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Barrio de Salamanca (Madrid)

23 de octubre de 2013

Su vida representaba todo eso que siempre había deseado: éxito, fama y control. Tal vez su infancia no hubiera sido la más tranquila, pero ni siquiera los demonios elegían nacer en el averno. Lo demás era su responsabilidad.

Abandonó las sábanas de la cama del dormitorio y se acercó a la ventana, con el torso desnudo. El apartamento todavía olía a nuevo. Estaba recién estrenado y apenas llevaba unas semanas viviendo allí. Había esperado al momento oportuno para invertir en su primera propiedad. Una bonita vivienda de sesenta metros cuadrados en pleno corazón de uno de los barrios más caros de la ciudad. Era un piso perfecto para un hombre como él. Podría haberse comprado uno más grande, pero no lo necesitaba. Creía en la utilidad del espacio, en el concepto zen de los objetos y detestaba despilfarrar el dinero en algo que no iba a amortizar. El equilibrio siempre había sido su medida perfecta.

La suerte le sonreía, aunque era consciente de que, todo lo que tenía a su alrededor, lo había conseguido con esfuerzo y dedicación.

Caminó descalzo hasta el cuarto de baño y se miró al espejo.

La imagen de un hombre hecho a sí mismo, algo cansado a causa del trabajo, pero imponente.

Disfrutó de lo que veía, aunque decidió no darle demasiada importancia. Ricardo Donoso había dedicado muchas horas en esculpir un cuerpo casi perfecto, musculoso, limpio de arañazos o cicatrices del pasado. Lucía un pectoral definido y ancho, unos abdominales propios de revista y unos bíceps fuertes y capaces de soportar un gran peso. El trapecio formaba un triángulo tras su cuello, dándole el aspecto de un gladiador grecorromano. Donoso no seguía dietas estrictas, ni tampoco se preocupaba en exceso por el tamaño de su cuerpo. Simplemente, lo necesitaba. Había encontrado en el ejercicio físico, la válvula de escape a todo el estrés que acumulaba del día a día.

Ser el jefe y propietario de un importante estudio de arquitectura en Madrid, no era la profesión más relajada.

Comprobó que sus oscuras pupilas tenían buen color y se meció el ondulado cabello hacia atrás. Después se acarició el mentón. La barba oscura crecía lentamente, pero decidió afeitarse después de la ducha.

En ropa interior, abandonó el cuarto de baño, que estaba dentro del dormitorio, y caminó hacia el salón. Sintió la calidez del suelo de madera bajo sus pies.

Los primeros rayos de sol de la mañana entraban por la cristalera e iluminaban el salón. Al arquitecto le gustaba la sensación de comenzar el día a la vez que el sol. El amplio salón estaba unido a la cocina, dejando así una sensación de amplitud en el apartamento.

Encendió el estéreo y buscó un compacto de Wagner entre los discos que ocupaban una de las baldas de la pared. Sacó el disco y lo colocó sobre el lector.

Subió el volumen y se tumbó en el suelo, junto a una de las cristaleras.

Las primeras notas de la Sinfonía en do mayor de Wagner salieron con fuerza por los altavoces. Donoso estiró los músculos, tomó una fuerte respiración para llenar los pulmones y dio comienzo a su rutina diaria de ejercicios: series de abdominales, sentadillas, flexiones de todo tipo… La música se apoderó del cuarto. Era un chute de energía. El sudor emanaba de su piel. El dolor le ayudaba a recordar que este también formaba parte de la naturaleza del ser humano. Ricardo se concentraba en repetir los ejercicios hasta llegar al final.

Al acabar la sesión, sintió el cuerpo hinchado y caliente. El corazón le latía con fuerza, haciéndole notar el pulso de la sangre en la cabeza. Volvió a respirar, esta vez de un modo más placentero. Para él, solo dos cosas producían el mismo placer que un orgasmo sexual.

Una de ellas era el ejercicio físico.

La otra, hacía un tiempo que se había prohibido pensar en ella.


El agua salía helada por la alcachofa de la ducha, pero Don no sentía nada. Llevaba años haciéndolo así. Para él, la mayoría de las personas buscaba el modo de adaptar el entorno a sus comodidades, en lugar de hacerlo al revés. Eso solo hacía a las personas más débiles en un entorno en el que todas, incluso él, estaban allí para sobrevivir.

Una vez limpio y aseado, eligió uno de los trajes que tenía en el armario. Optó por uno azul marino, hecho a medida en una sastrería inglesa de Notting Hill, un año atrás, en uno de sus viajes de negocios. Pagar por ese tipo de lujos, merecía a menudo la pena. Su imagen ganaba, las primeras impresiones, el cómo le recordaran más tarde. Todo formaba parte de una percepción perfecta que debía permanecer en la retina, más allá del encuentro. Los pequeños detalles marcaban la diferencia en un entorno hostil en el que todos creían ser únicos.

Mientras se colocaba los gemelos de la camisa, pensó en su madre. Ella jamás hubiera permitido que se gastara tanto dinero en una prenda de vestir, aunque no estaba del todo convencido de que, en caso de seguir viva, hubiera permanecido firme a sus ideales. Las personas cambiaban a menudo, de aspecto, de forma de pensar. Por eso no solía creer en lo que decían.

Ricardo nunca llegó a conocer a su madre en profundidad. Esa era una de las pocas cosas que echaba de menos de su pasado.

Casi listo y con el nudo de la corbata ajustado al cuello, apagó el estéreo y se dirigió a la cocina. Eran las siete de la mañana. La oficina no comenzaba a funcionar hasta las ocho y media, pero a él le gustaba ser el primero. Para ser respetado en su propio feudo, debía dar ejemplo de excelencia.

Encendió la máquina de café instantáneo, introdujo una cápsula y pulsó el botón. El café cayó sobre la taza en cuestión de segundos. Otra comodidad innecesaria, pensó, pero aquel invento se había convertido en parte de su ritual matinal y ahora no podía vivir sin él.

Era pequeño, tenía un bonito diseño y le ahorraba tiempo.

Disfrutó del café, buscó su teléfono móvil y comprobó la bandeja de entrada del correo electrónico. El último correo era de Silvia Cabezo, la secretaria del estudio, recordándole que esa misma mañana se reuniría con los inversores del Proyecto Madrid, un ambicioso complejo de oficinas en el paseo de la Castellana que llevaría la marca del estudio a un nuevo eslabón, dándole más reconocimiento internacional y que abonaría una gran cantidad de dinero a las arcas de la empresa. Pero todavía no estaba resuelto. Donoso sabía cómo funcionaban aquellas cosas. Lo había visto antes de ser el dueño de su propio estudio y, por esa razón, no le preocupaba. El resto de correspondencia estaba relacionada con otros proyectos o con reuniones con clientes. Nada que no se pudiera resolver más tarde, pensó y bloqueó el dispositivo. Después comprobó la hora en su reloj suizo, terminó el café de un trago y abandonó el apartamento dejando un rastro de colonia tras su paso.