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Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Paseo del Prado (Madrid)

25 de octubre de 2013

Sus miradas se cruzaron por un instante.

—Buenos días —dijo Donoso, reticente—. ¿Es usted?

El conductor sonrió con sinceridad. También le había reconocido.

—Vaya. Madrid es un pañuelo —dijo sin más y puso rumbo al centro de la ciudad.

De camino al museo, el conductor se mantuvo atento a la carretera, callado, aunque amable. Era parco en palabras, discreto, educado y conducía rápido, con precisión en sus movimientos, rasgos que gustaron al arquitecto.

Había subido con muchos taxistas, pero aquel se movía como si fuera el chófer de un alto cargo gubernamental. En ese instante, no tenía interés en sacar el tema de conversación sobre las gafas, ni tampoco abordarle con preguntas fuera de lugar.

Las preocupaciones eran otras.

Silvia Cabezo, su secretaria, estaba en peligro por su culpa. Se lamentó haberla contratado, en un arrebato de rabia e impotencia. Esa mujer no tenía culpa de nada y tampoco debía estar donde se encontraba.

«Si no la hubiese contratado…».

Lamentarse por lo sucedido, solo llenaba el camino de obstáculos.

Cuando el vehículo alcanzó el Paseo del Prado, observó la multitud de coches atascados en las vías de los alrededores. Allí, el tráfico era constante. Silvia Sagasta había tomado precauciones por lo que, a esas alturas, el inspector Peña ya le habría visitado.

El Thyssen-Bornemisza estaba frente al Hotel Palace y se convertía en un lugar perfecto para mantener un vis a vis sin despertar las sospechas de las autoridades.

El vehículo se detuvo al pasar un semáforo, junto a una barandilla de hierro que separaba la calzada del asfalto de la carretera.

—Que tenga un buen día —dijo Mariano mirándolo por el espejo retrovisor.

Una vez hubo pagado, dispuesto a salir, se le ocurrió una idea cuando vislumbró dos coches patrulla de la Policía Nacional.

—Escuche, Mariano, ¿verdad?

—Así es —dijo con una sonrisa educada—. Tiene buena memoria. ¿En qué puedo ayudarle?

—Puede que necesite de nuevo sus servicios —dijo buscando las palabras adecuadas—. En esta zona es imposible subirse a un taxi.

—Espere, puedo darle el número de la central…

—No —dijo acercándose al asiento del conductor—. Me gustaría que fuera usted.

—Pero…

—Le pagaré el doble de lo que gana en un día y le prometo que será un viaje corto.

El hombre rechistó, giró el rostro y buscó una tarjeta en el interior de su chaqueta. Era una oferta seductora.

—Este es mi número privado —dijo indeciso—. Llámeme cuando termine. Estaré por la zona.

Donoso asintió satisfecho y agradecido, apretando los labios y sacándolos hacia fuera.

—Así haré —dijo y salió del coche—. Disfrute de la mañana.


La verticalidad del campanile, formaba un fuerte contraste con la fachada del Palacio Ducal y la Basílica de San Marcos. Varias personas se detenían alrededor de una de las obras más famosas de Canaletto, que había retratado con minucioso detalle la inmensidad de la plaza de San Marcos en el siglo XVIII.

A lo lejos, frente al lienzo, encontró la silueta de esa mujer.

Verónica Sagasta llevaba un vestido negro y ajustado que marcaba las líneas rectas y curvas de su cuerpo con elegancia, convirtiéndola en otra obra digna de admiración.

Rodeada de todos esos cuadros, en el centro de un largo pasillo, la admiró en silencio, reconociendo las dotes que tenía para convertirse en parte del escenario.

A diferencia de él, Sagasta tenía una educación privilegiada que Donoso jamás poseería. La cultura era uno de los ámbitos de su vida que no había sabido tratar. Los orígenes humildes de la infancia, la necesidad de buscarse un porvenir a causa de los desmanes de la vida, solo le había permitido rodearse de libros, renunciando a ciertos lujos que, por entonces, no se podía pagar. Por el contrario, Verónica había tenido una vida muy diferente a la suya. Se podía percibir en cómo hablaba, en el acento de sus palabras, en el léxico que utilizaba, en la entonación… pero también en su vestimenta, siempre intencionada; en el lenguaje corporal, altivo y distante, seductor y prohibido. Su instrucción no solo era intelectual, sino humanista. No solo sabía de arte, sino que lo amaba en todas sus formas, vivas o estáticas, aunque eso no quitaba que se dedicara a la estafa con cierto orgullo. A su modo de ver, el engaño también era un arte.

