… Por la mañana, al volver de las compras del mercado del sábado —cosa de poco trabajo ahora que estoy sola, porque Baba ha vuelto al régimen dietético de un niño y rara vez come otra cosa que pan, leche, arroz y algo de fruta—, quedé gratamente sorprendida por el espectáculo de una oveja negra que conducía con ella dos corderillos blancos. Las tres reses pastaban en un rincón verde, a la vera del camino.

Sentí un inexplicable placer. Detuve el coche sólo para reparar en aquella madre y sus crías. El sol era brillante y tibio, aunque, como sol de Vermont, nunca calienta lo que el de China.

El lugar estaba muy solitario. Me apeé y me senté en una peña. En aquel momento la cordera pareció alarmada y baló suavemente. En el acto los corderillos se pegaron a ella y, erguidos sobre sus largas patas, me contemplaron con desconfianza.

—No temáis… —murmuré.

Tan solitaria me siento, que pronuncié las palabras en voz alta. Y esa misma sensación de soledad me hizo desear que fuese mía la cordera negra, y los dos corderillos blancos, para llevarlos a casa y cuidarlos yo misma. Así podrían pastar la corta hierba de la ladera de la montaña y, a las puertas de mi casa, conocerían algo semejante a un prado.

Decidí ir en busca del campesino propietario de la oveja y los corderos. Después de una búsqueda algo prolongada, no encontré un campesino propiamente hablando, sino uno de esos individuos tenaces que se aferran como lapas al suelo de Vermont, viviendo en corta parte de lo poco que labran y dependiendo para lo demás de practicar cualquier oficio que se les pone a mano. Gentes así viven en la miseria mientras no se les presentan hipotéticos trabajos y, aun si los consiguen, no se esfuerzan en tender la mano para asegurarlos.

Tipos así abundan en la región. Y aquel hombre pertenecía a semejante progenie. A la sazón se ocupaba en recomponer una mesa de madera sin desbastar. Yo aparecí inopinadamente desde detrás de su casa, primorosamente pintada de blanco, con las ventanas verdes. El individuo, que hasta entonces se inclinara sobre su trabajo, se incorporó a medias al verme.

—¿Qué hay? —se limitó a decir.

Ni si quiera me saludaba. Yo le correspondí no dirigiéndole tampoco saludo alguno.

—Quisiera saber —declaré— si tiene a la venta su oveja negra y sus dos corderillos blancos.

—Puede —repuso.

—¿Cuánto pide por los tres? —pregunté.

Sin duda me conoce de sobra como la mujer sin hombre que vive en la falda de la montaña, y que debe ser considerada como viuda, puesto que su marido se encuentra en China. Pero no dio señal alguna de reconocerme.

—No sé realmente qué pedir —repuso.

Y aplicó la regla a un trozo de madera.

—Ni yo sé qué ofrecer —contesté—. De todas modos, me parece que bien podía usted pensar en el trato.

—Lo pensaré —dijo.

—Hágalo. Yo estaré en casa por la tarde.

Aquella tarde el hombre no apareció, desde luego, puesto que era yo quien marcaba la hora, pero dos días después se presentó llevando la oveja y los corderillos sujetos por una burda cuerda.

Dijo a secas:

—Diez dólares en metálico y el resto en jarabe de arce.

Discutimos cosa de media hora la cantidad de jarabe de arce, pero al fin cedí, porque él, como vermontiano, no lo hubiera hecho. Y a la sazón ya la oveja y los corderos pastan la hierba de mi jardín. La oveja no se dejaba amansar al principio, así que hube de ponerle una cuerda al cuello, atando el otro extremos de la soga a un árbol, que fue el manzano de la puerta. Ya el animal se va tranquilizando y dentro de pocos días le dejaré pastar sin cuerda alguna.

Y se ha confirmado que la oveja y los corderillos me causan una satisfacción íntima cuyo alcance no puedo atisbar. Siempre consuela la presencia de una madre a quien el amor de sus hijos retiene apegada a la tierra. Poseo, pues, algo más, y algo vivo.

Sí: ahora que mis principales raíces se han separado del suelo, tendré que afincarme a él mediante otras secundarias.

¿He perdido mi principal raíz? No la he perdido, pero no está aquí. Ha quedado enterrada en una región muy lejana de mi vida, juntamente con la presencia de Gerard y con nuestro amor. Y ahora debo plantar en tierra nuevas raíces. ¿Podré conseguirlo hallándome tan sola?

No he recibido la menor noticia de Rennie.