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RD Arquitectos, Barrio de Palomas (Madrid)
24 de octubre de 2013
Llegó al estudio un poco más tarde de lo habitual. Se había entretenido guardando el maletín en una de las taquillas de la estación de trenes de Atocha. Dada la cantidad de dinero que guardaba en el interior, dejarlo en casa solo ponía en peligro su integridad. Allí estaría seguro, nadie sospecharía del escondite.
Cuando detuvo el motor, encontró el Ford Fiesta de Lomana en su plaza de aparcamiento, por lo que dedujo que ya estaría en su puesto de trabajo.
Al salir del vehículo, echó un vistazo a la fachada y a la inmensa explanada que se unía al aparcamiento. Ahora, el escenario era totalmente distinto al de la noche anterior. El coche de Ruiz de Sopena había desaparecido. No quedaba rastro de la escena del crimen. Una furgoneta de reparto cruzaba al otro lado de la carretera. La valla publicitaria seguía en pie, descolorida por los rayos del sol.
Caminó en diagonal hacia el lugar de los hechos, pero no encontró nada más que unas marcas de tiza blanca sobre el suelo.
—Mierda… —murmuró y apretó los dientes. La Policía había estado allí durante la madrugada. Sería una cuestión de tiempo que llegaran las preguntas.
Dio media vuelta y se dirigió a la entrada del edificio.
En el vestíbulo, la recepcionista ordenaba el calendario en la pantalla del ordenador.
—Buenos días, señorita Álvarez —dijo y sus ojos se dirigieron al interior del mueble, pero no encontró nada. El arquitecto sonrió—. ¿Alguna novedad?
—Ninguna, señor Donoso —respondió ella, más relajada que el día anterior. Por alguna razón, la felicidad brillaba en sus ojos. Él entendió que no estaría relacionada con el cambio laboral. Tal vez, hubiera conocido a un chico interesante.
Asintió con la cabeza y entró en el ascensor. Se cuestionó si, algún día, sus ojos llegarían a poseer también ese brillo. Una idea infantil, inocente. Sabía de buena mano que ese momento nunca llegaría, por lo que era mejor no ilusionarse con tales estupideces. Para él, una persona intoxicada por sus emociones, se convertía en un ser impredecible, débil e inútil. Victoriosa era la persona que lograba conquistar su fuero interno.
Cuando las puertas se abrieron, vislumbró la cabeza de Lomana frente al monitor del ordenador. Tenía el morro torcido, como si le pesara haber llegado antes que su jefe. A Ricardo le importaba un bledo lo que el urbanista pensara. No le pagaba por escuchar sus opiniones personales.
Ignoró su presencia por completo, abstraído en la imagen de su escritorio, al fondo del pasillo. Silvia, vestida con pantalones crema y una chaqueta azul, dejaba sobre la mesa una nota.
—¿Qué es eso? —preguntó él señalando al papel adhesivo de color naranja. Pronto, se dio cuenta de que sus palabras denotaban tensión, así que buscó el modo de relajarse—. ¿Ha llamado alguien?
—Buenos días, señor —dijo ella, sorprendida por la presencia del jefe. Estaba acorralada contra la mesa, pero no se sentía intimidada por él. El despacho de cristal ahora olía a su perfume. Silvia se escabulló abriéndose paso, para regresar a la mesa de trabajo—. Han llamado hace unos minutos preguntando por usted.
—¿Quién?
Ella se detuvo. Le dio un repaso con la mirada y tensó las comisuras de los labios.
—¿Se encuentra bien, señor?
—Te he hecho una pregunta.
La secretaria frunció el ceño.
—Un inspector de Policía —respondió fría, aunque sin levantar la voz para que el secreto se corriera—. ¿Le traigo un café? ¿Una infusión?
—¿Qué quería?
—Hablar con usted.
—¿No te ha dicho de qué?
—No —dijo con voz de preocupación—. Le he dicho que usted le llamaría cuando pudiera.
Donoso cerró los ojos y levantó las manos, haciendo un gesto de suficiencia. Quería que le dejara en paz.
—Gracias, Silvia… Y estoy bien. No necesito nada.
—Como quiera —contestó con molestia la empleada y volvió a su silla—. Eres tonta, te preocupas demasiado…
Pero el arquitecto no escuchó el murmullo de la mujer.
«Un policía. Lo que me faltaba, joder…», bramó en el interior de su cabeza. Un cosquilleo se apoderó de sus brazos. Se rascó la barba, la cabeza, el plexo solar. Estaba inquieto. Pensó en ir al baño, esnifar un poco, pero era la hora de llegada y lo último que buscaba era otro escándalo. Se preguntó cómo podría escaquearse de esa llamada. No lo sabía. Su talento era otro. Vendía proyectos, edificios, grandes construcciones. Convencía a millonarios de que él era la mejor apuesta. Pero no sabía nada sobre agentes del orden.
Encendió el ordenador y leyó la nota que la secretaria le había dejado. La arrancó de un tirón, la arrugó y la guardó en el cajón del escritorio.
