Capítulo 1

A pesar de la premura, muchas esposas y novias fueron a ver zarpar la fragata. Los miembros de la tripulación que no se ocupaban de hacerla avanzar por la intrincada ruta, navegando de bolina con el frío viento del sureste, contemplaron sus blancos pañuelos agitándose en el aire a la orilla del mar hasta que quedaron ocultos por Black Point, y se perdieron de vista.

Los hombres casados que estaban en el alcázar de la Surprise se apartaron de la borda dando un suspiro y guardaron sus catalejos. Todos querían mucho a sus esposas y todos (Jack Aubrey, el capitán Tom Pullings, un voluntario que ocupaba el puesto de primer teniente; Stephen Maturin, el cirujano; y Nathaniel Martin, el ayudante de este) lamentaban enormemente tener que partir, aunque debido al retraso de algunas cuestiones oficiales y otras razones habían pasado en sus casas un periodo mas largo de lo habitual y algunos se encontraron con que su importancia había disminuido por la llegada deun bebe, y otros sufrieron a causa de familiares de su esposa, de ocasionales discrepancias, de chimeneas, goteras, precios, diversos impuestos, la sociedad o de la insubordinación. Ahora, al darse la vuelta, miraron hacia el suroeste y contemplaron el cielo azul claro por donde pasaban en hilera nubes blancas y redondas en la dirección conveniente, y también el mar azul oscuro, con el que formaba la nítida línea del horizonte, tras la cual aun había infinitas posibilidades, aunque partían tarde y en un momento poco propicio.

Sería exagerado afirmar que consideraban el viaje una válvula de escape o unas vacaciones, pero tras su aflicción estaba la idea de que regresaban a un mundo mas simple, un mundo donde el techo o lo que hacía de techo no tenía que ser necesariamente impermeable, donde las chimeneas y los impuestos destinados al socorro de los pobres significaban muy poco, donde la jerarquía, establecida independientemente del valor moral o intelectual, acababa con las diferencias de opinión o al menos impedía que las opiniones se expresaran sin reservas, donde no había visitas por la mañana ni los sirvientes podían anunciar que dejaban el empleo. En ese mundo faltaban la mayoría de las comodidades, no estaba exento de peligros y era bastante complejo, aunque podría decirse que su complejidad abarcaba una variedad de aspectos infinitamente menor, pero, sobre todo, era un mundo al que estaban acostumbrados. Si se contaban los días de su vida, Jack Aubrey había pasado más en la mar que en tierra, y si se daba más valor a los años en que se había formado, los años de juventud, cualquiera podría decir que tenía nueve décimas partes de marino, en particular porque las emociones más fuertes las había sentido en la mar. Sin duda, el encuentro con el amor y un desagradable choque con la justicia en tierra le habían dejado una indeleble huella, pero, pese a ser profundos esos sentimientos, no podían compararse en número ni en intensidad con los que había experimentado como marino. Aparte de haber arrostrado terribles peligros propios de su profesión como tormentas y naufragios, había participado en un mayor número de grandes batallas entre escuadras o entre dos barcos que la mayoría de los oficiales de su tiempo. Había abordado muchísimos barcos enemigos y en esas ocasiones había sentido con mayor intensidad que estaba vivo. Por lo general, no era un hombre agresivo sino alegre, optimista, amable, bondadoso y severo solo con quienes no eran buenos marinos; sin embargo, cuando estaba en la cubierta de un barco francés con el sable en la mano, experimentaba una feroz alegría y se sentía más lleno de vida que nunca. Además, recordaba claramente todos los detalles del combate y los golpes que daba y recibía.

En eso se diferenciaba mucho de su amigo Maturin, a quien le desagradaba la violencia y no encontraba placer en ninguna batalla. Cuando debía luchar lo hacía con eficiencia pero con frialdad, dominando constantemente su aprensión, y le disgustaban tanto el combate como su recuerdo.

Martin, el ayudante del cirujano, tampoco tenía alma de guerrero. Quizás eso se debía a que era clérigo (aunque no tenía beneficio eclesiástico y, en esa ocasión, tampoco ejercía su ministerio, pues había renunciado a el para hacer aquel viaje, un largo viaje, tal vez una circunnavegación, como ayudante de Maturin), pero también, indudablemente, a que no podía sentir rabia, la rabia que se experimenta en las batallas, hasta que le atacaban con dureza, e incluso entonces no sentía mucha, sino la indignación imprescindible para defenderse. En realidad, en la fragata había tan diversas actitudes ante las batallas y tantos tipos de valentía como hombres, pero entre Davis el Torpe, que sentía una furia infrahumana y mortífera, hasta Bonden, que simplemente experimentaba un gran placer, nadie a bordo podía calificarse de cobarde. Salvo muy pocas excepciones, todos eran marineros profesionales y combativos. Algunos procedían de barcos corsarios que operaban en alta mar, otros de barcos que se dedicaban al contrabando en las costas y otros de barcos de guerra, pero todos eran marineros escogidos (pues Jack Aubrey, por sus peculiares circunstancias, pudo escoger entre un gran número de ellos) y ya habían pasado juntos tan to tiempo y por tantas tormentas y tantas duras batallas que ahora formaban una comunidad bien cohesionada que sentía un gran aprecio y un gran orgullo por su fragata.

No obstante eso, era una comunidad extraña en una embarcación tan parecida a un barco de guerra, pues no había en ella infantes de marina, ni oficiales uniformados ni guardiamarinas. Además, los marineros caminaban tranquilamente, incluso con las manos en los bolsillos; se oían risas en el Castillo a pesar de que estaban zarpando; y el suboficial que estaba al gobierno de la fragata, enjugando una lágrima que resbalaba por su mejilla y moviendo la cabeza de un lado al otro, no tuvo reparos en hablarle a Jack directamente:

—No volveré a verla nunca mas, señor. Es la joven más hermosa de Shelmerston.

—Indudablemente, es una hermosa joven, Heaven —dijo Jack—. Es la señora Heaven, si no me equivoco.

—Bueno, señor, es, por decirlo así, mi esposa; aunque algunos la compararían con un puerco espín o un general, usted ya me entiende.

—Los puerco espines tienen mucho valor, Heaven. Salomón tenía mil, y Salomón sabía lo importantes que eran. Seguro que volverás a verla.

La propia Surprise también era extraña. Se parecía mucho a un barco del rey, aunque en realidad era un barco corsario, es decir, un navío de guerra con licencia para perseguir al enemigo. Pero no era un barco corsario ordinario, pues el Gobierno pagaba los gastos del viaje al Atlántico sur para atacar las embarcaciones que comerciaban en pieles, los balleneros y los navíos de guerra franceses y norteamericanos que encontraran.

Esto la colocaba en una posición casi igual a la de los navíos alquilados por su majestad, pues, además, a sus tripulantes no se los podían llevar en la leva. Pero el verdadero propósito de la Administración era que el doctor Maturin valorara las posibilidades de crear estados independientes en Chile y Perú (o de contribuir a que se formaran) para debilitar al Imperio español. Puesto que en ese momento España era aliada de Inglaterra, no se podía dar a conocer el objetivo, ni los pagos ni nada que tuviera relación con el asunto, porque eso podría resultar embarazoso.

Los tripulantes de la Surprise no estaban preocupados por nada de eso. Sabían que gozaban de una privilegiada exención y que habían logrado permanecer en el rol, el selecto rol de uno de los barcos corsarios con más éxito que surcaban los mares, una de cuyas presas permitió incluso a los marineros más humildes jugar a cabrillas con monedas de oro si lo deseaban. Tanto algunos de éstos como varios de sus compañeros de tripulación decidieron hacerlo durante el período en que se repusieron las provisiones antes de iniciar el viaje a Suramérica, un período inesperadamente largo, y ahora eran pobres otra vez; sin embargo, eran pobres felices, porque lo que había pasado antes podría volver a ocurrir (era casi seguro que volviera a ocurrir). El capitán Aubrey podría regresar de una corta expedición con muchas presas, y aún con más motivo de una al Atlántico sur, y el puerto de Shelmerston podría llenarse por segunda vez.

