Ha vuelto el otoño y principia a caer la hoja. ¿Qué vida puede quedar en el superficial suelo vegetal de estas montañas que, sin embargo, dan su savia a las plantas azucareras, haciéndolas florecer en los meses primaverales y prestando a la vegetación en otoño tan vividos colores?

Los árboles rebosan de color como en mayo de savia. Ayer, hablando con el perito forestal del Estado, un joven alto y delgado, que parece muy apasionado de los árboles, supe que no se conoce todavía la causa de que la savia del arce, por ejemplo, fluya tan vigorosa en primavera. La fuerza que motiva eso es una fuerza inexplicable, pero muy suficiente para mover motores si se la encauzara debidamente. Se trata de una potencia celular que no brota de la tierra directamente a través de las raíces, ya que puede cortarse un arce y se comprobaría que la savia sigue ascendiendo hasta en la parte desarraigada. No hay corazón en los árboles, como el cuerpo humano, ni latido perceptible, sino que les da vida una esencia pura, elemental y casi espiritual en su principio. Es la fuerza de la vida expresada a través de la materia.

Al desprenderse las hojas, se ven más allá de las ramas los contornos de las montañas perfilándose bajo un cielo de regia tonalidad azul. Ya están hechos los trabajos agrícolas para el año. Quedan las tareas rutinarias y cotidianas de cuidar las vacas y sus crías, de efectuar el doble ordeño diario, de dar alimento y agua a las gallinas y de recoger los huevos que éstas ponen en el corral. Me agrada participar en esas faenas, aun cuando sé que Matt no me necesita.

El mes pasado vendí tres vacas para no tener que sustentarlas durante el invierno. Ayer Matt reforzó las contraventanas, y hoy mismo el tiempo ha vuelto a ser caluroso. El clima muestra aquí la misma coherente perversidad que en China. Pero no puedo, como hacen los labriegos chinos, salir al campo y amenazar con el puño cerrado al Gran Anciano de los Cielos.

Ha habido siempre una íntima relación, mixta de amistosa y crítica, entre los dioses chinos y la gente de labranza. Los campesinos esperan que su dioses se cuiden de ellos y les envíen lluvias y soles en tiempo adecuado. El tiempo caluroso después de las primeras grandes fiestas de invierno, hace medrar la avena invernal, y en cambio el mismo cultivo corre riesgo de helarse si sobrevienen tiempos inclementes. Es frecuente oír a un labriego dirigirse así a los dioses:

—¡Eh, tú, señor grande que estás ahí arriba! ¿Qué motivo has tenido para enviar calor inoportuno en lugar de fresco? ¿Os habéis emborrachado las gentes de los cielos? ¿O es que os habéis vuelto locos? Andad con cuidado. Os advierto que no pienso quemaros más incienso ni entregar más dádivas a los santuarios.

Yo soy muy escéptica respecto a tales conminaciones a los dioses, pero es el caso que, después de haber oído aquélla, no transcurrieron dos días sin que llegase del Norte una gran ráfaga de frío.

¡Cómo reímos Gerard y yo! Pero ¡cuántas veces reíamos en los comienzos de nuestro feliz matrimonio! Creo que fui yo quien le enseñó a reír. Y entonces supe dar con la rica vena de su humorismo chino. Cuando más chino volvía, más alegre estaba.

¿Le hará ahora reír su nueva mujer china? Ya no leo las cartas de él, sino las de ella. No sé por qué, me molesta leer las cartas de Gerard. Parecen tan viejas como si perteneciesen a otra edad. Vive en un ambiente que no es el que yo conocía. Intento localizarle a través de las cartas de su mujer china y sólo le entreveo, como una sombra.