Hallamos al padre de Gerard. Vivía solo en lo que es poco más que una cabaña, al extremo de una barriada de casitas de un solo piso, en una población del occidente de Kansas. Little Springs no llega a ser una ciudad. Se encuentra en una zona de meseta, a mitad de camino de las montañas.

No nos costó trabajo encontrarle. Preguntamos por él en la estación y allí todos parecían conocerle y le mencionaban de un modo respetuoso en el que parecía latir una íntima duda.

—¿McLeod? ¿Es ese señor anciano?

Tal dijo un hombre que estaba en la taquilla de billetes. Iba en mangas de camisa y hablaba con la boca llena de tabaco de mascar.

Nos encaminó al extremo de una larga calle. Recorrida una milla, encontramos la morada del padre de Gerard. Una morada sin pintar, consistente en una sola habitación.

La puerta estaba abierta, aunque aquí suele hacer frío incluso en abril. El anciano se hallaba sentado a una mesa de madera sin desbastar, vestía una túnica china, forrada, y leía en aquel momento un libro chino. Al vernos se levantó, y siguió en pie, sonriendo. Llevaba la barba crecida y el cabello muy largo. Nunca hasta entonces había reparado yo en lo mucho que se parecía a Gerard, pese a sus cabellos de plata. Está delgadísimo y tiene los ojos muy grandes. Me precipité hacia él y le abracé.

—Baba, ¿por qué vive usted aquí?

Yo le llamaba siempre Baba. Resulta más sencillo que decir papá o padre.

Oyéndome, se fijó en mí y me reconoció. No parecía sorprendido, cual si la escena no se le figurara anómala. No me abrazó, pero tampoco se desprendió de mi abrazo. Dijo, con un tono de voz ausente:

—Me puse enfermo en el tren donde viajaba. Me dejaron aquí y aquí por fuerza tuve que quedarme. Además, no existe razón alguna para yo viva en un sitio con preferencia a otro.

¡Cuán egoístamente vivíamos Gerard y yo en Pekín aquellos peligrosos días que precedieron a la guerra! No desconocíamos nuestro egoísmo y, con todo, nos asíamos desesperadamente a cuanto significase una hora de felicidad. También es verdad que creíamos que cualquiera que llegase a América había llegado al cielo. Creíamos a Baba bueno y a salvo sencillamente porque había abandonado las turbulentas provincias de China.

Recibimos algunas cartas de él. Todas eran afectuosas y tranquilizadoras, asegurándonos que no le faltaba nada y que había encontrado buenos amigos. Y acabamos olvidándole, preocupados por las guerras, peligros y otras inquietudes propias que nos asediaban.

Baba miró a Rennie. Me separé.

—¿No recuerda a su nieto? —dije.

El anciano extendió su mano, fina y grande, e hizo señas a Rennie para que avanzase. Mi hijo obedeció con timidez.

—¿Es el hijo de Gerard? —preguntó tímidamente el viejo.

—¡Por supuesto! —confirmé.

Y empecé a preguntarme si a mi suegro no le flaquearía un tanto la memoria. Claro que Rennie era un niño de seis años la última vez que le vio.

El abuelo murmuró:

—Bien, bien… Siéntate, siéntate. Y tú también.

Como no había dos asientos en la habitación, Rennie se acomodó en el borde de la mesa y yo en un taburete.

—¿Qué nos dice de su vida, Baba? —interrogué.

Contestó vagamente:

—Lo importante es que vivo. Me traen comida y una mujer me limpia la casa y me lava la ropa. La gente de este sitio es muy agradable.

—Pero el dinero…

—No lo necesito.

Ni siquiera sabe dónde está. Abandonó el tren cuando se le acabaron los fondos y alguien le permitió ocupar esta casa, sin duda dependencia de otra, grande, que se alza a media milla camino arriba.

Baba añadió:

—No obstante, tengo dinero.

Abrió el cajón de la mesa y sacó de él un paquete envuelto en un fragmento de seda china. El envoltorio contenía cinco billetes de a dólar.

Rennie y yo nos miramos. Si alguna duda albergábamos, estaba disipada. Necesitábamos llevar urgentemente al abuelo a nuestra casa. De Little Springs sale cada día un tren en dirección al Este y otro hacia el Oeste.

—¿Ha almorzado, Baba? —pregunté, mientras pensaba que, de darnos prisa, aún podíamos coger el tren del Este.

—Creo que sí —repuso.

—¿Qué ha comido usted?

Levantose lentamente, se dirigió a una antigua nevera que había en un rincón y la abrió. Miré y distinguí una botella de leche a medio vaciar, una pastilla de manteca, tres huevos y una pequeña empanada de la que se había cortado un trozo.

Volvimos a sentarnos. Rennie, más allá de la puerta, dirigía la mirada a las llanuras.

—Vayámonos cuanto antes —dijo.

Me volví a Baba.

—¿Quiere venir a vivir con nosotros?

El anciano, que se había vuelto a sentar a la mesa, cerraba cuidadosamente el libro chino.

—¿Tienes realmente interés en que vaya a vuestra casa? —inquirió.

—Muchísimo interés.

—¿Dónde está Gerard?

—Continua en Pekín.

—¿Volverá?

—Así… así lo espero.

Rennie dijo:

—Ahí viene alguien.

Aquel «alguien» era un hombre. Andaba a grandes zancadas y llegó a la puerta en un instante. No era precisamente joven ni tampoco maduro. Tenía los hombros cuadrados, el cabello terroso y el cutis, curtido por los vientos del Oeste, del mismo matiz que la cabellera.

Dijo con voz recia:

—He venido a ver lo que había. Suelo atender a mi buen vecino.

