Capítulo 7

—Lamento presentarme a estas horas —se disculpó Stephen—, pero necesito urgentemente saber cómo se dicen en malayo mercurio sublimado, nitrito de estroncio y antimonio.

—El primero y el último se dicen pedok y datang—respondió Van Buren—, pero el estroncio no se conoce en esta zona todavía. ¿Tiene algún valor terapéutico?

—Ninguno, que yo sepa. Pensaba usarlo para fuegos artificiales, porque produciría un bonito color rojo.

—Respecto a eso, hay nada menos que tres pirotécnicos chinos al otro lado del río y disponen de todo. Dicen que Lao Tung es el mejor. Quisiera ir con usted, pero, como le dije en mi nota, tengo que marcharme a mediodía y antes tengo que acabar con esta criatura.

—Naturalmente. Así que Lao Tung. Muchísimas gracias. El sultán es nuestro invitado esta tarde con motivo del cumpleaños de la princesa Sophia, y se me ocurrió que si la Armada real hacía un saludo con brillantes colores en honor de ella no sólo le proporcionaría placer, sino que enfatizaría la lealtad de la misión, que contrasta con la traición de Ledward. Además, eso resaltaría la diferencia entre unos hombres que traicionaron primero a su rey y luego a su república y que ahora apoyan a un vil usurpador, y otros hombres que siempre han respetado el principio del poder hereditario, lo que seguramente gustará a quien gobierna por mandato divino. Fox está de acuerdo. A propósito de su alteza, ¿tengo razón al suponer que es un pederasta?

—¡Oh, sí! ¿No se lo dije? Quizá no pensé en algo tan obvio. Ese tipo de cosas son tan usuales aquí como lo eran en Atenas. El actual favorito es Abdul. Rara vez he visto a un hombre tan encaprichado.

—Es un joven hermoso, indudablemente. Pero, dejando eso a un lado, le diré que por la noche tuve una entrevista muy satisfactoria con el empleado de Pondicherry.

—¿El empleado de Duplessis que es de Pondicherry?

—Exactamente. Se llama Lesueur. El joven empleado de Wu Han, a quien le debe mucho, le trajo al oscurecer y enseguida llegamos a un acuerdo. Tiene un negocio de importación y exportación en Pondicherry, donde todavía vive su familia, y a cambio de una recomendación a la Compañía, nuestra protección en el futuro y cierta cantidad de dinero, se comprometió a darme toda la información que pueda. Esta mañana me envió esto: el borrador del diario oficial de Duplessis, que él pone por escrito.

Van Buren dejó a un lado el escalpelo, se secó las manos y cogió el fajo de papeles. Empezó a leer atentamente y después de leer un par de páginas dijo:

—Veo que piensa que nos relacionamos por razones puramente científicas.

—Sí. Fox quería venir a hablar con usted del templo budista de Kumai, pero le dije que la visita de un enviado podría comprometerle. También Aubrey está deseoso de que se lo presente… Eso me recuerda que tengo una cita con él a las nueve y veinte —añadió, mirando su reloj—. ¡Jesús, María y José, son las diez menos cuarto! Se pone furioso como un león si tiene que esperar simplemente media hora. Les deseo a ambos muy buen viaje. Vayan con Dios. Le enseñaré los papeles en otra ocasión. ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

Jack, el contador, el ayudante del contador, Killick y Bonden, por recomendación de Stephen, fueron a la tienda de Lin Liang a encargar los víveres para la recepción de esa tarde en la Diane, que serviría el propio Lin Lang. Después de esperar por Stephen once minutos en el muelle, se dirigieron a la tienda de Lin Liang, y escoltados por una nube de niños, se dirigieron al mercadillo. Saludaron a Stephen con respeto y, con los labios fruncidos, lanzaron significativas miradas a sus relojes o a la clepsidra china que estaba junto a las serpientes desecadas para uso medicinal. Lin Liang, sin embargo, le dio la bienvenida más calurosa que pudo y luego, cuando terminaron de encargar los víveres, mandó a su ayudante a que les indicara por dónde se iba a casa del pirotécnico.

Sólo fueron Jack y Stephen, pues el señor Blyth y los demás regresaron a la fragata. Atravesaron el puente y siguieron al guía por una calle perpendicular al río que a un lado tenía tiendas y una zanja donde había muchos cerdos negros pequeños, y al otro, el complejo donde se alojaba el enviado francés. A unas cien yardas delante de ellos, vieron a Wray y a Ledward andando cogidos del brazo. En cuanto Wray les vio se soltó, cruzó la calle, saltó por encima de la zanja e irrumpió en una tienda de ropa. Ledward siguió andando con la cara tensa. Stephen miró a Jack, que sólo estaba un poco serio pero no demostraba haberse dado cuenta de nada. Ledward se desvió ligeramente de su rumbo, se acercó al muro y entonces pasaron ellos.

Les pusieron el pedok, el datang yotras sustancias que con seguridad producirían un rojo y un azul brillantes en pequeñas bolsas de algodón cerradas con un cordón de colores, las pesaron y les pusieron unas etiquetas de colores. Mientras bajaban a la costa hablaron muy poco, pero cuando caminaban por el borde del cráter, donde sintieron una agradable sensación de fresco después de haber soportado el calor húmedo y maloliente de Pulo Prabang, Stephen preguntó:

—¿Qué sientes por esos dos?

—Sólo repugnancia.

—¿No darías una patada a Ledward, por ejemplo?

—No. ¿Y tú?

Stephen se detuvo y respondió:

—¿Le daría una patada? No… pensándolo bien, no.

Después de andar silenciosamente unos minutos por la lava blanda y fragmentada, Stephen, en el momento en que pasaban junto al grueso árbol bajo el cual se había reunido con Lesueur, el empleado de Pondicherry, dijo:

—Si hubiera cerca alguna piedra blanca, la usaría para señalar este día porque, a mi manera, he logrado hacer una jugada que podría ser muy útil.

—Me alegro mucho —dijo Jack, y se llenó los potentes pulmones de aire, formó bocina con la mano y gritó—: ¡Eh, la Diane!—Mientras observaba cómo la lancha zarpaba, añadió—: Aunque no hay piedras blancas, sino que todas son negras como tu sombrero, al menos podremos abrir una caja de vino de Hermitage. Estoy seguro de que el calor no lo estropeará.

Stephen, con el corazón y el estómago inflamado por el vino de Hermitage, pasó la última parte de la tarde con el señor White, el condestable, en la bodega de proa y el pañol en que se llenaban los cartuchos, donde se estaba fresco porque se encontraban por debajo de la línea de flotación. Estuvieron rodando los barriletes de un lado a otro y midiendo y pesando su letal contenido.

—Le aseguro, condestable, que esto no perjudicará a sus cañones —repitió—. El capitán usó la misma mezcla anteriormente en sucesivas andanadas; lo vi con mis propios ojos. Procedía del almacén de un pirotécnico muerto y le aseguro que no perjudicó a sus cañones. Además, sólo la usaremos para las salvas. Dispararemos a los objetivos con la mejor pólvora para disparar a gran distancia, la de granos grandes y rojos.

—No estoy seguro —dijo de nuevo el señor White, quitando disimuladamente un poco de antimonio de la balanza—. Si los compuestos químicos, es decir, los compuestos químicos chinos, no estropean los cañones, ¿qué los va a estropear? Y un cañón estropeado por compuestos químicos, especialmente si son chinos, tiene probabilidades de explotar.

