Capítulo 5

—Amén —dijo el capitán Aubrey con voz potente, de la que se hicieron eco otras doscientas nueve igualmente potentes.

Se levantó de la silla de brazos que estaba envuelta en una bandera de la unión, puso su libro de oraciones sobre el pequeño baúl con armas, cubierto por estameña al igual que las carronadas, y se quedó un momento de pie con la cabeza gacha, moviéndose mecánicamente con el fuerte balanceo.

A su derecha estaban el enviado y su secretario, y al otro lado de ellos se encontraban los cuarenta infantes de marina perfectamente alineados, con sus chaquetas de color escarlata y sus pantalones y bandoleras blancas. A su izquierda estaban los oficiales de marina, con el uniforme azul y dorado, y al lado los seis guardiamarinas, cuatro de ellos muy altos. Más allá, en el alcázar y los pasamanos, se encontraban los marineros, todos afeitados, con camisa limpia y con sus mejores chaquetas azules con botones dorados o jerséis blancos adornados con cintas en las costuras. Los infantes de marina habían permanecido sentados en bancos; los oficiales, en sillas que habían traído de la cámara de oficiales o en la base de las carronadas; los marineros, en banquetas, fuentes de madera o cubos colocados boca abajo; pero ahora estaban de pie y en silencio, y a su alrededor todo estaba silencioso también. No llegaba ningún sonido del cielo ni producían ninguno las grandes olas que venían del oeste. Sólo se oía el gualdrapeo de las fláccidas velas a causa del balanceo, los crujidos que hacían al tensarse los obenques, las vigotas y las retrancas dobles de los cañones, los ruidos de la fragata al avanzar, el extraño canto de los pingüinos y las voces de los paganos, mahometanos, judíos y católicos, que no asistían a la ceremonia de la Iglesia anglicana y se había quedado en la proa.

Jack levantó la cabeza, dejando atrás la indefinida región sagrada donde había estado y sintiendo de nuevo la angustia que experimentaba desde que vio por primera vez esa mañana la isla Inaccesible, pues estaba situada en el lugar equivocado, mucho más cerca de lo que debería estar, y a sotavento. Durante tres días y tres noches el mal tiempo y las nubes bajas habían impedido hacer mediciones exactas, y tanto él como el oficial de derrota habían tenido que hacer una estima. Ese domingo, en que el tiempo era un poco mejor, se encontraban a veinticinco millas al sureste de la isla Tristán da Cunha, y Jack quería hacer escala en el norte para reponer provisiones y agua y, si era posible, capturar uno o dos barcos norteamericanos que la usaban como base para perseguir barcos aliados en el Atlántico sur. Al principio no se sentía especialmente irritado, pues aunque se había quedado en su coy hasta tarde (porque había jugado al whist con Fox durante mucho tiempo) y de que Elliott, desobedeciendo sus órdenes, le había comunicado con mucho retraso que la habían avistado, el viento del oeste soplaba con fuerza suficiente para que la fragata pasara a una prudente distancia de la isla Inaccesible y llegara a la punta noroeste de Tristán da Cunha, donde las lanchas podrían atracar. Aunque, de acuerdo con lo que había observado en el cielo, creía que el viento aumentaría de intensidad antes de la tarde, había ordenado que prepararan todo para el servicio religioso en el alcázar en vez de en la cubierta, donde estarían más cómodos, con el fin de conocer la situación en todo momento.

Pero cuando estaban cantando Old Hundreth el viento se encalmó. Todos los marineros notaron que en las posteriores plegarias la voz del capitán tomó un tono más grave que en similares ocasiones, el tono apropiado para leer el Código Naval, pues no sólo el viento se había encalmado sino también las grandes olas que, ayudadas por la corriente del oeste, acercaban la fragata hacia el oscuro acantilado más rápido de lo deseable.

Cuando salió de sus meditaciones, se volvió hacia el segundo oficial (el primero estaba en su coy con una pierna rota) y dijo:

—Muy bien, señor Elliott. Continúe, por favor.

En ese momento miró hacia las fláccidas velas y luego se acercó al costado de estribor. De inmediato el cuadro se hizo pedazos: los infantes de marina se agruparon en la proa o abajo y se desabrocharon el cuello y la bandolera blanqueada con arcilla, la mayoría de los marineros de la guardia de babor ocuparon sus puestos, pero los más jóvenes, especialmente los hombres de tierra adentro, bajaron para relajarse antes de comer, y los más viejos, los expertos marineros, se quedaron en la cubierta mirando la isla Inaccesible con tanta atención como su capitán.

—Bueno, señor —dijo Fox junto a él—, hemos hecho casi todo lo que puede hacerse en un viaje por mar. Hemos atrapado tiburones, muy diversos tiburones; hemos comido peces voladores; hemos visto morir estoicamente a un delfín; hemos soportado un calor asfixiante en la zona de las calmas; hemos cruzado la línea del ecuador; y ahora, según creo, estamos viendo una isla desierta. Aunque es un lugar gris y aparentemente húmedo e inhóspito, me alegro de ver tierra firme otra vez. Empezaba a dudar de su existencia.

Estaba de pie junto al capitán en la parte sagrada del alcázar y habló en tono conversacional, pues en ese momento no era necesaria la formalidad en cuestiones laicas ni eclesiásticas, ya que estaban retirando lo que habían colocado para el servicio religioso. Ahora el alcázar no desempeñaba ninguna de sus dos posibles funciones.

—En efecto, es una isla desierta, señor —confirmó Jack—, y es probable que permanezca así. Se llama Inaccesible y, por lo que yo sé, nadie ha logrado desembarcar en ella.

—¿La costa es igual alrededor de toda la isla? —preguntó Fox, mirándola por encima de las grises aguas—. Ese acantilado debe de tener mil pies de altura.

—Es peor en los otros tres lados —respondió Jack—. No hay ningún lugar donde desembarcar. Sólo se ven algunas rocas planas e islotes donde se tumban las focas y anidan los pingüinos.

—La verdad es que hay muchos —dijo Fox.

Mientras hablaba, tres pingüinos salieron del agua justo frente al pescante central y luego volvieron a zambullirse.

—Así que no vamos a desembarcar en una isla desierta —continuó—; por tanto, Inaccesible no es nuestro destino.

—No —confirmó de nuevo Jack—. ¿Recuerda que ayer por la noche hablé de Tristán da Cunha? Pues bien, mire hacia delante, al oeste, o sea, a la izquierda del acantilado; podrá ver su pico nevado entre las nubes a poco más de veinte millas de distancia. Se ve claramente cuando la fragata sube con el balanceo. Y allí al sur está Nightingale.

—Veo las dos —dijo Fox, después de mirar atentamente durante un rato—. Pero, ¿sabe una cosa? Creo que voy a ponerme una chaqueta porque el aire es un poco frío. Si soplara el viento, sería horrible.

—Bueno, estamos a principios del invierno —repuso Jack con una sonrisa.

Observó que Fox bajaba la escala de toldilla casi sin tambalearse, a pesar del violento balanceo de la fragata. Eso era una prueba evidente no sólo de que tenía complexión atlética y una gran habilidad para mantener el equilibrio, sino también de que estaba navegando aproximadamente desde los noventa grados de latitud sin detenerse un momento y no había visto tierra desde que la fragata había salido del Canal, ya que había pasado frente a Finisterre, Tenerife y el cabo San Roque con mal tiempo o de noche. Cuando Fox desapareció, Jack se sintió angustiado.

Ese viaje le había producido angustia aun antes de empezar, pues tuvo dificultades para encontrar tripulantes, a pesar de la buena voluntad del almirante Martin, y la Diane tuvo que zarpar con veintiséis marineros menos de los estipulados. Después pasó varias semanas horribles en que la fragata tuvo que permanecer en Plymouth por falta de viento. Luego, en cuanto el tiempo permitió pasar del cabo Wembury, se hizo a la mar para buscar el viento, pero tuvo que hacerlo con tanta rapidez que dejó atrás al cirujano y a cuatro valiosos marineros porque no acudieron a la fragata durante los veinte minutos después de izarse la bandera de salida, como era reglamentario.

Cuando por fin perdieron de vista la punta Lizard, con un viento soplando por la aleta de estribor con intensidad suficiente para tener desplegadas las juanetes, pero con los planes del viaje deshechos, Jack decidió avanzar hacia el sur muy cerca de Brasil. Esperaba que la corriente y los vientos alisios del sureste le permitieran pasar a considerable distancia del cabo de Buena Esperanza y llegar muy pronto a la zona de los cuarenta grados de latitud, donde encontraría el fuerte viento fijo del oeste. Desde hacía tiempo había pensado en esa posibilidad y, además, había leído detenidamente los diarios de navegación de Muffin y sus observaciones y había estudiado sus cartas marinas. Ahora la falta de marineros no le parecía tan importante. Por otra parte, si el viaje era moderadamente bueno, las provisiones de la Diane durarían mucho y, en cuanto al problema del agua, el velero, el contramaestre, el carpintero y él habían ideado un sistema de recogida de agua de lluvia compuesto de lonas, mangueras y canales, un sistema muy fácil de colocar con el que pensaban aprovechar el agua de las copiosas y frecuentes lluvias que caían en la zona de las calmas. En esa zona las cosas le fueron estupendamente. La Diane pasó por allí en poco más de una semana, pues encontró los vientos alisios muy al norte de la línea del ecuador, y avanzó hacia la zona de los cuarenta grados de latitud navegando apaciblemente, sin que fuera necesario tocar una braza ni una escota a lo largo de cientos y cientos de millas.

No había encontrado el viento todavía, aunque la fragata llegó muy cerca de él en los treinta y siete grados sur. Mientras miraba el acantilado que ahora se extendía a ambos lados, pensó que nunca alcanzaría el viento a menos que tomara medidas enseguida. Allí no se podía anclar, pues había cien brazas de profundidad frente a la costa, y las olas empujaban la fragata hacia la isla de costado a una velocidad de un nudo y medio o más.

No quería estropear el domingo a los tripulantes, que estaban vestidos con su mejor ropa y no habían dormido la noche entera desde hacía muchos días, pues a menudo fue necesario llamar una y otra vez a todos los marineros al mismo tiempo. A menos que sus plegarias fueran escuchadas, tendría que ordenar bajar las lanchas para remolcar la fragata, lo que supondría un gran esfuerzo con esas enormes olas.

—Con su permiso, señor —dijo Elliott, atravesando el alcázar y quitándose el sombrero—. Thomas Adam, el encargado de las anclas de la guardia de estribor, estuvo aquí en un ballenero durante la paz y dice que, un día que el viento estaba encalmado, el barco que lo acompañaba fue empujado a la costa por olas como éstas y quedó destruido. También dice que cerca de la costa este la corriente es mucho más fuerte.

—Diga al señor Adam que venga —ordenó Jack.

Adam, un marinero de mediana edad muy serio y fiable, fue a la popa rápidamente. Repitió la historia y añadió que al otro ballenero se le cayó el mastelerillo mayor por la borda cuando sus hombres trataban de bajar una lancha, y que antes de empezar a remolcar el barco ya se había metido entre las algas. Añadió que él y sus amigos observaron todo desde la costa sur, sin poder ayudar de ninguna manera, y que no se había salvado nadie.

—Bueno, Adam —dijo Jack, moviendo la cabeza de un lado a otro—, si no sopla el viento antes de las siete campanadas, también nosotros tendremos que bajar las lanchas, pero espero que tengamos mejor suerte.

Entonces miró hacia el cielo, todavía prometedor, y tocó un poste de madera.

—Señor —intervino Elliott en voz baja y ostensiblemente alterada—, lo siento mucho. Debía haberle informado antes que el carpintero notó que una de las lanchas tenía un tablón del costado y dos del fondo podridos, aunque estaban recubiertos de placas de cobre, y se los está quitando.

Jack miró hacia las lanchas, que estaban sujetas a los botalones. Como el chinchorro estaba metido dentro de la lancha, no se notaba mucho que los hombres estaban trabajando, pero Jack lo advirtió enseguida.

—En ese caso, señor Elliott —ordenó Jack—, bajaremos enseguida las lanchas de que disponemos por el costado. Y me gustaría hablar con el carpintero.

Stephen había estado sentado en una estera, entre el palo trinquete y las bitas donde se amarraban las escotas del velacho, durante todo ese tiempo, desde el final del pase de revista, al que había asistido en calidad de cirujano suplente. Desde allí observó la extraordinaria cantidad de criaturas que habitaban en la zona: las aves típicas de Port Egmont, los inevitables alcatraces, muchas golondrinas de mar, varios petreles de pico serrado, otros llamados palomas de El Cabo y otros de cuatro tipos diferentes y, además, muchísimos pingüinos, algunos de los cuales no podía identificar. Desgraciadamente, aún no había visto ningún gran albatros, pero le producía un gran placer ver las focas y los peces. El agua era excepcionalmente clara, y cada vez que la fragata estaba en el seno formado por las enormes olas que sin remedio se alzaban a su lado, podía ver a los habitantes de las profundidades como si estuviera junto a ellos, como si conviviera con ellos. Estaba allí sentado como en trance, de espaldas a la isla, pues ahora el sol estaba por encima del trópico de Cáncer y la luz venía del norte. En una ocasión Ahmed fue hasta la proa a llevarle galletas y le preguntó si le apetecía una jarrita de café, pero ésa fue la única interrupción. Apenas oyó el salmo, pero notó los olores típicos de los domingos que provenían de la cocina, el de carne de cerdo y el de pudín de pasas. Apenas advirtió los pitidos y los gritos del contramaestre dando órdenes con vehemencia, y los pasos acelerados. Pero los pitidos, los gritos y los pasos apresurados eran corrientes en la vida naval y, además, ahora centraba toda su atención en la cosa más sorprendente, inesperada y emocionante que jamás había visto. Cuando seguía con la vista a un pingüino que nadaba rápidamente en dirección oeste por la cristalina montaña de agua, sus ojos tropezaron con una enorme figura que nadaba hacia el este y, aunque enseguida distinguió lo que era, estaba demasiado asombrado para poder gritar: «¡Ballena!». Era una ballena azul, una joven ballena hembra con algunos percebes prendidos a su cuerpo, y junto a ella nadaba un ballenato. Ambos nadaban sin parar, aunque el ballenato era más rápido que su madre, y sus colas subían y bajaban. En un momento dado se situaron al nivel de su vista y luego por encima. Entonces la fragata se elevó, la proa subió en la cresta de una ola y los dos desaparecieron. Vio en la distancia otras ballenas echando chorros de agua, que a pesar de estar demasiado lejos formaban parte de la misma bandada.

