Capítulo 2

La Surprise encontró buen tiempo en cuanto dejó atrás el turbulento canal de la Mancha y entró en las solitarias aguas que Jack consideraba óptimas para que limpiaran las cubiertas y arreglaran todo como en un barco de guerra de la Armada, antes de virar al sur rumbo a Portugal. No temía que reclutaran forzosamente a los tripulantes porque la Surprise fuera un barco corsario y tampoco que el capitán de algún barco del rey de clase alta tuviera gestos de descortesía con él. En primer lugar, estaba protegido por el Almirantazgo, y en segundo, los pocos oficiales de la flota del Mediterráneo que podrían tratar la Surprise como un barco corsario normal (obligando a Aubrey a ponerla en facha, subir a bordo de su navío para enseñarles sus credenciales y justificar su presencia allí, responder preguntas y cosas así) sabían que al haberse convertido en miembro del Parlamento era probable que le rehabilitaran. A pesar de todo, Jack prefería evitar las invitaciones de los capitanes, incluso los mejor intencionados (aparte de sus íntimos amigos) y ser recibido como un simple civil; y, además, el contacto con los tenientes u oficiales de derrota que estaban al mando de pequeños barcos de clase baja, con quienes podía tratar, desde luego, le parecían aburridos e irritantes.

En consecuencia, la fragata navegaba por una vasta zona poco frecuentada donde en esa época del año sólo se encontraban ballenas, otras criaturas marinas y alcatraces pequeños. El centro estaba a considerable distancia al sur del cabo Clear, en Irlanda, y allí, si los días eran tan tranquilos como se esperaba, los tripulantes de la Surprise continuarían arreglando la fragata y terminarían de pintar la franja negra. El tiempo era ideal. Soplaba un viento flojo del suroeste y aún quedaban algunas largas olas que venían del sur, pero apenas había ondas en la superficie del mar. Una mañana, en uno de esos días en que no había horizonte, en que el cielo y el mar se unían imperceptiblemente en una indefinida banda de color que terminaba en azul pálido en el cénit, muchos marineros pensaron que podrían pescar desde el costado antes de empezar a pintar la franja negra, pues aquel momento les parecía oportuno para coger bacalaos pequeños.

Pero antes debían desayunar. Sonaron las ocho campanadas, se oyeron los gritos del contramaestre, pasos rápidos por todas partes y el choque de las bandejas de madera, y Stephen comprendió que iban a tomar el desayuno. El suyo lo tomaría pronto, cuando Jack oliera el café, la tostada y la panceta. Aubrey se había quedado despierto hasta la guardia de media, estudiando las observaciones de Humboldt y tratando de encontrar la mejor manera de anotar las suyas; por eso ahora, como tantas veces, dormía a pesar del ruido que sucedió a las ocho campanadas, y nada, salvo un cambio de viento, el grito «¡Barco a la vista!» o el olor del desayuno podría despertarle.

Si Jack hubiera viajado solo en la cabina del capitán de la Surprise, habría dispuesto de tres departamentos: la gran cabina al final de la popa, que era una espaciosa habitación con una ventana a todo lo ancho por donde entraba la luz a raudales, y una habitación casi tan grande que estaba delante y tenía una división en el centro que formaba la chupeta a babor y el dormitorio a estribor. Sin embargo, como no estaba solo, debía compartir la gran cabina con Stephen, quien también tenía para él solo la chupeta. Como Maturin era el cirujano de la fragata, también disponía de una cabina más abajo, un cubículo mal ventilado que, como los de los otros oficiales, daba a la cámara de oficiales y que usaba ocasionalmente, cuando Jack roncaba de una manera insoportable al otro lado del fino tabique. Pero ahora, a pesar del terrible ruido, estaba sentado allí con sus documentos mientras masticaba hojas de coca.

Se había despertado no hacía mucho de un sueño erótico vívido y extraño. Los sueños de ese tipo eran muy frecuentes últimamente, cuando apenas sentía los efectos del láudano que aún perduraban, y la vehemencia de su deseo le trastornaba. «Me estoy convirtiendo en un sátiro. ¿Qué sería de mí sin las hojas de coca? ¿Qué?», pensó.

Cogió las cartas que el capitán del cúter le había entregado y volvió a leerlas. El banquero deploraba decir al doctor Maturin que por el momento no había rastro de los bonos que mencionaba en su carta del 7 del último y le rogaba que confirmara por escrito las instrucciones que había dado al señor McBean, una formalidad necesaria para llevar a cabo la gestión. Además, lamentaba no haber podido enviar a la señora Maturin la cantidad de guineas que él había ordenado, pues la prima que se pagaba por el oro había subido a seis chelines por libra y era preciso que autorizara por escrito el incremento de la suma para realizar la transacción. También pedía que le hiciera el favor de mandarle nuevas instrucciones, reiteraba que era su más humilde servidor, etcétera.

—¡Cabrones! —exclamó Stephen, usando una palabra que frecuentemente oía a bordo, pero que rara vez empleaba.

