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Mar Mediterráneo

27 de octubre de 2013

Pasó despierto el resto de la noche. En unas horas amanecería y, para entonces, tendría que estar de vuelta.

Limpió el desastre que había ocasionado allí dentro, eliminando cualquier clase de prueba que lo incriminara. Después, con las sábanas del dormitorio, enrolló el cadáver, metió algunos pesos que había encontrado junto a las mancuernas y lo sujetó de cabeza y pies con dos cuerdas gruesas. Finalmente, se cambió de ropa, deshaciéndose de la que estaba manchada, y la reemplazó con algunas prendas que había encontrado en el armario.

Estaba agotado, pero logró arrastrarlo hasta la cubierta. Al fin, lo había conseguido, pensó exhausto, sentado en la madera, viendo cómo el cielo comenzaba a esclarecer sobre Sicilia.

Una amarga sensación se apoderó de él.

Después de tanto esfuerzo, había vuelto a hacerlo y no se lamentaba por ello. Ahora, su vida volvía a estar completa, a sentirse llena, y se dio cuenta de que aquel sentimiento formaba parte de su naturaleza, de todo ese ser que habitaba en su cuerpo. Sin él, no existía el placer verdadero y, por tanto, la vida se convertía en un sufrimiento.

¿Por qué sufrir, mientras puedo evitar el sufrimiento de otros?, se preguntó con el brazo apoyado en la rodilla, mientras contemplaba el amanecer.

Ruiz de Sopena era uno de los muchos hombres que había por el mundo, viviendo del dolor ajeno, aprovechándose de las injusticias, sacando partido de quienes no tenían otra opción. Se sentían fuertes, invencibles, capaces de todo, y así lo demostraban. Intocables que saldaban sus cuentas con influencia, poder y dinero, sin importar las consecuencias de su actos, sin medir el impacto que podían generar en otros. Personas a las que la justicia no rozaba ni en la distancia. Seres despreciables que debían ser castigados por alguien como él.

Hasta entonces, solo había actuado pasionalmente, un impulso medido por la rabia, la impotencia o la injusticia. Pero siempre ligándolo a una emoción. No era suficiente. Debía cambiar aquello si quería mantenerse alejado del escándalo. Se había dejado llevar por el deseo, por las ganas, por esa voz poderosa que lo hipnotizaba por momentos, llevándolo de un lado a otro sin que se diera cuenta. Y eso solo originaba caos. Debía adoptar un código, unas normas férreas a las que ceñirse, un modo de operar en el que existieran líneas rojas que no pudiera cruzar nunca.

Debía ser metódico, más cuidadoso de lo que ya era, para que nada se le escapara de las manos, para que todo estuviera bajo su control. Y no podía confiar en nadie.

A partir de ahora, cada desliz supondría un nuevo peligro.

Entendió que un código de principios era lo que necesitaba para llevar una vida normal.

Una vez en pie, empujó el cadáver al fondo del mar. El cuerpo sin vida de aquel hombre se hundió en las aguas del Mediterráneo, hasta que desapareció por completo.

Había llegado el momento de regresar a casa.