Pero él y sus ayudantes eran las únicas personas que estaban preocupadas en la fragata. La mayoría de los tripulantes de la Diane, aburridos de estar en la fragata anclada, esperaban ansiosos la visita del sultán. Naturalmente, habían limpiado la fragata de arriba abajo y ahora, después de preparar cuatro estupendos objetivos de cierta altura cubiertos con tanta estameña como el carpintero podía gastar, raspaban cuidadosamente las balas de cañón para que las desigualdades de la superficie no las hicieran desviarse de la trayectoria. Por toda la fragata se oía un suave martilleo interrumpido a veces por el chasquido del rifle de Fox, que disparaba a un tronco de árbol situado a dos cables de distancia y le daba con tanta frecuencia que Alí, mirando por el catalejo, informaba que veía volar astillas tras casi cada disparo. Fox tenía su otra arma a mano, que esperaba usar cuando Maturin apareciera.

Todos estaban preparados mucho antes de la hora, pero todos estaban seguros de que el sultán, un extranjero, llegaría tarde, y se sentaron para disfrutar de la indefinida espera con la placentera sensación de estar vestidos con su mejor ropa y sin hacer nada, y gozando de la brisa que soplaba en el fondeadero. Por tanto se llenaron de asombro al ver que un parao de doble casco zarpó del puerto cuarenta minutos antes de la hora convenida y empezó a avanzar acompañado del sonido de las caracolas y el de las trompetas, algo que hubiera parecido presuntuoso en cualquier embarcación que no fuera la de un príncipe gobernante.

Fox, que era casi la única persona que no iba vestido de gala, bajó corriendo para ponerse su uniforme, y Jack, volviéndose hacia el primer oficial, comentó:

—Si algún maldito granuja quisiera que la corte nos sorprendiera en calzones, no podría haberles aconsejado mejor.

* * *

Fielding miró ansiosamente a proa y a popa, pero todo parecía estar en orden. El toldo estaba extendido, las betas estaban amarradas a la flamenca, los objetos de bronce brillaban como en un yate del rey, todos los marineros se habían afeitado y llevaban camisas limpias, las vergas estaban colocadas exactamente perpendiculares a los palos.

—Toco madera, señor —dijo—, pero pienso que probablemente ese maldito granuja sufrirá una decepción porque, en mi opinión, podremos recibir a los invitados sin sonrojarnos; sin embargo, voy a bajar a recordar al doctor que se ponga la chaqueta y la peluca.

El primero de los invitados que llegó fue el propio sultán, quien, como casi todos los malayos, subía a bordo como un marino. Le siguieron el visir, muchos de los miembros del gobierno y el copero. Les dieron la bienvenida con rugidos de cañones, pitidos y una breve ceremonia naval llena de esplendor.

En ocasiones como ésa, Fox y sus colaboradores se desenvolvían muy bien. Indicaron a los invitados que se sentaran bajo el toldo y para que se refrescaran les sirvieron bebidas a las que se añadían juiciosamente ginebra o coñac, según las instrucciones dadas de antemano, y ayudaron a Jack y a Fielding a mostrarles la fragata. A Jack le impresionó el gran interés que el sultán demostraba por todo lo que veía y su facilidad para entender los principios de la arquitectura naval a gran escala, que notó cuando a Fox se le agotó el vocabulario que empleaba para hablar de los sobretrancaniles, los baos de las baterías y las dos clases de bitas, y el sultán comprendió enseguida la explicación que Jack había escrito con tiza en la cubierta y lo expresó con gestos. Pero fueron las piezas de artillería, tanto los cañones de dieciocho libras como las carronadas, esas armas de boca ancha de corto alcance realmente devastadoras, las que fascinaron al sultán y a sus acompañantes. Incluso en los ojos del viejo y bonachón visir apareció el brillo propio de un depredador.

—Tal vez a su alteza le gustaría verlos en acción —sugirió Jack.

Su alteza se mostró encantado y todo el grupo regresó al alcázar. La recepción había ido bien hasta ese momento y Jack estaba bastante seguro de que continuaría aún mejor en cuanto la fragata ganara velocidad. El único que no se mostraba satisfecho era Abdul. A pesar de que el enviado, que estaba al corriente de la situación, le había hecho un regalo extraordinariamente hermoso, Abdul mantenía un gesto adusto desde el principio, y cuando servían las bebidas había arrebatado una botella de las manos a Killick con tal brusquedad que en otras circunstancias le habría costado un fuerte golpe. Ahora que se había dado cuenta de que no le era muy simpático a los tripulantes de la Diane, tenía una actitud tan arrogante y desdeñosa que incluso los más viejos sodomitas, como el cocinero y el encargado de las señales, movían la cabeza de un lado a otro. El propio sultán tuvo que impedir que siguiera tirando de la rabiza de uno de los cañones del alcázar, y mientras remolcaban los objetivos y deslizaban y ataban las cadenas, hizo cosas disparatadas y ofensivas y mostró abiertamente su desprecio hacia Alí, Ahmed y los otros sirvientes malayos. Fox había dejado sus dos rifles encima del cabrestante cuando bajó corriendo, y en ese momento Abdul cogió el de Purdey. Dijo que tenía muchas ganas de dispararlo, que estaba acostumbrado a usar armas y añadió con voz infantil que era el mejor tirador de Pulo Prabang después del sultán. Fox, para complacerle, cargó el rifle y le enseñó cómo tenía que sostenerlo y apuntar; sin embargo, Abdul no le escuchó ni, consecuentemente, se acercó bastante la culata, por lo que el arma, en el retroceso, le golpeó la mejilla y el hombro. Empezó a llorar de dolor y de rabia (Ahmed se había reído a carcajadas) y el sultán, absurdamente apenado, trató de consolarle; pero nada pudo lograrlo hasta que Fox, aceptando las sugerencias no muy sutiles de su alteza, le regaló una de sus armas. El enviado puso la mejor cara que pudo porque el tratado era muy valioso para él, pero su gesto complaciente no convencía a nadie y los demás sintieron un gran alivio cuando al oírse el grito «¡Todos a zarpar!» la fragata se llenó de actividad y todos dejaron de prestar atención a la desagradable escena.

La brisa nocturna de Prabang podía predecirse con bastante exactitud y ahora se comportaba como ellos esperaban, pues soplaba siguiendo una línea de oeste a este, desde la parte de la abertura del cráter más próxima al mar hacia la ciudad. Los marineros habían remolcado los objetivos hasta las posiciones correspondientes, al norte y al sur de esa línea y a cuatrocientas yardas de ella, dos por estribor y dos por babor. Largaron las gavias, las cazaron y tiraron de las brazas para subir las vergas en medio del viento estable que llegaba por la aleta. La fragata ganó velocidad muy rápido y Jack dijo al suboficial que la gobernaba:

—Por favor, manténgala a cinco nudos, señor Warren.

Sólo iban a disparar los once cañones anteriores de las principales baterías de ambos lados, pero Fielding había reunido allí a todos los hombres de talento de la fragata, y él y Richardson, secundados por los cuatro guardiamarinas más responsables, iban a supervisar los disparos. En realidad no había mucho que supervisar, pues el jefe y el subjefe de las brigadas de cada cañón conocían perfectamente su oficio. Bonden, encargado del cañón de proa de estribor, había estado apuntando cañones de veinticuatro y dieciocho cañones desde la batalla de Saint Vincent, y los escogidos miembros de las brigadas disparaban ya con una rapidez y una precisión muy superiores a los valores promedio. Puesto que la Diane era nueva y fuerte y estaba bien construida, podía soportar el impacto de una descarga simultánea, que era algo muy espectacular; sin embargo, todos los artilleros que iban a participar en la acción sabían que era un asunto de todo o nada, un asunto en que no podía corregirse ningún error, y, además, que les miraban atentamente personas muy observadoras. La mayoría de ellos se habían quitado la camisa (sus mejores camisas, con encaje en las costuras), y las habían colocado cuidadosamente doblada en el centro de la fragata o en los frenos de la bomba de cangilones, y también la mayoría de ellos estaban nerviosos. Puesto que las nuevas llaves de chispa podían fallar, Jack prefería usar mechas de combustión lenta para este tipo de ejercicios, y ahora el humo se arremolinaba en la cubierta y traía a todos innumerables recuerdos.

