Capítulo 8
La subida de los Mil Escalones había sido fatigosa, pero las expectativas la habían hecho alegre; la bajada fue mucho más fatigosa, en parte porque en el momento en que Stephen pasó por el borde del cráter empezó a caer una lluvia tan copiosa que no podía ver a más de cincuenta yardas delante de él, y tan intensa que las gotas le mojaron hasta la cintura. Además, la lluvia ocultaba los gastados y desiguales escalones, lo que le producía ansiedad y tensión y le obligaba a descender con sumo cuidado. Pero la tensión se confundía con la inmensa alegría de haber obtenido algo que superaba sus expectativas y con algo muy parecido a la visión beatífica.
Pero tenía un brillo interior, bajo la empapada capa de paja que le habían dado los monjes, y aún perduraba cuando bajó a trompicones los últimos escalones y llegó al terreno cubierto de hierba donde se encontraban los durianes. La lluvia cesó tan repentinamente como había empezado y el bosque se llenó del rumor del agua goteando.
Miró ansioso a su alrededor, pero no vio a nadie. Entonces se palpó el pecho, el único lugar de su cuerpo que estaba bastante seco, para encontrar el reloj que llevaba allí colgado de una cuerda. Cuando inclinó la cabeza para oír la débil campanilla se dio cuenta de que había llegado una hora y media tarde. Vio los lomos de los caballos brillan de unto a la torre hindú y cerca de ellos una pirámide formada por grandes hojas de palmeras, que estaban invertidas para que el agua corriera hacia afuera, y dentro a Seymour con dos malayos fumando tabaco.
—¡Oh, señor! —exclamó Seymour con una expresión grave, poniéndose de pie al verle aparecer—. Le ruego que me disculpe. Pensé que era un orangután.
—¿Parezco un orangután, señor Seymour? —inquirió Stephen.
—A decir verdad, señor, creo que sí. —Tal vez sea por mi capa de paja —dijo Stephen, mirándose el brazo—. Pero es una prenda que repele el agua de forma extraordinaria. Espero no haberle hecho esperar.
—¡Oh, no, señor! —respondió Seymour—. Creo que ha llegado exactamente a la hora, o casi. Nosotros llegamos temprano, como nos recomendó el capitán.
—¿Cómo está el señor Aubrey?
—Cuando le vi por última vez, señor, estaba en plena forma. El otro día subió corriendo a la cruceta. ¡Imagínese, señor! ¡A su edad! Ahora está con el oficial de derrota explorando la costa. ¿Le gustaría comer algo, señor? Le he traído una gallina que mató el señor Elliott de un disparo.
—Me encantaría comer gallina —aceptó Stephen—. Sólo he desayunado un puñado de arroz al amanecer.
Saludó a los empapados malayos, que eran muy diferentes a los dyaks, pues en sus rostros se reflejaba una mezcla de tristeza y malhumor. Ambos le respondieron cortésmente con una inclinación de cabeza, pero no dijeron nada porque no había tiempo que perder: el agua empezaba a acumularse en el bosque y la llanura y era preciso darse prisa para poder regresar.
—De todas formas voy a comerme la gallina —dijo Stephen, sentándose—. ¿Por qué le disparó el señor Elliott? Es un ave mucho mayor que el gallo silvestre.
—Es cierto, señor, pero él pensó que era un gallo silvestre. Pensó que todas estas aves eran gallos silvestres —añadió, señalando los huesos pelados que estaban en el suelo—. Estuvo disparándoles hasta que la dueña de la casa salió y le tiró un cubo de agua que lo mojó tanto a él como al rifle. Hubo un jaleo tremendo y tuvo que pagar, señor, pero ese jaleo no fue nada comparado con el del día siguiente: la gente corría por todas partes chillando y disparando al aire con sus mosquetes, como en una revolución…
—Vamos, tuan —dijo el malayo más viejo, más mojado y con peor humor—. Los caballos ya están ensillados. Debemos irnos.
Seymour había mantenido la gallina en una bolsa de lona alquitranada durante horas para que no se mojara con la lluvia tropical, y tenía un sabor tan parecido a una medicina que Stephen la dejó sin pena y salió al empapado terreno cubierto de hierba.
—Le ayudaré a montar —se ofreció Seymour.
Cuando Stephen subió a la silla impulsado por él, comprendió que le consideraba un hombre viejo. De repente tuvieron sentido muchos otros actos corteses: le había guiado por una concurrida calle en Batavia, le había quitado las botas en Buitenzorg, y en voz baja había recomendado a Clerke algo que le pareció desconcertante y ahora ya no encerraba ningún misterio, que debía «cuidar a los mayores». Se preguntaba si el mal aspecto de una peluca muy vieja, gastada por el tiempo y decolorada por el sol, contribuía a hacerle parecer si no decrépito al menos entrado en años.
—Hábleme de la revolución —pidió Stephen.
Pero antes que Seymour pudiera responder pasaron del bosque de durianes al camino de regreso, y los caballos avanzaron por él en fila india dando resbalones en lo que ahora era un barrizal.
Antes que la lluvia volviera a empezar, Stephen logró sacarle a Seymour la poca información que éste podía dar. Seymour no conocía ningún hecho concreto pero sabía que había una atmósfera de crisis. La gente hablaba de un levantamiento en armas, de que al visir le habían llevado a la prisión encadenado y que el sultán estaba haciendo el viaje de regreso. Cuando hicieron un alto, Seymour dijo que los franceses habían llevado al puerto su fragata y la estaban carenando. Luego, subiendo la voz para que pudiera oírse a pesar del ruido de la fuerte lluvia, añadió que habían escogido un pésimo momento para hacerlo porque no eran otra cosa que marineros de agua dulce.
También era un mal momento para viajar. Las siguientes horas de viaje, aunque no fueron muchas, parecieron infinitas. Las sanguijuelas terrestres nunca habían estado tan activas ni tan enérgicas, y cuando el grupo llegó a la llanura inundada, por donde los caballos tenían que avanzar con el barro hasta las rodillas, la sanguijuelas acuáticas actuaron mucho peor. Cuando se detenían y era posible conversar, Stephen intentaba averiguar lo que pasaba preguntando a los malayos, pero le dijeron muy pocas cosas, quizá porque no sabían nada o porque tenían miedo. Pero, indudablemente, le hacían responsable del mal tiempo, y muy pronto se dio cuenta de que era inútil insistir.
Tuvo que esperar a llegar a la ciudad, para encontrar más información. En Prabang sólo había caído un chubasco, y a pesar de que el río había crecido y de que sus aguas, ahora del color del barro, estaban cubiertas de troncos y ramas, las calles apenas estaban húmedas. A esa hora de la noche lo normal era que las calles estuvieran llenas de gente, pero no había nadie. Incluso el burdel javanés donde se alojaba Maturin estaba cerrado y oscuro. Lo único que se veía era un resplandor anaranjado por encima del techo del palacio y lo único que se oía, aparte del rumor del río, era un ruido confuso tras sus muros.
Llevaron al establo a los pobres caballos, que estaban agotados, y pagaron y recompensaron a los malayos. Stephen, que sabía que los jóvenes, por muy amables y solícitos que fueran, tenían menos resistencia que los viejos, llevó a Seymour a la fragata y advirtió a Macmillan que le quitara todas las sanguijuelas antes de dejarle acostarse (el muchacho se estaba durmiendo de pie). Luego fue a casa de Van Buren.
—¡Cuánto me alegro de que sea un ave nocturna! —exclamó, dejándose caer pesadamente en un sillón—. En cualquier otro lugar me sentiría mal. Además, el burdel donde me alojo está cerrado.
—Tiene que quitarse la ropa —le recomendó Van Buren, mirándole detenidamente—. Y, cuando le haya quitado todos los parásitos, debe frotarse con una toalla y ponerse una bata. Luego, con una tortilla y un buen café se sentirá de nuevo humano.
—Estimado colega, no podría usted haber hecho un pronóstico mejor —dijo Stephen después de beber la sexta taza—. Pero creo que estoy interrumpiendo su trabajo.
—No, en absoluto. Sólo estoy ordenando las pieles que usted amablemente me mandó. Muchísimas gracias. Hay una Nectarinea que nunca había visto y lo que parece una subespecie de Graculus. Dígame, ¿cómo fue el viaje?
—Kumai es el lugar más parecido al paraíso que puedo encontrar en esta vida o en la siguiente. No tengo palabras para expresar lo agradecido que estoy a la fortuna por haberme permitido verlo. Conviví con orangutanes que incluso me cogieron la mano. Vi al tarsio, que es de un valor incalculable… Bueno, permítame que deje esto para otro momento. Primero, por favor, cuénteme lo que pasa.
—Antes de hacerlo —dijo Van Buren, sosteniendo en alto la mano abierta—, dígame si ha traído el tarsio para hacerle la disección.
Stephen negó con la cabeza, pensando en el pequeño e inocente animal nocturno que se había sentado al otro lado de la lámpara de Ananda y le había mirado fijamente con sus grandes ojos.
—Prometí no matar a ningún animal. Además, un hombre necesitaría tener un corazón de hierro para matar a un tarsio.
—Por lo que respecta a los primates, tengo un corazón de hierro —sentenció Van Buren—. Y el tarsio es el más raro de todos. Pero volviendo al tema —continuó, mirando a Stephen con la cabeza ladeada—, ¿realmente quiere que le cuente lo que pasa?
