luego llegaron unos mensajeros de Roma y uno de los cónsules regresó junto al cadáver y ordenó que le cortaran la cabeza. Eso es lo que pasó. No pudimos hacer ya nada. Lo siento mucho, mi general, lo siento…

Y el soldado veterano volvió a llevarse la mano al costado para intentar reducir la hemorragia a la vez que se arrodillaba y repetía con insistencia sus últimas palabras.

- Lo siento, mi general… lo siento… lo siento de veras…

El guerrero más joven no comprendía bien aquello, pero pensó que era mejor imitar lo que su compañero más experimentado estaba haciendo y también se arrodilló y añadió sus disculpas a las de su compañero.

- Lo siento también yo, mi general. Aníbal se dirigió al veterano.

- ¿No tocaron el cuerpo de mi hermano hasta que llegaron los mensajeros de Roma?

¿Es eso exacto, soldado? Piénsalo bien, necesito la verdad en ese punto, la necesito por Baal, Tanit y todos los dioses. Piénsalo bien.

El soldado veterano calló un instante y, al fin, levantando la mirada se dirigió al general.

- Eso fue lo que ocurrió. Tal y como lo hemos contado. Y volvió a bajar la cabeza. Aníbal se giró una vez más hacia la ya inexistente hoguera. El sol iluminaba el mundo. La vida seguía como si no hubiera pasado nada, cuando todo ya había cambiado. El general en jefe de las tropas cartaginesas inspiró y exhaló aire profundamente. Habló sin mirar a nadie, de pie, con sus ojos cerrados hacia el sol.

- Que se lleven a estos hombres y que se les curen esas heridas. Los dos guerreros se retiraron casi de rodillas dando gracias y pidiendo perdón, solapándose sus voces una con otra. Maharbal se dirigió a Aníbal con un tono de abatamiento completo.

- Ahora ya estamos seguros de que la derrota ha sido absoluta. Eso es lo que Nerón quería y no hemos aprendido nada más. Los hombres, sobre todo el veterano, parecían sinceros.

Aníbal le hizo un gesto con la mano a su lugarteniente y se encaminó a su tienda. Una vez en el interior, lejos de las miradas de todos, el general se sentó en su gran butaca de madera de pino cubierta de pieles de lobo y se permitió un suspiro y un gesto de enorme decepción. Maharbal comprendió que el general no quería que los soldados le vieran así. Fue, no obstante, tan sólo cuestión de unos segundos, pues, al instante, el semblante de Aníbal se tornó adusto y grave, preocupado pero con un remanente de rebeldía, unas gotas de resistencia que alimentaban el ánimo más allá de la desesperación y el agotamiento. Cuando Aníbal empezó a hablar, Maharbal entendió mejor que en ningún otro momento de su vida junto a aquel hombre, por qué Aníbal era quien era, por qué la todopoderosa Roma había estado de rodillas ante él y por qué aún no había nada decidido.

- Hemos perdido una batalla, Maharbal, no la guerra. Los romanos están satisfechos. Es lógico. Ha sido una gran victoria para ellos y una terrible y especialmente dolorosa derrota para nosotros, para mí, pero a medida que el tiempo dilate nuestra retirada, cada día que pase en el que permanezcamos en Italia será un día más que sumar a la angustia desbordada que ya han vivido los romanos. La angustia acumulada produce efectos devastadores. Asdrúbal ha caído, eso es cierto, pero queda Magón en Hispania; incluso queda el ambicioso Giscón. Aún quedan generales y recursos. Aún queda guerra. Los romanos han conseguido alargar la lucha, pero están impacientes por concluir la pugna. A diferencia de ellos, yo ya no tengo prisa alguna. Antes sí. Hubo un momento en que pensé que una guerra rápida sería lo mejor, pero ahora el tiempo, la prolongación de la guerra, juega a nuestro favor. Buscaremos un refugio en el sur y una vez más esperaremos refuerzos, asestando golpes aquí y allá. Mientras la guerra sea en sus tierras, son éstas las que se quedan baldías, son sus granjas las que esquilmamos, son sus ciudades las que sufren los asedios, son sus aliados los que deben decidir a cada momento si siguen leales o ceden a nuestros ataques. -Aníbal había hablado como un torrente. Se frenó un segundo y respiró un par de veces antes de continuar-. Además, yo creo que sí hemos aprendido de las palabras de esos hombres algo más allá de la intención de Nerón. Maharbal no dijo nada pero abrió los ojos inquisitivo. Su general no dudó en complacer su curiosidad.