Pregunté:

—¿Es usted el propietario de esto?

—Sí. Es parte de nuestra finca. Mi padre poseía rebaños de ovejas y originalmente esta cabaña se destinó a cobijo del mayoral.

—Le agradezco mucho que haya dado albergue a mi suegro —dije.

Repuso con severidad:

—No sé qué pensar de personas que permiten a un anciano errar solo por el mundo.

Empecé:

—No teníamos la menor idea…

Me interrumpí. ¿Cómo explicar a un hombre de sentido al parecer tan recto que un anciano pudiera lanzarse solo a una aventura, llegar a un lugar no previsto y quedarse en él? ¿Cómo explicarle las cosas de Pekín y de China? Sería como tratar de describirle algún planeta distante.

—Ya le hemos encontrado —dije—, pensamos llevarle a casa.

Recordé que no me había presentado y rectifiqué el olvido.

—Me llamo la señora McLeod, mujer de Gerard McLeod. Y este muchacho es mi hijo Rennie.

—Yo me llamo Sam Blaine —contestó el hombre mirando a Rennie.

Imaginé sus pensamientos. Rennie le parecía diferente a nosotros. ¿Quién podía precisar las reacciones de aquellas gentes?

—¿De dónde son ustedes? —preguntó.

—Vivimos en Vermont.

—¿Y su marido?

Vacilé. Resultaría más fácil contestar que Gerard había muero que explicar dónde estaba y por qué. Decir que mi marido había optado por quedarse en China bajo un Gobierno comunista, era tanto como exponernos a sospechas todos.

—Está en el extranjero —manifesté.

Sam Blaine se apoyó en la puerta y nos miró, pensativo. Después interpeló a Baba:

—Amigo, ¿conoce usted a esta señora y a este joven?

Baba asintió plácidamente.

—Son la mujer de mi hijo Gerard y mi nieto.

—¿Y va a marcharse con ellos?

—Sí.

—No vaya por la fuerza. Si prefiere quedarse, yo me encargo que no le falte nada.

Baba repitió:

—Quiero irme.

El hombre seguía dubitativo.

—Si usted lo desea…

—De darnos prisa, podemos alcanzar el tren de la tarde —dije.

—Los llevaré en mi coche —dijo Blaine—. El anciano tiene poco que llevar consigo. ¿Y el equipaje de ustedes?

Rennie repuso:

—Lo dejamos en la estación.

Sam Blaine indicó:

—Volveré dentro de un cuarto de hora.

Y salió.

Rennie se sentía acongojado. Miraba a su abuelo y no sabía si hablar o no.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—¿Va el abuelo a tomar el tren vestido con esa túnica china?

Baba contempló la prenda aludida.

—Es de muy buena calidad —dijo—. La compré en Pekín. La seda se conserva bien, y en conjunto es una vestidura caliente y cómoda.

Rennie exclamó:

—¡Mamá!

Calmé los ánimos.

—No llevaremos la túnica, desde luego, Baba —le prometí—. Pero convendrá que busquemos su chaqueta. A los americanos no les agradan las gentes que difieren mucho de los demás.

El anciano no alegó nada. Ya Rennie había levantado una cortina que ocultaba un hueco al parecer destinado a guardarropa. Y sacó de allí la americana de color gris oscuro con que el abuelo había salido de Pekín, así como el gabán negro que Gerard le comprara en la sastrería inglesa del antiguo Barrio de las Legaciones.

Todo parecía poco usado. Evidentemente Baba había prescindido de aquellas prendas hacía mucho, para atenerse a su túnica china, que al separarse de nosotros colocó tan cuidadosamente dentro de las maletas.

Dejó que Rennie le encajara el traje gris y el gabán y le buscara su anticuado sombrero. Mostraba una apariencia encantadora. Nada le conturbaba. Es, sin duda, un hombre gentil y obediente. Y muy suave.

¿Estará algo trastornado? No puedo decirlo. Ni siquiera sé a ciencia cierta si sabe lo que le sucedió cuando vino a dar a este rincón del mundo. En todo caso, se entregaba sin resistencia a nuestras manos.

Fragores y polvaredas ante la puerta señalaron el regreso de Sam Blaine. Yo había preparado ya la maleta. Rennie condujo a su abuelo hacia el coche. Sam Blaine saltó al camino, con diestro movimiento de sus largas piernas. Y en medio minuto nos encontramos en el coche, corriendo a toda velocidad y dejando detrás nubes de humo. El vehículo era monstruoso, pintado de amarillo y rojo, muy espacioso y tan cómodo como un lecho.

—En mi vida había visto un coche así —dije a Sam.

Me había sentado a su lado. Baba y Rennie ocupaban los asientos posteriores.

—Está hecho de encargo —repuso Sam Blaine—. Me lo hicieron a mi gusto.

Y seguía corriendo. Callé. Nunca me acostumbraré a la velocidad. Años enteros de viajar en rickshaws y carros de mulas han reducido, quizá permanentemente, mi concepto del tiempo.

Llegamos a la estación a tiempo de alcanzar el tren. Baba, ayudado por Rennie y Sam Blaine, subió los estribos.

—Adiós, señora —despidiose Sam Blaine mientras me estrechaba fuertemente la mano—. Le agradeceré que me escriba dándome noticias del anciano.

—Lo haré —le prometí.

El tren empezaba a ponerse en movimiento. El mozo del vagón me empujó hacia arriba y cerró la puerta. Baba, Rennie y yo nos acomodamos en el departamento. Experimenté una impresión de dolor físico y no tardé en saber dónde lo sentía. Era la mano, que tan fuertemente me estrechó Blaine.