—¡Por supuesto!
—Bien —dijo, mirándole todavía inquisitivamente—. Hafsa y su familia siguieron el consejo de alguien ajeno al palacio, que bien podría haber sido su consejo, y al tercer intento, sus servidores sorprendieron a Abdul en la cama con Ledward y Wray. Los europeos alegaron que tenían un salvoconducto del sultán y el visir les dejó ir, pero apresó a Abdul y envió mensajeros a avisar al sultán. Algunos de los amigos de Abdul formaron una revuelta, pero los hombres del visir y los restantes miembros de la guardia dyak la sofocaron enseguida y ahora están buscando a los que huyeron. Por eso todas las casas están cerradas.
—Comprendo. Comprendo.
Después de una larga pausa preguntó:
—¿Cómo cree que terminará?
—No sé. Tal vez Abdul salvará el pellejo por su cara bonita o tal vez no. No sé. A propósito de eso, debía haberle dicho antes que el empleado de Pondicherry…
—¿Lesueur?
—Sí, Lesueur. Le asesinaron. Por favor, diga al señor Fox que tenga mucho cuidado. Probablemente llegará por la mañana, mucho antes que el sultán y su séquito. Debería irse a la fragata, y usted también. Hay asesinos a montones en Prabang y no son raros los envenenamientos.
—Debería irme también.
—Le daré un par de pistolas y enviaré a Latif. Haré que el vigilante le acompañe.
La lancha zarpó y enseguida regresó al puerto. A Stephen, que se movía torpemente por la fatiga, le subieron por el costado. Richardson le ayudó a meterse en el coy, y antes que cayera en un estado parecido al coma oyó una voz decir:
—El burdel está cerrado y el doctor vino a acostarse aquí.
Luego oyó alegres risas.
Las ocho campanadas de la guardia de alba atravesaron el sueño de Stephen, tan espeso como la niebla, y entonces levantó la cabeza convencido de que debía hacer algo urgente aunque no sabía qué. Unos momentos más tarde todas las cosas encajaron y llamó a Ahmed. Después de tomarse una primera taza de café dijo:
—Ahmed, tengo que afeitarme y ponerme la chaqueta negra buena.
Cuando sonó una campanada en la guardia de mañana, subió al alcázar limpio y vestido decentemente. Miró hacia el cielo, que estaba despejado.
—Buenos días, estimado Fielding. ¿Podría disponer de una lancha para bajar a tierra y de dos infantes de marina como escolta? Voy a ver al señor Fox y hay disturbios en la ciudad.
Fox había llegado hacía una hora y se le notaba muy excitado pese a sus esfuerzos por disimularlo. Aunque saludó con amabilidad e incluso familiaridad, parecía distante.
—Uno de mis informadores fue asesinado —anunció Stephen—. Además, como seguramente sabrá, Ledward y Wray están todavía libres. No sólo es posible que uno sea asesinado abiertamente sino también que sea envenenado secretamente. Una fuente fiable me dijo que debía usted tener mucho cuidado.
—Gracias por la advertencia. En efecto, sabía que estaban libres. Al llegar a la casa recibí una nota de Wray en la que se ofrecía a testificar contra Ledward a cambio de que le diera protección y le trasladara a cualquier país o isla. Aquí está.
—Debe pensar que usted siente animadversión hacia Ledward —opinó Stephen después de leer la nota.
Fox sonrió y dijo:
—Espero, espero que muera como Abdul. Lo único que temo es el gran sentido del honor del sultán. Puesto que le dio a ellos un salvoconducto y es tan serio en asuntos como éste, ni siquiera el propio visir se atrevió a arrestarles; aunque, como podrían ser apresados secretamente si el sultán cambiara de opinión, no les han vuelto a ver en el complejo donde se alojan los franceses. Tanto si les arrestan como si no, creo que podemos decir que el tratado está en el bote, si me permite una expresión coloquial.
—No estoy tan seguro —replicó Stephen—. Según mi mejor fuente, es muy probable que Abdul, con su cara bonita y sus ojos de gacela, haga inclinar la balanza.
—¿Puede llegar tan lejos? —preguntó Fox desconcertado, escrutando el rostro de Stephen—. ¿Puede hacerlo realmente? Tengo que irme. —Tocó una campanilla y ordenó que viniera un guardia—. Tengo una cita con el visir —continuó—. El sultán regresa a última hora de la tarde y el gabinete se reunirá esta noche para tomar una decisión. El balcón de la habitación del… del lugar donde se aloja, da al patio del palacio, y me gustaría hacerle una visita esta tarde para que me hablara de su viaje a Kumai. Bueno, supongo que iría.
* * *
—Le pido disculpas por presentarme de esta manera —se excusó el enviado, que llevaba una chaqueta del uniforme de oficial de Infantería de marina y gafas oscuras—, pero pensé que…
—Ha tomado una medida muy inteligente, señor —dijo Stephen—. Nada puede ocultar mejor a un hombre que una chaqueta roja. Por favor, entre y siéntese en el balcón. Nos han servido una humilde colación. Las babosas de mar son la especialidad de la casa y también lo es, por desgracia, el mediocre vino de Macao, pero podemos pedir té o café. Dentro de poco, justo después de la puesta de sol, podrá ver salir una estrella grande y brillante junto a la mezquita de Ornar. Jack Aubrey me dijo que era Júpiter, y si estuviera aquí con su catalejo le enseñaría sus cuatro lunas.
—Disculpen —interrumpió la compañera de habitación de Stephen, abriendo la puerta y mirando a Fox con mucha curiosidad—. Me he dejado las bragas.
—Antes de venir, como todos, leí algo sobre los actos de malayos furiosos, pero no esperaba ver tan pronto a dos de ellos realizarlos —empezó Stephen cuando se sentaron en el balcón que daba a la calle más concurrida, a la explanada que estaba delante de la mezquita de Rasul y al muro del patio del palacio, que estaba al otro lado de ésta—. Uno pasó por esta misma calle hace apenas una hora. Avanzaba dando sablazos a derecha e izquierda, en medio de un espantoso clamor, dejando un rastro de sangre y haciendo huir a la multitud que tenía delante hasta que un dyak le derribó y le mató con una lanza. Luego la muchedumbre se agrupó en torno al cadáver hablando, riendo y clavándole sus puñales malayos, y volvió a dispersarse cuando otro loco furioso bajó gritando por la calleja que está a ese lado y se dispersó otra vez. Poco después el hombre corrió hacia la derecha hasta perderse de vista, hiriendo a dos hombres a su paso, pero no sé lo que le pasó. Cinco minutos después la gente ya estaba en la calle caminando, hablando, comprando, vendiendo y abanicándose como si nada hubiera ocurrido.
—La gente de este país es a veces cruel y sangrienta —dijo Fox—, o tal vez «indiferente» sea el término más adecuado.
Comieron en silencio, sirviéndose del conjunto de platos mientras las sombras se alargaban. Fox rebuscaba en un bol de quisquillas y de repente levantó la cabeza y se quedó inmóvil.
—Debe de estar llegando el sultán —sentenció.
Un sonido de tambores y trompetas fue aumentando de volumen y de repente, cuando la procesión dobló la esquina y entró por la puerta del patio del palacio, aumentó mucho más. Dentro sonaron más trompetas y se oyeron gritos que el terral dispersaba de tal modo que parecían muy cercanos.
—Antes que la luz se extinga quisiera mostrarle los dibujos que he hecho en Kumai —dijo Stephen—. Son muy toscos y se estropearon con la lluvia, especialmente los de las hojas exteriores, pero por ellos podrá hacerse una idea de lo que vi.
—¡Sí, por favor! —exclamó Fox, cambiando por completo su actitud—. Tengo muchas ganas de ver lo que ha traído.
—Este es el boceto de la gran estatua que destaca en el templo. Es de roca volcánica granulosa de color gris claro. No da idea de su majestuosa serenidad. Parece mucho mayor que doce pies, su altura real, como ocurre cuando uno está parado frente a ella. Tampoco se aprecia que tiene en alto la mano derecha con la palma hacia afuera.
—¡Oh, puedo ver muy bien la mano! Es un excelente dibujo, Maturin. Le estoy muy agradecido. Éste es Buda en actitud abbaya mudra, y su mensaje es «No temas, todo está bien». ¡Qué maravilla! Por lo que yo sé, nadie ha visto ningún otro en esta región.
—Aquí están los planos a escala. Esto es lo que yo llamo nártex, donde dormí. Éste es el peculiar labrado del friso que hay donde el techo se junta con la parte principal del edificio. Las marcas indican dónde los baos se han apoyado, volviéndolo parcialmente borroso. Es obvio que el labrado es anterior al techo.
—¡Oh, sí! —exclamó Fox, observando con gran atención las páginas—. En efecto, es muy anterior, quizás incluso anterior a todos los que he visto en territorio malayo. ¡Dios mío, qué descubrimiento!
Mientras hubo luz del día suficiente hizo que Stephen le hablara de ellos una y otra vez, y por fin dijo:
—Sería una lástima tener que pedir una lámpara. Tengo los planos y los dibujos muy claros en mi mente y podría seguirle paso por paso si usted tuviera la amabilidad de describirme todo lo que vio.