Pero muchos más, especialmente los que habían obtenido una parte del botín dos veces o dos veces y media mayor que el resto de la tripulación, siguieron los consejos de su capitán. Aubrey les dio muy buenos consejos sobre finanzas: ahorro, cautela, pequeños beneficios (el límite máximo que aprobaba era el cinco por ciento que daba la Armada), vigilancia perpetua y economía. Todos en el mundillo marítimo sabían que Jack Aubrey merecía el sobrenombre que le habían puesto en la mar, el Afortunado, y que había hecho al menos tres fortunas antes del último gran golpe; pero también que había sido muy desafortunado en tierra. A veces había hecho cosas extravagantes, como tener una cuadra de caballos de carrera o dar unos pasos de baile en Brooks; otras había sido crédulo, pues había confiado en las predicciones de algunos proyectistas y, por lo general, había fracasado en los negocios. Por todo eso, estaba claro, para cualquier observador objetivo, que nadie era menos indicado para dar consejos; sin embargo, su manera de gobernar un barco, su comportamiento cuando entablaba un combate y la lista de sus victorias y sus presas pesaban más que su escasa habilidad para administrar el dinero. Además, sus palabras bienintencionadas y siempre adecuadas a las necesidades y la capacidad de comprensión de quienes le escuchaban tenían tanta influencia como las de Tom Cribb en política exterior. Algunos de los tripulantes de la Surprise casados y con hijos se retiraron de la profesión, pero ninguno, salvo un ayudante de velero que estaba casado con la única hija y heredera del dueño de una compañía de transportes, se fue muy lejos, y ahora había un total de siete nuevas posadas y tabernas, con el escudo de armas de Aubrey (tres cabezas de oveja en relieve sobre fondo azul) en sus rótulos, muy cerca de la costa y, también había que admitirlo, muy cerca de sus hermanos, tíos, primos, sobrinos e incluso, que Dios les perdone, nietos. Pero los marineros prudentes y afectuosos eran sólo una pequeña proporción de la tripulación y la suma de ésta con la de pobres no podía compararse con la que tenía la otra característica extraña de la Surprise: la presencia de numerosos marineros que no se creían obligados a reconocer ninguna autoridad ni se habían embarcado a causa de la pobreza o la falta de empleo. Esos hombres hacían el viaje por algo más, algo más importante y menos definido que los beneficios. Entre tan diversas personalidades, ese «algo más» tenía que ser necesariamente poco definido, aunque, obviamente, en parte estaba relacionado con viajar por el extranjero, ver nuevos países, penetrar en territorio enemigo para hacer diabluras y conseguir oro y plata, navegar en un barco en armonía, irse lejos en tiempo de guerra, cuando había muchas probabilidades de que les reclutaran a la fuerza para la Armada y tuvieran que servir bajo las órdenes de oficiales de talante muy diferente (lo que molestaba a los marineros de Shelmerston no eran las luchas ni las travesías difíciles ni la escasez de provisiones, sino la disciplina a menudo innecesariamente dura, el acoso, las azotainas y el avasallamiento). Aunque a todos les gustaba el saqueo y una bolsa con doblones haría reír a cualquiera, el deseo vehemente de conseguirla no era su principal motivación.

Naturalmente, en el caso de algunos hombres ese «algo más» era evidente. A Jack Aubrey no le importaba un pepino el dinero. Su único deseo era que le rehabilitaran y le volvieran a incluir en la lista de capitanes de navío de la Armada, a ser posible con la misma antigüedad. Todo esto se lo habían prometido oficiosamente tras la captura de la Diane y de manera oficial cuando fue elegido miembro del Parlamento; mejor dicho, cuando su primo le entregó el pequeño condado de Milford. Pero finalmente, después de mucho tiempo, Aubrey abandonó su optimismo, y dejó de confiar en las promesas. En el corto tiempo que estuvo en contacto con la Cámara de los Comunes y sus miembros, llegó a conocer la fragilidad de la Administración y de sus actos. No dudaba en absoluto de la palabra del primer lord, pero sabía que si el Consejo de Ministros cambiaba, el sucesor de Melville no estaba obligado a cumplir lo que éste le había prometido verbalmente y de un modo personal. También sabía (algo reciente aunque no imprevisto) que no gozaba del favor del regente. Esto se debía en parte a que el hermano del regente que era miembro de la Armada, el duque de Clarence, era uno de los más ardientes defensores de Jack y uno de los principales críticos del regente (los dos hermanos apenas se hablaban); además, algunos de los almirantes liberales más importantes opinaban que a Aubrey tenían que rehabilitarlo. Para colmo, Jack hizo una de sus raras incursiones en las citas literarias: en el curso de una recepción, en un lugar donde había bastante gente, oyó que la amante del regente, lady Hertford, insultó a Diana Maturin, una prima de su esposa casada con su mejor amigo, y dijo con rabia:

—Cada oveja con su pareja. Dios los cría y ellos se juntan. Ya lo dijo Dryden al hablar de las amantes de otro gran hombre… Dijo… Dijo… Ya lo tengo. Dijo: son falsas, tontas, viejas, maleducadas y malvadas. —Sí, nadie le gana a Dryden. Falsas, tontas, viejas, maleducadas y malvadas. No hay peor falta de educación que ser descortés en una fiesta o en una recepción.

Un antiguo compañero de tripulación, Mowett, fue quien le había dado a conocer la cita, y su actual compañero, Maturin, le informó que esas palabras habían llegado a oídos del regente. Stephen se enteró por sir Joseph Blaine, el jefe del Servicio secreto de la Armada, quien, además, le confesó:

—Si pudiéramos saber quién estaba en la sala de backgammon en ese momento, tal vez podríamos poner un nombre al gusano de la manzana.

Había un gusano en la manzana. Algún tiempo atrás, dos espías al servicio de Francia muy bien situados, Ledward (del Ministerio de Hacienda) y Wray (del Almirantazgo) tramaron un plan para acusar de un delito a Jack Aubrey. Debido a que Wray conocía muy bien los movimientos de los oficiales de marina y Ledward los de los delincuentes, el plan se desarrolló tan bien que un jurado de Guildhall declaró a Jack culpable de fraude a la Bolsa y le condenó a pagar una multa, a que le pusieran en la picota y, por supuesto, a que le eliminaran del Boletín Oficial de la Armada. La acusación resultó ser falsa, y se demostró gracias a un espía enemigo que estaba descontento y delató a Ledward y a su amigo dando irrefutables pruebas de su traición; sin embargo, no habían arrestado a ninguno de los dos y se sabía que estaban en París. Blaine estaba seguro de que algún amigo muy influyente los protegía, probablemente un funcionario con un cargo permanente. Ese hombre (o tal vez un pequeño grupo), cuya identidad no habían podido descubrir ni Blaine ni sus colegas a pesar de todos sus esfuerzos, aún actuaba y aún podía ser muy peligroso. Como Wray había urdido el plan, en parte porque odiaba a Aubrey, era casi seguro que la influencia de su oculto protector estaba detrás del retraso y la desgana con que se habían acogido las propuestas favorables a Aubrey, obviamente inocente, hasta que fue elegido miembro del Parlamento.

—El gusano todavía está aquí —había dicho Blaine—. Es muy probable que esté en su cargo por ser muy distinguido y que tenga una relación no muy ortodoxa con Wray. Si por medio de un cuidadoso interrogatorio averiguáramos que un hombre distinguido con gustos ambiguos, algo que no puede esconderse a los sirvientes por mucho cuidado que se ponga, estaba en la sala de backgammon el viernes, podríamos identificarlo por fin.

—Así es —convino Stephen—, si admitimos que el único de los presentes que quería llevar chismes era el gusano en cuestión.

