Capítulo 4
Jack Aubrey respondió que sí, como Stephen sabía que haría, aunque después de pasar once horas interrogándose a sí mismo con ansiedad y con el corazón encogido. Y cuando la Surprise se alejaba navegando por el Tajo, con los tripulantes desanimados, decepcionados y, en algunos casos, afligidos, la miró con tristeza y con sentimiento de culpa. Algunos tripulantes se enfadaron al principio y muchos dijeron que sabían que aquel viaje era desafortunado, sin embargo, ninguno aceptó la oferta de Jack de darles la paga que les correspondía y pagarles el viaje de regreso a su país. Pero les consoló saber que el capitán se iba en la Diane, la embarcación que ellos mismos habían capturado, y que las dos fragatas iban a reunirse en algún momento, de lo que tenían la certeza porque sus botellas de vino, su ropa de invierno y numerosas cajas de madera con los libros del doctor se quedaban a bordo.
La partida fue dura no sólo para los marineros sino también para los oficiales. Pullings veneraba a Jack y los otros oficiales le tenían mucho respeto, y aunque todos atribuían menos importancia a su suerte que los marineros, no eran indiferentes a ella. Además, sabían muy bien que era mucho más fácil dominar a una tripulación violenta y feroz cuando había a bordo una figura legendaria por su valor, su éxito y su buena suerte. Pero Stephen dijo a Pullings que era casi seguro que le darían el mando de un barco si volvía a su país con la Surprise intacta, y tanto West como Davidge sabían que en ese caso ellos tendrían más posibilidades de ser readmitidos en la Armada. Puesto que Aubrey tenía que viajar por tierra, y tan deprisa como pudiera, hasta donde estaba su nuevo barco, no pudo llevarse más compañía que su despensero y su timonel, y ver la expresión afligida y resignada de los que dejaba atrás fue una de las más duras experiencias que tuvo en esa operación. Estaba claro para él (y para todos los relacionados con el asunto) que emprendía una operación naval en que no había ni un momento que perder, lo que fue conveniente porque el rápido viaje a través de Portugal y el noroeste de España desvió su atención de la fragata abandonada y su tripulación. Fue un viaje difícil en una época de ocupación extranjera y destrucción, en que la oleada de la guerra se había replegado, pero era probable que en cualquier momento volviera a avanzar con fuerza arrolladora; sin embargo, nada, ni el viaje, ni el sentimiento de culpa, ni la enorme incomodidad, podía turbar su alegría. Si seguía vivo después de pasadas dos semanas, su nombre saldría en el Boletín Oficial de la Armada y volvería a tener el mando de uno de sus barcos. Entonces las hermosas promesas se convertirían en algo más consistente, en realidades, y lo que pensaba se transformaría en un hecho. Pero no debía mencionar ese hecho ni pensar en la satisfacción que le traería, ni siquiera permitirse canturrear interiormente.
Viajaron en diversos coches de alquiler, a veces tirados por un inapropiado número de animales, pero tanto si eran muchos como si eran pocos, todos corrían siempre tan rápido como les podían inducir a hacerlo. En realidad, viajaron así sir Joseph, Standish (a quien Jack se había ofrecido a llevar después de oír sus explicaciones), el equipaje y los papeles que Stephen necesitaba, junto con Killick y Bonden, que se sentaban con el cochero o en el pescante trasero (no eran muy buenos jinetes) menos cuando estuvieron bajo la cegadora lluvia de Galicia, pues sir Joseph les pidió que entraran. Jack y Stephen, en cambio, fueron cabalgando en uno de los numerosos caballos robados a los distintos ejércitos o escapados de ellos, y a ambos les acompañaron un mozo y un caballo de reserva. Pero todos avanzaban hasta que anochecía y encontraban un lugar donde cenar y dormir.
Fue un viaje duro, avanzando sin pausas, y pasaron junto a muchas maravillas sin detenerse ni siquiera en Oporto para tomar un vaso de vino. Por todo el norte había mucho barro, barro hasta el eje del coche, y en una ocasión un grupo de bandidos trató de detener el coche, pero fueron dispersados por tiradores profesionales con carabinas y pistolas. Sin embargo, a Blaine no le pareció tan duro como el viaje de ida. Ahora iba acompañado de un guía que conocía perfectamente la lengua, las costumbres, los caminos y la mayoría de los pueblos y, además, tenía muchos contactos, por lo que todos pudieron quedarse en dos quintas, un monasterio y las mejores posadas del país. Además, formaba parte de un extraordinario grupo armado que incluía a fuertes marineros capaces de afrontar la mayoría de las situaciones, como, por ejemplo, tener que sacar una rueda atascada del barro con una estrellera sujeta a un grueso árbol, de manera que la cuerda se mantuviera seca y que todos pudieran tirar de ella. Verdaderamente, el viaje le pareció casi agradable, sobre todo por las noches. En el viaje de ida, sir Joseph utilizaba dinero público, y aunque no era demasiado moderado, tenía conciencia de lo que gastaba; en cambio, Stephen, cuando superaba el deseo de no desprenderse de las monedas, tiraba incluso las de oro a derecha e izquierda, como Jack cuando estaba en tierra, y Jack no había sido nunca tan generoso como ahora. Después de viajar como reyes durante el día, juntaban al anochecer la comida con la cena y las convertían en un banquete digno de monarcas, después del cual Standish interpretaba algo al violín.
A sir Joseph le gustaba la música y realmente apreciaba cómo tocaba Standish. Stephen esperaba lograr que mejorara la situación del desafortunado hombre encontrándole algún puesto en la Administración, pero no fue así. Una noche que se encontraban en Santiago, Standish tocaba una brillante pieza de Corelli de memoria (sin variar siquiera una semifusa), y Jack, que había bebido mucho vino blanco del viñedo de la dueña de la quinta, un vino ligero y traidor, tuvo que ir de puntillas hasta la puerta. Cuando la abrió, aunque lo hizo con precaución, un corpulento oficial con el uniforme de guardia de Infantería cayó al suelo y, muy turbado, se disculpó profusamente por haber tratado de escuchar y luego dijo que amaba la buena música, se aseguró de que la pieza era de Corelli y felicitó al músico efusivamente. Cuando la música terminó, todos le invitaron a quedarse para que bebiera oporto con ellos. Su nombre era Lumney y estaba a cargo del almacén del regimiento en Santiago (todos habían notado que había numerosos guardias magullados deambulando por las calles llenas de barro) y, como ocurría a menudo, descubrieron que tenían muchos amigos comunes. Cuando los demás se fueron a dormir, Stephen compartió con él el último café y le contó lo que había sucedido a Standish y cuál era su situación.
—¿Cree usted que le gustaría ser mi secretario? —preguntó el coronel Lumley—. Su trabajo no sería muy duro, pues mis escribientes se ocupan de casi todo el papeleo. Daría cualquier cosa por tener cerca a un violinista como él.
—Es muy probable —respondió Stephen.
Podría haber añadido: «En realidad, creo que el pobre hombre aceptaría cualquier trabajo que le permitiera vivir con tal de no volver a estar a bordo de un barco, sobre todo en el golfo de Vizcaya». Pero creía que eso influiría en quien ofrecía un trabajo, aunque fuera tan benevolente como, por la expresión bonachona que mostraba ahora, parecía ser el coronel Lumney. En vez de eso, Stephen dijo:
—Es tan probable que merece la pena hacerle la oferta.
El coronel hizo la oferta y Standish la aceptó. El grupo reanudó la marcha después del amanecer, tan pronto como pudo lograr que los mozos se levantaran del jergón de paja. Standish, de pie junto a la puerta de la cuadra, se despidió de ellos agitando la mano bajo la llovizna hasta que se perdieron de vista. Su alegría y su alivio influyeron en los demás, incluidos Bonden y Killick, que durante casi toda la mañana, desde la parte trasera del coche, imitaron la bocina de los coches e hicieron gestos a los campesinos y soldados que pasaban junto a ellos. Pero el viento del sursuroeste aumentó de intensidad, roló al suroeste y trajo consigo la fuerte lluvia, que atemperó su entusiasmo. Poco después sir Joseph les pidió de nuevo que entraran en el coche, y permanecieron sentados allí tranquilos y en silencio hasta que las jadeantes mulas llevaron el coche por las calles de La Coruña hasta el puerto.
Jack y Stephen estaban esperándoles allí, en el muelle donde se encontraba el cúter Nimble, en el que sir Joseph y su grupo regresarían a Inglaterra.
—Esto no podría ser mejor —dijo Jack cuando abrió la puerta del coche contra el viento—. Casi seguro que aumentará de intensidad, y aunque no sea así, es posible que avistemos la isla d'Ouessant el jueves por la tarde.
En la gris penumbra, Blaine observó por entre la lluvia el muelle empapado y brillante, las muías también empapadas y brillantes que bajaban la cabeza chorreando agua, la irregular superficie del puerto y, más allá, el mar salpicado de montañas de espuma, donde empezaba a bajar la marea moviéndose en dirección contraria a las enormes olas del Atlántico. Sin decir nada se agarró del brazo de Jack y con los ojos entrecerrados avanzó por la plancha hasta el cúter.
Stephen pagó al cochero, al carabinero que le acompañaba y a los mozos, a quienes dijo que podían quedarse con los caballos, y luego avanzó también por la plancha. Hacía rato que un grupo de marineros, después de hacer una cadena, habían llevado el equipaje a bordo, y tan pronto como Stephen llegó, desamarraron el cúter por proa y por popa. Entonces el foque se hinchó y el cúter se dirigió a alta mar.
El Nimble, un barco de doscientas toneladas y catorce cañones, era uno de los cúteres más grandes de la Armada real. A quienes estaban acostumbrados a navegar en dogres, galeotas y pequeños barcos con velas áuricas les parecía un hipopótamo, sobre todo cuando tenía desplegadas las juanetes y las sobrejuanetes en su único mástil, pero al resto del mundo, especialmente a las personas acostumbradas a los barcos de categoría, le parecía hecho para enanos. Incluso Maturin, que era un hombre bajo, tenía que agachar la cabeza en la cabina. Sin embargo, como sucedía con frecuencia en la Armada real, estaba bajo el mando de uno de los miembros más altos. Cuando el capitán comprobó que el cúter ya se había alejado bastante de tierra, fue a verles. Llevaba una chaqueta de teniente, tenía la cara sonrosada y, sonriente y ansioso a la vez, les saludó:
—Bienvenidos otra vez, caballeros. ¿Les apetece tomar un tentempié antes de la cena? Por ejemplo, un sandwich y un vaso de vino de Sillery.