Lleno de alegría, fue hasta la popa abriéndose paso entre los marineros, que tensaban cabos y hablaban a gritos, y tambaleándose tanto con el balanceo que estuvo a punto de caerse al combés dos veces. Su expresión cambió cuando vio a Jack y oyó lo que le dijo confidencialmente:

—Stephen, quisiera que me hicieras un gran favor: mantén a los civiles abajo para que no molesten.

Stephen asintió con la cabeza y se dirigió a la escala de toldilla. En ese momento subían Fox y su secretario, y ambos se echaron a un lado para dejarle bajar.

—Discúlpenme, pero me han echado de aquí —les informó Stephen—. Parece que los marineros van a hacer algunas maniobras que requieren la cubierta despejada.

—Entonces será mejor que nos quedemos abajo. ¿Le gustaría jugar al ajedrez? —propuso Fox.

Stephen respondió que le encantaría. No jugaba ni bien ni mal y le molestaba perder, Fox, en cambio, jugaba bien y le gustaba ganar, pero así podría lograr que el enviado se quedara tranquilo en su cabina.

—Es curioso que a pesar de la marejada casi no rompan las olas en la orilla —observó Fox, mirando hacia fuera por el escotillón mientras cogía el tablero y las fichas—. Tendríamos que verlas desde aquí. La isla está mucho más cerca, a pesar de la calma. ¿La maniobra tiene que ver con eso? ¿Debemos confesar nuestros pecados y hacer testamento?

—Creo que no. Me parece que está relacionada con el desembarco en Tristán da Cunha. El capitán Aubrey asegura que el viento soplará a mediodía y empujará la fragata hasta el noroeste de la isla. Tengo muchas ganas de llegar, entre otras cosas porque espero obsequiar y asombrar a sir Joseph con algunos insectos desconocidos en el mundo civilizado. Respecto a las olas en la orilla, mejor dicho, a su ausencia, me han dicho que se explica porque hay una amplia zona llena de las gigantescas algas de los mares del sur. Cook contaba que frente a Kerguelen había algunas con tallos de más de trescientos cincuenta pies de longitud; sin embargo, nunca he tenido la suerte de verlos de más de doscientos cuarenta.

La partida comenzó. Stephen, que jugaba con las negras, siguió su plan habitual de colocarse en una segura posición defensiva en medio del tablero. Edwards, que obviamente era un joven inteligente y competente, pero muy reservado, murmuró algo acerca de «un vaso de negus en la cámara de oficiales» y salió sigilosamente de la cabina.

Stephen tenía la esperanza de que Fox, al atacar su barricada, dejara un espacio por el que un caballo pudiera pasar y amenazar con la destrucción. En efecto, después de unas quince jugadas, le pareció que iba a dejar ese espacio si protegía la casilla cuatro del alfil del rey. Entonces avanzó un peón.

—Muy buena jugada —se sorprendió Fox.

Stephen comprendió con vergüenza que era fatal. Sabía que si Fox enrocaba por el lado de la reina y atacaba con las dos torres, las negras no tendrían defensa. También sabía que se tomaría algún tiempo antes de hacer esas jugadas porque quería sopesar todas las posibles respuestas y para poder disfrutar de su posición.

Pero Fox las retrasó hasta que la fragata se balanceó tres veces más de lo conveniente. El tablero sobrevivió dos bandazos cuando la fragata entró en la zona de las gigantescas algas, pero en el tercero se cayó de la mesa y las piezas se esparcieron por la cabina. Cuando Stephen le ayudaba a recogerlas, comentó:

—Veo que está limpiando su Manton otra vez.

—Sí —afirmó Fox—. La llave es tan delicada que no me gusta dejar esa tarea a nadie. Tan pronto como el mar esté más razonable, tenemos que reanudar nuestra competición.

Fox tenía dos rifles, dos escopetas de caza y algunas pistolas, y era muy buen tirador, mucho mejor que Stephen. Si bien Stephen tenía pocas esperanzas de mejorar en el ajedrez, podía superar a Fox tirando con pistola y pensaba que, con la práctica, mejoraría también con el rifle. Hasta entonces sólo había usado armas deportivas y mosquetes.

—¿Cree que ya habrán terminado en la cubierta? —inquirió Fox—. Parece que se oyen menos pasos.

—Lo dudo —respondió Stephen—. El capitán Aubrey hubiera mandado a un guardiamarina a avisarnos.

* * *

Se oían menos pasos y no se oían gritos ni ningún otro sonido que no fuera el de la reparación de la lancha y la voz del carpintero, que con la cara pálida y sudorosa decía:

—Siempre he dicho que recubrir las lanchas de placas de cobre era una tontería. Al final se pudren las malditas tablas que están debajo de ellas.

Todos los demás tenían puesta su atención en las lanchas que remolcaban la fragata: la pinaza de diez remos, el cúter de diez remos, el chinchorro de cuatro remos y el esquife del doctor. En ellas los tripulantes que estaban remando se elevaban por encima de la bancada al mover los remos, que giraban hasta el límite, y los que no estaban remando con furia desviaban la mirada de las lanchas para observar el acantilado de la isla Inaccesible y el costado de la fragata con el fin de comparar su avance con su movimiento lateral. La tarea de remolcar empezó muy bien, pero ahora que la fragata estaba entre las algas y la corriente hacia tierra era más fuerte, era evidente que las lanchas no la estaban moviendo hacia delante más rápido de lo que las olas la empujaban hacia la costa. Todavía tenía que recorrer un cuarto de milla para sobrepasar el final del acantilado y llegar a la zona de aguas profundas, al otro lado de la isla, pero a esa velocidad sería imposible que llegara hasta allí sin chocar. Las anclas estaban preparadas, colgando de los pescantes, pero la medición con la corredera no daba esperanzas de encontrar un lugar para anclar. Muchos marineros estaban alineados en el costado con palos en la mano para apartar la fragata del acantilado cuando estuviera muy cerca, pero eso apenas retrasaría el choque más de un minuto. Más cerca, cada vez más cerca con cada movimiento de las enormes olas.

Jack miró hacia lo alto del precipicio.

—¡Atención al timón! —gritó al timonel con extraordinaria fuerza, aunque el pobre hombre se encontraba a pocos pies de él.

Notó que el viento, que antes movía la hierba en el borde superior del acantilado, soplaba ahora por toda la pared. El viento movió la juanete y luego se alejó; se aproximó de nuevo y casi llegó a hinchar las tres juanetes y las gavias; volvió a aproximarse y tanto esas velas como las mayores se hincharon. La fragata ganó velocidad ostensiblemente y los tripulantes empezaron a dar vivas.

—¡Silencio de proa a popa! —gritó Jack—. ¡Todos a las brazas! —Se volvió hacia el timonel y ordenó—: ¡Vire todo el timón!

El carpintero llegó corriendo del combés gritando:

—¡Ya puede flotar, señor!

—Gracias, señor Hadley —dijo Jack—. Señor Elliott, baje la lancha por el costado. ¡Tripulantes de la lancha, suban a bordo rápido, rápido!

En efecto, subieron muy rápido. Aunque remaron hasta casi romperse la espalda, no pudieron colocarse delante de las otras lanchas antes que la fragata se apartara de la peligrosa costa con un rápido movimiento, tan rápido que la guindaleza que las unía dejó de estar tensa.

—Señor Elliott, haga rumbo al noreste —ordenó Jack cuando la isla quedó atrás y en la cubierta se oían los marineros riendo y felicitándose unos a otros mientras trabajaban en una atmósfera de alegría—. Y puede llamar a los marineros a comer tan pronto como las lanchas estén a bordo. Señor Benett —dijo a un guardiamarina—, por favor, salude al doctor Maturin de mi parte y dígale que me gustaría enseñarle el norte de la isla Inaccesible, si está desocupado.

* * *

Jack Aubrey se sentó en lo que quedaba de la gran cabina para él y se puso a observar la estela de la fragata, que se extendía hacia el noroeste, y muchas otras cosas. Aunque la cabina estaba dividida por un mamparo colocado de proa a popa para alojar al enviado, todavía era un lugar amplio para alguien criado en la mar, un lugar con espacio suficiente para meditar sobre muchos asuntos y que, además, proporcionaba la tranquilidad y la intimidad necesaria para hacerlo. El silencio era relativo, pues los marineros estaban recolocando los estayes, los obenques y las burdas después de haberse tensado peligrosamente frente a Tristán da Cunha, y nadie, mucho menos Jack Aubrey, podía esperar que se colocaran los cabos de la jarcia sin gritos y, por si fuera poco, Crown, el contramaestre, tenía una voz adecuada para un barco de línea, un barco de línea de primera clase. Además, Stephen y Fox todavía estaban disparando a las botellas que habían arrojado por la borda y ahora estaban a cierta distancia de la popa. Al mismo tiempo, Fielding, que había sido autorizado a subir a cubierta porque el mar estaba tranquilo, caminaba por ella haciendo un extraño ruido con las muletas y el yeso de la pierna y gritando de vez en cuando a los hombres situados en lo alto de la jarcia que ya podían quitar a las vergas la pasta negra que las cubría. Pero si cosas de esa clase incordiaban a Jack, se habría vuelto loco hacía tiempo. La realidad era que pasaban por sus oídos como el Atlántico sur pasaba por debajo de las portas de la Diane, deslizándose casi imperceptiblemente. En ese momento pensó que era una pena no poder contar a Sophie que había escapado de la catástrofe sin hablarle al mismo tiempo del peligro que había corrido. Esa dificultad la encontraba a menudo cuando le escribía una carta serial, una carta que continuaba cada día y que terminaba cuando podía enviarla si, por casualidad, se encontraba con algún barco que se dirigiera a Inglaterra. Aunque a veces eso no era posible y se la leía en casa añadiendo comentarios. Sin embargo, nunca había visto el peligro tan de cerca. Todavía sentía el horror que experimentó mientras la fragata recorría el último cable, cuando la pesadilla de la destrucción aún se cernía sobre ella, y le hubiera gustado compartir con Sophie la inmensa dicha de estar vivo. Le escribió una versión descafeinada de los hechos que ahora desaprobaba hasta que llegaba a la frase: «Estoy muy satisfecho de los tripulantes porque se comportaron extremadamente bien», y las de alabanza de la fragata: «Naturalmente, no es la Surprise; pero es una pequeña embarcación de excelentes características y responde bien, y siempre la querré por la forma en que tomó aquel viento frente a la isla Inaccesible».

No era la Surprise. A menudo Jack había cogido el timón y había navegado con todas las posibles combinaciones de velas, y a pesar de que la fragata era estanca, navegaba bien de bolina, respondía dócilmente al timón, viraba y se detenía rápido y tenía gran estabilidad cuando estaba al pairo con la vela mayor arrizada y la vela de estay de mesana desplegada; a pesar de eso carecía de las cualidades que hacían a una embarcación extraordinaria: la facilidad para responder a las maniobras y para cambiar de velocidad navegando de bolina. A decir verdad, tampoco tenía los defectos de la Surprise, la tendencia a virar contra el viento si la carga de la bodega no estaba distribuida de la manera que más le convenía y la propensión a moverse erráticamente si el timón no lo llevaban los más hábiles marineros. La Diane era una fragata bien diseñada y bien construida (aunque podía prever cómo se comportaría si el viento era realmente fuerte), pero no había duda de cuál era el barco que verdaderamente quería.

Eso le llevó a la segunda parte de su meditación. Después de desear con todo su ser volver a formar parte de la Armada real, su nombre estaba de nuevo en la lista de capitanes. Además, en ese momento, en el respaldo de la silla situada junto al escotillón, estaba la familiar chaqueta con charreteras adornadas con la corona y las anclas que se pondría para cenar con el enviado. Con todo y con eso, seguía echando de menos la Surprise, no tanto la Surprise que era propiedad de su majestad sino la nave corsaria, en la que podía ir donde quería y hacer la guerra al enemigo cuando lo estimaba conveniente, una guerra particular y efectiva, con tripulantes escogidos, algunos de ellos viejos amigos y todos excelentes navegantes. En semejante situación, con hombres como aquéllos y con un segundo de a bordo como Tom Pullings, se había encontrado más a gusto que en cualquier barco del rey. Aunque las relaciones allí no podían compararse a las de una democracia, que Dios les librara de ello, reinaba una atmósfera que hacía parecer crueles la formalidad, la circunspección y la severidad que había en la Armada, donde los marineros estaban mucho más alejados de quienes tenían el mando y con frecuencia eran insultados por los oficiales de más bajo rango, y donde los infantes de marina tenían como principal función abortar cualquier motín o reprimirlo por la fuerza.