Se acercó lentamente hacia ella, desde uno de los laterales. Sagasta parecía abstraída, con el índice sellándole los labios y tan concentrada que no fue capaz de notar su abordaje. Eso, o simplemente fingió de una manera bárbara para que nadie los relacionara.

—Mira a esa gente… tan tranquila. Auténticos venecianos —dijo ella cuando sintió la presencia del arquitecto a escasos centímetros—. Ahora se ha convertido en una atracción para todos, menos para ellos.

Donoso pasó por detrás de su espalda y se detuvo junto al hombro derecho.

—Una idea brillante —comentó con voz ronca—. ¿Por qué iba a sospechar la Policía de un museo?

Su cercanía provocó un espasmo ridículo en la mujer, que trató de subsanar mirando hacia otro lado. En efecto, le excitaba tenerlo cerca.

—Mi marido ha desaparecido —susurró—. La Policía sospecha que estoy detrás.

—¿Tienes miedo?

—Por supuesto que no. Soy inocente.

—¿Se lo has contado al inspector Peña y a su acólito?

Una arruga apareció en la frente de la mujer.

—¿Os conocéis?

—Más o menos —dijo y observó la reacción de la mujer. Denotó intranquilidad. No esperaba esa respuesta.

Donoso no la conocía lo suficiente como para confesarle lo que había sucedido. No confiaba en nadie, así que ella no sería una excepción. Tan solo se habían acostado juntos. Tal vez el inspector Peña tuviera razón y estuviera relacionada con la desaparición del marido. Aquel había sido su pálpito. Una idea retorcida, pero probable. Por su parte, no le diría nada que pusiera en peligro su integridad, la de la secretaria o la del dinero. Relatar lo sucedido frente al estudio, podía complicarlo aún más todo.

—¿Qué tiene que ver esto contigo?

—Nada —respondió confiado—. Ese inspector vino ayer a la oficina para contarme lo que había pasado. El BMW de Alfonso había sido abandonado no muy lejos del estudio. Pensaron que tendría algo que decir.

—¿Y así era? —preguntó. Ahora era ella quien analizaba la respuesta del arquitecto, no solo verbal, sino física.

—No.

Verónica Sagasta aguardó en silencio unos segundos. Sus labios carnosos y perfilados, en esta ocasión con brillo dorado, deseaban ser mordidos. Después se acercó a él y puso los dedos de la mano izquierda sobre el pecho del arquitecto.

—¿Y el maletín, Ricardo? —preguntó mirándolo desde abajo, con un gesto provocador que se aproximaba al beso. Por desgracia, tendría que esforzarse más con él si quería sonsacarle algo. El arquitecto no cedía ante tales trampas y su empatía con las mujeres era nula, siempre y cuando no quisiera algo a cambio.

En esta ocasión, la mejor estrategia era mantenerse distante.

Verónica era una fiel reproducción de las sirenas que cantaban a Ulises. Cada gesto era premeditado. Cada paso podía ser el final de la persona que tenía delante. Había conocido a algunas personas como ella. A diferencia de los hombres que jugaban a seducir a las mujeres, el dolor que provocaban las mujeres como Verónica, llegaba más tarde, cuando habían desaparecido, dejando una huella imborrable.

A más distancia, más obsesión por parte de la víctima, hasta el punto de cometer actos vergonzosos y sin ningún tipo de sentido. Por suerte, Ricardo no había tenido la ocasión de caer en la tela de araña de una persona así.

Los lobos como él, se centraban en sobrevivir.

Las palabras de la mujer encendieron una luz roja en la cabeza de Ricardo. Conocía la existencia del maletín, así que, de un modo u otro, era cómplice de la desaparición de su marido. Podía negarlo, decir que no sabía de lo que hablaba, pero también podía jugar con un fuego abrasador, cuidándose las espaldas para no quemarse. Si Verónica estaba implicada, significaba que podría llevarla hasta Silvia.

El arquitecto se quedó inmóvil, hasta que la mujer retrocedió. Supuso que volvería a intentarlo más tarde. Aquel solo había sido un anticipo.

—No sé de qué me hablas —dijo con tono lineal.

Los visitantes del museo pasaban por detrás de ellos.

—Vayamos a la terraza —ordenó haciendo una seña con el índice y adelantándose a él con unos pasos—. No he desayunado nada.

