21
Calle de San Bernardo (Madrid)
4 de abril de 1986
A la salida de la boca de metro de Noviciado, Amparo esperaba con un cigarrillo entre los dedos. No era fumadora, ni en ocasiones puntuales, pero esa mañana sintió la necesidad de hacerlo y compró un cigarrillo suelto en un quiosco, de camino a su encuentro. Desconocía lo que encontraría allí, si es que no se metía en más problemas después de esa cita.
Eran las once de la mañana, la calle gozaba del tránsito habitual del centro de la ciudad. Para ella, aquella zona era casi desconocida. Desde su llegada a Madrid, se habían amoldado a la vida del barrio, a sus cafeterías y a las rutinas que el propio entorno terminaba estableciendo. Al centro se viajaba para ocasiones especiales, y aquella era una de ellas.
Con un jersey de algodón fino y una falda negra, Amparo se protegía del frío con una cazadora de cuero oscura. Se fijó en las mujeres con las que se cruzaba por su paso. Muchas de ellas tenían aspecto de funcionarias, ya que la calle estaba llena de edificios públicos. Pensó que allí las personas tenían otro aspecto, algo más refinado, y le hizo sentir bien, por un momento, olvidándose del lugar al que pertenecía. Olvidándose de su marido.
Tras la esquina de una paralela, se dejó ver la pareja de hombres que había aparecido en su casa, una semanas antes, para después hablar con su marido.
Eran policías, al menos, eso le habían contado. La mujer sabía que estaba metiéndose en un jardín del que esperaba salir airosa. Tan solo deseó que nadie la reconociera entre tanta multitud. De ser así, estaba muerta.
Los dos agentes, vestidos con cazadoras de cuero marrón y gafas de sol de aviador, se presentaron fumando, como ella, en la salida de las escaleras del metro.
—Buenos días, señora Donoso —dijo el grandullón, con esa voz áspera y rasgada que lo definía. Estrecharon la mano y la mujer miró al más delgado de los dos, que parecía el más sereno—. Gracias por llamarnos. Será mejor que vayamos a tomar un café, ¿le parece?
—Sí, claro —dijo ella. Los tres echaron a caminar cuesta arriba, en dirección a la glorieta de Bilbao. Le resultaba extraño andar con dos hombres por la calle, pero se sentía protegida.
Los policías apenas hablaron, ni siquiera entre ellos. Tiraban el humo como dos chimeneas y luego se encendían otros cigarrillos con una cerilla.
Finalmente, llegaron a un bar cercano a la plaza. No era especial, más bien, una cafetería de barrio, como las que se podían encontrar en cualquier rincón del país, con su barra de metal, la vitrina con los encurtidos, un calendario de fútbol y un montón de botellas de licores.
—¿Le parece bien aquí? —preguntó el hombre delgado.
Fue el único que se preocupó por ella.
—Sí, está bien —respondió con timidez, aunque ella hubiese preferido un local con más luz.
Pidieron tres cafés y se sentaron en una mesa pegada a la pared.
De fondo se oía la radio, que estaba en lo alto de una esquina del bar. Sacaron otros dos cigarrillos, la mujer rechazó el que le ofrecieron y el más grueso apoyó los brazos sobre la mesa.
Amparo no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—No esté nerviosa. Hace lo correcto.
—Ya…
—Estamos aquí para ayudarle, ya lo sabe —dijo y se quedó mirándola un rato—. Señora Donoso, ¿desde cuándo le zurra su marido?
El compañero le dio un golpe y lo miró con desdén. No eran formas, pero Vélez desconocía lo que significaba la sensibilidad.
—Disculpe a mi compañero.
—No se preocupe, señor…
—Mariano, me puede llamar Mariano —dijo el hombre—, y a él, Vélez. Así será más fácil.
—Me pueden llamar Amparo —dijo y levantó los ojos para enfrentarse a los dos—. Desde hace unas semanas…
Se sintió liberada y avergonzada a la vez. Sintió que se rompía en pedazos sobre el suelo del bar. Era la primera vez que lo decía en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Vélez.
—Usted quería saberlo… —contestó con la voz temblorosa. Estaba demasiado nerviosa—. ¿Cómo pretenden ayudarme? ¿Lo van a detener?
Mariano escuchaba. Le dio una profunda calada al cigarro y echó el humo hacia el techo. Después se bebió el café de un trago. Movió el humo con la mano, antes de que le escocieran más los ojos.
—Sentimos decirle que no podemos ayudarle con eso —explicó sin demasiada empatía—. Intentamos hablar con su marido, pero imagine cómo reaccionó.
—No tiene la mínima idea de cómo reaccionó…
—Quisimos ofrecerle ayuda para tratar la enfermedad que padece, pero me temo que, si no es de forma voluntaria, no podemos hacer nada…
—¿Enfermedad? ¿De qué está hablando? —preguntó enervada. La extrema delgadez de la mujer hacía que se le marcaran los huesos de la cara al enfadarse—. Mi marido es un alcohólico, un violento y un maltratador. Su enfermedad no tiene cura. Él disfruta con lo que hace, ¿entiende?
—¡Chsst! Baje el tono, ¡cojones! —ordenó el grandullón haciéndole un gesto con la mano—. A nadie le importa esta conversación.