—Nos encantaría —respondieron los invitados, que comprendieron que los sándwiches ya estaban preparados y el vino metido en una red y colgando por fuera de la borda para que se enfriara.
—¿Dónde está sir Joseph? —preguntó el capitán del Nimble.
—Se acostó en cuanto llegó porque dice que es mejor prevenir que curar —respondió Jack.
—Espero que eso le sirva. El timonel de lord Nelson me dijo que después de pasar cierto tiempo en tierra el almirante tenía terribles mareos durante los primeros días en la mar. ¡Stubbs —gritó, proyectando la voz hacia el escotillón—, date prisa con los sándwiches y el vino!
* * *
—El vino espumoso está muy bien —dijo Jack, mirando hacia la luz a través de la copa—, pero para sabor, aroma y calidad, denme un buen vino de Sillery. Este vino es excelente, señor. Ahora que lo pienso, no oí bien su nombre.
—Michael Fitton, señor —respondió el joven con una mirada esperanzada.
—¿El hijo de John Fitton? —inquirió Jack.
—Sí, señor. Me hablaba de usted a menudo y, además, cuando era niño le vi una vez en mi casa.
—Fuimos compañeros de tripulación en tres misiones —explicó Jack, estrechándole la mano—. En el Isis, el Resolution y, por supuesto, el Colossus.
Entonces bajó la vista, pues fue en la cubierta inferior del Colossus, a menos de tres pies de distancia de él, donde John Fitton murió durante la batalla de Saint Vincent.
En ese momento sir Joseph, cuyo gabinete daba a la cabina, llamó a su sirviente con voz ahogada y, cuando el ir y venir apresurado terminó, Stephen miró a su alrededor y dijo:
—Así que esto es un cúter. Por favor, dígame ¿por qué lo llaman así?
En otro tiempo Jack habría dicho que Stephen había visto montones, cientos de cúteres siempre que navegaba por aguas británicas y con frecuencia en otros lugares y que, además, le habían explicado cuál era la jarcia que llevaban para que no los confundiera con las corbetas; sin embargo, ahora se limitó a decir:
—Porque cortan el agua, ¿sabes? —Y mirando a Fitton sonriente añadió—: Si están bien gobernados son los barcos más rápidos de la Armada.
—¿Le gustaría ver la cubierta cuando llueva un poco menos? —preguntó Fitton—. Para ser un cúter, es elegante y extraordinariamente grande, pues tiene casi setenta pies de largo. Aunque cualquiera podría decir que la proa debería ser más espaciosa, el combés es mucho más ancho de lo que puede imaginarse: le falta muy poco para llegar a veinticuatro pies. Sí, señor, veinticuatro pies, se lo aseguro.
Después de la cena, Jack y el capitán del Nimble empezaron una conversación sobre el uso de la jarcia de los cúteres, la de velas de cuchillo y la de velas cuadras, para lograr que navegaran mejor de bolina o a la cuadra, y aunque de vez en cuando se acordaban de que Stephen estaba allí y trataban de que entendiera el tema, él se fue a dormir muy pronto. Estaba cansado y tenía motivos para estarlo, pero antes de dormirse estuvo reflexionando un rato sobre los diarios, mejor dicho, sobre la costumbre de llevar un diario. Ahora el Nimble cabeceaba tan violentamente que Killick entró y dio siete vueltas alrededor de su coy para evitar que se cayera o que saliera despedido y se golpeara contra los baos, pero incluso sin este inconveniente le habría sido imposible escribir ninguna de sus anotaciones habituales, que eran criptográficas, debido a que guardaba con celo su intimidad, y prudentes debido a su relación con el espionaje. Pensó: «Hoy sólo hubiera escrito sobre el tiempo, el eléboro negro que encontré cuando paramos para arreglar un tirante del arnés, y la gratitud que con corrección y caballerosidad expresaron los hombres a quienes regalamos los caballos, unos hombres que carecen por completo de educación. Cuando conocí a Jack debería haber sido mucho más prolijo. ¿O no? Estaba muy deprimido en aquella época, después del obvio e inevitable fracaso del levantamiento, de ver la infame conducta de tanta gente y, por supuesto, de la pérdida de Mona, por no hablar de los intolerables males de Francia ni de la pérdida del optimismo y las esperanzas de la juventud. ¡Dios mío, cuánto puede cambiar un hombre! Recuerdo que le dije a Dillon, que en paz descanse, que ya no debía lealtad a ningún país ni a ningún grupo de hombres sino solamente a mis amigos más íntimos. Añadí que el doctor Johnson tenía razón al afirmar que las formas de gobierno no tenían importancia para el individuo y que yo no movería un dedo para llegar al próximo milenio ni para conseguir la independencia. Sin embargo, ahora estoy aquí, navegando velozmente por este mar embravecido para intentar ayudar, aunque sea un poco, a ambas cosas, si la derrota de Bonaparte puede relacionarse con lo primero y la emancipación de los católicos y la disolución de la unión con la segunda. Cuando llegue al Grapes leeré el diario de ese año para saber lo que escribí».
En el desayuno Michael Fitton anunció:
—Doctor, si la lluvia cesa, hoy verá el Nimble en todo su esplendor. Está navegando casi con el viento en popa, con la gavia desplegada y la vela mayor cuadra con un rizo, y la última medición con la corredera fue once nudos y casi una braza.
—Sí —dijo Jack—. Y verás los méritos que tiene un bauprés extensible. Cuando el cúter cabecea como ahora —la mesa se inclinó veinticinco grados y todos, instintivamente, sujetaron las tostadas—, el bauprés no hiende las aguas ni reduce la velocidad en absoluto.
—¿Cómo se puede lograr eso, por amor de Dios?
—Puesto que en un cúter el bauprés no tiene inclinación sino que es horizontal, se puede meter en la cubierta —explicó Fitton amablemente, y le prometió que lo vería enseguida.
Pero se equivocaron. La lluvia siguió llegando en densas ráfagas del suroeste y cayendo sobre las grises aguas moteadas de blanco aquí y allá. Aunque en la oscura tarde del jueves Jack le arrastró a la cubierta para que viera la isla de Ouessant, una borrosa franja rodeada de blanco situada por la amura de babor, no pudo convencerle de que fuera hasta la proa para ver el bauprés ni de que subiera algunos obenques para ver los lejanos navíos de la escuadra que hacía el bloqueo de Brest. Al día siguiente, cuando el Nimble avanzaba con rapidez por el Canal, tuvieron que desplegar las velas mayor y trinquete de cuchillo y el foque, porque el viento roló mucho hacia la dirección de la proa, y, por tanto, sacaron el bauprés, que continuó fuera hasta el final del viaje, un extraordinario viaje que les permitió llegar a Portsmouth al final de la tarde del viernes, un día de mayo más caluroso de lo normal en el que a ratos llovía.
Sir Joseph, cuyo método de estar tumbado sin moverse y comer grandes cantidades de pan duro había funcionado hasta mucho después de las primeras y horribles horas, partió para Londres tan pronto como tomó té con bollos en el Crown, pero antes dijo a Jack:
—Supongo que, tan pronto como yo haga el informe, mandarán por telegrama las órdenes para usted al comandante. Y estoy seguro de que les veré a los dos a principios de la próxima semana, oficial o extraoficialmente.
Ambos le acompañaron al coche y cuando regresaban Stephen expresó sus temores:
—He estado pensando mucho, amigo mío. Diana debe de estar en una delicada situación ahora y si aparecemos de repente podríamos darle un susto tremendo.
—¡Oh! —exclamó Jack, que había estado a punto de mandar a buscar los caballos—. Me parece que sí. Escribe una nota diplomática diciendo que posiblemente estarás en los alrededores pronto y mandaremos a Bonden y a Killick en un coche a llevarla.
—Ver a Bonden y a Killick bajando de un coche también causaría alarma, pues las noticias que se mandan tan deprisa y tan ostentosamente suelen ser malas. Mandar a un muchacho en una mula es mucho más apropiado.
El muchacho partió en la mula con una nota:
Cariño mío, no te alarmes ni te preocupes si nos ves dentro de poco. Ambos estamos perfectamente bien y os mandamos todo nuestro cariño.
Y cuando los hombres estaban a punto de ir a ver la Diane desde una discreta distancia, llegó el comandante del puerto, un hombre alegre que insistió en que tomaran con él una botella de vino.
—Hoy cumplo setenta y cuatro años. No pueden negarse.
En el pasillo había un nutrido grupo de oficiales a los que también invitó. Jack conocía muy bien a algunos, entre ellos a tres capitanes de navío, que, como muchos otros, trataban de compensar la soledad que sentían en la mar con su locuacidad en tierra. También se encontraba allí el médico de la escuadra con uno de los médicos del hospital Haslar, y ambos hablaban mucho. La conversación era fluida, las botellas iban y venían y el tiempo pasó y pasó. Mucho después el dueño del hotel se acercó a Stephen y se quedó de pie junto a él.
—Doctor Maturin, señor… —dijo en el momento en que Stephen interrumpió su explicación del método de componer huesos rotos de Basrah—, Ahí fuera hay un coche con varias damas que preguntan por usted.
—¡Jesús, María y José! —murmuró Stephen, y se apresuró a salir de la sala.
Diana, que estaba sentada al lado de la ventanilla más próxima, asomó la cabeza y exclamó:
—¡Oh, Maturin, cariño! ¡Eres un monstruo! ¿Cómo puedes aterrorizar así a inocentes mujeres?
Desde el interior del coche, por detrás de ella, se oyó la aguda voz de Sophie:
—¿No está Jack ahí? ¡Dijiste que Jack estaría ahí!
Diana abrió la portezuela e hizo ademán de saltar, pero Stephen la cogió por los codos y la bajó.