Ricardo esperó, observó el contoneo de sus caderas, la espalda descubierta del vestido y se cuestionó cuánto le llevaría averiguar el paradero de la secretaria.


Formado por tres alturas y un arco minimalista que cubría el cielo, el bar del museo se convertía en una terraza acogedora sin importar la época del año.

Se dirigieron a la planta superior y buscaron un rincón en el que la brisa otoñal madrileña no fuera demasiado molesta. El sol golpeaba con fuerza en los sofás, aunque ninguno pudo prescindir de sus abrigos. La terraza estaba concurrida. Los clientes eran visitantes del museo y personas de negocios relacionadas con el arte. Donoso se fijó en las hermosas vistas a los jardines, los cuales gozaban de un color único que, en cuestión de semanas, desaparecería.

Verónica era clásica y eso se notaba. Pidió un café con dos gotas de leche, un zumo de naranja natural y una tostada de pan integral con jamón ibérico y aceite. Donoso se limitó al café solo de máquina, sin azúcar, acompañado de un vaso de agua para aclararse la garganta.

Del bolso, la mujer sacó un paquete de cigarrillos mentolados, agarró uno y se lo puso entre los labios.

—¿Fumas?

—No.

Indiferente, lo encendió con un mechero Zippo y exhaló el humo.

—Mi marido salió del Ritz a tu oficina con una maleta llena de dinero —dijo mirando al arquitecto con seriedad, como si le preocupara más la integridad del marido que el paradero del botín—. Trescientos mil euros, para ser exacta. Después de esa mañana, no lo volví a ver.

—¿A él o al dinero?

—Te digo la verdad. No he planeado la desaparición de mi marido.

—¿Tenía deudas pendientes?

—No lo sé.

—¿Enemigos?

—Unos cuantos, aunque nunca hablaba de ellos.

—¿Le has contado esto a la Policía?

—No estoy bromeando, Ricardo. No tiene ninguna gracia este asunto —respondió ofendida, dando golpecitos al cigarrillo para que la ceniza se desprendiera—. La última persona que habló con Alfonso fuiste tú. Él no me lo dijo, pero sabía lo que estaba pasando. Le habían denegado los permisos de obra, el Ayuntamiento se había echado atrás, y eso era un golpe para su reputación. Después de la crisis que sufrimos a causa de sus malas inversiones… En fin, le había costado mucho levantarse de nuevo. No iba a dejar que cuatro principiantes de la administración bloquearan un proyecto tan fructífero. Así que por favor, dime que…

—¿Piensas que he sido yo?

Ella agachó los ojos.

—No te acuso de nada, pero tendría sentido —dijo expectante—. Fue a verte, al fin y al cabo. Era mucho dinero… y sin declarar.

—Quería comprarme con ese dinero —manifestó el arquitecto. La mujer aplastó el cigarrillo. El camarero trajo los desayunos. Verónica dio un largo trago al zumo de naranja y dejó la copa sobre la mesa—. No trabajo con corruptos.

—Confiaba en ti. Quería tu apoyo, que te pusieras de su lado —respondió aclarando las aguas—. Creía en tu talento, pero también sabía que tienes cierta reputación y que el sector de la construcción te apoya. Eres una persona íntegra, confían en ti y tu firma empieza a tener cierto prestigio.

—Por eso pensó que, con un soborno, iba a animar a otros a que participaran en este enredo… ¿Sabes qué hubiera pasado si hubiese salido mal? Nos habría salpicado a todos.

—Ha salido mal y nos está salpicando —contestó—. Si hubieses aceptado, todo habría marchado sobre ruedas…

De pronto, Donoso se infló como un león y una vena se pronunció en su cuello.

—Escúchame con atención, no me vuelvas a hablar como a un idiota —indicó acercándose a ella—. Que nos hayamos acostado, no cambia nada. Sé qué clase de negocios hacéis, así que no te pases de lista conmigo.

Ella le lanzó una mirada de desprecio. Estaba cómoda ante las advertencias y no se mostró asustada por las palabras del arquitecto. En el fondo, jugaba en otro nivel, uno que se movía por encima de sus amenazas. No era de extrañar. Alguien que se dedicaba a estafar grandes cantidades de dinero, se exponía al peligro constantemente. En cierto punto, el dinero pasó a un segundo plano y la adrenalina del riesgo, de ir cada vez más lejos, producto del temor al daño, a pagar las consecuencias, se convirtió en la sustancia que guiaba sus operaciones.

