Hoy Rennie parece estar muy contento. Imagina haber dejado claras nuestras mutuas relaciones. Sin duda se considera libre.

Esta mañana bajó rebosante de vida y contento, resplandeciente la hermosa faz y en los ojos una expresión afectuosa. Me besó alegremente en la mejilla, siempre procurando no rozar mis labios, y se sentó a la mesa para comenzar el día con un buen desayuno.

Interpelome en voz alta y clara.

—Creo que conviene ir a desbrozar la parte alta de la plantación de azúcar —dijo—. Matt puede ayudarme cuando haya terminado la tarea en el establo. Hay que llevar estiércol a los prados.

—Me parece bien —dije.

Rennie salió, con aire optimista, y yo lavé los platos e inicié los demás trabajos de la casa. Rennie cree que yo debería tener una asistenta, pero no quiero. Me gusta, después de las comidas, pasar un rato en serena reflexión, con las manos hundidas en las olas de jabonosa agua caliente y la ventana de la cocina ante mis ojos.

Además, me agrada cuidar de mis propios platos. Algunos los traje de Pekín y otros pertenecieron a mi madre y los he usado desde niña. No comprendo a las mujeres que se quejan del trabajo que les dan sus maridos, y sus hijos, y las faenas de la casa. ¿No es esto nuestro trabajo cotidiano?

No me gustan las innovaciones. Hacerse a las cosas que se tienen, cuesta cierto tiempo y luego no querría una que cambiasen. Siempre que se rompe un plato, se va con él una parte de nuestra vida.

Esta mañana empleé los tazones azules chinos, ribeteados de amarillo, que trajimos de Asia y son de porcelana fina. Y mientras lavaba el mío se me deslizó de entre los dedos, cayó en el fregadero y se hizo pedazos. No pude evitar que acudiesen lágrimas a mis ojos. Y me fue imposible tirar a la basura los fragmentos del tazón. Los llevé fuera de casa y los enterré al pie del añoso manzano que crece frente a la puerta.

Al volver a la cocina encontré a Baba, esperando el desayuno. Mi suegro envejece de día en día y se va tornando alarmantemente pueril. Le puse la servilleta al cuello, pero no acertó a levantar la cuchara con la mano y hube de darle de comer yo misma. Absorbió el alimento pacientemente, fijos los ojos en el cielo, más allá de la ventana. Ahora jamás viste prendas que no sean chinas y nunca habla más que en idioma chino.

Cuando vio vacío el plato, dijo:

—Voy a volverme a la cama.

Insinué:

—¿Por qué no se sienta un rato en la terraza?

Se negó con la cabeza. Quise animarle.

—¿No recuerda cómo los ancianos de Pekín salen a tomar el sol juntos a los muros de las casas? No se levantan para ir a comer y volver a acostarse. Les agrada el sol. Y precisamente hoy hace muy buen día, sin viento y con una claridad espléndida.

Se levantó, obediente, y yo le puse al cuello una bufanda y, tomándole de la mano, le conduje a la terraza y le acomodé en un banco apoyado en la pared. Permaneció allí inmóvil, con los ojos cerrados, como si durmiera, y no pensé más en él.

No pensé hasta mediodía en que volví a recordarle. Salí presurosamente, algo avergonzada de mi distracción, y le encontré un tanto jadeante por el calor, con las mejillas empurpuradas y una expresión de reproche en sus azules ojos, muy abiertos.

—¿Puedo ir ya a acostarme? —preguntó.

—Claro que sí —repuse—. Pero tomará un poco de té y arroz con un huevo cocido.

Comió sin hacer melindres, recreándose en el té chino, y después le llevé al lecho, corrí las cortinas y le dejé dormido. El sol y el aire le convienen, pero haberle olvidado tantas horas es imperdonable. Eso de no pensar más que en mi hijo resulta, en el fondo, muy egoísta.

Pero las horas de sereno pensamiento mientras arreglaba la casa me han aclarado la mente. No hay mejores momentos para que una mujer reflexione que mientras está quitando el polvo, barriendo y haciendo las camas. La actividad física aviva la circulación de la sangre y estimula la mente.

Sé ya lo que tengo que hacer: visitar a la madre de Alegría. No sé hasta qué punto comprenderá lo que he de decirle. Y cuando vuelva daré cuenta de mi gestión a Rennie. No quiero secretos. Y mantendré que tengo tanto derecho a actuar como él cree tenerlo.