- Ahora, sólo ahora, Maharbal, sabemos, sé que no fue Nerón quien ideó la decapitación de mi hermano. No, no me mires con ese gesto de incredulidad. Sé lo que piensas: que Nerón estaba resentido contra mi hermano porque éste se le escapó de aquel desfiladero en Hispania, es cierto, es posible, pero si un hombre se deja llevar por su resentimiento actúa al momento; si Nerón hubiera sido el que quería humillar y vejar el cuerpo de mi hermano habría cortado la cabeza de Asdrúbal nada más localizar su cadáver. Pero ahora sabemos que no fue así, sabemos que pasó un día entero y que sólo después de que llegaran mensajeros de Roma se actuó en ese sentido. Alguien, Maharbal, alquien ordenó a Claudio Nerón, cónsul de Roma, que cortaran la cabeza de mi hermano y que la arrojaran contra nuestro campamento en Canusium.

Maharbal empezó a asentir, pero en su faz todavía se leía cierta duda.

- ¿Pero quién puede dar órdenes a un cónsul? -preguntó Maharbal-, ¿el Senado?

- Podría ser… podría ser… a un cónsul cualquiera, en un momento difícil, es posible, pero no a un cónsul que acaba de conseguir una enorme victoria. No, sólo hay un hombre en Roma con el ascendente suficiente para poder ordenar una felonía tan humillante como decapitar a un general enemigo y catapultar su cabeza para que la vea su hermano. Sólo alguien que ha sido cónsul en multitud de ocasiones e incluso dictador de Roma, sólo quien declaró esta guerra en nuestro Senado de Cartago, sólo alguien así de osado puede atreverse a tanto y sólo hay alguien tan poderoso y retorcido en Roma.

- Quinto Fabio Máximo -concluyó con certidumbre Maharbal.

- Quin-to-Fa-bio-Má-xi-mo -repitió sílaba a sílaba Aníbal Barca. El silencio que siguió fue tenso. Maharbal consideró con tiento sus palabras.

- Podríamos intentar ordenar un ataque contra él, como hicimos contra el cónsul Marcelo, pero Máximo apenas sale ya de Roma y en la ciudad siempre va muy protegido. He oído que su mansión en las afueras es una auténtica fortaleza.

Aníbal asentía despacio.

- Pero eso no importa pues no es su muerte lo que busco, eso no me satisfaría: asesinar un anciano es abreviar el sufrimiento intrínseco que lleva consigo la vejez. No, esa lenta muerte de la edad se la dejo para que la disfrute con deleite. No, Maharbal, hemos de buscar algo que le duela a Fabio Máximo aún más que su propia muerte. Maharbal empezó a entender el razonamiento de su general.

Aníbal y su segundo en el mando hablaron largo y tendido aquella mañana. Nadie les molestó durante tres horas.

30 Voti damnatus, voti condemnatus

Campamento romano próximo a Tarraco, diciembre del 207 a.C.