La fragata estaba casi paralela al primer objetivo y el agua formaba ondulaciones en sus costados.

—Está en posición —murmuró Bonden.

—¡Fuego! —gritó Fielding.

Toda la batería disparó, produciendo un largo y atronador ruido, y salieron de ella once llamaradas con trozos de madera cuya negrura contrastaba con su brillo. Antes que la nube de humo ocultara la mar, quienes estaban en el alcázar pudieron ver los pedazos del objetivo saltar por los aires entre la espuma, como en una erupción, algunos penachos de agua más allá y cómo una bala rebotaba varias veces en la mar antes de caer en la rocosa orilla. El sultán se golpeó la palma de la mano izquierda con la derecha cerrada, un gesto europeo o tal vez universal, a la vez que en su rostro se reflejaba una profunda satisfacción; y entonces, con un inusual brillo de alegría en los ojos, gritó algo al visir. Los artilleros guardaron los cañones, los limpiaron, volvieron a cargarlos y a atacar la carga y, satisfechos, los sacaron de nuevo ruidosamente.

La Diane se acercó al segundo objetivo en medio de un silencio sepulcral. Los artilleros miraban por las portas con gran atención y hacían mínimos cambios en la orientación y la elevación de los cañones. El sultán y sus hombres se habían alineado junto a la borda y permanecían muy atentos.

—Está en posición —murmuró Bonden. De nuevo Fielding miró por encima del cilindro del cañón y gritó:

—¡Fuego!

Esa vez, aparentemente, todos dieron en el blanco y el sultán soltó una carcajada.

—¡Todos a virar! —ordenó Jack.

Entonces la fragata viró en un espacio de un tamaño apenas mayor que su longitud. Los artilleros se enderezaron un momento, se ajustaron los pantalones y se escupieron las manos; ahora estaban en plena forma, e inclinados otra vez sobre los cañones destruyeron las dos balsas que quedaban con precisos disparos. La Diane volvió al lugar donde estaba amarrada, junto a los dos paraos, doce minutos después de haberse ido de allí.

Jack y el primer teniente se miraron con alivio. Habían realizado una peligrosa acción, pero sabían que todos en la fragata habían hecho un buen papel, incluso valorado según los más elevados patrones dentro de la profesión.

—Señor —dijo Fox junto a él—, le aseguro que éste ha sido un espectáculo impresionante. El sultán quiere que sepa que nunca ha visto nada igual.

Jack y el sultán hicieron una inclinación de cabeza y sonrieron. Jack, mirando hacia la puesta de sol, le respondió:

—Por favor, diga a su alteza que espero mostrarle algo tal vez mejor, al menos para expresar lealtad, dentro de unos minutos. Cuando suene la primera campanada en la guardia de primer cuartillo, haremos salvas en honor a la princesa Sophia por ser su cumpleaños.

Cuando sonó la primera campanada, la penumbra tropical se había convertido en oscuridad tropical. El señor White, vestido con su mejor uniforme y con una varilla al rojo vivo en la mano, avanzó con paso majestuoso hacia el primer cañón del alcázar, seguido por un ayudante que llevaba un brasero. Cuando los oficiales y los infantes de marina estaban en posición de atención y los marineros en una ligeramente parecida, metió la varilla en el fogón del cañón, del que inmediatamente salió una gran lengua de fuego color carmesí acompañada de un fuerte estampido.

—¡Oh! —exclamó el sultán, sin poder contenerse.

El señor White avanzó hasta el otro cañón repitiendo:

—Si no fuera un artillero no estaría aquí.

Entonces salió del cañón una llamarada de color zafiro y todos los miembros de la corte exclamaron un prolongado: «¡Ah!».

A intervalos regulares, entre las palabras rituales del condestable, se sucedieron otras llamaradas, entre las que las hubo de color blanco brillante como el alcanfor, otra verde como una pátina sobre el bronce, otra rosada, otra de un extraordinario color violeta producido por el oropimente, y finalmente, con un ensordecedor estallido, salió una enorme y cegadora de la última carronada que estaba cargada con una gran cantidad de la mezcla de pedok, datang y colofonia.

* * *

Stephen vio en la ventana de Van Buren la luz que indicaba que era bienvenido y, después de saltar por encima de una serpiente pitón que cruzaba la parte externa del camino de entrada, pasó al interior por la puerta del jardín.

—¡Me alegro de volver a verle! —exclamaron ambos casi simultáneamente.

Van Buren le contó su viaje, que había sido seguro pero lento, aburrido y estéril si se consideraba desde el punto de vista de las ciencias naturales, y cuando terminó de explicarle el tratamiento recetado al paciente, Stephen dijo:

—¡A propósito! Había una serpiente pitón en el camino de entrada.

—Supongo que sería una Reticulatus.

—Eso me pareció. No pude examinarle las escamas porque no había luz ni tenía tiempo, pero eso fue lo que me pareció.

—Sí. La veo de vez en cuando. Dicen que las serpientes pitón tienen malhumor, pero ésa nunca lo ha demostrado; sin embargo, no sería prudente sentarse bajo su árbol. Ahora dígame, ¿cómo van las cosas?

—Las negociaciones oficiales empezaron bien, pero se están poniendo difíciles porque es necesario replantear el asunto un interminable número de veces.

—Naturalmente, ellos retrasarán las cosas bastante tiempo. En esta zona tomar una rápida decisión supone desprestigiarse. Puse los huesos de Cuvier entre las pequeñas hormigas rojas para que los limpiaran, y teniendo en cuenta el tamaño del tapir, esa será una tarea muy larga para ellas, pero estoy seguro de que estarán totalmente blancos antes que se los lleve para enviárselos a él a Francia.

—A mí me encantaría quedarme, pues apenas he empezado a coleccionar coleópteros y nunca he visto un orangután ni siquiera de lejos; sin embargo, lo que me angustia es que a pesar de haber ganado el favor del visir y de la mayoría de los miembros del gobierno, y especialmente el de la sultana Hafsa gracias a sus valiosos consejos y a la ayuda del amable Wan Da, cada vez que Fox hace algún progreso notable, el sultán pone el veto a lo acordado y el visir tiene que rechazarlo todo, a veces con pretextos que son difíciles de creer. Tanto Fox como yo estamos convencidos de que la causa de esto es Abdul. El sultán tiene un carácter fuerte y dominante y atemoriza a los miembros de su gobierno, pero, como usted mismo dijo hace algún tiempo, nunca se ha visto a un hombre tan encaprichado. Ese vergonzoso hecho quedó patente en la exitosa recepción que dimos en la fragata.

—Pero, ¿qué interés puede tener Abdul en ese asunto?

—¿Conoce a Ledward, el negociador de la misión francesa?

—Le he visto un par o tres de veces. Tiene un porte elegante, pero, sin duda, es despreciable.

—Además de ser un negociador extraordinariamente bueno, persuasivo y capaz de hacer perder a Fox los estribos delante del gabinete y de expresarse mejor que él, es también amante de Abdul.

—¡Oh! —exclamó Van Buren—. Ese joven está jugando con fuego. Hafsa es una mujer decidida y le odia, y, por otra parte, su familia es muy poderosa. Además, el sultán es muy celoso.

—Creo que Ledward ha hecho creer a Abdul que si se presiona al máximo a los franceses —continuó Stephen—, darán al sultán su fragata además de los cañones, el subsidio y los carpinteros de barcos que le ofrecieron al principio. No les queda nada más. El dinero se les acabó, pues, por una parte, no tenían gran cantidad desde el principio, y por otra, Ledward ha perdido mucho jugando. Tanto él como Wray, su compañero, son jugadores empedernidos y muy malos. ¿Quiere saber qué me induce a pensar eso?

