Capítulo 9
La Diane apenas había avanzado dos grados de longitud cuando la vieja rutina de la vida marinera quedó otra vez establecida, tan firmemente como si nunca se hubiera interrumpido. Era cierto que los había recorrido despacio, sin exceder casi nunca los cuatro nudos y sin recorrer más de cien millas desde un mediodía al siguiente; sin embargo, eso no se debía a que el capitán no intentara ir más rápido ni a que tuviera tiempo de sobra para llegar a la cita, ni mucho menos. Tenía desplegado gran cantidad de velamen, incluidas las alas superiores e inferiores, las sobrejuanetes e incluso las monterillas, y diversas velas de estay puesto que el viento era suave y su dirección formaba un ángulo de quince grados con el través, pero era tan flojo que apenas le permitía alcanzar la velocidad necesaria para maniobrar.
Jack Aubrey, después de haber hecho todo lo que podía, caminaba de una punta a otra del costado de barlovento del alcázar, como acostumbraba a hacer antes de comer. Estaba muy tranquilo en cuanto a ese asunto, pero no en cuanto a todos los demás. Como había pasado la mayor parte de su vida navegando, estaba convencido de que quejarse del tiempo sólo servía para quitarle a uno el apetito, lo que era lamentable en un día como ése, porque él y Stephen, solos por fin, iban a comer un excelente pescado que habían comprado a los hombres de un parao esa mañana.
—¿Qué querías que viera? —preguntó al terminar de subir la escala de toldilla con la precaución de siempre, aunque la fragata apenas se movía bajo sus pies.
—No puedes verlo desde aquí —respondió Jack—, pero ven conmigo hasta el pasamano de barlovento y te enseñaré una cosa que quizá no hayas visto nunca.
Caminaron hacia la proa y algunos marineros que estaban en el combés les saludaron con la cabeza y esbozaron una sonrisa significativa, pues pensaron que el doctor iba a quedarse paralizado de asombro.
—Allí está —dijo Jack señalando hacia arriba—. Detrás de la verga de la gavia, justo encima de la cruceta. ¿La habías visto antes?
—¿Esa cosa parecida a un mantel con una punta muy estirada? —preguntó Stephen, que a veces podía ser decepcionante.
—Es la vela de estay de perico —dijo Jack, que no esperaba mucho más—. Ahora podrás decirle a tus nietos que viste una.
Regresaron al alcázar y Jack reanudó su paseo con Stephen, reduciendo la longitud de sus pasos para seguir los de él.
—Tengo entendido que acudiremos a la cita con Tom Pullings frente a las Falsas Nantunas y luego dejaremos a Fox en Java para que tome uno de los barcos que hacen el comercio con las Indias —comentó Stephen—. Pero, ¿así no damos un rodeo tan grande como si fuéramos de Dublín a Cork pasando por Athlone?
—Sí. Ayer su excelencia también tuvo la amabilidad de indicármelo y tal vez te haya enseñado el mismo mapa. Te responderé lo mismo que a él: de acuerdo con la dirección de los vientos fijos en esta estación del año, es más rápido ir a Batavia pasando por las Falsas Nantunas que por el estrecho de Banka. Además —añadió, bajando la voz—, tenemos que acudir a nuestra cita, lo que es muy importante para mí, aunque no para él.
—Bueno, estoy conforme. Supongo que habrá un puerto accesible en las Falsas Nantunas. Ya propósito de eso, ¿por qué les llaman falsas? ¿Sus habitantes no suelen ser de fiar?
—¡Oh, no, no hay ningún puerto! En este caso no es más que un término marinero o, como dirías tú, una hipérbole. Esas islas son rocosas y están deshabitadas, como las Selvagens. Quedamos en que estaríamos navegando una semana en la latitud en que se encuentran o un poco al sur. A pesar de que la longitud aún no ha sido determinada con certeza, ya sabes que podemos calcular la latitud con bastante precisión, así que navegaremos en ella con un serviola con un catalejo en el tope de cada mástil y un farol en cada cofa. En cuanto al nombre «Falsas»…
La campana de la fragata le hizo detenerse en medio del paseo y de la conversación, y los dos bajaron rápidamente con la boca hecha agua.
—… en cuanto al nombre «Falsas» —continuó Jack después de una larga y atareada pausa—, se lo dieron los holandeses cuando conquistaron esta zona. El oficial de derrota de un barco que se dirigía a las verdaderas Nantunas hizo una estima equivocada y al verlas una brumosa mañana gritó: «¡He hecho un cálculo perfecto! ¡Soy tan bueno como el queso!». Por supuesto, hablaba del queso holandés, ¡ja, ja, ja! Pero cuando la niebla se disipó y comprobó que eran simplemente un montón de estériles islas rocosas, escribió el nombre «Falsas Nantunas» en su carta marina. El sur del mar de China está lleno de lugares así, cuya posición no ha sido determinada con precisión y que pueden confundirse unos con otros. Además, muchas partes que están fuera de la ruta de los barcos que hacen el comercio con las Indias no se encuentran representadas en ninguna carta marina. Lo único que conocemos de ellas son algunas islas, arrecifes y bancos de arena por referencias de los tripulantes de algunos paraos y juncos, que han determinado con muy poca precisión la situación de los lugares de que hablan.
—Estoy seguro de que tienes razón, pero a un hombre de tierra adentro le parece raro. Estas aguas son muy concurridas y en este momento puedo ver… —dijo, mirando por el ventanal de popa con los ojos entrecerrados debido al resplandor— seis, no, siete barcos: dos juncos, un gran parao y cuatro pequeñas embarcaciones con batangas que mueven los remos rápidamente. Pero no sé si son pescadores o piratas de poca monta.
—Creo que son lo que requiera la ocasión. En el sur del mar de China, lo habitual es apresar todo lo que uno pueda vencer y evitar o negociar con todo lo que no pueda.
—Creo que nosotros hacíamos lo mismo hasta hace muy poco. He leído curiosas historias sobre Maelsechlin El Sabio. Pero, puesto que estas aguas son muy concurridas, como decía, y entre los que navegan por ellas están los chinos, que pertenecen a una comunidad muy civilizada y culta, y los malayos, que son también versados en las letras, como sabemos muy bien, ¿por qué avanzamos con tanta vacilación?
—Porque los juncos nunca tienen un calado superior a unos cuantos pies —respondió Jack—, ya que su fondo es plano, y los paraos aún menos, mientras que un barco de línea de setenta y cuatro cañones tiene veintidós o veintitrés. Nuestra fragata, incluso con este ligero cargamento, tiene casi catorce, y si llevara provisiones y todo lo demás, tendría mucho más. No estoy contento si no hay al menos una profundidad de cuatro brazas en la parte de la quilla incluso en tiempo bonancible. Un banco de arena que no se note en un junco y, por tanto, no se marque, puede destrozar el fondo de la fragata en un santiamén. Esas son las palabras que usaré en otra parte, después de comer, para explicar por qué navegamos así por aguas no representadas en cartas marinas —añadió con una significativa mirada como solía hacer en esa parte de la dividida cabina, que era como una caja de resonancia.
Stephen asintió con la cabeza, puso el esqueleto totalmente limpio en el plato que estaba en el centro, se sirvió otra perca de Java, observó el desordenado conjunto de huesos de Jack y comentó:
—Creo que uno tiene que ser papista para comer pescado. Por favor, explícame cómo haces una cita secreta en la mar con alguien que está en la otra parte del mundo.
—No puede ser precisa, debido a la distancia, pero es asombroso con qué frecuencia salen bien las cosas. Lo usual es acordar tres o cuatro zonas donde navegar de un lado a otro que, siempre que sea posible, estén cerca de una isla donde se pueda dejar algún mensaje en caso de que la fecha de la cita haya pasado. Y si las circunstancias lo exigen, hacemos una cita final donde uno de los dos barcos pueda estar anclado hasta una fecha determinada. La nuestra es en la cala de Sydney.
—Entonces, ¿si no la encontramos esta vez tenemos otra oportunidad?
—Stephen, no voy a engañarte: tenemos otra oportunidad. En realidad, tenemos otras tres oportunidades, una semana antes y una después de la próxima luna llena y, por supuesto, la de Nueva Gales del Sur.
—¡Qué alegría! Anhelo volver a ver la Surprise y a todos nuestros amigos; anhelo hablarle a Martin de mi querido orangután, del tarsio, el más raro de los primates, de los enormes insectos y de los desconocidos géneros de orquídeas. ¿Qué ocurre, amigo mío? ¿Tienes que dar azotes?
—No. Tengo que resolver un desagradable asunto de poca importancia.
Entonces entraron Killick y Ahmed, el primero con un brazo de gitano y el segundo con un recipiente con caramelo.
—Killick, corre al otro lado, presenta mis respetos a su excelencia y dile que si tendrá unos minutos libres dentro de media hora, ¿quieres?