—Es cierto —replicó Blaine—, pero al menos eso podría indicarnos algo. De todas formas, le ruego que aconseje a su amigo discreción. Dígale que aunque el primer lord es un hombre honorable, quizá no pueda cumplir sus promesas porque la situación actual es muy complicada y es posible que le excluyan del Almirantazgo. También dígale que no se confíe demasiado y que se haga a la mar tan pronto como pueda, pues, aparte de las razones obvias, hay fuerzas ocultas que pueden perjudicarle.

* * *

Jack Aubrey tenía un mal concepto de la capacidad de su amigo para las matemáticas y la astronomía, y aún peor de su capacidad para la náutica. Además, la forma en que jugaba al billar, al tenis, el frontón y, sobre todo, al críquet, sería digno de desprecio si no inspirara lástima. Pero en medicina, lenguas extranjeras y política, Maturin podía compararse a todas las sibilas juntas más la bruja de Edmonton, la vieja Moore, Mamá Shipton y todas las deidades marinas. Stephen terminó de contárselo todo, diciendo: «Creen que sería conveniente que te hicieras a la mar muy pronto. Eso no sólo haría que los implicados en este asunto se enfrentaran con un hecho consumado sino que también, y perdóname que te lo diga, amigo mío, evitaría que te comprometieras aún más en un momento de descuido o a causa de alguna provocación». Jack le miró fijamente y preguntó:

—¿Crees que debería zarpar enseguida?

—Sí —respondió Stephen.

Jack asintió con la cabeza, se volvió hacia Ashgrove Cottage y con un vozarrón que, sin duda, podía oírse más allá de las doscientas yardas que lo separaban de ella, gritó:

—¡Eh, los de casa! ¡Eh, Killick!

Pero no era necesario que gritara tanto, porque Killick estaba detrás del seto, desde donde les escuchaba a hurtadillas, y después de una pausa prudente salió de allí. Stephen no se explicaba cómo un hombre tan alto y torpe podía haberse escondido detrás de un seto tan bajo y de tan poco espesor sin que le descubrieran. El campo de bolos recién preparado parecía el lugar ideal para hablar de asuntos confidenciales, el mejor aparte de la inhóspita y lejana colina. Stephen lo eligió a propósito, pero a pesar de que tenía experiencia en esas cosas no era infalible, y una vez más Killick le había burlado. Se consoló pensando que el sirviente escuchaba sin ningún propósito (lo mismo que el avaro ama el dinero por sí mismo, no como medio de intercambio) y que su deseo de proteger los intereses de Jack estaba fuera de duda.

—Killick —dijo Aubrey—, prepara el baúl para mañana al amanecer y di a Bonden que venga.

—Preparar el baúl para mañana al amanecer y decir a Bonden que venga a la bolera —repitió Killick sin cambiar lo más mínimo su pétrea expresión.

Pero después de alejarse un poco se detuvo, regresó a gatas al seto y les observó por entre las ramas. Como en el remoto pueblo donde había nacido Preserved Killick no había campos de bolos, pero sí una bolera, ése era el término que usaba con la obstinación que le caracterizaba.

Stephen pensaba que Killick tenía razón en usar ese término cuando caminaba con Jack de un lado a otro como si estuvieran en un alcázar con césped, pues, en realidad, aquel terreno se parecía tanto a un campo de bolos como el rosal de Jack Aubrey a algo plantado por un cristiano para su deleite. Aunque en un barco de guerra había marineros con habilidad para muchas cosas (por ejemplo, los seguidores de Set de la Surprise, con ayuda del armero y el carpintero, se habían construido un nuevo centro de reuniones de estilo babilónico con una cadena de eslabones dorados en forma de S en cada una de las paredes de mármol), en este caso, por lo que se veía, la jardinería no era una de ellas y, sin duda, la siega tampoco. En el campo se veían espacios en forma de media luna donde la hoja de la hoz había llegado hasta la tierra, otros que tenían poco césped y el borde amarillento y otros sin césped, y, al parecer, cuando los topos de la localidad habían visto esos espacios se habían animado a hacer sus montículos alrededor de ellos.

Estas reflexiones se desarrollaban en la superficie de su mente, pero en lo profundo de ella se agitaba una mezcla de sorpresa y consternación que no podía expresarse con palabras; sorpresa porque, pese a que creía conocer muy bien a Jack Aubrey, había subestimado la enorme importancia que daba a todos los detalles de este viaje, y consternación porque no pretendía que tomara sus palabras al pie de la letra. A Stephen no le convenía que Jack preparara su baúl para «mañana al amanecer» porque aún tenía que resolver muchos asuntos antes de hacerse a la mar, más de los que podía solucionar en los cinco o seis días de que pensaba disponer; sin embargo, por la forma en que había hablado, especialmente por lo que había dicho antes de la advertencia, no le parecía posible echarse atrás de manera razonable. Además, su capacidad de inventar era ahora muy reducida y le fallaba la memoria (si se hubiera acordado de que ya habían cargado en la fragata todas las provisiones para el largo viaje, no habría hablado con tono sentencioso). Tanto psicológica como anímicamente se sentía muy mal. Estaba descontento con su banquero y con las universidades a las que había querido donar dinero para fundar cátedras de anatomía comparada, y tenía hambre. Además, estaba enfadado con su esposa, que, con su voz cristalina, le había dicho: «Escúchame, bien, Maturin: si nuestro hijo tiene una expresión de malhumor y hastío como la que has traído de la ciudad, habrá que cambiarlo por otro con una más alegre».

En teoría podía decir: «La fragata no zarpará hasta que yo esté listo», porque, aunque pareciera absurdo, él era el dueño; sin embargo, no pensaba hacerlo, pues por la relación que existía entre Aubrey y él, de la teoría a la práctica había un gran trecho. Debido a su ansiedad y al aturdimiento que le causaba su malhumor, no se le ocurrió nada cuando Bonden llegó corriendo, se alquilaron los coches del Goat's y el George's y se enviaron mensajeros a Shelmerston, Londres y Plymouth; sin embargo, aunque hubiera hablado como los ángeles, ahora era demasiado tarde para retractarse de lo dicho sin perder la dignidad.

—¡Oh, Stephen! —exclamó Jack aguzando el oído para escuchar el reloj de la torre situada en el patio de la cuadra, una inmensa cuadra llena de caballos árabes propiedad de Diana—. Tenemos que ir a cambiarnos, servirán la comida dentro de media hora.

—¡Por Dios! —se quejó Stephen con un inusual tono malhumorado—. ¿Acaso nuestras vidas se tienen que regir por las campanadas tanto en tierra como en la mar?

—Querido Stephen —dijo Jack, mirándole con afecto, pero un poco sorprendido—, estamos en el reino de la libertad, ¿sabes? Si prefieres irte al cenador con un pastel de cerdo frío y una botella de vino, no te reprimas, pero yo no voy a molestar a Sophie, que quiere ponerse un hermoso vestido porque es nuestro aniversario de boda, o el de su madre. Además, vendrá Edward Smith.

Stephen tampoco quiso molestar a Diana. Últimamente ambos habían tenido más peleas de lo habitual, incluida una furiosa discusión sobre Barham Down. La propiedad era demasiado grande y solitaria para que viviera allí una mujer sola y la hierba no era apropiada para la cría de caballos (ella había visto retoñar la de los prados y sabía que era demasiado fina), aparte de que el terreno duro y accidentado podría destrozar sus delicados cascos. Ella prefería quedarse con Sophie y aprovechar las colinas que Jack no utilizaba para nada, cuya hierba sólo era superada por la de Curragh, en el condado de Kildare. Stephen le desaconsejó que montara a caballo mientras estaba embarazada y ella exclamó:

—¡Por Dios, Stephen, qué exagerado eres! Cualquiera pensaría que me consideras una preciada ternera. Vas a convertir a este niño en un terrible aburrimiento.

