Capítulo 3
—Bonden —dijo Jack Aubrey—, dile al doctor que si está desocupado venga a ver algo en la cubierta.
El doctor estaba desocupado, y cuando el violonchelo con que practicaba emitió la última nota grave, subió rápidamente la escala de toldilla con una expresión ansiosa.
—Allí, justo por el través —le indicó Jack, señalando hacia el sur con la cabeza—. Podrás ver claramente cómo rompen las olas cuando la fragata suba en el balanceo.
—¡Ah, sí! —exclamó Stephen, observando cómo el cabo Malin desaparecía y reaparecía bajo la fina lluvia, y luego, pensando que se esperaba más de él, añadió—: Te agradezco que me hayas enseñado esto.
—Es la última oportunidad que tienes de ver tu tierra natal desde los dieciséis grados de latitud y Dios sabe cuántos de longitud, porque avanzaremos hacia alta mar cuanto sea posible. ¿Te gustaría verla por un catalejo?
—Sí, por favor —respondió Stephen.
Amaba su tierra natal, aunque aquella parte parecía mucho más oscura, húmeda y menos acogedora. Sin embargo, no tenía deseos de que el espectáculo se prolongara, porque sabía por experiencia que los habitantes de una parte de esa provincia eran insidiosos, hipócritas, chismosos, alborotadores, despreciables, ruines, malvados, inconstantes e inhospitalarios, y cuando le pareció prudente bajó el catalejo, lo devolvió y regresó a practicar con el violonchelo. Estaba preparando otro cuarteto de Mozart y no quería quedar mal en presencia del contador, que tocaba mucho mejor.
Cuando Jack se quedó solo continuó su habitual paseo de un lado a otro del alcázar. Después de tantos años debía de haber recorrido cientos y cientos de millas por allí, y el cáncamo próximo al coronamiento donde se daba la vuelta brillaba como la plata y estaba extremadamente delgado. Le alegraba haber visto el cabo Malin con tanta nitidez, pues eso significaba que las islas Inishtrahull y Galvans estaban muy lejos por la popa, unas islas donde navegantes mejores que él habían encallado, sobre todo con mal tiempo, cuando no se podían ver el sol de día ni las estrellas de noche. Después de avanzar una milla para ver si tenía mejor suerte, dio órdenes para que la fragata virara al oeste tanto como el viento del suroeste lo permitiera, y comprobó con satisfacción que necesitaba virar apenas cinco grados para que con aquel viento pudiera alcanzar siete nudos sólo con las gavias y las mayores desplegadas, aun cuando las olas chocaban a intervalos regulares contra la proa por babor, desviándola ligeramente del rumbo y lanzando agua y espuma por encima del castillo y el combés.
Esto y el sabor a sal en los labios le hacían sentirse muy satisfecho, aunque, por otro lado, sabía que la mayoría de los tripulantes estaban desalentados, decepcionados y malhumorados y pensaba que probablemente los más decepcionados pensarían que el viaje era desafortunado o que había un Jonás a bordo; sería peligroso que convencieran al resto de los marineros, todos ellos fatalistas. Eso era aún más peligroso en un barco donde no había infantes de marina ni se regían por el código naval ni se podía recurrir a la Armada, un barco donde la autoridad del capitán sólo dependía de su categoría, su categoría medida por su éxito pasado y presente. No sabía todo esto por haberlo oído en alguna conversación ni por los informes que le habían dado los marineros que eran sus confidentes, como Bonden y Killick, o de quienes ocupaban la misma posición que un maestro armero o un cabo en un barco de guerra (no de chismosos, a quienes detestaba), sino por haber pasado la mayor parte de su vida en barcos, y parte de ella como un simple marinero. Juzgaba el estado de ánimo de los tripulantes intuitivamente, por las muestras que daban de cumplir su deber sin entusiasmo, la falta de comentarios groseros pero humorísticos, las ocasionales respuestas malhumoradas de unos compañeros a otros y la falta de empuje; pero, a pesar de que su juicio era intuitivo, era sumamente certero.
Entonces pensó: «Hay pocas esperanzas de encontrar algo como consuelo en estas aguas, a menos que topemos con un barco norteamericano; pero navegaremos el resto del mes tranquilamente por alta mar, dando bordadas en cada cambio de guardia hasta que encontremos el viento del oeste del trópico. Habrá muchas cosas para mantenerles ocupados, aunque no demasiado, y dentro de poco volveremos a ver el sol».
En medio del Atlántico, mientras daban una bordada tras otra, repitiendo día tras día la misma rutina, desde que hacían la limpieza de la cubierta hasta que apagaban los faroles, con la invariable sucesión de campanadas y las previsibles comidas, sin ver en el horizonte más que el cielo y el mar, que eran cada vez más hermosos, el hábito de la vida marinera ejerció su poder. La alegría volvió a alcanzar el nivel que tenía antes y, como siempre, cada noche después de pasar revista, todos volvieron a hacer con entusiasmo las emocionantes prácticas de tiro con los cañones, que realizaban con una carga realmente letal, lanzando las balas a un blanco flotante.
Mientras la Surprise navegaba rumbo al oeste, Jack gastó más en barriles de pólvora de lo que hubiera obtenido como botín capturando el paquebote. Se justificaba a sí mismo (porque nadie más, ni siquiera Stephen, cuestionaba el gasto) dando como razones que la fragata debía mantener su capacidad de disparar con gran rapidez y precisión, que los marineros estaban un poco faltos de entrenamiento y que los hombres de Orkney (algunos de los cuales habían llegado a bordo con ballestas) no conocían en profundidad la combinación de práctica y disciplina. Como sabía muy bien, el estrépito, las lenguas de fuego que penetraban en la nube de humo, el chirrido de los cañones al retroceder, la competencia entre los diferentes grupos de guardia y el asombro que producía ver cómo una balsa o un barril de carne vacío situados a doscientas yardas estallaban, lanzando fragmentos y duelas a gran altura entre la espuma, eran factores que contribuían a que los hombres recuperaran el empuje y a que la Surprise volviera a ser una fragata en armonía, la única máquina de guerra eficiente, el único barco que era un placer gobernar.
Sólo en casos excepcionales eso ocurría espontáneamente, como cuando daba la casualidad de que en un barco que era estanco y navegaba bien de bolina había un grupo de buenos marineros, suboficiales eficientes (el contramaestre era a menudo una figura importante por lo que se refería a la armonía), un grupo de oficiales expertos y respetables y un capitán severo pero no déspota. En caso contrario había que fomentarlo. Los marineros rechazaban a los hombres despreciables a su manera, expulsándoles de su mesa en el comedor y haciéndoles la vida imposible; aunque había algunos, unos de carácter muy fuerte y otros de cierta educación, que podían causar serios problemas si además de cometer torpezas estaban descontentos. En la Surprise habían sido degradados ocho hombres de Shelmerston que habían estado al mando de un barco y muchos otros que habían sido ayudantes de oficial de derrota y sabían mucho de navegación.
