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Residencia de los Gutiérrez Donoso, barrio de Vallecas (Madrid)

25 de marzo de 1986

Las portadas de los diarios abrían con el ataque que Estados Unidos había efectuado sobre dos lanchas patrulleras libias. Desde Washington afirmaban haber destruido una base de misiles SAM-5, instalados meses antes por la Unión Soviética. Las noticias relacionadas con la Guerra Fría eran constantes, a pesar del bajo impacto que tenían en la sociedad española.

Aquel martes, el pequeño Ricardo realizaba los ejercicios de matemáticas que le habían enviado en la escuela, mientras la televisión iluminaba el salón.

Amparo miraba atenta por la ventana del balcón. Desde allí se podía ver la calle, una calzada que no tenía nada de especial.

Eran las siete y media de la tarde, los coches cruzaban la vía y los hombres que trabajaban en las fábricas regresaban a sus casas, no sin antes parar en el bar de Miguelo a tomar una ronda, el local de la esquina frecuentado, en su mayoría, por los vecinos de la calle. Un tugurio sucio y lleno de humo que se llenaba hasta la bandera de obreros, taxistas y empleados de la construcción cuando terminaba el turno de tarde o cuando retransmitían algún partido de fútbol por la televisión.

Preocupada, se quedó paralizada con la mirada clavada en el infinito. Ricardo notó su expresión.

Amparo sujetaba un trapo de cocina con tanta fuerza que sus dedos estaban blancos.

Las agresiones habían continuado. Por fortuna, el niño aún se había librado de ellas, pero Ramón descargaba toda su furia en la mujer. Patadas y puñetazos, siempre por debajo del cuello para que el rostro quedara intacto. Ese monstruo sabía lo que hacía y no quería que las madres de la escuela comentaran la mala apariencia que tenía su mujer.

El muy cretino era consciente de que ella no hablaría. Ni a las vecinas, ni tampoco a la Policía. Estaba muerta de miedo y él la había amenazado con quitarle lo que más quería.

Pero esa tarde, una visita inesperada cambió el curso de los acontecimientos.

Amparo daba por hecho de que su marido estaría bebiendo en el bar, calentándose antes de llegar a casa y empezar el macabro ritual. Como los perros con las recompensas, las personas podían prever los acontecimientos antes de que sucedieran.

La situación de Ramón no era la mejor. Profesionalmente estaba acabado. Los recortes en las fábricas eran parte del presente. Los despidos se hacían sonar entre las esposas de los empleados. Más temprano que tarde, le tocaría su turno. La crisis lo arrollaría, pero él no estaba dispuesto a comerse el problema solito. Dependiente de la bebida, levantar la cabeza sería todo un desafío. Con suerte, cobraría el paro hasta que su mujer encontrara un trabajo, o eso pensaba Amparo. En el fondo, Ramón nunca había tenido otro plan de futuro que no fuese el de seguir vivo.

Por desgracia, minutos después de verlo entrar en el interior del local, atisbó la presencia de los dos hombres que habían ido a visitarla, cinco días antes.

En un acto reflejo, se echó las manos a la cara.

—¿Qué ocurre mamá? —preguntó el niño levantando los ojos del cuaderno de rayas—. ¿Qué has visto?

Las manos de la mujer temblaron.

Los dos individuos cruzaron la puerta del bar. Minutos después, iban acompañados de Ramón, que caminaba entre los dos, esquivando el interrogatorio que esos desconocidos le hacían. Juntos, los tres caminaron hasta el domicilio. Ramón se mostró agresivo, soberbio e insolente. No quería colaborar con la propuesta que le habían hecho y les respondió de malas maneras. Los dos tipos, acostumbrados a tratar con perfiles como el suyo, parecían tranquilos, dispuestos a insistir más adelante. Amparo se anticipó a los movimientos.

Nerviosa, abandonó la ventana y agarró al niño del brazo.

—¡Vamos, Ricardo, a tu habitación! —ordenó arrastrándolo por el salón.

—¡Me haces daño, mamá! —gritó el niño, intentando soltarse de ella—. ¡Estás loca!

—¡Corre antes de que venga tu padre! —gritó, lo empujó al interior del diminuto cuarto y cerró de un golpe.

Se oyó un ruido procedente de la entrada. Los ojos de la mujer se fijaron en la cerradura. El pestillo saltó hacia dentro. La puerta se abrió. Retrocedió hasta la cocina y buscó algo con lo que defenderse. Las manos le bailaban, los objetos se le resbalaban de los dedos.

Entonces se encontró con los ojos de aquella bestia humana, enrojecidos por el humo del tabaco y los litros de alcohol. Aquel día, no iba a ser como los demás. Estaba realmente enfadado. Amparo sujetó un cuchillo de cocina. Ramón se quitó la correa de un tirón y le propinó un latigazo con la hebilla de hierro. La hoja del cuchillo cayó al suelo. Aterrada, dio otro paso atrás para recuperarlo, pero el trozo de metal golpeó en su cabeza. Se escuchó un fuerte impacto.

—¡Serás zorra! ¡Has hablado con la Policía! —bramó el marido mientras la atizaba en el suelo. El sonido del cuero contra la piel sonaba como una horrible bofetada—. ¡Me has delatado! ¿Y tú eres mi esposa, hija de perra? ¡A la Policía!

Ricardo se consumía en un sollozo al otro lado de la puerta. La pared de la cocina era la misma de su habitación. Cada estrépito, apagaba los gemidos de sufrimiento de su madre, hasta que ya no logró escucharla.

Tenían que deshacerse de ese monstruo antes de que acabara con ella.

Necesitaban ayuda.

A pesar de lo pequeño que era para comprender aquel infierno, lo único que sabía era que tenía que rescatarla de esa pesadilla.