En la Diane nunca habían sentido muchas simpatías por Fox, aunque hasta llegar a Batavia había causado pocas molestias; en cambio, a Edwards, su secretario, le estimaban mucho tanto los oficiales como los marineros. Pero las pocas simpatías se habían convertido en total repulsión por el comportamiento del enviado en Prabang, que había ignorado a los tripulantes de la embarcación que le había llevado hasta allí, se había mostrado indiferente ante su alegría por la firma del tratado, había tratado mal a los marineros que le llevaron de un lado a otro y a los infantes de marina que le escoltaron («ese cabrón se da tanta importancia que tenían que presentar armas cada vez que asomaba la nariz por la puerta y no les dio ni media botella para que bebieran a la salud del rey ni siquiera al final, cuando él y sus amigos estaban borrachos como una cuba»). Naturalmente, los miembros de su séquito y los sirvientes de éstos fueron impopulares desde el principio, pero como eran simples pasajeros y, por tanto, hombres de tierra adentro, no podía esperarse nada de ellos. La actual antipatía hacia Fox no tenía nada que ver con su clase, sino que estaba en otro plano, en un plano personal, y era tan evidente que un hombre mucho menos sensible que Fox la habría advertido.
—Podrás decir lo que quieras —dijo Jack—, pero he comido brazo de gitano al otro lado del círculo polar ártico, casi al otro lado del Antártico y ahora por debajo de la línea del ecuador, y opino que no tiene comparación con nada.
—Excepto con el perro manchado tal vez.
—¡Ah, tienes razón, Stephen!
Tomaron café y, al poco tiempo, dijo Jack:
—Espero estar de vuelta dentro de cinco minutos.
No regresó a los cinco minutos y Stephen permaneció sentado frente a la cafetera (el café conservaba mucho tiempo el calor en ese clima), pensando. Sabía que uno de los miembros de la misión había subido al alcázar en la oscuridad y cuando intentó aproximarse a Warren, el oficial de guardia, en el momento en que la fragata estaba virando a babor, Reade le interceptó el paso, pero echó a un lado al muchacho de un manotazo y dijo a Warren que debía desplegar más velamen porque, sin duda, eso era lo que el capitán deseaba hacer para servir mejor al rey, y que navegar tan lentamente les hacía perder un tiempo precioso. Sin embargo, tenía la esperanza de que Jack hablara de eso con Fox cuando el enviado ya no estuviera demasiado excitado, tal vez una vana esperanza, porque un asunto así había que resolverlo enseguida para evitar que se repitiera (esa falta era muy grave a ojos de los marinos) y porque no había señales de que el entusiasmo de Fox fuera a disminuir.
Mientras escuchaba las palabras ininteligibles, aunque en tono indiscutiblemente airado, al otro lado del fino mamparo, pensaba en muy diversas cosas y volvió a caer en la contemplación, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, como era habitual después de la comida. En un momento dado se dio cuenta de que estaba recordando un restaurante cercano a Four Courts y tenía una imagen clara y detallada del lugar. Estaba sentado al fondo y vio a un hombre abrir la puerta, mirar de un lado a otro la abarrotada sala (era un época de mucha actividad) y, después de vacilar un momento, entrar con ostentosa indiferencia, con el sombrero puesto y las manos en los bolsillos, y sentarse cerca de él. Lo único notable en él era que parecía estar a gusto, y cuando se dio cuenta de que llamaba la atención intentó llamarla más todavía, se arrellanó en la butaca y extendió las piernas. Pero pronto fue evidente que también era un tipo malhumorado, pues cuando el camarero le trajo el menú, le preguntó por muchos platos: que si habían degollado bien el cordero, que si las chirivías no tenían el centro leñoso, que si la carne de res era de vaca o de buey. Al final pidió colcannon, solomillo y media pinta de jerez. En ese momento se dio cuenta de que le miraban con desagrado y comió con deliberada rudeza, arqueado y con los codos sobre la mesa, en actitud desafiante y hostil.
Cuando su pensamiento regresó al presente, Stephen se dijo: «Si ésta es una analogía que me ha proporcionado mi yo interior, no puedo felicitarlo porque ha dejado fuera el factor fundamental del triunfo y la emoción. El único aspecto válido es la sospecha del hombre de que no es popular y su esfuerzo por conseguir que le odien».
Stephen nunca había considerado a Fox simpático ni totalmente fiable, pero hasta la firma del tratado se habían llevado bastante bien. Habían trabajado bien juntos durante el período de negociaciones, en el que Stephen ayudó al enviado a superar una y otra vez a Duplessis y consiguió el apoyo de la mayoría del gabinete, sin el cual, como Fox sabía muy bien, la ejecución de Abdul no hubiera tenido efecto diplomático. Además, Fox le agradeció mucho a Stephen su ayuda en el asunto relacionado con Ledward y Wray. Aun así la ceremonia de la firma del tratado y el fin del viaje le habían provocado a Fox una embriaguez de entusiasmo, y desde entonces trataba a Stephen realmente mal.
No sólo le había desatendido cuando era su invitado en aquella vergonzosa comida, sino que le había hecho muchos desaires en ocasiones menos importantes y había insistido en que había conseguido el éxito solo, sin ninguna ayuda. Si en el momento en que Fox cometía más indiscreciones en aquella interminable comida, no había descubierto la verdadera función de Stephen, no era falta de generosidad suponer que la causa era su deseo de arrogarse todos los méritos. ¿Qué pensaría Raffles de eso? ¿Qué pensaría Raffles del Fox actual? ¿Qué tendría que decirle Blaine?
La situación era muy extraña. Fox era un hombre de gran talento, que había despreciado a los «malditos cabrones» y se había disculpado por ellos, pero ahora disfrutaba con su compañía y su adulación nada delicada. Se sabía que el puesto de gobernador de Bencoolen no tardaría en quedar vacante, y todos ellos decían que Fox debía ser elegido para ocuparlo. Eso agradaba a Fox, pero lo que en realidad anhelaba era ser nombrado caballero. Estaba convencido, o casi convencido, de que se lo darían gracias a este tratado, y nada podía superar su deseo de regresar a Inglaterra tan pronto como fuera posible para conseguirlo. Incluso había contemplado la posibilidad de hacer el viaje por tierra, un viaje sumamente arduo.
Stephen pensó: «Ahí hay algún fallo, alguna perturbación radical ¿Estaba siempre presente? ¿Debería haberla detectado? ¿Cuál es el pronóstico?».
Movió la cabeza de un lado a otro y, en voz alta, dijo:
—Me gustaría poder consultar al doctor Willis.
—¿Quién es el señor Willis? —preguntó Jack, abriendo la puerta.
—Era un hombre de gran experiencia en el tratamiento de trastornos mentales. Atendió al rey cuando contrajo la primera enfermedad. Fue muy amable conmigo cuando era joven, y si estuviera vivo le importunaría con mis preguntas. ¿Puedo hacerte algunas a ti o sería inapropiado, inoportuno y poco discreto?
Por la expresión de Jack le parecía que la visita no había sido agradable, pero no creía que Fox, ni siquiera ahora con su fama y su exaltación, tuviera fuerza moral para causar una profunda preocupación a Jack Aubrey, así que no le sorprendió que respondiera:
—Fue una visita tan desagradable como imaginaba, pero creo que al menos resolví el asunto. No se repetirá lo ocurrido.
—Luego, en un tono apesadumbrado, dijo—: Bueno, no sé por qué, pero esto empezó a formarse desde que zarpamos de Pulo Prabang, aunque esperaba pasar los pocos días que quedan sin ningún enfrentamiento. ¡Es tan desagradable que haya conflictos a bordo! Me encantaría eliminarlos. Tal vez podría llamarle «fruto del consuelo» o «rosa del deleite», pero no «flor de la cortesía»… Es un miserable. Además, no puedo tocar con tranquilidad rodeado de animadversión… No hemos interpretado música desde que zarpamos. Incluso con este viento, aproximadamente mañana a mediodía deberíamos llegar a la zona donde navegaremos de un lado a otro, y pasaremos así una semana si Tom no ha llegado todavía o no ha dejado ningún mensaje. Luego invertiremos dos días en llegar a Batavia y quizás allí nos estén esperando noticias de casa. ¡Dios mío, cómo me gustaría saber cómo están las cosas!
—¡Y a mí! —exclamó Stephen—. Pero no es probable que tenga noticias de Diana y de nuestra hija todavía. A veces, cuando pienso en esa pequeña criatura me pongo a llorar.
—Después de unos meses oyendo llantos y gritos y cambiando pañales te curarás de eso. Hay que ser una mujer para sobrellevar a los bebés.
—Eso ya lo sabía desde hace tiempo —exclamó Stephen.
—Muy bien, doctor Jocoso. Pero, además, existe el inquietante rumor de que muchos bancos han ido a la quiebra y me gustaría que hubiera sido desmentido.
Más tarde, cuando flotaba en las aguas del sur del mar de China junto al esquife de Stephen, con el pelo extendido como una alfombra de algas amarillas, dijo:
—Les invitaré a comer pasado mañana, en agradecimiento por el espléndido banquete. No quiero parecer mezquino y sé muy bien lo que corresponde a quien ocupa su puesto.
—Jack, te ruego que midas tus pasos. Fox es abogado y extraordinariamente vengativo; y si llega a Inglaterra cargado de un profundo rencor, te hará daño, a pesar de tu posición. Es probable que durante un corto tiempo sea escuchado por los que están en el poder.
—No voy a ponerme en un compromiso —dijo Jack—. Conozco a demasiados capitanes de navío, que eran también excelentes marinos, a quienes les han negado un barco por haber perdido los estribos ante una provocación.
El viento se había encalmado, como solía hacer una hora antes de la puesta de sol, y la fragata se quedó inmóvil; sin embargo, el sol no estaba lejos del borde del mar y el viento volvería a soplar cuando se ocultara. Jack salió de la superficie y subió a la pequeña embarcación pasando su cuerpo de doscientas cuarenta libras por encima de la borda y diciendo:
—Apártate.