Stephen lamentaba mucho las discusiones, sobre todo desde que se convirtieron en agrias y acaloradas disputas, justo desde que se celebró realmente su matrimonio, el matrimonio por la Iglesia. Durante los anteriores años de convivencia habían tenido peleas, naturalmente, pero no fuertes, y nunca llegaron a levantarse la voz el uno al otro, ni se habían insultado ni habían roto muebles o platos. Pero el matrimonio había coincidido con la decisión de Stephen de abandonar la vieja costumbre de tomar opio, y a pesar de que era médico, hasta ese momento no se dio cuenta del efecto calmante que tenía, de cómo había relajado su cuerpo y su mente, y de cómo le había transformado en un marido inadecuado para una mujer como Diana. Su cambio de comportamiento, un drástico cambio (pues, cuando no estaba bajo el efecto del láudano tenía un temperamento ardiente), había beneficiado y hecho más profunda su relación. Eso era, con toda probabilidad, la causa de que discutieran acaloradamente, cada uno de ellos tratando de mantener su amenazada independencia, y era, con toda certeza, la causa de que existiera el niño. Cuando Stephen oyó los primeros latidos del corazón del feto, el suyo le dio un vuelco y sintió una alegría que nunca antes había experimentado y una especie de adoración por Diana.

Cuando Jack y él estaban a medio camino de la casa, por asociación de ideas dijo:

—Jack, con las prisas casi me olvido de decirte que en el paquebote que vino de Lisboa me llegaron dos cartas de Sam y otras dos que hacen referencia a él. Te envía en ambas afectuosos y respetuosos saludos. Me parece que le van muy bien las cosas.

Jack se puso rojo de satisfacción y respondió:

—Me alegra mucho saberlo. Es un chico muy bueno.

Sam Panda era hijo natural de Jack. Era tan alto como él y aún más robusto, y a pesar de ser negro como el ébano, se le parecía mucho, pues tenía sus mismos rasgos, su mismo porte y, al igual que él, aun siendo corpulento gesticulaba con elegancia. Le habían criado misioneros británicos en Sudáfrica y ahora tenía uno de los grados de las órdenes menores. Era sumamente inteligente, y, teniendo en cuenta su edad, tenía una brillante carrera por delante, pero sólo una dispensa le permitiría ordenarse sacerdote, pues sin ella ningún bastardo podía pasar del grado de exorcista. Stephen sintió simpatía hacia él desde que le conoció en las Antillas y usó en su favor la influencia que tenía en Roma y en otros lugares.

—Sin duda —convino Stephen en un tono que ya no parecía malhumorado—. Creo que lo único que se necesita ahora es el permiso del patriarca, que espero conseguir cuando hagamos escala en Lisboa.

—¿El patriarca? —preguntó Jack, riéndose—. ¿De verdad hay un patriarca en Lisboa? ¿Un patriarca vivo?

—Desde luego que hay un patriarca. ¿Cómo crees que la Iglesia portuguesa puede funcionar sin un patriarca? Incluso en las sectas más nuevas creen que los obispos y los arzobispos son necesarios. Cualquier niño sabe que hay y siempre habrá patriarcas en Constantinopla, Alejandría, Antioquia, Jerusalén, las Antillas, Venecia y, como he dicho, Lisboa.

—Me sorprendes, Stephen. Siempre creí que los patriarcas eran esos hombres muy viejos con barba hasta las rodillas y larga túnica que vivieron en la antigüedad, como Abrahán, Matusalén, Anquises y otros. ¡Pero todavía hay patriarcas por ahí, ja, ja, ja!

Se rió tan alegremente y con tantas ganas que no era posible que Stephen mantuviera la expresión de enfado.

—Discúlpame, Stephen. No soy más que un marino ignorante, ¿sabes? No es mi intención faltarte al respeto. ¡Patriarcas! ¡Oh, Dios mío!

Entonces llegaron al camino de grava.

—Me alegra mucho lo que me has dicho de Sam —continuó Jack con una expresión más seria y no tan alto—. Se merece progresar después de haber estudiado tanto latín y griego y probablemente también teología, aunque no es un ratón de biblioteca. Debe de pesar unas 240 libras y es fuerte como un buey. Me escribe cartas muy amables y discretas, quiero decir, diplomáticas, bueno, ya me entiendes. Cualquiera puede leerlas. Pero, Stephen —añadió, bajando aún más la voz cuando subían la escalera—, no hace falta que menciones esto, a menos que lo creas oportuno, claro.

A Sophie le agradaba Sam, y aunque la relación del muchacho con su esposo era obvia, ella no le había hecho reproches, pues verdaderamente no tenía motivos para sentirse ofendida porque le había engendrado mucho antes de conocerla a ella. Además, Sophie no solía indignarse. Jack le estaba profundamente agradecido por eso y se sentía culpable cuando pensaba en Sam, pero no estaba obsesionado con esa idea y ahora tenía que ocuparse de un problema completamente diferente.

Cuando entró en el salón con el pelo recién empolvado y una elegante chaqueta de color escarlata, ya no quedaba rastro de culpabilidad en su expresión ni en su tono de voz. Miró el reloj, vio que aún faltaban cinco minutos para que llegaran los invitados y anunció:

—Señoras, siento comunicarles que el tiempo que vamos a permanecer en tierra se ha reducido. Embarcaremos mañana y nos haremos a la mar a mediodía, en cuanto cambie la marea.

Ellas protestaron enseguida con gritos discordantes. Dijeron que no debían irse, que esperaban que se quedaran seis días más, que no era posible que su ropa interior estuviera preparada… Sophie le preguntó si había olvidado que el jueves esperaban al almirante a cenar y que el día 4 era el cumpleaños de las niñas. Incluso la señora Williams, a quien la pobreza y la edad habían convertido en una persona digna de lástima, vacilante, temerosa de ofender o de no parecer comprensiva, cortés y obsequiosa con Jack y Diana (y, por todo eso, casi irreconocible por quienes la habían conocido cuando hablaba con seguridad en sí misma y malevolencia), incluso ella, recobrando un poco de su antiguo ardor, dijo que el señor Aubrey no podía irse tan deprisa.

Stephen llegó al salón y se quedó de pie en la puerta, y enseguida Diana se acercó a él. A diferencia de Sophie, no estaba bien arreglada, en parte porque estaba molesta con su esposo y en parte porque decía que las mujeres con el vientre grande no podían estar elegantes. Cogió a Stephen por el chaleco y preguntó:

—Stephen, ¿es verdad que te vas de viaje mañana?

—Si Dios quiere —respondió Stephen, mirándola con recelo.

Ella salió del salón y todos oyeron cómo subía los escalones de dos en dos, como un niño.

—¡Oh, Sophie, llevas un espléndido vestido! —exclamó Stephen.

—Es la primera vez que me lo pongo —dijo ella con una tímida sonrisa y las lágrimas asomando a sus ojos—. Es del terciopelo de Lyon que tú amablemente…

Llegaron los invitados: Edward Smith, un compañero de tripulación de Jack en tres misiones y ahora capitán del Tremendous, un navío de setenta y cuatro cañones, y su hermosa esposa. Hablaron mucho, como suelen hacerlo los viejos amigos, y en medio de la conversación entró con sigilo Diana, vestida con un traje de seda azul, el color que más resalta la belleza de una mujer morena y de ojos azules, que la cubría de la cabeza a los pies. Además llevaba colgando en el pecho un inmenso diamante de color azul más intenso. Quería entrar sin llamar la atención, pero la conversación cesó y la señora Smith, una sencilla dama provinciana que estaba hablando desde hacía rato de gelatina, miró boquiabierta el colgante azul, que no había visto nunca.

El silencio fue conveniente para Killick, que desempeñaba la función de mayordomo en tierra y se había refinado y, aunque sabía que no podía indicar el comedor con el pulgar a la vez que decía «Ya está la comida» como hacía en los barcos, no estaba seguro de cuál era la forma correcta de decirlo. Entró detrás de Diana y, en tono vacilante y en voz tan baja que no se podría haber oído si hubiera habido un poco de ruido, anunció:

—La cena está en la mesa, señor. Por aquí, señoras, por favor.