Un poco sorprendido de sí mismo cogió el pesado paquete que acompañaba las cartas. Reconoció la letra en cuanto leyó la dirección, pero, además, el nombre del remitente estaba escrito en la parte inferior: Ashley Pratt. Era un cirujano y miembro de la Royal Society y desde hacía algún tiempo estaba tratando de agradarle, pero no le era simpático. Si bien era cierto que sir Joseph Banks tenía una gran opinión de Pratt y que a menudo le invitaba a su casa, el juicio de sir Joseph sobre las plantas o los insectos tenía más valor que el juicio sobre los hombres, pues a veces su bondad le llevaba a relacionarse con personas que sus amigos no aprobaban y su obstinación le hacía mantener esa relación. Stephen conocía a un tipo obsequioso y agresivo llamado Bligh, por desgracia un oficial de marina, que había gobernado Nueva Gales del Sur y cuyo mandato había causado el descrédito de todos los participantes en él, pero Banks aún le apoyaba. Estimaba a sir Joseph y pensaba que era un excelente presidente de la Royal Society, pero no creía que emitir juicios fuese su mejor cualidad. En realidad, le desagradaba casi todo lo que había oído de aquel gobierno de la colonia que todos llamaban «la del hijo de Banks». Aunque Pratt era un cirujano famoso y sin duda experto, nunca le confiaría un aneurisma de la arteria poplítea después de ver lo que había hecho a un paciente en Barts. Pero había tenido la amabilidad de enviarle este regalo, un imán o conjunto de imanes diseñado para sacar de las heridas astillas de metal de las balas de cañón, especialmente de las heridas en los ojos. Pratt había ponderado el artefacto en su última reunión.

«Podría funcionar, sobre todo si uno puede dirigir la fuerza y averiguar la trayectoria de entrada —reflexionó, y consultó su reloj—. Si Jack no se levanta dentro de siete minutos, pediré café y el desayuno para mí solo. Tal vez uno o dos huevos pasados por agua. De momento dejaré el artefacto de Pratt en el botiquín.»

Al abandonar el olor a medicina del sollado, notó el del humeante café (que había despertado al capitán) y advirtió un revuelo en la cubierta. Cuando llegó a la puerta de la cámara de oficiales vio a Standish, fácilmente reconocible por el vendaje en la cabeza, con una taza de té en la mano.

—¡Doctor! —exclamó—. ¡Tenían razón! El capitán ha venido al lugar adecuado. Venga a comprobarlo. Podrá verla desde el alcázar.

Subieron dos escalas y llegaron al alcázar. Standish aún tenía en la mano la taza de té sin derramarse. Allí, en la dorada mañana, estaban todos los oficiales junto al costado, por decirlo así, de sotavento, pues apenas soplaba el viento. West, por ser el oficial de guardia, estaba vestido formalmente, pero los demás vestían camisa y pantalón. Todos, al igual que los marineros que estaban en el pasamano y en el castillo, miraban fijamente hacia el noreste, y sobre ellos caían gotas de rocío desde las vergas y los aparejos.

Martin apartó el catalejo de su único ojo, se lo ofreció a Stephen y, sonriendo, dijo:

—Justo por debajo de donde el horizonte debería estar. Podrá verla muy bien cuando la niebla se levante. Pero no le he dado los buenos días. ¡Qué grosero soy! Creo que la avaricia convierte al hombre en una bestia. Discúlpeme, Maturin.

—¿Cree realmente que es una presa de ley?

—No lo sé —respondió Martin, riendo alegremente—, pero todos los demás, es decir, los marineros experimentados, parecen seguros de ello. Y la parte del lastre que no es plata es oro doblemente refinado en barras.

—¡Eh, el tope! —gritó Jack, y su voz ahogó todas las conversaciones a su alrededor—. ¿Qué opina de ella ahora?

En el tope del mástil estaba Auden, un marinero de Shelmerston de mediana edad, quien después de un momento respondió:

—No es uno de nuestros barcos. Me apuesto lo que sea, señor, a que es un barco francés. Tiene vergas extraordinariamente gruesas y las lanchas vuelven a reunirse con él tan rápido como pueden, lo que demuestra que no tienen la conciencia tranquila. ¡Ah, la conciencia nos hace cobardes a todos!

Standish miraba asombrado hacia el tope.

—Auden es lo que podría llamarse un predicador entre los seguidores de Set —observó Stephen y luego siguió observando la distante embarcación.

El mar estaba tan tranquilo que algunas partes parecían de cristal y hasta el más mínimo movimiento del aire formaba ondas, así que era muy fácil mantener un catalejo inmóvil. Ahora que el sol era más fuerte (tanto que las camisas les molestaban), el aire estaba tan límpido que se podía ver brillar los remos de las lanchas que se acercaban con rapidez al barco y una bandada de peces plateados que pasaba por el costado.

—Buenos días, caballeros —saludó Jack, volviéndose hacia ellos—. ¿Han visto el paquete?

Habló con absoluta normalidad, sin intención de asombrar a los pobres y desafortunados marineros de agua dulce, pero ellos le habían desconcertado tantas veces con sus comentarios literarios que experimentó cierta satisfacción al ver la expresión atónita de esos tres rostros.

Menos satisfecho se sintió cuando Standish, el primero en recuperarse, respondió:

—¡Oh, sí, señor! Estaba pensando cómo recogerlo.

Pullings frunció el entrecejo y West y Davidge miraron hacia otra parte pensando que ése no era el tono en que un contador recién llegado debía responder al capitán. Además, creían que el hecho de que el capitán le hubiera sacado del mar no le daba derecho a hablarle con tanta familiaridad.