—Me parece que una vez me dijiste que te enseñaron griego cuando eras niño —dijo Stephen mientras remaba despacio en dirección a la fragata.
—Sin duda, me lo enseñaron —respondió Jack, riendo—. O intentaron enseñármelo, y con muchos golpes, pero no puedo decir que lo aprendiera. No pasé de la zeta.
—Bueno, yo tampoco sé mucho griego, pero llegué a la épsilon y aprendí la palabra hybris, que algunos escritores emplean con la significación de excesivo orgullo por ser poderoso o haber conseguido algo y exultación por el triunfo.
—Nada más abominable.
—Ni, en cierto modo, más sacrílego, que es quizás el término más próximo. Probablemente Herodes tenía hybris antes que se lo comieran los gusanos.
—Mi vieja nodriza… ¡Sepárate de la popa! ¡El otro remo, rápido!
La vieja nodriza de Jack tenía un remedio excelente para los gusanos, mejor dicho, contra los gusanos, pero se perdió entre el lamentable choque, el rescate de Maturin del fondo del esquife y la recuperación de los remos. Cuando Jack subió por fin a bordo, fue recibido en el pasamano por Killick, acompañado de Richardson, Elliott, los guardiamarinas y dos suboficiales, y envuelto en una gran toalla. Todos los tripulantes sabían perfectamente bien en qué dirección soplaba el viento y, aunque no les importaba en qué estado se encontraba su capitán, no querían que Fox y esos «malditos cabrones» le vieran completamente desnudo.
Después de pasar revista aquella tarde, por primera vez tras la visita del sultán los cañones de la Diane dispararon de verdad, y la tripulación logró lanzar tres andanadas en un tiempo honroso, cuatro minutos y veintitrés segundos. Cuando los mamparos fueron colocados de nuevo, Jack dijo a su despensero:
—Killick, voy a invitar a su excelencia a comer aquí, pero no mañana, porque quiero estar muy preparado, sino pasado mañana. Seremos cinco caballeros, el señor Fielding, el doctor y yo. Es conveniente que cuelgues temprano el jerez y el clarete fuera de la borda, a bastante profundidad. Además, quiero usar todo lo de plata y que esté reluciente. Y me gustaría hablar con el cocinero y con Jemmy Ducks.
Según la lógica de los marineros, tanto por el cuidado que requerían como por el logro de su bienestar, las tortugas debían incluirse en el mismo grupo que las aves. Jemmy Ducks decía que nunca había visto ninguna más ágil ni más lista que la mayor de las dos que tenía a su cargo y que la otra era muy tímida. De los pequeños gansos de Java, había cuatro excelentes, aún tiernos, y pensaba que cuatro eran suficientes para ocho distinguidos caballeros. El cocinero del capitán, un negro jamaicano de una sola pierna, dijo con una radiante sonrisa que si había algo que sabía preparar tan bien que era digno del propio rey Jorge, eso era el ganso, y que para él cocinar tortugas era algo natural porque estaba acostumbrado a comerlas.
—Eso es muy conveniente —dijo Jack—. Lamentaría tener que posponer el asunto. —Después de escribir y enviar la invitación, añadió—: Puesto que no podemos tocar música, ¿qué te parece si jugamos a los cientos?
—Me gustaría mucho.
En parte le gustaba, pues siempre desplumaba a Jack Aubrey en ese juego, al igual que a otros. Aunque ahora el dinero no era importante para él, le producía satisfacción ganar a Jack la baza con una quinta, superar su tercera real con la tercera mayor; sin embargo, en parte le molestaba derrochar su buena suerte en cosas triviales. Si bien el juego requería habilidad, el éxito dependía de la suerte, y si un hombre sólo tenía cierta cantidad en toda su vida, era una pena desperdiciar aunque fuera un pellizco.
—¿Qué es un pellizco? —preguntó Jack, a quien Stephen le había dicho eso.
—Es un término médico, muy parecido a los empleados en la marina, que significa una cantidad que se puede coger entre el pulgar y los dos primeros dedos. Se usa para hierbas secas y otras cosas como, por ejemplo, el té de los jesuitas.
—Siempre he oído que el té de los jesuitas es peor que su influencia —dijo Jack, sonriendo de modo que sus azules ojos parecían dos ranuras en su cara roja de alegría—. Pase —dijo en respuesta a dos golpes en la puerta.
Era Edwards y estaba muy apesadumbrado.
—Buenas noches, caballeros —saludó, y luego se dirigió a Jack—. Su excelencia le presenta sus respetos, señor, y pregunta si es posible disminuir el ruido del castillo porque causa interrupciones en su trabajo.
—¿Ah, sí? —preguntó Jack—. Lo lamento.
La guardia de segundo cuartillo se había acabado y los marineros estaban cantando y bailando. No necesitaban que nadie les animara ni habrían dejado de cantar ni de bailar si no hubieran tenido el acompañamiento del pífano, pero les parecía que el pífano daba legalidad a aquello y que no serían interrumpidos sin una buena razón.
—Ésa debe de ser la tromba marina de Simmons —dijo, escuchando su característico sonido, que no podía pasar desapercibido, un sonido fuerte, agudo y brillante que marcaba el final de un compás de la danza y fue seguido por otros dos y confusos gritos de alegría—. ¿Ha visto alguna vez una tromba marina, señor Edwards?
—Nunca, señor.
—Es un instrumento muy raro, una especie de prisma formado por tres delgadas tablas de una braza de longitud más o menos y una cuerda sobre un curioso puente. Se toca con un arco, aunque por el sonido nadie lo imaginaría. Si quiere ver una, vaya a la proa con el guardiamarina. Un ayudante del carpintero la construyó hace unos días.
Sonó la campanilla y después dijo a Seymour:
—Presente mis respetos al señor Fielding y dígale que el ruido de las diversiones del castillo tiene que reducirse a la mitad.
—Hubiera jurado que traía la respuesta a mi nota —dijo, volviendo al desastroso juego.
En realidad, la respuesta no llegó hasta muy avanzada la siguiente guardia de mañana, cuando Jack bajó del tope de un palo deslizándose de forma controlada por la burda del mastelero mayor. Hacía varias horas que la Diane había llegado a la zona por la que navegaría de un lado a otro y en cada mástil había un serviola, y aunque entre todos podían vigilar una extensión de mar de setecientas millas cuadradas, hasta ese momento no habían visto nada más que un parao y un tronco de palma a la deriva. La cúpula celeste, de un color cobalto que iba oscureciéndose casi imperceptiblemente en la parte más próxima a la nítida línea del horizonte, y el gran disco que formaba el océano, de color azul oscuro, eran dos formas perfectas, ideales, y entre ellas se encontraba la fragata, diminuta, real y prosaica.
—Señor, con su permiso, tiene una nota en su cabina —anunció Fleming.
—Gracias, señor Fleming —dijo Jack—. Por favor, tráigamela junto con mi sextante.
Mientras llegaban, observó la tablilla donde estaban los datos de la navegación. Avanzaban a cuatro o cinco nudos aun con aquel viento bastante fuerte.
—Tiene muy poco abatimiento, señor Warren —comentó.
—Casi ninguno, señor —dijo el oficial de derrota—. He prestado mucha atención cada vez que han hecho mediciones con la corredera.
Llegaron la nota y el sextante. Jack se metió el papel en el bolsillo, se acercó al costado de estribor y midió la distancia angular del sol respecto al horizonte. Tenía muy claras en la mente las correcciones que debía hacer a la lectura por el poco tiempo que faltaba para mediodía, y después de hacerlas asintió con la cabeza porque la Diane, indudablemente, estaba en el paralelo adecuado.
En la cabina encontró a Stephen transcribiendo una pieza musical a la luz intensa que entraba por el ventanal de proa.
—Estamos en el paralelo adecuado —dijo, y abrió la nota—. ¡Que sea lo que Dios quiera! —exclamó sorprendido, y le dio la nota a Stephen.
El señor Fox presenta sus respetos al capitán Aubrey, cuya invitación a comer el miércoles ha recibido, pero ni él ni su séquito pueden aceptar, debido al apremiante trabajo.
—No me imaginaba que un hombre de su educación pudiera ser tan grosero. Dime, amigo mío, ¿fuiste muy severo con él?
—En absoluto. La única vez que le hablé con cierta dureza fue cuando me preguntó si yo sabía que estaba hablando con el representante directo del rey. Le respondí que él representaba al rey en tierra y yo en el mar, y que ante Dios yo era el único capitán a bordo. —Hizo una pausa y luego gritó—: ¡Killick! ¡Killick!
—¿Qué quiere ahora… —preguntó con indignación mientras la arcilla blanca caía de su jersey y sus guantes a cada movimiento, y, después de hacer una larga pausa, como era necesario, añadió—: señor?
—Killick estaba limpiando la plata —dijo Stephen.
—Sólo he limpiado la mitad de las cosas y necesito vigilar en todo momento a mis ayudantes porque son torpes y pueden rayarlas.
A Killick le encantaba limpiar la plata, y para esta comida había sacado una cubertería que rara vez se usaba y que tenía muchas manchas aunque estaba envuelta en terciopelo verde.