Lo mismo era válido, aunque de diferente forma, para los oficiales. Si uno de los miembros de esa pequeña comunidad no encajaba bien en ella, eso podría afectar mucho al funcionamiento de todo el barco, y los pequeños errores que no tendrían importancia en un viaje por el estrecho de Gibraltar podrían alcanzar proporciones preocupantes en una larga misión como, por ejemplo, hacer el bloqueo de Tolón durante dos años o pasar tres años en la base naval de África. A propósito de eso, Jack se preguntaba si había hecho bien contratando a Standish a pesar de su falta de experiencia sólo porque tocaba muy bien el violín y porque Martin, que le conocía de Oxford, le había recomendado.
Excepto porque Standish poseía aquella buena cualidad, rara vez Jack se había equivocado más con respecto a un hombre. La modestia y la timidez que había exhibido Standish al llegar a bordo desempleado y sin dinero se habían desvanecido, y la seguridad de que tendría una paga mensual y un puesto fijo provocaban una locuacidad y un tono didáctico desagradables. Y, naturalmente, era incompetente, como Jack explicó en una carta a Sophie:
Suponía que cualquiera con un poco de sentido común podría ser un aceptable contador, pero estaba equivocado. Lo intentó al principio, pero como se marea cada vez que desplegamos las juanetes y no sabe sumar ni multiplicar de manera que obtenga el mismo resultado dos veces, pronto se desanimó y ahora deja todo en manos de su asistente y el despensero. No le faltan cualidades. Es honesto (lo que no puede decirse de todos los contadores) y tuvo la caballerosidad de no decir a nadie que sabía nadar bien cuando le saqué del mar. Además, escucha atentamente, incluso con interés, a Stephen y Martin cuando le explican las maniobras de la fragata o la diferencia entre la hilada y la traca, aunque aparte de escuchar estas conferencias (te encantaría oírlas), cuando está tranquilo habla, habla y habla, y siempre de sí mismo. Tom, West y Davidge, que sólo tienen la educación que han adquirido en los barcos y no son muy aficionados a la lectura, le esquivan porque ha hecho estudios universitarios, y Martin es muy caritativo, pero esta situación no puede durar porque, además de incompetente, es estúpido.
Jack hizo una pausa y recordó un incidente ocurrido durante la cena más reciente con los oficiales. Ese día oyó que alguien, en medio de una larga anécdota de Standish, dijo:
—No sabía que usted hubiese sido maestro.
—¡Oh! Fue durante un corto tiempo, cuando tenía poco dinero. Ése es el recurso que tenemos los universitarios cuando pasamos dificultades temporales. Uno siempre puede encontrar refugio en una escuela si tiene un título universitario.
—Hermosa labor la de enseñar a los jóvenes a pensar —observó Stephen.
—¡Oh, no! —exclamó Standish—. Mi tarea era aún más importante: enseñarles a trabajar con un manual de prosodia. Otro hombre les enseñaba esgrima, tiro al arco, pistola y cosas parecidas.
Jack volvió a tomar la pluma:
Pero es la música lo que más me molesta. Martin no toca muy bien, y Standish le está corrigiendo constantemente. Le dice cómo tiene que colocar los dedos y el arco, sujetar el instrumento, marcar el tempo y ejecutar las frases musicales. Además le ha dado algunos consejos a Stephen y creo que cuando aumente su atrevimiento también me ofrecerá su amable ayuda. Me equivoqué al suponer que podía ser el segundo violín con semejante persona, y tendré que encontrar una buena excusa para no serlo. La música que toca es celestial (no puedo entender cómo un hombre así puede entregarse a ella y tocar tan bien), pero no tengo ganas de que llegue la reunión de esta noche. Tal vez no tengamos ninguna porque el mar está un poco agitado.
Jack se detuvo, releyó la última página y negó con la cabeza. A Sophie le desagradaban y le causaban malestar las críticas, y cuando era niña había oído muchas. Como, además, las críticas en una carta parecían peores que dichas de palabra, Jack cogió la hoja, la arrugó y la echó a la papelera, por lo que se convertiría en una mina de información para Killick y los miembros de la tripulación que compartían sus secretos. Mientras lo hacía oyó que Pullings gritaba: «¡Preparados para aferrar la juanete de proa!». Y después siguieron los gritos del contramaestre.
Esa noche no hubo más música que algunos fragmentos bien conocidos por Aubrey y Maturin (ambos igualmente mediocres), que pasaron aproximadamente una hora dedicados a su actividad favorita: hacer variaciones sobre un tema que uno escogía y el otro seguía. En esas variaciones a veces superaban la mediocridad debido a la compenetración que había entre los dos, al menos en ese campo. Standish se excusó (dijo que lamentaba que una indisposición le impidiera tener el honor de…) y Martin, en su doble papel de ayudante de cirujano y antiguo amigo del pobre contador, se quedó con él sujetando una palangana.
No hubo música cuando encontraron el viento del oeste del trópico, que había rolado al norte y era muy fuerte; tan fuerte que la Surprise navegaba a nueve e incluso diez nudos con el viento por la aleta y las gavias arrizadas y, además, se balanceaba y cabeceaba con una violencia tal que iba en descrédito suyo. El espléndido viento continuó soplando día tras día y sólo disminuyó de intensidad cuando se aproximaban a las islas Berlengas. Esa tarde, Martin llevó a Standish a la cubierta para ver en la oscura línea del horizonte las puntiagudas montañas rocosas rodeadas por las turbulentas aguas del océano bajo un cielo amenazador. El contador, cuya ropa le quedaba ancha, se sujetó a la borda y miró con ansiedad los primeros trozos de tierra que veía desde que había pasado por el cabo Malin.
—Espero que se encuentre mejor, señor Standish —dijo Jack Aubrey—. Aunque la velocidad es reducida, avistaremos Lisboa al amanecer; y, si tenemos suerte, con la marea podremos comer en la plaza Black Horse. Nada reanima tanto a un hombre como una buena comida.
—Pero antes de eso sería mejor que el señor Standish se comiera un par de huevos pasados por agua y pan tan pronto como su estómago los tolere —recomendó Stephen—. Después puede entregarse a un sueño reparador. En cuanto a los huevos, he oído a dos gallinas de la cámara de oficiales anunciar que habían puesto esta mañana.
Avistaron Lisboa poco antes del alba una mañana brillante en que soplaba de tierra una cálida y olorosa brisa. Al mismo tiempo se cruzaron con el Briseis, un navío de setenta y cuatro cañones que navegaba por alta mar con una nube de velas desplegadas para aprovechar al máximo el fuerte viento que soplaba allí. Obviamente, había salido de Lisboa e iba de regreso a Inglaterra. Jack mandó a arriar las gavias como debía hacerlo si estuviera al mando de un barco del rey, y el capitán del Briseis, un hombre afable llamado Lampson, devolvió el saludo y al mismo tiempo hizo una señal en la que sólo podía entenderse la palabra «feliz».