—Paquete es otro término que usamos para denominar el paquebote, una embarcación que lleva una vela triangular o cuadrangular detrás de la mayor. —Miró a Stephen y continuó—: Auden, que entiende de estas cosas mejor que nadie, asegura que no es un barco corsario ni un contrabandista del oeste del país, por eso creo que debemos acercarnos un poco más. Es posible que el viento aumente de intensidad con el sol. ¡Pobrecillos! Encontraron un banco de bacalao a media milla de la popa y estaban pescándolos a montones cuando nos vieron.

—¿No pueden ser inocentes pescadores?

—¿Con vergas como esas y todo preparado para alcanzar gran velocidad? ¿Con cinco cañones en cada costado y la cubierta llena de hombres? No. Creo que es un barco corsario francés y probablemente recién salido del astillero. Capitán Pullings, tenemos remos, ¿verdad?

—Sí, señor —respondió Pullings—, Los conseguí yo mismo en la dársena. Eran de la vieja Diomède y estaban allí por casualidad.

—Muy bien. Excelente. Creo que no vale la pena remar todavía, a menos que el barco lo haga. Confío en que el viento soplará del suroeste a tiempo —añadió, tocando una barra de madera—. Pero ordene que los preparen y abran las portas. Entretanto, señor West, aprovecharemos el poco viento que sople. Doctor, ¿qué te parece si desayunamos?

Era raro que una embarcación tan grande y pesada como la Surprise usara remos, tan raro que las pequeñas portas para los remos estaban incrustadas y las cubrían capas de pintura dadas por varias generaciones y tuvo que abrirlas el carpintero con un mazo y una cuña. Como el viento no sopló en casi toda la mañana, sacaron los remos cuando sonaron las cuatro campanadas (la comida se haría en dos tandas), y la fragata empezó a avanzar por la lisa superficie como una enorme y débil criatura marina de largas patas. El paquebote hizo lo mismo.

—Como es usted muy alto, ¿puede ponerse junto al tonelero, señor? —pidió Pullings a Standish; y al ver su mirada inquisitiva añadió—: Hay un viejo refrán en la Armada que dice: «Los caballeros reman con los marineros». Dentro de poco verá al capitán y al doctor empezar su turno.

—¡Claro que sí! —respondió Standish—. Con mucho gusto. Me alegro de tener un remo en las manos otra vez.

Los caballeros remaron con los marineros, y aunque en el primer cuarto de milla hubo confusión (pues a causa de un monstruoso cangrejo, media docena de hombres cayeron en el regazo de sus compañeros), pronto lograron moverse con ritmo. Y en cuanto la fragata cogió impulso, los largos y pesados remos la hicieron avanzar con el agua susurrando en los costados. No faltaban el celo, los consejos («Estire los brazos, señor, y mantenga los ojos fijos en la fragata») ni las risas. Aquél era un buen ejemplo de cómo trabajaba una excelente tripulación, y cuando hicieron la medición con la corredera vieron que la Surprisenavegaba a dos nudos y medio.

Por desgracia, el paquebote avanzaba a tres nudos o más. Era mucho más ligero y sus hombres estaban mucho más acostumbrados a remar. Además, al estar más cerca de la superficie podían usar los remos de forma más eficiente. Al final de la primera tanda de remo, Jack miró el barco por el catalejo y notó que les aventajaba, algo que todos los que estaban a bordo pudieron advertir al cabo de una hora, pues en aquella vasta extensión de mar y cielo tan bien iluminada la vista alcanzaba incluso una milla. Las risas cesaron, pero no la determinación, y los hombres que remaban, inclinados hacia delante y con expresión grave, siguieron hundiendo los remos en el agua hora tras hora, y sus compañeros les relevaban tan puntualmente a la primera campanada que las paletadas casi nunca cesaban.

El sol ya había pasado el cénit cuando el paquebote, ya muy lejos, se fundió con el horizonte y su casco casi se perdió de vista. Había silencio a bordo, aparte de los gruñidos que daban los hombres al remar, antes de que el esperado viento empezara a soplar del sursuroeste. Primero el viento hinchó las velas superiores y luego formó ondas en la superficie del agua a gran distancia de la proa. Cuando ya la fragata podía moverse por sí misma y las juanetes se hincharon, Jack ordenó:

—¡Dejen de mover los remos!

Entonces, con gran satisfacción, él y todos los tripulantes escucharon el rumor del viento en la jarcia y el de las olas formadas por la proa cuando pasaban por los costados.

Primero se hincharon las gavias y luego las mayores, y en cuanto los marineros ajustaron bien las vergas, Jack mandó guardar los remos. Muchos hombres permanecieron inclinados hacia delante, acariciándose los brazos y las piernas o frotándose la zona lumbar, pero un momento después subieron con agilidad y rapidez a lo alto de la jarcia para largar la nube de velamen que la fragata solía llevar desplegada. El viento había aumentado de intensidad y había cambiado de dirección cinco grados al oeste; ahora llegaba por la aleta, por lo que se podía desplegar una impresionante cantidad de velas: las sobrejuanetes, las monterillas, las alas de barlovento superiores e inferiores, la cebadera, la sobrecebadera y numerosas velas de estay. Standish subió a tomar aire fresco después de comer sopa de cordero caliente y encontrarse por primera vez con uno de los más grandes gorgojos, los llamados barqueros. Al ver aquel hermoso conjunto por entre cuyas curvas y convexidades se veía brillar el sol, dándole una infinita variedad de tonos blancos, unos brillantes y otros delicadamente sombreados, Standish se volvió hacia Pullings y dio un grito de admiración:

—¡Dios mío! ¡Esto es más bello que una obra gótica!