—Llama al señor Fielding —ordenó Jack, y luego le habló al primer teniente—: Señor Fielding, siéntese, por favor. Tengo una extraña petición que hacerle a usted y a los demás oficiales. La situación es ésta: invité al enviado y a sus colegas a comer conmigo mañana y cometí la tontería de pensar que iban a aceptar, y ahora Killick está rodeado de una nube de arcilla blanca y mi cocinero está trabajando sin parar para preparar dos o tres platos y Dios sabe cuántos más para acompañarlos, pero esta mañana me di cuenta de que había cantado victoria antes de hora. El apremiante trabajo impide al señor Fox y a su séquito comer conmigo mañana, así que me gustaría, con su permiso, apoderarme de la cámara de oficiales para darme un banquete junto con mis amigos. Es una extraña invitación, pero…
Aunque era rara, el banquete fue muy divertido y resultó todo un éxito. En la mesa de la cámara de oficiales brillaban una gran sopera dorada que estaba en una punta, el dorado palo de mesana situado en el centro y la otra sopera dorada en la otra punta, y entre ellos había una marea plateada donde los objetos estaban tan cerca unos de otros que apenas había espacio para el pan. El sol no les daba directamente, pero la difusa luz producía un extraordinario efecto, y los marineros que fueron allí con varios pretextos pensaron que eso aumentaba la categoría de su fragata.
El esplendor tenía la curiosa consecuencia de eliminar la rigidez y la solemnidad con que actuaba el capitán, generalmente y tal vez por ser necesario, cuando visitaba a los oficiales. Desde el principio estaba claro que ese banquete no iba a ser uno de los muchos a que Jack Aubrey había asistido desde que tomó el mando de un barco por primera vez, en los que sólo se oía: «Sí, señor. No, señor», y a veces conseguía con mucho esfuerzo que aquel acto oficial fuera menos aburrido. Bastó una sola botella de vino para que reinara una animada conversación en la mesa, aunque realmente contribuyó a eso la espontaneidad que hubo a lo largo de la comida. Nadie dijo nada particularmente notable, pero todos los oficiales estaban satisfechos por la compañía, la comida y la gloria alcanzada.
Otro factor era el grupo de sirvientes. Detrás de la silla de cada oficial había uno, ya fuera un infante de marina o un grumete, y aunque todos eran limpios y atentos, no tenían suficiente entrenamiento. Incluso los infantes de marina, que eran bastante serios, participaban en cierto modo en los festines, y aún más en esta ocasión especial, que les gustaba más que a los invitados. Todos sonreían, asentían con la cabeza o hacían señas (no fingían no escuchar lo que decían en la mesa) y tanto esas cosas como sus rostros alegres contribuían también a la alegría general, y en cierto momento fueron decisivos. Welby, el oficial de Infantería de marina, tenía casi tan poca gracia para contar anécdotas o chistes como el capitán Aubrey, pero recordaba una que casi con toda probabilidad podría contar sin equivocarse. Era real, era decente y la había contado tantas veces que no suponía un peligro. Ahora, después de servirse ganso por segunda vez y de tomar el sexto vaso de vino, abordó el asunto con delicadeza. Cuando la conversación cesó un momento, su mirada se cruzó con la de Jack y, sonriendo, dijo:
—Señor, me pasó algo muy curioso cuando desempeñaba provisionalmente la función de oficial encargado del reclutamiento en 1808. Se presentó allí un joven corpulento y de buenos modales, pero harapiento. El escribiente y yo estábamos sentados en la mesa y el sargento detrás. Le dije al joven «Creo que nos podrías servir. ¿De dónde vienes?». Él contestó: «Silla». Entonces dije: «Ya sé que quieres sentarte, pero ¿de dónde vienes?». Y el sargento, en voz bastante alta, dijo: «El capitán pregunta que de dónde vienes». Él, alzando la voz, repitió: «Silla». Cuando el sargento iba a enseñarle cuál era su deber, el escribiente me susurró: «Señor, creo que se refiere a Silla, un municipio de Valencia».
Al oír eso, el sirviente de Macmillan, un grumete más acostumbrado a estar en la camareta de guardiamarinas que en la cámara de oficiales, no pudo reprimir la risa, un horrible conjunto de agudos sonidos vocales propios de adolescentes, y provocó la de otros dos muchachos. No podían mirarse unos a otros sin empezar a reír otra vez y les obligaron a retirarse y se perdieron el resto de la historia de Welby una ficción adicional que se le acababa de ocurrir en la que el nombre del recluta era Watt.
—Bebamos juntos un vaso de vino, señor Welby —propuso Jack cuando por fin la risa cesó—. ¿Qué pasa, señor Harper?
—El señor Richardson le presenta sus respetos, señor, y dice que hay tierra a la vista al nortenoreste a unas cinco leguas.
* * *
La noticia «tierra a la vista» se difundió por toda la fragata, y después de la comida los miembros de la misión subieron a la cubierta para escrutar el horizonte por la amura de babor. Allí los que no querían subir los palos podrían ver muy pronto las Falsas Nantunas, que ya se divisaban desde las cofas. Stephen se encontró en la escala de toldilla con Loder, el menos censurable de los «malditos cabrones».
—Parece que se divirtieron mucho en la cámara de oficiales.
—Pasamos un rato muy agradable —confirmó Stephen—. La compañía era buena, había mucha alegría y la comida fue la mejor que recuerdo haber comido en la mar. ¡Qué tortuga! ¡Qué gansos de Java!
—¡Ah! —exclamó Loder.
Así expresaba que lamentaba haberse perdido la tortuga y los gansos, que el rechazo de Fox en nombre de sus colegas le parecía un abuso de autoridad y que no tenía nada que ver con aquella tremenda grosería. Ésa era una considerable carga para un simple «¡Ah!», pero le era fácil soportarla. Stephen había notado que el séquito había perdido el entusiasmo y había recuperado la sobriedad habitual, pero el grado de excitación de Fox seguía siendo muy alto y fastidioso.
—Doctor, ¿podría consultarle cuando tenga un momento libre? —preguntó Loder en tono discreto—. No me gusta hablar con ese joven que trabaja para la fragata.
—Naturalmente. Venga al dispensario mañana a mediodía —dijo Stephen antes de ir en busca de Macmillan.
Hicieron la ronda juntos (habían aparecido las habituales enfermedades contraídas en los puertos) y después, por falta de un ayudante inteligente y fiable, prepararon los comprimidos y las pociones y trituraron el mercurio y lo mezclaron con manteca de cerdo para hacer el ungüento azul. Stephen preguntó cuando terminaron:
—Macmillan, ¿tiene entre sus libros Mental Derangement de Willis o alguno de cualquier otra autoridad en la materia?
—No, señor. Siento decirle que no. Lo único que tengo sobre eso es un ensayo de Cullen. ¿Quiere que lo traiga?
—Si es tan amable…
Stephen regresó a la cabina con el libro, pasando por el alcázar, y vio a Fox en el costado de babor mirando atentamente las Falsas Nantunas. Se puso a leer:
Todos los tipos de locura que son hereditarios o aparecen en la temprana juventud, en cualquier grado, están fuera del alcance de la medicina. Y también lo están la mayoría de los casos de manía que han durado más de un año, cualquiera que sea la causa.
Asintió con la cabeza, pasó la página y continuó:
Otro dato importante es que la alegría excesiva trastorna la mente tanto como la ansiedad y la pena. Eso pudo notarse el famoso Año del sur del Pacífico, cuando muchos hicieron inmensas fortunas rápidamente y las perdieron con la misma rapidez, pues fueron más los que perdieron el juicio por la inesperada afluencia de riqueza que por la pérdida de toda su fortuna.
—Esto tiene cierta relación con el asunto, pero lo que realmente quiero encontrar es un caso de aparición súbita de la folie de grandeur.
Leyó las medidas recomendadas: dieta baja en calorías, aunque no muy baja, aplicación de ventosas, sangrías, naturalmente, purgantes salinos, vomitivos, vinagre alcanforado, camisa de fuerza, formación de ampollas en la cabeza, agua con siderosa, baños fríos… Entonces cerró el libro.
Y poco después, todavía lleno de sopa de tortuga, ganso y numerosos platos de acompañamiento, también cerró los ojos.
* * *
La Diane estuvo toda la noche navegando de un lado a otro justo al sur de de las Falsas Nantunas, y por la mañana muy temprano la alta y borrosa figura del capitán Aubrey apareció junto al coy de Stephen.
—¿Estás despierto? —preguntó con voz suave.
—No —respondió Stephen.
—Vamos a bajar a tierra en la pinaza y pensé que te gustaría venir. Es posible que haya allí una colonia entera de alcatraces aún no descritos.
—Sí, es posible. Eres muy amable. Iré a reunirme contigo dentro de un minuto.
Y fue sin lavarse, sin afeitarse, metiéndose la camisa de dormir por dentro de los calzones y caminado de puntillas por la cubierta en penumbras, que los marineros estaban secando después de haberla limpiado muy bien con los lampazos. Los marineros le ayudaron a bajar a la pinaza.
—¡Vaya, tiene mástiles! —exclamó al sentarse en la bancada de popa—. No lo había notado antes.
Los rostros de los tripulantes se quedaron inexpresivos y todos miraron al vacío.
—Los quitamos cuando la subimos a bordo, ¿sabes? —explicó Jack—. Eso permite colocar unas lanchas dentro de otras. —Luego se volvió hacia el timonel y preguntó—: ¿Cómo está, Bonden?