—Me gustaría mucho saberlo, pero primero tomemos café.

—¿Recuerda lo contento que me puse al obtener el borrador del diario de Duplessis? —preguntó Stephen después de dejar a un lado la taza y secarse los labios—. Fue lo más estúpido que he hecho en mi vida; mejor dicho, casi lo más estúpido. Al cabo de una semana empecé a pensar que eso era demasiado fácil y demasiado bueno para ser verdad. Creo que antes que usted se marchara le dije que pensaba ponerme de acuerdo con el medio hermano de su jardinero para que me trajera los papeles que tiraban en casa de Duplessis, ¿no es cierto?

—Así es.

—Llevó cierto tiempo cumplir lo acordado, y cuando encontramos una forma de entrega discreta se habían acumulado tantos papeles que recibí un enorme montón. Los alisé, logré ordenarlos cronológicamente y entre ellos encontré algunos del diario oficial. Ya tenía dudas sobre el asunto y, aunque no me sorprendió del todo descubrir que no eran iguales que los supuestos borradores con la misma fecha, confieso que me molestó mucho. Ledward es el encargado del espionaje en la misión francesa, y me lo imaginé riéndose con Wray de mi simplicidad.

—Sin duda, es algo decepcionante.

—Tan decepcionante que durante algún tiempo no confié en mí mismo para hacer nada. Afortunadamente, Wu Han, a quien le hablé de mi decepción, se sintió… no diría que responsable, pero sí relacionado en parte o comprometido, y como además piensa mudarse a Java porque allí encontrará un terreno más propicio para su talento y quiere que Shao Yen y Raffles le vean con buenos ojos, interrogó a su empleado. Comprobó su buena voluntad, le pagó en mi nombre lo que le debía Lesueur y le dijo que le invitara esa tarde. Cuando llegó Lesueur, lo que prueba que no soy el único simple en Pulo Prabang, le exigieron que pagara su deuda, y puesto que no pudo entregar ningún dinero, fue apresado por deudor por varios robustos ayudantes de que Wu Han dispone para trabajos de ese tipo, quienes lo llevaron ante mí por la noche. No tiene inmunidad. El sultán dio un salvoconducto a los miembros de la misión y les prometió protección en el momento en que ésta se formó en París, pero Lesueur y otros empleados de poca categoría fueron contratados en las Indias orientales. Le dije que se había comportado como un insensato y no sólo se había arruinado a sí mismo, pues sería azotado y encarcelado hasta que pagara su deuda, sino que también había causado un grave daño a su familia y a su negocio, que dependían de los británicos. Lloró, dijo que lo sentía mucho y que lo había hecho obligado por el señor Ledward, que le sorprendió robando papeles uno de los primeros días. Le dije que la única posibilidad que tenía de salvarse era no decir absolutamente nada y hacer lo que había prometido y al mismo tiempo enviar los falsos borradores. Añadí que conocía a una persona de la misión que me diría si actuaba indebidamente, como había hecho en esta ocasión. Hasta ahora no ha dicho nada y tengo la ventaja de enterarme de lo que hacen y lo que quieren que crea que hacen o van a hacer. Y una de las cosas que ellos, mejor dicho, que Ledward quiere que crea es que están dispuestos a entregar su fragata con tal de conseguir el tratado.

—¿Cómo cree que le beneficiaría que usted lo creyera?

—No estoy seguro. Tal vez espera que los hombres de nuestra misión difundan el rumor y de esa manera el rumor llegue a oídos del sultán por diferentes cauces y sea más verosímil; tal vez quiere llevar a Fox a la desesperación para que se vaya sin conseguir el tratado. No sé. Lo cierto es que eso es lo que se le ha ocurrido a Ledward y ha logrado que Abdul lo crea.

La puerta se abrió y entró Mevrow van Buren. Apenas tenía más de cinco pies de estatura, pero era delgada, elegante, inteligente y, sobre todo, alegre, una cualidad que Stephen valoraba mucho (la mayoría de los malayos eran taciturnos y muchas de las mujeres casadas eran tristes), y por eso simpatizaba con ella. Ambos se saludaron con la cabeza, se sonrieron y ella dijo a su esposo:

—Cariño, la cena está servida.

—¿La cena? —preguntó Van Buren con asombro.

—Sí, cariño, la cena. La tomamos cada noche a esta hora, ¿sabes? Vamos porque se estará enfriando.

—¡Ah, me olvidaba! —exclamó Van Buren cuando se sentaron—. Cuando regresé me encontré con que tenía varias cosas que habían llegado por correo, pero no había nada interesante en ellas. En los Proceedings no hay más que estudios matemáticos y en el Journal ese charlatán de Klopff habla del principio vital. Pero me apenó mucho enterarme de que en la City hay mucha agitación y que todos están retirando su dinero de los bancos. Espero que usted no resulte afectado.

—¡Oh, no, no tengo dinero! —exclamó Stephen, pero después rectificó—: Es decir, he pasado muchos años solo y en la más horrible pobreza, y mi vida podría haber sido corta, pero he continuado viviendo. Por tanto, la pobreza y la soledad se convirtieron en algo habitual para mí, en algo natural, y siempre pienso que estoy sin dinero. No obstante, la situación ha cambiado, porque tuve la suerte de recibir una herencia, que, debo añadir, está al cuidado del banco de un hombre íntegro; y, además, no estoy solo, porque tengo una esposa y cuando regrese espero tener también una hija.

Los Van Buren se alegraron mucho y brindaron por la señora Maturin y la niña, y cuando terminaron Mevrow van Buren dijo:

—Esto me recuerda otra alegre noticia que tenía muchas ganas de comunicarle: la sultana Hafsa está embarazada de dos meses y el sultán va a peregrinar a Biliong para asegurarse de que sea un niño, y ha prometido que cubrirá de oro la cúpula de la mezquita si tiene un heredero.

—¿Cuánto tiempo durará el peregrinaje?

—Contando el tiempo del viaje y el de las apropiadas abluciones, ocho o nueve días, pues es necesario que la mitad del gabinete vaya con él. Sólo se quedarán el visir y algunos de ellos con el fin de mantener la paz y juzgar algunos casos —dijo Van Buren—. Me temo que las negociaciones se interrumpirán al menos una semana.

—Iré a Kumai —anunció Stephen con el rostro radiante.

* * *

Mientras regresaba al burdel donde se alojaba, pensó que lo correcto era pedir a Fox que le acompañara en la expedición, y cuando entró en la planta baja, la más elegante, ya había pensado un mensaje cortés pero no demasiado insistente, y en el momento en que iba a subir a la superior, la más tranquila, donde podría escribirlo, vio a Reade y a Harper sentados con un grupo de mujeres de mediana edad. Tenían sus cortas piernas sobre una silla y sostenían en una mano un cigarro y en la otra un vaso, probablemente de aguardiente de palma. El rostro de Reade, hermoso y terso como el de un bebé, se había puesto de color escarlata y el de Harper de color gris verdoso. Se asombró al verles y después recordó que les habían mandado a tierra para que sus principios morales no se vieran afectados por la presencia de mujeres en la fragata. Luego avanzó hasta la escalera sin que ellos le vieran porque estaban mirando una danza sensual que bailaban en medio de la habitación. Después de escribir la nota bajó y se dirigió a la mesa donde estaban. Cuando ellos le vieron por fin se pusieron de pie. Harper se ruborizó y el pequeño Reade se puso pálido como un cadáver y se desmayó. Stephen le cogió cuando caía hacia delante y preguntó:

—Señor Harper, ¿usted se encuentra bien, verdad? Entonces entregue en mano esta nota a su excelencia lo más pronto posible. —Se volvió hacia el dueño del burdel y dijo—: Halim Shah, por favor, haga que lleven enseguida al otro guardiamarina a la residencia del señor Fox.