En la penumbra de una tienda militar, al amparo de la tenue luz de una vela, Cayo Lelio, tumbado en un lecho de paja cubierto de pieles de oveja, acariciaba el pelo lacio, largo y suave de su fiel esclava egipcia. La respiración sosegada de la muchacha le apaciguaba el mar turbulento de sentimientos en el que su alma parecía zozobrar. Se había pasado la mayor parte de aquella campaña residiendo en el campamento en lugar de en Tarraco. No era querido en el frente. Publio prescindía una y otra vez de sus servicios y, tal y como se desarrollaban los acontecimientos, con las brillantes victorias de Lucio, el hermano del general, y de Silano, el nuevo tribuno incorporado a las tropas de Hispania con los refuerzos que Lucio sí pudo conseguir, estaba claro que el general no precisaba de su ayuda para nada. Era curioso. Aquello desmontaba por completo el argumento que Fabio Máximo utilizara para intentar quebrar su lealtad a los Escipiones. Máximo insistió una y otra vez en que las grandes victorias de Publio se debían a su intervención, como el rescate de su padre en Tesino o la toma de Cartago Nova, pero Lelio había analizado las cosas desde aquella conversación con el viejo cónsul y senador de Roma. No, Publio era el auténtico estratega y no necesitaba ni de su ayuda ni de la de nadie. Publio sólo precisaba de tropas y de oficiales leales. Con eso conseguiría todos sus objetivos. Seguramente por eso Máximo le temía tanto. Quedaba la nueva campaña de la próxima primavera. Publio buscaba un enfrentamiento definitivo con las tropas de Giscón y Magón. Tenía prisa por salir de Hispania. Lo presentía. Publio seguía hechizado con su idea, con la idea de su padre y de su tío de llevar la guerra a África. Una locura según todos. Él… él mismo ya no sabía qué pensar. Publio se había mostrado acertado en muchas cosas. Quizá también tuviera razón en eso. Quizá no y, si así fuera, conduciría a la muerte, a la aniquilación total, a cuantos le siguieran y, si esa circunstancia se daba, él estaría allí, en los barcos que navegaran hacia África, siempre siguiendo a Publio, siempre con él. Netikerty se movió. Se estiraba para tomar una manta y tapar su cuerpo desnudo. Aquello le distrajo. Netikerty. La dulce Netikerty. Había estado haciendo el amor con ella toda la tarde. Estaba exhausto. Netikerty era lo único que le quedaba en la vida que le daba fuerzas. Nunca pensó que padecería tanto con el distanciamiento de Publio, pero le dolía hasta el infinito. Él sólo quiso manifestar que dejar pasar a Asdrúbal Barca hacia la Galia era un error y que el Senado lo usaría contra el propio Publio. Era cierto que cuando lo dijo había bebido demasiado y que se puso en contra del propio Publio en público, delante del resto de los tribunos, centuriones y legionarios. Ahora, todo aquello estaba superado por los recientes acontecimientos: con Asdrúbal Barca muerto, que Escipión le hubiera dejado pasar ya no parecía tan importante. Fue un error enfrentarse a Publio en público, pero el general ni siquiera vino luego a interesarse por él. Nunca. Desde entonces sólo distanciamiento. Había pensado en disculparse él, pero su orgullo se lo impedía y parecía que Publio tenía a su vez el orgullo de los patricios. Ahora, irónicamente, estaba condenado a defender la vida de alguien que apenas le hablaba, de alguien que ya no contaba con él para nada de auténtico valor. Voti damnatus, voti condemnatus. Y lo más curioso de todo es que ahora, lo único que le congraciaba con la vida, la dulce, hermosa y siempre dispuesta Netikerty, era algo que le había proporcionado Quinto Fabio Máximo.

LIBRO IV LA CONQUISTA DE HISPANIA

206 a.C.

Fortunam insanam esse et caecam et brutam perhibent philosophi Saxoque instare in globoso praedicant volubilei, Quia quo id saxum impulerit fors, eo cadere Fortunam autumant, Insanam autem aiunt, quia atrox, incerta instabilisque sit, Caecam ob eam rem esse iterant quia nil cernat quo sese adplicet; Brutam quia dignum atque indignum nequeat internoscere.

Marco Pacuvio

[La diosa Fortuna es loca, ciega, irracional, dicen los filósofos. Nos la presentan encima de un globo pétreo móvil; dicen que viene a caer allí donde el azar impele al globo de piedra. Dicen que es loca porque es cruel, incierta y mudable; añaden además que es ciega porque no ve adonde se dirige; irracional porque no sabe distinguir al que es digno del que es indigno de ella.]*

* Déla tragedia Paulo del escritor Marco Pacuvio, contemporáneo de Escipión el Africano; traducción de Manuel Segura Moreno, ligeramente modificada por el autor de esta novela. Texto recogido en Manuel Segura Moreno (1989), Épica y tragedias arcaicas latinas, Granada, Universidad de Granada.

31 Ilipa

Primavera del 206 a.C.

