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Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla (Carabanchel, Madrid)

3 de mayo de 1983

Una puerta se abrió en aquel pasillo aséptico de la planta baja del hospital. Se encontraba fuera de su barrio, una zona que desconocía por completo. Estaba contenta, aunque mantenía sus dudas. Lo único que deseaba era que el hijo no saliera como el padre. Amparo esperaba a que esos dos hombres aparecieran en algún momento con el pequeño Ricardo. Las condiciones habían sido claras: el niño debía volver a casa antes de que llegara su marido, para evitar sospechas.

Por aquella puerta verde, primero salió el más grandote, después su compañero, el hombre delgado y alto, de pelo liso y lentes ahumadas.

La mujer se puso en pie, desconcertada y un poco nerviosa al comprobar que el niño no estaba con ellos.

—¿Y Ricardo? —preguntó preocupada.

El sonido de los pasos retumbaron en el pasillo.

Mariano se rascó el mentón buscando las palabras adecuadas.

Vélez lo miró, se puso un cigarrillo entre los labios y los dejó solos.

—Estaré fuera —dijo dirigiéndose al compañero—. Necesito que me dé el aire un rato.

La chaqueta de cuero desapareció por el pasillo. Amparo, con los ojos abiertos y la mirada expectante, aguardó en silencio hasta que el hombre se decidió a hablar.

—Ricardo estará con usted en unos minutos —dijo Mariano y señaló a uno de los bancos—. Siéntese.

—No quiero sentarme. Llevo dos horas esperando, señor.

—He dicho que se siente —ordenó y señaló el lugar con el índice.

La mujer obedeció, tomó asiento junto a la pared y Mariano se puso a su lado.

—Amparo, tiene que escucharme y creerme, sobre todo, creerme —dijo clavándole la mirada—. Estábamos en lo cierto. Ricardo es un niño… especial… que necesita ayuda. El problema es que no es una enfermedad como cualquier otra, ya me entiende…

—No, no le entiendo —dijo alzando la voz—. ¿Me quiere decir que está enfermo y que no tiene cura?

—En absoluto. No he dicho ninguna de las dos cosas.

—Entonces, ¿está loco? ¿Como su padre? —preguntó y se desmoronó. La mujer se puso la mano en la nariz para aguantar las lágrimas—. Ay, Dios mío…

—Ricardo no está loco —aclaró—. Necesita ayuda, eso es todo, y esa ayuda no se le puede dar en un día. Es lo que intento transmitirle.

—¿Pero qué es lo que le ocurre? ¡Dígamelo! Es mi hijo…

—Tranquilícese —contestó haciendo un gesto para que bajara el tono—. No le puedo decir lo que le ocurre, porque todavía necesita más pruebas. Pero, no tiene por qué preocuparse, su hijo…

—¡Señor! ¡No hace más que decir eso!

Mariano puso la mano sobre la de Amparo y sintió su piel helada y tersa. La mujer se quedó muda. Sus ojos se enfrentaron. Ella tan solo buscaba una respuesta.

—Amparo, sé cómo se siente. Yo también tengo una familia y enloquecería si estuviera en una situación así —contestó. Mariano empleaba un tono suave y conciliador—. Debe confiar en mí, soy un hombre de palabra y le prometí que les ayudaría personalmente. Ricardo es un buen chico y estará bien muy pronto, se lo prometo. Le contaré la verdad cuando tenga algo que decirle pero, mientras tanto, solo le pido que aguarde, que lo cuide y que confíe en mí.

Antes de que respondiera, la puerta se abrió.

La mano de la mujer se deslizó por debajo, separándose de la del hombre. Cuando Amparo vio la figura del niño, se levantó y corrió a abrazarle. El pequeño no sospechó nada. Parecía aturdido, recién despierto de una larga siesta.

Mariano se puso en pie. Una enfermera lo acompañó hasta su madre y se retiró.

—Ricardito, hijo mío… —dijo estremecida y le dio un fuerte abrazo—. ¿Cómo estás? ¿Te han tratado bien?

El chico miró de reojo al hombre, que esperaba detrás contemplando la escena.

—Sí, mamá. Esa mujer me ha dado una piruleta de fresa.

La madre comprobó la cara, los ojos del niño, la cabeza, y lo volvió a abrazar.

—Tengo hambre, mamá —dijo atrapado en los brazos de la mujer—. He dormido mucho.

Mariano se acercó a la mujer.

—Hasta el próximo jueves, señora Donoso —dijo y se dispuso a abandonar el pasillo. El niño lo miró fijamente, como si lo hubiese visto en alguna otra parte, sin su madre presente. Mariano sonrió, fuera de peligro y sacó un cigarrillo arrugado de su pantalón—. El taxi les esperará en la entrada.


El agente caminó hasta las escaleras traseras del edificio. Allí encontró a su compañero, vestido con vaqueros, camisa, corbata y esa chaqueta de cuero negro que no se quitaba nunca. Se colocó las gafas, que le hacían los ojos más pequeños, y tiró la colilla al suelo para después aplastarla con el zapato.

—¿Ya? —preguntó Vélez—. ¿Le has contado la pantomima?

Mariano se encendió el cigarrillo con un fósforo.

—No te permito que hables así —dijo procurando que no se fuera la llama.

—Lo siento —respondió—. Se nos puede caer el pelo si cuenta algo. No es una buena idea.

Mariano dio una calada y miró extrañado al agente.

—¿De qué tienes miedo, Vélez? El candidato tiene aptitudes. Ha resistido a la prueba del pentotal durante quince minutos. Un niño, a su edad, no aguantaría ni diez segundos.

—Tú lo has dicho, joder. Es un maldito niño.

—Es un criminal en potencia. Ya lo has oído.

—Eso son chorradas —respondió incrédulo moviendo las manos—. Es normal que quiera matar a su padre, después de lo que ha visto… Pero ya sabes que no son más que habladurías.

—Ha dicho que quiere abrirlo en canal —respondió el agente—. Mucho detalle para un niño tan pequeño, ¿no crees?

Vélez lo miró y no dijo nada. Tenía razón. Ambos habían estado en el interior de esa sala, mientras administraban el suero de la verdad para que el pequeño Ricardo aireara todo lo que llevaba en el subconsciente.

—¿Qué opinas de la voz? —preguntó Vélez.

Por el modo en el que lo hizo, parecía asustado.

—¿Qué opinas tú?

—Si te soy sincero, me ha dado una grima del carajo —dijo y se rio—. Cuando ha empezado a hablar consigo mismo… se me han puesto los putos pelos como escarpias. Menos mal que el doctor ha dicho que era cosa del LSD.

—Puede ser. Hay que seguir haciéndole pruebas.

Se formó un vacío entre los dos.

—¿Estás seguro de esto?

—¿De colaborar con la seguridad en España?

—Es un niño, Mariano —insistió Vélez—, no una rata de laboratorio… Le estamos destrozando la vida.

—Hoy es un niño —respondió y tiró el humo por la boca—. Mañana podría ser el asesino más peligroso de este país… o el mejor agente del CESID que jamás haya existido. Piénsalo tú.