—Muy bien y muy estable, señor, y responde con rapidez. Hasta ahora me parece que es muy buena para estar hecha por pueblerinos, algo muy raro.
Era hermosa (tenía forma de carabela y estaba hecha de teca con un acabado que la hacía parecer tan suave como la piel de un delfín), pero Stephen tenía la vista fija en las islas que estaban delante, una masa de puntiagudas y oscuras rocas indudablemente deshabitadas, pero no totalmente estériles, como pensaba. Se veían cocoteros con diversos ángulos de inclinación aquí y allá y una vegetación gris entre los peñascos. Era posible que a mediodía parecieran un horrible montón de escoria de los volcanes, pero ahora, con la claridad del día, que cada vez era más intensa, tenían un hermoso aspecto. La blanca espuma de las moderadas olas en la orilla contrastaba con su color negro y el conjunto estaba rodeado de una luz suave e indescriptible. Además, en aquella excepcional masa rocosa bañada por el sol y las lluvias tropicales, era probable que hubiera una flora y una fauna excepcionales.
—Ayúdame con la sonda —dijo Jack.
Siguieron sondeando mientras bordeaban la costa de las islas. Cuando llegaron a una pequeña bahía dejaron caer un anclote y se acercaron remando hasta la zona más baja de la orilla, que tenía una parte blanca, en que las corrientes habían depositado arena de coral, y una parte negra por la resistente roca que había dado origen a la isla. Dos marineros bajaron con una plancha y Jack y Stephen bajaron a tierra seguidos por Seymour, Beade, Bonden y un joven marinero llamado Fazackerley. Llevaban una brújula, varios instrumentos, una botella y un bote de pintura, y mientras subían por la húmeda arena hasta la señal que había dejado la marea, el sol se elevaba a sus espaldas. Se volvieron para mirar atrás: el mar estaba transparente, el cielo, despejado, y el sol, que primero tenía color naranja y la forma de un arco entre la fina niebla y luego la forma de un disco partido por la mitad al que había que mirar con los ojos entrecerrados, era por fin una esfera de brillo cegador que estaba completamente separada del horizonte y proyectaba sus alargadas sombras sobre la playa.
Jack calculó la posición y miró hacia el interior de la isla durante un rato y luego, señalando un peñasco con la cabeza, dijo:
—No está marcada con pintura, pero me parece que es la roca más visible de todas, ¿no estás de acuerdo, doctor?
—Sin duda, se destaca entre las otras, pero, ¿por qué debería estar marcada con pintura?
—Acordamos que el primero que llegara dejaría un mensaje veintidós yardas al norte de una roca muy visible con una marca hecha con pintura blanca.
—¿Por qué veintidós yardas, por el amor de Dios?
—Porque ésa es la distancia entre las dos porterías en el críquet.
* * *
Dejaron un mensaje en la botella, dejaron la marca y regresaron a la fragata con un conjunto de plantas e insectos que hubiera sido mucho mayor si el capitán no hubiera dicho:
—Vamos o desaprovecharemos el cambio de marea. No hay ni un momento que perder.
Los marineros subieron por el costado todas esas cosas, y Stephen fue a desayunar con algunas de las que estaban en frascos de pastillas.
—Hubiera merecido la pena levantarse antes del amanecer sólo por el tremendo apetito que eso despierta —dijo—, pero si al apetito se añaden anélidos anómalos y algunas de estas plantas… Cuando haya terminado de comer el kedgeree, te enseñaré los crustáceos isópodos que encontré debajo de una rama caída. Casi seguro que son parientes de la cochinilla de humedad, pero tienen curiosos rasgos por la adaptación a este clima. ¡Cuánto me gustaría que Martin los viera!
—Espero que pronto podrá verlos. Estamos en el paralelo adecuado y si seguimos navegando por él de un lado a otro podremos encontrarnos con ellos en cualquier momento. Hoy navegaremos hacia el este, probablemente poniéndonos al pairo durante la noche, mañana navegaremos hacia el oeste, y así sucesivamente durante una semana entera.
* * *
—He oído que estuvo navegando en la nueva pinaza —dijo Loder, que llegó puntual a la cita en el dispensario, pero no parecía deseoso de hablar de los síntomas que tenía—. ¿Cómo está?
—Creo que muy bien. ¿Le gusta a usted navegar, señor?
—Siempre me ha gustado. Teníamos un yate en Inglaterra y aquí tengo una yola, una embarcación hecha por pueblerinos, como la suya, pero con las planchas exteriores superpuestas y sujetas con clavos de cobre. El año pasado di la vuelta a Java a bordo de ella en compañía de dos marineros. Tiene sólo media cubierta.
—Por favor, quítese la ropa y acuéstese en este sofá o taquilla acolchada —indicó Stephen.
Y poco después, cuando se lavaba las manos, dijo:
—Creo que su suposición era acertada, señor Loder, pero hemos cogido la enfermedad en una fase temprana. Con estas pastillas y este ungüento probablemente la controlaremos en poco tiempo, pero debe seguir el tratamiento con rigurosa regularidad. La infección de Prabang la provoca un germen muy virulento. Venga mañana a la misma hora para ver cómo está. Por supuesto, debe seguir una estricta dieta: ni vino, ni alcohol ni mucha carne.
—¡Por supuesto! Muchas gracias, doctor. Le estoy sumamente agradecido.
Loder se vistió y mientras se guardaba los medicamentos en el bolsillo continuó:
—Sumamente agradecido por éstos, por la atención que me ha prestado y por no echarme un sermón. Sé muy bien que el viejo desvergonzado hace al niño osado, pero al viejo desvergonzado no le gusta que se lo digan. —Hizo una pausa y, torpemente, preguntó—: ¡A propósito! ¿Podría decirme cuándo vamos a regresar a Batavia? Me encantaría ver cómo están mis lechugas inglesas. Además, como es natural, Fox tiene mucha prisa por llegar.
—Por lo que yo sé, vamos a seguir navegando de un lado a otro durante un tiempo porque el capitán espera encontrar otro barco, y luego iremos a Java o tal vez a Nueva Gales del Sur. Pero es posible que esté equivocado. Si el señor Fox le pregunta al capitán Aubrey, que es quien da las órdenes, las instrucciones y la adecuada información, se lo dirá con más exactitud.
Pero Fox no preguntó a Aubrey. Ambos se saludaban quitándose el sombrero cuando se veían y, a veces, cuando estaban haciendo ejercicio en el alcázar (el capitán en el lado sagrado, el lado de barlovento, y el enviado y su séquito en el otro), se decían «Buenos días, señor», pero no pasaban de ahí. La poca comunicación que había entre ellos se establecía oblicuamente y casi de manera furtiva a través de las conversaciones de Loder con Maturin y de Edwards con los oficiales, cuya amistad no había cambiado.
La fragata navegó hacia el este con el viento estable por el costado de babor, justo de través, y todavía con buen tiempo. Había una atmósfera de alegría y muchas esperanzas, pero, aunque ese día las esperanzas no se cumplieron, nadie estaba realmente decepcionado cuando viró en redondo poco después de la puesta de sol, las velas fueron amuradas a estribor, y empezó a avanzar despacio hacia el oeste con las gavias arrizadas y rodeada del resplandor de los faroles.
Avanzaría hacia el oeste hasta la noche del jueves y volvería a virar. Mientras tanto, los serviolas escudriñarían desde los topes toda la parte del horizonte que abarcaban con la vista. Podían ver una extensión de mar de quince millas en cada dirección hasta la curva de la tierra que dejaba el resto fuera del alcance de su vista, pero, incluso en la parte oculta, quien tuviera la vista aguda podría ver la punta de las juanetes de un barco que se encontrara a una distancia de quince millas más allá de la curva.
A mediodía los oficiales que estaban en la cubierta midieron la altitud del sol y una vez más comprobaron que el rumbo era el adecuado. Stephen, que estaba mucho más abajo, terminó de atender a su paciente, le preparó la medicina mientras él hablaba sin parar (Loder era locuaz cuando se ponía nervioso) y luego dijo:
—En respuesta a la primera pregunta le diré que sí, que su informador tiene toda la razón. El capitán Aubrey es un miembro del Parlamento por Milport, un distrito perteneciente a su familia, es un hombre rico, con propiedades en Hampshire y Somerset, y se lleva muy bien con los ministros. En respuesta a la segunda o a lo que se deduce de la segunda, le diré que no. No voy a actuar como intermediario.
Dijo estas últimas palabras bastante alto para que pudieran oírse a pesar del ruido que hacían los marineros que estaban a punto de comer. Era asombroso cómo sólo doscientos hombres pudieron llenar toda la fragata de ruido, que cesó cuando les sirvieron la carne de cerdo salada de los jueves. Cuando Stephen subió a la cubierta para pedir que pusieran otra manga de ventilación en la enfermería, el silencio permitía oír el rumor del agua al pasar por los costados de la fragata, el crujido de la jarcia, el familiar ruido de los motones y el continuo susurro del viento entre miles de finos y gruesos cabos con diversa tirantez.
Jack y Fielding miraban hacia abajo, hacia la nueva pinaza, donde los marineros estaban inclinando el palo trinquete cuatro pulgadas hacia delante. Después de estar conversando animadamente unos minutos, Jack se volvió y al ver a Stephen, exclamó:
—¡Ah, estás ahí, doctor! ¿Te gustaría subir a la cofa y volver a ver las Falsas Nantunas?