Pero no tuvieron suerte con la marea. Para quienes añoraban la tierra era una delicia aspirar la brisa cálida y olorosa, pero la brisa impidió que la Surprise atravesara el banco de arena del estuario del Tajo, así que tuvo que anclar a bastante distancia y en aguas poco profundas mucho antes que el práctico de puerto consintiera en llevarla al interior.
Con aquella calma comparable a la de un lago, Standish, que se había comido los dos huevos la noche anterior y había pasado una noche tranquila, dedicó su tiempo a comerse tres pintas de sopa deshidratada, con avena para darle espesor, y una gran cantidad de jamón. Con esto se recuperó por completo, y aunque todavía estaba débil, subió jadeando hasta la cofa del mayor, donde Stephen y Martin iban a explicarle las maniobras que se hacían para zarpar.
Por debajo de ellos, en el alcázar, el práctico de puerto terminó de contar cómo el capitán del Weymouth, confiando en el conocimiento que tenía del río, había chocado con un banco muy cercano, a unos 40° por la amura de estribor, a menos de una milla de distancia, y sentenció:
—Y todo por no pagar al práctico del puerto.
—Es lamentable, sin duda —repuso Jack—. ¿Se salvaron los tripulantes?
—Unos pocos —respondió el práctico—. Pero esos pocos estaban muy malheridos. Bueno, señor, cuando quiera dar la orden, empezaremos.
—¡Todos a levar anclas! —gritó Jack, alzando la voz hasta el volumen apropiado para una orden, aunque desde hacía diez minutos todos estaban preparados y rabiosos porque deseaban que el práctico se callara de una vez.
Enseguida el contramaestre empezó a dar las órdenes.
—Mire —dijo Stephen—, el carpintero y sus ayudantes están colocando las barras en el cabrestante. Las ponen y les dan vueltas.
—Ahora ponen el virador en el cabrestante. El condestable está atando los cabos. ¿Cómo se llaman, Maturin?
—¡No seamos pedantes, por Dios! Lo importante es que el virador está amarrado, es como una serpiente que se ha tragado su cola.
—No puedo verlo —dijo Standish, inclinándose sobre la borda—. ¿Dónde está ese virador?
—Es el cabo que los marineros están enrollando en los rolletes en el combés, justo debajo de nosotros. Forma un lazo que une el cabrestante a otros dos rolletes verticales que están junto al escobén.
—No lo entiendo. Veo el cabrestante, pero no tiene ningún cabo alrededor.
—Lo que usted ve es la parte superior del cabrestante —respondió Stephen con satisfacción—. El virador está enrollado alrededor de la parte inferior, que está bajo el alcázar. Pero tanto la parte superior como la inferior tienen barras y dan vueltas. Mire, están desatando los estopores de la cubierta para soltar la cadena de estribor, es decir, de la derecha. Ahora están desenrollando la cadena de las bitas. ¡Qué fuerza y qué destreza!
—Ahora están acercando el virador a la cadena y lo están amarrando con badernas.
—¿Dónde? ¿Dónde? No puedo verlo.
—¡Por supuesto que no! Están debajo del castillo, en la proa, junto al escobén, que es por donde la cadena entra a la fragata.
—Pero dentro de poco notará usted cómo la cadena viene hacia la popa guiada por el virador.
John Foley, el violinista de Shelmerston, subió de un salto al tope del cabrestante, y cuando sonaron las primeras notas, los marineros que tenían agarradas las barras empezaron a moverse hacia delante. Después de las primeras vueltas, cuando apareció la resistencia, tres hombres con voz grave y uno con voz de tenor cantaron:
Tirad y el cabrestante girará,
tirad con ganas, marineros,
despacio un paso y otro,
el ancla hay que levar,
el ancla hay que levar…
Luego los demás, en voz muy alta, continuaron:
Tirad, tirad, Tirad, tirad.
Y lo repitieron cinco veces antes que los otros tres comenzaran otra vez:
Tirad, tirad, sacadla de abajo,
tirad con ganas, marineros,
despacio un paso y otro,
el ancla sale del fondo, el ancla sale del fondo…
—Ahí está la cadena —anunció Martin en voz mucho más alta después de los primeros versos.
—¡Ah, sí! —exclamó Standish, y después de observar unos momentos cómo subía la cadena, que parecía una serpiente mojada, continuó—: Pero no va al cabrestante.
—¡Naturalmente que no! —exclamó Stephen, empleando un tono muy agudo para que le oyera a pesar del coro—. Es demasiado gruesa para enrollarse en el cabrestante. Además, está llena de lodo del Tajo.
—Los marineros sueltan las badernas y la cadena pasa por la escotilla hasta el sollado, donde la enrollan y la meten en un pañol —explicó Martin—. Después regresan corriendo con las badernas para atar el trozo de cadena recién salido al virador a medida que va dando vueltas.
—¡Qué activos son! —observó entusiasmado Stephen—. Fíjese con qué rapidez responden a la petición del capitán Pullings de que ajusten el virador, es decir, que tiren del extremo del cabo…
—¡Y cómo corren con las badernas! Davies ha tumbado a Plaice.
—¿Qué hacen todos esos hombres con la otra cadena? —preguntó Standish.
—La están sacando —respondió Martin enseguida.
—Tiene que comprender que la fragata está anclada con dos anclas bastante separadas, y cuando se mueve hacia una porque se tira de la cadena hay que sacar la cadena de la otra —continuó Stephen—. Esto lo hace el grupo encargado de las cadenas. Pero ya casi han terminado su tarea, pues, si no me equivoco, la cadena está casi vertical. Digo que la cadena está casi vertical.
Pero antes que pudiera explicar esta frase mejor que Martin y con bastante precisión, se oyó en el castillo una voz que ordenó:
—¡Tirar y levar el ancla!
Luego Jack, con toda su fuerza, gritó:
—¡Tirar todos juntos!
Los marineros se apresuraron a coger las barras y el violinista empezó a tocar a un ritmo muy rápido. Entonces, gritando «¡Tirad, tirad!», desprendieron el ancla del fondo y la subieron hasta la proa. Las siguientes maniobras, entre las cuales estaban enganchar la anilla del ancla a la estrellera, subirla hasta el pescante y amarrarla y, además, cambiar el virador a la otra cadena (aunque dándole las vueltas al revés) y muchas más, eran demasiado rápidas y demasiado difíciles de explicar antes que Jack diera la orden:
—¡Arriba el ancla!
La música empezó de nuevo, pero esta vez sonaban las dulces notas del pífano y los marineros cantaron:
Tiraremos y la sacaremos de abajo,
para ir hasta Criana.
donde cantan los gallos.
Y todos iremos al otro lado de la montaña.
La fragata avanzaba despacio por las aguas mientras la marea cambiaba muy rápido, y un momento después West, que estaba en el castillo, gritó:
—¡Arriba y abajo, señor!
—Quiere decir que estamos justamente encima del ancla —aclaró Stephen—. Ahora verá algo.