—Creo que tiene razón, señor —convino Pullings—, pero dudo que lo mantengamos así mucho tiempo. ¿Ha notado cómo la fragata ha empezado a cabecear y a balancearse?

Era cierto. Tenía un movimiento acompasado y casi tan enérgico como el que le era característico, y rara vez había estado tan hundida en el agua.

—Están llegando grandes olas del suroeste y seguramente traerán consigo una tormenta.

—¿Vamos a apresar el paquebote? —preguntó Standish, mirando hacia delante, más allá del impenetrable velamen—. Debemos de estar navegando a una gran velocidad.

—Casi a nueve nudos —confirmó Pullings—. El viento nos ha empujado y hemos adelantado una milla más o menos, pero como la fragata va cargada con provisiones para más de doce meses, no puede navegar tan rápido como podría, ni mucho menos. Con un viento como éste, la he visto alcanzar los doce nudos, y a esa velocidad hace media hora que estaría abordada con el paquebote. Ahora el barco tiene el viento en popa y se está alejando más. Es muy rápido para ser un paquebote, y tiene unas vergas que rara vez he visto. Si usted lo observara desde el extremo de la proa con este catalejo, podría verlo perfectamente y, si se fijara bien, notaría que sus hombres han desplegado incluso una arrastraculo.

—Gracias —dijo Standish sin prestarle mucha atención, con los ojos fijos en la borda, que subió y subió, luego se detuvo un instante y por último comenzó su inevitable y vertiginoso descenso.

—Pero le advierto que si hay una tormenta como la que el capitán pronostica —continuó Pullings—, y estoy seguro de que tiene razón, seremos nosotros quienes tendremos ventaja porque la fragata es más alta y las grandes olas no la afectarán como al paquebote. Vomite por fuera de la borda, señor, por favor.

Cuando Standish terminó de devolver, Pullings le dijo que no había nada como un buen vómito y que era mejor que el ruibarbo y la píldora azul. Añadió que pronto se acostumbraría al movimiento y llamó a dos marineros muy sonrientes para que lo llevaran abajo. Standish apenas podía mantenerse en pie; tenía la cara de color amarillo verdoso y los labios pálidos.

No volvió a aparecer ese día, y nadie propenso a marearse lo hubiera hecho, pues la tormenta les alcanzó antes de lo que esperaban. Stephen, a pesar de estar concentrado en examinar sus papeles, notó que la Surprise se movía más violentamente que nunca y que el ruido que hacía era mucho más fuerte e insistente. Cerró una carpeta y le puso alrededor una cinta negra, la cinta original francesa, delgada y no muy buena si se comparaba con la de Dublín, con la que un hombre podía ahorcarse. Se recostó en la silla y en ese momento Jack Aubrey se asomó a la puerta con sigilo.

—¿Te gustaría ver la presa?

—Me gustaría más que nada en el mundo —respondió Stephen, poniéndose de pie—. ¡Jesús, María y José, qué dolor tengo en la espalda!

—Estoy seguro de que ver la presa te lo calmará.

Ahora la cubierta y el mundo en general tenían un aspecto muy diferente. La gran cantidad de velamen se había reducido a las mayores, las gavias arrizadas y la cebadera. La propia cubierta se había inclinado veinte grados y la proa formaba olas con una gran franja de espuma que se movían hacia sotavento. Algunas nubes aisladas pasaban con rapidez por el brillante cielo azul, y a lo lejos, al sur, se habían formado negros nubarrones, pero el aire todavía era límpido y había mucha luz, una luz rosácea porque el maravilloso sol ya estaba muy bajo.

—Agárrate al andarivel-recomendó Jack, conduciéndole a la proa.

Cuando Stephen empezó a avanzar por el pasamano de barlovento, muchos marineros le sujetaron por el codo para que pudiera agarrarse bien y le advirtieron que tuviera cuidado, mucho cuidado, y tras su amabilidad se notaba su ferocidad.

Pullings les estaba esperando en la proa.

—No ha cambiado el rumbo ni siquiera cinco grados desde que lo vimos —informó—. Seguramente se dirige a la cala de Cork, un poco más al sur.

Jack asintió con la cabeza y por encima del hombro ordenó:

—¡Súbanla!

La cebadera se arrugó y giró, y Stephen vio con asombro la presa justo delante, casi a tiro de cañón, mucho más cerca de lo que esperaba. Era una embarcación baja y de color negro, que parecía más intenso porque contrastaba con su estela blanca y brillante bajo la luz del sol. Además, parecía más baja de lo que era por la anchura de las vergas, donde sus velas grises se mantenían tensas como un tambor mientras navegaba velozmente. Jack le dio el catalejo, y él se puso a observar a los tripulantes del paquebote, que agrupados en el coronamiento miraban fijamente la Surprise sin moverse, aunque a menudo la espuma les salpicaba la cara. Mientras tanto, escuchaba los comentarios de los marinos sobre la colocación de contraestayes dobles o triples, lo veloz que era el barco para ser un paquebote, aunque estuviera muy bien gobernado, las dificultades de la Surprise porque la jarcia no se podía ajustar como era deseable, ni mucho menos, y el notable hundimiento de la proa. El catalejo era excepcional y el aire era tan diáfano que pudo ver una gaviota que volaba cerca del costado del paquebote y cuyas alas también eran rosáceas. Dirigió el catalejo hacia los dos cañones que asomaban por las portas del paquebote, probablemente cañones de nueve libras, y en ese momento su mente le dio un toque de atención y volvió a dirigir el catalejo al tercer hombre desde la izquierda, lo enfocó y ya no tuvo ninguna duda de que estaba viendo a Robert Gough.