—Pocas cosas me causarían más placer —respondió Stephen, pero mentía. Nunca había vencido el miedo a la altura ni había dejado de desconfiar de las oscilantes escaleras hechas de cabos, que eran inseguras, poco adecuadas para su objetivo y más apropiadas para los simios que para los seres racionales. Pero mientras subía pensó que la distinción entre ambos no era acertada porque Muong era un simio y, aunque a veces obraba con poca inteligencia y era testarudo, era un ser racional.
—Mira —indicó Jack, dándole el catalejo—. Se puede ver la franja de pintura blanca donde ese muchacho derramó el bote, pero no veo la bandera que debería estar allí en respuesta a ella. Todavía no han pasado por aquí.
Dijo lo mismo el viernes. El día transcurrió igual, el rumbo que siguieron era igual, y todavía todos a bordo tenían muchas esperanzas, pues no pensaban que estaban truncadas sino que su realización se retrasaba. Y de nuevo Stephen, antes de empezar a descender torpemente lleno de horror, hizo un comentario sobre la ausencia de grandes barcos y pequeñas embarcaciones en la zona. En el océano no había nada, ni siquiera aves marinas.
—Tal vez no era lógico pensar que encontraría pelícanos filipinos, pero el caso es que esto es un archipiélago.
Stephen, que después de comer generalmente iba al coronamiento para mirar la estela o hacia la proa, advirtió durante esos días signos de que ahora los miembros del séquito del enviado eran si no desafectos sí seguidores menos entusiastas, respetuosos y aduladores que al principio. Pero Fox no parecía percibirlo y su propia exaltación no había disminuido. Hablaba con voz muy alta y aguda, en tono seguro, sus ojos tenían un extraordinario brillo y andaba con paso ligero. El sábado se encontró con Stephen mientras caminaba por la entrecubierta y exclamó:
—¡Ah, Maturin! ¿Cómo está? Hace mucho que apenas tenemos ocasión de saludarnos. ¿Quiere jugar al chaquete conmigo?
Fox jugó sin prestar ninguna atención, y después de haber perdido innecesariamente la segunda partida (tenía asegurada la victoria con una ficha en una banda y otra en la parte del tablero de Stephen), dijo:
—Como podrá imaginarse, estoy deseoso de que todos en Inglaterra se enteren de nuestro triunfo cuanto antes porque…
Había enfatizado el nuestro, pero como Stephen le miraba con indiferencia y su expresión denotaba que estaba bien informado, no fue capaz de dar ninguna de las importantes razones políticas y estratégicas que había dado a Loder. Después de hacer una pausa para toser y sacudirse la nariz, continuó:
—Naturalmente, me gustaría mucho saber si el capitán Aubrey piensa, es decir, si tiene la intención de seguir el rumbo que anunció antes o si ese barco más o menos mítico de que he oído hablar ha adquirido de repente gran importancia.
—Estoy seguro de que se lo diría si se lo preguntara.
—Quizá, pero no quiero arriesgarme a que me haga un desaire. El otro día me trató con rudeza y habló largamente de los poderes del capitán de un barco de guerra, de que su deber es dar cuenta de sus acciones sólo a sus superiores en la jerarquía de la Armada y de su total autonomía en la mar, comparable a la de un monarca absoluto. Habló en un tono autoritario y despectivo que me sorprendió extraordinariamente. Pero esa no fue la primera muestra de su aversión, una aversión incomprensible, gratuita e inmotivada.
—No creo que exista. No hay duda de que momentáneamente sintió mucha rabia, que expresó con violencia, por el incidente de hace varias noches, pues eso es algo sumamente ofensivo para un oficial de marina, pero no le tiene aversión. ¡Oh, no, no, de ninguna manera!
—Entonces, ¿por qué no ordenó que la fragata estuviera adornada con banderas por todas partes ni que los marineros estuvieran de pie en las vergas dando vivas cuando yo embarcara con el tratado? No he tenido en cuenta otros desaires, pero creo que semejante insulto sólo puede ser fruto de una profunda aversión.
—No, no, estimado señor —intentó tranquilizarlo Stephen, sonriendo—. Permítame aclarar este malentendido. Se ordena a los hombres a colocarse así en un barco cuando lo visita un miembro de la familia real, a veces cuando dos barcos que suelen navegar juntos se reúnen o se separan, y sobre todo como homenaje a un oficial que ha conseguido una importante victoria. Con mis propios ojos vi cómo era homenajeado así el capitán Broke, de la Shannon. Pero esa victoria tiene que haberse conseguido en una batalla, estimado señor, no en la mesa de negociaciones. La victoria tiene que ser militar, no diplomática.
Fox vaciló unos momentos, pero después volvió a poner una expresión que denotaba total seguridad. Luego asintió con la cabeza y dijo:
—Por supuesto que usted tiene que apoyar a su amigo. Y sus motivos son obvios. No hay nada más que hablar.
Entonces se puso de pie e hizo una inclinación de cabeza.
* * *
La profunda irritación de Stephen duró todo el tiempo que tardó en subir a la cofa del mayor y le hizo olvidarse del miedo y de tomar las usuales precauciones.
—¡Qué tipo más extraño eres, Stephen! —exclamó Jack—. Cuando quieres puedes subir a lo alto de la jarcia como… —Iba a decir «un ser humano», pero lo cambió justo antes de que saliera de su boca y terminó diciendo—: un marinero de primera.
A una legua al norte, en las aguas donde parecía haber tan pocos peligros como barcos, aves, cetáceos, reptiles y troncos a la deriva, las aguas que parecían las del segundo día de la Creación, estaban las Falsas Nantunas rodeadas de flecos blancos y la ancha franja de pintura podía verse por el catalejo tan bien como se notaba la ausencia de la bandera.
—Esto no es distinto de vigilar el cabo Sicié mientras se hace el bloqueo de Tolón —dijo Jack, guardando el catalejo—. El maldito cabo parecía siempre igual. Solíamos aproximarnos… Pero por supuesto que lo recuerdas perfectamente bien. Estabas allí. ¿Qué desea, señor Fielding?
—Discúlpeme, señor, pero olvidé preguntarle si mañana habrá ceremonia religiosa. Los hombres del coro quisieran saber qué cánticos tienen que preparar.
—Bueno, por lo que respecta a eso —dijo, mirando con rencor hacia las Falsas Nantunas—, creo que será mejor leer el Código Naval antes de hacer las salvas. Estoy seguro de que no habrá olvidado de que mañana es el día de la Coronación.
—¡Oh, no, señor! Ahora mismo acabo de hablar con el señor White. ¿Quiere que excluyamos la tablilla?
—Me sé todos los artículos de memoria, pero, aun así, sería mejor tener la tablilla delante. Más vale prevenir que lamentar.
Ante ese objeto de madera barnizada plegable y con dos hojas, un objeto parecido a una tablilla de navegación que tenía grabadas en letras grandes todo el texto del Código Naval, el capitán Aubrey se colocó el domingo poco después que sonaran las seis campanadas de la guardia de mañana. Ya había inspeccionado la fragata y los tripulantes, lavados, afeitados y con la camisa limpia estaban delante de él muy atentos y formando pequeños grupos en vez de filas. Los miembros de la misión, los oficiales y los guardiamarinas daban al conjunto un aspecto más formal, y los infantes de marina, con sus chaquetas rojas y agrupados en forma de una figura geométrica, un toque de perfección.
El Código Naval no tenía la terrible fuerza de algunas partes del Antiguo Testamento, pero el capitán Aubrey tenía una voz grave y potente, y cuando hablaba de los delitos navales tomaba un tono conminatorio que agradaba a los marineros casi tanto como las palabras de Jeremías o el gran anatema. A Stephen, que asistía a la ceremonia pero no a la celebrada según el rito anglicano, le parecía que Jack hacía cierto énfasis en el artículo XXIII («Si una persona que está en la escuadra pelea con cualquier otra que también esté en la escuadra, o le habla en tono de reproche, o dice cosas provocadoras, o hace gestos que puedan provocar peleas o disturbios, y se demuestra que es culpable de eso, recibirá el castigo que el delito merezca y que será decidido por un consejo de guerra») y en el XXVI («Se deben gobernar los barcos del rey con cuidado, de modo que ninguno encalle ni se parta en dos ni choque contra rocas o bancos de arena ni sea expuesto a peligros por obstinación, negligencia o cualquier otra falta, y quien sea declarado culpable de eso será castigado con la muerte…»). No puso énfasis en el famoso artículo XXIX, que decía que cualquiera que fuera declarado culpable de cometer sodomía con un hombre o una bestia también sería castigado con la muerte, pero lo hicieron por él muchos de los marineros que llevaron a Fox de un lado a otro de aquel candente fondeadero sin que les diera nunca los buenos días ni las gracias, lo hicieron tosiendo, lanzando miradas a Fox e incluso con un discreto «¡Ja, ja!» muy lejos, cerca de la proa.
Jack cerró la tablilla y con la misma voz grave gritó:
—¡Todos los marineros de frente hacia el costado de estribor! ¡Adelante, señor White!