—Eso duraría hasta el año que viene, pero intentaré darle una visión general. ¿Quiere que empiece por las Nectarineas, que ocupan el lugar de los colibríes aquí? ¿Le interesan las Nectarineas?
—Sólo un poco.
—¿Y los orangutanes?
—A decir verdad, Maturin, hay tantos orangutanes entre mis conocidos que no daría un paso por ver otro.
—Bueno, bueno. Quizá debería empezar por el templo hindú y limitarme a hablar de las cosas sagradas y lo que las rodea.
Eso fue lo que hizo. Cuando el relato llegó al punto en que subía lentamente los Mil Escalones, el sol se ocultó tras el mar por el oeste; y cuando hablaba de la impresión que le había causado el templo al verlo por primera vez, de su inmensidad y de la disposición de sus partes, apareció Júpiter.
Stephen llegó al nártex y luego al momento en que abrieron la puerta del templo y a la luz del sol pudo contemplar la estatua del interior. Entonces dijo Fox:
—Estoy completamente de acuerdo en que los templos budistas más sobrios transmiten mejor la idea de santidad, aislamiento y espiritualidad que los monasterios cristianos, a excepción de los más austeros.
Fox estaba haciendo un largo paréntesis en que hablaba de sus viajes por la frontera del Tíbet y por Ceilán cuando se oyeron en el palacio los sonidos discordantes de tambores y címbalos, luego una descarga de mosquetes y después el sonido de las trompetas acompañado por el largo rugido de un cuerno. Entonces los tambores sonaron con más regularidad y montones de grandes linternas iluminaron el patio. Enseguida pudo verse el resplandor anaranjado de una hoguera, una hoguera cuyas llamas se elevaban tanto que a veces se veían por encima del muro, y el humo subía directamente al balcón donde ellos estaban sentados. Volvió a oírse el ronco sonido del cuerno y el resplandor se volvió rojo cuando echaron unos polvos en la hoguera.
—Alguien va a recibir su merecido —dijo Fox—. Espero que sea Ledward. Espero que en este momento estén atando la bolsa alrededor de su cuello.
Se oyeron gritos en el palacio, y también risas. Las coloreadas llamas subieron aún más, las luces y los gritos aumentaron de intensidad (parecían los gritos de una muchedumbre histérica). No supieron precisar el tiempo que duró eso. Una o dos veces Stephen vio grandes murciélagos pasar entre él y el resplandor, y Fox permaneció todo el tiempo agarrado a la barandilla, inmóvil y casi sin respirar.
Con el tiempo el ruido de la muchedumbre perdió intensidad y las llamas disminuyeron tanto que dejaron de verse por encima del muro. El toque de los tambores cesó; los faroles fueron retirados y detrás del muro sólo quedó un resplandor rojo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Fox—. ¿Qué sucedió? ¿Qué sucedió exactamente? No tengo contactos en palacio y no puedo visitar al sultán hasta que termine de hacer el ayuno para tener un heredero. Actuar basándome en rumores o en un relato inexacto sería desastroso, y, sin embargo, debo actuar. ¿Puede ayudarme, Maturin?
—Conozco a una persona que tendrá detalles de lo ocurrido dentro de una hora —dijo Stephen tranquilamente—. Le visitaré mañana por la mañana.
—¿No podría ir ahora?
—No, señor.
* * *
Stephen no tuvo necesidad de visitar a Van Buren, pues se encontró con él en el mercado donde vendían búfalos. Durante un rato hablaron de las extrañas relaciones de los animales y del bantín y el gaur, dos animales de enorme tamaño que probablemente fueron los que resoplaron encima de Stephen en Kumai durante la noche, y después Stephen preguntó:
—Mi colega está preocupado por saber lo que pasó anoche. ¿Se salvó Abdul por su cara bonita y sus ojos de gacela?
—Cuando Hafsa terminó ya no tenía la cara bonita ni los ojos de gacela. Le pusieron la bolsa en la cabeza y le hicieron dar vueltas y vueltas alrededor del fuego mientras le golpeaban hasta que la pimienta y los golpes le causaron la muerte.
—¿Y Ledward y Wray?
—No les han tocado. Algunos pensaron que les iban a apresar tanto si tenían inmunidad como si no, pero creo que el sultán está asqueado de todo esto y sólo les ha prohibido entrar en palacio. El cuerpo de Abdul fue entregado a su familia en vez de ser arrojado a la calle.
* * *
Desde niño a Jack Aubrey le parecía que uno de los mayores placeres en el mundo era navegar en una embarcación pequeña y bien construida que navegara bien de bolina. Además, para él la mejor forma de navegar era llevando la escota en una mano y la palanca del timón estremeciéndose bajo la corva y sintiendo la inmediata respuesta de la embarcación a cada movimiento de ella, de las olas y del viento. Naturalmente, le parecía más placentero navegar cuando soplaba viento de moderada intensidad y había oleaje, pero también sentía cierto deleite al deslizarse por aguas tranquilas, intentando sacar aunque fuera un pequeño impulso del escaso viento: ésos eran sus grandes placeres. Pero desde que había dejado la camareta de guardiamarinas había navegado así muy pocas veces y casi nunca por puro placer. Por otra parte, aunque desde que era capitán de navío iba de un lado a otro en su magnífica falúa, apenas lo había hecho media docena de veces, entre otras cosas porque un capitán, incluso con un primer oficial tan concienzudo como Fielding, se pasaba la vida muy ocupado, o al menos Jack Aubrey se la pasaba así.
Le tenía cariño a la Diane, una embarcación fuerte y manejable, aunque aburrida, pero estaba disfrutando de unas cortas vacaciones fuera de ella. La exploración de la costa de Pulo Prabang con el señor Warren, un experto hidrógrafo, era un auténtico placer, pero el encanto de aquellos días estaba en navegar de formas tan variadas como era posible desear, nadar, pescar y atracar en una solitaria playa al atardecer para comer pescado a la brasa y dormir en tiendas o hamacas colgadas de dos palmeras. Navegaron hacia el este siguiendo la curva de la isla, que era casi redonda, hasta llegar al norte. Pasaron por diversos pueblos, incluyendo Ambelan, a cuyo pequeño puerto se había retirado la fragata francesa Cornélie y sus atrevidos tripulantes. Ahora ambos hacían el viaje de regreso y comprobaban los valores que habían obtenido al medir la situación de lugares y la profundidad de las aguas y, además, continuaban el programa de Humboldt, que consistía en medir la temperatura en puntos donde las aguas tenían diferente profundidad, salinidad, presión atmosférica y otras características. Pero ninguna de esas tareas era ardua, y ahora Jack dirigía el cúter de la Diane hacia el estrecho que separaba el cabo situado a la derecha y una pequeña isla. El cúter navegaba casi completamente en contra del fuerte viento del oestesuroeste y, como tenía poco abatimiento porque estaba muy construido, Jack pensó que podía pasar por el estrecho navegando hacia la misma banda.
Bonden, que a pesar de ser el timonel del capitán no había tenido el timón en la mano desde que el cúter zarpó de Prabang, estaba seguro de que podía pasar. Warren, el oficial de derrota, que no sabía nadar, pensaba que tal vez podría, pero deseaba que no lo intentara. Yusuf, a quien habían llevado en el viaje porque conocía la lengua del lugar y sabía diferenciar lo malo de lo bueno, al menos con respecto a peces y frutas, estaba convencido de que no podía; pero, como era musulmán, se resignó porque pensaba que lo que estaba escrito estaba escrito y que no se podía luchar contra el destino. Además, era de una isla malaya y se sentía tan bien en el mar como fuera de él. Podría haber habido una quinta opinión, la de Bampfylde Elliott; Jack tenía intención de llevarlo en el viaje porque, a pesar de que no era ni sería nunca un buen marino, le era simpático. Como capitán de la Diane había tenido que reprender al segundo oficial más a menudo de lo que era habitual o agradable y esperaba que aquellas vacaciones sirvieran para que su relación volviera a ser buena. Elliott no estaba malhumorado ni resentido, sino que se sentía culpable y fuera de lugar y sufría porque en la Diane le tenían en poca estima. Pero el día antes de zarpar, cuando Fielding ordenó que pintaran de negro otra vez las vergas de la fragata, a un marinero que trabajaba en lo alto de la jarcia se le cayó el cubo. Podría haber caído sin causar daño, puesto que había muy pocos hombres en la cubierta y había muchas probabilidades de que el único daño que causara fuera una mancha negra que los marineros de la guardia de popa tuvieran que limpiar frotando, pero chocó contra el hombro herido de Elliott, que además de inepto tenía mala suerte.
El cabo, la isla y el estrecho estaban cada vez más cerca. Jack, inclinándose y mirando hacia delante, notó que las colinas hacían desviarse el viento de tal modo que empujaría el cúter al centro del estrecho y que se estaban formando pequeñas olas entrecruzadas al bajar la marea. Enseguida empezó a calcular la velocidad, la inercia y la distancia para determinar el rumbo más adecuado y obtuvo la respuesta en menos de un segundo, a unas cien yardas de la isla rocosa. Unos momentos después viró y el cúter ganó velocidad. Entonces Jack, aprovechando el impulso, le hizo atravesar el estrecho navegando de bolina y contornear el cabo hasta llegar a la parte más lejana del mar. Ahorrarse cinco minutos no era realmente un triunfo importante, pero era agradable saber que no había perdido la habilidad de antaño, aunque en parte hizo la maniobra para alardear.