—Cariño mío, tienes un considerable volumen —dijo, besándola tiernamente—. Sophie, ¿quieres venir a ver a Jack, al almirante Martin y a muchos otros marinos? Están bebiendo oporto en la sala Delfín.
—¡Oh, Stephen, por favor tráele y vámonos todos a casa juntos enseguida! No quiero perder ni un minuto de estar en su compañía y en la tuya, querido Stephen.
—Sin duda, tienes razón. Disponemos de poco tiempo, pues me parece que debemos estar en la ciudad el martes.
En realidad, el domingo por la tarde llegó un mensaje del comandante del puerto en que pedía al capitán Aubrey que fuera a ver al primer lord en la calle Arlington a las cinco y media del día siguiente. No obstante, aun cuando el regreso se hubiera retrasado, difícilmente podrían haber dicho algo más, porque todos hablaron sin parar desde el momento en que el coche inició el viaje del Crown a Ashgrove Cottage.
—A Arlington Street —susurró Jack con voz ronca al leer el mensaje—. Ésa es su casa. Me alegro mucho, porque si hubiera pedido que me presentara en el Almirantazgo me encontraría en un dilema: ir vestido de uniforme y parecer presuntuoso o ir vestido de civil y cometer una incorrección. De todos modos, llevaré el uniforme también, por si lo necesito. Cariño, ¿crees que se ha manchado o estropeado durante los últimos años?
—Ni lo uno ni lo otro, cariño. Sólo las charreteras están un poco oxidadas. Desde ayer por la mañana, Killick, mi madre y las niñas cogieron el mejor de todos y han estado sacudiéndolo y cepillándolo en seco con cepillos suaves. Pero me temo que te quedará muy grande, porque has adelgazado una barbaridad, cariño.
Tanto si había adelgazado como si no, Jack Aubrey aún hizo que el coche se inclinara bastante cuando subió a él después de besar a toda su familia excepto a George, ya que éste usaba calzones desde hacía algún tiempo.
El coche tomó el camino principal a Londres en Cosham y avanzó velozmente bajo el cielo azul, por donde cruzaban nubes blancas a una velocidad aún mayor.
—Los caballos son excelentes —observó Jack—. Y hace un día extraordinariamente hermoso. Entonces silbó y luego cantó entera la canción Desde de Ouessant, a Scilly hay treinta y cinco leguas.
Puesto que no había llovido el sábado ni el domingo, los setos que flanqueaban el camino estaban cubiertos de polvo, pero por detrás de ellos los verdes campos de trigo y cebada, los prados y los bosques grandes y pequeños con hojas nuevas tenían un color verde tan intenso bajo el brillante cielo que eso hubiera bastado para animar a cualquier hombre, sobre todo a uno que esperaba que el viaje tuviera tan buen fin. La mayoría de las aves migratorias habían llegado a pasar el verano y todavía algunas cruzaban por la zona norte; los campos estaban llenos de pájaros. Cuando cambiaron los caballos en un pueblo situado más allá de Peterfield, Stephen oyó a tres cucos cantar a la vez y movió la cabeza de un lado a otro recordando el profundo dolor que su canto le había causado en otro tiempo. Casi inmediatamente vio un torcecuello, un pájaro que había oído más a menudo que visto, y se lo señaló a Jack con el habitual resultado.
—Ahí hay un torcecuello.
—¿Dónde?
—En el pequeño olmo, a la derecha de… ¡Se fue! El siguiente período lo ocuparon los torcecuellos, la mejora de la conducta de las hijas de Jack bajo la tutela de la señorita O'Mara y los albatros que se encontraban en altas latitudes e incluso en moderadas latitudes sur; sin embargo, después de hablar de eso, Jack guardaba silencio con más frecuencia cada vez. Pensaba que había mucho en juego y que el momento decisivo estaba próximo, más próximo cada minuto que pasaba, y estaba muy turbado.
«Me sentiré mejor después de comer», se dijo cuando el coche dejó atrás el Strand, entró en el distrito de Savoy y se detuvo a la puerta del Grapes, el hostal donde habitualmente se paraban.
La señora Broad les dio una calurosa bienvenida. Killick, que había llegado en coche la noche anterior, la había avisado y ella les sirvió una cena que hubiera saciado a cualquier hombre razonable; sin embargo, en ese momento Jack no era un hombre razonable y pensaba en la posibilidad de que le pusieran condiciones inaceptables y de que fracasara, por lo que comía mecánicamente, sin disfrutar de la comida.
—Me parece que al capitán le ha citado un caballero en Hyde Park, porque no tocó el pudín —dijo la señora Broad a Lucy, pensando en el duelo con Canning en Gastlereagh y en otros duelos menos importantes que la gente recordaba bien.
—¡Oh, tía Broad, eso es terrible! —exclamó Lucy—. La verdad es que nunca he visto a un hombre tan triste.
* * *
Pero no estaba tan triste cuando llamó a la puerta de la calle Arlington en el momento en que el reloj de Saint James dio las cinco y media, pues ya terminaba el tiempo de espera y se ponía en acción, estaba por fin en la cubierta del barco enemigo.
Entregó su tarjeta de visita al sirviente y dijo:
—Tengo una cita con su señoría.
—¡Oh, sí, señor! —exclamó el hombre, y luego le condujo a una pequeña habitación que daba al pasillo—. Por aquí, por favor.
—¡Capitán Aubrey! —exclamó lord Melville, saliendo de atrás de su mesa y tendiéndole la mano—. Permítame ser el primero en felicitarle. Hemos resuelto este horrible asunto por fin. Nos ha llevado mucho más tiempo del que deseaba, pero ya está solucionado. Siéntese y lea esto, por favor. Es el borrador de la Gazette que está en imprenta ahora.
Jack miró la hoja con expresión grave. Las líneas escritas en letra redonda decían: «15 de mayo. El capitán John Aubrey, de la Armada real, ha sido incluido de nuevo en la lista de capitanes con el rango y la antigüedad anteriores y ha sido nombrado capitán de la Diane, fragata de treinta y dos cañones».
—Le agradezco enormemente su amabilidad, milord —dijo Jack.
—Y aquí tiene el nombramiento de capitán de la Diane —continuó Melville—. Las órdenes estarán listas dentro de un día o dos, pero, desde luego, usted ya conoce lo principal del asunto por sir Joseph. Estoy muy contento, estamos muy contentos de que usted pueda hacerse cargo de esta misión y de que le acompañe el doctor Maturin, pues nadie está mejor preparado que usted en ningún aspecto. Sería estupendo que lograra traer a esos malvados, a Ledward y Wray, pero el señor Fox, que es nuestro enviado y tiene gran experiencia en asuntos orientales, me ha dicho que no es posible hacerlo sin perjudicar nuestras futuras relaciones con el sultanato. Lamento mucho tener que decir que lo mismo puede aplicarse a su fragata, la… —abrió una carpeta que tenía en la mesa— la Cornélie. Pero espero que al menos con esta misión logre defraudarles, dejarles confusos y desacreditarles para siempre. También sería estupendo que pudiera escoger a muchos de los oficiales y los guardiamarinas, pero, como usted sabe, el tiempo apremia, y si no puede encontrar al menos el final del monzón del suroeste, es posible que el señor Fox llegue cuando los franceses ya hayan firmado algún tratado. Si tiene amigos o seguidores con quienes puede ponerse en contacto inmediatamente, perfecto; pero tiene que hablar de este asunto con el almirante Satterley. He concertado una cita en su nombre para mañana a las nueve en el Almirantazgo; espero que sea conveniente para usted.
—Lo es, milord —respondió Jack.
Se había recuperado en el largo intervalo en que Melville habló con locuacidad y sentía que su corazón se llenaba de una gran emoción (alegría era un término demasiado pobre), pero entonces se dio cuenta de que estaba arrugando el nombramiento, pues estaba deshaciendo los dobleces porque lo tenía agarrado con mucha fuerza. Enseguida lo alisó discretamente y se lo metió en el bolsillo.
—En cuanto a los marineros, estoy seguro de que el almirante Martin hará todo lo que pueda por usted, tanto por ser quien tiene la autoridad en esto como por apreciarles mucho a usted y a la señora Aubrey, aunque usted sabe que debe afrontar muchas dificultades. Por último, con respecto al señor Fox, había pensado dar una comida, pero sir Joseph cree que sería mejor algo menos formal, que usted y Maturin le invitaran a comer en un salón privado de Black's.
Jack asintió con la cabeza.
—Y hablando de eso —prosiguió Melville, mirando el reloj—, espero que venga a comer cordero con nosotros esta tarde. Heneage vendrá y se llevará una decepción si no le ve.
Jack aceptó con gusto y Melville continuó:
—Bueno, creo que eso es todo lo que tengo que decir como primer lord. Los almirantes se ocuparán de los aspectos estrictamente relacionados con la Armada. Ahora, hablando como un común mortal, le diré que mi primo William Dundas va a presentar el viernes un proyecto de ley privado para que se le permita ganar terreno al mar, y es probable que asistan tan pocos miembros que no haya quórum. Si usted asistiera y aprobara su proyecto, aunque eso supusiera perder casi dos millas cuadradas de mar, se lo agradeceríamos mucho.
* * *
Nadie, a excepción de un hombre mucho más torpe que Maturin, hubiera tenido que preguntar a Jack cuál era el resultado de la entrevista cuando bajó corriendo la escalera con papeles en la mano.
—Lo dijo con tanta elegancia como era posible —contó Jack—. No vaciló ni se lamentó por la equivocación ni habló de la maldita moralidad. Se limitó a estrecharme la mano y a decirme: «Capitán Aubrey, permítame ser el primero en felicitarle». Luego me enseñó estos papeles.
Después de reírse de nuevo de lo que se publicaría en la Gazette y de que el pobre Oldham, el capitán de navío que estaba en su puesto por antigüedad, se iba a quedar pálido al día siguiente, contó a Stephen detalladamente la conversación y la comida.
—Me pareció bastante buena, dadas las circunstancias, pero creo que sentí tanto alivio que hubiera podido comerme un hipopótamo. Y Heneage Dundas me demostró su sincero afecto. Por cierto, te manda muchos saludos y vendrá aquí mañana porque, si tienes un momento libre, quiere verte mientras esté en la ciudad. ¡Cuánto se alegró de todo! ¡Y cuánto se alegrará Sophie! Le mandaré una carta urgente.