—¡Largar las gavias! —ordenó Jack en tono conversacional.
Enseguida los obenques se oscurecieron por la presencia de los marineros que subían apresuradamente a la jarcia. No dio más órdenes. Los tripulantes de la Surprise se colocaron en sus puestos, soltaron las gavias, cazaron las escotas y, con perfecta coordinación, tiraron de las brazas para orientarlas, como si hubieran trabajado juntos durante una larga misión. La fragata se puso en movimiento, haciendo desprenderse el ancla del fondo, y empezó a avanzar por el estuario del Tajo.
—Si logra llevarla hasta uno de los fondeaderos del centro a tiempo para comer en la plaza Black Horse, recibirá cinco guineas extra —dijo Jack cuando entregó el mando de la fragata al práctico.
—¿A las tres? —preguntó el práctico, mirando al cielo y luego por el costado—. Creo que sí.
—Antes, si es posible —respondió Jack.
Jack era anticuado en muchos aspectos, como Nelson, su héroe. Todavía llevaba el pelo largo y recogido en una coleta doblada, no corto, al estilo de Brutus, como se usaba modernamente; se ponía el sombrero con los dos picos hacia los lados en vez de hacia delante y hacia atrás; y le gustaba comer a las dos, a la hora en que tradicionalmente comían los capitanes, aunque esa costumbre naval se estaba perdiendo por influencia de las costumbres de tierra, donde era frecuente comer a las cinco, las seis o incluso las siete, aparte de que algunos capitanes, cuando tenían invitados, comían a las tres. Aunque Jack se había acostumbrado a resistir con bastante buen humor hasta las dos y media, su estómago era más conservador que su pensamiento.
Los marineros comieron (dos libras de carne de vaca salada, una libra de pan y una pinta de grog) tan pronto como la fragata terminó de pasar la peor parte del banco de arena; los oficiales comieron a la una (cordero asado que a Jack le olía muy bien), y cuando avistaron Belén por la amura de babor, todos ellos, sonrosados y satisfechos, subieron a cubierta para ver la torre de Lisboa y la ciudad, que parecía una mancha blanca a cierta distancia detrás de la torre.
Jack bajó a la cabina para ver si un vaso de vino de Madeira y unas galletas podían calmar el hambre de lobo que tenía. Allí encontró a Stephen consultando un almanaque y haciendo cálculos en un papel.
—Creo que intentas averiguar cuándo encontraremos los vientos alisios —dijo—. ¿Quieres tomar un vaso de vino de Madeira y unas galletas conmigo? Desayunamos muy temprano.
—Con mucho gusto. Pero los vientos alisios te los dejo a ti. Lo que estoy buscando es el santo del día en que hay más probabilidades de que nazca mi hija. Como no se puede predecir el día ni siquiera la semana en que esto ocurriría, tendré que hacer ofrendas durante un amplio período, pero el día que haya más probabilidades formaré grandes nubes de incienso y muchos montones de pura cera de abejas. Al consultar el almanaque vi que el día de santa Eudoxia, el que los coptos de Etiopía dedican a la extraña celebración del nacimiento de Poncio Pilatos, es en el que hubieran ahorcado a Padeen de no ser por tu gran bondad. En cuanto volvamos a tierra mandaré a dar una misa por su salvación.
—No fue por mi gran bondad, te lo aseguro. Cuando fui a verles tenían una expresión grave porque pensaban que yo quería un beneficio eclesiástico o un puesto en un tribunal para un amigo, pero cuando les dije que sólo deseaba salvar la vida de un hombre, se rieron sorprendidos, me dijeron que durante los últimos días el tiempo era muy bueno y me dieron el documento enseguida. Pero, dime, ¿por qué estás tan seguro de que Diana va a dar a luz una niña?
—¿Te imaginas que diera a luz otra cosa?
Jack podía imaginárselo, pero había oído a Stephen hablar tantas veces de la alegría que sentiría en el futuro en compañía de su hipotética hija que se limitó a cambiar de tema:
—El práctico me ha dicho que no hay barcos de guerra en el río; y me alegro, porque siempre pueden pasar cosas raras. También me ha dicho que la oficina de correos está cerrada hoy, lo que me parece horrible. ¿Qué crees que podríamos pedir para comer?
—Sopa verde fría, pez espada a la plancha, cochinillo asado, piña y con el café esos dulces hechos de mazapán cuyo nombre no recuerdo.
—Stephen, te ocuparás del oficial encargado del asunto de la cuarentena, ¿quieres?
—He metido dinero para la propina en esta bolsa y tengo que acordarme de pasarla a la elegante ropa que Killick me está preparando. Y eso me recuerda que tengo que encontrar a un sirviente para substituir a Padeen. Killick se morirá si tiene que seguir cuidándonos a los dos.
—Creo que cualquier recién llegado se morirá aún más rápido por el efecto que le causaría su antipatía. Se ha acostumbrado tanto a cuidarte desde que el pobre Padeen se fue, que cree que eres de su propiedad. Se ofenderá si viene cualquier otra persona. Lo único que soportaría sería que tuvieras un criado de pie detrás de tu silla a la hora de las comidas, pues, aunque tuviera la mejor intención del mundo, no puede estar detrás de los dos al mismo tiempo y eso le hace distraerse. Pero, ¿por qué te vas a poner ropa elegante? Sólo vamos a comer en la taberna de João.
—Porque debo ir al palacio del patriarca y pedir audiencia con él. Además, cuando regrese voy a ver al socio de los dueños de mi banco.
La comida en la taberna de João fue muy buena, pues, a pesar de que el oporto era poco consistente y áspero, al gusto portugués, el café era el mejor del mundo. El doctor Maturin fue recibido por el patriarca más amablemente de lo que esperaba, y ahora caminaba hacia el lugar que los marineros ingleses llamaban Roly Poly Square, donde tenían el banco los socios de su banquero en Lisboa. En ese momento se sintió bien, pues el sol brillaba sobre el ancho río y los innumerables mástiles que había en él. Estaba alegre también a causa de Sam; sin embargo, tenía la impresión de que le observaban. Entonces pensó: «A esos criminales, a esos espías y zorros que duran lo suficiente para tener descendencia, les crece un ojo en la parte de atrás de la cabeza». Cuando terminó de tratar de la carta de crédito y de otros asuntos, no le sorprendió que en la puerta se le aproximara un hombre con aspecto de persona decente, vestido con una chaqueta marrón, que se quitó el sombrero y preguntó:
—El doctor Maturin, ¿verdad?
Stephen también se quitó el sombrero y dijo:
—En efecto, señor, mi nombre es Maturin.
No mostró ninguna intención de detenerse, y el hombre, andando deprisa a su lado, le contó en tono ansioso:
—Discúlpeme por la falta de ceremonia, señor. Vengo de parte de sir Joseph Blaine, que acaba de llegar a la quinta de Montserrate, cerca de Cintra, y le ruega que vaya a verle. Tengo un coche aquí cerca.