Fue una buena cena al estilo inglés, una cena de dos platos que incluían cinco alimentos diferentes, pero no los que Sophie habría mandado preparar si hubiera sabido que esa era la última cena de Jack en casa en mucho tiempo, aunque al menos mandó sacar el mejor oporto que tenían en la bodega. Y cuando las elegantes mujeres dejaron solos a los hombres, ellos empezaron a beberlo.

—Cuando los hombres hacen un buen oporto y los mejores tipos de clarete y de vino de Borgoña, actúan con sensatez —dijo Stephen, mirando la vela a través de la copa—. En casi todas las demás actividades no se ve más que estupidez y caos. ¿No le parece que en el mundo domina el caos, señor?

—Sí, sin duda —respondió el capitán Smith—. Hay caos en todas partes menos en un barco de guerra bien gobernado.

—Hay caos en todas partes. Nada podría ser más sencillo que dirigir un banco. Uno recibe dinero, apunta la cantidad, y cuando da dinero, apunta la cantidad; y la diferencia entre las dos sumas es el balance de la cuenta del cliente. Pero, ¿puedo hacer que mi banco me diga mi balance, conteste mis cartas y siga mis instrucciones enseguida? No. Cuando voy a hablar de un asunto me hundo en el caos. La persona a quien quiero ver está pescando salmones en el Tweed, cerca de su pueblo natal; los papeles se han extraviado o no están a mano; allí nadie sabe hablar portugués ni entiende la manera de negociar de los portugueses; me recomiendan que concierte una cita para dentro de quince días. No digo que sean deshonestos, aunque no me gusta el adeudo de cuatro peniques por gastos inexplicables, pero sí que son incompetentes y no saben por dónde navegan. Dígame, señor, ¿conoce a algún banquero que realmente entienda su negocio? ¿Algún Fugger moderno?

—¡Oh, Stephen, por favor! —exclamó Jack, que temía que su invitado se ofendiera.

A Edward Smith y a su hermano Henry, hijos de un pastor evangélico a quien ambos admiraban mucho, les llamaban Luces Azules en la Armada (porque rezaban en el barco todos los días y dos veces los domingos), y aunque su combatividad atenuaba un poco la connotación religiosa de esas palabras, todos sabían que les molestaba oír groserías y blasfemias. Los dos hermanos, al margen de que les llamaran Luces Azules o no, habían sido muy amables con él tras la reciente desgracia, a riesgo de perjudicar su carrera naval.

—Me refiero a los Fugger, señor Aubrey —continuó Stephen, mirándole con indiferencia—. Los Fugger, repito, eran una distinguida familia de banqueros alemanes en tiempos de Carlos V, la clase de personas que entendían su negocio.

—¡Oh, no lo sabía! Tal vez entendí mal la pronunciación. Discúlpame. De todos modos, el capitán Smith es hermano del caballero de quien te hablé, el que va a abrir un banco cerca de aquí; es decir, otra oficina, pues tiene muchas por todo el condado y, naturalmente, una en la ciudad. También conoces a su otro hermano, Henry, que está al mando del Revenge y se casó con la hija del almirante Piggot. Son una familia de marinos. El pobre Tom también sería un marino si no fuera por su cojera, pero estoy seguro de que su banco será estupendo. Voy a transferir una considerable parte de mis fondos al banco de Tom Smith porque estará bastante cerca. En cuanto a tu banco, Stephen, no me gustó ver al joven Robin perder quince mil guineas en una sesión en Brook's.

—No voy a alabar el banco de mi propia familia —intervino el capitán Edward Smith—, pero al menos puedo asegurar que Tom no permite el caos, o lo evita hasta donde es posible en los asuntos terrenales. Las cartas que llegan se contestan el mismo día, el gasto de cuatro peniques no pasa desapercibido y los billetes de Tom los cambian en todo el país, incluso en Escocia, tan fácilmente como los del banco de Inglaterra.

—También juega muy bien al críquet, a pesar de la pierna —explicó Jack—. Cuando batea, un hombre corre por él, y es capaz de batear curvas diabólicas. Lo conozco desde que era niño.

—Discúlpeme, señor, por no haberle reconocido antes —dijo Stephen—. Tuve el placer de ver a su hermano con frecuencia a bordo del Revenge, y si no hubiera estado tan aturdido, habría notado inmediatamente el parecido.

El parecido era, ciertamente, extraordinario, y cuando pasaron al salón, Stephen reflexionó sobre el grado del parecido familiar. En este caso, los dos hermanos eran de la clase de oficiales de marina que a Stephen más le gustaban. Los dos eran guapos, tenían la cara curtida por los elementos y una expresión siempre amable, nunca temerosa, ni orgullosa ni sombría, como la de algunos oficiales. Sus rasgos eran muy similares y, además, Edward movía la cabeza exactamente como Henry y tenía su misma risa franca.

La señora Williams se volvió hacia él buscando ayuda.

—Seguramente usted, señor, que conoce al señor Aubrey desde hace tanto tiempo, podrá hacerle comprender que no está bien marcharse tan deprisa, porque el cumpleaños de las niñas está cerca y el Parlamento reanudará las sesiones dentro de poco.

—Bueno, señora —respondió con la misma risa y el mismo movimiento de cabeza—, aunque me encantaría poder servirla, me temo que eso es algo que no está en mis manos.

Tampoco en las de los demás. Cuando Jack Aubrey hablaba en el tono de voz que usaba en la Armada, Diana y Stephen sabían perfectamente que podía marcharse y se marcharía deprisa. Especialmente Stephen le había visto hacerlo con frecuencia. Cuando se podía obtener alguna ventaja en la mar por no perder ni un minuto, cuando había que escapar, perseguir al enemigo o entablar una batalla, los barcos bajo el mando de Jack Aubrey podían levar anclas y zarpar de repente sin hacer señales a las lanchas para que regresaran y, por tanto, dejando en tierra a marineros de permiso, provisiones e incluso el sagrado café; y, naturalmente, dejando sin cumplir obligaciones sociales. Stephen sabía que nada podría cambiar las cosas, lo sabía desde hacía tiempo. Ésa era la razón por la que se encontraba ahora en el alcázar de la Surprise, mirando distraídamente hacia el mar, víctima de su propia enfática persuasión.

Otros cinco o seis días les hubieran facilitado mucho las cosas. No obstante eso, Jack estaba mucho más seguro en la mar, pues la apertura del Parlamento estaba al caer y era posible que cometiera otro error o que la influencia negativa que tenían sobre él siguiera actuando, tanto por provocación a través de un tercero como por pura invención. Después de todo, Stephen se alegraba de estar en la mar. Sus asuntos aún no estaban resueltos, pero Jack había acordado con el contador que zarparía de Plymouth y subiría a la fragata frente a Eddystone, y Standish traería muchas cosas, incluyendo cartas, y el capitán del cúter que lo transportara se llevaría también cartas. Además, iban a hacer escala en Lisboa. A pesar de todas esas desventajas (que afectaban aún más su ánimo, exacerbado por la falta de su bálsamo habitual aunque fuera una insignificancia), había empezado el gran viaje que él y Martin, como naturalistas, tanto ansiaban hacer, un viaje mucho más importante para Maturin desde el punto de vista del espionaje. En las colonias de Suramérica había grupos partidarios de los franceses y de la esclavitud, y Stephen se oponía a los franceses, es decir, a la política imperialista de Bonaparte, lo mismo que a la esclavitud, que odiaba con toda su alma; tanto como odiaba otras formas de tiranía, como, por ejemplo, la de los castellanos en Cataluña.