Gough también había sido miembro de Irlandeses Unidos y ambos estaban de acuerdo en que los irlandeses debían gobernar Irlanda y los católicos debían ser emancipados, pero discrepaban en todo lo demás desde el principio. Gough era uno de los líderes de la facción que estaba a favor de la intervención francesa, y Maturin, en cambio, estaba en contra de ella, pues se oponía a la violencia y a importar o ayudar de cualquier manera a la nueva clase de tiranía que había surgido en Francia, una horrible secuela que había dejado la revolución que él y muchos de sus amigos habían acogido con tanta alegría. Cuando el levantamiento de 1798 fue sofocado con repugnante crueldad y con ayuda de enjambres de informadores (tanto nativos como extranjeros y mestizos), las vidas de ambos corrieron peligro, pero desde entonces sus caminos tomaron rumbos divergentes. Gough, con los supervivientes de la corriente de pensamiento que seguía, se comprometieron aún más con Francia; mientras que Maturin, tras recuperarse del terrible impacto, que coincidió con la pérdida de su novia, se limitó a observar el desarrollo de una peligrosa dictadura que reemplazaba las generosas ideas de 1789 al tiempo que se beneficiaba de ellas. Había visto cómo trataban a la Iglesia católica en Francia, a sus seguidores italianos en las regiones invadidas por los franceses y a los catalanes en su querida Cataluña. También había visto cómo, mucho antes de que acabara la revolución, se había implantado ese sistema de opresión y saqueo en una serie de estados-policía y pensaba que había que anular esos estados antes que nada. Y todo lo que había visto después, desde el sometimiento de incontables estados por la fuerza bruta y el encarcelamiento del Papa hasta la mala voluntad en todo el mundo, confirmó su pronóstico y reafirmó su convicción de que había que destruir esa tiranía, una tiranía mucho más elaborada y agresiva que las que había conocido nunca. La libertad de Irlanda o de Cataluña dependían de esa destrucción. La derrota del imperialismo francés era una condición necesaria para todo lo demás.

Pero allí, al otro lado de la franja de agua, estaba Gough, anhelando otro desembarco de franceses, y Stephen estaba completamente seguro de que iba a llevar a cabo una misión en Irlanda. Pensó que si apresaban el paquebote, Gough moriría en la horca y la tiranía se debilitaría, pero entonces sintió aún más fuerte el viejo odio que sentía por los informadores y la repugnancia por todo lo que tuviera que ver con ellos y el resultado de su traición: la tortura, los azotes, la brea derretida sobre la cabeza y, por supuesto, la horca. No podía soportar la idea de estar relacionado, aunque fuera mínimamente, con esa oíase de personas; no podía soportar la idea de estar relacionado con el apresamiento de Gough.

En ese momento oyó que Pullings decía:

—He mandado a sacar los cañones de proa, señor, en caso de que quiera hacer disparos de prueba antes de que oscurezca.

—Bien, Tom —aprobó Aubrey, entrecerrando los ojos para calcular la distancia y acariciando el cañón de estribor, un hermoso cañón de bronce de nueve libras—. He pensado en eso, naturalmente, y con suerte podríamos derribar uno o dos palos y matar a algunos de sus tripulantes, aunque la distancia es muy grande y el movimiento de la fragata se parece más a un caballito de balancín que al de un cristiano. Pero detesto disparar a las presas, sobre todo a las pequeñas; pues aparte de que se tarda mucho tiempo en repararlas y remolcarlas, es posible que haya que mandarlas a Inglaterra con un grupo de tripulantes al que luego tendremos que esperar. Preferiría situar la fragata frente al costado para amenazar con disparar una andanada si el capitán se niega a rendirse, cosa que sólo un lunático haría porque nuestra artillería es cinco veces superior a la suya. Entonces, sin hacer una carnicería ni reparaciones ni alboroto, la llevaríamos hasta el puerto más próximo y luego pondríamos rumbo a Lisboa, adonde probablemente llegaremos muy tarde por esta persecución.

—Creo que no hay muchas posibilidades de que se nos escape esta noche, pues la luna casi ha llegado al plenilunio y tenemos ventaja, así que no podemos pedir más. Sin embargo, pienso que si no logramos que disminuya la velocidad de alguna forma, a este paso pasará mucho tiempo antes de que podamos enseñarles nuestra batería de cerca, y es posible que hayamos recorrido todo el mar de Irlanda; y lo cierto es que navegar en contra del viento del suroeste frente a Galloway es muy difícil.

Hablaron de muchas posibilidades y después Jack se interrumpió y preguntó:

—¿Dónde está el doctor?

—Creo que se fue a la popa hace unos minutos —respondió Pullings—. ¡Cuánto ha oscurecido!

En efecto, Maturin se había ido a la popa y había bajado al sollado. Sentado en una banqueta de tres patas al lado del botiquín, miraba la llama del farol que había traído consigo. Tenía más posibilidades de estar solo y en silencio allí que en cualquier otra parte de la Surprise, pues aunque la fragata tenía su propia voz y en ese lugar el bramido del mar se convertía en un terrible estruendo, al ser ruidos continuos y monótonos, con el tiempo podían soslayarse y olvidarse, a diferencia de los mecánicos gritos y órdenes, los pasos y los golpes que hubieran interrumpido el hilo de su pensamiento si permaneciera en la chupeta.