—Su marido está enfermo. Tiene un trastorno de doble personalidad y, con todo lo que bebe, no hace más que agravar la situación.
La mujer se quedó perpleja. Había escuchado ese término, pero no tenía conocimientos sobre salud mental. En esa época, era un tema tabú en la sociedad.
En definitiva, para ella, como para mucha otra gente, Ramón estaba loco, y eso era suficiente para entender que ninguno de los dos podría llevar una vida normal.
—¿Cómo saben eso de Ramón? ¿Acaso son médicos?
Vélez parecía sacar paciencia de donde no la había.
—No, señora. No somos matasanos. Precisamente por eso, por ese detalle, su marido tendría que aceptar la ayuda de manera voluntaria…
—No entiendo nada, de verdad.
Mariano apagó el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero de aluminio.
—Mi compañero y yo somos agentes del CESID —dijo sin medias tintas—. El Gobierno ha iniciado un programa para ayudar a personas con problemas mentales, que no se pueden resolver actualmente a través del sistema sanitario público.
—¿Y qué clase de programa es ese al que solo pueden acceder unos pocos?
—Uno experimental —respondió antes de que el resto de dudas emergieran de la boca de esa mujer—. Precisamente, por eso estamos siendo tan cuidadosos. Solo podemos elegir candidatos que no supongan… un riesgo muy alto. Ya me entiende.
—¿Riesgo de qué?
—De pérdida.
Existió un pequeño halo de esperanza en los ojos de Amparo. Parecía que esos dos hombres podrían ayudarle. No tenía la esperanza de que le curaran, pero a ella le bastaba con que le quitaran de encima a su esposo.
—¿Y si lo detienen? —preguntó, ahora más relajada e interesada en la conversación—. Él siempre anda metido en problemas. Alguna que otra vez, ha terminado en la comisaría.
—No podemos hacer eso. Ya nos ha oído. Ha de ser de manera voluntaria —dijo Mariano. La esperanza, que por unos segundos había reinado en su mirada, se desvaneció y dio lugar a la rabia, a la más grande de las impotencias, para culminar en el miedo, nublándolo todo—. Pero podemos ofrecerle otra cosa. Por eso estamos aquí.
—¿Otra cosa? —preguntó ofendida—. ¡No quiero otra cosa!
—¡Señora! Compórtese —reprendió Vélez—. Guarde las formas. Esto no es una partida de cartas.
Amparo ignoró la advertencia y se dirigió a Mariano.
—El niño —dijo el agente. Ella no lo esperó—. Sé que lo es todo para usted y que no puede protegerlo, pero nosotros sí.
Amparo ladeó la cabeza. No le gustó cómo sonaba eso.
—Una madre es capaz de todo por su hijo.
Vélez tiraba aire por la nariz como un toro.
—¿Y si son dos en lugar de uno? —cuestionó con mala baba—. ¿También lo soportaría? A partir de ahora, déjese las frases de novela barata, por favor…
—¿A qué diablos se refiere?
Ninguno de los dos logró encontrar las palabras adecuadas para no herir más sus sentimientos. Las manos de la mujer temblaban sobre la mesa, aunque ella fingiera que no era así.
—Puede que el niño haya heredado el mismo trastorno —expresó Mariano, con los ojos clavados en la mirada preocupada de la madre—. Por supuesto, para estar seguros, habría que hacerle algunas pruebas antes.
—Es imposible, Ricardito jamás se convertiría en su padre.
—Eso piensan todas las madres, señora —agregó Vélez, más calmado. Amparo pasaba por un momento difícil. Masticar una verdad tan dura, no era sencillo—. Usted no lo verá hasta que el chico se haga más grande, pero puede que, para entonces, sea demasiado tarde. Si actuamos a tiempo, podremos ahorrarnos todos un problema.
—Mi Ricardito no es un problema. Es un niño estupendo. Jamás le haría daño a nadie.
—Su hijo es un reloj de cocina y ya está en marcha —intervino Mariano—. Pase lo que pase, está marcado de por vida, después de ver con sus ojos cómo su padre ha golpeado a su madre día tras día, sin remordimiento alguno. Eso no lo olvidará jamás y quedará grabado a fuego, moldeando su realidad en torno a lo que ha vivido. Si a eso le sumamos que puede sufrir un trastorno… Imagine en lo que desencadenaría el asunto.
Asumir una responsabilidad tan grande, no era tarea fácil.
Lo que esos dos hombres intentaban transmitirle a Amparo, era que el pequeño Ricardo ya estaba roto por dentro, antes de ser adulto. Aunque no había sido su culpa, se sentía responsable por ello. Era un sentimiento extraño.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó desesperada.
Mariano estiró el brazo y le sujetó la mano para que se calmara.
—Deje que le hagan un diagnóstico. No está todo perdido —respondió con voz pausada—. Simples pruebas. Nos encargaremos de que esté a salvo. Debe confiar en nosotros.
La mujer no supo qué responder. En el fondo, estaba abandonada a la suerte.
Esos dos desconocidos le ofrecían una alternativa, la única que tenía. De lo contrario, el resto de sus días se podía convertir en una ruleta rusa. Estaba agotada, cansada de no ver el sol brillar cada mañana.
Pensó que ellos, al menos, salvarían a su hijo de vivir entre las nubes.