Campamento general romano

Faltaban aún dos horas para el amanecer, pero Publio Cornelio Escipión ya había desayunado y sus hombres debían de estar terminando. El general observaba el movimiento de los legionarios yendo y viniendo con los preparativos que había ordenado. Lelio no estaba con ellos. Una vez más había dispuesto otra tarea para él: entrevistarse con el rey Sífax de Numidia, mientras él y Silano reclutaban tropas iberas en ruta hacia al sur para enfrentarse a Giscón; pero el encargo de entrevistarse con Sífax era una misión importante aunque la mirada de decepción con la que Lelio recibió aquella orden mostraba a las claras que el veterano tribuno no lo percibía así. Publio quería ir preparando el camino para la guerra en África. Puede que Giscón le derrotara aquella mañana, pero si no era así y él vencía, tenía que ir poniendo en marcha todas las alianzas necesarias en África. Luego, con el seguro enfrentamiento en el Senado de Roma, no tendría ni el tiempo ni las manos tan libres para establecer esas negociaciones. Los dioses decidirían al final del camino si estaba acertado o equivocado.

Publio sostenía aún su cuenco donde había terminado su doble ración de gachas de trigo con leche de cabra. También había tomado carne de jabalí seca y queso y pan y había sido meticuloso en dar instrucciones para que todos, desde los tribunos hasta el último de los legionarios de la infantería ligera, comiera un desayuno similar. Necesitaba hombres fuertes y bien nutridos, en especial aquel día. Llevaban una semana en aquellas lomas que los iberos de la región denominaban Pelagatos, acampados frente al cuartel general de las tropas cartaginesas concentradas por Giscón en las proximidades de Ilipa. Varios días en los que no pasaba nada que pudiera hacer avanzar la contienda de Hispania. A media mañana, Publio hacía salir a sus soldados, con las legiones en el centro y los aliados iberos en las alas y, como respuesta, Giscón hacía salir a sus soldados púnicos, también en el centro, y en las alas sus mercenarios hispanos. Ambos generales situaban sus respectivas fuerzas de caballería detrás de la infantería de cada ala, y a esto Giscón añadía unos pocos elefantes, insuficientes para desequilibrar un posible combate, en ambos extremos de su formación, pero luego no pasaba nada. Los ejércitos permanecían el uno frente al otro durante el resto del día sin que ocurriera nada. Eso iba a cambiar con el nuevo amanecer. Los legionarios estaban terminando el desayuno y empezaban a salir hacia el exterior del campamento. Primero cada manípulo formaba en la calle central o principia, justo frente al gran praetorium, bajo la atenta mirada de su general, para luego girar noventa grados hacia la derecha y encaminarse hacia la porta principalis dextera. Escipión había conseguido reunir unos cuarenta y cinco mil hombres, al sumarse a sus cuatro legiones diversos contingentes de tropas iberas, en su mayo-ría guerreros de infantería, pero también un regimiento de quinientos jinetes hispanos. Sin embargo, los cartagineses habían podido sumar hasta setenta mil hombres al reunir las tropas de Giscón junto con las nuevas levas llegadas de África y un elevado número de hispanos llegados de todas aquellas poblaciones donde el poder púnico aún ejercía una notable influencia, muchos procedentes de Cástulo.

Publio estiró su mano y un calón le retiró el cuenco vació y lo sustituyó por un cáliz de plata lleno de agua fresca. Nada de vino o mulsum. Eso llegaría a la noche si es que sobrevivían a lo que debía acontecer aquel día. Silano y Marcio llegaron, cada uno desde un extremo opuesto del campamento. Marcio fue el primero en informar al general.

- Todo estará dispuesto en poco tiempo. Los iberos ya han salido y las legiones lo están haciendo ahora. ¿Es seguro lo del cambio en la formación, mi general?

Publio asintió dos veces, con seguridad, y luego subrayó su voluntad con palabras.

- Atacaremos primero y atacaremos con una formación diferente a la que esperan. Llevaremos la iniciativa dos veces. Son más. Hemos de ser mejores, más fuertes, más inteligentes. Y estoy cansado de esperar. Vamos allá. -Y echó andar hacia la porta principalis dextera sin esperar respuesta alguna. Silano y Marcio se miraron levantando ambos las cejas y, sin dudarlo, siguieron a su general. A medio camino entre el praetorium y la porta principalis, Publio retomó la palabra.