A los tripulantes de la Diane no les maltrataban así, pues Jack había tenido suerte con los oficiales. Ya les conocía bien, y, puesto que podía permitírselo, seguía la vieja costumbre naval, casi en desuso, de invitar a desayunar al oficial y al guardiamarina de la guardia de alba y a comer a los de la guardia de mañana e incluso a menudo también al primer oficial. Además, por lo general aceptaba la invitación de los oficiales a comer con ellos los domingos. Era cierto que no seguía la costumbre invariablemente y que cuando lo hacía sus invitados o anfitriones tenían un comportamiento fuera de lo común, pero, aun así, por tener ese tipo de contacto con ellos y hablarles cuando estaban de servicio, había llegado a conocer sus cualidades más obvias y también sus defectos, entre los que no se encontraba el despotismo. Fielding y Dick Richardson eran excelentes navegantes y, aunque ambos eran capaces de hacer trabajar duro a los más vagos cuando la ocasión lo requería, ninguno de los dos era cruel. Tampoco lo era Elliott, aunque tenía otros defectos. Warren, el oficial de derrota, tenía autoridad natural e imponía estricta disciplina sin tener que levantar la voz para que le obedecieran. Crown, el contramaestre, por decirlo de algún modo, ladraba pero no mordía.

En comparación con la mayoría de los capitanes, también tenía suerte con los tripulantes. Al menos la mitad de ellos habían sido trasladados de otros barcos antes qué él llegara, y el almirante Martin le había mandado varios grupos reclutados a la fuerza que eran muy buenos; sin embargo, había zarpado demasiado pronto para que la noticia de su nombramiento atrajera a muchos voluntarios. La cuarta parte de los tripulantes llegaron obligados por las brigadas reclutadoras o por otros motivos, y mientras algunos se habían criado en la mar, otros nunca la habían visto. No obstante eso, en la Diane había una proporción de expertos marineros mayor que en la mayoría de los barcos en sus mismas circunstancias, y entre los novatos había muy pocos que pudieran considerarse casos perdidos.

Naturalmente, los hombres reclutados a la fuerza añoraban la libertad, y durante el período que tuvieron que permanecer en Plymouth fue difícil (y en dos ocasiones imposible) evitar que los más decididos y desesperados desertaran. Incluso cuando la fragata ya se encontraba en alta mar y no podían hacer nada, siguieron mostrando rabia y resentimiento. A los hombres de tierra adentro y a los que habían estado bajo el mando de capitanes menos estrictos que Aubrey, les molestaba mucho su insistencia y la del primer oficial en que había que enrollar perfectamente el coy y atarlo y colocarlo en la batayola en menos de cinco minutos cuando el contramaestre daba la orden. Y esa insistencia era reforzada por los ayudantes del contramaestre, que, empuñando afilados cuchillos para cortar las cuerdas de las hamacas, gritaban:

—¡Abajo, abajo! ¡A levantarse y lavarse, hermosos!

Al llegar al trópico de Cáncer, casi todos, tras un proceso gradual, podían hacerlo bastante bien; y al llegar al trópico de Capricornio les parecía natural que un hombre bajara de un salto de su lecho, se vistiera en un instante, enrollara el coy y pasara un cabo a su alrededor siete veces, separándolo uniformemente, y luego subiera corriendo una o dos abarrotadas escalas para ir al lugar que le correspondía. Al llegar allí, además, ya todas las brigadas que manejaban los cañones y las carronadas eran tan eficientes que la fragata podía disparar tres precisas andanadas en cinco minutos y medio. Esto no podía compararse con la rapidez y la precisión con que disparaba la Surprise, desde luego, pero era un logro considerable para una embarcación que iniciaba una misión. Por otra parte, ver u oír cada tarde, después de pasar revista, la luz de las mechas, las detonaciones, las llamaradas, el estruendo de los objetivos destrozados y el humo que caracterizaban al fuego real, que había hecho posible obtener ese resultado, era en opinión de Jack una de las principales razones por las cuales la tripulación se había acoplado tan bien. La pólvora y las balas que añadió a la pequeña cantidad que el Almirantazgo le había asignado le costó su buen dinero, pero pensaba que estaba bien gastado, pues la Diane podría defenderse bien en cualquier combate que no fuera desigual y, además, las costosas y peligrosas prácticas de tiro habían unido primero a las brigadas de artilleros y luego a toda la tripulación. A los marineros les encantaba el ruido atronador, la sensación de tener poder y de hacer algo extravagante (se decía que disparar dos andanadas costaba al capitán la paga de un año de un marinero). También les encantaba destruir objetivos y trataban con mimo los cañones de dieciocho libras, aquellas pequeñas masas de hierro de dos toneladas que podían mutilarles, los pulían cuanto podían y pintaban sus nombres encima de las portas. Uno se llamaba El cisne de Avon, pero eran más frecuentes los nombres como Escupe fuego, Tom Cribb o Ave de caza. No había duda de que la invariable rutina y los peligros que encontrarían en la mar habrían convertido a la tripulación de la Diane en un conjunto armonioso con el tiempo, pero las violentas prácticas de artillería habían acelerado ese proceso, lo que era conveniente, pues, en esas aguas, el día menos pensado podrían encontrar algún barco enemigo contra el que tendrían que hacer disparos a largo alcance. Aquellos hombres formaban un estupendo grupo y se habían comportado muy bien frente a Tristán da Cunha; sin embargo, entre ellos todavía había algunos que se escaparían si podían, y ésa era otra de las razones por las que Jack se alegraba de seguir una ruta mucho más al sur de El Cabo.

En su añorada Surprise no había marineros reclutados a la fuerza, naturalmente, y ninguno pensaba en desertar. En realidad, el único castigo severo que había impuesto era dejarles en tierra por mala conducta. Además, no había ningún guardiamarina, y eso era lo que tenía más importancia para él en ese momento. En la Diane había seis, dos de los cuales, Seymour y Bennett, eran ayudantes de oficial de derrota. Entre los que estaban al cuidado del condestable no había ninguno que fuera de corta edad, ninguno que no hubiera cambiado la voz, pero Jack, que era un capitán concienzudo con respecto a los guardiamarinas, se sentía responsable de ellos y delegaba pocas obligaciones en Warren, el oficial de derrota. Puesto que no había ni un pastor ni un maestro a bordo, Harper y Reade, los más jóvenes, necesitaban su ayuda para aprender los rudimentos de trigonometría esférica y náutica e incluso para escribir correctamente palabras difíciles o resolver simples cuestiones de aritmética. Seymour y Bennett, por estar al final del período de formación y preparados para obtener o tratar de obtener el grado de teniente al final de ese año o al principio del siguiente, estaban ansiosos y deseosos de que les explicara las cosas más importantes relacionadas con la profesión.

Ellos eran los que iban a estar de guardia cuando dieran las cuatro campanadas. Cuando sonó la segunda, Jack les oyó llamar a la puerta. Estaban limpios, peinados, correctamente vestidos y cada uno llevaba su diario de navegación y el borrador del diario que tendría que entregar. Además, tenían los certificados de servicio y de buena conducta, expedidos por el capitán, que tendrían que presentar en el examen.

—Siéntense y déjenme ver los diarios —ordenó Jack.

—¿Los diarios, señor? —preguntaron.

Hasta ahora Jack sólo se había interesado en los diarios de navegación, que, entre otras cosas, contenían la medición de la latitud a mediodía, la de la longitud respecto a la luna y numerosas observaciones relacionadas con la astronomía.

—¡Por supuesto! Hay que enseñárselos a la Junta Naval, ¿saben?

Se los mostraron y Jack leyó lo que Bennett decía de Tristán da Cunha:

Tristán da Cunha está situada en los 57° 6'S y los 12° 17'O. Es la mayor de un grupo de islas rocosas. La montaña que hay en el centro tiene más de 7.000 pies de altura y se parece mucho a un volcán. Cuando hace buen tiempo, lo que es raro, puede verse el pico nevado a treinta leguas de distancia. Las islas fueron descubiertas por Tristán da Cunha en 1506 y en las aguas que las rodean habitan ballenas, albatros, palomas de El Cabo, alcatraces y ágiles pingüinos, cuya forma de nadar o, por decirlo así, volar bajo el agua, hace recordar el remigium alarum de Virgilio. Sin embargo, el navegante que se acerca por el oeste debe tener mucho cuidado de no hacerlo en calma chicha, ya que la corriente que va hacia el este y el embate de las olas…

El diario de Seymour, que tenía un dibujo de la isla Inaccesible y un barco con los penoles rozando el acantilado, empezaba:

Tristán da Cunha está situada en los 57° 6'S y los 12° 17'O Es la mayor de un grupo de islas rocosas. La montaña que hay en el centro tiene más de 7.000 pies de altura y se parece mucho a un volcán.

* * *

El ágil pingüino también le recordaba Virgilio a Seymour, y cuando Jack llegó al remigium alarum exclamó:

—¡Eh, un momento! Esto no vale. Ha copiado de Bennett.

Ambos lo negaron muy tranquilamente, pues, aunque él tenía una expresión malhumorada, estaban convencidos de que no era su intención castigarles severamente. Afirmaron que lo habían escrito entre los dos, que tomaron los datos del Mariner's Companion y que un amigo se había encargado del estilo. Añadieron que ellos mismos habían calculado la posición, que la medición de la longitud era muy exacta porque habían usado el método que él les había enseñado y que en sus diarios de navegación podría ver otras casi tan exactas como ésa.

—¿Dónde está el estilo? —preguntó Jack, intentando que no le desviaran del tema.

—Bueno, señor —respondió Seymour—, decimos «el ágil pingüino», por ejemplo, y el «remigium alarum». Y más adelante, «el alba de dedos rosados».

—No hay duda de que es muy elegante, pero ¿cómo diablos esperan que los capitanes que van a examinarles se traguen dos ágiles pingüinos, uno detrás de otro? Eso es antinatural. Les aplastarán como mil ladrillos y les suspenderán de inmediato por burlarse de ellos.

—Bueno, señor —empezó titubeante Seymour, el más ingenuo de los dos—, nuestros nombres empiezan por letras tan separadas en el alfabeto que no nos llamarán el mismo día. Además, todos dicen que los capitanes nunca tienen tanto tiempo para leer los diarios como para recordarlos.

—Comprendo —respondió Jack.

El argumento era muy lógico. Lo que verdaderamente importaba en esos casos era que los guardiamarinas supieran responder a las preguntas de náutica a viva voz y la posición de su familia, sus contactos y sus influencias en la Armada.

—De todas formas, a los capitanes no se les debe tratar irrespetuosamente. Lo correcto es que cuando pongan en limpio los diarios hagan algunos cambios en cada uno, quiten ese estilo y escriban en prosa sencilla.

Entonces les habló de las lunas de Júpiter, que, en caso de hacer escala en las islas Saint Paul o Ámsterdam, podrían observar y tomar como referencia para medir la longitud con mayor precisión. Cuando terminó de hablar de las lunas, miró el reloj y dijo:

—Sólo dispongo de un momento para hablar con Clerke. Por favor, díganle que venga.

Clerke tardó menos de un minuto en llegar. Presentaba una expresión asustada, y con razón, pues el capitán Aubrey le lanzó una mirada reprobatoria. Jack no invitó a sentarse a Clerke, un joven de piernas largas y voz incierta, sino que enseguida le dijo:

—Clerke, le he mandado a llamar para decirle que no quiero que ofenda a los marineros. Cualquier tipo de baja calaña puede usar un lenguaje ofensivo, pero es muy desagradable oír a un joven como usted usarlo al dirigirse a un marinero que podría ser su padre y que no puede replicar. No, no intente justificarse culpando al hombre que ofendió. Váyase y cierre la puerta cuando salga.

Casi enseguida volvió a abrirse la puerta y apareció en ella Stephen, también limpio, peinado y correctamente vestido, y Killick le hizo pasar sin prestar atención a su puntualidad ni a su aspecto.

—Killick me ha dicho que hoy es la comida con el enviado —anunció—. Y Fielding asegura lo mismo.

—Me sorprendes —exclamó Jack, poniéndose la chaqueta—. Creí que era mañana. Killick, ¿está todo preparado?

Habló con ansiedad, pues había tenido que dejar a su cocinero, Adi, en la Surprise, y su sustituto, Wilson, se ponía muy nervioso cuando tenía que hacer un trabajo delicado.

—Todo preparado, señor —respondió Killick—. No se preocupe. Yo mismo adobé el morro de cerdo y un marinero de la guardia de popa pescó una gran sepia que está fresca como una rosa y será el primer plato.

Fielding llegó cojeando, pero tenía buen aspecto y parecía contento. Le siguió inmediatamente Reade, el más joven, el menos útil y el más guapo de los guardiamarinas, que ahora estaba pálido y tenso por el hambre (generalmente comía a mediodía). Entonces todos se sentaron y estuvieron bebiendo vino de Madeira hasta que Fox y su secretario llegaron. Como a Killick le desagradaba Fox, esperó sólo cuatro minutos para anunciar:

—La comida está servida, señor, con su permiso.

La cabina comedor de Jack ahora era a la vez su dormitorio y en ocasiones el de Stephen también, pero Jack, con el ingenio propio de los marinos, había colocado en la entrecubierta los baúles y los coyes, que el infante de marina que siempre estaba de centinela en la puerta había aprendido a tapar en caso de que salpicara agua.

A la mesa podían sentarse con comodidad seis personas, o más si se apretaban un poco. Estaba colocada perpendicularmente a los costados y en ella brillaban los objetos de plata, que eran el orgullo y la alegría de Killick. Pero el ingenio propio de los marinos no había servido de mucho para ocultar los dos cañones de dieciocho libras que se encontraban en la cabina, aunque al menos fueron empujados lo más posible hacia las esquinas, atados y cubiertos con banderas.

Fue una de esas banderas, o para ser más exactos, un largo gallardete, el que Stephen hizo caer cuando ocupó su asiento a la derecha del enviado, y eso llevó a Killick al desastre. Después de servir el morro de cerdo adobado, todo un éxito, apareció con la monstruosa sepia en una fuente de plata que sostenía muy alto. Entonces dijo a Ahmed y a Alí, que estaban detrás de las sillas de sus respectivos amos:

—Dejen paso, compañeros.