En esa parte de Pulo Prabang la costa tenía muchos salientes y la bahía donde el cúter entraba ahora, estrecha y profunda como un fiordo, estaba separada de otro igual por el cabo Bughis. Jack dio a esta bahía el nombre de Bughis del este y a la otra Bughis del oeste y los anotó en su carta marina, aunque los tripulantes de la Diane llamaban a esta última la bahía de los Franceses, pues en la orilla este se encontraba Ambelan, en cuyo puerto estaba la Cornélie. El camino que enlazaba numerosos pueblos pesqueros y pequeñas ciudades con Pulo Prabang seguía en lo posible el contorno de la costa y pasaba por el fondo de ambas bahías. Jack tenía la intención de desembarcar en la primera bahía, caminar a lo largo de la costa hasta el camino y tomarlo para ir al lado oeste del siguiente, desde donde podría observar la Cornélie, que se encontraba al otro lado. A pesar de que había nadado mucho, necesitaba caminar y además quería ver cómo les iba a los franceses. Sabía que estaban carenando la fragata, lo que era peligroso en un litoral donde había cambios de marea tan considerables, y quería ver el progreso del trabajo, al menos desde el punto de vista profesional. En el viaje de ida el cúter había pasado por la boca de la bahía Bughis del oeste, pero Jack no había entrado a pesar de que el viento era favorable. No quería cometer ninguna indiscreción que pudiera perjudicar los asuntos de los que tratarían Fox y el sultán, pero le parecía que su comportamiento no podía considerarse incorrecto si observaba la Cornélie desde el otro lado de la bahía, sobre todo porque los oficiales franceses a menudo observaban la Diane con sus catalejos desde Prabang. Pensaba que después de observar la fragata y determinar la situación de diversos puntos seguiría andando y pasaría al otro lado del siguiente promontorio hasta llegar a la lejana playa donde, si la suerte le acompañaba, encontraría el cúter amarrado y el humo saliendo de la hoguera encendida para pasar la noche.
Mientras la palabra «cena» resonaba en la mente de Jack, Yusuf y Bonden pescaron un hermoso pez plateado con ojos y aletas de color carmín que pesaba dos o tres libras.
— ¡Padang pescado, tuan!—gritó Yusuf—. ¡Es un pescado bueno, muy bueno!
—¡Tanto mejor! —exclamó Jack, soltando la escota y acercando el cúter lentamente a la orilla. Bajó enseguida con los zapatos y una pequeña bolsa colgados del cuello y empujó el cúter hacia el mar diciendo—: Entonces, hasta esta noche en la bahía de los Papagayos —y se sentó en la cálida arena para secarse los pies.
Warren le respondió alegremente, pero Bonden, a pesar de estar de nuevo en su puesto en la bancada de popa, movió la cabeza de un lado a otro. Además, tenía una expresión apesadumbrada porque le hubiera gustado que el capitán se hubiera llevado al menos un sable y un par de pistolas o un mosquete, y también un par de marineros bien armados.
Allí la arena era de color blanco rosáceo, muy diferente a la arena negra de roca volcánica que había en Prabang, y muy firme. Jack se secó los pies, se puso los zapatos y empezó a andar con paso rápido y los ojos entrecerrados a causa del resplandor. Poco después llegó al fondo de la bahía y al camino, que estaba por encima de la marca más alta que había dejado el mar. Cinco minutos después de tomar el camino ya avanzaba bajo la agradable sombra de las palmeras que lo flanqueaban casi hasta llegar al pueblo. En ellas no había ninguna persona ni ningún otro animal que no fueran algún que otro pájaro y miríadas de insectos. Apenas podía ver los insectos y nunca podía identificarlos, pero hacían un ruido constante que se propagaba por todas partes, y después de unos minutos lo notaba sólo en las raras ocasiones en que cesaba repentinamente. Esa clase de palmeras no eran muy hermosas, eran gruesas, bajas y de color verde mate y, además, estaban cubiertas de polvo, y al poco rato Jack se sintió angustiado por estar solo y rodeado de ellas. Sintió un gran alivio al salir por fin de la sombra y atravesar los campos de arroz de las afueras del pueblo que se encontraba al fondo de la bahía Bughis del oeste. Había personas trabajando en ellos y algunos levantaron la vista al verle pasar, aunque con poco interés y menos asombro. Casi lo mismo ocurrió en el pueblo, donde se veía a poca gente a esa hora del día, pero allí el motivo de su indiferencia era evidente, pues en la larga bahía que ahora tenía ante él, en cuyo lado este se encontraba Ambelan, había anclados dos juncos chinos y el puerto estaba abarrotado. Obviamente esas personas estaban acostumbradas a ver extranjeros.
Al otro lado del pueblo, el camino subía hasta la cresta del largo cabo rocoso que formaba el otro brazo de la bahía. Cuando Jack, muy sudoroso, alcanzó la cima de la colina, dobló a la derecha para llegar a un lugar que estuviera justo enfrente del pequeño puerto. Vio un sendero que serpenteaba entre las rocas y los arbustos desmochados por el viento y enseguida comprendió por qué: a lo largo de la orilla había montones de grandes rocas caídas a cierta distancia de la playa y en ellas estaban sentados muchos pescadores con largas cañas de bambú. Los hombres lanzaban el anzuelo más allá de las olas formadas por la marea, que ahora empezaba a subir, y hasta cada grupo de rocas llegaba un sendero.
Después de andar aproximadamente una milla, tomó uno de esos senderos y bajó la colina. Avanzó hacia el lugar donde se notaba claramente la división entre la zona donde el viento soplaba con la fuerza y frecuencia suficientes para que los árboles y los arbustos tuvieran siempre poca altura y la zona que estaba al abrigo del cabo, donde todas las plantas crecían tanto como solían, tanto el junco de Indias como las pandanáceas como diversos árboles, y había por toda la costa cocoteros con mil graciosas formas. A medio camino se detuvo y vio una plataforma con un manantial que brotaba de la rocosa pendiente, un nutrido grupo de helechos y una asombrosa cantidad de orquídeas que crecían sobre las rocas, la gruesa capa de musgo, los árboles y los arbustos, orquídeas de todos los tamaños, formas y colores.
—¡Dios mío, ojalá estuviera Stephen aquí! —exclamó, sentándose en una pequeña elevación que le resultó conveniente, y sacó de la bolsa un pequeño catalejo y un compás para medir el azimut.
Volvió a decir esto un poco más tarde, cuando una enorme ave blanca y negra que tenía un pez agarrado con las patas cruzó majestuosa su campo visual. El catalejo era de bolsillo y no muy potente, pero como el brillante sol daba de lleno en la orilla opuesta y el aire era extraordinariamente claro, podía ver muy bien la Cornélie. En efecto, la habían varado en un banco de arena situado al norte del pueblo y se veían brillar al sol sus placas de cobre. Tenía el costado de babor apoyado sobre varios árboles sumamente altos, y una masa de flores de color carmín cubrían de arriba abajo uno de ellos o tal vez la enredadera que lo rodeaba. «Si mis rosas fueran así», pensó en un paréntesis en que recordó sus amados arbustos de Ashgrove Cottage cubiertos de moho y afídidos.
Pero pasaba algo raro. Pasaba algo malo. Allí estaban todas las cosas de la fragata ordenadas en forma de bultos cuadrados cubiertos con una lona alquitranada; allí estaba sus cañones, colocados de un modo inteligente para poder responder a cualquier ataque por tierra o por mar; allí estaban las tiendas de los tripulantes; pero, ¿dónde estaban los tripulantes?
Había algunos trabajando sobre las placas de cobre y unos cuantos estaban colocando una plataforma junto a la parte de la amura de estribor de la que habían quitado las placas; sin embargo, no se veía la actividad febril que solía haber en ocasiones como ésa, en que todos los marineros trabajaban sin parar entre pitidos y azotes. Algunos de ellos incluso jugaban a la petanca bajo unos cocoteros y montones de compañeros les observaban. Otros parecían estar durmiendo bajo la sombra.
Mientras Jack reflexionaba sobre eso, oyó los chasquidos de las piedras en el sendero de arriba y luego vio a un hombre con una caña de pescar bajar y pasar junto a él. El hombre le dijo algo en malayo y Jack le respondió con una interjección que expresaba alegría y que pareció satisfacer a ese pescador y al que le siguió poco después. Pero el tercer hombre que pasó se detuvo y miró hacia atrás, y Jack notó, pese a que era moreno como los habitantes de la isla, que era europeo y, sin duda, francés.
—¿Es usted el capitán Aubrey, señor? —preguntó sonriendo.
—Sí, señor —respondió Jack.
—Usted no me recuerda, señor, pero mi apellido es Dumesnil y tuve el honor de conocerle a bordo del Desaix. Mi tío, Guillaume Christy-Pallière, estaba al mando de él.
—¡Pierrot! —exclamó Jack, y su expresión pasó del recelo a la satisfacción al reconocer al regordete guardiamarina en el teniente de piernas largas—. ¿Cómo está su querido tío?