Vaciló un momento y luego continuó:
—Pero hubiera preferido que Melville no me hubiera pedido un voto en ese momento.
—Supongo que eso es una deformación profesional. La política y la delicadeza rara vez van juntas —comentó Stephen, mirando el nombramiento otra vez—. Pero, ¿quieres que te diga una cosa, amigo mío? Esta fecha es un buen augurio. Un 15 de mayo, un sábado, si no recuerdo mal, pero, en cualquier caso, cuarenta días antes del Diluvio, la nieta de Noé, Ceasoir, llegó a Irlanda con cincuenta vírgenes y tres hombres. Creo que desembarcaron en Dun-na-Mbarc, en el condado de Cork. Ella fue la primera persona que pisó una playa irlandesa y la enterraron en Carn Ceasra, en Connaught. Me he sentado muchas veces junto a su tumba para ver las liebres correr.
—Me asombras, Stephen. Estoy sorprendido. Así que los irlandeses son, en realidad, judíos.
—No, de ninguna manera. El padre de Ceasoir era griego. Además, todos se ahogaron en el Diluvio. Hasta casi trescientos años después no llegó Partholan.
Jack estuvo pensando en eso durante un rato y de vez en cuando miraba a Stephen. Luego dijo:
—Pero yo estoy hablando todo el tiempo de mis propios asuntos y no te he preguntado si pasaste un buen día. Me parece que no fue muy agradable.
—Ha mejorado, gracias, pues tus noticias hubieran mejorado cualquier cosa. Pero te confieso que estaba irritado e incluso llegué a perder los estribos. Fui al banco y me encontré con que esos cerdos no han seguido casi ninguna de las instrucciones que les dejé y les mandé desde Lisboa. Además, algunas anualidades no se habían pagado debido a insignificantes fallos en las formalidades de mi orden inicial. Y cuando les pedí que enviaran una considerable suma en monedas de oro a Portsmouth en cuanto subiéramos a bordo, me dijeron que las monedas de oro eran difíciles de conseguir, y que si no me daban igual los billetes harían todo lo que pudieran por mí, pero que tendrían que cobrarme una comisión. Les dije que, en primer lugar, había depositado en su banco una suma mucho mayor que esa en monedas de oro y que no iba a pagar por recibir dinero metálico que era mío. Finalmente logré que entendieran mis razones, pero no sin usar varias expresiones muy violentas y en particular algunos términos que emplean los marineros, como «alcornoque» o «cabrón».
—Estoy seguro de que las usaste muy bien. Yo no hubiera sido tan moderado. Stephen, ¿por qué no cambias al banco de Smith, el hermano del Smith con quien cenamos justo antes de marcharnos? Por mi parte, yo nunca dejaré el de Hoare porque allí hacen tarde o temprano lo que les pido y me trataron muy bien cuando no tenía dinero. No obstante eso, tengo una cuenta en el de Smith porque es conveniente para mí y sobre todo para Sophie. Yo en tu lugar retiraría todo el dinero del banco de esos alcornoques y lo depositaría en el de Smith.
—Eso haré, Jack. En cuanto las monedas de oro estén a bordo de la Diane, les escribiré una carta que cumpla cabalmente con todos los requisitos legales. Pediré a un abogado que la redacte. ¡Pase!
Era Lucy, que tenía el encargo de averiguar qué deseaban los caballeros para cenar, pues la señora Broad pensaba preparar un pastel de venado y otro de manzana. Stephen estaba de acuerdo, pero Jack dijo:
—¡Por Dios, Lucy! Hoy no podría comer nada más que un pedazo de pastel de manzana y un poco de queso. Por favor, si Killick está abajo, dile que suba.
Un momento después apareció Killick con los ojos fuera de las órbitas.
—Killick, corre a Rowley's a comprar un par de charreteras nuevas, ¿quieres?, y colócalas a primera hora de la mañana. Además, ordena a un coche que espere en la puerta a las ocho y media porque tengo una cita en el Almirantazgo. Aquí tienes dinero.
—Así que todo va bien, señor —dijo, y su habitual expresión malhumorada se transformó en triunfal y le tendió la mano—. Perdone el atrevimiento, señor. Le felicito, le felicito de todo corazón. Sabía que esto pasaría, lo sabía desde el principio. ¡Ja, ja, ja! Se lo dije a todos: las cosas van a salir bien, compañeros. ¡Ja, ja, ja! Esto enseñará a esos cabrones.
—Hablando de comida —dijo Stephen—, ¿vendrás a Black's a cenar con sir Joseph, el señor Fox y conmigo, mañana a las cinco y media? Bueno, traducido a tu dialecto, sería a las cuatro y media.
—Iré encantado si he terminado en el Almirantazgo a esa hora.
—Esto no es una invitación, Aubrey. Todavía eres un miembro y tienes que pagar tu parte.
—Lo sé. El comité tuvo la amabilidad de comunicármelo por escrito. No obstante eso, había jurado no volver a pisar ese lugar hasta que me rehabilitaran y precisamente mañana sale la Gazette, ya, ¡ja, ja! Pagaré mi parte con mucho gusto.
Para terminar en el Almirantazgo antes de la hora de cenar, primero Jack Aubrey tenía que llegar allí, y hasta el momento se había encontrado con dificultades que parecían insuperables. Poco después de medianoche trajeron a Killick al Grapes en un tablón, mucho más borracho de lo que se consideraba normal entre los marineros y sin poder hablar ni moverse. Se había caído en el barro, le habían arrancado un puñado de su pelo gris y ralo, le habían robado el dinero, le habían dejado medio desnudo, no tenía charreteras nuevas y las que había llevado de muestra habían desaparecido.
Rowley no vivía encima de su tienda y, por tanto, no era posible despertarlo por muchos golpes que dieran en su puerta; y la tienda que le hacía competencia estaba mucho más allá de Longacre, en una parte diametralmente opuesta a donde se encontraba Whitehall. A pesar de todo, gracias a su ánimo y al esfuerzo del caballo que tiraba del coche, Jack pudo llegar a tiempo y vestido correctamente, aunque acalorado, a su cita en el Almirantazgo. Allí, en la entrañable sala de espera, tuvo tiempo para refrescarse y sentir la satisfacción de llevar un uniforme de nuevo. Sophie tenía razón: los calzones blancos y la chaqueta azul le quedaban anchos en la parte donde antes tenía la panza, pero la chaqueta aún le quedaba muy bien de cuello y de hombros y se ajustaba a ellos graciosamente. Allí había pocos oficiales más, y esos pocos que había llevaban una sola charretera, es decir, eran tenientes, y no se atrevían a responder más que «Buenos días, señor» cuando él les decía «Buenos días, caballeros», así que al poco tiempo se puso a leer el Times. Lo abrió por una página al azar y apareció ante su vista la columna publicada en la Gazette, que, en su opinión, no debía mirar demasiado a menudo.
—Capitán Aubrey, por favor —dijo el viejo asistente.
Un momento más tarde el almirante Satterley, después de saludar cordialmente y felicitar a Jack, le contó cuál era la situación de la Diane.
—Se la habían dado a Bushel para ir a las Antillas y tenía previsto zarpar el próximo mes. Ahora le han ofrecido el servicio de guardacostas de Norfolk, un puesto que le viene muy bien, sobre todo porque su esposa tiene fincas allí. Eso es ventajoso para nosotros, que disponemos de poco tiempo, porque no puede llevarse a casi ninguno de sus seguidores. Ya tenía reunidos a todos los oficiales y a algunos excelentes suboficiales, pero entre los guardiamarinas faltan buenos ayudantes de oficial de derrota. Creo que ya ha cargado bastantes provisiones y la última vez que tuve noticias de él le faltaban sesenta o setenta marineros para completar la tripulación. Aquí tiene una lista de sus oficiales. Si quiere hacer algún cambio, le ayudaré todo lo posible en el poco tiempo que tenemos, aunque, si yo estuviera en su lugar, no haría ningún cambio substancial. Como no han estado mucho tiempo bajo las órdenes de Bushel, no les molestará que le releven, y además saben muy bien quién capturó la Dianey quién, por tanto, tiene derecho a estar al mando de ella. Mientras usted mira la lista firmaré estas cartas.
La lista tenía mucha información: la edad de cada oficial, los servicios prestados y la antigüedad. En general eran jóvenes. El teniente mayor y de más antigüedad, James Fielding, tenía treinta y tres años. Había estado navegando durante veintiún años, diez de ellos realizando la misma misión, pero había pasado la mayor parte del tiempo en barcos de línea que hacían bloqueos y había entrado muy poco en combate. Perdió incluso la oportunidad de tomar parte en la batalla de Trafalgar porque su barco, el Canopus fue enviado a cargar agua y provisiones en Gibraltar y Tetuán. El segundo teniente, Bampfylde Elliott, indudablemente tenía mucha influencia, pues le habían dado ese cargo mucho antes de la edad reglamentaria; sin embargo, apenas tenía experiencia como oficial porque le hirieron en una batalla entre el Sylph yel Fleche ytuvo que quedarse en tierra hasta que le dieron su puesto actual. El tercer teniente era el joven Dixon, a quien conocía. Luego estaban Graham, el cirujano; Blyth, el contador, y Warren, el oficial de derrota, todos los cuales habían prestado servicio en navíos respetables. Lo mismo ocurría con el condestable, el carpintero y el contramaestre.
—Bien, señor-dijo Jack—, sólo tengo dos observaciones que hacer. La primera es que el tercer teniente es hijo de un oficial con quien estuve en desacuerdo en Menorca. No tengo nada contra el joven, pero él conoce esas discrepancias y se ha puesto de parte de su padre. Eso es normal, sin duda, pero tal vez afecte a la armonía en la fragata.
—¿Dixon? ¡Ah, recuerdo que su apellido era Harte hasta que heredó Bewley! —exclamó el almirante con una mirada difícil de interpretar, que podía ser maliciosa, burlona o desaprobatoria; pero que demostraba que sabía que Aubrey era uno de los hombres que convirtieron a Harte en un cornudo en Puerto Mahón.