Luego avanzó para poner la fuente frente a Jack, pero pisó la punta del gallardete con el pie derecho y la parte interior con el izquierdo y se cayó, empapando al capitán de mantequilla derretida (la primera de las dos salsas de Wilson) y lanzando al suelo la sepia.

—Esto ha sido un lapsus calami —dijoStephen cuando reanudaron la comida.

Era un comentario acertado, si se entendía la relación, pero, como muchos de sus buenos comentarios, no provocó ninguna respuesta inmediata. Aunque la chaqueta, el chaleco y los calzones de Aubrey se pusieron perdidos, y Edwards tenía muchas salpicaduras, la mantequilla derretida no había llegado hasta Fox, y como el desastre le había dado cierta superioridad moral y podía trivializar, dijo:

—No le entiendo, señor.

—Es un simple juego de palabras —explicó Stephen—. La sepia, que es familia del Migo, o sea, el calamar, tiene una concha interna de consistencia parecida al cuerno y en forma de pluma, y como usted recordará —continuó, volviéndose hacia la persona que tenía al otro lado, el guardiamarina—, a un desliz de la pluma se le llama lapsus calami.

—Quisiera haberlo entendido al principio —dijo Reade—, porque me hubiera reído mucho.

La comida se reanimó con una excelente pierna de cordero y llegó a su punto culminante con un par de albatros guisados con una sabrosa salsa de Wilson y acompañados por un noble borgoña. Después de beber el oporto, regresaron a la gran cabina para tomar el café y, cuando se sentaron, Fox miró a Stephen y explicó:

—Por fin he encontrado los textos malayos de que le hablé. Están escritos en caracteres arábigos y, naturalmente, las vocales cortas no están marcadas, pero Ahmed conoce las historias, y si se las lee a usted, por favor, no deje de anotar la duración de las vocales. Se los mandaré en cuanto terminemos la partida.

Un poco más tarde, Fielding se despidió y se fue llevándose consigo a Reade, aunque no lo bastante pronto, pues le estaba haciendo efecto el segundo vaso de vino que le sirvió Edwards imprudentemente cuando se pasaban la botella unos a otros; tenía la cara roja como una cereza y estaba cada vez más locuaz. La mesa para jugar al whist yaestaba preparada y Jack, Stephen, Fox y Edwards empezaron su habitual partida, los dos primeros jugando en pareja contra los otros dos.

Aunque hacían apuestas pequeñas, porque Edwards era pobre, jugaban al whist conrigor, seriedad y determinación; sin embargo, también jugaban con amabilidad, sin malhumor ni discusiones acerca de las jugadas. Esto se debía principalmente a que Edwards, que era el mejor jugador de los cuatro, no se sometía a la voluntad de Fox ni Fox intentaba dominarle, y a que Jack y Stephen generalmente ganaban más manos de las que perdían, así que los otros no podían decirles lo que debían haber hecho. Pero esta vez no ganaron la mano, y cuando el juego dependía de quién ganara la siguiente, entró Fielding con expresión grave y preguntó:

—¿Puedo hablar un momento con el doctor, señor?

Macmillan, el joven ayudante de Graham, necesitaba su ayuda en la enfermería. Stephen fue allí enseguida. Macmillan, como era lógico, había reemplazado a Graham, aunque admitía que los tres meses que había pasado en la mar no le capacitaban para semejante cargo. Aunque Stephen conocía bastante bien a los marineros, se sorprendió al ver lo contentos que estaban. Los motivos eran varios. Por una parte, Killick y Bonden les habían dicho que él era un auténtico médico y no un simple cirujano, que le habían mandado a buscar para que atendiera al duque de Clarence y que lord Keith le había ofrecido el puesto de jefe médico de la escuadra; por otra, no les hacía pagar por las medicinas para las enfermedades venéreas (en su opinión, la medida era absurda y quitaba a los hombres los deseos de buscar ayuda en una fase de las enfermedades en que podrían curarse más fácilmente); y por otra, les impresionaba que se brindara voluntariamente a prestar sus servicios y que atendiera a los pacientes y la enfermería con profesionalidad. Era cierto que había heredado la cabina del anterior cirujano, que era conveniente para guardar sus especímenes y pasar la noche cuando el capitán roncaba demasiado alto, pero eso no cambiaba las cosas y ellos le estaban muy agradecidos por todo.

Después llegó a la cabina un mensaje en que el doctor Maturin decía que lamentaba mucho no poder regresar, pues tenía que operar, y que si el señor Edwards deseaba presenciar una amputación debía ir enseguida, preferiblemente con una chaqueta vieja.

Edwards se excusó y salió apresuradamente. Jack y el enviado se quedaron allí hablando de forma inconexa sobre amigos comunes, la Royal Society, la artillería, la probabilidad de que encontraran mal tiempo más adelante y de que se les acabaran las provisiones particulares antes de llegar a Batavia. Al final de la guardia de primer cuartillo (el pase de revista fue aplazado por el banquete del capitán) se separaron.

La relación entre Fox y Aubrey era curiosa. En un espacio tan reducido, con un alcázar que medía sesenta y ocho pies de largo por treinta y dos de ancho y era el único lugar donde se podía hacer ejercicio, su relación no podía seguir siendo formal sin parecer absurda (y acabar siendo desagradable), pero no llegó a ser cordial sino que se mantuvo cerca del nivel que alcanzó al cabo de la primera quincena, el de la que se tenía con un conocido y estaba presidida por la cortesía y la amabilidad.

No llegó a ser cordial cuando llegaron a los 37° S, a pesar de la diaria confusión que provocaba el zafarrancho de combate después del pase de revista, de las prácticas de tiro, que interesaban mucho al enviado, y de las ocasiones, aproximadamente una vez por semana, en que comían juntos y jugaban al backgammon o al ajedrez. Tampoco tenía posibilidades de llegar a serlo cuando la Diane alcanzó los 42° 15'S y los 8° 35'O después de navegar una semana con vientos sorprendentemente flojos que permitían llevar desplegadas las juanetes e incluso las sobrejuanetes.

El día empezó muy claro, pero cuando Stephen llegó a la cubierta después de haber hecho la ronda en la enfermería, notó que Jack, Fielding, el oficial de derrota y Dick Richardson escrutaban el cielo.

—¡Ah, estás ahí, doctor! —exclamó Jack—, ¿Cómo está el paciente?

Stephen tenía varios pacientes, dos enfermos de sífilis y con gomas que estaban cerca del fin y algunos con problemas pulmonares graves, pero sabía que para los marinos sólo contaban las amputaciones, así que respondió:

—Está mejorando mucho, gracias. Está más tranquilo y se siente mejor de lo que esperaba.

—Me alegro mucho, porque creo que dentro de poco todos los marineros tendrán que bajar. Mira esa nube que está al oeste del sol.

—Veo un borroso halo prismático.

—Este viento es de tormenta. Viento de tormenta por la mañana buen tiempo espanta.

—Parece que no te desagrada.

—Estoy encantado. Mientras más pronto encontremos el viento del oeste, más contento estaré. Es extraño que haya tardado tanto tiempo en aparecer, pero seguramente soplará con gran intensidad porque estamos muy al sur. ¡Ah, señor Crown! —exclamó, volviéndose hacia el contramaestre—. Tendremos que interrumpir nuestro trabajo.

El grupo se separó y Fielding preguntó si podía ir a ver a Raikes, el hombre a quien Stephen le había amputado la pierna.

—Siento mucha simpatía por él —explicó mientras caminaba por la cubierta inferior.

—No me extraña —dijo Stephen—, porque usted estuvo casi en el mismo bote, si me permite la expresión.

En efecto, la herida era la misma: la fractura de la tibia y el peroné a causa del retroceso de un cañón. Fielding la había sufrido cuando estaba enseñando a una brigada inexperta cómo manejar el cañón y el jefe había tirado de la rabiza demasiado pronto; Raikes, en cambio, la había sufrido porque la retranca delantera se había partido y el cañón había volcado. Pero Raikes tenía una fractura complicada y, después de varios días esperanzadores, apareció la gangrena y se extendió con tanta rapidez que hubo que cortarle la pierna para salvarle la vida, mientras que Fielding ahora se encontraba muy bien.

Según lo que Jack había acordado hacía tiempo con el contramaestre y el velero, estaban preparando guindalezas finas para extender desde los topes, burdas, contraestayes y gran cantidad de lona especial para tormentas. Por otro lado, el señor Blyth, el contador, y su despensero tenían preparadas las chaquetas con capucha en el pañol.

Stephen había acordado hacía tiempo con el capitán la construcción de otra enfermería en la plataforma posterior del sollado. La habitación ocuparía parte de la bañera y parte del pañol de las provisiones del capitán y tendría menos probabilidades de inundarse cuando navegaran por las aguas que esperaban encontrar en las altas latitudes. Estaría peor ventilada y no sería apropiada para la zona comprendida entre los trópicos, pero al sur del paralelo 40 una manga de ventilación haría llegar abajo tanto aire como cualquier paciente asmático desearía. Él, Macmillan y el otro ayudante, William Low, le dieron los últimos toques esa mañana y luego empezaron a trasladar a los pacientes con la ayuda de sus compañeros, que les bajaban en los coyes con cuidado.

Después comió en la cámara de oficiales, como hacía con frecuencia, pero no como invitado sino por derecho. Sentía simpatía por casi todos los oficiales. Dick Richardson, el Manchado, era un viejo amigo; Fielding, un compañero muy agradable, y los demás, en cuanto vencieron cierto recelo que les inspiraba el invitado del capitán, notaron que se acoplaba muy bien al grupo. Como casualmente era el único de ellos que había llegado tan lejos al sur, pues los otros habían prestado sus servicios en las Indias, el Báltico, el Mediterráneo e incluso en la base naval de África, pero nunca más allá de El Cabo, pasaba buena parte de la comida describiendo las majestuosas aguas de los 50° de latitud, que formaban olas con una separación de un cuarto o media milla entre sus altas crestas.

—¿De qué altura son?

—No puedo decirles la medida en brazas ni en pies, pero eran muy altas, lo bastante altas para ocultar un barco de línea, y entre ellas había calma. Cuando el viento soplaba más fuerte de lo habitual, se formaban rizos en las crestas y las olas bajaban unas veces como blancas cataratas y otras saltando hacia todos lados y atravesando a las que seguían. Creo que fue entonces cuando el barco corrió el riesgo de recibir un golpe de mar por la popa y virar a barlovento.

—¡Dios mío! —exclamó el contador—. Esa situación debió de ser espantosa, doctor.

—Sí, lo fue —confirmó Stephen, pero corrimos un peligro mayor, el de chocar con una montaña de hielo. Hay muchas y enormes en esas aguas, más grandes de lo que uno es capaz de imaginar, y la parte que se ve es sumamente alta, mientras que la que no se ve se extiende mucho por todos lados y es tan peligrosa como un arrecife. Además, son invisibles en la oscuridad y, aunque no lo fueran, no se puede virar como uno quiere porque el viento es extraordinariamente fuerte.

—Pero, señor —dijo Welby, el infante de marina—, probablemente no las haya en la ruta de los barcos.

—Al contrario —replicó Stephen—. Pasamos entre montones de ellas, algunas en parte tenían un exquisito color aguamarina. Y las olas chocaban contra ellas por todos lados y formaban grandes elevaciones. El barco chocó contra una que, según los cálculos, tenía media milla de diámetro, y estuvo a punto de hacerse pedazos y hundirse y perdió el timón. Era el Leopard, un barco de cincuenta cañones.

* * *

Aquella tarde llamaron a Stephen dos veces a la cubierta, una para ver una manada de orcas y otra para admirar el asombroso cambio experimentado por el mar, que había pasado de un color azul verdoso opaco al color aguamarina que había recordado al hablar del iceberg con que el Leopard chocó. El resto del tiempo lo pasó en la cabina hablando malayo con Ahmed o escuchando cómo leía el texto de Fox. Ahmed era un joven amable, bondadoso y alegre y, además, un excelente sirviente, pero era demasiado respetuoso para ser un buen profesor, pues nunca le corregía a Stephen los errores, siempre estaba de acuerdo con el lugar donde ponía el acento de intensidad en las palabras y tenía dificultades para entender cualquier cosa que le dijera. Afortunadamente, Stephen tenía facilidad para las lenguas y muy buen oído, por lo que, después de las primeras semanas, dejó de pedir a Ahmed que fuera más exigente, y ahora ambos conversaban con bastante fluidez.

Esa tarde no había pase de revista, algo inusual, y después de atender a sus pacientes en la guardia de segundo cuartillo, Stephen pensó que podría dar un paseo por el alcázar y tal vez hablar con Warren, el oficial de derrota, un hombre interesante y muy bien informado; sin embargo, en cuanto levantó el pie del sollado y lo puso en la escala, le iluminó un relámpago de tanta intensidad que el reflejo pasó sucesivamente por las escotillas de las diferentes cubiertas y al llegar a la enfermería hizo palidecer la llama de los faroles. Inmediatamente lo siguieron largos y fortísimos truenos que parecían salir de la cofa del mayor. Buscó a tientas la cámara de oficiales y al llegar al mamparo pudo oír el ruido de la lluvia, que empezó a caer con extraordinaria violencia.

—Vamos a verla, señor —propuso alegremente Reade, que avanzaba a grandes pasos pero se detuvo al ver al doctor—. Nunca he visto nada como esto en todos los años que he pasado navegando. Y tampoco el oficial de derrota. Venga, le buscaré una chaqueta con capucha.