Su querido tío, en un navío de línea, había capturado a Jack en el Mediterráneo cuando estaba por primera vez al mando de una embarcación, la pequeña corbeta con aparejo de bergantín, la Sophie, en 1801. Trató a su prisionero muy amablemente y ambos entablaron amistad, una amistad que enseguida se fortaleció porque unos primos de Christy-Pallière eran ingleses y él hablaba muy bien su lengua. Su sobrino Pierre la hablaba aún mejor porque había estado en una escuela en Bath durante la paz. Se dieron el uno al otro noticias de sus anteriores compañeros de tripulación. El tío Guillaume era ahora un almirante (algo que Jack sabía muy bien), pero estaba encerrado en un despacho en París. Y era evidente que Christy-Pallière había seguido la vida profesional de Jack tan de cerca como Jack la suya. Dumesnil habló sin rencor del dolor y la admiración que habían sentido los dos al enterarse de que Jack había capturado la Diane y luego añadió:
—Naturalmente, le vi cuando el sultán dio audiencia y un par de veces cuando fui a observar la pobre Diane desde Prabang, pero sin duda hubiera sido inapropiado hacerle alguna seña. Esperaba que usted nos devolviera el cumplido y viniera a observar la pobre Cornélie. Sé que algunos de sus hombres lo han hecho desde este mismo lugar.
—Es indudable que desde aquí puede verse muy bien —dijo Jack, e hizo una elocuente pausa.
—Bueno, señor… —empezó de nuevo Dumesnil un poco avergonzado—. No sé si alguna vez ha carenado un barco donde no había un muelle.
—Nunca, es decir, nunca ninguno mayor que una corbeta. Pueden pasar cosas horribles. Los mástiles, los genoles…
—Sí, señor. Y han pasado cosas horribles. No es mi intención criticar a mi capitán o a mis compañeros de tripulación… Son designios divinos. Lo que puedo decir es que la fragata no podrá estar a flote antes del próximo cambio de estación, que muy probablemente no lo estará hasta el cambio de estación siguiente a ése y que es posible que no lo esté hasta el año que viene. Le digo esto con la esperanza de que no intente capturarla, pues nos mataríamos unos a otros sin una buena razón. Ni dos barcos de línea anclados en la bahía tirando de ella hasta que sus cadenas y sus cabrestantes se rompieran podrían sacarla de ese maldito banco.
Dumesnil no dio más detalles sobre las «cosas horribles», aunque Jack sospechaba que al menos se habría torcido un mástil y se habrían soltado algunos genoles, pero continuó hablando de otros problemas: la creciente hostilidad de los habitantes de Ambelan, la deserción de la mayoría de los carpinteros de barcos españoles y muchos marineros, que huyeron en dos barcos filipinos, y la extrema escasez de provisiones de la fragata. Contó que desde hacía semanas el capitán, los oficiales y todos los tripulantes vivían de las viejas provisiones de la fragata porque habían malgastado el dinero y el contador apenas podía comprar el arroz más barato. Nunca les habían dado mucho crédito y ahora no les daban ninguno. Los comerciantes chinos no descontaban los documentos de crédito de París ni siquiera quedándose con el noventa por ciento.
—Afortunadamente —continuó, riendo—, siempre podemos encontrar estos peces, los padang. Pasan de dos en dos o de tres en tres justo por detrás de donde rompen las olas cuando la marea sube, y pican si se usa como cebo una pluma o un trozo de corteza de beicon enrollada, como la lubina en nuestro país. ¡Mire cómo los pescan!
Era cierto. Pudo ver reflejos plateados en cuatro o cinco lugares a lo largo de las rocas y notó que la marea estaba subiendo.
—Pierrot, amigo mío, debes bajar enseguida o desaprovecharás la marea —le advirtió Jack, poniéndose de pie—, y no le puede ocurrir nada peor a un marino. Te mandaré un regalo con uno de los malayos de nuestra escolta, pero no olvides firmar la nota adjunta para que yo sepa que lo has recibido. Hay muchos condenados ladrones en estas islas, ¿sabes?
—¡Oh, señor! Es usted muy amable, pero no puedo aceptar nada de un oficial que es teóricamente un enemigo. Además, no hablé de nuestra penuria con la intención de…
— Quelle connerie!, como diría tu tío. Yo no acepté nada de él, ¿verdad? Sólo cincuenta guineas y una serie de comidas que han sido las mejores de mi vida. Lo mismo ocurrió con los norteamericanos cuando nos apresaron. Bainbridge, el capitán de la Constitution, me llenó de dólares. No seas tonto, Pierrot. Avísame si se te ocurre algún lugar discreto donde podamos encontrarnos, y si no, hazme saber de ti en cuanto se firme la paz. Tu tío conoce mi dirección. Que Dios te bendiga.
* * *
—¡Vaya, Stephen, estás aquí! —exclamó Jack—. Me alegro de ver que aún estás vivo después de subir los sagrados escalones. ¿Has abandonado el burdel? ¿Has comprobado que allí todas las mujeres tienen sífilis o te has convertido en evangelista? ¡Ja, ja, ja! Se sentó jadeando y secándose los ojos. Stephen esperó a que terminara de reír, algo de no poca importancia, pues la jocosidad de Jack Aubrey se nutría de lo que provocaba su risa.
—¡Qué escandaloso eres! —se quejó por fin.
—Perdóname, Stephen, pero era muy cómica la idea de que eras un metodista que sermoneaba a las mujeres y repartía panfletos… ¡Oh…!
—¡Contrólese, señor! ¡Qué vergüenza!
—Sí, si puedo. ¡Killick! ¡Killick!
—¡Ya voy! —gritó Killick a cierta distancia, y luego, cuando la puerta de la cabina se abrió, se excusó—: Esto es lo mejor que pude hacer, señor. En vez de agua de cebada con limón es agua de arroz con pomelo, que es muy parecido al limón.
—Dios te bendiga, Killick. Remar durante las últimas tres horas en calma chicha me dio mucha sed.
Se bebió un par de pintas y enseguida empezó a sudar y dijo:
—Ayer por la tarde me encontré con alguien muy agradable. ¿Te acuerdas cuando Christy-Pallière nos capturó en 1801?
—No voy a olvidarlo fácilmente.
—¿Y te acuerdas de su sobrino, un muchacho regordete y de cara redonda llamado Pierrot?
—No.
—No, porque estuviste todo el tiempo con el cirujano, un tipo pálido y gruñón aunque, sin duda, un hombre muy instruido. Bueno, pues el joven Pierrot estaba allí hace muchos años y volví a verle ayer. Ahora es un guardiamarina alto y delgado, pero en esencia sigue siendo igual. Sabe hablar inglés asombrosamente bien. Hablamos mucho rato y me dijo que no tratara de capturar la fragata porque no era probable que estuviera a flote hasta el cambio de estación después del próximo. La están carenando, ¿sabes?, y lo que ha ocurrido a los genoles y los mástiles… Sin embargo, se me ocurrió que podría esperarla en alta mar, frente al cabo, ya que el cambio de estación después del próximo coincide con la segunda cita con la Surprise, y, como sabes, la primera ya pasó. Pero no creo que Fox haya terminado las negociaciones para entonces, a menos que él y el sultán desplieguen más velamen. Bueno, es sólo una posibilidad.
—En cuanto a las negociaciones, amigo mío, creo que estás… ¿Cómo te lo diría? Creo que estás equivocado. Han ocurrido hechos sorprendentes desde que te fuiste a navegar. ¿Quieres que demos una vuelta en mi pequeña lancha? Voy a remar yo, porque estás agotado.
Luego, apoyado en los remos, preguntó:
—¿Te acuerdas de Ganímedes, es decir, Abdul, el copero del sultán?
—¿El odioso sodomita a quien deseaba sacar a patadas de mi alcázar?
—El mismo. Era el favorito del sultán, por no usar un término más vulgar, pero le fue infiel con Ledward. Les sorprendieron cometiendo sodomía y el sultán castigó con la muerte a Abdul, pero no a Ledward ni a Wray, a quienes había prometido protección. Sólo les prohibió entrar en palacio, presentarse ante el gabinete y participar en las negociaciones. Eso deja fuera de combate a Duplessis, pues no sabe hablar malayo y los miembros del gobierno no admitirán a un intérprete plebeyo porque son muy estrictos respecto a la categoría social. Es muy probable que la misión francesa haya fracasado, pero eso no lo sabremos enseguida, pues aún deben pasar dos o tres días antes que Fox visite al sultán. Desde luego, Ledward está arruinado, lo mismo que Wray, pero la aversión de Fox no ha disminuido, sino todo lo contrario. Le decepcionó que Ledward no tuviera la misma muerte horrenda que Abdul. Entre ellos existe un odio implacable… Es más, me parece que Ledward ha perdido el juicio. Hasta ahora el asesinato podía considerarse como un acto perfectamente razonable en negociaciones de esta clase y en esta parte del mundo, y en un momento dado era la única posibilidad de éxito de Ledward; sin embargo, en la situación actual no tendría ningún efecto, y no obstante eso, ha hecho dos intentos.
—Es un feo asunto, Stephen.
—Muy feo, amigo mío, pero a menos que Duplessis pueda encontrar un nuevo negociador y un nuevo incentivo o conseguir otro aplazamiento, y ésas son realmente las posibilidades, las negociaciones no durarán mucho más y tú podrás acudir a la cita con la Surprise.