Otros compañeros de tripulación de Jack Aubrey, sobre todo los que habían viajado con él desde que se puso al mando de sus primeros barcos, también estaban acostumbrados a zarpar de repente. No les desconcertó que la fragata zarpara de Shelmerston con un montón de cabos colgando, botes de pintura abiertos en el alcázar, una parte de la franja negra de un costado borrada y la otra llena de brea y hollín, ni que la ropa de los oficiales aún la estuvieran lavando en tierra; pero eso les afectaba físicamente, pues debían transformar en orden aquella confusión impropia de buenos marinos sin perder un momento. Ahora tenían el cabo Penlee por popa, todos los oficiales estaban en la cubierta y casi todos los tripulantes se encontraban allí también, muy ocupados. Pero no estaban molestos ni sorprendidos, pues los marineros veteranos, hombres muy bien informados, sabían que Jack Aubrey casi nunca se hacía a la mar tan deprisa a menos que tuviera cierta información secreta («¿Quién se la daría, compañero? ¿Quién?», preguntaba el más viejo y el mejor informado de todos dando palmaditas en la nariz a los otros) sobre un barco enemigo o una magnífica presa que podrían capturar en pocos cientos de millas a la redonda. Por ese motivo, todos hacían sus tareas con más celo y rapidez de los que la simple devoción conllevaba.

Tom Pullings era un hombre que merecía el grado de capitán de navío por sus acciones, pero sólo era un capitán de corbeta de la Armada, que, como muchos con ese grado, no tenía un barco bajo su mando. Ahora viajaba otra vez como voluntario y se encontraba en el alcázar con el capitán. Davidge estaba en el combés con el carpintero y un gran grupo de fuertes marineros colocando las numerosas lanchas de la fragata; West y el contramaestre se encontraban en el castillo aparentemente jugando con un montón de cabos, mientras otros expertos marineros estaban situados por encima de ellos o a su alrededor, incluso fuera de la borda, y cada uno estaba concentrado en hacer su trabajo.

Todos estos oficiales habían estado a bordo de la Surprise en el último y sumamente afortunado viaje, que era sólo un viaje de prueba en aguas territoriales para prepararse para la larga travesía que emprendían, y que resultó un éxito. Davidge y West estaban allí principalmente por lealtad a Aubrey, pero también porque querían tener mejor suerte (los dos tenían grandes deudas que pagar con el dinero del botín) y porque en la Armada todos sabían que a Aubrey le iban a rehabilitar tarde o temprano, y ambos confiaban en que ellos también volverían a ser incluidos en el Boletín Oficial de la Armada. La principal motivación de Pullings era su devoción por Jack, aunque también el mal genio que tenía la señora Pullings (increíble para quienes la habían conocido varios años atrás, cuando era una tímida joven de pueblo y antes de tener sus cuatro robustos hijos), quien le preguntaba cada vez con más frecuencia por qué no tenía un barco cuando tontos como Willis y Caley los habían conseguido enviando cartas al Almirantazgo, aunque no bien escritas ni con buena ortografía, para insistir en su petición.

Un sentimiento muy parecido había atraído y mantenido a bordo a muchos seguidores de Jack Aubrey, es decir, sus seguidores en su carrera naval, como su timonel, los tripulantes de su falúa y su despensero. Además, tenía muchos otros: un considerable número de marineros que habían navegado con él durante esta guerra y en parte de la anterior, como el viejo Plaice y sus primos y un tipo llamado Davies el Torpe, un hombre temible, lerdo, malhumorado, violento y borracho, que le había acompañado en un viaje tras otro a pesar de lo que él dijera o hiciera. Otra motivación de esos hombres era estar en un barco de guerra gobernado como uno de la Armada, pues para ellos ésa era su forma de vida natural, tan natural como llevar pantalones anchos y cómodos jerséis de lana. Usar chaquetas en tierra para asombrar a sus amigos y a sus parientes era agradable, y también lo era hablar y chillar por las calles de Gosport o pasear haciendo tonterías de Wapping a la Torre de Londres, pero, aparte de esa diversión, la tierra les servía principalmente para conseguir provisiones que llevarse a la mar, no era un lugar donde realmente pudieran vivir. Además, a lo que estaban acostumbrados era a navegar y les gustaba hacer lo que conocían; llevar una vida normal, sin cambios de ningún tipo, sin que nada interfiriera en la sucesión de carne de cerdo salada los domingos y jueves, carne de vaca salada los martes y sábados y queso y pescado, con todas las variedades que el mar ofrecía, los demás días.

Ese apego a la fragata y a su capitán y la ordenada vida marinera no era igual en todos los tripulantes. Algunos marineros llegados recientemente, durante el viaje que la Surprise realizó por el Báltico, veneraban sobre todo las riquezas. Eran marineros de primera (de lo contrario no estarían a bordo), pero todavía no formaban parte de la tripulación. Los auténticos tripulantes de la Surprise, los hombres que habían navegado en ella desde tiempos inmemoriales, y los marineros de Shelmerston, que habían luchado en las dos últimas batallas, miraban a esos hombres de Orkney con recelo, y Jack aún no había encontrado el modo de solucionar esa situación.

Cuando Jack miró el cataviento notó que la intensidad del viento había disminuido bastante, y por el aspecto del cielo parecía que continuaría disminuyendo al menos hasta la puesta de sol. El castillo y los pasamanos ya estaban despejados, así que después de reflexionar durante una larga pausa, dijo:

—Capitán Pullings, creo que por fin podemos envergar la verga velacho.

Como habían zarpado repentinamente y antes de lo esperado, los marineros de los dos turnos de guardia estaban mezclados y hacían tareas muy diferentes de las que solían realizar y la mayoría de los hombres de Orkney se encontraban en el castillo alrededor de su líder, Macaulay. Pullings dio las órdenes en voz alta y clara; el contramaestre llamó a todos según el método empleado en la mar; e inmediatamente los marineros que estaban en el castillo, encabezados por Macaulay, cogieron las betas.

Hubo un breve silencio y después, tirando del cabo con toda su fuerza, empezó a cantar: «Heisa, heisa…». Y sus compañeros cantaron al unísono:

Heisa, heisa,

vorsa, vorsa,

vou, vou.

Un solo tirón.

Más fuerza.

Sangre joven.

¡Ja, ja ja!

El tono y el ritmo de su canto eran desconocidos para Jack, y la última frase, que cantaron en voz de falsete cuando los motones chocaron, le llenó de asombro.

Miró hacia la popa, donde generalmente Stephen se encontraba inclinado sobre el coronamiento mirando la estela, pero Stephen no estaba.

—Supongo que el doctor se ha ido abajo —aventuró—. Le habría gustado esto. Podríamos repetir la maniobra y pedirle que venga a la cubierta.

—Dudo que venga pronto —respondió Pullings en voz baja—, pues tiene delante tantos papeles como si fuera a pagar los gastos de un navío de primera clase y acaba de soltarle un bramido al señor Martin.

Por lo que se refería a la devoción, Nathaniel Martin la sentía por Maturin, no por Aubrey, y le dolió que Stephen le hablara con irritación, una irritación que rara vez había visto en él, pero que parecía aumentar cada vez más. Sin duda, en esta ocasión había una excusa, pues a causa de un bandazo Martin había ido tambaleándose de una silla a otra, mezclando cuatro montones de papeles cuidadosamente separados y derramando en la cabina una poción que cubría el suelo como una alfombra blanca.

