La averiguación ha terminado hoy de manera tan sencilla y trágica, que ha invalidado toda búsqueda ulterior. Una carta de Mei-lan, esta vez con sellos de Calcuta, me informa de la muerte de Gerard.

Mei-lan no está en Calcuta. Sigue en Pekín, en la misma casa, esperando, según me manifiesta, el nacimiento del hijo de Gerard. Ha sabido componérselas para hacer llegar su carta desde China hasta la India. Acaso en alguna Delegación diplomática hindú haya algún amigo de Gerard. Y ella le daría la carta para que él la cursase desde otro país.

La carta es breve y escrita a toda prisa. Hay borrones en el papel. Acaso lágrimas. No repetiré las palabras del escrito. Pienso destruirlo y olvidarlo. El resumen es sencillamente que Gerard fue sorprendido mientras se preparaba a fugarse de Pekín, y subsiguientemente asesinado. Ella desconocía que él pensara escapar.

«Creo que deseaba verte —escribe—. Su propósito era ir con los hindúes a no sé qué lugar de la India».

Por supuesto, Gerard estaba muy vigilado. No confiaban en él. Quizás entre los sirvientes hubiera algún traidor. Gerard era muy torpe cuando se trataba de hacer equipajes e incluso otros arreglos prácticos. Yo siempre tenía que encargarme de aquellas cosas. Y es posible que no confiara ni siquiera en su mujer china.

«No me decía nada —afirma ella—. No querría que pudieran culparme de nada. Siempre podré decir que nada sé».

Gerard fue herido por la espalda, a la altura del hombro izquierdo y precisamente junto a la puerta de su casa. No pudo ir más adelante. Era a primera hora de la tarde, brillaba el sol y él se disponía a marchar a sus clases en la Universidad. El portero abrió la verja y distinguió un hombre, con el odioso uniforme comunista, apostado junto a la esquina. Cuando Gerard pasó ante él, el hombre disparó a bocajarro. Luego desapareció.

El portero no se atrevió a pedir socorro. Alzó a Gerard en brazos y le introdujo en la casa. Lo colocó sobre las piedras del patio principal. Luego cerró la puerta.

Mei-lan aclara:

«Le enterramos secretamente en el patio pequeño, junto a su dormitorio».

Las primeras horas de la tarde en Pekín deben de coincidir con las dos de la madrugada en nuestro valle. ¿Es posible que…?

No sé. Ni lo sabré nunca. Todo lo que me consta es que mi amado ya no vive. Y mientras yo siga en este mundo, no volveré a verle.