Empezó a mover los remos con su característica torpeza para regresar a la Diane y después de reflexionar un rato dijo: —Pero me alegra saber lo que me has contado sobre el estado actual de la fragata francesa.
—No se moverá hasta dentro de muchos días —afirmó Jack—. No me sorprendería que las orquídeas crecieran en el pallete que cubre el palo mayor donde van colocadas las vergas. ¡Ah, Stephen, eso me recuerda una cosa! ¿Es posible que sea un quebrantahuesos un ave que vi con un pez agarrado? Tenía el tamaño de un águila y el pez era muy grande.
—Es posible. Creo que esas aves son universales. También otras lo son. Me sorprendió ver una lechuza común en Kumai. Era una auténtica lechuza común. No me hubiera sorprendido más ver un petirrojo.
Cuando ya estaban casi junto al costado de la fragata, dijo Jack:
—Espero que duermas a bordo esta noche y que me hables de Kumai. Podríamos tocar música después. Hace siglos que no tocamos una nota.
—¿Esta noche? Me temo que no porque tengo un compromiso. Pero mañana, si Dios quiere…
* * *
—Buenas noches, estimado colega —saludó Stephen, abriendo la puerta—. Espero no haberle interrumpido en su trabajo.
—En absoluto —respondió Van Buren—. Éstas son sólo unas notas para una conferencia que daré en la Academia de Petersburgo sobre el tema de que habitualmente me ocupo.
—Le he traído un cadáver. Los guardaespaldas de Wu Han lo tienen en un carro en el camino. ¿Puedo decirles que lo traigan? Y hay otro más corpulento, por si quiere otro ejemplar.
—¡Oh, sí, por supuesto! ¡Qué amable, qué atento, estimado Maturin! Desocuparé la mesa larga.
Los guardaespaldas de Wu Han eran muy fuertes y hábiles y hacían movimientos precisos, así que pusieron el bulto cubierto por una sábana blanca sin que se deshiciera un solo pliegue.
—Por favor, esperen junto al carro unos momentos —les indicó Stephen.
Salieron de la habitación juntando las manos delante del cuerpo y bajando la vista. Van Buren retiró la sábana y dijo:
—Es un europeo.
—Sí —confirmó Stephen, pasando el dedo por el borde de un escalpelo—. Es un inglés renegado. Le conocí en Londres. Se llama Wray.
—¡Por fin un bazo inglés! ¡Un bazo inglés, el más famoso de todos! Y de todos los cadáveres que he tenido el placer de abrir, éste es el más reciente. Le estoy muy agradecido, colega. Por lo que veo, esta herida de bala causó la muerte. ¡Qué curioso!
—Exactamente. Lo mismo ocurrió a su compañero, el que es más robusto, a quien usted vio una o dos veces. La herida es igualmente reciente. Quizá los dos estaban peleando. ¿Quiere que ordene que lo traigan?
Van Buren miró a Stephen a los ojos y preguntó:
—¿Ha contado con el visir para esto, Maturin?
—¡Por supuesto que sí! Dijo que el asunto no concernía al palacio real porque le había retirado la protección explícita y públicamente y se lo había comunicado a Duplessis, y que nosotros podíamos hacer lo que quisiéramos. Añadió que estaba seguro de que seríamos discretos y de que no dejaríamos despojos reconocibles.
—Entonces estoy plenamente satisfecho. ¡Qué alivio! Por supuesto, mande a traer el otro. Entretanto podemos empezar por la cabeza.
* * *
Trabajaron sin cesar, muy concentrados y con objetividad. Rara vez eran necesarias las palabras, pues ambos sabían muy bien lo que estaban haciendo: cuáles eran los órganos importantes, los que serían útiles para posteriores comparaciones, y cuáles podían ser desechados. Stephen había presenciado muchas disecciones y había realizado cientos de ellas, ya que la anatomía comparada era una de las cosas que más le interesaba, pero nunca había visto a nadie hacer los procesos más delicados con tanta habilidad y delicadeza ni eliminar la materia superflua con tanta destreza y rapidez y con tan poco esfuerzo. Y con ese ejemplo trabajó más rápido y mejor que nunca.
Aunque apenas tenía noción del tiempo, cuando por fin la larga mesa quedó vacía y Van Buren colocó dos brillantes frascos en la estantería donde tenía los bazos conservados en alcohol, cuando cierto número de órganos (ahora impersonales como los de una carnicería) ya estaban metidos en agua con sal para.usarse en el futuro y cuando los despojos, totalmente irreconocibles, ya estaban metidos en baúles de madera forrados de zinc, se sorprendió al darse cuenta de que todavía era de noche.
Ambos se quitaron sus largos delantales, lavaron los instrumentos, se lavaron las manos y fueron a sentarse afuera, a la luz de la arqueada luna.
—¡Qué brisa tan agradable! —exclamó Stephen—. Realmente hacía mucho calor ahí dentro.
—Hacía mucho calor, sin duda, pero esta disección ha sido la más gratificante de todas las que he hecho en mi vida —dijo Van Buren, dejándose caer en un banco con un gruñido—. Tengo la espalda y las manos rígidas y mañana no atenderé a mis pacientes, así que tendrán que ir a un bazar a comprarse salamandras desecadas. ¡Pero, Dios mío, esto valió la pena! ¿Sabe una cosa? Me fue difícil evitar sentir una gran amargura cuando no pude conseguir el cadáver del empleado de Pondicherry, pues como era hindú por parte de madre, sus compatriotas de aquí, una veintena más o menos, pensaron que para mostrarle respeto debían incinerar su cadáver. Cuando vi el humo pensé que había perdido la última oportunidad de conseguir un bazo al menos parcialmente europeo. ¡Dios mío, qué poco sabe uno!
Durante un rato permanecieron sentados en silencio, escuchando el grito de los gecos en el muro que quedaba a sus espaldas, y después Van Buren continuó:
—Hábleme de los rinocerontes que vio. ¿No sospechaba que estaban allí? ¿No había visto senderos hechos por ellos ni sus huellas ni sus excrementos?
—No, aunque todas esas cosas estaban allí y las noté cuando regresé al monasterio después de ver los animales. No las había visto porque estaba turbado, asombrado de haber podido acercarme a una babirusa y rascarle el lomo y de haber caminado cogido de la mano de un orangután. Pero, en primer lugar, no quería mencionar los rinocerontes delante de los monjes debido a la supuesta propiedad afrodisíaca de su cuerno; no quería levantar sospechas. Por eso no pensaba en ellos. Además, no sabía que vivían en las montañas.
—El sultán atribuye el embarazo de Hafsa únicamente a que él usó el cuerno —dijo Van Buren—. Pero seguramente estaba muy preocupado cuando corrieron hacia usted montaña abajo. Creo que pesan tres toneladas.
—Estoy seguro. La tierra temblaba y yo con ella. Tenía una vaga idea de cómo saltaban los saltadores cretenses sobre los toros, pero antes de que averiguara cuáles eran el pie y la mano que usaban en Cnossos, pasaron por mi lado, gracias a Dios. Esas criaturas no tenían malicia, ni ningún otro de los seres vivos que vi en Kumai, a excepción, tal vez, de algunas tupayas que peleaban entre sí.
Hablaron de forma inconexa de las tupayas; del hecho de que los monjes no hablaran perfectamente el malayo (lo que había aumentado la seguridad de Stephen y la fluidez al hablar); del origen biológico de la felicidad, que muchos, por motivos plausibles, localizaban en el bazo, probablemente en el curioso conjunto de diminutos gránulos situados entre el hilio y la parte más próxima al estómago, los bazos que funcionaban mal eran los que habían dado a ese órgano su mala fama, tal vez en Inglaterra se encontraban más bazos que funcionaban mal que en cualquier otra parte y las causas podían ser el clima y la dieta; de la distribución de las lechuzas comunes. Luego hicieron una pausa y Van Buren, después de bostezar, en un fingido tono tranquilo con que no hubiera engañado ni a un niño, dijo:
—Tendremos que hervir los huesos de Cuvier.
Stephen sabía que debía mostrarse asombrado y, a pesar del cansancio casi insoportable, preguntó:
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Pensé que esto le asombraría —respondió Van Buren—. Tendremos que hervirlos porque las hormigas no tendrán tiempo de terminar de limpiarlos. En estos momentos alguien está escribiendo el tratado con letras doradas en papel de color carmín. Tiene cuatro páginas enteras. Poco después del amanecer se lo comunicarán al señor Fox para que vaya a firmarlo a primera hora de la tarde.
* * *
—¿Es posible que un hombre no pueda dormir ni un momento en esta maldita y contrahecha carraca? —gritó el doctor Maturin cuando una mano sacudió su coy y le quitó la sábana de la cabeza.
Ahmed no se había atrevido a insistir, pero Bonden estaba hecho de un material más duro y las sacudidas continuaron acompañadas de las palabras:
—Son órdenes del capitán, por favor, señor. Levántese y arréglese, su señoría. Son órdenes del capitán, por favor, señor.
Esas mismas palabras se habían mezclado con su sueño desde que había empezado a estar consciente. Llegó un momento en que no pudo soportarlo más y entonces la rabia ahuyentó el sueño y se sentó. Bonden le ayudó a bajar del coy con mucha amabilidad y, mirando hacia la puerta, gritó:
—¡Date prisa, Killick!