Silvia era una profesional. Trabajaba de forma eficaz y sabía gestionar el carácter de Donoso, sobre todo, cuando la tormenta arrasaba en la oficina. Por su parte, el arquitecto no estaba del todo convencido con su tarea. No es que Silvia lo hiciera mal, sino todo lo contrario. Lo hacía demasiado bien, y ese era el problema principal. Desde el principio, a diferencia del resto de empresas, se había opuesto rotundamente a contratar a una persona que gestionara su agenda, sus citas, sus movimientos. Aquello significaba transparencia, no solo el calendario, sino también en la correspondencia.
Pero las reglas del juego las marcaban otros y tener a alguien que atendiera las llamadas, así como a los clientes, ahorraba tiempo, molestias y daba una mejor imagen de la empresa. Por tanto, no podía quejarse. Después de varias entrevistas, supo que Silvia Cabezo era la mujer idónea para ocupar la plaza. Era discreta, tenía experiencia, había trabajado antes para bufetes de abogados de gran prestigio y sabía cuándo morderse la lengua o mantenerse al margen. Empero, uno de sus mayores defectos era la confianza. Durante la carrera laboral, antes de iniciar su propia firma, Donoso había observado cómo algunos empleados sobrepasaban los límites de la intimidad y de la confianza ajena, después de algunos encuentros fuera del horario laboral. Un error de principiante, que solía repetirse a menudo y que truncaba las aspiraciones profesionales de quien lo cometía.
Por eso, desde el inicio, lo tuvo claro: cada área de su vida sería independiente, como universos separados, y no estaba dispuesto a mezclarlos entre ellos, sin ningún tipo de excepción.
Lo primero que hizo, tan pronto como el ordenador inició el sistema, fue entrar en las secciones de sucesos de los diarios.
Leyó los titulares de las noticias, en busca de un homicidio o desaparición que despertara su interés, pero no encontró nada que estuviera relacionado con lo vivido la noche previa. Resopló y se meció el cabello. De nuevo, pensó en llamar a esa mujer. Sagasta. No entendía por qué le dedicaba tanta atención. Era atractiva a sus ojos, pero nada más. Su extraño comportamiento le causaba pavor.
Estaba dispuesto a abrir el correo electrónico, cuando el teléfono de la secretaria sonó. El arquitecto sospechó que sería ese inspector llamando otra vez.
—Pásamelo —dijo antes de que Silvia respondiera.
La secretaria tocó un botón y desvió la llamada.
—Ricardo Donoso, ¿quién llama? —preguntó con voz firme, demostrando que no tenía ningún pudor en identificarse.
—¿Dónde está? —cuestionó una voz sórdida, probablemente, distorsionada con algún tipo de aparato o aplicación de teléfono. Entonces, Donoso percibió que no era el inspector quien hablaba al otro lado. Un sudor helado cayó por su espalda.
—¿Quién habla?
—El maletín. ¿Dónde está?
La secretaria se giró. El arquitecto hizo un gesto con la mano para que siguiera con sus asuntos.
—Un momento… —respondió con voz neutra, apoyó el aparato en la mesa y se levantó. Cerró la puerta para que nadie le escuchara. Las paredes de cristal tenían el grosor suficiente para insonorizar el interior, evitando así que las palabras se escaparan. El estrépito de un disparo allí dentro, apenas se notaría en el resto del edificio. Tomó asiento y se puso al teléfono—. Primero, quiero saber con quién hablo.
Donoso escuchó una risotada como respuesta. La boca del estómago se le cerró. Agarró el auricular del teléfono con fuerza. Detestaba que se mofaran de él.
—Dado que usted tiene algo que no es suyo, eso debiera preguntarlo yo —respondió—. Haga lo que le pido. Dígame dónde ha escondido el maletín. Dudo que sea tan estúpido de guardarlo en su oficina.
El arquitecto se giró y buscó por el cristal, pero no había nadie observándolo desde el exterior.
—¿Qué ha hecho con Ruiz de Sopena?
—Ese no es asunto suyo.
—Ya lo creo que sí —contestó tajante—. Responda, o no le diré nada.
Después oyó un murmullo al otro lado.
—¿Quién cojones se cree que es?
Don se rio con soberbia.
—Estoy seguro de que la Policía me agradecerá que le cuente lo que vi.
—Se está equivocando de persona, Donoso.
No le gustó la contestación. Eso le ponía en desventaja.
—No le tengo ningún miedo —dijo, ahora más confiado. En su interior, las ansias crecían. Le gustaba la sensación de sentirse superior dentro de un juego que él no había preparado. Sabía que, tarde o temprano, terminaría encontrándose con la persona que había al otro lado—. Dígame qué hicieron con ese hombre o haré desaparecer la maleta. Le juro que no verá ni un céntimo.
El desconocido carraspeó. Parecía desconcertado.
—Es usted un lunático y un cretino… El hombre por el que pregunta está muerto —dijo y esperó unos segundos—. Y usted será el próximo si no me dice dónde guarda el maldito maletín.
Don sonrió. Tenía todo lo que necesitaba: una justificación. Estaba muerto, había matado a un inocente y ahora debía pagar por ello. Así, su espíritu quedaría libre de culpa. Ese maldito había mordido el cebo. Ahora, era cuestión de atraerlo a su trampa.
—Venga a por él. Le estaré esperando —contestó y colgó el teléfono.
Con un regusto a satisfacción, había logrado darle la vuelta a la situación, sin ser consciente de lo que había provocado.
En el fondo, llevaba años ansiando ese momento.
Pero, en esta ocasión, era él quien se vería en problemas.