La mayor parte de lo que Reade dijo fue ahogado por los truenos, pero condujo a Stephen por la escala hasta la media cubierta, le consiguió una chaqueta con capucha y luego le llevó hasta arriba, donde había tal oscuridad que no se podían ver los costados y sólo se advertía el resplandor anaranjado de las luces de la bitácora. Pero un momento después los relámpagos iluminaron todo el horizonte en torno a la fragata y por todas partes pudieron verse claramente las velas, los aparejos y los hombres y sus expresiones a pesar de la lluvia. Stephen sintió que Reade le tiraba de la manga y oyó que le decía algo con expresión complacida, pero los ensordecedores truenos ahogaron sus palabras.

Jack, que estaba con Fielding junto al costado de barlovento, llamó a Stephen. Aunque se encontraba cerca, su potente voz no se oía con claridad, aunque Stephen logró oír «es mejor que la noche de Guy Fawkes» y vio su sonrisa, entrecortada por los intermitentes destellos de tal modo que parecía ampliarse por espasmos.

Durante un tiempo indeterminado permanecieron allí observando los espectaculares relámpagos y oyendo el ruido atronador, y luego Jack dijo:

—Tienes el agua hasta el tobillo y llevas zapatillas. Te acompañaré abajo.

—¡Dios mío! —exclamó Stephen sentándose en la cabina con las medias chorreando—. Una batalla de toda la escuadra debe de ser como esto.

—Esto es igual, pero sin humo —repuso Jack—. Escucha, voy a estar entrando y saliendo hasta por la mañana, porque es posible que la tormenta arrecie, y te despertaré con la luz, así que es mejor que te vayas a dormir abajo. Ahmed, asegúrate de que el coy del doctor está aireado y de que tiene los pies secos antes de acostarse.

La noche de Guy Fawkes fue, por decirlo así, la entrada a una región completamente diferente. Por la mañana la Diane avanzaba hacia el estesureste a gran velocidad, a doce nudos, entre agitadas aguas llenas de espuma. El agua era muy fría y las olas moderadamente altas. El viento era cortante y soplaba del noroeste de tal forma que hacía escorar la fragata veinticinco grados.

Gran cantidad de chorros de agua y espuma llegaban a bordo, pero no los suficientes para apagar los hornillos de la cocina o el apetito del oficial y el guardiamarina de guardia, Elliott y Greene, que desayunaron con el capitán. Ellos no eran los oficiales favoritos de Jack, pero habían trabajado duramente desde las cuatro de la madrugada, cuando habían relevado a sus compañeros, y, además, allí no podía haber favoritismo. Tal vez Jack no era tan brillante como cuando estaba con Richardson y Reade, pero les agasajó con gachas de avena, huevos de sus doce apreciadas gallinas, beicon un poco rancio y tostadas de pan irlandés hecho con agua carbonatada (una magnífica innovación de Stephen), mermelada de Ashgrove y abundante café en una sucesión de cafeteras. Stephen observaba a los tres, que estaban exhaustos por haber estado de guardia, y una vez más pensó que el declive de esa forma de entretenimiento no se debía tanto a la injusta aplicación de un impuesto sobre la renta como al aburrimiento y al esfuerzo del anfitrión. Según la tradición de la Marina, Elliott no podía iniciar ninguna conversación, y aunque era bien educado y hacía grandes esfuerzos por responder, no tenía más habilidad para conversar que la que tenía para ser marino, y Greene interrumpía la continua ingestión de alimentos sólo para decir «Sí» o «No».

—Confío en que te acostarás ahora, amigo mío —dijo Stephen cuando los otros se fueron—. Pareces exhausto.

—¡Por supuesto que sí! —exclamó Jack—. Pero antes tengo que hacer algunas mediciones para Humboldt. No he dejado de hacerlas ni un día y sería una lástima empezar ahora. Quizá después baje a decirte la temperatura y más tarde podremos medir la salinidad del agua. ¡Killick! Llama a mi escribiente, ¿quieres?

Elijah Butcher estaba esperando la llamada y entró abrigado hasta las orejas, con un pequeño tintero hecho de un cuerno metido en el ojal, el cuaderno bajo el brazo, el higrómetro y un montón de termómetros con sus estuches en el bolsillo. Y en sus brillantes ojos negros y su cara roja se notaban sus ardientes deseos de comenzar la tarea.

—Buenos días, señor Butcher —le saludó Jack, poniéndose de pie—. Vamos a empezar.

Jack no bajó a hablar con Stephen sino que envió a Butcher a decirle que tenía que permanecer en la cubierta, cuál era la medición con el higrómetro y cuál era la temperatura en la superficie y a diez y a cincuenta brazas de profundidad.

Stephen esperaba eso, pues sabía muy bien que a Jack le gustaba más esa forma de navegar que todas las demás, aunque desconocía de qué manera las tareas del capitán le absorberían.

Jack no había hecho muchas maniobras en la fragata anteriormente. Mientras navegaba con los vientos alisios, que eran favorables y agradables pero tenían poca intensidad aun cuando soplaban formando un ángulo de 30° con la aleta (el lugar más apropiado para la fragata), apenas había podido alcanzar los diez nudos incluso con las alas de las sobrejuanetes desplegadas, y ahora Jack deseaba avanzar hacia el este tan rápido como pudiera hacerla navegar. Sabía exactamente con qué velas desplegadas su querida Surprise alcanzaría los quince nudos en esas latitudes sin forzarla demasiado, pero desconocía lo que era conveniente para la Diane. Con vientos de esa intensidad cada barco respondía de una manera diferente a las maniobras: unos hundían tanto la proa que las verdes aguas saltaban a la cubierta y llegaban hasta la popa, mientras que otros hundían la popa de manera que llegaba a la cubierta aún más agua, empujada por el viento de popa. Y con la misma combinación de velas desplegadas unos navegaban lentamente, otros casi volaban, otros tenían tendencia a virar a barlovento y otros tendían a virar de un modo errático hasta que viraban a barlovento.

La Diane avanzóhacia el sur con vientos cada vez más fuertes y entre olas cada vez mayores hasta llegar a los 45° y viró hacia el este, y sólo entonces Jack llegó a conocer su verdadera naturaleza y sus cualidades cuando la forzaban hasta el límite. Esto requirió muchos cambios de velas, observación de todos los detalles y constante vigilancia de las escotas y las brazas, pero cuando Jack pudo desplegar el conjunto de velas adecuado (que, naturalmente, variaba según el fuerte viento del oeste rolara al sur o al norte, aunque las variaciones se hacían en torno a un solo conjunto principal), empezaron a sucederse espléndidos días en que la fragata recorría trescientas millas o más de un mediodía al del día siguiente, y él rara vez abandonaba la cubierta y sólo iba a la cabina para comer o dormir sentado en la silla de brazos.

En ese período el progreso era extraordinario y los grados de latitud pasaban en rápida sucesión; sin embargo, todos menos los marineros más diligentes sentían sólo un placer espiritual, pues esa era la época del invierno en el hemisferio sur y el cielo estaba gris, había poca luz durante el día, el viento era cortante y arrastraba consigo la lluvia o el aguanieve mezclado con la espuma del mar. Ya no se oían los gritos de los lampaceros, pues no había polvo producido por el movimiento de los cabos, y los helados hombres de la guardia de popa podían descansar tranquilamente bajo los botalones.

En los momentos en que la lluvia y los chorros de agua de mar no eran muy fuertes, Stephen subía de vez en cuando para observar los albatros que acompañaban la fragata y que a veces permanecían junto a ella varios días. La mayor parte de ellos eran albatros comunes, Diomedea exulans según la clasificación de Linneo, criaturas enormes que tenían doce pies o más de envergadura y eran las aves marinas que más le gustaban. También había unas aves blancas como la nieve con la punta de las alas negras y otras a las que los marineros daban el nombre genérico de fárdelas, cuyas especies no podía identificar con certeza.

—Nadie ha prestado mucha atención a los albatros —comentó Stephen a Fox, que había subido a consultarle porque sentía dolor, mejor dicho, malestar en el abdomen, y tenía dificultad para defecar y pasaba malas noches.

—Ni al sistema digestivo —replicó Fox—. El hombre es un ser pensante, pero también es un ser que absorbe y excreta, y si estas dos funciones están alteradas, también lo está la primera y la humanidad deja de serlo.

—Estas pastillas recordarán a su colon cuál es su deber, si Dios quiere —intentó calmarlo Stephen—. Y siga la dieta que le he ordenado. Pero tendrá que admitir que es absurdo que hayan estudiado la insignificante curruca y sus parientes, hasta el extremo de haberles medido el pico y contarles las plumas de las alas, mientras que han descuidado el albatros, las mejores voladoras de todas las grandes aves del mundo.

—¿No son las mismas pastillas que antes? —inquirió Fox.

—No —respondió Stephen sin remordimiento, porque esa vez a la arcilla blanca pulverizada le había añadido cochinilla, un polvo rosado inocuo.

Fox le había consultado mucho últimamente y por diversos trastornos, pero Stephen comprendió muy pronto que su problema era la soledad. Indudablemente, era un hombre muy instruido (el conocimiento que tenía de la historia pasada y presente de los rajás y los sultanes malayos, sus intrincadas líneas sucesorias, sus relaciones, su feudos y sus alianzas bastaban para demostrarlo, sin contar con el profundo conocimiento que tenía del budismo y de las actuales leyes de Mahoma), pero era dominante, y como había vencido a su tímido e indeciso secretario en todos los terrenos excepto en el whist, el joven ya no era un agradable compañero para él.

Aunque Fox deseaba conocer a los demás e incluso tratar con confianza a otros, era extremadamente reservado y no quería que llegaran a conocerlo a él. Además, en su forma de actuar se advertía cierta condescendencia, como si pensara que era superior por su inteligencia, sus conocimientos o su posición, y eso impedía que a Jack y Stephen les pareciera agradable su compañía.

Stephen tenía la impresión de que Fox pensaba que la misión era muy importante, probablemente con razón, y que si la llevaba a cabo con éxito, si regresaba con un tratado, eso iba a satisfacer por completo su ambición y su amor propio; sin embargo, también pensaba que presumía de ocupar el cargo de enviado más de lo que podía esperarse de un hombre de talento como el suyo. Nunca invitaba a los oficiales, aunque se los habían presentado, y si les hacía una pregunta sobre la fragata o la artillería en el alcázar, escuchaba la explicación sonriendo y asintiendo con la cabeza como si quisiera decir que no sabía esas cosas pero eso no disminuía su categoría, que sólo eran cuestiones técnicas y un honnête homme no tenía por qué saberlas.

De todos modos, ni Jack ni Stephen tenían tiempo para reuniones sociales. Jack estaba concentrado en gobernar la fragata. Stephen se dedicaba a las tareas de conservación, clasificación y descripción de numerosos especímenes procedentes de Tristán, fruto de la intensa actividad llevada a cabo en un tiempo extremadamente limitado en la parte sur de esa isla desconocida para los científicos y habitada por numerosas plantas y animales no descritos: muchas criptógamas, varias plantas que daban flores (desgraciadamente ésa no era la estación adecuada para encontrarlas), gran cantidad de coleópteros y otros insectos, algunas arañas y al menos dos aves de peculiares características, el pinzón y el tordo; además, aparte de estudiar malayo, tenía que ocuparse de la enfermería, que estaba llena porque un barco se convertía en un lugar peligroso cuando navegaba hacia el este por la zona de los 40° de latitud en cualquier estación. Pero esto ocurría sobre todo en invierno, pues los marineros tenían que agarrar cabos helados con las manos entumecidas y en la cubierta chocaban contra los cañones, las bitas y ocasionalmente incluso el campanario, debido a los movimientos del mar embravecido. Todos los días le llegaban casos de articulaciones dislocadas, músculos desgarrados, costillas y piernas rotas, quemadas producidas por el roce de los cabos o las que sufrían el cocinero y sus ayudantes cuando eran lanzados contra los hornillos de la cocina y, naturalmente, sabañones. Y casi ninguna guardia terminaba sin que la mayoría de los marineros estuvieran cojeando.

Pero no siempre había mal tiempo. Una mañana, después de pasar un día y una noche azotados por una tormenta tan fuerte que sólo podían navegar con la gavia mayor y la vela de estay de proa arrizadas, Stephen, que había dormido poco hasta el cambio de guardia de las cuatro, hizo la ronda tarde tras desayunar solo en la cámara de oficiales. Cuando enseñaba al joven Macmillan la forma más rápida de poner una faja a un paciente con hernia, llegó Seymour y anunció que el capitán presentaba sus respetos al doctor Maturin y le pedía que subiera a la cubierta si estaba libre.

—Necesita una chaqueta gruesa, señor —añadió—. Hace mucho frío allí arriba.

Era cierto. No obstante eso, el asombro que le produjeron el brillante color azul del mar, la luz del sol y las relucientes velas le hizo olvidarse de la sensación de frío.

—¡Ah, estás ahí, doctor! —exclamó Jack, que llevaba un antiguo sombrero de Monmouth y una gruesa chaqueta—. Buenos días. Mira qué mañana más hermosa. Harding, baja corriendo a la cabina y dile a Ahmed que te dé una bufanda para que el doctor se la ponga alrededor de la cabeza, pues de lo contrario perderá las orejas.

—¡Cielo santo, qué hermosura! —exclamó Stephen, mirando a su alrededor.

—¿Verdad que sí? —preguntó Jack—. El viento roló durante la guardia de alba y pudimos izar más velas. Como ves, están desplegadas la gavia mayor, la trinquete y la cebadera, y espero que el viento amaine un poco y pueda desplegar las sobrejuanetes.

