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RD Arquitectos, Barrio de Palomas (Madrid)

25 de octubre de 2013

El segundero del reloj digital de su escritorio parpadeaba intermitentemente. Sentado en la cómoda silla de oficina de color negro, sus ojos se distraían mirando, sin cese, el teléfono que había sobre la mesa.

La visita de esos dos inspectores le robó algunas horas de sueño, provocando que un ejército de pensamientos perturbadores, se abalanzaran sobre sus nervios como bestias. Rodó sobre el colchón, luchó sin éxito por acallar la mente y no logró relajarse y caer en un profundo sueño.

El agotamiento le estaba pasando factura. Una persona podía sobrevivir sin comer, únicamente hidratándose, pero no podía funcionar sin descanso. La extenuación acumulada comenzó a pronunciarse en sus ojos, ahora irritados, así como en su voz, que cobraba un tono más grave de lo habitual. Le temblaban los párpados y no podía concentrarse por mucho tiempo seguido. Aquello, además de destrozarlo físicamente, también generaba un pozo de ansiedad en la boca del estómago que le impedía respirar con claridad, volviéndolo aún más irascible con sus empleados.

«¿Qué te está pasando, Ricardo?», se cuestionó apoltronado como un filete de carne sobre la tapicería del asiento. Algo no encajaba. Siempre había sido capaz de gestionar el estrés en los peores momentos.

Hizo una lista mental de sus tareas diarias. La falta de sueño le provocaba pérdidas de memoria, lapsos breves que le impedían recordar con claridad lo que había hecho. Así que visualizó una película a color en su cabeza, repasando las primeras horas del día. Todo parecía seguir el orden habitual: la rutina de ejercicios en el apartamento, la entrada al estudio, la breve conversación con la recepcionista, siempre banal, como debía ser. Se vio entrando al despacho, la llegada de Lomana, del resto del equipo, pero…

Entonces alzó la vista y se fijó en el escritorio de la secretaria. Volvió a mirar el reloj de LED del escritorio. Eran las diez y media de la mañana. El teléfono no había sonado hasta el momento y Silvia Cabezo no ocupaba su puesto de trabajo.

Donoso gruñó y dio un sonoro respingo de preocupación. La imagen no era perfecta. Aquel detalle le dio la energía necesaria para levantarse del asiento. Cruzó el pasillo, despertó la atención de los empleados y después se detuvo, siendo el centro de atención.

—¿Alguien sabe dónde está la señorita Cabezo? —preguntó, escuchando el eco de su voz en la sala—. ¿Dijo algo ayer?

Los empleados se miraron. Nadie sabía nada.

Silvia no tenía hijos, ni solía ausentarse por un resfriado. Temió lo peor, pero decidió esperar y encontrar una solución. Estaba convencido de que tendría una explicación coherente.

Descolgó el teléfono y llamó a la recepción.

—¿Sí, señor Donoso?

—¿Dónde está la señorita Cabezo?

—No lo sé —dijo la recepcionista con indiferencia, como si esa no fuera su preocupación—. ¿Quiere que la llame?

—Deberías haberlo hecho ya —contestó y colgó. Había sido seco, pero no estaba de humor para empatizar con nadie.

Se rascó el mentón.

Esperó unos minutos y el teléfono sonó. Sintió un placentero alivio al escuchar la llamada.

—¿Y bien?

Pero la voz que sonó al otro lado, no era la de esa chica.

—Donoso… —dijo la voz masculina, opaca y manipulada. No necesitó explicaciones para saber de quién se trataba—. Se cree que soy imbécil, ¿verdad?

Se levantó, cerró la puerta de cristal y, sin regresar a la silla, agarró el aparato.

—Ya se lo he dicho —contestó aguantando la furia que le recorría por dentro—. Si quiere el maletín, venga a por él.

—Eso lo tendría que decidir yo —dijo la voz. Después acercó el micrófono a algo. El arquitecto escuchó un zarandeo.

—Ricardo, por favor… ¡Sálvame! ¡Ricardo!

Era la voz de Silvia Cabezo, desesperada, pidiendo su ayuda.

—¿Silvia? Hijo de perra…

—¡Por favor! Modere su lenguaje… —replicó con burla—. Quiero que sepa, que esto no es un juego, ni tampoco una broma. Usted tiene algo que no es suyo… Entréguemelo y la dejaremos tal y como la encontramos. Hágase el macho y esta preciosidad pagará las consecuencias. ¿Podrá cargar con eso el resto de su vida? La elección es suya, Donoso.