Fox y los miembros de su séquito se quedaron sentados y pusieron una expresión desconcertada, pero cuando empezó a oírse el estrépito de las salvas en honor a la Corona, que se sucedieron con magnífica precisión y formaron una nube de humo que se movía hacia babor, el gesto del enviado se suavizó. Después del último disparo se puso de pie, hizo una inclinación de cabeza a la derecha y una a la izquierda y dijo a Fielding:
—Gracias por tan hermoso cumplido, señor.
—Le ruego que me perdone, señor, pero las gracias no se merecen —respondió Fielding—. Las salvas no estaban dedicadas a ninguna persona. Todos los barcos de la Armada real hacen salvas en honor a la Corona el día de la Coronación. Alguien se rió y Fox, con una expresión furiosa, se dirigió rápidamente a la escala de toldilla.
La risa había salido del combés o del pasamano, pero en el alcázar nadie había dado importancia al penoso incidente. Mientras la Diane volvía a su rutina, Jack caminaba de una punta a otra del alcázar abanicándose con su mejor sombrero con cintas doradas.
—Tom tendrá que hacer lo mismo en algún lugar de estas aguas —dijo Jack a Stephen—. Espero que nos haya oído. Esto lograría que viniera navegando a toda vela.
Cuando llegaron a la barandilla Jack miró hacia la proa y vio a un grumete que estaba sentado junto a las bitas del trinquete ponerse de pie y hacer una graciosa inclinación de cabeza a la derecha y otra a la izquierda.
—Señor Fielding, ese grumete, Lowry está haciendo travesuras en el castillo. Ordénele que suba al tope de un mástil tan rápido como guste para que aprenda a tener modales.
Todos los marineros que habían participado en una batalla compartían la opinión del capitán sobre los cañonazos. Nada hubiera logrado que otro barco cruzara la línea del horizonte con mayor rapidez que un distante cañonazo, incluso uno tan lejano que pareciera el revuelo de golondrinas en una chimenea. Los serviolas vigilaban con más celo todavía, con tanto celo que poco antes que llegaran los invitados de Jack a comer, llegó un mensaje. Era de Jevons, el serviola del tope del palo mayor, un hombre fiable. Decía que había avistado un barco o algo muy parecido por sotavento, muy lejos, a veinticinco grados por la amura de estribor, y que a veces desaparecía tras el horizonte y luego reaparecía. Los serviolas del trinquete y el mesana no lo confirmaron, pero ambos estaban bastante más abajo.
—Creo que éste es el momento apropiado para echar un vistazo —dijo Jack—. Stephen, ten la amabilidad de atender a Blyth y Dick Richardson un momento si llegan antes que yo baje.
Tiró la chaqueta encima de una silla, cogió el catalejo, avanzó hasta la puerta y cuando la abrió se encontró frente a frente con sus invitados.
—Discúlpenme, caballeros, pero tardaré dos o tres minutos —dijo—. Voy a subir a lo alto de la jarcia para ver ese barco.
—¿Puedo ir con usted, señor? —inquirió Richardson.
—¡Por supuesto! —exclamó Jack.
Cuando llegaron a la cubierta, Jack dijo a gritos al serviola que saliera de allí y bajara un poco; y mientras Richardson se despojaba de la chaqueta y el chaleco, subió de un salto a los obenques. Enseguida ascendió hasta la cofa, adonde el serviola había acabado de llegar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Espero que tenga razón, señor!
—Yo también lo espero, Jevons —replicó Jack.
Se agarró a los obenques de barlovento del mastelero y Richardson a los de sotavento, y poco después ambos llegaron al tope, el puesto del serviola, respirando más rápido a causa del calor, y se pusieron de pie sobre la cruceta. Jack pasó un brazo alrededor del mastelerillo y observó una parte del horizonte al oeste.
—¿Dónde está, Jevons? —gritó.
—Entre los diez y los veinticinco grados por la amura, su señoría —respondió jevons con angustia—. Aparecía y desaparecía.
Jack volvió a mirar con gran atención, pero sólo veía el mar, el mar y nada más que el mar.
—Dime qué ves, Dick —preguntó, dándole el catalejo.
—Nada, señor, nada, lamentablemente —respondió Richardson por fin con desgana.
La Diane era uno de los pocos barcos que tenía mastelerillos de sobrejuanetes, así que era posible desplegar auténticas sobrejuanetes e incluso monterillas por encima de ellas. Esos mastelerillos se encontraban sobre los mastelerillos de juanetes y estaban asegurados por tablones en la parte superior, un par de obenques y, naturalmente, los estayes. Pero el mastelerillo de sobrejuanete mayor no tenía más de seis pulgadas en la parte más gruesa, mientras que el mastelerillo de juanete mayor no tenía muchas más, así que los correspondientes obenques y estayes eran muy finos, y el capitán pesaba por lo menos doscientas treinta y cinco libras.
—¡Oh, señor! —exclamó Richardson al verle agarrar con su fuerte mano los obenques del mastelerillo de juanete—. Yo puedo subir en un momento. Por favor, déme el catalejo.
—¡Tonterías! —exclamó Jack.
—Señor, con todo mi respeto, sólo peso ciento veinticinco libras.
—¡Bah! —replicó Jack, ya por encima de la cruceta—. Quédate quieto. Si sigues saltando como un maldito babuino vas a torcer el mastelerillo.
—¡Oh, señor! —repitió Richardson, y luego juntó las manos como si fuera a rezar y vio la voluminosa figura de Jack subir por la red de finos cabos.
Le preocupaba el efecto que produciría aquel gran peso en un mastelerillo tan fino cuando la fragata tenía un balanceo de quince grados y un cabeceo de casi cinco, y puso la mano sobre el tamborete del mastelerillo de juanete por si notaba algún signo de que iba a moverse o a soltarse. Jack, firmemente sujeto allí arriba, con un brazo metido entre los obenques del mastelerillo de sobrejuanete, gritó:
—¡Por Dios, ya los veo! ¡Ya los veo, pero son unos simples paraos! ¡Son tres paraos navegando con rumbo sur!
Bajaron a la cubierta por las burdas y parecía que la gravedad les daba alas.
—Siento mucho haberle hecho esperar, señor Blyth —dijo Jack al contador—. Y siento mucho no traerle buenas noticias. Los barcos eran unos simples paraos.
—Por ver unos simples paraos ha arruinado los pantalones de dril de los días de fiesta y ha dejado que los malditos huevos escalfados en vino tinto parezcan metralla con orina de caballo —se quejó Killick a su ayudante subiendo tanto su chillona voz que pudo oírse perfectamente en la cabina.
—Por lo que pude ver, navegaban de bolina, así que posiblemente nuestros rumbos convergerán.
Convergieron y con asombrosa rapidez. Cuando comían el pudín llegó un mensaje informando de que ya podían verse los cascos desde la cubierta, y cuando los comensales subieron a la cubierta para tomar café al aire libre debajo del toldo, los tres paraos estaban al alcance de los cañones. Eran embarcaciones muy grandes y gracias a las batangas eran muy estables y podían navegar muy rápido de bolina. Estaban abarrotadas de hombres.
—Hay pocas dudas sobre su profesión —dijo el señor Blyth—. Sólo les falta Pata de Palo.
—Quizá su presencia explica que estas aguas estén desiertas —dijo Stephen—. Quizás hayan arrasado con todo en el océano.
—Como una pica en un burdel —sentenció Richardson.
Jack pudo ver por el catalejo a su jefe, un hombrecillo delgado con un turbante verde que estaba sentado en lo alto de la jarcia y miraba la Diane haciéndose sombra sobre los ojos con la mano. Advirtió que negaba con la cabeza y un minuto después vio las proas orzar y deslizarse a trece o catorce nudos con el moderado viento.
El pase de revista, los artículos del Código Naval, el pudín de pasas y los paraos habían marcado ese domingo, pero iba a ocurrir otro suceso que lo convertiría en un día especial. A medida que el sol, que ahora parecía una gran pelota de color rojizo, se acercaba al mar, la luna llena se elevaba sobre el horizonte por el este. Ese fenómeno no era raro sino todo lo contrario, pero esta vez, debido a la pureza del cielo, el alto grado de humedad y, sin duda, un montón de factores menos obvios que rara vez coincidían, alcanzó la perfección estética. Todos los tripulantes, incluidos los grumetes, y los «malditos cabrones», que eran locuaces e insensibles, lo contemplaban en silencio. Todos los tripulantes, el capitán de la Diane y la mayoría de los oficiales creían que era un presagio, aunque no se pusieron de acuerdo sobre lo que anunciaba hasta el día siguiente, cuando la fragata, navegando con rumbo oeste, pasó por delante de las Falsas Nantunas a un cuarto de milla de distancia. Allí no había ninguna bandera, ninguna, pero en el peñasco más visible, justo sobre la franja de pintura blanca, estaba posado un cormorán negro con las alas abiertas y caídas.
Stephen aseguró que la presencia de un cormorán era perfectamente natural porque abundaban en el sur de Asia y añadió que los chinos los domesticaban desde hacía siglos, pero inútilmente. Todos sabían que a partir de ese momento ya no había esperanzas de un encuentro en aquel lugar y, aunque los serviolas siguieron vigilando con celo esa noche y todo el día siguiente, nadie se asombró de que al navegar por última vez hacia el este la búsqueda fuera tan infructuosa como la primera.