Continuaron las explicaciones, ampliadas con importantes detalles respecto a la forma de apagar el velacho, pero Stephen tenía su atención puesta en formar un todo con los elementos de aquel magnífico espectáculo. El cielo estaba despejado y tenía un color azul tan oscuro como nunca antes había visto; el mar tenía un color azul más claro y tan brillante que llenaba de reflejos azules el aire, las sombras y las velas, y cuando la fragata subía con las olas, se extendía inmensamente y podían verse grandes crestas en hileras, cada una separada de la precedente tres estadios y moviéndose majestuosamente hacia el este. Cuando las olas se aproximaban a la popa de la Diane, sus crestas, blancas como el mármol, retrocedían y se elevaban a la altura de la cruceta amenazando con destruir la fragata, y entonces la popa subía y subía, la cubierta se inclinaba hacia delante, la fuerza del viento aumentaba y la cresta pasaba despacio por el costado. Unos momentos después la fragata caía en el seno formado entre las olas, la visibilidad a su alrededor se reducía y las velas se ponían fláccidas. A todo esto había que añadir el sol, que no se veía desde hacía tiempo y ahora tampoco porque lo ocultaba la gavia mayor, pero llenaba todo de una luz casi tangible e iluminaba las alas del albatros que volaba tan cerca del costado del alcázar que casi se podía tocar.

—Ahí está nuestro viejo amigo —dijo Stephen cuando el ave viró describiendo un ángulo de noventa grados, de modo que pudo verse una abertura entre las plumas del ala derecha.

—Sí. Nos hace compañía desde el alba. ¡Oh, Stephen, qué magnífico amanecer!

—Indudablemente. Y el espectáculo es digno de un amanecer así. Hay nada menos que seis albatros y un petrel gigante. ¿No crees que deberíamos llamar al señor Fox y a su secretario?

—Ya les mandé a buscar y estuvieron en la cubierta un rato, pero, lamentablemente, un cambio de intensidad del viento provocó que cayeran chorros de agua en la cubierta y ellos se empaparon y bajaron a cambiarse de ropa. Dudo que volvamos a verles.

Stephen observó que en el alcázar todos sonreían discretamente (excepto un grumete que llevaba un cubo con estopa y serrín para que el timonel se frotara las manos, que soltó una carcajada que parecía un relincho y se fue corriendo), y una vez más pensó que el enviado no había logrado que los tripulantes de la Diane le trataran con benevolencia a pesar de sus obvias virtudes. Fox nunca se había quejado cuando se hacía zafarrancho de combate antes de pasar revista, aunque Jack Aubrey era uno de los pocos capitanes que insistía en que se dejaran libres de obstáculos todas las cubiertas y, por tanto, su propia cabina y la de Fox desaparecían y su contenido se trasladaba a la bodega. Por otra parte, se había interesado por las prácticas de artillería y aplaudió con entusiasmo los disparos acertados. Pero el escaso interés de los hombres de mar en los de tierra adentro, algo que era una tradición, así como su desconsideración y su desprecio hacia ellos, se mantenían intactos o posiblemente se habían agudizado.

Hacía frío, pero él había pasado más frío al sur del cabo de Hornos. Ahora el sol estaba situado por encima de la gavia y proporcionaba un perceptible calor a la vez que su brillo transformaba el azul del cielo y el océano en un milagro perpetuamente renovado. Stephen observó cómo los albatros volaban sin esfuerzo junto a los costados de la fragata, o cruzaban la estela y ocasionalmente cogían algo de la superficie o atravesaban diagonalmente la cresta de la ola que se aproximaba y luego avanzaban otro cuarto de milla y se volvían para empezar de nuevo. Permaneció allí extasiado una guardia tras otra, unas veces golpeándose los brazos y otras hablando con el oficial de derrota, hasta que los movimientos y el agolpamiento de los guardiamarinas le indicaron que el sol estaba a punto de cruzar el meridiano y que los que tenían en las manos cuadrantes o sextantes iban a medir su altura.

La ceremonia siguió su invariable curso: Warren, el oficial de derrota, informó al oficial de guardia, Richardson, que era mediodía y que se encontraban en los 46° 39'S. Richardson se apartó del costado, fue hasta la popa, se quitó el sombrero y con el pelo flotando al viento dijo:

—Es mediodía y nos encontramos en los 46° 39'S, con su permiso, señor.

—Son las doce, señor Richardson —resumió Jack.

—Son las doce, señor Seymour —repitió Richardson al guardiamarina de guardia.

—Toque ocho campanadas —ordenó Seymour al suboficial.

Entonces el suboficial se volvió hacia el centinela que estaba a la puerta de la cabina y, alzando la voz para que le oyera a pesar del aullido del viento, ordenó:

—Dé la vuelta al reloj de arena y toque la campana.

El infante de marina dio la vuelta al reloj de arena de media hora, que había mirado disimuladamente de vez en cuando para persuadir a los granos de que bajaran más rápido y, así, lograr reducir el tiempo de guardia. Entonces avanzó corriendo hasta el campanario, ayudado por el viento, y tocó cuatro campanadas dobles. Al sonar la última, Richardson miró a Crown, el contramaestre, y dijo:

—Llame a los marineros a comer.

En ese momento, de un silencio tan profundo como lo permitían el aullido del viento en la jarcia, el omnipresente bramido del mar y las maniobras de la fragata, surgió un sonido comparable en volumen al rugido de los leones en la Torre de Londres cuando iban a darles de comer, un conjunto de gritos de alegría, ruido de pasos apresurados en dirección al comedor, choques de bandejas, fuentes y jarras contra las mesas abatibles y alaridos de ayudantes de cocinero que esperaban su turno frente al fogón.

A Jack le era muy familiar aquella confusión que le servía de aperitivo, sobre todo porque en los primeros años de su carrera naval, cuando era un guardiamarina y tenía más hambre, había comido a esa hora. El estómago le dio un premonitorio vuelco y la boca se le hizo agua, pero todo eso que experimentaba fue interrumpido por un grito del serviola, que se encontraba en el tope de un palo y, por razones humanitarias, estaba metido en un tonel forrado de paja.

—¡Cubierta…! —El resto de sus palabras dejaron de oírse hasta que la fragata cayó en el seno formado por las olas—: ¡Montaña de hielo por la amura de estribor!

Jack tomó prestado el catalejo de Richardson, y cuando la fragata empezó a elevarse lo dirigió hacia el sureste. En el momento en que la Diane subió al máximo, pudo ver la montaña de hielo, que estaba más cerca y era más grande de lo que esperaba. Era una masa de color verdoso brillando al sol, que se elevaba entre las olas hasta una asombrosa altura y tenía dos picos en la parte occidental.

La observó durante un rato, cambió el rumbo para apartarse de tal modo que la fragata pasara junto a ella a una milla de distancia. Luego le dio el catalejo a Stephen, que después de haberla observado mientras tres olas elevaron la fragata sucesivamente, se lo devolvió con desgana.

—Debo irme —dijo—. Prometí a Macmillan que me reuniría con él a mediodía y ya es tarde. Tenemos que hacer un trabajo muy delicado.

—Estoy seguro de que te saldrá bien —le animó Jack—. Espero que vengas a comer conmigo, aunque llegues tarde.

* * *

Ese día el único invitado en la cabina era Richardson, y Jack no tenía reparos en hablarle de la fragata y de los asuntos relacionados con ella.

—Creo que debemos apartarnos de aquí después de examinar la isla de hielo —le explicó—. Tal vez me equivoque, pero me parece que no se formó hace mucho tiempo. Creo que vino de detrás de Kerguelen, que no está muy lejos, y que la siguen muchas otras. Estamos muy cerca de la costa norte. Has oído los trozos de hielo que van a la deriva, ¿verdad?

—¿Ese tap, tap, tap?

—Sí. Ahí lo tienes otra vez.

—Oí el ruido por la mañana y supuse que lo hacían el tonelero o el carpintero, o ambos; sin embargo, luego pensé que no estarían trabajando a la hora de comer a menos que la fragata se estuviera hundiendo, que Dios no lo quiera.

—No. Es hielo a la deriva. Afortunadamente, colocamos una defensa en la proa y los trozos no son muy grandes, pero, de todos modos, no harán ningún bien a las placas de cobre.

—Kerguelen es la isla que algunos llaman Desolación, ¿verdad, señor? —preguntó Richardson.

—Así es. Pero no es la Desolación que conocemos, que es más pequeña y está situada más al sureste. Además, hay otra aproximadamente en los 58° S, por babor, justo después de pasar el estrecho de Magallanes. Creo que, en un momento u otro, a muchos lugares les han puesto el nombre de Desolación, una palabra muy relacionada con la vida de los marinos. Pero la isla Desolación que conocemos no estaba tan mal. Quisiera que usted hubiera estado en el Leopard, Dick. Nos divertimos mucho colocando un nuevo timón y pudimos hacer mediciones muy precisas; por ejemplo, el mejor triple cálculo de la longitud por las lunas de Júpiter que pueda imaginar, cada uno coincidente con el anterior y con la distancia lunar desde Achernar.

—Y le habría encantado ver los elefantes marinos, los leones marinos, los pingüinos, las palomas antárticas, los cormoranes moñudos, los petreles y, sobre todo, los magníficos albatros en sus nidos. Eran… —Stephen fue interrumpido por el cambio de platos y la llegada del pudín, y perdió el hilo.

—Creo que éste es el último pudín de sebo que comeremos antes de llegar a Batavia —dijo Jack en tono grave—. Dice Killick que las ratas se han vuelto muy atrevidas con el intenso frío. Así que disfrutémoslo mientras podamos o se cubrirá de tanto moho como uno de cien años. —Guardó silencio para comer el primer trozo de pudín y después continuó—: Lo que no me gusta de estas islas de hielo es que, aparte de provocar él hundimiento de los barcos, aparecen antes de la calma. Cuando el pobre Leopard se despedazó, estaba rodeado de niebla y el viento apenas soplaba con fuerza suficiente para desplegar las juanetes.

* * *

Después de comer regresaron al alcázar. El iceberg estaba ahora mucho más cerca, y como el sol se había desplazado hacia el oeste la luz se reflejaba en muchas partes de su superficie, y no sólo podía apreciarse su intenso color verde sino también una banda de color aguamarina, el color que Stephen recordaba del desafortunado accidente del Leopard. Era una cosa extremadamente bella y más fácil de observar ahora, pero había que observarla a cierta distancia. La inmensa masa era inestable. Cuando se encontraba con la fragata en el mismo seno formado por las olas, a una milla de distancia por el través, quienes la observaban vieron cómo uno de los picos, tan alto como una catedral con agujas, se inclinó y se cayó a pedazos, grandes pedazos que bajaron por la pendiente y se juntaron con grandes bloques de hielo e islas de hielo más pequeñas que estaban cerca, haciendo saltar chorros de agua y espuma.

Stephen no estaba en el sagrado alcázar sino en el pasamano, donde un puntal le servía para apoyar el catalejo. Puesto que todos los que habían sido pacientes suyos pensaban que en terreno neutral tenían derecho a dirigirse a él, no le sorprendió oír que muy cerca de él alguien con voz potente y acento de la región oeste de Inglaterra decía:

—¡Ah, está usted aquí! En la aleta podrá ver el ave que llamamos cuáquero.

Stephen miró hacia allí y vio un albatros de color marrón que se cernía en el aire y parecía fatigado. Era de la especie Diomedea fuliginosa.

—Lo llamamos cuáquero porque viste con modestia.

—Es un buen nombre, Grimble —comentó Stephen—. ¿Y cómo llamas al otro? —preguntó, señalando con la cabeza un petrel gigante que estaba un poco más allá.

—Algunos le dicen rompehuesos y otros, el compañero del albatros, pero la mayoría lo llaman ganso de mamá Cary, o sea, ganso, no gallina. Una docena de polluelos suyos caben en un bolsillo. —Hizo una pausa y luego, en voz más baja, añadió—: Si me permite el atrevimiento, quisiera preguntarle cómo va Arthur.

Arthur Grimble era uno de los pacientes sifilíticos con gomas. Stephen y Macmillan le habían operado para disminuir la presión en el cerebro.

—En los próximos días lo sabremos —respondió Stephen—. No siente dolor, por ahora, y es posible que se recupere, pero diga a sus amigos que no deben concebir muchas esperanzas, pues hicimos eso como último recurso. Pero si se va de este mundo, se va tranquilo.

A pocos pies de distancia, el capitán Aubrey dijo al oficial de derrota:

—Creo que no es posible.

Había estado observando los bloques de hielo compuestos de agua pura que flotaban a poca distancia de la isla madre, a veces a media milla.

—No en estas aguas —dijo Warren—. Pero si la fragata se pusiera al pairo un rato, estoy seguro de que el viento amainaría. El tamaño de las olas alrededor de la isla ha disminuido en un tercio desde antes de comer.

Jack asintió con la cabeza y miró hacia las olas que se aproximaban. El viento ya no desgarraba sus altas crestas haciendo saltar chorros de agua hacia delante.

—Señor Bennett, suba corriendo al tope con un catalejo y dígame lo que ve —ordenó Jack—. Tómese su tiempo y vaya abajo para darme la información. Doctor, ¿quieres tomar café conmigo?

Cuando tomaban la segunda taza, Bennett llamó a la puerta.

—Perdone que vaya despeinado, señor —se disculpó—. Aunque me até el sombrero con un pedazo de merlín, de merlín blanco, se fue volando. Empecé la observación justo por popa y seguí a todo alrededor. No vi nada hasta que llegué a los 10° por la amura de estribor, donde, a unas cuatro leguas de distancia, había una montaña de hielo casi del tamaño de ésta. Luego vi tres más pequeñas más al sur. Por la espuma que vi detrás, supuse que había allí otras islas pequeñas, pero no podía estar seguro, y cuando miré por el otro costado hacia el sur, cutre el través y la aleta, vi cuatro a tres leguas de distancia, equidistantes unas de otras.

—Gracias, Bennett —dijo Jack—. Beba una taza de café, le sentará bien.