Desde hacía tiempo consideraba que Gough ya no era importante y que, en vista del desastroso resultado de los intentos de desembarco de los franceses, era improbable que lo lograran, fueran cuales fueran las promesas de que Gough era portador. El fracaso no debilitaría la maquinaria de Bonaparte de manera perceptible, y aunque eso para Stephen era indudable, no afectaba su determinación de evitar intervenir en el arresto de Gough. Desde hacía mucho rato trataba de encontrar la forma de resolver la situación.

Pero hasta el momento se le habían ocurrido pocas cosas. Daba vueltas y más vueltas a eso, pero su esfuerzo era inútil. Un gran hombre dijo que «un pensamiento es como un relámpago entre dos oscuras noches», y las noches de Stephen estaban a punto de fundirse en una de ininterrumpida oscuridad, sin un solo rayo de luz. Las hojas de coca que masticaba tenían la propiedad de quitar el hambre y el cansancio, producir euforia y aguzar la inteligencia y el ingenio, y lo cierto era que no tenía hambre ni cansancio, pero con respecto a lo demás, el efecto era el mismo que si estuviera masticando heno.

Naturalmente, tenía el imán de Pratt. La aguja de la brújula de un barco podía desviarse del norte en presencia de un imán y, en consecuencia, el timonel se equivocaría y el barco se desviará de su rumbo. Pero, ¿cuánto podría desviarse y a qué distancia mínima debía estar el imán? No sabía ninguna de las dos cosas. Tampoco sabía cuál era la posición de la fragata, sólo que estaba en el mar de irlanda, y no podía juzgar si la fragata y sus amigos correrían el peligro de naufragar en una costa rocosa.

Se guardó el instrumento en el bolsillo y se dirigió al alcázar, pero se detuvo un momento en la chupeta para colgar el farol. Aunque la luz que entraba por la claraboya era un aviso, le sorprendió ver la noche iluminada por la brillante luz de la luna. Los colores eran ligeramente diferentes, pero parecía que era de día y no tuvo ninguna dificultad en reconocer al suboficial que gobernaba la fragata, el viejo Neal, ni a los cuatro hombres que estaban al timón, Davies y Sims, antiguos tripulantes de la Surprise, y Fisher y Harvey, de Shelmerston. Pero no trató de llegar a la bitácora para observar la variación de la aguja de la brújula al aproximarle el imán porque West, el oficial de guardia, se le acercó enseguida y le preguntó si no se había acostado todavía, y, además, porque era obvio que la fragata navegaba sin que los timoneles se orientaran por la brújula. El viento había llegado a ser huracanado, y en el último cambio de la guardia los tripulantes de la Surprise habían tomado otro rizo en las gavias y la trinquete y habían aferrado la cebadera. Justo delante estaba la presa, y los timoneles se guiaban por ella, de modo que el bauprés apuntaba a su larga estela alumbrada por la luna, y ambas embarcaciones avanzaban por el mar a gran velocidad.

—Parece que la distancia es aún más o menos la misma —observó Stephen.

—Me gustaría creerlo —dijo West—. Habíamos adelantado un cable cuando sonaron las dos campanadas, pero ahora el paquebote ha vuelto a adelantarse más que eso. Sin embargo, dentro de una hora más o menos la marea estará en contra del viento y provocará olas de proa que dificultarán su avance.

—¿El capitán se ha ido a dormir? —preguntó Stephen, poniéndose las manos alrededor de la boca para que pudieran oír su voz, ahora ronca y débil, a pesar de los rugidos del viento y el mar.

—No. Está en la cabina marcando la carta marina. Ahora mismo calculamos muy bien nuestra posición orientándonos por Vega y Arturo.

Indudablemente, una de las formas más simples de saber al menos una parte de lo que ignoraba era entrar en la cabina y ver la posición de la fragata marcada en la carta marina con la precisión de un experto navegante. Pero eso no sería digno, iba en contra de su moralidad, del conjunto de reglas que, según él, diferenciaban la odiosa tarea de espiar de la legítima obtención de información.

—¿Cómo? —preguntó, porque de lo último que West había dicho o gritado, sólo había oído algo referente al fuego. —Decía que deben de estar quemando brezo o aulaga en Anglesey —repitió West, señalando un distante resplandor naranja por el través de estribor.

Stephen asintió con la cabeza, estuvo pensativo unos momentos y luego bajó la escala de toldilla con la intención de ir hasta la proa por el combés. La mayoría de los hombres de la guardia de estribor se habían refugiado bajo el saltillo del alcázar, y Barret Bonden abandonó el grupo para guiarle hasta pasar los cañones atados con retrancas dobles, las lanchas amarradas a las bases con cabos dobles, la cocina, y la escala junto a la amplia escotilla cercana a la estrellera, un lugar tan seco, seguro y cómodo como permitía el inclemente tiempo. Allí en la proa, entre el trinquete y las bitas en que estaban arrolladas las escotas de la gavia, había más tranquilidad, y los dos hablaron durante un rato del avance del paquebote, que ahora veían claramente delante de ellos, navegando velozmente a una milla de distancia y lanzando agua lejos de los costados. Bonden sabía que el doctor estaba molesto, y supuso que el motivo tal vez fuera la presa, el hecho de que la fragata no navegara adecuadamente o cualquier otra cosa que podía hacer que un hombre de tierra adentro creyera que el capitán carecía de empuje. Le contó que al principio de un largo viaje ningún capitán se arriesgaba a perder mástiles u otros palos ni cabos a menos que persiguiera un navío de guerra enemigo, un barco de otro país o un barco corsario muy importante; agregó que al principio de un largo viaje una embarcación estaba muy hundida y era lenta por el peso de las provisiones, y no se podía hacer avanzar tan rápido como cuando iba más ligera de regreso a su país, sólo con provisiones para unos cuantos días; y recordó al doctor que cuando persiguieron al Spartan en el viaje de regreso de Barbados, la fragata había llevado desplegadas las sobrejuanetes con viento muy fuerte y que no sólo llevaban las sobrejuanetes sino también las alas superiores e inferiores, pero explicó que si ellos las desplegaban ahora, la fragata se haría pedazos y todos los que no tuvieran alas tendrían que volver nadando a su país.