Ahmed apareció con una bata y entre los dos le llevaron a la cabina-comedor, donde Killick había servido el desayuno. Había una carta apoyada contra la cafetera y Bonden se la dio diciendo:
—Debe leerla ahora mismo, señor, por favor. Ahmed, vete.
Maturin era bastante sensato cuando estaba totalmente despierto, pero ahora no lo era lo suficiente para evitar mirar con ansiedad el reverso del sobre mientras tomaba a sorbos la primera taza de café.
—La trajo el señor Edwards, señor —le informó Bonden.
Killick se asomó a la puerta y dijo:
—Que está en la bodega con el capitán y Astillas en este momento, su señoría.
Justo por encima de ellos se oyó el atronador grito:
—¿Me oyen, barqueros? ¡Afeítense y pónganse una camisa limpia antes de las seis campanadas!
Y enseguida lo siguieron varias órdenes y un agudo pitido que anunciaba que iban a bajar la falúa, la embarcación con el fondo forrado de cobre, la embarcación de honor.
Stephen rompió el lacre.
>Estimado Maturin:
¡Le felicito! ¡Hemos ganado! El visir acaba de mandarme un mensaje informándome de que ya está listo el tratado, exactamente en los términos que habíamos acordado, y que debo ir a firmarlo a la una en punto, que según el astrólogo de palacio es una hora propicia. ¡Es una hora propicia para nosotros! Sólo me acompañará una escolta y un pequeño séquito, debido a las circunstancias, pero confío en que usted formará parte de él y también en que me hará el honor de comer conmigo después. Con mucha prisa,
Su más humilde servidor.
—Dudo mucho que ahora sea humilde —murmuró Stephen y luego, levantando la vista, dijo—: Buenos días, caballeros. Por lo que veo, los dos están muy sucios. ¿Has desayunado, Jack? ¿Quiere que le sirva una taza de café, señor Evans?
—Quisiera desayunar otra vez —respondió Jack—. Hemos estado caminando de un lado a otro de la bodega.
—Estuvimos sacando el dinero que hay que entregar al sultán según el tratado —intervino Edwards, radiante de alegría—. Seguramente ya sabrá la noticia, señor.
—Usted mismo tuvo la amabilidad de dármela —dijo Stephen, señalando la carta con la cabeza.
—¡Ah, sí! —exclamó Edwards, riendo alegremente—. Tengo tan poca memoria como un topo o un murciélago.
Cuando sonaron las cinco campanadas Jack se puso de pie y dijo:
—Vamos, señor Edwards. Usted y el doctor tienen que lavarse de arriba abajo y ponerse sus mejores trajes de cumpleaños. ¡Killick! ¡Killick! Usted y Ahmed ayudarán al doctor a prepararse para ir al palacio. Tiene que ponerse la túnica roja.
Por tanto, el doctor Maturin subió al alcázar vestido con la túnica roja. Apareció con una peluca recién rizada y empolvada, bien afeitado y con un inmejorable aspecto. Además de todas esas cosas (y la más feroz gobernanta de un colegio de párvulos no tenía comparación con Preserved Killick), ver la alegría que había en la fragata le levantó el ánimo. Todos a su alrededor estaban contentos y reían mientras bajaban uno a uno los pequeños y pesados cofres que contenían el tesoro hasta la falúa, que estaba bajo el pescante central de babor. Había tanta alegría como si la Diane hubiera capturado una presa muy valiosa. Los barqueros ya estaban comiendo bajo el toldo del castillo, alejando lo más posible la comida de su elegante ropa.
Justo antes que sonaran las ocho campanadas en la guardia de mañana bajaron el último cofre. Los infantes de marina elegidos como guardias y su oficial ya estaban en sus puestos, lo mismo que Richardson, Elliott, Maturin y el joven Seymour. Entonces apareció Jack, de uniforme y con el sable de empuñadura de oro, que miró hacia proa y hacia popa y luego bajó por el costado, pero sin ceremonia.
Se reunieron con los miembros del séquito de Fox, que habían ido al muelle con un par de carros tirados por bueyes para transportar el tesoro. Y recibieron al enviado, que apareció montado en un caballo javanés del visir.
—Buenos días, caballeros —les saludó, desmontando y entregando las riendas al mozo; y luego, en voz baja, añadió—: Disculpen el retraso. Ya veo que han formado filas. Si todo sale como espero y confío, ¿tendrían algún motivo para oponerse a zarpar inmediatamente? La noticia debe llegar cuanto antes al gobierno y a la India, por supuesto. Podría pedir al visir que transportara nuestro equipaje en aquel mismo parao.
Mientras una parte de la mente de Jack reconocía que le embargaba una gran emoción, una especie de borrachera, otra calculaba la cantidad de agua, madera y provisiones que tenía la Diane.
—Es factible —respondió—. Tal vez nos falte un poco de combustible para la cocina, pero podremos aprovechar la marea de la tarde.
—Es lo que esperaba que diría, Aubrey —dijo Fox, estrechándole la mano—. ¡Le estoy tan agradecido! Me comería gustoso un pastel marinero con tal de ganar un día —añadió, soltando una sonora carcajada. Volvió a montar en el caballo y se puso al frente de la procesión.
En el palacio la ceremonia fue bastante silenciosa. El sultán ya estaba en el trono cuando los miembros de la misión entraron en la sala de audiencias, y aunque les saludó con amables sonrisas, tenía la cara desencajada. Durante la larga lectura del tratado mantuvo una expresión muy triste y se retiró tras haberse pronunciado dos discursos y haberse sellado y firmado las dos copias. Entonces la atmósfera perdió buena parte de su gravedad. El visir estaba muy animado. Había firmado una alianza valiosa, potencialmente valiosa; había llenado las arcas del tesoro; se había deshecho de un favorito sumamente problemático, y se había ganado el favor de la sultana. Por eso no era sorprendente que los regalos que hizo a todos en nombre del sultán fueran un reflejo de su satisfacción. Fox recibió un puñal malayo muy antiguo con la empuñadura de coral y un Buda de jade al menos dos veces más antiguo; Jack, un rubí en forma de estrella dentro de una caja lacada, probablemente fruto de la remota acción de algún pirata; Stephen, un regalo que le dejó desconcertado unos momentos, un baúl de la honorable Compañía de las Indias Orientales lleno de opio. Respecto al equipaje y los sirvientes, el viejo caballero dijo que estaba encantado de poder ayudar y que Wan Du se ocuparía de eso inmediatamente. Después de la afectuosa despedida del enviado y su séquito, sonaron en su honor los tambores y las trompetas en todos los patios que cruzaron al salir y después todos fueron a comer a casa de Fox entre una alegre y amable multitud.
La comida consistió casi exclusivamente en platos de pescado, de pescados de muchas clases y todas muy buenas, arroz y cerveza embotellada tibia. Pero por la atención que Fox y su séquito le prestaron hubiera dado lo mismo que fuera carne de vaca hervida o pudín de pan y mantequilla. Los malditos estúpidos y su jefe estaban animados y llenos de regocijo, pero a diferencia de él, eran en ese momento bulliciosos y locuaces. Habían permanecido silenciosos en el palacio gracias a su largo entrenamiento, pero ahora daban rienda suelta a sus impulsos. Ésa era una clase de victoria que ellos entendían perfectamente y la celebraban a su manera, con un torrente de palabras, palabras que pronunciaban más alto a medida que la comida transcurría. Aquella fue una comida alborotada y extraña incluso en sus aspectos materiales. Algunos sirvientes se llevaban cosas para empaquetarlas; otros servían la comida con ropa de trabajo; otros abandonaban de repente la habitación como si fueran ayudantes de alguaciles.
Al entrar en el comedor había dicho Fox: «Dejémonos de ceremonias, caballeros». Y todos se sentaron donde quisieron: los funcionarios alrededor de Fox, en una de la mesa; los marineros en la otra cabecera, con Jack y Stephen justo en el extremo. Es decir, Fox tenía a cuatro de sus hombres a cada lado y Welby estaba un poco retirado. Sin ceremonia. Los civiles se quitaron las chaquetas y se aflojaron las corbatas y los calzones. Hablaron abiertamente de los sucesos ocurridos en los últimos días y Loder habló de la sutil campaña que habían llevado a cabo, de la forma en que le habían dado la información a Hafsa y del éxito después de varios fracasos. Luego hablaron más libremente, intercambiando opiniones sobre la sodomía. Mientras aumentaba el bullicio, tanto Jack como Stephen observaban a Fox, que se limitaba a mirar a sus compañeros de cada lado con una expresión complacida y condescendiente. Pero en ese momento Johnstone gritó:
—Todos los franceses también son sodomitas.
Y entonces Fox, en un tono autoritario que hasta entonces no había empleado, le atajó:
—Ya basta, juez.