—Salude de mi parte a sir Joseph, por favor —respondió Stephen—, pero dígale que lamentablemente no puedo visitarle porque no estoy libre, y que confío en que tendré el placer de verle en la Royal Society o en la Sociedad de Entomólogos cuando regrese a Londres. Buenos días, señor.
Dijo esto en tono muy seguro y mirándole fijamente con sus claros ojos, y el mensajero no insistió sino que se quedó allí desconcertado.
—¡Maldito sinvergüenza! —exclamó Stephen mientras cruzaba la plaza y empezaba a andar por la calle Ouro—. Acercarse a mí sin credenciales, suponiendo que yo correría a las montañas y le pediría a Taillander que me cortara el cuello.
Taillander era el principal agente secreto francés en Lisboa y sus métodos eran, por lo general, muy poco profesionales.
—¡Hola, Stephen! —gritó Jack desde el otro lado de la calle—. Me alegro de encontrarte, compañero. Ven y ayúdame a escoger tafetán para Sophie. Quiero uno que sea tan fino que pueda pasar por un anillo. Estoy seguro de que entiendes de tafetán, Stephen.
—Dudo que haya un hombre en toda Ballinasloe que entienda más de eso —respondió Stephen—. Y si hay tafetán azul, le compraré cierta cantidad a Diana también.
Regresaron al muelle con sus paquetes, y como Jack no había ido hasta la costa con su falúa porque no sabía cuánto iban a tardar, pensaba llamar a una lancha. Pero en ese momento un grupo de marineros de la Surprise que estaban de permiso se reunieron junto a la suya, según lo convenido, y al mirar a su alrededor y hasta la plaza, les vieron a ambos y gritaron:
—¡No malgaste dinero en una lancha, señor! ¡Venga con nosotros!
Jack accedió de buen grado a ir con ellos, algo acorde con el rasgo democrático de los barcos corsarios, aunque se alegró de que no hubiera allí ningún oficial de marina en su falúa oficial que pudiera verle. Los marineros de Shelmerston, después de tomarse la libertad de invitarle, permanecieron en silencio durante todo el viaje, como si fueran antiguos tripulantes de un barco de guerra.
Era evidente que Jack tenía razón respecto a que Killick creía que Stephen era de su propiedad. En cuanto llegó, le llevó hasta la chupeta y le hizo quitarse su elegante chaqueta de fino paño inglés protestando con su áspero tono.
—Mire estas manchas de grasa. Son tan profundas que se puede arar en ellas. Y mire sus mejores calzones de satén. ¡Dios mío! ¿No le dije que pidiera dos servilletas y que no le importara si le miraban con curiosidad? Ahora el pobre Killick tendrá que frotar y frotar y cepillar y cepillar toda la noche, y aun así nunca volverán a estar igual.
—Ésta es una caja de mazapanes para ti, Killick —repuso Stephen.
—Le agradezco mucho que se haya acordado de mí, señor —se sorprendió Killick, a quien le encantaba el mazapán—. Gracias, señor. En cuanto se haya puesto esta ropa vieja pero limpia y seca, podrá recibir al señor Martin, que quiere hablar con usted.
Por primera vez Stephen y Martin no tenían que hablar confidencialmente de algo serio en el tope de un palo ni el más aislado rincón de la bodega, pues ambos dominaban el latín y se entendían muy bien en ese idioma a pesar del acento inglés de Martin.
Martin anunció:
—Standish me ha pedido que le pregunte a usted, que conoce mejor al capitán Aubrey, si cree que aceptaría su dimisión como contador. Dice que usted le dijo que el mareo no tiene cura…
—Es cierto.
—… y que a pesar de que le gusta mucho el mar, quisiera que el capitán le relevara de sus obligaciones porque no quiere sufrir lo mismo otra vez.
—No me extraña. La postración a que llegó no la había visto nunca. Pero me sorprende que haya tomado esa decisión tan repentinamente. Siguió la explicación de la leva de anclas con gran interés, aunque sabía perfectamente lo que había sufrido y que era probable que lo experimentara otra vez.
—Sí, a mí también me sorprendió. Pero él siempre fue una persona extraña e inconstante.
—Tengo entendido que de repente renunció a un beneficio eclesiástico de la Iglesia anglicana, para asombro de sus amigos.
—Pero eso no fue igual. Para tener un beneficio eclesiástico estaba obligado a firmar la aceptación de los treinta y nueve preceptos, pero el treinta y uno dice que la misa, y discúlpeme, es un conjunto de blasfemias y una farsa, y cuando lo leyó dijo que no podía firmar ese documento. Entonces cogió el sombrero, hizo una inclinación de cabeza a los presentes y se fue. En aquella época estaba muy enamorado de una joven católica, pero no sé si eso influyó en lo que hizo o no. Nunca hablamos de ello, porque no éramos íntimos amigos.
Stephen no hizo ningún comentario, pero después de un momento preguntó:
—Si el capitán Aubrey le deja libre, ¿qué va a hacer? Si no me equivoco, no tiene dinero.
—Quiere ir de un lado a otro, como hizo Goldsmith. Quiere organizar debates en las universidades y tocar el violín.
—Bueno, que Dios le ayude. No creo que Jack se oponga a que deje la fragata, aunque toque el violín maravillosamente.
Se miraron el uno al otro y Martin se lamentó:
—¡Pobre hombre! Me parece que se ha buscado la antipatía de muchos a bordo. No era así en Oxford. Creo que las causas han sido la soledad después de terminar la universidad y la horrible experiencia como director de escuela.
—En algunas personas eso tiene el efecto de un veneno y las incapacita para integrarse en el grupo social de los adultos.
—Así se sintió. Temía no ser una compañía agradable para nadie y compró un libro de chistes. Dijo: «Mi mayor ambición es alborotar a todos los comensales». Pero creo que la verdadera causa es el mareo, aunque es posible que el comentario ingenioso de algún oficial haya precipitado su decisión.
—Sea lo que sea, es una persona digna, pues demuestra —que siente tanto respeto por el capitán Aubrey que no quiere irse sin su permiso.
—¡Oh, sí, siempre ha sido muy digno! —exclamó Martin, y después de una pausa, preguntó—: ¿Sabe a qué hora abre la oficina de correos por la mañana? Pasamos tanto tiempo en el mar de Irlanda que seguramente el barco con el correo llegó antes que nosotros. Tengo muchas ganas de tener noticias de mi casa.
—Abre a las ocho. Estaré allí cuando las campanadas marquen la hora.
—Yo también.
Y allí estuvieron, pero no les sirvió de mucho. No había nada para Martin y sólo dos cartas para el doctor Maturin. Jack recibió dos de Hampshire, y, como siempre, Stephen y Jack las leyeron antes del desayuno y se contaron las noticias de la familia el uno al otro. Apenas Stephen abrió el sello de la primera, exclamó con un entusiasmo extraño en él:
—¡Oh, Jack, esta mujer es tan obstinada como una alegoría de las riberas del Nilo!