Jack continuó navegando por el paralelo elegido durante el período elegido sólo para tranquilizar su conciencia y después, lleno de tristeza, dio la orden de virar al suroeste para seguir la ruta que el oficial de derrota y él decidieron que era la mejor para ir a Java, tras pasar la tarde consultando todas las cartas marinas disponibles y las notas y las observaciones de Dalrymple y de Muffit. Le embargaba la tristeza y también la irritación, mejor dicho, estaba muy disgustado. Antes que el sol se pusiera, su escribiente y él, como era usual, habían hecho la medición de la temperatura y la salinidad del agua y otras cosas para Humboldt. El había llevado a la cabina todos los tubos, botes e instrumentos y los había puesto junto al libro abierto, pero antes de anotar las cifras, fue al jardín, es decir, al retrete. Mientras estaba allí sentado oyó un estrépito y luego un ruido confuso, y al salir supo que Stephen se había caído de la silla desde la que trataba de alcanzar una araña que había en la claraboya y no sólo había derramado agua de mar sobre sus anotaciones, sino que también había roto varios instrumentos, prácticamente todos los de cristal: higrómetros, siete diferentes tipos de termómetros, el aparato de Crompton que medía la gravedad… Además, había destrozado un barómetro colgante y había derribado un colgador de sables. Y todo ocurrió estando el mar bastante tranquilo.
Cuando la cabina volvió a estar en orden ya casi estaba oscuro. Después de pasar revista, Jack subió a la cofa del mayor para ver salir la luna, pero por primera vez había nubes que ocultaban el cielo al este, nubes que traerían lluvia por la noche, y entonces, cansado y decepcionado, se sentó sobre las alas dobladas. Había hecho un gran esfuerzo para subir a lo alto de la jarcia y había notado su peso; y el domingo, en cambio, había llegado a más altura y no lo había advertido.
Entonces se dijo: «¿Será la edad? ¡Válgame Dios! ¡Qué idea!».
Durante un rato permaneció recostado en la lona observando las estrellas que estaban justo encima y la punta del palo mayor, que giraba entre ellas. También escuchaba el constante rumor de la fragata al navegar, aunque sin prestarle mucha atención, y las ocasionales órdenes y la llamada a los hombres de guardia. Richardson se encargaba de esa guardia; Warren estaría encargado de la de media y Elliott de la de alba. Se dio cuenta de que se había quedado dormido cuando le despertaron las dos campanadas.
—Esto no es bueno —dijo, estirándose y mirando hacia el cielo.
La luna estaba ahora muy arriba y medio oculta y desfigurada por una nube baja. El viento tenía casi la misma intensidad, pero era probable que trajera chubascos y mal tiempo.
Al llegar a la cabina supo que Stephen se había ido a la cubierta inferior, así que pidió tostadas con queso y un gran vaso de grog con mucho zumo de limón. Luego escribió una nota al señor Fox en la que le presentaba sus respetos y le decía que tenía el honor de informar a su excelencia que la fragata navegaba con rumbo a Java y que, si el viento y el tiempo lo permitían, llegaría a Batavia el viernes. También le decía que era conveniente que los sirvientes de miembros de la misión empezaran a hacer el equipaje al día siguiente, pues no estaba previsto que la Diane permaneciera largo tiempo en el puerto. La mandó con el guardiamarina de guardia y se acostó enseguida.
Su coy se movía con el suave balanceo y el lento cabeceo de la fragata. Los demás objetos colgantes se movían también, y su rítmico movimiento era apenas visible a la luz del pequeño farol que tenía a su lado. Notó que el sueño estaba llegando y al volverse de lado para darle la bienvenida vio brillar la charretera de su mejor chaqueta. Recordó cuánto la había añorado durante el período que había pasado fuera de la lista de capitanes de la Armada. En aquel tiempo había soñado una vez que la veía y se había despertado sintiendo una pena indescriptible. Pero ahora realmente estaba allí, era algo tangible y sólido. Sintió que el corazón le brincaba en el pecho y se quedó dormido con una sonrisa en los labios. Le despertó el lejano grito «¿Has oído la noticia?», la frase humorística con que a las cuatro de la madrugada los marineros de guardia indicaban a los que estaban abajo que debían subir a la cubierta a relevarles. Luego oyó las voces de Warren y Elliott, mucho más cercanas.
—Aquí la tienes —dijo Warren, y añadió cuáles eran el rumbo y las órdenes. Elliott hizo la repetición formal.
También oyó el rumor de la fragata, que le indicaba que el viento era fijo. Todo era normal. De repente pensó que, sin duda, Stephen tenía amigos doctos en Batavia y sería posible reponer todos los instrumentos o conseguir que los fabricaran hábiles artesanos, de modo que la cadena de precisas mediciones que había hecho alrededor de medio mundo sólo quedaría interrumpida durante uno o dos días o, como máximo, tres.
Poco antes que tocaran las dos campanadas, llamaron a los marineros lisiados, y en cuanto sonaron empezó el ritual de la limpieza de la cubierta a la pálida luz de la luna, a pesar de que los chubascos que habían caído en la guardia de media ya la habían limpiado. El ruido de la piedra arenisca que se oía por toda la fragata no despertó a Jack Aubrey, pero la primera sacudida que dio cuando la quilla rozó las rocas con un chirrido, le hizo salir del coy y despertarse totalmente. En cuanto se puso de pie, la Diane chocó con violencia y él cayó al suelo. No obstante eso, llegó a la cubierta antes que el mensajero llegara a la escala de toldilla.
—¡Todos a las brazas! —gritó tan alto que su voz pudo oírse a pesar del estrépito de la fragata al deslizarse sobre el arrecife.
—¡Todos a tirar de las brazas! ¡Echen una mano, echen una mano! ¡Rápido, ahí, en la proa!
La Diane perdía velocidad y poco después subió por última vez con las olas y quedó inmóvil sobre una invisible roca.
Los hombres que estaban abajo subieron a la cubierta en tropel en medio de la penumbra y casi todos los oficiales ya estaban allí. Jack mandó a un ayudante del carpintero a sondar la sentina.
—Señor Fielding, baje el esquife del doctor por el costado —ordenó.
—Dos pies, señor —informó el propio carpintero—. Y aumenta moderadamente.
—Gracias, señor Hadley-dijo Jack.
La noticia se difundió por toda la cubierta: sólo dos pies y aumentaba moderadamente.
Se tomaron varias medidas urgentes más y luego se oyó a Richardson decir desde el esquife:
—Tres brazas bajo la popa, señor; dos y media bajo la crujía; dos bajo la roda. A un cable de distancia por delante no se llega al fondo con este cabo.
—¡Carguen todas las velas! —gritó Jack—. ¡Prepárense para echar el ancla!
La penumbra estaba cambiando. El sol iluminó las nubes bajas que estaban al este y luego asomó por encima del horizonte. Sonaron cuatro campanadas. Jack fue hasta la proa para ver cómo echaban el ancla (una precaución para el caso de que se desatara una fuerte tormenta, pero ahora se tomaba principalmente para tranquilidad general, pues no todos los que estaban a bordo eran héroes), y cuando regresó ya era de día. El mar estaba bastante agitado, pero empezaba a calmarse y el cielo auguraba buen tiempo. A una milla al norte se encontraba una isla no muy grande, de alrededor de dos millas de diámetro, cubierta de vegetación.
—¿Cómo está la sentina, señor Fielding? —preguntó.
—Dos pies siete pulgadas, señor, y ahora debe estar aumentando. El señor Edward quisiera hablar con usted, si es posible.
Jack reflexionó unos momentos mientras miraba fuera de la borda. La fragata parecía muerta, como si estuviera sobre rocas secas. No había hecho ningún movimiento libero ni mucho menos había dado una sacudida desde la última horrible subida con las olas. Además, estaba muy poco sumergida. En un aparte, Jack dijo al suboficial encargado de los instrumentos de navegación y a los dos timoneles:
—Pueden dejar el timón.
Luego siguió meditando mientras las bombas empezaron a chirriar y a lanzar chorros de agua. El agua que estaba junto al costado le confirmó lo que había intuido: la fragata había encallado en el último momento de la pleamar al principio de la estación. Y la marea estaba bajando rápidamente. Al volverse vio a Killick, que en silencio sostenía una gruesa chaqueta, y a Stephen y a Edwards detrás.
—Gracias, Killick-dijo, poniéndosela—. Buenos días, doctor. Buenos días, señor Edwards.
—Buenos días —le devolvió el saludo Edwards—. Su excelencia le presenta sus respetos y quiere saber si él o algún miembro de la misión puede ayudarle.
—Es muy amable, pero por el momento lo único que puede hacer es evitar que esa gente moleste —dijo, señalando con la cabeza a un grupo de sirvientes agrupados en el combés—. Pero, sin duda querrá saber cuál es la posición de la fragata. Por favor, quédese con nosotros, doctor, porque esto también le interesa. La fragata chocó con un arrecife desconocido, que no aparece en las cartas marinas, y ahora está encallada. No sé qué daños ha sufrido, pero por ahora no corre peligro. Hay muchas probabilidades de hacerla flotar y apartarse del arrecife en la próxima pleamar aligerando el peso. Y es posible que logremos ponerla en tan buenas condiciones para navegar que nos lleve hasta Batavia, donde podremos carenarla. De todas formas, vamos a bajar las lanchas, y sería conveniente que el señor Fox y su séquito, con una guardia apropiada, bajaran a tierra con la mayor cantidad de equipaje posible y nos dejaran hacer nuestro trabajo.