- Yo dirigiré el ataque desde el ala derecha; vosotros conduciréis el ala izquierda y los iberos del centro serán dirigidos por sus jefes. Desde el centro, les resultará difícil abandonar la formación y huir. Por si acaso he ordenado a la caballería que vigile que no retrocedan. -Publio vivía con temor la reacción de los aliados iberos. El abandono de éstos en los ejércitos que comandaban su padre y su tío años atrás fue el factor decisivo que terminó con ellos muertos sobre las praderas de Hispania. Por eso los quería ahora en el centro, donde no pudieran escapar con facilidad. La clave, sin embargo, estaba en las alas. Siguió explicándose-. Les envolveremos. Hemos de doblegar sus flancos. Campamento general cartaginés

Con la primera luz del amanecer, el general Giscón salió de su tienda. Hacía algo de fresco y se veía alguna nube oscura en el horizonte, pero en aquella parte del mundo aquello podía significar cualquier cosa. Igual podía llover torrencialmente durante horas, como despejar a lo largo de la mañana y hacer un sol radiante. Era un clima extraño el de aquel país. En las hogueras próximas a su tienda veía cómo se estaba calentado comida para el desayuno que aún no se había empezado a distribuir. No había prisa. Hasta el mediodía el romano no desplegaba sus tropas. Tenía sed.

- Traed agua -dijo, mientras un esclavo le traía su coraza y otro se situaba a su espalda para ayudarle a ajustaría bien al pecho anudando con firmeza las correas, cuando desde el ala este del campamento llegó un soldado corriendo a toda velocidad. Se detuvo en seco frente a él y entre grandes aspavientos para recuperar el resuello anunció su mensaje.

- Mi general… los romanos… todos… han formado ya… las cuatro legiones y sus aliados… y avanzan… avanzan hacia nuestro campamento en formación de ataque. Están a sólo cinco mil pasos…

Giscón abrió bien los ojos. Se zafó del esclavo que seguía ajustando las cinchas de su coraza y rechazó el agua que le ofrecía otro sirviente.

- ¿Estás seguro?

- Sí, mi general. Todos sus hombres… y avanzan hacia nosotros. Es un ataque en toda regla. Giscón salió en dirección a la empalizada del campamento cartaginés y a buen paso, en menos de un minuto, se encaramó a lo alto de la fortificación. Allí se topó con Magón Barca, quien advertido por sus propios oficiales, había acudido al igual que él, a comprobar que los romanos estaban realmente lanzando un ataque en toda regla. El soldado no había exagerado. Allí, ante los ojos de ambos generales púnicos, a menos de cinco mil pasos, en una progresión lenta pero constante, avanzaban todas las legiones de Roma desplazadas a Hispania. Giscón se pasó el dorso de su mano por sus labios resecos de la noche y, sin bajar de la fortificación y sin consultar a Magón, se dirgió a sus oficiales que se habían congregado a sus pies, debajo de la empalizada, en la parte interior del campamento.

- ¡Que salga todo el ejército! ¡Ya! ¡Ya! ¡Por Baal, no tenemos un minuto que perder o no podremos ni usar los elefantes y la caballería! ¡Sacadlos a todos ya! -terminó gritando y levantando sus brazos. Los oficiales de Giscón desaparecieron y el campamento cartaginés se transformó en un torbellino de ir y venir de hombres y bestias. Magón le cogió por el brazo y apretó con fuerza. Algunos de los oficiales leales a Magón dudaban en cumplir las órdenes de Giscón sin recibir confirmación del más joven de los Barca, y más aún ante la actitud tensa de su jefe que, en voz baja, discutía con Giscón.

