29
El inversor dejó la botella en el suelo, bajo las órdenes del arquitecto, y los dos subieron a la parte superior del yate. Allí, se acercó a los mandos y puso en marcha la embarcación. El aire azotaba la melena de Ruiz de Sopena, que esperaba con la mirada gacha.
—Podemos solucionar esto hablando.
Pero el arquitecto se mostró indiferente a sus palabras. Con el cañón apuntando a su espalda, le dejó claro que, a la mínima estupidez, vaciaría el cargador en su cuerpo.
El motor se puso en marcha y, al rato, tomaban velocidad hacia el mar, dejando atrás el mosaico de luces de colores que alumbraban la fortaleza maltesa.
A medida que se adentraban en el Mediterráneo, el entorno se volvía más y más oscuro, hasta el punto de ser envueltos en la noche, rodeados de la nada, alejados de la civilización, que se veía como un punto lejano en el horizonte. La luna alumbraba sobre el mar, resplandeciendo en el agua e iluminando sus rostros débilmente. Allí dentro, Donoso creyó que nunca llegaba a anochecer del todo. Era una sensación ilusoria. El barco daba pequeños saltos sobre el agua, pero el mar picado no fue un impedimento para que Ricardo se mantuviera pegado al patrón. Sabía que, si se despistaba, aquel hombre intentaría defenderse.
—Está bien. Para el motor.
El hombre accedió e hizo lo que el arquitecto le había indicado.
—¿Vas a matarme? —preguntó el hombre con curiosidad. No parecía estar demasiado asustado para tener el cañón apuntando a su cabeza—. Debo reconocer que estoy sorprendido.
—Lo tenías todo bien atado desde el principio. Desde que nos vimos en aquella fiesta. Llevabas meses planeándolo.
El inversor rio y se abrochó el botón del cuello de la camisa. Tenía frío, pero fingía no sentirlo.
—Fue idea suya, de Verónica —respondió con nostalgia—. Ella te eligió para esto.
—Eres un hijo de puta. Le rajaste el cuello.
Ruiz de Sopena le lanzó una mirada de advertencia.
—Me traicionó, ¿qué habrías hecho tú, Ricardo? —preguntó levanto una ceja—. Ella debería estar aquí y no tú, pero cambió de opinión. Quería más de la mitad del dinero del seguro. Eso no era lo que habíamos acordado. Así que me amenazó con contarlo todo, en cuanto la Policía comenzó a investigar mi desaparición. Después de lo que sabía, no podía dejarla marchar así como así.
—Eres un miserable.
—Estás pensando con el corazón y no con la mente —señaló—. Ella fue quien me avisó de que irías a tu oficina. Nosotros te dejamos el maletín lleno de dinero falso para que mordieras el cebo. Verónica llamó al 112 para que enviaran un coche de Policía.
—No, ella me preguntó por el dinero. Sabía que había caído en tu trampa y quería salvarme. Por eso insistió en que le ayudara a encontrarte…
—¿Salvarte? ¡Despierta, joder! —respondió con fuerza—. Verónica se dedicaba a falsificar obras de arte y venderlas como si fueran reales. Era una embustera profesional y sabía seducir a cualquiera. Por desgracia, nunca llegó a la perfección en su trabajo. De haberlo hecho, no estaríamos pasando por esto…
«No le escuches más y dispara. Acaba con él, Ricardo, de una jodida vez».
—Intentas confundirme, pero te equivocas conmigo. El hotel, la secretaria…
—Eso sí que fue un problema —intervino lamentándose—, pero, como en las finanzas, hay que tomas riesgos… Pensé que, secuestrando a la chica, nos ayudaría a ganar tiempo y tú te limitarías a obedecer hasta que la Policía te detuviera. No tenía en mente hacerle nada a esa muchacha, simplemente meterla en ese desván unos días, hasta que nos fuéramos. Tampoco a la zorra de mi mujer. Dejamos pruebas por todas partes que te implicaban… Cabello, fotografías, grabaciones en vídeo… Pero no, esa desgraciada comenzó a hablar más de la cuenta… Me estaba hartando… Después, el héroe tuvo que ir más allá y… En fin, la jodiste, ya lo creo que la fastidiaste, Donoso…
—Te equivocaste eligiendo a Silvia. No la conoces de nada y voy a arreglar esto…
—¡Alguien tenía que explicarle a esa zorra quién mandaba! —gritó enfurecido. El arquitecto quitó el seguro para disparar. La postura del hombre se congeló, pero sonrió con una expresión que causó pavor. Donoso entendió que, como él, tampoco tenía miedo a morir—. ¡Dispara! ¡Vamos! ¡Nadie nos ve! ¿A qué tienes miedo? ¿A matar a un hombre?
No sabía de lo que hablaba.
El arquitecto lidiaba una guerra interna por controlar sus emociones.
—Vas a pagar por lo que has hecho, maldito cabrón.
—Todavía podemos solucionarlo —añadió. El motor se detuvo finalmente. Las aguas se tranquilizaron. En medio del Mediterráneo, solo podían escuchar la voz del otro—. Vente conmigo a Brasil. Te daré un veinte por ciento de lo que pague el seguro. Podremos empezar de nuevo, como socios, esta vez con buen pie.
—Vete al cuerno.
—Ese es tu problema, Ricardo. Jamás aprenderás a respetar a quien lleva más años que tú en esto.