La respuesta a la nota llegó con el sol de la mañana y la recibió con agrado. Fox dijo que estaba désolé, désolé, pero que el sultán le había invitado a acompañarle a Biliong como compensación porque Ledward había estado con él durante su visita a Kawang, y pensaba que debía aceptar por el bien del tratado. Añadió que iría muy apenado, que nunca un peregrinaje había sido menos oportuno y que si Maturin tenía la amabilidad de ir a desayunar con él al menos podría hacer un brillante resumen de lo que había que ver y medir en el templo de Kumai. Finalmente dijo que Aubrey también iba a desayunar con él y que quizás ésa sería una razón más para convencerle.

—¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó Jack al entrar—. Muy buenos días. Hace días que no nos vemos. Voy a azotar a esas pobres salvajes y volveré enseguida. Aquí está su excelencia.

—A pesar de las molestias que cause el viaje a Biliong —dijo Stephen cuando él y Fox se sentaron a comer un plato de kedgeree—, debe admitir que esta invitación es un logro diplomático. Creo que no va ninguno de los miembros de la misión francesa.

—Ni uno. Y eso me consuela.

Durante un rato hablaron del viaje, que a pesar de ser muy diferente al importante peregrinaje a la Meca, comporta muchos de los ritos y requiere también austeridad y abstinencia. ¿Sería apropiada la presencia de concubinas o de Abdul?

—¡Oh, no! —respondió Fox—. Cuando se hacen votos de este tipo la castidad es imprescindible. Abdul no irá.

—El problema de azotar a los jóvenes es que uno puede marcarles para toda la vida —intervino Jack—, lo que es desagradable, o no lastimarles en absoluto, lo que es ridículo. Aparentemente los ayudantes del contramaestre no tienen ningún problema para pegar porque golpean con el azote como si estuvieran intentando recoger un celemín de legumbres y luego lo apartan tranquilamente. Tampoco lo tenía el viejo Pagan, mi maestro. Solíamos llamarle Plagoso Orbilio. Pero le diré una cosa, excelencia, usted es, sin duda, un excelente diplomático, pero una niñera del montón.

—Nunca me imaginé que esas cosas pasaran por su cabeza —dijo Fox en tono malhumorado—. ¡Mujeres de la vida! ¡Mujeres lascivas! Les aseguro que yo nunca pensaba en ellas cuando tenía su edad.

Entonces Jack y Stephen bajaron la vista hacia sus platos. Después de un rato Fox rogó a Aubrey que le disculpara porque la cita que tenía en el palacio ya estaba próxima y antes de irse tenía que hablar al doctor Maturin del templo que iba a ver, especialmente de los detalles que debía observar y, si era posible, dibujar y medir.

Ambos le despidieron, le desearon buen viaje y siguieron tomando café.

—Quisiera ir contigo, pero no puedo dejar la fragata. No obstante eso, puesto que Van Buren dice que hay un camino que llega hasta el cráter lo bastante ancho para recorrerlo a caballo, tal vez pueda ir hasta allí cabalgando. Luego Seymour o Macmillan o ambos podrían volver cuando quieras con un poni para que regreses.

* * *

El sinuoso camino hacia el interior corría paralelo al río Prabang y cruzaba por el centro de un terreno de aluvión. A cada lado del río había gente arando con búfalos sus tierras medio inundadas o sembrando arroz. Las aves volaban en grandes bandadas y en el agua había gran cantidad de patos de distintas clases y las cigüeñas caminaban tranquilamente por los campos de arroz.

—Creo que ésa era una agachadiza —dijo Jack, poniendo la mano en la carabina—. ¡Y ahí hay otra!

Stephen estaba enfrascado en una discusión sobre las palmeras que había al borde del camino y en los pantanos con dos dayks sunnitas que formaban parte de la escolta que el sultán le había puesto a la misión británica. Ambos iban armados con lanzas, con sus armas tradicionales, cerbatanas y puñales malayos, y se les consideraba oponentes muy valientes y peligrosos. Eran cazadores, naturalmente, y sabían mucho de las palmeras y de la mayoría de los animales que encontraban. Uno de ellos, Sadong, era un excelente tirador y, como era muy amable, usando su arma silenciosa y precisa derribó varias de las aves más raras para dárselas a Stephen, sobre todo cuando dejaron atrás los campos cultivados y empezaron el ascenso a través del bosque por senderos hechos por los chinos que talaban los árboles usados por los ebanistas, como sándalos, alcanforeros y otros árboles pequeños. Mucho antes de mediodía se sentaron bajo un frondoso alcanforero. Cuando Stephen despellejó las aves, los dyaks las pusieron en una varilla y las asaron dándoles vueltas sobre una llama para tomarlas de aperitivo. Luego comieron un pavo real asado frío, hicieron café y, cuando llegó el caluroso mediodía, reanudaron la marcha silenciosamente por el sombreado sendero. No se movía nada e incluso las sanguijuelas estaban soñolientas, pero los dyaks encontraron las huellas de dos osos y un ejemplar de la extraña especie de jabalí de aquella zona e indicaron el árbol hueco donde era evidente que los jabalíes habían encontrado miel, un árbol sobre el que crecían treinta y seis clases de orquídeas, algunas de ellas a gran altura. De las menos espectaculares se decía que eran buenas para curar la esterilidad femenina.

Siguieron ascendiendo. El volcán podía verse a veces, desde los lugares donde había muchos menos árboles porque los habían derribado los rayos, los torbellinos o porque había muchos crestones, y cada vez parecía más alto y más cercano. En las pendientes y barrancos se veía el rastro de un antiguo camino que aparentemente era ancho, bien trazado y con diques, pero ahora, donde aún existía, era un sendero. Según los dyaks, al final había un grupo de durianes cuyos frutos eran famosos por su tamaño, su sabor y porque maduraban muy pronto, y también un templo pagano, que estaba justo antes de los Mil Escalones.

—He perdido unas quince libras —dijo Jack, conduciendo a su poni por el camino.

—Tú te lo puedes permitir —replicó Stephen.

Siguieron subiendo y subiendo. La conversación fue decayendo y finalmente cesó. Jack estaba empapado de sudor.

De repente el sendero dejó de estar inclinado. En la franja de terreno plano situado junto a él estaba el bosque de durianes, y más allá se encontraba la alta pared del cráter y los legendarios escalones, que formaban una senda serpenteante como los de la Gran Muralla.

Atravesaron lentamente el terreno llano bajo los árboles, bastante separados entre sí, y al pie de la pared rocosa, que ahora ocultaba la mitad del cielo, encontraron el templo pagano del que hablaban los dyaks. Estaba casi en ruinas y medio cubierto por lianas y otras plantas trepadoras, como el ficus, y un nutrido grupo de helechos; sin embargo, aún conservaba parte de una torre. Las hileras de figuras talladas en el exterior no podían verse con nitidez porque el paso del tiempo las había oscurecido y, sobre todo, debido al celo de los musulmanes conversos, que eran iconoclastas y, hasta la altura que habían podido llegar con escaleras, les habían arrancado la nariz, la cabeza, los pechos, las manos, los brazos y las piernas. Sin embargo, aún quedaba una parte suficiente para demostrar que había sido un templo hindú, y cuando Stephen trataba de recordar el nombre de la figura con seis brazos, o lo que quedaba de los seis brazos, oyó a un dyak gritar:

—¡Ohhh, mias, mias!

Y luego oyó al otro decir:

¡Dispara, tuan, dispara!

Dio media vuelta y vio a Jack desenganchando la carabina de la silla de montar y a los dyaks con las cerbatanas dirigidas hacia un durián alto y frondoso. Miró en esa dirección y vio en lo alto una gran figura de color rojizo.

—¡No dispares, Jack! —exclamó.