Ricardo esperó unos segundos antes de colgar, pero los gritos de auxilio le obligaron a mantenerse al aparato.

Respiró profundamente. Intentó guardar la calma. Lo último que quería era mostrarse afectado.

—¿Qué sucede con ese hombre? ¿Qué ha hecho con Ruiz de Sopena? —preguntó con voz pausada—. La Policía está investigando la desaparición. Tarde o temprano lo encontrarán.

—Preocúpese de sus problemas y haga lo que le voy a indicar…

—¡Ricardo! ¡No! —gritó Silvia a lo lejos.

El arquitecto oyó una fuerte bofetada al otro lado del auricular y la voz de la mujer se silenció.

—Si le ocurre algo…

—Tome nota, señor arquitecto… —comentó y percibió una breve carcajada.

Ricardo Donoso escuchó con atención sus palabras.


Una entrega en unas horas. Eso era todo lo que pedía. Después, recibiría una llamada a su teléfono particular para indicarle dónde podía recoger a la secretaria. Tan fácil como eso.

De un plumazo, se quedaría a un lado y no volvería a saber del desconocido, aunque más tarde tuviera que lidiar con los daños causados a esa mujer.

Comprobó de nuevo la hora. La llamada había sido corta y aún quedaba tiempo para pensar, hasta el momento de tomar una decisión.

La perturbadora llamada del desconocido le había cambiado los ánimos. No se sentía tan cansado, ni nervioso. Aunque aún notaba la fatiga, podía pensar con claridad.

La imagen del aparcamiento se posó en su mente. Intentó recordar con detalle lo que había visto, pero estaba oscuro, era de noche y apenas lograba ver más que a aquel matón en chaleco y su compinche de pelo largo. En el fondo, ninguno de esos individuos parecía ser la cabeza de un plan como aquel. Probablemente, fueran dos matones a sueldo. Todavía estaba a tiempo de contarle la verdad al inspector Peña, pensó. Resopló indignado. Se preparó un café y miró al horizonte que formaba la oficina. Allí dentro, al otro lado de la pared de cristal que separaba su realidad de la del resto, el día parecía ir con normalidad, por lo que debía ser cauteloso, salir de la oficina sin levantar sospecha entre los empleados y regresar antes de que se hubieran marchado.

Tanta informalidad generaba molestias en el equipo.

Dado que ese desconocido tenía acceso a su teléfono, saltándose el número de la centralita, sospechó que alguien podría habérselo dado.

«Es absurdo. Estás delirando…», pensó frotándose la frente, ahora húmeda por el sudor. Pero no era tan descabellado.

Sacó el teléfono móvil de su bolsillo y buscó en la agenda. No podía quedarse quieto, y mucho menos permitir que se salieran con la suya. Tuvo un pálpito y recordó el perfume de esa mujer. Abrió la aplicación de mensajería y buscó el número de Verónica Sagasta.

Dudó en escribirle un mensaje. Llevaba días pensándolo, pero nunca se decidía. Entonces, ¿por qué lo hacía?, se cuestionó. Esa mujer no le había dado señales después de su encuentro. El marido estaba desaparecido y, probablemente, ella estuviera accediendo a los interrogatorios de esos dos agentes para aportar un poco de luz en su búsqueda.

Ricardo: Necesitamos hablar. Es sobre Álvaro.

 

Verónica: Ok. En el Thyssen, en una hora. Ven en taxi. Hay policía.

Se sintió desahogado al concluir la conversación. Guardó el teléfono y pidió a la recepcionista que solicitara un taxi. Esperó en su despacho hasta que vio el vehículo blanco detenerse en la puerta del edificio.

Cuando subió al coche, un olor a lavanda le recibió en el interior. De pronto, notó algo extraño.

—Buenos días, señor —dijo la voz del conductor.

Por un momento, Donoso pensó en bajarse, pero reculó.

«Lo que faltaba…».

Sin duda, lo reconoció, sin el menor vacile. Era él, el hombre del bigote fino y cabello canoso con el que se había cruzado a la salida del hotel, vestido de traje y chaqueta.

Mariano, el desconocido al que le había roto las gafas en un accidente, las cuales ahora guardaba en el cajón de su mesilla de noche.

Donoso levantó un poco el mentón y se sentó tras el conductor. Si ese hombre estaba relacionado con la llamada, le iba a costar el trabajo.