—Exactamente, señor.
—¿Tiene algún otro oficial que sugerir?
—He perdido algunos contactos, señor. ¿Podría hablar con el personal de su departamento para ver si está disponible alguno de los guardiamarinas que estaban bajo mis órdenes?
—Muy bien, pero esa persona tendrá que encontrarse cerca, como puede suponer. ¿Cuál es el otro comentario?
—Es sobre el cirujano, señor. Estoy seguro de que es muy competente, pero siempre he navegado en compañía de mi íntimo amigo el doctor Maturin.
—Sí, eso me dijo el primer lord. Sin embargo, el nombramiento o el relevo del señor Graham depende del Comité de Ayuda a los Enfermos y Heridos, y aunque podríamos haberles inducido a que le ofrecieran otro barco, pensamos que el doctor Maturin podría viajar como si tuviera la intención de ocupar un puesto en Batavia, por ejemplo, o en calidad de médico del enviado y su séquito o, ya que dicen que la paga es irrelevante para él, como invitado.
* * *
Fue conveniente que Jack Aubrey llegara a Black's mucho antes de su cita con Stephen y sir Joseph, pues estaban en la temporada más activa en Londres y el local estaba lleno de caballeros provincianos. Tom, el portero, se desembarazó de un grupo de ellos que hacían las habituales preguntas y salió de su garita para estrecharle la mano a Jack.
—Me alegro mucho de verle otra vez, señor —le saludó—. El club no era el mismo.
Un sorprendente número de miembros, a algunos de los cuales apenas conocía, fueron a felicitarle por su rehabilitación. Varios afirmaron que siempre habían sabido que eso sucedería; otros le dijeron que «bien está lo que bien acaba». Sintió una profunda gratitud hacia ellos por sus muestras de amistad y apoyo, y aunque sabía muy bien que a los ganadores les aplaudían más cuando la victoria era notoria, se conmovió mucho más de lo que esperaba.
Sir Joseph y Stephen subieron la escalera juntos y el primero dijo:
—Permítame felicitarle por su aparición en la Gazette. No se le habrán subido los humos a la cabeza, ¿verdad?
—Es usted muy amable, sir Joseph. No, a mí nunca se me suben los humos a la cabeza, y aprecio mucho la amabilidad de quienes respeto.
Subieron al piso superior, se sentaron junto a una ventana en la Sala Larga y se pusieron a beber jerez y a mirar la abarrotada calle.
—Acabo de volver de Westminster, y había tanta gente en la calle que he tardado casi media hora —se quejó Jack.
—¿Había algo interesante en el Parlamento?
—¡Oh, no! Sólo un puñado de proyectos de ley privados. Había muy poca gente. Sólo fui a ver tomar posesión a Dacres de su escaño. Eran tan pocas personas que apenas bastaban para que hubiera quórum, y el pobre hombre, además, estaba rabioso porque tenía que regresar a Plymouth en silla de posta esta noche. No obstante eso, tres miembros me preguntaron si aceptaría a sus hijos o sobrinos como guardiamarinas. Cuando vuelva mañana estoy seguro de que ocurrirá lo mismo. Es sorprendente que la gente esté tan deseosa de deshacerse de sus hijos, aunque, pensándolo bien, no es tan sorprendente.
—¿Qué respondió usted?
—Respondí que me encantaría, a condición de que los muchachos tuvieran trece o catorce años, hubieran estudiado matemáticas en la escuela durante al menos un año y supieran algo de la mar que les fuera útil. No creo que un barco que uno tiene bajo su mando por primera vez, con una tripulación de la que uno no sabe nada, y sin maestro, sea un buen lugar para los muchachos. Es más conveniente un barco de línea, donde al menos pueden servir de lastre.
—Su invitado ha llegado, sir Joseph —anunció un sirviente.
Pocos minutos después, Blaine subió la escalera con el señor Fox, un hombre alto y delgado impecablemente vestido al estilo moderno: con el pelo corto y sin empolvar, chaqueta negra, chaleco, corbata blanca, calzones y zapatos con hebillas sencillas. Era bien parecido y aplomado y tenía alrededor de cuarenta años. Prestó gran atención a las presentaciones que hizo sir Joseph y la buena impresión que causó mejoró cuando se sentaron a cenar en el salón privado más pequeño, una encantadora habitación octogonal con el techo en forma de cúpula. Dijo sentirse muy honrado de conocer al capitán Aubrey y confesó que la captura del Cacafuego en la última guerra le había producido una extraordinaria alegría sólo superada por el apresamiento de la Diane. También se alegraba de conocer al doctor Maturin, de quien sir Joseph le había hablado tanto.
—Las islas situadas al sur del mar de la China deben de ofrecer al naturalista una enorme cantidad de plantas y animales no descritos. ¿Ha estado allí alguna vez, señor?
—Por desgracia, nunca he tenido la suerte de llegar más allá de la costa este de Sumatra, señor, pero espero que esta vez mi suerte mejore.
—Yo también lo espero. En esa zona tengo un amigo que es un eminente naturalista y me ha asegurado que ni siquiera se conocen bien los mamíferos más grandes y que, puesto que los holandeses no tenían interés en la ciencia ni en la naturaleza sino en el comercio, apenas llegaron a conocer el interior de Sumatra y Java. Mi amigo tiene colecciones maravillosas y pasa todo el tiempo que le permiten sus deberes oficiales aumentándolas. Seguramente ha oído hablar de él. Es Stamford Raffles, el vicegobernador de Java.
—No he tenido el gusto de conocer a ese caballero pero he visto sus cartas, pues sir Joseph me ha enseñado varias. En algunas había plantas secas de diversas especies y admirables descripciones de ellas; en otras, las más acertadas sugerencias para la creación de un museo de historia natural con ejemplares vivos, un Kew de la fauna.
—Estoy seguro de que simpatizará con él. Tiene un gran talento y una extraordinaria energía. Le conocí hace años en Penang cuando yo era miembro del consejo legislativo y él ocupaba un puesto en la Compañía de Indias. Trabajaba día y noche y a ratos perdidos coleccionaba desde tigres hasta musarañas. También es un destacado lingüista. Me ayudó mucho cuando estudiaba la expansión del budismo, sobre todo la llegada a Java de la escuela budista mahayana.
—El doctor Maturin y yo estábamos presentes en Somerset House cuando usted leyó su estudio —dijo sir Joseph.
Tanto Stephen como Jack, quien lo había leído en Proceedings, aprovecharon la oportunidad para felicitar al señor Fox. Siguieron conversando animadamente y Fox habló de diversos asuntos navales y políticos según eran considerados en tierra, demostrando su inteligencia y su amplia información. Después hablaron del desafortunado viaje que la Surprise había hecho varios años antes, el viaje en que llevaron al señor Stanhope a ver a otro sultán malayo y que a punto estuvo de permitir a Stephen visitar el paraíso de los naturalistas, más allá del estrecho de la Sonda.
—Sí, recuerdo bien esa misión —dijo el señor Fox—. Fue una de las ideas menos brillantes de Whitehall. Hubiera sido mucho mejor que nos la dejaran a nosotros. Raffles se hubiera ocupado del asunto en su propio terreno y el pobre señor Stanhope se hubiera ahorrado un fatigoso viaje y no habría contraído una enfermedad mortal. Fue absurdo enviar a un hombre de su edad. Bueno, no sé si estoy equivocado, pero creo que un representante del rey, con poderes otorgados por la propia Corona, tiene derecho a ser recibido con trece salvas.
—Exactamente, señor —corroboró Jack—. Los enviados son recibidos con trece salvas.
—Entonces, para que un hombre tenga derecho a ser recibido con trece salvas debe pertenecer a una familia distinguida o tener talento —dijo, y miró a su alrededor sonriendo.
—Era un compañero muy agradable —intervino Stephen—. Estudiamos malayo juntos cuando todavía se sentía bastante bien y recuerdo que le encantaban los verbos porque no variaban para expresar modo, tiempo, número ni persona.
—Esos son los verbos que me gustan —sentenció Jack.
—¿Progresaron mucho? —inquirió Fox.
—No —respondió Stephen—. Nuestro libro era bastante malo y estaba escrito por un alemán en lo que creía que era francés. Cuando el secretario oriental del señor Stanhope se reunió con nosotros en la India, nos ayudó mucho y logré adquirir unos conocimientos básicos, pero el viaje fue demasiado corto. Esta vez quiero obtener mejor resultado y espero encontrar un sirviente malayo en algún barco de los que hace el comercio con las Indias Orientales.
—¡Oh! —exclamó Fox—. En eso puedo ayudarle, si lo desea. Mi sirviente Alí tiene un primo, Ahmed, que está desocupado o va a estarlo pronto. Es un joven inteligente y bien preparado que sirvió a un comerciante retirado, el señor Waller, quien murió hace poco. Yo mismo le hubiera contratado, pero no había sitio para él en mi séquito. Si usted quiere, le diré a Alí que le llame enseguida. Estoy seguro de que la señora Waller dará buenos informes sobre él.
—Eso sería estupendo. Se lo agradezco mucho, señor.
—A propósito de séquitos —intervino de nuevo Jack—, aunque tal vez no sea oportuno hablar de cuestiones prácticas ahora, quisiera que antes de irme a Portsmouth el señor Fox me dijera el número de personas que lo forman y lo que comerán. Así los carpinteros y los ebanistas podrán ponerse a trabajar enseguida, pues no hay ni un momento que perder.
—Pero si a sir Joseph y al doctor Maturin no les importa, podríamos hablar del asunto ahora mismo —propuso Fox—, pues, como muy bien ha dicho, no hay ni un minuto que perder. He navegado en barcos que trataban de encontrar el monzón del noreste porque habían perdido el del suroeste, y me pareció algo deprimente. Y en nuestro caso eso nos impediría tener éxito.
Mientras ellos se ponían de acuerdo, Stephen y Blaine, que estaban el uno junto al otro, intercambiaron opiniones sobre el vino que tomaban con el cordero, un delicioso Saint Julien, y sobre otros vinos de la región de Médoc, sus precios tan variados y lo absurdo que era hablar de ese tema en la mayoría de los casos.