Jack no era muy perspicaz, pero esta vez comprendió enseguida que Stephen hablaba de su esposa y preguntó:
—¿Ha conseguido Barham Down?
—No sólo lo ha conseguido, sino que también lo ha comprado —respondió, y después, en tono más bajo, añadió—: ¡Qué bestia!
—Sophie siempre ha dicho que le gustaba mucho el lugar.
Stephen siguió leyendo y luego explicó:
—Pero piensa vivir con Sophie hasta que regresemos. Sólo va a enviar a Hitchcook con algunos caballos.
—Tanto mejor, Stephen. ¿Te contó que la caldera de la cocina de Ashgrove explotó el martes?
—Me lo está diciendo en este momento. Amigo mío, creo que vivir en un monasterio tiene sus ventajas.
La siguiente carta no le reconcilió con sus semejantes. Estaba escrita en el desabrido y curioso tono que se usaba en los negocios y que los dueños de su banco empleaban a la perfección. Quien la firmaba aseguraba que era su más humilde servidor, pero ignoraba las preguntas hechas o daba respuestas irrelevantes y, respecto a cuestiones urgentes, decía que seguiría las instrucciones «a su debido tiempo». Lo más parecido a una disculpa por la pérdida de un certificado era que lamentaba mucho que el documento se hubiera traspapelado al llegar a sus manos, si «realmente» había llegado, y que eso le hubiera causado inconvenientes. En general, sus palabras reflejaban agresividad, sus consejos sobre asuntos financieros estaban rodeados de demasiadas reservas para ser valiosos y su lenguaje era afectado e impertinente.
—¡Cuánto daría por un Fugger, por un Fugger instruido! —exclamó.
—Dos cartas para el doctor, señor, con su permiso —dijo Killick al entrar con una sonrisa burlona que contrastaba con su habitual expresión de disgusto—. Ésta la trajo un grupo de langostas por el costado de estribor y la entregaron boca abajo. Esta otra la trajo una embarcación de Lisboa con un toldo color violeta y fue entregada como Dios manda.
Killick había examinado el sello de ambas cuidadosamente y había reconocido el de la primera, las armas de la casa real inglesa impresas en lacre negro, pero no el de la segunda, impreso en lacre de color violeta. Los dos sellos eran importantes, y, naturalmente, tenía interés en conocer el contenido de las cartas. Permaneció a una adecuada distancia de allí y oyó a Stephen decir:
—¡Te felicito, Jack! A Sam le han dado el nombramiento. Su propio obispo le va a ordenar sacerdote el día 23.
Para Jack la palabra «nombramiento» tenía varias connotaciones. En la Armada tenía dos significados: uno era recibir orden de realizar una misión (alegría) y otro ser nombrado capitán de navío (una enorme alegría). Por otra parte, entre los valores del mundo en que se había criado era habitual desconfiar de los papistas (no se sabía con certeza a quién eran leales, sus prácticas eran extranjeras y la Conspiración de la Pólvora y los jesuitas les habían dado mala fama), y aunque no le costaba aceptar que Sam fuera un monje en funciones o ayudante de un monje, era distinto aceptar que fuera un sacerdote papista. Pero sentía mucho afecto por Sam y su promoción le alegraba…
—¡Estoy anonadado! —exclamó, y sus palabras eran el reflejo de todos esos sentimientos—. ¿Qué pasa, West?
—Disculpe, señor —respondió West—, pero se acerca el comandante del puerto.
Cuando Jack se fue, Stephen abrió la segunda carta. Era de la embajada y en ella le solicitaban que se presentara allí en cuanto le fuera posible.
—Aquí tiene una chaqueta que es casi la mejor —le interrumpió Killick—. He conseguido un resultado bastante bueno en la otra, pero todavía no está seca. Ésta es apropiada para ir a una iglesia oscura y vieja. Ahora mismo van a bajar la lancha por el costado.
Así era, a juzgar por los rítmicos gritos, las blasfemias y los impactos. Cuando Stephen, vestido impecablemente con la ropa cepillada, con su peluca recién rizada y un pañuelo limpio, subió a la cubierta, ya ocupaban sus puestos los tripulantes católicos de la Surprise (los irlandeses, los polacos y los ingleses de la zona norte de Inglaterra), que iban a asistir a la misa por Padeen. Todos vestían la ropa de bajar a tierra (sombrero de paja de ala ancha pintado de blanco, chaqueta azul claro con botones dorados, corbatín negro, pantalones blancos y zapatos), pero sin cintas cosidas en las costuras ni bandas de colores de adorno; es decir, vestían con sobriedad. Maturin hizo una inclinación de cabeza al comandante del puerto, pidió permiso a Aubrey para marcharse y bajó por el costado casi sin pensar en los escalones y los cabos, pues su pensamiento estaba muy lejos. Los marineros remaron hasta la costa y cuando dos de ellos se hicieron cargo de la lancha, los demás avanzaron hasta la iglesia benedictina desordenadamente, mirando con asombro a los portugueses pues vestían de forma extraña. Allí, después de pasar por la pila de agua bendita, se sintieron como en su tierra, pues oyeron las palabras y el canto gregoriano que tan bien conocían, sintieron el familiar olor a incienso y reconocieron los movimientos solemnes.
Cuando la misa terminó, encendieron velas por Padeen y salieron de aquel mundo familiar, un lugar fresco y apenas iluminado, al mundo bañado por el brillante sol de Lisboa, una ciudad recién construida y aún desconocida para muchos.
—Que pasen un buen día, compañeros de tripulación —les deseó Stephen—. Estoy seguro de que no olvidarán el camino a la lancha, que está justo al pie de la colina.
Se dirigió a la embajada y su mente fue ocupándose cada vez más de cosas terrenales.
El portero miró con desprecio su chaqueta (a pesar de ser casi la mejor, a la luz del sol se notaba que estaba gastada y manchada de hierro), pero Stephen le entregó su tarjeta de visita y enseguida acudió el primer secretario.
—Siento mucho que su excelencia no se encuentre aquí esta mañana —dijo, llevando al doctor Maturin a su oficina—. Siéntese, por favor. Debo decirle que puede aceptar la invitación a Montserrate con toda confianza y que le proporcionaré una escolta si lo desea; además de un coche, claro.
—Le agradecería que me proporcionara un coche, pero si pudiera conseguirme un caballo veloz creo que sería mejor, pues llegaría más rápido y sería menos conspicuo.
—¡Por supuesto!
—Y, por favor, me gustaría que hiciera llegar un mensaje a la fragata.
* * *
—Mi querido Maturin —decía sir Joseph desde la escalera de La Quinta —, creo que desgraciadamente hizo usted un pésimo viaje a caballo.