Cuando Bennett se fue, Jack prosiguió:

—Desgraciadamente, esto no puede continuar. Esperaba que siguiéramos esta estupenda carrera varios días más, pero esto no puede continuar. A pesar de que todavía nos encontramos demasiado al oeste, tenemos que apartarnos de aquí. Me gustaría no haber mencionado la calma nunca, pues el viento ha estado amainando desde que lo hice.

—Quizá tu subconsciente ya había percibido los signos pero se negaba a reconocerlos. ¡Cuántas veces he dicho: «Hace seis meses que no tengo catarro», y al día siguiente me he despertado con la nariz chorreando y sin poder articular palabra!

—Indudablemente, no sirves para dar ánimo ni alegría, Stephen. Si alguna vez ha habido alguien capaz de silenciar a Job, ése eres tú. Puesto que se ha terminado el café, subiré a la cubierta y cambiaré el rumbo. Al menos podremos quitar un rizo o dos.

Pocos minutos después Stephen oyó pitidos, pasos apresurados y los gritos: «¡Amarrar, amarrar!». Luego la fragata escoró como si tuviera el viento a 10° por la aleta y viró la proa al noreste. Los pocos objetos móviles de la cabina salieron despedidos y fueron a parar al costado de estribor. Stephen se agarró a los brazos de la silla y dijo:

—Podrá decir lo que quiera, pero estoy convencido de que la fragata navega más rápido que nunca. El mar da bramidos al pasar por los costados.

Al día siguiente la escora era menor, aunque la Diane tenía desplegado gran cantidad de velamen (además, las sobrejuanetes estaban preparadas con la esperanza de que se pudiera desplegar más) y siguió disminuyendo traca a traca. Y el día que sepultaron al joven Grimble, la fragata casi no escoraba.

Aun así, por el bien de la colección que había conseguido en Tristán da Cunha, Stephen seguía durmiendo abajo. El jueves siguiente a la aparición de la montaña de hielo fue a la cámara de oficiales a desayunar.

—Buenos días, caballeros —saludó, sentándose en su puesto—. Señor Elliott, ¿le importaría pasarme la cafetera? —Luego miró la mesa de un lado a otro, le llamó la atención el palo mesana, que difícilmente podía haber dejado de hacerlo, y añadió—: Veo que habrá algo espléndido otra vez.

En la Diane, como en la mayoría de las fragatas, el palo mesana estaba apoyado en la cubierta inferior, en el centro de la cámara de oficiales, y la mesa estaba construida a su alrededor; sin embargo, en la Diane alguna delicada mano francesa había forrado el palo de latón desde la mesa hasta los baos y había cubierto el latón con pan de oro, algo que Stephen nunca antes había visto. Generalmente, esa maravilla estaba oculta por una especie de manga que la protegía de quien limpiaba la cámara de oficiales, un viejo estúpido, obstinado y sordo, que siempre pulía los metales con un cepillo de alambre, y sólo podía verse brillar los domingos o cuando había algún festín.

—Sí —dijo el contador—. Matamos el último cerdo anteayer e invitamos al capitán a comer.

Stephen estuvo a punto de decir que el capitán tendría que asistir a un funeral ese día, pero no dijo nada porque recordó cuál era la actitud de los marineros ante la muerte (los hombres que recibían heridas mortales en las batallas eran arrojados por la borda). En lugar de eso, comentó que la fragata parecía deslizarse suavemente.

—Ya no da los bandazos que había soportado durante muchos días, y, si no me equivoco, está poco escorada. La verdad es que coloco mi taza en la mesa casi sin ansiedad.

—No más de un par de tracas —explicó Fielding—. Estamos fuera de la zona de los 40° de latitud, ¿sabe?

Los oficiales, naturalmente, tenían razón. Jack Aubrey había estado presente en demasiadas ceremonias de ese tipo para que sepultar a un marinero a quien apenas conocía le afectara; sin embargo, como siempre sucedía, le conmovieron las palabras de la ceremonia («Mi alma volvió a ti, Señor, antes de la guardia de alba, sí antes de la guardia de alba…»), la atención con que los tripulantes las siguieron y las muestras de dolor de los amigos del difunto. Cuando con tono grave recitó: «… nuestro querido hermano se ha marchado y nosotros encomendamos su cuerpo a las profundidades», los compañeros de Arthur Grimble deslizaron por el costado su cuerpo metido en un coy con los bordes cosidos juntos y cuatro balas de cañón colocadas bajo los pies.

Jack no estaba muy afectado y comió con placer el cerdo asado con los oficiales, pero, no obstante, la ceremonia influyó en su ánimo lo suficiente para que tuviera que hacer un esfuerzo por mantener el ambiente agradable que caracterizaba a esas comidas. Cuando la comida terminó, se hicieron los habituales brindis y se dijeron las apropiadas palabras de agradecimiento, caminó por el lado de barlovento del alcázar las tres millas que generalmente recorría cuando el tiempo lo permitía, o sea, fue de una punta a otra girando doscientas cuarenta veces.

El tiempo era bastante bueno porque la fragata había pasado de repente a otro mundo, un mundo donde el mar estaba en calma y los vientos eran inestables. El paso fue desafortunado, pues apenas la Diane había alcanzado los 39° cuando el escaso viento que soplaba del oeste roló al noreste e hizo virar la proa, lo que se interpretó como un mal augurio. Además, Jack tenía muchas dudas sobre la isla Ámsterdam, pues en todas las cartas marinas aparecía en los 37° 47'S, pero de una a otra carta la longitud variaba más de un grado. Por desgracia, sus dos cronómetros habían escogido ese momento para discrepar, y como el cielo estaba cubierto (no podía hacer una medición lunar desde que se habían encontrado con el iceberg), ahora tenía que virar guiándose por la media de las longitudes registradas y la media del tiempo que marcaban los cronómetros. Esa medida no era satisfactoria ni podía calmar su ansiedad, y el viento empeoró las cosas porque obligó a la Diane a navegar de bolina. La fragata navegaba bien a la cuadra, pero cuando navegaba de bolina tenía tendencia a virar a barlovento y era tan lenta que no llegaba a alcanzar más de seis nudos y medio.

—No puedo permitirme pasar de esta latitud —explicó a Stephen esa noche—. Al menos me consuela que el pico de la isla se ve desde veinticinco leguas de distancia, aunque la isla no es importante.

—Lamento que no sea importante para ti —dijo Stephen con tristeza.

—Quiero decir, desde el punto de vista del agua. No escasea, y aunque no cayeran los habituales aguaceros después del trópico de Capricornio, eso sólo nos obligaría a racionar el agua durante una o dos semanas si los vientos alisios del sureste soplan con la mitad de su habitual intensidad. Pero si encontramos la isla, con mucho gusto te dejaré en la costa y podrás pasarte allí una o dos horas mientras las lanchas hacen varios viajes. Dijiste que hay mucha agua, ¿verdad?

—Exactamente. Perón, el náufrago, se deleitó con ella. Admitió que era un poco difícil de encontrar, pero no creo que esa dificultad desanime a los marinos. Jack, no sé expresar con palabras el valor que tiene para un naturalista una isla remota, una isla volcánica desierta, fértil y cubierta por exuberante vegetación; una isla donde no hay espantosas ratas, ni perros, ni gatos, ni cabras, ni cerdos, esos animales que los estúpidos llevaron al Edén para destruirlo, una isla intacta, pues a pesar de que Perón pasó algún tiempo en ella, rara vez abandonó la orilla.

—Me gustaría que no hubiera tanta bruma, pero mantendré en el tope al serviola de mejor vista y por la noche ordenaré disminuir el velamen. Estoy casi seguro de que la avistaremos el martes o el miércoles.

La avistaron el viernes. Al amanecer estaban a cinco millas del inconfundible pico, concluyendo así con éxito una espectacular travesía por alta mar a lo largo de cinco mil millas, a pesar de las inexactitudes de las cartas marinas y los cronómetros. Pero, desgraciadamente, se encontraban a sotavento porque, en la oscuridad, una corriente en dirección este y el fuerte viento del oeste habían empujado la fragata más allá de la isla, aunque llevaba las gavias arrizadas y el serviola que vigilaba era el de vista más aguda.

—Nunca llegaremos a ella, señor —informó el oficial de derrota—. Está justamente en el lugar desde donde sopla el viento, y con esta corriente podríamos estar maniobrando todo el día sin conseguir acercarnos. Juraría que está situada al menos un grado más al oeste incluso en la carta marina de la Compañía.

—¿Ha comprobado otra vez la cantidad de agua, señor Warren? —preguntó Jack, inclinándose sobre el coronamiento y mirando hacia el distante cono, que se veía claramente en medio del viento que amainaba.

—Sí, señor. Aunque no llueva después de pasar el trópico, creo que tendremos suficiente sin racionarla mucho, ¿y quién no ha visto un diluvio después de pasar el trópico?

—No sé cómo se lo voy a decir al doctor —se lamentó Jack—. Tenía muchas ganas de visitarla.

—Así es —confirmó el oficial de derrota—. ¡Pobre caballero! Pero el tiempo manda. Quizá todos estos albatros y fardelas le sirvan de consuelo. Nunca he visto tantos juntos. Además, ahí hay un falaropo y un petrel fétido.

* * *

—Stephen —dijo Jack—, siento mucho decirte que no he podido llegar a la isla. Está situada por popa, justo a barlovento, y no podemos retroceder con este viento y esta corriente. Y si pusiéramos la fragata al pairo para esperar a que cambie el viento, perderíamos muchos días, y no podemos permitirnos eso porque tenemos que encontrar los vientos alisios del sureste tan pronto como sea posible si queremos llegar a Pulo Prabang con el último soplo del monzón.

—No te preocupes, amigo mío —le tranquilizó Stephen—. Iremos en la Surprise cuando tengamos tiempo libre, cuando Bonaparte muera. Entretanto, observaré las aves que ha visto el oficial de derrota. Nunca hubiera imaginado que vería un petrel fétido tan lejos de El Cabo.

Los marineros desplegaron las sobrejuanetes de la Diane por primera vez desde que habían llegado a ese hemisferio, y la fragata avanzó hacia el noreste con las alas superiores e inferiores extendidas; sin embargo, durante todo el día pudo verse el pico de la isla Ámsterdam con una pequeña nube indicando su cima.

Al día siguiente había desaparecido y a media mañana desaparecieron también las aves marinas. Cuando Jack hizo las mediciones para Humboldt, notó un cambio tan poco usual de la temperatura en la superficie y a diez brazas, que comprobó la lectura dos veces antes de llamar a Butcher.

Aquél era un nuevo mundo y, ahora que se encontraban totalmente metidos en él, los viejos patrones volvían a servir de guía; la rutina de la fragata, interrumpida por el rápido y peligroso avance hacia el este en los 60° de longitud, volvió a convertirse en la forma de vida natural, con su invariable dieta, la limpieza de las cubiertas antes de que se hiciera completamente de día, la llamada a los marineros para que presenciaran los castigos los miércoles (reprimendas o suspensión de la ración de grog, en ningún caso hasta ese momento), el ritual lavado y tendido de la ropa los lunes y los viernes, el pase de revista todos los días entre semana seguido de cierta cantidad de disparos reales, la formación por divisiones los domingos seguida unas veces por la lectura del Código Naval, cuando la inspección tardaba más de lo habitual, y más frecuentemente por el servicio religioso. Era una vida bastante fácil para quienes estaban acostumbrados a ella, pero era extremadamente lenta. Ahora la fragata no navegaba tan velozmente que corrieran el riesgo de que algo se desprendiera, y tampoco el mar formaba una franja de espuma al pasar por sus costados ni la llenaba de un sonido grave parecido al del órgano, que se oía claramente entre el aullido de la jarcia tensa como un arpa. Ya no avanzaba más de quince nudos ni el grumete que hacía la medición con la corredera sentía que el carretel casi se le escapaba de las manos. Además, había desaparecido entre los hombres la camaradería propia de los tiempos de guerra porque ya no compartían emociones ni peligros. Ahora había que reparar o reemplazar todo lo que se había roto o estirado demasiado, había que pintar y limpiar y, sobre todo, hacer avanzar la fragata hacia el noreste con vientos flojos y variables y a menudo desfavorables, lo que requería prestar atención constantemente a los foques y las velas de estay. Incluso cuando encontraron los vientos alisios del sureste, parecía que no merecían llevar ese nombre por su intensidad ni por su constancia.

Un día tras otro, la Diane navegó por el vasto océano, que era como un inmenso disco perpetuamente renovado. Cuando se aproximaba al trópico de Capricornio a cuatro nudos, el capitán Aubrey terminó el servicio religioso con las palabras «El mundo es infinito, amén», que bien podían referirse al viaje, pues sólo veían mar, mar y más mar, un mar que carecía de principio y fin, como el globo terráqueo.

Sin embargo, esa monotonía aparentemente eterna dejaba tiempo para hacer cosas que se habían aplazado o pasado por alto. Jack y Stephen volvieron a tocar música, a veces hasta la guardia de media. Stephen mejoró en el uso del malayo y llegó a soñar en esa lengua. Jack, como era su deber, se ocupó de nuevo de aumentar los conocimientos que los guardiamarinas tenían de la náutica, los aspectos más importantes de la astronomía y las matemáticas y, naturalmente, el gobierno de un barco. Tanto él como ellos tenían bastante éxito en estas cosas, pero menos en otras áreas, como cultura general, lectura y escritura.

Cuando Jack hablaba al joven Fleming de su diario, observó:

—Está muy bien escrito, pero creo que a su padre no le gustará mucho el estilo.

El señor Fleming era un eminente naturalista y miembro de la Royal Society, famoso por la elegancia de su prosa.

—Por ejemplo, no me parece correcto eso.de «yo y mis compañeros soltamos la estrellera». Pero vamos a dejarlo… ¿qué sabe de la última guerra con Norteamérica?

