No resulta nada fácil vivir sola, en calidad de mujer sin marido. Empiezo a sentirme dura. No soy lo suave que solía ser. El ejercicio diario del amor ha desaparecido y me siento como atrofiada. Me pregunto cuál será el caso de otras mujeres que, teniendo maridos, han dejado de tenerlos en sus brazos. Gerard vive. No lo he perdido. No ha muerto. No leo las Escrituras a menudo ni con regularidad, pero ahora necesito alimento moral y lo encuentro allá donde el espíritu del hombre ha depositado el fruto de su trabajo. Esta mañana, que no es por cierto Pentecostés, sino de primeros de junio y llena de vida, he contemplado el jardín ubérrimo, los árboles en plena floración, la hierba plenamente desarrollada. Mi sangre circula, fuerte y viva, por mis venas, y mi alma anhela una ayuda que la anime. Cojo el diminuto libro, encuadernado en piel, que contiene el Nuevo Testamento que fue de mi padre y al abrirlo topo con estas palabras: «Porque él no ha muerto, sino vive».

Basta con eso. He cerrado el libro y me he aplicado a mis tareas.

¡Bendito sea el intenso trabajo que siempre da la administración de una finca! Fui al establo y descubrí que mi mejor vaca, Cecilia, me había agasajado por la noche con un ternero. Madre e hijo estaban bien y Cecilia me miró con expresión comprensiva. Es una vaca de Guernesey, de hocico rosado, con la cara algo aplastada. Su figura es impecable dentro del tipo de las Guernesey. No se levantó al verme, sin duda considerando que ya había hecho bastante durante la noche. El recental es primoroso, con muy buenas líneas y arrogantes ancas. Me miró con cierta alarma, puesto que no me conocía, pero su madre le lamió, como para tranquilizarle. Ya se habían limpiado todas las huellas del nacimiento. Cecilia es entendida en tales materias. Le ofrecí, como presea, una papilla que Matt prepara para tales ocasiones, y la vaca la comió delicadamente, sin avidez, casi como si me hiciera un favor.

Salí muy animada, y no sólo por verme propietaria de un nuevo ternero. La vida fluye continuamente, pase lo que pase. Fui al huerto y me dediqué a quitar las malas hierbas, lo que es una de las tareas que más aborrezco. Pero como los hierbajos crecen, no hay más remedio que desarraigarlos.

Trabajé de firme todo el día, no interrumpiéndome más que para preparar el almuerzo de Baba y el mío… En días como el de hoy Matt almuerza en la terraza y Rennie, que está en las últimas etapas del curso, no viene a mediodía. En otoño irá al internado. No sé lo que eso será para mí. Temo lo sola que me voy a encontrar, pero no me mortifico pensándolo de antemano. Además, vivo con Baba tan plácidamente como si fuésemos dos antiguos amigos…

Sólo que yo no lo soy. Anoche, cuando se alzó la luna nueva, no quise acostarme. Hoy Rennie ha salido. Me parece que está enamorado. Se puso el mejor de sus trajes —uno de color azul marino— con una camisa blanca y una corbata carmesí. Incluso se limpió sus zapatos del domingo. No sé qué novia tendrá. Habrá que esperar.

Baba se acostó temprano. Le gusta hacerlo hacia las ocho y media. Pero como entonces comienza en realidad la noche, yo salí a la estrecha terraza, bajo la luna, y me acomodé en una silla extensible. El aire es frío, aunque estamos en junio, y por lo tanto me envolví en un chal blanco y me puse a pensar en mi amado. No dejaré que mi amor muera mientras él viva. Me aliento, pues, de sueños. Si mi bienamado hubiese muerto, no podría soñar. Pero no estoy viuda. Mi amor vive.

Mi mente vuela, como un fantasma, hasta la ciudad donde el reside. Me deslizo mentalmente por las calles y llego hasta su puerta. ¡Cuántas veces he imaginado hacerlo en los años que llevamos separados! No son muchos —sólo cinco— y nada eterno hay en nuestra separación. En cualquier momento él puede volver a mi lado. Y, si lo hace, no le formularé una sola pregunta. Le abriré los brazos y le recibiré en ellos. Si llegamos a viejos nunca le formularé la interrogante que me corroe el corazón. Bastará con que él vuelva.

En el cielo flota la luna. Recuerdo una noche de verano, en Pekín. Nos hallábamos en el patio que mira a Oriente. Nuestra casa había pertenecido antaño a un príncipe manchú, no de primera estirpe, sino segundón. La mansión no era tan grande como para llamarla palacio, pero sus propietarios la amaban y habían procurado llenarla de pormenores de belleza. Así, las puertas que comunicaban un patio con otro estaban trazadas en forma de media luna, con quiciales de azulejos, de intrincado dibujo. En el patio oriental había un estanque de lotos; un bosquecillo de bambúes en miniatura encubría la tapia. La calle estaba al otro lado de la casa y en el patio reinaba una gran quietud.

Por aquel patio se llegaba a nuestro dormitorio. El lecho chino, muy grande, se apoyaba en la pared. Al principio, estando recién casados, me quejaba del lecho, que me parecía muy duro. En realidad se reducía a un armazón de madera con un entretejido de algodón a guisa de colchoneta. Me gustaban sus cortinillas de seda rosadas, sujetas por garfios de plata a la estructura superior del dosel, pero aborrecía el colchón. Gerard reía y alegaba que a mí me placían las bellezas de la vida China, mas no sus aspectos duros. Yo respondía que no había que dormir sobre madera pudiendo tener un colchón de muelles. ¿O es que la comodidad constituye un pecado?

—En este caso no es pecado, sino incoherencia —repuso él.

—¿Sí?

—Claro. Hemos de ser una cosa u otra.

Yo me negué a reconocer semejante punto, puesto que era fácil tener lo mejor de una cosa y de otra. Y entonces Gerard, cuando fue a Tien-tsin a encargar suministros para el colegio, que entonces empezaba su curso, me trajo un colchón americano de muelles. Y los dos nos reímos mucho cuando yo le insistía en que confesase que dormía así mucho mejor y él se obstinaba en afirmar que le gustaba la dureza de las camas chinas.

En aquellos días Gerard y yo reíamos por cualquier cosa. No recuerdo que él riese nunca, ni siquiera con Rennie ni con sus discípulos ni con Baba. En esto no se parecía a sus amigos chinos, gente que ríe fácilmente y con toda espontaneidad. Pero Gerard es grave, incluso sombrío. Cuando se siente así, suele guardar silencio. Yo en tales momentos procuraba animarle, pero no conseguía hacerle hablar. Sólo el amor, un franco amor físico promovido por la mente y por el alma, le hacía volver a mí. Y hoy, sentada sola en la terraza, yo experimentaba la impresión de tenderle los brazos, por encima del ancho mar…