El hecho de que estuvieran allí se debía a que el gobierno británico no era el único que deseaba cambiar la situación en las colonias españolas y la portuguesa en Suramérica, ya que los franceses pensaban hacer lo mismo. Mucho antes de que las autoridades de Londres intentaran establecer contacto con los rebeldes de Chile, Perú y otros lugares, los franceses habían desarrollado sus planes, más ambiciosos (y más ampliamente conocidos), hasta el punto de estar listos para ejecutarlos. Habían equipado una nueva fragata para escoltar mercantes aliados y, sobre todo, balleneros por el Atlántico sur y al mismo tiempo llevar espías que desembarcarían en la costa de Chile con armas y dinero. Esa fragata, la Diane, era la que Jack había sacado del puerto de Saint Martin justo antes de que zarpara, y en ella se habían encontrado todas las instrucciones y la información de los espías franceses, la valoración de la situación local por todos los enlaces, así como los nombres de los simpatizantes de los franceses y de los hombres cuya lealtad había sido o podía ser comprada. Todo eso estaba cifrado según cuatro claves distintas, y Martin había mezclado los cuatro grupos además de otros papeles situados debajo que estaban relacionados con los asuntos privados de Maturin: las cátedras universitarias, las rentas anuales, los pagos y otras cosas. Ahora había que clasificar de nuevo los documentos franceses y luego descifrarlos, estudiarlos, aprenderlos de memoria y quizá también cifrar los puntos más fáciles de olvidar, según otra clave, para tenerlos como referencia en el futuro. Generalmente, gran parte de su trabajo lo llevaba a cabo el departamento de sir Joseph, pero, en este caso, él y Stephen habían acordado que sólo ellos se ocuparían de esos papeles.

Martin se fue al sollado, donde a la luz de un farol terminó de anotar en un libro los medicamentos de la fragata y etiquetó las cajas y los frascos que contenía el botiquín, un nuevo botiquín de gran tamaño con dos cerraduras.

Luego revisó los instrumentos quirúrgicos: sierras, retractores, tenáculos, mordazas y cadenas forradas de piel. Después revisó grandes cantidades de otros artículos, como bolsas de sopa deshidratada, envasadas en cajas de madera con treinta y seis unidades cada una, zumo de lima y de limón, yeso de París para curar miembros rotos al estilo oriental (el método predilecto del doctor Maturin) y paquetes de hila, cada uno marcado con una gran flecha. Cuando estaba observando la última (que ya las ratas habían atacado), Stephen se reunió con él.

—Creo que todo está en orden —dijo Martin—, pero no he podido encontrar más que un frasco de un cuarto de galón de láudano en vez de las numerosas garrafas de cinco galones que solíamos tener.

—Sólo hay ese frasco de un cuarto de galón —explicó Stephen—. Decidí no usarlo más, salvo en caso de emergencia.

—Era su panacea —observó Martin, pero enseguida se puso a pensar en los hombres que estaban arreglando su casa, en la posibilidad de que estuvieran reparando el techo ahora, cosa que dudaba, y en que mandaría una nota al señor Huge con el capitán del cúter de Plymouth.

—No soy más susceptible de fallar que Paracelso, que usó antimonio durante muchísimos años —sentenció Stephen—. Creo que causa serios inconvenientes tener tanto láudano a mano.

—Sí, sí, por supuesto —repuso Martin, llevándose la mano a la frente—. Discúlpeme.

En efecto, causaba serios inconvenientes. Padeen, el sirviente irlandés de Stephen, que era también su ayudante y estaba con frecuencia en la enfermería y entre los medicamentos, era adicto al láudano, la tintura de opio. Stephen lo había descubierto tarde e hizo lo que pudo, pero no lo suficiente, y ahora estaba incapacitado para el trabajo. Padeen abandonó la fragata cuando hizo escala en Leith, y como no pudo conseguir opio por los medios apropiados (era analfabeto, apenas comprendía el inglés y lo único que conocía de la substancia era el nombre de tintura), lo consiguió por la fuerza, metiéndose en una farmacia de noche y probando preparados hasta que lo encontró.

Eso ocurrió en Edimburgo y Stephen no se enteró de nada hasta el final, pero el abogado defensor escocés, a pesar de su talento, no pudo ocultar el hecho de que aquél era un grave delito y que el corpulento y salvaje papista era el culpable. Padeen fue sentenciado a muerte, y Jack Aubrey tuvo que usar toda su influencia como representante de Milford para que conmutaran la pena de muerte en la horca por la deportación. A Padeen le enviaron con cientos de hombres más en un convoy a Botany Bay, pero al menos llevaba una recomendación del doctor Maturin para el cirujano del barco y el jefe médico de la colonia y, además, una de sir Joseph Banks para el gobernador de Nueva Gales del Sur.

—Discúlpeme —volvió a decir Martin—. ¿Cómo pude pensar…?

Un grito en la cubierta, el lejano estrépito de pasos rápidos, la perceptible rotación de la cubierta y la paulatina desaparición de los numerosos ruidos de un barco en movimiento le salvaron de aquel momento vergonzoso.

—Se ha detenido —aventuró.

—Se ha puesto en facha —le corrigió Stephen—. Vamos arriba, pero antes cerremos el botiquín y apaguemos la luz.

Subieron con agilidad por las oscuras y conocidas escalas (al menos en esto actuaban como marineros) y cuando salieron, la brillante luz del sol les hizo parpadear. A una milla al noroeste estaba el cabo Eddystone. Frente a él había cuatro navíos de línea navegando de bolina con destino al estrecho Sound, y detrás la tierra estaba envuelta en una espesa niebla.

—¿No está sorprendido, doctor? —preguntó Davidge, el oficial de guardia.

—¡Por supuesto! —respondió Stephen, mirando hacia el faro, que tenía un halo de gaviotas y la base rodeada de espuma—. Es una de las más hermosas torres imaginables.

—No, no —dijo Davidge—. Las cubiertas, los objetos de latón, las vergas, todo está listo para la inspección de un almirante.

—Nunca he visto nada más limpio y ordenado —sentenció Stephen, mirando todavía el faro.

En ese momento vio un cúter que obviamente avanzaba en dirección a la fragata y hacía y recibía señales de ella.

—¡Gracias a Dios que tengo mis cartas preparadas! —gritó, y bajó corriendo a su cabina.

Cuando logró encontrarlas y subió con ellas, los gritos habían reemplazado a las señales. Entonces oyó que decían al capitán del cúter que lo abordara con la fragata por el costado de babor para que pasaran los paquetes primero.

—Te dije que voy a tratar de llevar a cabo una serie de observaciones para Humboldt, ¿verdad? —preguntó Jack, interrumpiendo su conversación con el capitán—. Una serie de observaciones por todo el Pacífico. En una de esas cajas hay una brújula que se usa verticalmente, y también un delicadísimo higrómetro que él inventó, el mejor compás para medir el acimut que he tenido, un cronómetro de Ginebra y algunos termómetros graduados por Ramsden. El capitán dice que cualquiera puede traerlas en un bolsillo, pero yo sólo me fío si usan un motón. Bueno, aquí tienes el correo.

El cúter se abordó con la fragata y el señor Standish, el nuevo contador, sonrió a sus amigos.

—Ahora siéntese ahí, señor, y quédese tranquilo mientras suben los paquetes a bordo —le recomendó el capitán, acercándole a un rollo de cabos.

La saca de correo llegó primero, y Jack, revolviendo su escaso contenido, anunció:

—Un montón de cartas para ti, doctor, y un paquete tan pesado como uno de los pudines de pasas de las niñas. Me alegra decirte que tiene los portes pagados.

La siguieron numerosas cajas pequeñas, el violín del señor Standish y un objeto que parecía un catalejo, pero que era una carta marina enrollada donde Humboldt había marcado la temperatura máxima y mínima de una vasta extensión de mar. Todo fue colocado sucesivamente en una red enganchada a un motón que colgaba de un peñol y los marineros la subieron y la bajaron despacio al ritmo de los tradicionales gritos de los tripulantes que habían sido miembros de la Armada real, lo más parecido a un cántico (sin contar el sonido de la bolina).

El piloto desenganchó la red y agitó el brazo en el aire. El capitán se volvió hacia Standish y dijo:

—Ahora, señor, por favor.

Entonces le guió hasta el costado, le ayudó a subir a la borda y a mantener el equilibrio agarrándose a un obenque.

—Salte a la escala de ellos cuando el cúter suba con las olas —le indicó—. Salte antes de que vuelvan a bajar.

