¡Cuán imponente es el silencio del valle por la noche! Nadie se halla cerca de mí. Me siento tan solitaria como si me hubiesen trasladado a otro planeta. Aquí y allí brilla, aislada, una luz en la sombra. Y ello significa una casa, un hogar, una pareja, acaso niños…

En la morada de Matt luce la lámpara de aceite y, muy al extremo del valle, la única luz que no se apaga jamás es la desnuda bombilla eléctrica de la clínica de Bruce Spaulden. También conozco las intermitentes luces —ora apagadas, ora vueltas a encender— de la gente que viene aquí de veraneo.

Pero ninguno de esos resplandores arde para mí. A veces tengo el capricho de encender todas las luces de mi casa, de modo que cualquier forastero que por aquí transite creería mi casa llena de invitados. Mas no tengo ni uno.

Hoy, sintiendo intolerable la soledad, subí a mi alcoba, saqué la caja en que guardo las cartas de Gerard y las dispuse sobre mi lecho, por orden de fechas.

No hay muchas. En conjunto suman doce sin incluir la última.

La primera fue escrita poco después de que le dejáramos en Shanghai. Y ahora me pregunto si hice bien en separarme de él. Claro que él me lo aconsejó. No creo que se sintiera temeroso todavía. Tenía muchas esperanzas en el nuevo Gobierno. Incluso se mostraba muy animado creyendo que nada podía ser peor que los años de guerra que habíamos atravesado hasta entonces. Por otra parte, los oradores del nuevo orden de cosas hablaban bien. No nos intimidaron las advertencias de Pilowski, el ruso blanco que regentaba el hotel donde nos acogimos.

Pilowski aconsejaba:

—No confíen.

Y se retorcía los híspidos mostachos, negros por el tinte. Pilowski debía de tener más de sesenta años.

—Nunca ha de confiarse en ningún revolucionario del mundo. Así empezaron en mi Rusia, donde prometieron todo lo que cabe prometer, para acabar quedándose con todo. Y lo mismo hicieron antes en Francia, donde mataron reyes y reinas y se mataron también unos a otros, comportándose tan mal como pudieron.

Gerard argüía:

—Difícilmente podemos nosotros perder más, señor Pilowski. Hemos quedado deshechos después de la guerra. La inflación nos aplasta. No hay remedio alguno. ¿Cómo vamos a empeorar?

—Algún día sabrán ustedes que nada se hace tan a conciencia como la maldad —contestaba Pilowski.

Y se ponía encarnado y furioso. Gerard sonreía. Y no quería seguir discutiendo, porque en el fondo creía tener razón.

Comprendo su actitud. Es propia de la arrogancia de los chinos, y Gerard es medio chino. Ellos se creen diferentes de los otros pueblos y mucho más razonables, lógicos y sensatos que los demás. En cierto sentido tienen razón.

La primera carta de Gerard era casi alegre:

Todo marcha bien. Empiezo a pensar que debiste quedarte en China. Rennie podía haber estudiado en Pekín. No sé por qué nos dejamos asustar tan fácilmente. Yo creo que en esta antigua patria mía va a apuntar un nuevo amanecer.

No hablaba de «nuestra», sino de «mi» patria. Primera insinuación de que empezaba a separarse de mí. Para caso necesario, ya daba por elegida su nación.

Hasta la quinta de sus cartas seguía pulsando la tecla de la esperanza. Y entonces advertí el primer atisbo de duda.

Me decía así:

Eva mía:

Acaso sea mejor que sigas fuera un par de años. Para asegurar su triunfo, el nuevo Gobierno tiene que vencer obstáculos de toda clase.

¿Recuerdas a Liu-Chin, el mercader de sedas? Pues parece haber resultado un traidor. Siempre tan suave, tan gentil… ¿Recuerdas? Hoy se le ha fusilado en el Puente de Marco Polo con otros once individuos, entre ellos dos mujeres.

Es inevitable que a algunos no les agrade el orden nuevo. Pero el orden nuevo es una realidad. Vivimos en él y gracias a él. Desgraciadamente, el ministro de Educación no es un hombre de instrucción extensa. Voy a tener que sustituir a…

Seguían varias líneas cuidadosamente tachadas. Sin duda, era peligroso expresarse con toda franqueza.

En lo sucesivo, Gerard no me escribió ya sobre cosas de verdadera importancia. En cambio, me hablaba de las rosas amarillas de Chan-tung que florecían en nuestro patio del Este.

Decía así:

Querida Eva:

Las rosas han florecido tarde este año. Hemos padecido dos duras tormenta de polvo, las más imponentes que nunca he conocido. Los peces de colores han perecido a montones en el estanque, por mucho que me he esforzado en renovarles el agua. El jardinero se fue a Chan-si, a casa de sus padres, hace cosa de un mes. Y me cuesta trabajo encontrar otro. Las gentes parece que no quieren…

Más palabras tachadas. Parece increíble. ¿Qué puede ser lo que no quieren? ¿Trabajar? No se entiende.

Gerard no acusa recibo de mis cartas. Le escribo diariamente y deposito la correspondencia en el buzón una vez cada semana.

Vuelvo al pasado. Y escribo en presente…

La octava carta es muy corta.

Querida esposa:

El día de hoy es como cualquier otro de mi vida actual. He preparado el plan de estudios y contratado a los profesores para el próximo semestre. El nuevo subrector es un joven emprendedor, lleno de ideas nuevas. La subrectora de la sección femenina fue en tiempos discípula mía. Ya se notaba su ambición cuando era muy joven.

Aconseja a Rennie que estudie para ingeniero. Valdrá eso más para él que cualquier otra enseñanza. Hoy hace una noche muy calurosa. Me preparo a pasar un largo verano en la soledad.

La novena carta me dio a entender que Gerard se sentía muy fatigado. Conozco sus reacciones. Antes, por esta época, solíamos hacer un viaje, tomarnos unas vacaciones, ir a veces a Peitaiho, a orillas del mar, y otras a las Montañas de Diamante, en Corea. Un año estuvimos en Tai-chan y residimos un mes en un templo budista. No sé si Rennie se acordará. El viejo abad le mimó mucho y, con una hebra de seda le enseñó ese juego que los niños llaman de las tijeras y la cuna.

Tres meses pasaron antes que me llegase la décima carta de mi marido. Y una carta bien vacua, por cierto. Lloré cuando la leí por primera vez y también ahora me hace llorar. Por ella colijo bien claramente que mi amado se ha resignado a cosas que no comprende.

Comenta, por ejemplo:

Empiezo a preguntarme si no hice mal dejando de acompañar a ti y a mi hijo a América. Pero ahora es demasiado tarde. Si nunca vuelvo a verte…

Y las ya consabidas tachaduras.

A la undécima carta le falta poco para ser definitiva.

Amada mía, más vale que no nos forjemos ilusiones sobre el día que volvamos a vernos. Es mejor que sigamos nuestras vidas tal como las llevamos. Tú, desde luego, en esa parte del mundo, mientras yo continúo en la mía. Procura que Rennie se convierta en un verdadero ciudadano americano. Ayúdale a encontrar un país auténticamente suyo. Y si crees que me olvida, no le censures.

Ahora me resulta fácil comprender toda la historia. Gerard no es más que un prisionero. La ciudad en que se quedó a vivir, se ha convertido en su celda. No es libre. Y yo tampoco lo soy, porque le amo. Y no seré libre mientras él viva.

Por ello debe alegrarme que al menos tenga a su lado una mujer. Aunque ella no sea yo, siempre será alguien a su lado. Por lo tanto, ¿a qué llorar?

Mas continúo llorando.