Como habían arrojado la discreción por la ventana, Stephen pensó que debía irse. Era penoso comprobar que no se respetaban las normas fundamentales que regulaban la información secreta ni las relacionadas con el sentido común, y más penoso aún oír los detalles de aquel golpe de los servicios secretos, como podría definirse aquella acción. Estaba decidido a despedirse adecuadamente de los Van Buren y de sus amigos chinos, tanto si la fragata zarpaba ese día como si no, y pensaba que el tratado había dejado de ser un asunto urgente, estaba resuelto. Mientras esperaba oír las carcajadas que cubrirían su retirada, escuchó la conversación de los funcionarios. Su presunción había alcanzado un nivel tan alto que se preguntaba cómo un hombre como Fox, de indiscutible inteligencia, podría soportarla; sin embargo, el enviado sonreía y sólo de vez en cuando movía levemente la cabeza de un lado a otro. Llegó el esperado chiste (si en Inglaterra se matara a los adúlteros con pimienta, ésta se acabaría, y uno podría hacer una fortuna especulando en el mercado), lo siguieron las esperadas carcajadas y Stephen hizo una inclinación de cabeza a Jack y se escabulló. Pasó junto a Loder, que estaba orinando en el porche, dio su túnica roja a uno de los infantes de marina que estaba de guardia y se marchó.
«Estoy contento, muy contento de que Jack sepa quién traicionó a esas pobres bestias y cómo lo hizo», pensó. Siguió caminando con rapidez, pasó junto a una manada de búfalos y entonces se dijo: «¡Qué mediocridad a tan alto nivel! Un juez, miembros del poder legislativo… en Francia preparan mejor estas cosas». Pero la honestidad le hizo detenerse y añadir: «Pero las prepararían mejor en una Irlanda independiente».
Jack se vio obligado a quedarse, aunque no le gustaba mucho la compañía ni el matiz que notó en la voz de Fox cuando la proyectó hacia el extremo de la mesa y le dijo:
—Dígame, Aubrey, ¿cuándo cambia la marea esta tarde? Quisiera que lleváramos este documento a nuestro país sin perder tiempo por nada, y mucho menos por tonterías.
La alusión al tema era ofensiva; el tono lo era aún más. Richardson y Elliott se pusieron muy nerviosos porque sabían que Aubrey no era el hombre más paciente del mundo.
Por fin el banquete estaba llegando a su fin, entre numerosos comentarios sobre la precaria situación económica de los franceses.
—Ahora que lo pienso —intervino Crabbe—, puesto que Duplessis no ha tenido que entregar el dinero que estipulaba el tratado, puede usarlo para pagar el viaje de regreso a su país.
—Si no tiene ningún comentario más inteligente que hacer, podría haberse quedado callado, Crabbe —le replicó Fox—. Regresar a su país con un fracaso es peor que morirse de hambre aquí.
—Su excelencia tiene razón —dijo Johnstone—. Mucho peor.
—Lo siento, señor —se disculpó Crabbe, y bebió cerveza para intentar ocultar la cara tras ella.
Un excelente pastel de frutas servido en tres bandejas de estaño bruñido hizo olvidar ese momento. Por último llegaron las botellas, que señalaban el final. Brindaron por el rey, recuperando en parte la seriedad, y luego Fox, tomando de manos de Ahmed el tratado, envuelto en un pedazo de seda, dijo:
—Brindo por el fruto de nuestro esfuerzo conjunto. Brindo por lo que he firmado en nombre de su majestad.
—¡Hurra! ¡Así se habla! —gritaron los miembros del séquito, y sus voces se confundieron con las de los marineros, que se les unieron con bastante entusiasmo.
—Por lo que yo brindo es por la orden de Bath, la honorable orden de Bath —vociferó Loder, poniéndose de pie y mirando con suspicacia a Fox.
—¡Hurra! ¡Así se habla! ¡Ánimo! —gritaron los otros, y bebieron mientras Fox sonreía y bajaba la vista para mostrar su modestia.
Dieron tres hurras tres veces para expresar su conformidad con el nombramiento de caballero y después brindaron por el de barón y el de gobernador y, además, por la inclusión en la Lista de Civiles y una asignación de cinco mil libras al año.
Jack miró a Elliott, notó que se había puesto pálido porque estaba borracho y luego su vista se cruzó con la de Richardson. Entonces se levantó y dijo:
—Le ruego que nos disculpe, excelencia. Tenemos que preparar la partida. El señor Richardson le acompañará a la falúa dentro de cuarenta y cinco minutos. Señor Welby, la nueva pinaza vendrá a recogerle a usted y a sus hombres dentro de media hora.
Cogió al desconcertado Elliott por el brazo y lo sacó de allí. Seymour, que estaba en el muelle, le informó que ya habían zarpado el gran parao y varias embarcaciones más pequeñas llenas de sirvientes. Jack le dijo lo que debía esperar, sugirió que Bonden cubriera con una lona los cojines de la bancada de popa y caminó con Elliott alrededor del cráter y lanzó un grito desde donde solía comunicarse con la fragata.
—Señor Fielding —dijo luego, mirando hacia el abarrotado combés—. ¿Están a bordo todos los sirvientes de la misión?
—Todos a bordo, señor, y la última lancha con el equipaje zarpará dentro de un minuto más o menos.
—¡Me alegra saberlo! Por favor, mande enseguida la nueva pinaza para recoger a los infantes de marina. Creo que podemos desamarrar la fragata y dejarla anclada con una sola ancla. Basta un ancla en estas aguas tan tranquilas y con tan poco viento. El enviado y sus hombres saldrán de tierra dentro de media hora. Naturalmente, habrá que recibirle con salvas y como es costumbre en los barcos de guerra. Por favor, comuníqueme cuando zarpen. Espero salir del puerto cuando empiece a bajar la marea. Confío en que el doctor no esté buscando ciempiés por ahí —murmuró antes de irse abajo.
Se quitó la chaqueta y se acostó en el coy. Killick le observó por una grieta de la puerta y movió la cabeza de un lado a otro compadeciéndole. Los tripulantes estaban desamarrando la Diane y el capitán escuchó una conocida serie de sonidos, como el clic de los linguetes del cabrestante, los gritos «¡Cuidado con el virador!», «¡Subir y virar!» y otros, pero su mente estaba en otra parte. A la mayoría de los hombres, y probablemente a todos los que conocía, la victoria les volvía benévolos, afables, locuaces y generosos; sin embargo, Fox había adoptado una actitud arrogante y hostil. Además, había revelado una mezquindad que a nadie sorprendió. No había habido ni habría un banquete para los guardiamarinas ni para los suboficiales ni para los marineros. Tampoco habría bebidas ni un discurso para comunicarles la buena noticia y reconocer su participación en la exitosa misión. En realidad, la victoria no era admirable. Apenas merecía celebrarse con campanadas en las iglesias y hogueras en las calles. Lamentaba haber tomado cerveza y aún más oporto, pero se quedó dormido unos minutos y cuando Reade le comunicó que el señor Fielding le presentaba sus respetos y le informó que la falúa había zarpado, ya estaba totalmente despejado.
—Gracias, señor Reade —dijo—. Subiré a la cubierta dentro de diez minutos más o menos.
Se permitió quedarse un rato en ese agradable estado de completa relajación y luego se levantó, metió la cara en agua, se arregló el corbatín y el pelo y se puso la chaqueta. Enseguida apareció Killick y la cepilló. Luego le arregló la coleta doblada y el corbatín y extendió las charreteras de modo que estuvieran equilibradas.
En la cubierta notó que el viento soplaba como deseaba, de un lado a otro del fondeadero, y lo único que tendría que hacer sería cambiar la orientación de la sobremesana, virar bastante a estribor para que el velamen se hinchara y levar el ancla.
También notó que todo estaba exactamente como debía: las vergas perpendiculares a los palos con ayuda de los motones y las brazas, los grumetes con guantes blancos, los guardamancebos en su lugar, todos los infantes de marina presentes, con parte de su uniforme lavado con piedra caliza y correctamente colocados, el señor Creown y sus ayudantes con los silbatos plateados a punto, el señor White sosteniendo la varilla, cuyo resplandor se veía bajo la larga sombra nocturna que proyectaba el costado de estribor.
Calculó la distancia a que se encontraba la falúa, que se movía tan erráticamente como una lancha llena de londinenses de la parte este de Londres rumbo a Greenwich. Más cerca, más cerca.
—Muy bien, señor White —dijo.
El primer cañón disparó y luego le siguieron otros trece. El bichero de la falúa se enganchó a la fragata; el enviado subió a bordo seguido por los miembros de su séquito, que parecían viejos y borrachos y estaban sucios, malolientes, desarreglados, desgreñados, tenían los botones de las chaquetas metidos en los ojales que no les correspondían y llevaban la bragueta medio desabrochada. Les recibieron con fría formalidad y todos, sobrios de repente, se palparon la ropa. Fox les miró muy disgustado y ellos se miraron unos a otros y enseguida bajaron apresuradamente.
—¿Dónde está el doctor? —preguntó Jack.
—Subió a bordo con los infantes de marina —respondió Fielding—. Tenía cargada una cosa peluda. Creo que está en la sala de oficiales.
—¡Dios mío, qué alivio! —murmuró Jack y luego, con voz fuerte, la voz apropiada para las cuestiones oficiales, ordenó—: Vamos a hacernos a la mar.
Mientras hablaba la fortaleza empezó a disparar las salvas de despedida. La Diane respondió, y los cañones aún seguían disparando uno tras otro y el humo se dispersaba por sotavento cuando salió del canalizo y llegó a alta mar.
—Señor Warren, el rumbo será estenoreste —informó Jack—. Y confío en que así llegaremos al lugar de la cita con la Surprise.