Bonden observó con pena que había tomado el camino equivocado, que no era eso lo que irritaba al doctor, así que después de advertirle que tuviera cuidado al regresar a la popa y recordarle que una mano era para él y otra para la fragata, le dejó entregado a la meditación, si podía llamarse así la angustiada repetición de los mismos pensamientos una y otra vez. Mientras, la fragata y la presa avanzaban constantemente por las turbulentas aguas iluminadas por la luna, sin adelantar perceptiblemente en un mundo donde no había ningún objeto fijo.

Pero había aparecido un nuevo elemento: Jack Aubrey no consideraba muy importante la captura del paquebote. ¿Podía sugerirle que virara rumbo al sur para acudir a la cita que tenían en Lisboa? No, no podía. Jack Aubrey sabía exactamente hasta dónde podía o era necesario poner en peligro la fragata con tal de capturar la presa, y por lo que se refería a su profesión, era lo mismo ofrecerle un soborno que un consejo.

—¡Ah, Stephen, estás aquí! —exclamó Jack, saliendo de repente de detrás de las bitas y una pequeña mampara de lona hecha por Bonden situada entre los dos—. Estás tan mojado como un arenque encurtido. La marea va a cambiar y habrá una marejada tan fuerte que te mojarás más todavía, si eso es posible. ¡Dios mío, ahora mismo te podrían exprimir como a un lampazo! ¿Por qué no te pusiste un traje impermeable? Diana te compró uno. Ven a tomar una taza de caldo y una tostada con queso. Te ayudaré a agarrarte a las bitas. Espera a que la fragata se eleve.

Un cuarto de hora más tarde Maturin dijo que iba a digerir el caldo y la tostada con queso en el sollado, donde tenía varias cosas urgentes que hacer.

—Me voy a acostar hasta el final de la guardia —anunció jack—. Te aconsejo que hagas lo mismo, porque pareces extenuado.

—La verdad es que estoy rendido. Tal vez me administre alguna poción a mí mismo.

Pensó que tenía muchos motivos para estar rendido cuando se sentó en la banqueta al lado del botiquín. Sus vagas palabras referidas al caso hipotético de que otros capitanes, en determinadas circunstancias, abandonaran la persecución de una presa habían sido inútiles, y si Jack tuvo la más ligera sospecha de cuál era su intención, peor que inútiles. Su plan de desviar la fragata de su rumbo era como un fantasma que parecía real hasta que se le examinaba bien. En este caso, sólo sería practicable si estaba nublado y oscuro, cuando la brújula era la que guiaba, y si se tenía discreción. Aunque era indudable que la posición actual de la fragata era apropiada, pues podía virar al oeste sin correr ningún peligro, eso no tenía importancia. Estaba rendido e inquieto. La marea había cambiado y se había formado una fuerte marejada, si bien no tan fuerte como se esperaba (ya que el viento estaba amainando), sí lo bastante para que fuera imposible permanecer en el sollado, así que se fue a la cubierta superior y empezó a pasearse entre la puerta de la cabina y el primer cañón del costado de barlovento. Todos los grupos de guardia le vieron caminar de un lado a otro, y en cada uno los marineros hicieron comentarios. Algunos de los más simples comentaron que nunca habían visto al doctor tan preocupado por una presa, mientras que algunos de sus compañeros más listos observaron que no era posible que un caballero con un bastón con la empuñadura de oro y coche propio se preocupara por un pequeño barco corsario de diez cañones; suponían que lo que tenía era dolor de muelas e intentaba que se le quitara caminando, aunque eso no daría resultado (nunca lo daba), y que al final se administraría a sí mismo una poción calmante o el señor Martin le sacaría la muela.

Cuando sonaron las cinco campanadas en la guardia de media, la situación apenas había cambiado, pero Stephen regresó por fin al sollado, abrió el botiquín y sacó su botella de láudano.

—No —dijo, bebiendo la pequeña dosis muy despacio—. La única posible solución que he encontrado no sirve. Tendré que esperar acontecimientos y actuar en consecuencia, pero para actuar bien tengo que dormir un poco y vencer esta desmesurada angustia.

Subió la escala por última vez, entró en la chupeta y se quitó la ropa mojada. Killick, que no tenía motivo para estar levantado a esa hora, abrió la puerta en silencio y le dio una toalla y una camisa de dormir. Luego cogió el montón de ropa, lanzó una mirada de reproche al doctor y cambió lo que iba a decir por «Buenas noches, doctor».