Stephen desmontó y un mozo se llevó el caballo. Entonces sir Joseph continuó:
—Espero que me perdone. Estaba tan cansado y tan aturdido que mandé a Carrick con las manos vacías. Todavía tengo en el bolsillo la carta que le escribí. Voy a enseñársela. Venga, pase, protéjase del sol y beba un poco de limonada o cerveza de las Indias Orientales, u hordiate, o lo que quiera. ¿Prefiere té?
—Me gustaría que nos sentáramos en la hierba a la sombra de un árbol, junto a algún arroyo si le parece bien. No tengo sed.
—¡Qué buena idea! —exclamó sir Joseph, y mientras caminaban añadió—: Maturin, ¿por qué lleva el sombrero de esa forma tan curiosa? Si yo caminara bajo el sol sin sombrero o con una peluca, aunque fuera pequeña, me caería muerto.
—Dentro hay un insecto que quisiera enseñarle cuando nos sentemos. Éste es el lugar perfecto, con verdes hojas por encima de la cabeza, un delicado olor a hierba y el murmullo de un arroyo. —Abrió el sombrero que tenía plegado, sacó un pañuelo del interior y lo extendió en el suelo. La criatura, intacta, permaneció allí balanceándose suavemente sobre sus largas patas. Era un insecto muy grande, de color verdoso y con antenas inmensas que no guardaban proporción con su pequeño cuerpo y contrastaban con la expresión estúpida de su cara.
—¡Dios mío! —exclamó Blaine—. No es una mantis y, sin embargo…
—Es un ejemplar de Saga pedo.
—¡Por supuesto, por supuesto! Lo he visto en dibujos, pero nunca conservado en alcohol ni disecado, ni mucho menos vivo y moviéndose hacia mí. ¡Es un animal asombroso! Mire las terribles espinas de las patas. Tiene dos pares. ¿Dónde lo encontró?
—A un lado del camino, justo en las afueras de Cintra. Es hembra, y perdone mi pedantería. En esta zona sólo se encuentran las hembras. Se reproducen por partenogénesis, lo que seguramente reduce las tensiones de la vida familiar.
—Sí. Recuerdo el estudio de Olivier. Pero como es tan rara, usted no tiene la intención de dejarla ir, ¿verdad?
El insecto caminaba con seguridad y estaba a punto de salir del pañuelo y pasar a la hierba.
—Sí. No hay quien no crea en la superstición, y a mí me parece que dejarla ir tendrá una influencia favorable en nuestra reunión. Supongo que es algo importante lo que le ha traído a Portugal.
Blaine siguió el insecto con la vista hasta que desapareció entre la hierba, luego le volvió la espalda y dijo:
—No. ¡Vive Dios! Hace poco el cielo cayó sobre nuestras cabezas; bueno, se abrió y cayó sobre nuestras cabezas. El embajador español llamó al Ministerio de Asuntos Exteriores y preguntó si era cierto que habíamos aprovisionado la Surprise y la habíamos enviado a animar a los rebeldes o potenciales rebeldes independentistas en sus colonias de América del Sur. Le respondieron que no, que la Surprise era simplemente un barco corsario, uno de tantos, y que su propósito era capturar barcos franceses y balleneros y navíos de nacionalidad norteamericana con destino a China. También le dijeron que esa información era absurda, que seguramente habían confundido a la Surprise con una expedición que iban a hacer los franceses y que fracasó porque capturamos la Diane, donde iban a viajar los agentes secretos. Añadieron que podrían probar la existencia de esa expedición, en caso de que fuera necesario demostrar la falsedad de tan horribles cargos, mostrando los documentos aprehendidos en la fragata francesa. El español no estaba totalmente convencido, aunque, sin duda, estaba asombrado; y dijo que le encantaría ver cualquier prueba, sobre todo las que inculparan a quienes habían tenido trato con los franceses, nuestros enemigos comunes. Le sorprendió que no le hubiéramos comunicado antes el contenido de esos documentos, pero eso pudieron justificarlo fácilmente alegando como causa la enorme lentitud con que se tramitan los asuntos oficiales.
Blaine se quitó los zapatos y los calcetines, se deslizó hacia delante por la hierba y metió los pies en el arroyo.
—¡Qué alivio! —exclamó—. Maturin, he hecho un terrible viaje desde La Coruña. Vine dormitando en el coche y dando tumbos por caminos espantosos. Ocho o diez mulas, apenas eran suficientes a veces. El calor, el polvo, las horribles posadas… Las ruedas se cayeron, los ejes se rompieron… Había bandidos y grupos de franceses desesperados con sus mal pagados mercenarios, y nuestro propio ejército nos desviaba del camino y nos indicaba atajos, pasos entre montañas y callejones. En una ocasión, los franceses avanzaron con tal furia que casi nos cortaron el paso. Además, leche de cabra con el café, leche de cabra con el té… Pero aún peor eran la constante prisa, el constante cansancio, el constante calor ¡y las moscas! Le pido disculpas otra vez por lo de Carrick y también si mi informe de la situación no ha seguido una apropiada secuencia o no ha sido muy ordenado ni detallado. Es necesario tener una mente clara para poder comunicar algo tan complejo; no la de un hombre que ha viajado por entre rocas y desiertos peores que los de Etiopía.
—Supongo que habrá tenido usted una buena razón para no tomar el paquebote o uno de los yates del Almirantazgo.
—Dos excelentes razones. La primera es que no había garantías de que el paquebote no se detuviera a causa del viento, aunque finalmente llegó a Lisboa mucho antes que yo; y, además, que una vez que me encontrara en suelo español podría estar seguro de que llegaría a Portugal en un tiempo razonable si perseveraba y sobrevivía. La segunda es que prefería este viaje al viaje por mar, a pesar de que fue como pasar por un purgatorio. Me mareo mucho y, por otra parte, creo que no habría advertido algunos detalles esenciales de la situación. Permaneció sentado, agitando los pies en el agua y poniendo en orden los acontecimientos en su mente, y enseguida prosiguió:
—Supongo que se habrá dado cuenta de que los españoles sólo pudieron obtener esa comprometedora información a través de uno de los pocos hombres que conocían nuestra misión, probablemente quien protegió a Wray y Ledward y les dejó salir del país. Warren y yo sospechamos que enviarían la información y por eso yo insistí en que usted viniera a Lisboa.
—Me imaginé que ése era el motivo. Por otra parte, comprendí desde el principio que este viaje a Suramérica también era un intento de contrarrestar la influencia bonapartista allí, y tuve la certeza de que así era por la referencia que hizo usted a la Diane. En mi opinión, este conflicto con los franceses es de vital importancia.
—Naturalmente que así era y así será. Y espero que pueda serlo en la misma región. Pero por el momento tenemos que demostrar la falsedad de esa información y desacreditar la fuente. La Surprise debe continuar su viaje y su capitán debe demostrar que es un barco corsario y evitar todo contacto con los que apoyan la independencia.