—Te estás excediendo conmigo —dijo ella finalmente—. Quiero saber dónde está mi marido, eso es todo, y quiero que aparezca ese dichoso maletín para demostrar que no tengo nada que ver. Me preocupa que este asunto salga a la luz y manche mi reputación. Por mí, él puede arder en el infierno… pero no estoy dispuesta a tolerar que la Policía me acuse como culpable de lo ocurrido. Eso sí que acabaría conmigo.

—Tu marido quizá esté ya muerto.

—¿Cómo puedes ser tan cruel? —preguntó y mostró su dentadura—. ¿Qué es lo que sabes?

—Vi cómo lo metían en la parte trasera de un coche, delante de mi oficina. He desconfiado de ti cuando has mencionado el maletín —respondió—. Eres la única persona que sabía que yo regresaría a la oficina.

—Te lo repito, Ricardo. Yo no lo maté —insistió—. Quiero encontrarlo, eso es todo.

—Ese es el trabajo de la Policía.

Sonó convincente, aunque el arquitecto no terminó de creerse lo que decía. El modo en el que se ganaba la vida, no inspiraba demasiada confianza.

—No me crees, ¿verdad? —preguntó y dio un sorbo al café—. En ese caso, estamos perdiendo el tiempo. Entiendo que no vas a ayudarme.

Donoso la miró fijamente. Estaba cambiado de estrategia, jugando al chantaje emocional, a la culpa sobre el amante para que actuara como deseara. Decidió seguirle la corriente, a pesar de que no sentía ninguna clase de remordimiento ni pena por el cretino de su esposo. En su cabeza, seguía latente el rostro de la secretaria. Pensar en ella, sí que le removía las tripas. En el caso de Sagasta, era difícil conocer la verdad con tan poca información. Ni siquiera podía averiguarla a través de su lenguaje corporal.

La conversación se detuvo durante unos segundos. Ambos eran unas cajas de secretos.

—Ahora eres tú quien no lo está contando todo.

—Si todo fuera tan fácil… Hay cosas que no funcionan así.

—Para mí, la solución es muy simple. Eres una mujer libre, habla.

Una mota de brillo se posó en las pupilas de Verónica.

—No puedes entenderlo porque desconoces lo que es el matrimonio —explicó convencida de su discurso—. Cuando te casas con alguien, lo haces para siempre. Álvaro es mi marido y tengo que encontrarlo.

—Empiezas a sonar repetitiva. En cualquier caso, ¿por qué debería ayudarte? No tengo nada que ver con los asuntos turbios de tu esposo.

Ella sonrió.

—Porque has venido a mí —dijo ella y se recostó en el respaldo del sofá. Ahora era Verónica quien se mostraba confiada, más de lo normal, y eso incomodaba al arquitecto—, y porque tienes el dinero. Dime una cosa, Ricardo. Crees que eres especial, ¿verdad?

—Si vas a darme una lección, ahórratela.

—Siempre habrá alguien más listo que tú, no lo olvides… Para jugar, hace falta más de una persona… —continuó y prendió un segundo cigarro. La tensión sexual entre ambos desapareció a causa de la reprimenda. Para Donoso, era increíble cómo el deseo era tan trivial y ficticio como un pensamiento. Una simple creación de nuestra mente que podía durar años, hasta materializarse, y evaporarse en cuestión de segundos—. No te estoy pidiendo un favor, ni tampoco juzgándote por lo que hayas hecho. Te pido que pienses con la cabeza. Si no nos apoyamos, la Policía terminará atando cabos y descubrirá que estuvimos juntos, horas antes de la desaparición. Como yo, estoy convencida de que tampoco le has caído bien a ese calvito. Encontrarán el dinero, lo asociarán con nosotros porque somos los únicos que conocíamos de su existencia… y todo empeorará. Existen demasiados rastros que nos dejamos por el camino. Cuando los tenga ese inspector, no dudará en arrojar sospechas sobre nosotros… No obstante, si encontramos a mi esposo, estoy convencida de que no habrá dudas de que somos inocentes.

Era complicado decidir si Verónica decía la verdad.

Pero el arquitecto sabía que no eran los únicos conocedores de la existencia del maletín.

Aquel abogado que había acompañado al inversor, ahora abría una nueva vía.

—Encontrarlo vivo… o muerto —agregó Donoso—. Eso es lo que quieres.

—Así es —afirmó ella y soltó una bocanada de humo—. Vivo o muerto.