En ese momento Sadong lanzó su dardo y la parte superior del árbol se movió violentamente, se agitaron las ramas y se cayeron muchas hojas. Cayó del árbol un pesado durián que iba a pasar justo por entre las cabezas de los dyaks, pero ellos se pusieron a salvo riendo y el orangután huyó en dirección opuesta, saltando de rama en rama y de árbol en árbol a una sorprendente velocidad. Stephen pudo verlo dos veces en dos claros donde daba el sol y luego lo perdió de vista. Era rojizo y muy ancho de hombros y tenía los brazos extremadamente largos.

Los dyaks se acercaron al árbol e indicaron a Stephen las cáscaras de frutas y los excrementos de los mias.

—También había una hembra —dijo Sadong mientras señalaba—. Voy a ver si dejaron algo.

Subió al árbol y gritó:

—¡Dejaron muy poco esos malditos! —y tiró cuatro de los durianes más maduros.

Se comieron los durianes, y luego Stephen cogió su hatillo, que estaba detrás de la silla de montar, se lo echó a la espalda y dijo:

—Debes regresar enseguida, amigo mío, o te cogerá la noche en el bosque.

—¡Dios mío, qué subida! —exclamó Jack mirando hacia los escalones, que llegaban alto, muy alto, y parecían no terminar nunca—. Creí ver a alguien cerca del final, pero parece que dobló al otro lado, o tal vez me haya equivocado.

—Adiós, Jack. Que dios te bendiga. Adiós, estimados dyaks.

* * *

Cien escalones gastados por cien generaciones de peregrinos. Doscientos escalones: ya el bosque parecía una inmensa sábana verde extendida, bajo la cual había un orangután macho adulto.

—Hubiera dado cinco libras con tal de tener tiempo para verlo bien —dijo, y entonces recordó la riqueza que poseía en la actualidad—. No, mucho más, muchísimo más.

Doscientos cincuenta escalones: en un nicho de la pared rocosa vio la imagen de un dios totalmente desfigurado. Trescientos escalones: la curva que formaban hasta ahora, que era hacia la izquierda, se volvió irregular y luego siguió hacia la derecha, dejando a la vista un lejano campo por donde pasaba un largo río plateado y caminaba otro viajero.

Vio a un viajero a lo lejos que parecía llevar una manta marrón vieja y rota y estar muy cansado, pues avanzaba pesadamente, y a menudo, cuando los escalones estaban situados casi verticalmente, caminaba a gatas o descansaba. Trescientos cincuenta escalones: Stephen trató de recordar las palabras del Papa sobre el monumento y el número de escalones. Fueran cuantos fueran, cuatrocientos habían logrado escapar a la eficiencia de los musulmanes, y allí, donde la curva, gracias a una capa de lava, cambiaba de dirección y formaba un ángulo de ciento cuarenta grados, vio un oscuro santuario que la violencia no había modificado, un lugar casi destruido por el viento y la lluvia que todavía transmitía serenidad y sensación de aislamiento.

El otro viajero estaba descansando junto al santuario, y cuando a ambos les separaban menos de doscientas yardas de distancia, Stephen notó con incredulidad y emoción que era un mias, es decir, un orangután. Su incredulidad desapareció cuando sacó su catalejo de bolsillo, pero su emoción fue atemperada por el miedo a que el animal, que aún no había notado su presencia, huyera al verle. Aquel no era un lugar en que un gran simio acostumbrado a andar por los árboles podría desaparecer de repente, porque el terreno lo había formado la lava y había sólo uno o dos raquíticos arbustos, pero, a pesar de eso, trató de mantener la distancia entre ellos. No sabía nada de los sentidos de la vista, el oído y el olfato del simio y no volvería a tener una oportunidad así ni en mil años.

Siguieron subiendo y subiendo, siempre a un cable de distancia pero muy lentamente, pues el simio tenía los pies hinchados y estaba desanimado. Cuando Stephen ya había subido seiscientos escalones, le pareció que sus pantorrillas y muslos iban a reventar. Siguieron subiendo hasta que por fin la cumbre quedó a poca distancia, pero antes de llegar a ella la curva cambiaba de dirección otra vez. Stephen dobló y de repente se topó con el orangután, que se había sentado en un escalón para descansar. No sabía qué hacer y se sintió como un intruso.

—Dios te bendiga, orangután —dijo en irlandés, que, en medio de su turbación, le pareció más apropiado.

El orangután volvió la cabeza y le miró a la cara con una expresión triste y cansada, pero sin hostilidad. Un halcón pasó volando bajo. Ambos lo siguieron con la vista hasta que desapareció y después el orangután se levantó y continuó avanzando. Stephen lo siguió y observó cómo caminaba y cómo se movían sus músculos. Notó que el glúteo máximo era muy pequeño, que el músculo gemelo tenía una disposición y una manera de contraerse extrañas. También notó que era extraordinariamente ancho de hombros y que tenía los brazos muy largos y fuertes, por lo que se veía claramente que era un animal preparado para andar por los árboles.

Llegaron por fin a la cumbre, al borde del cráter, y Stephen, antes de pasar al interior y empezar a bajar, volvió a mirar al orangután con una expresión que le pareció alegre e incluso amable. Permaneció allí unos momentos para que el dolor de piernas se le pasara y para contemplar aquel espectáculo: una concavidad sumamente extensa, de millas y millas de diámetro, y en medio un lago. Se descendía a ella por una pendiente menos inclinada cubierta casi hasta arriba por un bosque donde, de trecho en trecho, había grupos de bambúes y amplios claros donde crecía la hierba, especialmente cerca del lago. A la izquierda se veía el templo Kumai y a su lado una edificación de la que salía una columna de humo. Desde donde Stephen se encontraba sólo veía un sendero para descender apenas perceptible. No eran necesarios los escalones en una pendiente moderada. El orangután ya había llegado hasta los árboles más bajos y pasaba de unos a otros dando grandes saltos casi sin tocar la tierra y muy pronto dejó de tocarla. Stephen vio cómo avanzaba hacia el monasterio, donde alguien tocaba un gong, hasta que su pelaje rojizo desapareció entre las hojas.

Stephen llegó al monasterio cuando anochecía. Buena parte del templo estaba en ruinas, pero aún estaban intactos la austera fachada y el amplio vestíbulo que se encontraba justo detrás, donde se oía un suave cántico. A lo largo de la fachada había algo parecido a un pórtico o un nártex, y allí, junto a un brasero, estaba sentado un monje con una gastada túnica de color azafrán.

Cuando Stephen dejó atrás los árboles y llegó al terreno cubierto de hierba que había frente al templo, el monje se adelantó para darle la bienvenida.

—¿Desea tomar una taza de té? —preguntó después del saludo.

Generalmente a Stephen no le producía placer ese insípido brebaje, pero los Mil Escalones habían hecho disminuir su orgullo y aceptó muy gustoso. Cuando ambos caminaron hasta la escalera del nártex y Stephen, con mucho dolor, empezó a subir, vio que el mias estaba sentado al otro lado del brasero, pero no sobre un taburete, como el monje, sino sobre una especie de nido hecho de mimbre. Era evidente que le habían lavado los pies en una palangana con agua tibia y en la toalla había manchas de sangre. El monje preguntó:

— Muong, ¿qué modales son esos?

Entonces el orangután se levantó lo suficiente para hacer una inclinación de cabeza. Stephen devolvió el saludo y dijo:

— Muong y yo hemos subido juntos los Mil Escalones.

—¿Realmente bajó hasta donde estaban los durianes? —preguntó el monje, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Creía que estaba cogiendo moras en mitad de la montaña. No me extraña que la pobre tenga los pies destrozados. A ella también le vendrá bien una taza de té.

El orangután hembra miraba a ambos ansiosamente mientras conversaban, pero al oír la palabra «té» se le iluminó el rostro y sacó un bol de debajo de su nido.