- La formación romana no es la habitual -dijo Magón-. No sabemos lo que está planeando el general romano. Quiere que salgamos. Es mejor quedarse. Defendiendo el campamento desgastaremos sus tropas. Se retirarán y mañana tendremos oportunidad de atacarles sin haber sufrido apenas bajas. Giscón negaba con rotundidad sacudiendo la cabeza con furia. Si por él fuera, habría arrojado a Magón Barca por encima de la empalizada. Dos razones de peso le hacían controlar sus impulsos: no estaba bien dar una imagen de división ante las tropas y, aunque le dolía admitirlo, no tenía claro que fuera capaz de realizar semejante empresa; no parecía fácil doblegar al joven Magón Barca, el pequeño de los hermanos de Aníbal. Magón veía cómo era imposible razonar con aquel ofuscado Giscón. Apretó los dientes y, mirando a los oficiales que aun dudaban qué hacer, asintió una sola vez, con claridad y decisión. Lo único que compartía Magón con Giscón era la seguridad de que no podían dar órdenes contradictorias, no podían sacar medio ejército y dejar medio dentro. Eso era suicida. Toda vez que Giscón había puesto en marcha la maquinaria del inmenso ejército cartaginés en Hispania, Magón ya no podía hacer otra cosa sino seguir la corriente y rogar a Baal por su ayuda en medio de aquella vorágine. La salida del ejército de Giscón y Magón aquella mañana no fue ejemplar, pero sí

efectiva. En poco menos de media hora todas las tropas estaban formadas frente al campamento. No tuvieron problemas durante su despliegue por dos motivos: porque formaron a sus tropas de la misma forma que los días anteriores, con los iberos en las alas y los africanos en el centro, sin introducir variaciones. Giscón aún no se había percatado con claridad del cambio en la formación romana al que había aludido Magón, donde las legiones estaban en las alas y los iberos en el centro; y, en segundo lugar, porque salieron a toda prisa sin ni siquiera perder tiempo en distribuir el alimento del desayuno. Además, para sorpresa de todos, el general romano ordenó detener el avance de las legiones cuando éstas se encontraban a tan sólo mil pasos de distancia, aun cuando podría haberse aprovechado del cierto desorden que todavía reinaba entre la formación cartaginesa que no se había podido constituir aún en todas sus unidades. Una decisión la del romano que Giscón juzgó absurda pero que agradeció sobremanera. Los dioses cartagineses estaban con él aquella mañana. Así Giscón, en la retaguardia del centro de su gran ejército, sonreía entre confuso y satisfecho. Les habían intentado sorprender pero habían reaccionado con rapidez, pese a la estúpida duda de Magón, y, para mayor alegría, al final, en el momento clave, el general romano había tenido miedo y había detenido el ataque dando un respiro a sus hombres que ahora ya sí habían podido formar todas sus unidades y regimientos, dispuestos todos para la contienda. Aquel romano no sabía lo que hacía. Peor aún: no sabía ni lo que quería hacer. Igual ni siquiera habría combate. Giscón no tenía prisa alguna. Su ejército estaba muy bien abastecido y los lugares de aprovisionamiento eran ciudades cercanas amigas a su causa, mientras que el ejército romano combatía lejos de su área de mayor influencia, al norte del Ebro, y, si se dilataba la espera antes del gran combate, sus líneas de aprovisionamiento se debilitarían por la larga distancia entre Ilipa y Tarraco. Por eso Giscón no pensaba tomar la iniciativa. Sólo le fastidiaba no haber podido desayunar. La noche anterior cenó mal y bebió algo de más y un buen desayuno siempre le ponía el cuerpo a tono, pero aquello eran minucias que se solventarían en unas horas, cuando el romano volviera a retirar sus tropas, como ayer, como anteayer y como todos los días que habían precedido a aquella mañana. Ala izquierda del ejército romano

Llevaban una hora en formación de ataque. Silano y Marcio se miraban de cuando en cuando y no decían nada. Volvían entonces sus ojos al otro extremo del ejército, en busca de la figura del general. Éste permanecía quieto, impasible, sin dar la orden de ataque. Ambos tribunos esperaron con paciencia media hora más antes de que Silano se atreviera a plantear una pregunta a Marcio. Silano dudaba porque era un recién llegado; sólo llevaba una campaña bajo el mando del joven general Escipión, mientras que Marcio había luchado varios años primero bajo las órdenes del padre y el tío del nuevo general y luego había estado a su lado en la toma de Cartago Nova y en la victoria de Baecula. Silano temía que su pregunta pareciera inoportuna o fruto de la inexperiencia.

- ¿A qué esperamos?

