Confió en que la amistad de mi hijo con esa mujer no se convierta demasiado deprisa en otra cosa. Ya me ha presentado a Alegría. Creo que se ven a diario, lo que aquí, en el valle, es facilísimo. Los largos días de verano empiezan pronto y terminan tarde. Cierto que Rennie trabaja de firme con Matt, limpiando los planteles azucareros los días despejados y empaquetando azúcar o preparando jarabe, mientras yo atiendo la casa, el huerto y los establos. Pero siempre quedan horas libres después del atardecer, antes de retirarse a dormir. No voy a estar preguntando siempre al muchacho adónde va o de dónde viene. En esos instantes desea ser libre.

Hoy después de cenar, cuando ya había yo retirado el servicio, Rennie salió. Le vi caminar por la carretera con el paso firme de quien sabe adónde va. Menos de una hora después regresaba acompañado de una joven.

—Te presento a Alegría Woods, mamá —dijo hablando con toda seriedad.

Yo, a la luz de la lámpara de la sala, me ocupaba en repasar la ropa. Baba se había acomodado, pacífico y silencioso, en el vasto sillón de cuero y sus pies, calzados de pantuflas chinas, se apoyaban en el borde de la chimenea. Vestía, desde luego, su túnica de seda carmesí. Yo le había ayudado a lavarse la barba y cabello, y una y otro aparecían blanquísimos.

No me levanté.

—¿Cómo está usted, Alegría?

Me quité las gafas por mero impulso habitual, ya que no entra en las buenas maneras chinas recibir a un amigo o a un desconocido con las gafas puestas.

La joven hizo un gracioso movimiento de deferencia, que no era una reverencia ni siquiera una leve inclinación. Luego me tendió su fina mano.

—¿Cómo está usted, señora McLeod?

—Muy bien. Este señor es el abuelo de Rennie —dije, mirando a Baba.

Por razones que no puedo comprender, Baba se mostró arisco. En vez de saludar a Alegría, preguntó claramente, en chino:

—¿Quién es esta mujer?

Rennie se sonrojó. Asegura que ha olvidado el chino por completo, pero cuando se le antoja lo entiende perfectamente.

Habló en recio inglés.

—Mi amiga Alegría Woods, abuelo. Mi madre deseaba conocerla.

Baba miró a Rennie, inclinando dos o tres veces la cabeza con la gravedad de un viejo mandarín y no dijo palabra a la muchacha. Ni si quiera la observó.

—Debería estar en su casa con sus padres —indicó en chino.

Reí.

—No le haga caso, Alegría. Mi suegro ha vivido en China tantos años, que hasta casi olvida que es americano.

Alegría abrió mucho sus azules ojos.

—¿En China? Rennie no me había hablado de eso.

Puesto que Rennie no se lo había explicado todo con franqueza, yo había de proceder con una prudencia muy grande.

—Sí —dije afablemente—. Hemos pasado muchos años en China. En China está aún mi marido. Por cierto que el propio Rennie nació en Pekín.

—¿De verdad?

—¡Ya lo creo!

—¿No es comunista, China?

—Ahora, sí.

—¿Y cómo el padre de Rennie…?

—Es rector de una Universidad muy importante y considera su deber no abandonar a sus alumnos.

—Comprendo.

Pero no comprendía nada, que yo supiera. Miraba pensativamente a Rennie con sus grandes ojos azules.

—Trae un mantecado, Rennie —dije—. Tenemos en la nevera.

Él tomó la mano de la muchacha.

—Ven, Alegría.

Éste es el principio. Ignoro cuál será el fin.

Vivimos en un valle muy reducido. Una palabra puede cundir como el fuego en un bosque. Una palabra como comunismo. O una palabra como China.

Aquella noche, al volver a casa, Rennie rezongó:

—¿Era necesario que se lo soltaras todo de golpe?

—No se lo he dicho todo.

Baba se había acostado. Yo esperaba a mi hijo, presta a enfrentarme a su acusación.

—Alegría asegura que ya sabe por qué encontraba algo raro en mí —dijo Rennie.

Calló, sofocado.

Le habría abrazado con gusto, pero a él no le hubiera hecho la menor gracia. Más vale decir la verdad, sin andar con rodeos.

—Tienes que aceptarte tal como eres —manifesté—. Y eres parcialmente chino. En una cuarta parte por la sangre, y probablemente más por gustos e inclinaciones. Ya veremos. Pero una cosa me consta, y es que no serás feliz hasta que no te sientas orgulloso de ti mismo en conjunto y no sólo en una parte de tu persona. Posees una noble ascendencia, pero en los dos extremos del Globo.

Le besé la mejilla, sin mirarle, y salí. Las Alegrías de este mundo no son para él, pero procede que lo descubra por sí mismo. Cuando los dolores menudos se disipen, hallará una mujer digna de ser suya. Puede ser americana o china. A nadie le importa. ¿Qué más da?