—Entonces —dijo Fox para concluir—, aunque partiré sólo con un secretario y un par de sirvientes, cuando hagamos escala en Batavia, Raffles me conseguirá dos o tres acompañantes de buena presencia que serán como figuras ornamentales, pero que, junto con sus sirvientes, contrarrestarán la acción de la delegación francesa. Obviamente, necesitaré espacio para ellos.
—Pulo Prabang —dijo Stephen después de una pausa—. El nombre me trae el recuerdo de dos cosas desde que lo oí por primera vez, y ahora ambas afloran a la superficie de lo que jocosamente llamo mi memoria. La primera es que usted, en su conferencia, explicó que ése era uno de los pocos lugares del territorio malayo donde quedaban reminiscencias de budismo.
—Sí —confirmó Fox sonriendo—. Es un lugar interesante desde muchos puntos de vista, y tengo muchos deseos de visitarlo. Naturalmente, el sultán es mahometano, como la mayoría de los malayos, y, también como la mayoría, es poco exigente. Como generalmente ocurre en esa zona, él y su pueblo conservan muchas otras creencias, supersticiones o como quiera llamarlas. Ni él ni nadie molestarían a quienes van al santuario budista en Kumai. Creen que eso sería una locura y un sacrilegio y que, lo que es aún peor, traería mala suerte para siempre. Un hombre me habló de un templo en que creyó distinguir cierta influencia de la escuela budista hinayana, lo que lo convertiría en algo único. La isla también es interesante desde el punto de vista geológico, pues antaño hubo allí erupciones volcánicas de las que han quedado dos notables cráteres, uno junto al mar, donde el sultán tiene el puerto, y otro en la región montañosa. El segundo es actualmente un lago, y junto a él se encuentran el templo y el santuario. Mi informador dice que los pocos monjes que hay han venido de Ceilán, pero como nuestra conversación fue en francés, una lengua que ninguno de los dos hablamos bien, es posible que me haya confundido y que sea su rito el que procede de Ceilán. Por otra parte, estoy seguro de que Raffles me dijo que allí se podían ver orangutanes y rinocerontes, y me parece que también elefantes.
—¡Qué alegría! —exclamó Stephen—. Y eso me recuerda la segunda cosa. Fue a Pulo Prabang adonde se retiró Van Buren cuando nosotros tomamos Java, ¿verdad?
—¿Van Buren? No recuerdo ese nombre.
—Cornelius van Buren. Algunos le colocan al mismo nivel que Cuvier; otros en un nivel superior. En cualquier caso, no hay nadie que sepa más del bazo.
—¿El experto en anatomía? ¡Por supuesto, por supuesto! Discúlpeme, pero estaba distraído. No sé qué habrá sido de él, pero seguramente Raffles nos lo dirá.
Del experto en anatomía saltaron a los que hacen el suministro a quienes estudian anatomía. Blaine tuvo la amabilidad de describir a los principales: profanadores de tumbas, ayudantes de verdugos y barqueros del Támesis.
—También hay otros que matan por asfixia. Son hombres que llevan a los albergues a jóvenes y pueblerinos ingenuos a quienes los carteristas han robado y cuando se duermen les ponen encima un colchón y dos o tres de ellos se acuestan en él.
De los hombres malos en general pasaron a hablar de los traidores, y luego, repentinamente, de Ledward. Tanto Jack como Stephen se asombraron del profundo odio que Fox sentía por él, que parecía aún más profundo porque la conversación anterior había sido muy superficial, casi trivial. Fox se emocionó tanto que blasfemó (algo que era extraño en él y causaba gran irritación) y palideció. No comió nada más hasta el momento en que retiraron el mantel y pusieron en la mesa las nueces y el oporto y en que, debido a la entrada y salida de sirvientes, hubo que cambiar de tema.
No obstante eso, se recuperó bastante pronto, y todos se quedaron allí sentados durante largo rato bebiendo vino. Les trajeron dos botellas más y la cena terminó alegremente. Fox declinó una invitación para asistir a un concierto de música antigua (lamentaba no poder distinguir una nota de otra), les dio cortésmente las gracias por haberle proporcionado el placer, el inmenso placer de estar en su compañía y por la excelente cena, se despidió y se fue.
Mientras Jack hablaba con un amigo en el vestíbulo del teatro. Stephen dijo a Blaine:
—Hay otro asunto del que quería tratar, pero no lo hice. Creo que debería haber hablado de él mucho antes. Espero no equivocarme al suponer que entre el enviado y yo no hay diferencia jerárquica.
—¡Oh, no! Ninguna en absoluto. Está muy claro que a pesar de que Fox le pedirá consejos, no está obligado a seguirlos, y, por otra parte, usted tampoco tiene por qué seguir sus recomendaciones. Sólo existe entre ustedes un nexo consultivo. Él va a Pulo Prabang para firmar un tratado con el sultán y usted va a observar a los franceses. Pero, por supuesto usted tendrá que comunicarle cualquier información que reciba y que pueda ayudarle en su labor.
—Muy buenos días, Stephen —le saludó Jack, levantando la vista de la carta—. ¿Has dormido bien?
—Admirablemente bien, gracias. ¡Dios mío, cómo me gusta el olor a café, a beicon y a pan tostado!
—¿Recuerdas a aquel horrible guardiamarina que se llamaba Richardson?
—No.
—En la Boadicea le llamaban Dick el Manchado. Tenía más granos de los que suelen tener incluso los jóvenes de la Armada. Volvimos a verle en Bridgetown y ya no los tenía. Era el primer oficial del buque insignia del almirante Pellow.
—¡Ah, sí! Recuerdo que era un buen matemático. ¿Qué le ha ocurrido?
—Como está en tierra, mandé a preguntarle si quería ser el tercero de a bordo de la Diane, y aquí está su carta, llena de satisfacción y gratitud. Estoy muy contento. ¿Y recuerdas al señor Muffin?
—¿El que era capitán del Lushington, un barco que hace el comercio con las Indias, cuando tuvimos una escaramuza con Linois en el viaje de regreso de Sumatra?
—Muy bien, Stephen. Ha viajado a Cantón Dios sabe cuántas veces y conoce perfectamente el sur del mar de la China, y yo, en cambio, no. Le escribí pidiéndole consejo y me ha invitado a ir a Greenwich —dijo, agitando en el aire otra carta—. Se ha retirado de la mar, pero le encanta ver pasar los barcos por el río.
La señora Broad entró para dar los buenos días y traer más panceta y un plato de salchichas de Leadenhall, tres de las cuales devoró Stephen enseguida.
—Nadie diría que comí bien y cené estupendamente ayer —comentó sin que se entendieran bien sus palabras mientras masticaba la tercera.
—El oporto del club es el mejor que he tomado en años —exclamó Jack—. Fox lo aguantó muy bien, porque no se tambaleó ni una sola vez cuando bajaba la escalera, lo que no puede decirse de Worsley y Hammond, ni de otros miembros. ¿Qué te pareció?
—La primera impresión fue buena, y, sin duda, es un hombre inteligente e instruido; sin embargo, esa impresión no duró tanto como hubiera deseado. Hace demasiados elogios cuando habla, como si quisiera que simpatizáramos con él, y habla demasiado, como la mayoría de los abogados. Pero si uno no conoce bien a un hombre es difícil saber a qué atribuir su nerviosismo, y seguramente estaba nervioso porque se encontraba frente a tres personas. Sir Joseph, que le conoce mejor, opina que tiene gran talento y simpatiza con él. Y fue agradable oírle hablar con tanto entusiasmo de su amigo de Batavia, Raffles.
En ese momento tocó la campanilla para pedir más café y, cuando servía una taza a Jack, prosiguió:
—A pocos hombres les gusta que les pisoteen, pero me parece que algunos van demasiado lejos en su afán de evitarlo e intentan ocupar una posición superior desde el principio o al menos tan pronto como se terminan las primeras frases corteses. El doctor Johnson dijo que cada reunión o conversación era una competición en la que el hombre más inteligente era el vencedor; sin embargo, creo que se equivocó, pues eso sólo se aplicaría a las discusiones, que a menudo son contraproducentes, no a lo que yo llamo conversación, a un amigable y tranquilo intercambio de opiniones, noticias, reflexiones e información sin afán de superioridad. Me di cuenta de que sir Joseph, con acierto, guardó silencio durante intervalos, largos intervalos, y, obviamente, era quien inspiraba más respeto de los tres.
Jack asintió con la cabeza y siguió desayunando. Empezó a comer tostadas con mermelada y cuando dejó vacía la fuente más cercana dijo:
—Hace años hubiera pensado que es un gran hombre y un excelente compañero, pero ahora tengo mis reservas. Aunque probablemente sea un gran hombre, no le juzgaré hasta que le conozca mejor. ¿No nos oíste planear cómo se alojará en la Diane? Opina lo mismo que el señor Stanhope de la importancia de un enviado, el representante directo del rey. Comeremos separados, excepto en los casos en que nos invitemos, y los mamparos extra convertirán el zafarrancho de combate en una tarea más larga y complicada. A propósito de eso, no me has dicho si prefieres viajar como médico del enviado y su séquito o como mi invitado.
—¡Como tu invitado, por favor! Será mucho más sencillo. Ellos siempre pueden solicitar mis servicios si los necesitan.
—Sin duda, tienes razón —dijo Jack—. Stephen, voy a ir a Buckmaster's dentro de cinco minutos porque mi uniforme no me sirve. ¿Quieres venir conmigo? Podrías comprarte una chaqueta decente.
—Lamentablemente, estoy comprometido, amigo mío. Esta mañana tengo que hacer una delicada e interesante operación con mi amigo Aston en Guy's, y por la tarde tú estarás en el Parlamento. Pero podríamos reunimos por la noche para ir a la ópera si sir Joseph nos deja su palco. Ponen en escena La clemenza di Tito.
—Me encantaría ir —exclamó Jack—. Y tal vez mañana vayamos a Greenwich en lancha.
* * *
La operación de Stephen terminó bien, aunque durante el tiempo, nada despreciable, que duró el paciente no dejaba de gritar: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Jesús! ¡No más, por Dios! ¡No puedo soportarlo!».