Lucio Marcio Septimio se volvió hacia Silano, le miró un segundo sin decir nada, luego se giró hacia el general y de nuevo miró a Silano. -No lo sé -dijo Marcio. Y es que ninguno de los dos tribunos terminaba de entender bien a qué venía tanta prisa para levantarse si luego, una vez todos dispuestos, el general había detenido el avance, dando así tiempo a los cartagineses a ponerse en formación, para terminar luego permaneciendo, como cualquier otro día, allí, detenidos, como pasmarotes. Pasó una hora más. Dos horas. Tres horas. Cuatro horas. Silano y Marcio dieron orden de que se distribuyera agua con frecuencia entre los hombres. El sol del mediodía caía de plano. Fue entonces Marcio el que tomó la iniciativa y se dirigió a Silano mientras montaba en un caballo que había mandado traer.

- Voy un momento a hablar con el general. Voy a preguntarle qué espera para atacar. Silano asintió.

Retaguardia del ejército cartaginés. Alto mando púnico

Asdrúbal Giscón se quitó el casco y dejó que el aire envolviera su cabeza, pero el viento estaba detenido y el sol pegaba con tal fuerza que chorreaba sudor por los cuatro costados de su ser. Era desagradable aquella espera. Para no hacer nada sería más lógico que el romano hubiera salido al mediodía a formar su ejército y no hacer ese avance que parecía un ataque antes del amanecer. Definitivamente aquel general romano no sabía cómo llevar una guerra. Aquél era un día de sufrimiento inútil para todos. Ala derecha del ejécito romano

Marcio desmontó de su caballo en cuanto llegó a la altura del general. Lucio Marcio estaba sudoroso, como todos, y cubierto por el polvo que su montura había levantado al galopar. Publio Cornelio Escipión no pareció sorprendido de su llegada.

- Mi general -preguntó Marcio-, por todos los dioses, y con el debido respeto, ¿a qué

estamos esperando?

El joven Publio le miró y le respondió con concisión.

- A que tengan hambre. -Y señaló a los cartagineses.

Marcio empezó a comprender. Asintió despacio, pero aún tenía dudas.

- Pero, mi general, nuestros hombres también llevan horas sin probar bocado…

- Es cierto -le interrumpió el general de forma tajante-, pero ¿cómo está tu estómago, tribuno?, ¿realmente estás muerto de hambre o puedes aguantar?

- Puedo aguantar, general, y supongo que el resto de los hombres también.

- Bien, porque ellos llevan desde la noche anterior sin comer nada y el sol es igual de implacable para todos. Pronto empezarán a querer distribuir comida. Entonces atacaremos con todo lo que tenemos. Ataque frontal con los iberos y con las legiones haremos una maniobra envolvente. Quiero rodearlos. Sus elefantes son pocos y los han puesto en los extremos, rodeados de iberos que les tienen tanto o más miedo que nosotros. Nuestras legiones, con el apoyo de la caballería, deberán acabar con elefantes e iberos. Ésas son las órdenes.

Marcio se llevó el puño derecho cerrado al pecho.

- Sí, mi general.

Retaguardia del ejército cartaginés. Alto mando púnico

Magón Barca llegó junto al general Giscón y le propuso repartir comida entre los hombres.

- Llevan demasiadas horas sin comer. Si hay combate estarán agotados -dijo con aire de preocupación.

Giscón no odiaba nada tanto como tener que dar la razón a un miembro de la familia de los Barca, pero el hermano pequeño de Aníbal tenía razón, así que asintió sin decir nada. Magón partió para poner en marcha el avituallamiento de las tropas. A los pocos minutos se abrían las puertas del campamento general cartaginés para que esclavos y siervos de los púnicos llevaran cestas con comida a las diferentes unidades diseminadas por la llanura. Los soldados se alegraron al ver llegar los primeros cestos con pan, carne seca, queso y algunas frutas, pero apenas habían iniciado las unidades de la última línea a hincar el diente en algún pequeño pedazo de pan cuando las cuatro legiones de Roma y sus aliados iberos empezaron a avanzar de nuevo, a buen paso, haciendo que sus espadas golpearan los escudos hasta transformar todo el valle en un ensordecedor trueno de ruido y alaridos de guerra.

Asdrúbal Giscón montó en un caballo y ordenó que se interrumpiera el reparto de comida. No había ya tiempo para eso.