—No mucho, señor, aparte de que los franceses y los españoles entraron en ella y recibieron su merecido.

—Es cierto. ¿Sabe cómo empezó?

—Sí, señor. Fue por el té, porque ellos no quisieron pagar impuestos. Gritaron: «No hay reproducción sin copulación», y tiraron el té en el puerto de Boston.

Jack frunció el entrecejo, reflexionó unos momentos y dijo:

—Bueno, lo cierto es que en aquel período hicieron poco o nada en la mar.

De aquí pasó a hablar de la necesidad de tener en cuenta la inclinación y la refracción cuando se hacían mediciones lunares, una materia que conocía muy bien. Y esa noche, cuando afinaba el violín, preguntó:

—Stephen, ¿cuál fue el grito que dieron los norteamericanos en 1775?

—«No hay contribución sin representación.»

—¿No dijeron nada sobre la copulación?

—Absolutamente nada. En aquella época la mayoría de los norteamericanos estaba a favor de la copulación.

—¿Entonces no es posible que el grito fuera: «No hay reproducción sin copulación»?

—Amigo mío, ésa es la consigna de los antiguos naturalistas; es tan vieja como Aristóteles, y completamente errónea. La hidra y los demás miembros de su especie se multiplican sin ningún tipo de contacto sexual. Leeuenhoek lo demostró hace mucho tiempo, pero los más obstinados todavía repiten eso como papagayos.

—Bueno, al diablo la contribución. ¿Atacamos el andante?

Fox también reanudó su anterior forma de vida. Una epidemia del ganado que le quedaba puso fin a los frecuentes banquetes, pues no podía aceptar invitaciones que no podía devolver; sin embargo, todavía continuaban las partidas de whist y, desde que el tiempo había mejorado, subía dos veces al día al alcázar, donde por la mañana caminaba de un lado a otro con su silencioso compañero y por la tarde a menudo hacía prácticas de tiro con Stephen (ahora un digno rival), sobre todo cuando el mar estaba en calma y las botellas se podían ver a gran distancia. Además, volvió a hacer frecuentes consultas por cuestiones de salud.

El martes siguiente al paso de la fragata por el trópico de Capricornio (sin que cayera una gota de lluvia, a pesar de lo que había dicho el oficial de derrota y de que a lo lejos, por el oeste, se veían nubes de color púrpura de las que caía una lluvia torrencial), mandó una nota formal al doctor Maturin en que le preguntaba si no le importaba que volviera a molestarle esa tarde. Desde hacía tiempo Stephen estaba convencido de que, para mantener una buena relación con él y cooperar el uno con el otro de manera efectiva en Pulo Prabang, debían hablar lo menos posible en privado, y estaba seguro de que las quejas de Fox no eran más que el resultado de la falta de trabajo intelectual y la necesidad de mantener conversaciones a cierto nivel, seguramente porque en tierra era muy sociable, o al menos gregario; sin embargo, cuando estaba sentado al sol en la base de la última carronada y con un libro en el regazo, pensó que no sería correcto negarse a dar consejos como profesional.

Tanto Jack Aubrey como Fox hacían ejercicio antes de comer: Jack en el lado de barlovento del alcázar y Fox, que había aprendido desde el principio del viaje que las costumbres eran sagradas en la Armada, en el otro lado, acompañado de Edwards. Desde el lugar donde estaba sentado, Stephen podía ver tanto al uno como al otro. Una vez más volvió a reflexionar sobre la integridad, una virtud que él apreciaba mucho en las personas aunque a veces tenía dudas sobre la suya propia. En esta ocasión pensó que quizá no era una virtud sino un estado, el estado de ser uno mismo, y que Jack era un buen ejemplo. Sabía que tenía humildad y que, durante los años que Stephen le había tratado, nunca había fingido.

Fox, en cambio, parecía estar en un eterno escenario representando un personaje distinguido, imponente y excepcionalmente inteligente. Sin duda, poseía, al menos en cierto grado, esas cualidades y era rara la ocasión en que no hacía alarde de ellas, ya que quería que todos las reconocieran. Su actuación no podía calificarse de burda ni de histriónica. Stephen pensaba que la actuación había llegado a ser casi totalmente inconsciente, pero la continuidad en un largo viaje la hacía un poco aburrida y las reacciones de Fox a una real o imaginaria falta de respeto la hacía más aburrida todavía. Fox no buscaba la popularidad, aunque podía ser una agradable compañía cuando quería, y le gustaba agradar. Lo que deseaba era tener superioridad y ser tratado con el respeto debido por tal superioridad, pero intentaba conseguirlo con una torpeza sorprendente en un hombre de su inteligencia. A muchas personas, sobre todo a los marineros de la Diane, no les impresionaba.

En la fragata no había ningún trompetista, pero había un infante de marina que tocaba muy bien el tambor. En cuanto sonaron las cuatro campanadas tocó Heart of Oak para anunciar la comida de los oficiales, y todos los que estaban libres bajaron corriendo y dejaron a Jack casi solo. Jack no tenía invitados ese día y siguió caminando de un lado a otro, reflexionando con las manos tras la espalda. Cuando sonaron las cinco campanadas (Jack comía más temprano que la mayoría de los capitanes), salió de su ensueño y al ver a Stephen propuso:

—¿Bajamos? La última oveja, que se llamaba Agnes, nos está esperando.

—También era la última del conjunto de animales —dijo Killick cuando se llevó los huesos pelados y Ahmed cambió los platos—. Mañana empezaremos a consumir las provisiones de la fragata, carne de caballo salada y remojada fuera de la borda porque tenemos que racionar el agua dulce. No se puede usar para llenar los recipientes donde se remoja la carne ni el tonel que está en la cubierta, y tampoco para lavar. Tengo que decírselo a los marineros y también, a modo de consolación, les diré que esta noche podrán bailar.

Cuando ambos se quedaron solos tomando el café, Stephen, después de una larga pausa durante la que estuvo pensativo, preguntó:

—¿Recuerdas que una vez dije que para Clonfert la verdad era lo que él lograba hacer creer a los demás?

Lord Clonfert era un oficial que servía en una escuadra donde Jack ocupaba el cargo de comodoro y que llevó a cabo la operación Mauricio, una operación que tuvo fatales consecuencias para él. Era un hombre con poca confianza en sí mismo y una gran imaginación. Jack pasó unos momentos tratando de recordarle y luego respondió:

—Sí, me parece que sí.

—Me expresé mal. Lo que quería decir era que, si él podía inducir a otros a creer lo que decía, entonces eso se transformaba hasta cierto punto en una verdad, que era un reflejo de la creencia de los demás de que era verdad. Y el tiempo y la repetición podrían reforzar esta verdad hasta convertirla en una convicción, en algo indistinguible o apenas distinguible de la auténtica verdad.

Esta vez al señor Fox le ocurría realmente algo. Stephen no sabía qué, pero no le gustaban sus síntomas ni el aspecto de su vientre. Como Fox estaba pletórico de vida, decidió hacerle una sangría y purgarle.

—Tendrá que tomar una medicina, hacer dieta una semana y permanecer en su cabina durante ese tiempo —sentenció—. Afortunadamente, tiene cerca el jardín, es decir, el retrete —añadió—. Después de ese tiempo volveré a examinarle y espero que ya hayan desaparecido los malos humores y que la palpable hinchazón del hígado haya bajado. Mientras, le sacaré varias onzas de sangre. Por favor, permita que Alí sostenga el cuenco.

Alí sostuvo el cuenco y la sangre fluyó hasta que el contenido llegó a quince onzas, y Stephen se sorprendió al ver que la superficie estaba salpicada de las lágrimas que el joven había vertido en silencio.

Durante los primeros días, Fox sintió un gran malestar y a veces un fuerte dolor debido al considerable efecto del ruibarbo, la hiera piara y el calomel, pero los soportaba sin dificultad. Stephen, en sus breves visitas, se asombró al encontrar al Fox sencillo que sólo había visto cuando hacían prácticas de tiro desde el coronamiento, cuando se concentraba en apuntar su arma extraordinariamente bien hecha y en ver dónde caían las balas. Además, no hablaba con irritación a quienes le atendían, como solían hacer los enfermos, especialmente los que padecían del hígado. Pero Stephen había notado mucho antes que trataba amablemente a Alí, Yusuf y Ahmed. Naturalmente, en el caso de Alí eso se debía a que entre ellos había una relación especial, pero parecía que la razón principal era que era malayo. En primer lugar, la lengua malaya requería una clara diferenciación entre las diversas clases sociales, pues tenía muchas frases hechas que las personas de unas jerarquías debían usar con las de las otras, y sobre todo era preciso recordar bien las que se usaban con las más altas. Stephen pensaba: «Aparte de eso, es posible que se sienta más cómodo en territorio malayo, pues al fin y al cabo es su tierra natal».

Edwards, el secretario, estaba casi siempre libre mientras Fox estaba enfermo, y fue muy agradable ver su transformación. Llegó a conocer mucho mejor a los oficiales, pues a menudo comía o cenaba con ellos, que le consideraban una valiosa adición a su grupo, y cuando Stephen iba a visitar al enviado podía oírle reír en el alcázar. Pero la libertad no podía durar. Al final de la semana, Stephen examinó a Fox y diagnosticó que estaba bien y que podría caminar media hora por la cubierta, pero que todavía tenía que hacer dieta, aunque moderada.

—No coma vaca ni cordero —le recomendó.

—¿Ni vaca ni cordero? ¡Cielo santo! No es probable que me dé el gusto de comer ninguna de las dos. No comería más que papilla si Alí no hubiera conservado algunas aves, aunque viejas, y no sé qué haré cuando se acaben.

—La carne de vaca salada que hay en la fragata no está mal —opinó Stephen.

—No es una comida muy apropiada para los humanos.

—Doscientos compañeros de tripulación nuestros viven de ella.

—Los jornaleros tienen las tripas de hierro —bromeó Fox—. No me extrañaría que la prefirieran al caviar.

Los comentarios como ése siempre irritaban a Stephen (un revolucionario, en su juventud), sobre todo cuando hacían referencia a los marineros, cuyas cualidades conocía mejor que la mayoría de los hombres. Iba a darle una respuesta cortante, pero lo pensó mejor y mantuvo la boca cerrada. Fox continuó:

—Me pregunto si este viaje va a terminar. ¿Sabe dónde estamos?

—No, pero no me sorprendería que nos encontráramos a unas cien millas de tierra, pues en los últimos días he visto cada vez más albatros, y el martes el serviola avistó dos barcos de los que hacen el comercio con las Indias navegando del oeste hacia el este. Además, me han dicho que hemos podido alcanzar el final del monzón, aunque ahora es flojo.

—¡Qué satisfacción! Pero, ¿sabe una cosa, Maturin? Después de pasar todas estas horas acostado aquí he llegado a la conclusión de que estar solo, apartado de la sociedad y de todas las actividades, en perpetuo confinamiento y haciendo un viaje perpetuo no es tan desagradable. Si tuviera buena comida disponible, no estoy seguro de que deseara que el viaje terminara. Tiene sus ventajas suspender la actividad. —Hizo una pausa, fijando la vista en el mamparo, y luego prosiguió—: No sé si conoce al autor de estos versos que acabo de traducir:

Cuando las campanas tocan en el campanario,

en medio de la oscura noche,

siento en la lengua el sabor agrio

de todo lo que hice.

Por el tono de voz de Fox, a Stephen le pareció que se avecinaba una confidencia, una confidencia no inducida por una gran amistad o estima sino por la soledad y el deseo de hablar; por el contenido de los versos, que se relacionaba con un tema escabroso, decidió que no quería oírla. Por otra parte, cuando Fox volviera a la sociedad y la actividad, lamentaría habérsela hecho y que él conociera su vida íntima, y eso haría que les fuera mucho más difícil trabajar juntos. La colaboración y la indiferencia podrían armonizar; la colaboración y el resentimiento difícilmente.

—No conozco al autor. ¿Recuerda el original?

—No.

—No puede ser un clásico, pues los paganos, por lo que he leído, no se odiaban a sí mismos ni se sentían culpables por sus actividades sexuales. Eso está reservado para los cristianos, que tienen un peculiar concepto del pecado. Puesto que «de todo lo que hice» se refiere, obviamente, a algo mal hecho, supongo que era algo de índole sexual, porque un ladrón no siempre está robando ni un asesino siempre está asesinando, pero la sexualidad está con uno siempre, día y noche. Pero es curioso que quienes se odian a sí mismos logren a menudo conservar su propia estima cuando se encuentran ante los demás, frecuentemente mediante la denigración general. Creen que tienen muy poco valor, pero que sus semejantes tienen aún menos.

Ese era un medio efectivo de evitar que le hicieran indeseadas confidencias, pero añadió las últimas palabras con otra intención, motivado por sus propias reflexiones, y la efectividad fue mayor. Notó con pena que había herido a Fox, quien, con una sonrisa forzada, afirmó:

—Estoy totalmente de acuerdo.

Luego, de la forma más apropiada, dio las gracias al doctor Maturin por tener la amabilidad de atenderle, alabó su destreza para curar una molestia tan desagradable y se lamentó de haberle importunado.

Mientras se dirigía a la escala de toldilla por la media cubierta, Stephen se dijo: «¿Cuál es la ventaja de esto? Hubiera sido mucho mejor aparentar estupidez o incomprensión». Estaba a punto de subir la escala cuando un guardiamarina que bajaba corriendo dio un salto para esquivarle, no pudo poner el pie donde debía y se cayó.

—¿Se encuentra bien, señor Reade? —preguntó mientras levantaba al joven.

—Muy bien, señor, gracias. Discúlpeme por venir corriendo, pero el capitán me mandó a decirle que hemos avistado el cabo Java. ¡El cabo Java, señor! ¿No es maravilloso?