Mientras el monje, que se llamaba Ananda, hacía el té y mientras los tres lo tomaban, Stephen no dejó de escrutar el rostro de Muong. Eran difíciles de interpretar sus miradas, pero pronto pudo distinguir las miradas de afecto que con frecuencia lanzaba al monje.

Los cánticos del interior del templo cesaron. El gong sonó tres veces.

—Ahora van a meditar —explicó Ananda.

La noche llegó enseguida. En el bosque cercano se oyeron varios gibones gritar a coro: «Jú, jú, jú!».

Dos de ellos atravesaron el terreno cubierto de hierba situado delante del nártex, uno con las manos detrás del cuello y otro con los brazos en alto. El monje acercó un farol y enseguida pudieron verse un tragúlido y su cachorro. Muong tenía los ojos cerrados y su respiración era acompasada.

—Siento que haya ido tan lejos —dijo Ananda—. Es demasiado para un animal de su edad.

—Quizá le gustan mucho los durianes.

—Sí, pero hay muchos aquí y algunos ya están maduros. Ella baja a ver a un orangután macho, pero está muy vieja y él se burla de ella. Luego regresa triste, cansada, con los pies destrozados y el pelaje enmarañado.

—¿No hay orangutanes aquí? —preguntó Stephen.

—¡Oh, sí, muchos, muchos! Pero no le interesan. El único que le atrae es ese animal de ahí abajo. Es amable con los primos que están aquí y ellos la visitan, pero no considera ninguno como posible pareja.

Hablaron de ella durante algún tiempo. Aparentemente, Andana la había encontrado siendo un novicio, cuando llegó al monasterio, hacía más años de los que recordaba, pues allí arriba se perdía la cuenta de los años. Muong estaba en edad de amamantarse, pero su madre había muerto y Andana la crió con leche de oveja. Ella no podía hablar, pero él estaba seguro de que entendía al menos doscientas palabras y podía seguir el hilo de una conversación sencilla. Era muy afectuosa y tranquila, y, si no hubiera estado tan cansada, Stephen habría comprobado que tenía buenos modales, pues, por ejemplo, siempre se limpiaba la boca después de beber y comía con cuchara. Cuando salió la luna, Ananda trajo a Stephen un bol con arroz integral frío con durianes verdes salteados para darle sabor. Luego le preguntó dónde quería dormir. Le dijo que, desde hacía mucho tiempo, a la habitación que había arriba la llamaban «la cámara del peregrino», pero que ahora había allí murciélagos que podrían causar molestias, y añadió que, por otra parte, dormir allí abajo era exponerse al contacto con los puerco espines y las serpientes, a las que les encantaba sentir el calor humano.

—Si a Muong no le molesta, estoy seguro de que a mí tampoco —dijo Stephen, que había visto cómo esparcía paja cuidadosamente en un rincón hasta formar un cuadrado perfecto. Stephen sabía que en el vasto cráter donde se encontraba Kumai ningún hombre mataba a ninguna criatura ni la había matado desde el comienzo de la era budista, y cuando pasó un tiempo en la India supo por experiencia que existía tal inmunidad, pues los buitres se posaban en los techos o se peleaban en las concurridas calles y los monos entraban por las ventanas. Sin embargo, se sorprendió de lo que vio allí. Antes de quedarse dormido, la mitad del arca de Noé y la mitad de la fauna de Pulo Prabang pasaron por su lado bajo la luz de la luna o se sentaron en la extensa franja de hierba a rascarse. Durante la noche le despertó un enorme animal de cálido aliento que resoplaba frente a su cara, pero la luna ya se había ocultado y no pudo identificarlo. Después, con las primeras luces, cuando levantó la cabeza vio que un orangután salía despacio del nártex, donde probablemente había visitado a Muong, y que en la franja de hierba cubierta de rocío había innumerables huellas en todas direcciones.

Entonces se sentó y comprobó que Muong ya se había ido y que las pajas del lecho estaban colocadas en perfecto orden tras una hilera de piedras. Notó las piernas rígidas y se las frotó con la mano mientras oía los cánticos en el interior y observaba la luz del sol descender por la pendiente. Ya todo el cielo tenía un color azul pálido y los gibones estaban gritando desde hacía más de media hora. La luz llegó a un hermoso árbol que, en su opinión, era un ocozol, y los cánticos parecían estar terminando. Se incorporó para buscar en su hatillo los presentes que Lin Liang (que pertenecía a la rama china del budismo) recomendó como más apropiados: un paquete de té en forma de salchicha envuelto en seda y otro de benjuí envuelto en cuero. Se lavó la cara con las gotas de rocío que quedaban, arregló su hatillo tan bien como Muong arregló sus cosas y se sentó en la escalera del nártex a comer una galleta de barco.

Los cánticos cesaron, sonó el gong y la puerta se abrió. Un haz de luz solar le permitió ver la gran estatua de piedra situada al fondo del templo, una figura bien proporcionada con el rostro sereno y una mano levantada con la palma hacia afuera. Los cinco monjes que integraban el coro salieron precedidos por el abad, un hombre alto y delgado. Stephen les saludó con una inclinación de cabeza y ellos le devolvieron el saludo del mismo modo. Después apareció Ananda con té y varios boles.

Todos se sentaron en el suelo y Stephen les ofreció el paquete envuelto en seda diciendo:

—Un insignificante presente para una antigua casa. —Ofreció luego el paquete envuelto en cuero y dijo—: Para una antigua casa un insignificante presente.

El abad les dio palmaditas con satisfacción, agradeció los obsequios y se puso a beber el té a sorbos. Stephen les explicó que era médico y cirujano naval, que había llegado a esa zona debido a la guerra entre Inglaterra y Francia y que, aparte de la medicina, le interesaban mucho todos los seres vivos y sus costumbres. Añadió que tenía un amigo muy interesado en la primera expansión del budismo y los primeros templos que aún quedaban, y que esperaba que le permitieran ver Kumai, medirlo y dibujarlo lo mejor que pudiera, además de pasear por el campo varios días para observar a sus habitantes.

—Puede ver nuestro templo y dibujarlo, naturalmente —dijo el abad—, pero con respecto a los animales, sepa que aquí no se pueden matar. Comemos arroz, frutas y cosas así. No acabamos con ninguna vida.

—No tengo intención de matar ninguno; sólo quiero observar. No voy armado.

Mientras el abad pensaba en eso, otro monje, que había estado observando a Stephen a través de sus lentes, dijo:

—Así que usted es inglés.

—No, señor —respondió Stephen—. Soy irlandés. Pero por el momento Irlanda está bajo el dominio de Inglaterra y, por tanto, en guerra con Francia.

—Inglaterra e Irlanda son pequeñas islas en el extremo de la zona occidental del mundo —explicó otro monje—. Están tan juntas que apenas pueden distinguirse. Es posible que los pájaros que vuelan a gran altura se posen en una en vez de en la otra. Pero Inglaterra es la más grande.

—Es cierto que están muy juntas y que no siempre es fácil distinguirlas desde una gran distancia, pero, señor, eso mismo ocurre con el bien y el mal.

—A veces el bien y el mal están tan juntos que entre ellos no cabe ni un pelo. Con respecto a los animales, joven, puesto que promete no causarles ningún daño, puede caminar entre ellos. Muong le enseñará los mias, que son amigos suyos, y verá usted gran cantidad de cerdos y también de gibones y de sus parientes. Además, verá muy variadas plantas medicinales. Pero, como todos los peregrinos, estará entumecido después de subir los Mil Escalones, así que Ananda le llevará a nuestros baños calientes. Hoy podrá medir y dibujar el templo y mañana se sentirá descansado y ligero.