A veces sus palabras eran interrumpidas por alaridos, pues tenía los dientes tan frágiles y la nariz en tan mal estado que no podían ponerle una mordaza. Todo eso le produjo a Stephen un gran cansancio, así que en vez de visitar a sir Joseph Banks en Spring Grove, como tenía previsto, se sentó en una cómoda butaca junto a la ventana de su habitación en el Grapes y buscó primero el ensayo de Van Buren sobre el bazo de los primates (los primates no racionales) en el Journal des Savans y comprobó que, en efecto, estaba escrito en Pulo Prabang. Luego rebuscó entre los diarios que había conservado (algunos los había perdido, otros se habían hundido o estaban hechos pedazos) y encontró el del año en que había conocido a Jack Aubrey.
Como hacía mucho tiempo que no usaba esa clave, al principio le fue difícil entenderlo, pero pronto pudo leerlo bastante rápido.
—Sí —dijo—, en esa época tan lejana estaba aturdido. Lo único que sentía era pena, y muy profundamente. Sólo la música me unía a la vida.
Volvió a leer, ahora más rápido, y se reencontró con su antiguo yo no tanto por las anotaciones como por los vividos recuerdos que le traían.
—Indudablemente, soy muy diferente del hombre que dijo a Dillon estas palabras, pero lo que he experimentado ha sido la recuperación de un duro golpe, el regreso a un antiguo estado, no una evolución. El cambio de Jack es más profundo, pues ni siquiera un adivino podría reconocer al actual capitán Aubrey en el Jack de entonces, voluntarioso, despreocupado, indisciplinado, impaciente y un poco licencioso. ¿O acaso exagero?
Pasó las páginas y recordó sus primeros contactos con los servicios secretos navales. Recordó a John Somerville, un hombre de la cuarta generación de una familia de comerciantes de Barcelona, un miembro de la Germandat, la asociación catalana que luchaba contra la opresión española, mejor dicho, castellana de su país. Los catalanes odiaban a los ejércitos franceses, que habían quemado Montserrat y habían destruido ciudades, pueblos e incluso fincas aisladas en las montañas y habían cometido asesinatos y violaciones. En 1797 la Germandat se enfrentó con dureza a los castellanos porque habían roto su alianza con los ingleses y se habían aliado a los franceses. Cuando él vio el éxito de las campañas de Bonaparte comprendió que lo único que podría salvar a Europa sería la victoria de los ingleses, una victoria que tendría que conseguirse en la mar y que era la condición necesaria para la autonomía catalana y la independencia de Irlanda. En el diario hablaba de la relación que había establecido con Somerville después de pasar los primeros días en la Sophie y también de la que tuvo con el jefe inglés de Somerville, uno de los mejores agentes de Blaine hasta su horrible muerte en Francia. Hablaba de todo eso muy detalladamente, y algunos de los fragmentos le hicieron temblar a pesar de saber que nadie había descubierto la clave. ¡Qué grandes riesgos había corrido antes de comprender la verdadera naturaleza del espionaje!
Lucy le hizo volver de repente al presente cuando llamó a la puerta y, con un tono que no indicaba satisfacción ni aprobación, dijo que abajo había un negro con una carta para el doctor Maturin.
—¿Es un marinero? —preguntó, pues estaba tan aturdido que pensó que sería alguno de los tripulantes negros de la Surprise, que se encontraban a miles de millas de distancia.
—No, señor —respondió Lucy—. Parece un indígena. Y tiene los dientes negros —añadió, inclinándose hacia delante y bajando la voz.
—Por favor, acompáñale hasta aquí.
Era Ahmed, el conocido de Fox. En efecto, tenía los dientes negros porque masticaba betel, pero su cara era de color marrón amarillento. Se detuvo en la puerta con la carta sujeta con las dos manos e hizo una inclinación de cabeza. Vestía al estilo europeo y podría haber pasado desapercibido en muchas partes de la ciudad, especialmente en Pool o Wapping, aunque no en el distrito de Savoy. En realidad, el condado no formaba parte de Londres ni de Westminster, sino del ducado de Lancaster, y culturalmente era un territorio encerrado en sí mismo, donde desconocían a los indígenas e incluso a los habitantes del condado de Surrey.
—Pase, Ahmed —le invitó Stephen.
La carta era en realidad una amable nota de Fox donde manifestaba lo mucho que había disfrutado de la cena y adjuntaba la carta de recomendación que la señora Waller había entregado a Ahmed. Además de dar buenos informes, la señora decía que en invierno Inglaterra era demasiado fría y húmeda para él, por lo que probablemente se encontraría mejor en el calor de su país de origen, y que se veía obligada a reducir el número de sirvientes.
—¡Fantástico!, muy bien —exclamó Stephen contento—. ¿Habla mucho o poco inglés, Ahmed? ¿Alí le ha explicado algo de la situación?
Ahmed contestó que hablaba poco pero entendía más de lo que hablaba, y que Alí le había explicado todo. Y cuando Stephen le preguntó cuándo podría dejar su casa volvió a hacer una inclinación de cabeza y respondió:
—Mañana, tuan.
—Muy bien —respondió Stephen—. El sueldo es quince libras al año. Si te conviene, trae tus cosas antes de mediodía. ¿Puedes cargar solo tu baúl?
—¡Oh, sí, sí, tuan!Alí es amable y me prestó un carro.
Ahmed empezó a retroceder lentamente hacia la puerta con una sonrisa tan radiante como lo permitían sus oscuros dientes y haciendo inclinaciones de cabeza, y así continuó hasta que bajó los primeros escalones.
Stephen pensó: «Ahora tendré que calmar a Killick y a la señora Broad. Es probable que él tenga peor humor que de costumbre y que ella piense que habrá sacrificios humanos y herejías a todas horas. Será una tarea difícil».
* * *
En efecto, fue difícil al principio.
—He soportado osos y tejones… —se quejó la señora Broad con los brazos cruzados por encima de un vestido de seda negra formal.
—Era un oso muy pequeño —dijo Stephen—. Y eso fue hace mucho tiempo.
—… y tejones, varios tejones grandes en el cobertizo —continuó la señora Broad—. Pero esos dientes negros hacen que a uno se le hiele la sangre en las venas.
A pesar de todo, como él era el doctor Maturin y la señora Maturin se había acostumbrado a ver personas con dientes negros en la India, a Ahmed le fueron concedidos varios días de prueba. Antes que terminaran esos días, en el Grapes todo había vuelto a la normalidad. Ahmed, que era dócil y amable y siempre estaba limpio y sobrio, iba y venía sin suscitar comentarios negativos; Killick, en cambio, como siempre que estaba en tierra, causaba bastantes molestias porque vociferaba constantemente y se emborrachaba a menudo. Al final de la estancia de ambos en Londres, cuando llegó el coche en que llevarían el equipaje a la diligencia de Portsmouth, Lucy y la señora Broad dieron la mano al señor Killick y al señor Ahmed, a quien desearon un buen viaje y dijeron que les encantaría volver a verle.
Jack y Stephen se marcharon en un coche antes, y cuando ya estaban fuera de la ciudad y los caballos iban al trote, dijo Jack:
—Me gustaría que Tom Pullings estuviera con nosotros, pues le encanta viajar en coches tirados por cuatro caballos.
—¿Dónde crees que estará ahora? —preguntó Stephen.
—Si encontró los vientos alisios al norte de la línea del Ecuador, debe de estar cerca del cabo San Roque. Espero que así sea, pues no me gustaría que la Surprise pasara mucho tiempo en la zona de calmas vomitando estopa y con los mástiles girando.
Rebuscó entre los papeles que estaban en el asiento de al lado y continuó:
—Aquí están mis órdenes, órdenes directas del Almirantazgo. Me alegro de que así sea porque eso significa que en el improbable caso de que consigamos un botín no tendremos que darle la tercera parte a ningún maldito almirante. Y aquí está lo que Muffin amablemente me mandó esta mañana. Son extractos de los diarios de navegación de sus viajes por el sur del mar de China durante más de veinticinco años, e incluyen mapas y datos sobre los tifones, las corrientes, las variaciones de la brújula y los monzones. Son muy valiosos y lo serían aún más si los barcos que hacen el comercio con las Indias no siguieran en lo posible una ruta fija de Cantón al estrecho de la Sonda, aunque no pueden hacer otra cosa en esas aguas, pues, por lo que sabemos, en ningún lugar hay más de cien brazas de profundidad y, por lo general, hay menos de cincuenta. Esas aguas son muy poco profundas, no han sido exploradas y están rodeadas de volcanes y, por tanto, tienen muchos bancos de arena. Navegar por allí no es en absoluto como en alta mar, y como él me dijo con franqueza en Greenwich, a menudo prefería ponerse al pairo o incluso anclar durante la noche porque es lo más fácil en aguas tan poco profundas.
—Es una excelente medida de precaución. No sé por qué no la adoptan todos.
—Bueno, Stephen, algunos tienen prisa; por ejemplo, los capitanes de barcos de guerra. No sirve de nada ir a vender paño al mercado y encontrarse con que… —hizo una pausa y frunció el entrecejo—. No está en el arca.
—No es así.
—No hay arca.
—¡Al diablo con las citas literarias! No sirve de nada darse tanta prisa, como hemos hecho en estos últimos días, y navegar a toda vela por medio mundo para después, al doblar el cabo Java, pasar la noche de un lugar a otro con el palo mesana balanceándose. ¡Oh, Stephen, estoy cansado de correr de un lado a otro por Londres!
En ese momento bostezó, luego hizo algunos comentarios ininteligibles sobre el tiempo y la marea, y después se quedó dormido en el rincón como hacía habitualmente, como se apaga una vela.
Pero estaba completamente despierto mucho antes que el coche llegara a Ashgrove. Contempló con satisfacción sus plantas, con follaje más espeso que la última vez que las había visto, y los arbustos que flanqueaban el camino. Sintió aún más satisfacción al ver que su familia le esperaba frente a la casa porque el chasquido de la nueva reja se había oído a gran distancia y que los niños le saludaban con la mano. Pero cuando bajó del coche advirtió que Sophie, a pesar de haberle dado la bienvenida, tenía una sonrisa forzada y una expresión ansiosa y preocupada. La señora Williams tenía una expresión grave, pero los niños no parecían afectados por nada. Y Diana empezó a contar algo sobre un caballo a Stephen.