Stephen sacó el rosario de su estuche, pues para él pasar las cuentas estaba tan cerca de la superstición como obtener información del espionaje. Aunque durante muchos años había pensado que rezar solo y hacer peticiones para uno mismo era una impertinencia y que las otras formas de plegaria más impersonales y parecidas a las oraciones jaculatorias tenían otro valor, en ese momento sentía la necesidad de manifestar su fervor explícitamente. Sin embargo, a causa del calor que la camisa de dormir seca daba a su cuerpo empapado y tembloroso, la agradable sensación que le produjo el balanceo del coy en cuanto logró meterse en él y el notable efecto de la poción, le invadió el sueño antes del séptimo avemaría.

Le despertaron un cañonazo y las órdenes que daban a gritos justo encima de su cabeza. Se sentó, miró a su alrededor y empezó a recordar. Una luz débil y grisácea entraba por el escotillón, y tuvo la impresión de que estaban echando chorros de agua contra el cristal con una manguera. El mar se había calmado. Se oyó otro cañonazo justo en la proa.

Bajó del coy, se tambaleó y luego se puso la camisa limpia y los calzones que estaban sobre la taquilla. Se dirigía apresuradamente a la escala de toldilla cuando Killick gritó:

—¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! No sin esto.

Y le dio una larga, pesada y maloliente capa y una capucha, ambas amarradas con presillas blancas.

—Muchas gracias, Killick —dijo Stephen cuando terminó de abrocharse—. ¿Dónde está el capitán?

—En el castillo, en medio de la catástrofe, bramando como el diablo.

Al llegar al pie de la escala, Stephen miró hacia arriba e inmediatamente se le mojó la cara con la fría lluvia, que era tan fuerte que apenas le dejaba respirar. Con la cabeza inclinada y la lluvia golpeando su capucha y sus hombros, avanzó hasta el palo mesana y el timón. La cubierta estaba llena de hombres muy atareados, que aparentemente estaban soltando escotas.

La mayoría eran irreconocibles porque tenían puestas las capas de agua, pero parecía que no estaban alarmados ni hacían zafarrancho de combate. Una figura alta que estaba a su izquierda se inclinó hacia él. Era Davies el Torpe.

—¡Ah, es usted, señor! —exclamó—. Le llevaré a la proa.

Cuando caminaban a tientas por el pasamano de babor, casi sin poder ver la cubierta por la lluvia torrencial, las nubes se desplazaron hacia el noreste. Entonces, sobre la fragata y las aguas situadas al sur y al oeste de ella sólo siguió cayendo una menuda lluvia. Allí estaba Jack, con el impermeable puesto, y también Pullings, el contramaestre y algunos marineros que chorreaban agua en medio de lo que parecía una inextricable maraña de cabos, velas y palos, entre los que Stephen creyó reconocer el mastelerillo de proa por su perilla, de un alegre color verde manzana.

—Buenos días, doctor —le saludó Jack—. Me alegro de ver que has traído el buen tiempo. Capitán Pullings, usted y el señor Bulkeley tienen todo preparado, ¿verdad?

—Sí, señor —respondió Pullings—. En cuanto el señor Bentley haya preparado el tamborete de repuesto, quedarán muy pocas cosas que hacer.

—Al menos no habrá que limpiar la cubierta hoy —dijo Jack, mirando hacia la popa, donde el agua aún salía a grandes chorros por los imbornales—. Doctor, ¿quieres que tomemos café con el pan que sobró de ayer tostado?

Luego, en la cabina, le contó:

—Stephen, siento tener que decirte que he metido la pata y el paquebote se escapó. Anoche Pullings quería dispararle a considerable distancia con el fin de que disminuyera la velocidad, pero dije que no y esta mañana me arrepentí. La lluvia hizo que el mar se encalmara, el viento dejó de alcanzarnos y el paquebote empezó a alejarse con gran rapidez. Entonces pensé «Ahora o nunca» y decidí navegar a toda vela hasta que la situación volviera a sernos favorable. Nos aproximamos bastante e hicimos varios disparos, y uno de ellos cayó tan cerca que lanzó agua a la cubierta, pero una burda se rompió y el mastelerillo de proa cayó sobre la borda. El paquebote huyó rápido como un rayo y, debido al mal tiempo, no será posible encontrarlo otra vez. Espero que no estés decepcionado.

—No, de ningún modo —respondió Stephen, tomando café para esconder su enorme satisfacción y su gratitud.

—Pero te advierto que es probable que lo capture uno de nuestros barcos —continuó Jack—. El capitán desvió el rumbo al este cuando vio que nos acercábamos mucho y ahora está metido en un brazo de mar del que no podrá salir con este viento, que posiblemente durará varias semanas.

—¿No nos pasará lo mismo a nosotros?

—¡Oh, no! Tenemos mucho más espacio para maniobrar. En cuanto estén desplegadas las velas de proa, doblaremos al sureste para poder bordear Mull por barlovento, luego navegaremos con rumbo norte hasta doblar el cabo Malin, después avanzaremos un buen trecho en dirección a alta mar y entonces haremos rumbo a Lisboa. Entra, Tom. Siéntate y toma un poco de café, aunque esté frío.

—Gracias, señor. Ya hemos hecho el trabajo más urgente y cuando quiera podremos desplegar el foque y la vela de estay de proa.

—Muy bien, muy bien. Cuanto antes mejor.

Se acabó el café y los dos subieron rápidamente a la cubierta.

Un momento después, mientras Stephen terminaba de tomarse el café, oyó a Jack ordenar con su vozarrón:

—¡Atención todos los marineros! ¡Todos a virar!