Con un bichero acercó el cúter a la fragata tanto como era posible en el agitado mar y justo por debajo de la escala.

Como la Surprise tenía un cargamento de provisiones para un largo viaje, estaba bastante hundida en el agua, pero, a pesar de eso, una parte del costado de unos doce pies quedaba por encima del nivel del mar. Aunque anchos, los escalones eran muy finos, y Stephen y Martin, que estaban junto a un puntal, se inclinaron hacia afuera justo por encima de él para darle consejos. Standish era el único tripulante de la fragata que sabía menos de la mar que ellos (no había dejado la tierra nunca) y no les molestaba compartir sus conocimientos.

—Piense que debido a la inclinación de los costados hacia dentro, o sea, el recogimiento de costados, como le llamamos nosotros, la escala no es vertical, como parece. Además, cuando la fragata se balancea de modo que se separa más de usted, es decir, cuando puede usted ver las placas de cobre, el ángulo es más conveniente.

—Lo importante es no vacilar —le animó Martin—. Hay que saltar con decisión en el momento adecuado y el impulso le hará subir enseguida. El impulso, lo que importa es el impulso.

Las dos embarcaciones siguieron abordadas y balanceándose en el mismo lugar durante un rato.

—¡Salte, salte! —gritó Martin la tercera vez que el cúter subió con las olas.

—¡Espere! —exclamó Stephen, subiendo la mano—. ¡Esta subida no es adecuada!

Standish se relajó otra vez y respiró profundamente.

—¡Vamos, señor! —dijo el capitán con impaciencia cuando el cúter subió otra vez.

Standish midió la distancia con la vista y dio un salto que parecía un movimiento convulsivo, pero hizo un cálculo exagerado del tamaño de la franja de agua y chocó con fuerza contra el costado, no alcanzó los escalones y cayó al mar. El capitán viró enseguida para evitar que quedara aplastado entre el cúter y la fragata. Luego Standish salió a la superficie escupiendo agua y el capitán intentó engancharle con el bichero, pero en vez de cogerle por el cuello, le abrió el cuero cabelludo. Standish volvió a hundirse, y el cúter, que ya no estaba unido a la Surprise, viró la proa en la dirección del viento.

—¡No sé nadar! —gritó el capitán.

Jack levantó la vista de su higrómetro, su cronómetro y sus otras cosas tan preciadas y comprendió inmediatamente la situación. Entonces se quitó la chaqueta, saltó por encima del costado y se tiró al agua. Cuando el contador volvió a salir a la superficie, ya sin respiración, le agarró y le arrastró unas cuatro brazas, hasta donde el agua era muy oscura. Mientras, hubo tiempo para recoger cabos y tirar uno con un lazo para que cuando Jack, que era sumamente hábil, sacara la cabeza de Standish del agua, los marineros pudieran llevarlo a bordo y él subir tranquilamente la escala.

Encontró a Standish sentado en la base de una carronada y jadeando mientras los doctores examinaban su herida.

—No es nada —les tranquilizó Stephen—. Sólo una herida superficial. El señor Martin se la coserá en un santiamén.

—Le estoy muy agradecido, señor —dijo el contador, a quien le salía bastante sangre de la herida, y se puso de pie.

—Mi querido amigo, le ruego que no piense en eso —dijo Jack, estrechando su mano ensangrentada.

Entonces se inclinó sobre la borda y, mirando hacia el capitán, que viraba en contra del viento, gritó:

—¡Todo bien!

Bajó corriendo a la cabina, donde Killick, furioso, le esperaba con una toalla, una camisa y unos pantalones secos.

—Y aquí tiene los calzoncillos de lana, señor —dijo—. Volvió a hacerlo. Bueno, siempre lo hace, pero esta vez se morirá si no se pone los calzoncillos de lana. ¿Quién ha visto meterse desnudo en las aguas de Eddystone? Son peores que las del polo norte, mucho peores.

A Standish le habían bajado para darle los puntos bajo una luz adecuada. Los marineros de la proa, que estaban quitando su sangre de la cubierta, el costado y la carronada, no tenían muy buena opinión del contador.

—¡Qué principio! —exclamó Davies el Torpe, quien, como muchos otros tripulantes de la Surprise, había sido rescatado por Jack Aubrey, pero le molestaba compartir esa distinción—. Nada podría traer peor suerte.

—Ha arruinado los estupendos pantalones del capitán con su horrible sangre —observó un marinero del castillo—, porque nunca se quita.

—Y ahora está mareado —comentó el viejo Plaice.

—El señor Martin le está atendiendo abajo.

Standish había perdido su gesto extremadamente amable y agradecido y ahora daba arcadas. Jack regresó al alcázar y dijo a Stephen:

—Déjame enseñarte mi espléndido higrómetro. Aquí, a los lados del estuche, están las cuchillas de repuesto, como puedes ver. Es extraordinario y muy sensible, mucho más que los que tienen hueso de ballena. ¿Quieres soplar encima? Es una suerte que el pobre Standish no lo trajera en el bolsillo, pues eso podría haber mojado su interior.

Se rió de buena gana, le enseñó a Stephen el cronómetro y luego le condujo hasta el coronamiento, donde aprovechó para contarle:

—Quisiera que hubieras estado aquí hace un momento. Los marineros de Orkney cantaron de forma sorprendente. No les había oído nunca, pues estaba atendiendo a la carga de la fragata y a la colocación de las placas de cobre y los gavietes mientras ellos trabajaban en la bodega. Creo que antes de volver a ganar velocidad cantarán otra vez y me gustaría que me dijeras qué piensas de su ritmo.

La Surprise aún estaba en facha, aunque el cúter no era más que una mancha más allá de Eddystone y los navíos de línea habían cambiado de rumbo para dirigirse al estrecho Sound. Muchos lanzaban una mirada inquisitiva al capitán, que en ese momento avanzó hacia la proa y dijo:

—Señor Davidge, no me gusta cómo está colocada la verga velacho. Por favor, ordene que la ajusten un poco más. Luego haremos rumbo al suroeste cuarta al sur y ganaremos velocidad desplegando la juanete. Me gustaría que Macaulay y sus compañeros hicieran las maniobras. —Tras una pausa, añadió—: Con ayuda de la guardia de popa.

Se oyeron los habituales gritos, pitidos y rápidos pasos y, al cabo de un rato, la extraña canción:

Heisa, heisa,

vorsa, vorsa,

vou, vou.

Un solo tirón.

Más fuerza.

Sangre joven.

¡Ja, ja ja!

—Es probable que la aprendieran en las islas Hébridas —aventuró Stephen—. No es muy diferente de los cantos marineros de esa zona ni de los que he oído al oeste de Irlanda, en Belmullet, donde viven los falaropos.

Jack asintió con la cabeza. Notó que los extraños gritos cambiaron y que los marineros se esmeraron tanto que los motones no chocaron. Pensó en hablar más tarde con Stephen y preguntarle si opinaba que ésa era una deformación del gaélico o el noruego, aunque, en cualquier caso, consideraba que tenía una extraña belleza. Ahora tenían que desplegar la juanete de proa.

Más órdenes, más pitidos, más pasos rápidos. Los marineros subieron a la jarcia corriendo. Se oyó el grito: «¡Largar, largar!», y la juanete se extendió con estruendo. Unos marineros cazaron las escotas y los de Orkney cogieron las drizas. La vela se fue hinchando y tensando a medida que se movía la verga y entretanto los hombres cantaban:

Con viento en popa, con viento en popa,

mande Dios, mande Dios,

buen tiempo, buen tiempo,

y un montón de presas, y un montón de presas.

Por lo general a los marineros de la Surprise no les gustaban los cánticos, pero éste les gustó mucho, sobre todo por su sentimentalismo. La fragata avanzaba cada vez más rápido rumbo al suroeste cuarta al este y todos los que estaban en el alcázar repitieron:

Y un montón de presas, y un montón de presas.