Había pocos carnívoros en Pulo Prabang (ningún tigre) y aún menos en Kumai. Había algunas serpientes pitón, que, naturalmente, tenían que vivir, pero no era raro que pasaran tres meses sin comer. Por otra parte, ni ellas ni los gatos ni los osos colmeneros inspiraban miedo a los pacíficos animales, ese miedo perpetuo y semiconsciente que hacía difícil observarlos en muchos otros lugares. Pero, sobre todo, los animales no eran perseguidos por el hombre desde hacía mil años y daban tanta importancia a la presencia de humanos como a la de ganado. Stephen vio con estupefacción que podía caminar por entre una manada de tragúlidos como si fuera uno de ellos, incluso abriéndose paso a codazos cuando era necesario. Ofreció al cachorro de tragúlido una rama verde y el animal la cogió sin vacilar un momento. Las aves, que eran menos numerosas, eran más desconfiadas, seguramente porque conocían el mundo exterior (muy pocos de los demás animales lograban bajar por la pared del cráter, rocosa y escarpada, que, además, tenía una sola abertura, la situada junto a los Mil Escalones), sin embargo, a veces se le posaban encima. Le parecía estar soñando despierto y que había dejado de ser humano o era invisible, y se sentía tan ligero y descansado como si hubiera pasado horas en las tres tinas excavadas en la roca y llenas del agua ligeramente sulfurosa que brotaba de tres puntos de la roca a diferentes temperaturas.

Los animales que le prestaban menos atención eran los herbívoros, pero los cerdos, de dos clases distintas, eran curiosos, a veces demasiado, y juguetones. Los primates, especialmente dos especies de monos y los orangutanes, eran los que se mostraban más interesados. Los orangutanes eran tranquilos y a veces parecían estar en un letargo. No eran sociables ni gregarios (Muong no le enseñó más de cinco en grupo: dos hermanas y sus crías), pero a menudo bajaban de los nidos donde pasaban la mayor parte del tiempo y se sentaban junto a él y Muong, escrutando su rostro inclinados hacia delante y con los labios fruncidos como si fueran a silbar. A veces le tocaban levemente la ropa, el escaso pelo o los brazos pálidos y casi desnudos (aunque tenían las manos escamosas estaban calientes). Una vez un enorme macho bajó con una liana tan gruesa como una cadena de ancla y se sentó junto a ellos bajo un árbol. Era viejo y, aunque tenía las mejillas fláccidas y la papada como los mias de avanzada edad, carecía del malhumor tan frecuente en los viejos. Acarició el hombro de Stephen antes de volver a tomar la liana y luego se balanceó con la agilidad de un gaviero a pesar de su gran peso. Stephen no logró descubrir la base de la comunicación de Muong con sus amigos, aunque hizo un gran esfuerzo. Le parecía que los sonidos audibles por el hombre (un vocabulario formado por un pequeño grupo de gruñidos) tenían poco que ver, y supuso que se basaba en la expresión de los ojos y en los pequeños cambios de los rasgos faciales. Fuera la que fuera, ella sabía siempre dónde estaban y cómo invitarlos a bajar de los árboles o a salir de los bosques de bambú desde una gran distancia.

Entre ellos Stephen observaba con mayor atención a las dos hermanas, que tenían el pelaje de color rojo brillante, y su cría, que estaba bastante crecida y era juguetona y muy activa. Pasaban mucho más tiempo en tierra y él permanecía horas junto a ellos con la esperanza de recordar todo lo que observaba. Muong no aprobaba esas frecuentes visitas y con el tiempo Stephen comprendió que los cachorros le parecían aburridos y las jóvenes madres insignificantes e incluso vulgares.

En realidad, el único motivo de desacuerdo entre ellos fue su insistencia en ir a ver al grupo el último día de su estancia. Muong sabía perfectamente bien lo que él quería y él, por su expresión, sabía que no estaba satisfecha; y a pesar de eso, cuando Ananda y él le pidieron que les llevara a verlos, les condujo hasta el otro extremo del lago, a veces apoyándose en los nudillos mientras caminaban por el terreno inclinado y cubierto de hierba, y a veces apoyándose en el brazo de Stephen.

La familia estaba entre un grupo de árboles que casi llegaban hasta el agua y allí fue donde Muong le dejó, obviamente con la intención de regresar a su casa sola.

Los gemelos, un poco más ágiles y activos que su primo, intentaban impedir que subiera a una gran piedra gris que estaba a la orilla del agua. Con asombrosa energía los pequeños simios se atacaban, se repelían y caían en el barro o en el agua y volvían a empezar. Aunque dieron algunos gritos, permanecieron callados durante más o menos media hora. Luego uno, por ser excesivamente diligente, mordió a otro en la oreja y todos cayeron al lago gritando. Las madres acudieron enseguida y hubo golpes, mechones de pelo rojizo arrancados y lo que parecían juramentos y reproches. El juego terminó y todo el grupo avanzó trabajosamente por la hierba y regresó a los árboles.

Desde su discreto puesto de observación, Stephen los vio desaparecer y luego se volvió para mirar la piedra con el fin de calcular la velocidad promedio a que un orangután podía subir sin prisa una pendiente moderada; sin embargo, cuando dirigió la vista hacia allí vio algo que le cortó la respiración, casi hizo detenerse su corazón y le hizo olvidar el cálculo. Lo que hasta entonces le había parecido otra piedra gris, era en realidad un rinoceronte.

Era un Rhinoceros unicornis macho, a juzgar por su único cuerno y por su tamaño, unos dieciséis o diecisiete palmos, aunque era difícil de precisar por sus patas relativamente cortas y la enorme masa que tenía bajo las ancas. Había tres aves posadas en su espalda.

Stephen sacó el catalejo sin moverse de su posición (de repente sintió la ilógica necesidad de actuar con cautela) y lo dirigió hacia el rinoceronte lo mejor que le permitieron sus manos temblorosas. Así pudo verlo realmente cerca, ya que el animal no se encontraba a más de cien yardas de distancia, tan cerca que cerró los ojos al verlo. Parecía que el rinoceronte se había estado revolcando en el fango, pues el barro que cubría su lomo se estaba secando, y que después de haber salido del barrizal de la orilla había ido a dormir allí, de cara a la pendiente cubierta por la hierba y muy cerca del lago. El griterío de los orangutanes al final del juego lo había despertado y ahora se disponía a dormirse otra vez.

Pero esta apreciación era errónea. El rinoceronte estaba pensando. Poco después abrió los ojos de nuevo, inhaló y exhaló con una enorme fuerza, levantó la cabeza, olfateó el aire a derecha e izquierda, aguzó las orejas y empezó a moverse y a subir la pendiente con movimientos sorprendentemente ágiles para un animal tan pesado. Mientras lo observaba, Stephen comprendió por qué tenía fama de ser muy fuerte y feroz, de sacarles las entrañas a los elefantes y de destruir cosas durante interminables horas cuando estaba ciego de rabia e incluso lanzar toros muy lejos como si fueran pelotas. Ganó velocidad y cuando corría y cogía impulso sus cortas patas despedían destellos. Stephen miró a lo lejos y vio otro rinoceronte en lo alto de la pendiente, a un cuarto de milla de distancia. También era macho y avanzaba con el mismo paso seguro y rápido. A mitad de la distancia ambos se encontraron, giraron un poco y chocaron hombro con hombro con estruendo y formando una nube de polvo, pero ninguno se tambaleó. Luego los dos completaron el giro de modo que quedaron situados uno junto a otro y avanzaron cada vez más rápido, en línea recta y hacia él. La tierra parecía temblar. Stephen se puso en pie de un salto. Entonces los dos pasaron por su lado haciendo un ruido atronador y continuaron corriendo en dirección al lago. Cuando se encontraban a una yarda de la orilla giraron juntos con tanta rapidez como los jabalíes y volvieron a subir la pendiente hombro con hombro, con las pezuñas despidiendo destellos hasta que llegaron a la cumbre y desaparecieron.