Al pronunciar la última sílaba, el inversor se abalanzó sobre el arquitecto. Apretó el gatillo. Se escuchó un disparo en el aire, el estallido sonó en el mar y Ricardo resbaló al suelo. Había fallado, no vio rastro de sangre por la superficie, pero todavía sujetaba la pistola. Dio un puñetazo de rabia contra el suelo. Ese cretino había desaparecido saltando al nivel inferior. Estaban completamente a oscuras. El barco se balanceaba un poco, debido al forcejeo. El corazón le latía con fuerza. Podía sentirlo como una bomba en su interior.
Si bajaba, era hombre muerto. Quedarse allí arriba y esperar a que amaneciera, tampoco era una buena idea. Esa noche, uno de los dos no llegaría a puerto con vida, y temió, por un instante, que fuera él.
Se acercó a la cubierta y miró de reojo, pero no podía ver demasiado. Bajó las escaleras apuntando con el arma hacia la ventana que daba paso al salón del barco. La cortina se levantó por el viento.
—¡Sal! —gritó al vacío—. ¡No tienes escapatoria!
A sus pies, se topó con una de las neveras y se dio cuenta de que la botella de vino que el Ruiz de Sopena llevaba al subir, ya no estaba allí.
De la nada, el brazo del inversor apareció y le propinó un botellazo en la cabeza que lo envió a la superficie de madera. El arma cayó por la borda al mar. Antes de que se diera cuenta, los puños de aquel hombre le golpeaban con saña en la cara. La cabeza le daba vueltas. Los cristales se le clavaban en el cuello. Notó un hilo frío y húmedo en la parte alta del cráneo. El golpe le había hecho una brecha. Se protegió con los brazos, aturdido y casi sin energía, pero no iba rendirse tan rápido. No iba a darle ese placer.
Los golpes eran pesados y dolorosos. Puede que supiera algo de boxeo, pero necesitaría algo más para matarlo. Sacó fuerzas de dentro y le propinó una patada en el estómago, desde el suelo. El inversor se echó hacia atrás varios metros y perdió el equilibrio a causa del balanceo.
Ricardo se arrastró por el suelo, hasta que entró en el interior. Allí vislumbró un sofá. La cocina quedaba demasiado lejos como para hacerse con un cuchillo. Le costaba pensar con claridad. La sacudida lo había dejado casi sin conocimiento. Ruiz de Sopena reía desquiciado. Parecía divertirse con la situación.
—Estás chalado, Donoso, pero tienes cojones…
Si no reaccionaba, lo tendría encima de nuevo y, esa vez, no le daría una segunda oportunidad. Junto al sofá, vio una pequeña lámpara de lectura.
Los pasos del inversor eran lentos, pero se acercaban a él recortando distancias. Ahora, en la mano sujetaba el cuello roto de la botella.
En un movimiento ágil, se estiró y arrancó la lámpara del enchufe. El adversario se lanzó sobre él. Tuvo la suerte de esquivar el primer golpe y le respondió acertando de lleno con el hierro en su cara, pero el vidrio afilado le cortó el antebrazo.
—¡Ah! —bramó de dolor. Se escuchó un estrépito seco. El golpe en la sien, lo había derribado. Donoso sintió la sangre en su brazo. Le escocía como si una antorcha le quemara la piel.
Cuando levantó la vista, Ruiz de Sopena estaba aturdido en un rincón. Había llegado su momento. Las pupilas se le dilataron de nuevo al arquitecto, adoptando un tono grisáceo y opaco. Agarró el cuerpo de la lámpara con la diestra, se apoyó en la pared y se arrastró hasta el rincón del camarote.
El hombre suspiraba exhausto. El golpe lo había destrozado.
—Malnacido… Esto no acaba así, esta historia tiene un buen final para mí… Me lo merezco, joder… Después de todos estos años, me lo merezco… —murmuró. La sombra del arquitecto se hizo más grande hasta ocupar toda el espacio. Abrió uno de los ojos y lo vio acercarse. El pánico se apoderó de su mirada. Los músculos se le estrecharon. Empezó a inquietarse y a respirar con más rapidez. Su discurso cambió por momentos—. Te encontrarán, sabrán lo que has hecho… Hay pruebas, Donoso. Vas a cometer un error… Soy el único que te puede ayudar… Retrocede, te estás equivocando, soy la única persona que puede salvarte, Donoso…
Ricardo se detuvo ante él. Lo miró desde arriba y apretó el puño.
—Te has confundido conmigo —dijo con voz grave y neutra—. Mi nombre es Don, nadie puede salvarme… ni a ti tampoco. Púdrete en el infierno.
Álvaro Ruiz de Sopena no tuvo tiempo para gritar de dolor.
El arquitecto le golpeó la cabeza tan fuerte, que un chorro de sangre salió de la boca de su víctima. Después continuó rematándolo con violencia, seis veces más, dejándose el aliento en cada impacto, sintiendo cómo el cuerpo de ese hombre se transformaba en cadáver. Cada sonido se volvía más crudo. Los puños le dolían, pero no podía parar de atizarlo. El último halo de vida corría hacia sus brazos, que se volvían más fuertes y vigorosos, hasta el punto de olvidar que tenía un corte. Tal fue la dureza de su escarmiento, que el rostro de su víctima quedó deformado e irreconocible.
Cuando terminó, salió a la cubierta y gritó a pulmón abierto mirando hacia el cielo.
Solo la luna y las estrellas lo escucharon.
El eco de su voz se perdió en el Mediterráneo.