Hubo una pausa, y Stephen observó que Blaine le miraba inquisitivamente con la cabeza inclinada hacia un lado. Pero Blaine permaneció en silencio mientras la brisa mecía las hojas de los árboles durante un rato. Luego continuó:
—Aunque Aubrey y usted no trabajarán al máximo en ese hemisferio, espero que lo hagan en otro, si usted está de acuerdo con mi plan. Los franceses se han enterado, probablemente a través de la misma fuente, el protector de Ledward, que, en la práctica, somos muy débiles en Java y las Indias Orientales, por lo que han mandado a un enviado para negociar con el sultán de Pulo Prabang, uno de los estados malayos del mar de la China donde abundan los piratas. Va a proponerle que se alíe con ellos y que construya y arme navíos lo bastante grandes para capturar los barcos británicos que comercian con Cantón con el fin de aniquilar la Compañía de Indias. Los dominios del sultán están muy próximos a la ruta de los barcos que comercian con las Indias y tienen un puerto espléndido, bosques de teca y todo lo que se pueda desear. Además, entre sus pobladores hay intrépidos marineros que hasta ahora se han dedicado a la piratería a pequeña escala y a construir embarcaciones locales, como juncos chinos y faluchos árabes. Los franceses han mandado carpinteros de barcos, herramientas, materiales diversos, armas y dinero. El enviado es Jean Duplessis, un hombre sin importancia, pero quien manejará realmente todo el asunto será Ledward, que pasó buena parte de su juventud en Penang y, según dicen, habla malayo como un nativo. Además, sé que trabajó allí para la Compañía de Indias en un puesto importante y que es un extraordinario negociador. Los franceses también han enviado a Wray, más por deshacerse de él que por el beneficio que pueda proporcionarles. A él las autoridades de París le trataron con profundo desprecio cuando dejaron de considerarle útil, mientras que Ledward conservó una buena posición.
Blaine se interrumpió para ordenar de nuevo sus ideas y luego, moviendo la cabeza de un lado a otro, preguntó:
—¿Le importaría que regresáramos a la casa? Creo que si me tomara un buen té negro de Londres se aclararían mis ideas.
—En absoluto. Sólo quería quedarme fuera para soltar al insecto —dijo Stephen—. Y contemplaré con alegría cómo bebe té si me hace el favor de darme un vaso de vino blanco. En un lugar recomendado por Beckford, estoy seguro de que puede encontrarse uno bueno.
—¿Ha leído a Vahek?
—Lo intenté, por recomendación de algunos hombres cuyos gustos respeto.
Sir Joseph bebió té y Stephen bebió vino en una galería inmensamente larga y fresca que estaba en el lado norte de la casa y tenía una hilera de ventanas que daban a los jardines cubiertos de césped. Desde allí podían verse tres arroyos, uno serpenteando entre la hierba, otro entre los sotos y otro por una colina situada al otro lado de un hermosísimo bosque. La pared de la galería mostraba numerosos cuadros grandes, la mayoría de los cuales eran alegorías pintadas recientemente. En aquel inmenso espacio, los dos hombres, sentados en butacas inglesas y con una pequeña mesa entre ellos, parecían diminutos y podían hablar sin miedo a que les oyeran.
—Naturalmente, hemos planeado una contra-misión, y hemos encargado de ella a una persona excelente. Se llama Edward Fox. Era uno de mis invitados en la comida celebrada en el club de la Royal Society, y después de eso usted asistió a la lectura de su estudio sobre la difusión del budismo por Oriente y las subsiguientes relaciones con el brahmanismo y el islamismo.
—Sin duda es un hombre de excepcional inteligencia.
—Sí, realmente excepcional. No obstante eso, nunca han sabido apreciar su valor real. Siempre se ha ocupado de los asuntos temporalmente, en substitución de otros, y le han trasladado de una sección de la administración a otra. Tal vez el problema sea su comportamiento, porque es totalmente ortodoxo; demuestra su amargura por la falta de reconocimiento. Pero no hay duda de que tiene una gran habilidad para estas cosas y de que es la persona apropiada para esta misión. A propósito, es amigo de Raffles, el gobernador de Java, otro hombre interesante.
—Eso me han dicho. No conozco al caballero, pero he leído algunas de sus cartas a Banks. Ambos piensan fundar una sociedad zoológica.
—Fox también estuvo en Penang un tiempo, y por él me enteré de todo eso acerca de Ledward.
Siguió un largo silencio. La galería estaba tan tranquila que el canto de una paloma podía oírse desde una gran distancia.
—Pero, por supuesto —continuó Blaine, sirviendo el té que quedaba en la tetera—, tenemos que llevar a nuestro enviado allí antes de que los franceses convenzan a ese hombre y firmen un tratado. Es posible conseguirlo, si nos damos tanta prisa como ellos; pues, a pesar de que ya salieron, Fox y otros miembros de la administración me han asegurado que, con potentados como el sultán, estas cosas nunca se resuelven hasta que no se han discutido durante uno o dos meses y, por otra parte, los franceses tienen que dar un gran rodeo porque nosotros controlamos el canal de la Sonda. Es posible conseguirlo; quiero decir, es posible frustrar su intento y minar sus fuerzas y voy a explicarle cómo me parece que podemos lograrlo. Ya le he dicho que es sumamente importante demostrar la falsedad de esa información sobre Suramérica, ¿verdad?
Lo dijo en el tono más enfático posible.
—Muy bien. De acuerdo con mi plan, el segundo de a bordo de la Surprise y la tripulación continuarán haciendo las actividades que se pueden realizar abiertamente y seguirá manteniéndose en secreto que ha sido contratada por las autoridades. Mientras tanto usted y Aubrey llevarán al enviado a Pulo Prabang en la Diane, que fue comprada por la Armada. Queríamos esperar a que Aubrey consiguiera una victoria para poder anunciarla públicamente junto con su rehabilitación, pues así las autoridades salvarían la cara, pero hemos decidido que la mejor forma de servir los intereses del país es rehabilitarle ahora, proclamarlo y darle el mando de esa fragata. ¿Qué otra prueba puede ser más convincente que el hecho de que ninguno de ustedes dos van a Perú?
Stephen asintió con la cabeza. Blaine añadió:
—Pero eso no es todo. Supongamos que la Surprise está en medio del Pacífico en las hábiles manos del capitán Pullings, cuyo nombre por fin he recordado, y que allí, después de hacer lo que todos creen que va a hacer, acude a una cita en un lugar secreto. Supongamos también que ustedes, después de resolver la situación en Pulo Prabang, van en la Diane a reunirse con la Surprise en ese lugar y reanudan el viaje a Suramérica para establecer discretamente al menos algunos de los contactos que habíamos planeado. ¿Qué le parece eso, Maturin?
Stephen le miró durante unos momentos sin que su rostro reflejara ningún sentimiento y luego dijo:
—Es un plan muy elaborado y estoy a favor de él, pero no puedo responder por Aubrey.
—¡Por supuesto que no! Sin embargo, debemos tener una respuesta dentro de dos días como máximo. Evidentemente, no conozco a Aubrey tan bien como usted ni mucho menos, pero estoy casi seguro de lo que responderá.