—Ha sucedido algo horrible —dijo Sophie cuando se quedaron un momento solos—. Tu hermano, bueno, mi hermano, porque lo es tuyo y le quiero mucho…
Cuando Sophie estaba emocionada hablaba muy rápido, con las palabras encabalgadas.
—Quiero decir que nuestro querido Philip se escapó del colegio y dice que se hará a la mar contigo.
—¿Eso es todo? —inquirió Jack, sintiendo alivio—. ¿Dónde está?
—En el rellano de la escalera. No se atrevió a bajar.
Jack abrió la puerta y gritó:
—¡Hola, Philip! Baja, hombre.
Cuando Philip bajó, le dijo:
—Me alegro de verte, hermano.
—Le felicito, señor —fueron las primeras palabras de Philip, con voz trémula.
—Eres muy amable, Philip —respondió Jack, haciendo un gesto con la mano—. Lamento tener que decepcionarte, pero esto no es posible, ¿comprendes? No puedo llevar a mi propio hermano como guardiamarina en un barco nuevo y con tripulantes que no conozco ni me conocen. Tanto los guardiamarinas como todos los demás dirían enseguida que eres mi favorito. Esto no es posible, te aseguro que no es posible. Pero no te lo tomes a pecho. El año que viene, si te aplicas en las matemáticas, te prometo que el capitán Dundas te llevará con él en el Orion, un barco de línea. No te lo tomes a pecho.
Se volvió de espaldas porque era casi seguro que Philip se pondría a llorar y Sophie le puso al corriente de las novedades:
—El comisionado te dejó un mensaje. Te ruega que le visites cuanto antes.
—Le escribiré una nota enseguida. Y escribiré otra invitando a comer mañana al pobre Bushel, el capitán de la Diane, si no te molesta, cariño.
—No me molesta en absoluto, amor mío.
—Entonces, por favor, dile a Bonden que se vista como un cristiano y se prepare para irse con Dray tan pronto como escriba las notas.
Jack sabía muy bien que el comisionado tendría que hablar con el maestro carpintero de barcos para explicarle las órdenes de la Junta Naval y empezar los trabajos urgentes antes que las órdenes fueran reconocidas formalmente. Por otra parte, ya estaban avisados los ebanistas que, en secreto, iban a hacer compartimientos para guardar el tesoro, un tesoro que junto con las ofertas menos tangibles del enviado contrarrestaría lo que los franceses ofrecieran. Al menos eso era lo que el Ministerio esperaba.
Puesto que no conocía al capitán Bushel, la invitación tenía necesariamente que ser formal, pero puso en ella toda la amabilidad que pudo con la esperanza de que eso hiciera menos doloroso su reemplazo.
Sin embargo, aparentemente no produjo el efecto deseado. Bonden trajo una nota del capitán Bushel en que decía que, lamentablemente, un compromiso previo le impedía aceptar la invitación del capitán Aubrey. Además se tomaba la libertad de sugerir que el capitán Aubrey subiera a bordo al día siguiente a las tres y media, pues, como seguramente comprendería ya que él había contratado a todos los oficiales, prefería dejar la fragata antes que su sucesor tomara posesión del cargo. La nota llegó cuando el capitán Aubrey estaba concentrado en un juego de cartas entre los constantes gritos de los niños. Philip, que había recobrado el ánimo, seguía las amables indicaciones de su sobrina Caroline en el juego y sus ojos brillaban cuando anunciaba cuáles eran sus triunfos. En ese momento Jack sólo se dio cuenta de que era un rechazo y enseguida siguió con su plan para vencer a George, que no sabía mucho de las leyes de la probabilidad; sin embargo, más tarde pensó que probablemente Bushel era un hombre despreciable, ya que se había ofendido porque le reemplazaban. Era posible que tuviera un compromiso previo, pero la absoluta falta de fórmulas de cortesía o de frases de agradecimiento por la invitación era una grosería; la sugerencia de una hora, una incorrección, y el hecho de que no le ofreciera una lancha para llevarle hasta la fragata, una grave omisión. Era perfectamente adecuado que Jack escogiera la fecha y la hora, pues tenía varios años más de antigüedad que Bushel, pero, aunque a él no le habían reemplazado nunca, sabía que el reemplazo era generalmente un proceso desagradable, y tal vez en este caso lo fuera tanto que justificaba su profundo resentimiento.
—De todas formas, seguiré las indicaciones de ese mezquino —dijo, y luego, bajando la voz, como si hablara para sí, continuó—: La verdad es que yo haría cualquier cosa que no fuera matar a Sophie y a los niños con tal de volver a estar en mi lugar.
Aunque su nombramiento había sido publicado en la Gazette y su nombre había aparecido otra vez en la lista de capitanes, ése era un acto simbólico y casi sacramental para los oficiales de marina, un acto que era como la entrega de un anillo que representaba su matrimonio con la Armada otra vez.
Los cuatro se fueron en el coche de Diana, con Killick y Bonden sentados en el pescante de la parte posterior (aquella vista hubiera provocado el asombro de cualquier londinense, pero era corriente en las cercanías de Portsmouth, Chatham y Plymouth), ya que después de que Jack hablara con el comisionado y tomara posesión de la Diane iban a comer en el Crown y a enseñarles a ellas la fragata.
Al comisionado y al maestro carpintero de barcos les encantaba hacer cosas en secreto y enseguida se mostraron dispuestos a cooperar. Ambos aseguraron que disimularían el trabajo de los ebanistas con las obras de transformación necesarias para el alojamiento del enviado y su séquito. Cuando Jack dijo que iba a subir a bordo de la Diane, el comisionado le ofreció su falúa para llevarle hasta ella.
La fragata estaba anclada en un lugar conveniente por su cercanía, ya que se encontraba antes de llegar a la isla Whale, y era obvio que el capitán Bushel todavía estaba sacando sus pertenencias porque a su alrededor iban y venían muchas lanchas.
—Dé la vuelta alrededor de ella, por favor —pidió Jack con cortesía al timonel, porque aún era demasiado temprano.
La miró con mucha atención, protegiéndose los ojos de los brillantes rayos del sol con la mano. Le pareció más hermosa que como la recordaba y al verla tan bien pintada y ordenada pensó que el primer teniente tenía que ser forzosamente bueno. Tenía la popa un poco más hundida, pero aparte de eso no le encontraba ninguna falta. Después de dar dos vueltas, volvió a mirar su reloj.
—A babor —ordenó para evitar la extraña e incómoda situación en que el timonel se viera obligado a pronunciar el nombre de Diane cuando el actual capitán se encontraba todavía a bordo.
Subió por el costado con guardamancebos, pero sin ceremonia. Saludó a los oficiales y todos le respondieron quitándose el sombrero a la vez, lo que produjo muchos reflejos dorados simultáneamente.
—¿Capitán Bushel? —preguntó mientras avanzaba tendiéndole la mano—. Buenas tardes, señor. Mi nombre es Jack Aubrey
Bushel le estrechó la mano con desgana, sonriendo forzadamente y mirándole con odio.
—Buenas tardes, señor. Permítame presentarle a mis oficiales.
Se turnaron para dar un paso al frente. Primero el primer teniente, Fielding, luego el segundo, Elliott.
—El tercer oficial, el señor Dixon, ha sido reemplazado por una persona que usted ha elegido, según creo —dijo Bushel.
Les siguieron el solitario oficial de Infantería de marina, Welby; el oficial de derrota, un hombre guapo y de buena presencia; Graham, el cirujano, y Blyth, el contador. Todos le miraron atentamente y él hizo lo mismo cuando les estrechó la mano. Bushel no le presentó al pequeño grupo de guardiamarinas.
En cuanto terminó, Bushel gritó:
—¡Mi falúa!
Ya estaba enganchada al pescante central de estribor y los grumetes, con guantes blancos, esperaban junto a los puntales que estaban a los lados del portalón. Un momento después empezó la ceremonia de despedida y entre los rítmicos estampidos y chasquidos que daban los infantes de marina al presentar armas, todos los oficiales le acompañaron hasta el costado y el contramaestre y sus ayudantes empezaron a dar órdenes. En algunos barcos los tripulantes vitoreaban al capitán que se marchaba, pero los de la Diane se limitaron a mirarle fijamente, unos mascando tabaco, otros con la boca abierta y todos indiferentes.
Cuando la falúa se encontraba a una distancia apropiada, Jack sacó su nombramiento del bolsillo interior de la chaqueta, se lo entregó al primer teniente y dijo:
—Señor Fielding, tenga la amabilidad de reunir a todos los marineros en la popa y leerles esto.
Volvieron a oírse las órdenes y los tripulantes corrieron en tropel por los pasamanos y el combés hasta la popa y se quedaron allí esperando en silencio.
Jack retrocedió casi hasta el coronamiento y observó el conocido alcázar, que había visto por última vez cubierto de sangre, incluida la suya. Con voz potente Fielding ordenó:
—Quítense los sombreros.
Y cuando todos estaban descubiertos, leyó:
De los comisionados que representan al primer lord almirante de Gran Bretaña e Irlanda, etcétera, y todas las posesiones de su majestad, etcétera, a don John Aubrey, por la presente nombrado capitán de la Diane, fragata de su majestad. En virtud del poder y la autoridad que se nos ha conferido le nombramos capitán de la Diane, fragata de su majestad, y le exigimos que suba a bordo de ella y desempeñe el cargo de capitán como es debido, dictando órdenes a los oficiales y los tripulantes de dicha fragata, que serán sus subordinados, y exigiéndoles que se comporten correctamente en sus respectivos puestos y le guarden el respeto y la obediencia que usted, su capitán, merece. Asimismo, debe usted respetar y seguir tanto las instrucciones generales impresas como las órdenes e indicaciones que reciba de vez en cuando de nosotros o de cualquier otro oficial de rango superior al servicio de su majestad. Si usted o alguno de ellos incumplieran esto, responderían por su cuenta y riesgo. Y para que así sea, le damos este nombramiento. Otorgado por nosotros, con el sello del Almirantazgo estampado, el quince de mayo del quincuagésimo tercer año del reinado de su majestad.