Capítulo 6
Era cierto: apenas Fox pasó dos días rodeado por la cultura, el clima, la forma de vida, las lenguas, los alimentos, los rostros y los gestos orientales se convirtió en otro hombre, en una persona más amable.
Los marineros volvieron a llenar en Anjer todos los toneles de agua vacíos, excepto media docena que se quedaron en un pañol, y cargaron la fragata con víveres, ganado, madera, aguardiente de palma, tabaco y agua dulce para lavar al fin su ropa, que estaba dura y áspera por el agua de mar. Mientras, Fox acompañó a Jack y a Stephen a Buitenzorg, el palacio del gobernador Stamford Raffles, y los presentó.
Fox estaba orgulloso de Raffles y con razón, pues era un hombre de una exquisita educación y muy amable; la opinión que Jack y Stephen tenían de Fox cambió cuando vieron que el gobernador le tenía en gran estima. Raffles les invitó inmediatamente a quedarse y aunque se lamentó de que tuvieran que asistir a una comida con numerosas personas, les prometió que cenarían en privado. Además, dijo que quizás al doctor Maturin le gustaría ver su jardín y sus colecciones.
—Porque, si no me equivoco, señor, usted es el caballero a quien debemos el descubrimiento de la Testudoaubreii. Pero, ahora que lo pienso, tal vez sea el capitán Aubrey el padrino de ese glorioso reptil. ¡Qué satisfacción tener a dos personas tan famosas bajo nuestro techo al mismo tiempo! Olivia, cariño…
Pero antes que la señora Raffles pudiera darse cuenta de que era afortunada, el gobernador recibió mensajes oficiales urgentes que requerían su atención antes de la comida y los invitados fueron conducidos a sus habitaciones.
La comida fue realmente un acontecimiento importante. Los invitados se sentaron exactamente por orden de precedencia, pues los javaneses y los malayos daban aún más importancia a la jerarquía que los europeos. El sultán de Suakarta se situó a la derecha del gobernador y junto a él los dos generales de división, y después Jack, que era el oficial de marina de más antigüedad. Mucho más allá se sentó Stephen, entre el capitán de un barco recién llegado que hacía el comercio con las Indias y un funcionario. Fox se colocó en el otro extremo, a la derecha de la señora Raffles. Los hombres que se sentarían junto a Stephen estaban hablando animadamente mientras se acercaban a la mesa, y cuando se sentaron, el funcionario, que estaba a su derecha, dijo:
—Le decía aquí a mi primo que no debe preocuparse por las noticias que llegaron de Londres. Esas cosas siempre se exageran por la distancia, ¿no le parece, señor?
—Ciertamente, es difícil conocer la verdad, tanto de cerca como de lejos —asintió Stephen—, pero, ¿de qué no debe preocuparse el caballero? ¿Llegaron noticias de que Londres se quemara otra vez o que se declarara una epidemia de peste? —Sin duda, él hubiera notado esas cosas antes de zarpar y habría traído las noticias.
—Bueno, señor —respondió el marino—, aquí todos hablan de las grandes pérdidas en la Bolsa, de que los títulos están por los suelos y de que los bancos van a la quiebra, especialmente los rurales. Todo empezó cuando salí de Blackwall.
—Doctor —intervino el funcionario—, es posible que le parezca extraño que conociéramos las noticias antes que llegara el barco que comercia con las Indias, pero eso suele ocurrir, porque a veces la Compañía envía mensajeros por tierra que atraviesan a gran velocidad el desierto de Arabia y Persia. La última noticia llegó hace menos de tres meses, pero, como sucede siempre, deformada por los rumores. A quienes lanzan los rumores les encanta que se les ponga la carne de gallina a los que les prestan atención, y en cuanto la Bolsa baja un poco dicen que ha descendido hasta el fondo. Pero disfrutan aún más hablando de la quiebra de los bancos. A lo largo de mi vida he visto derribar grandes bancos como Coutts, Drummond, Hoares; es decir, todos los más importantes. Créeme, Humphrey, nada de eso es cierto. Te hablo como asesor financiero del gobernador.
Mientras tomaban café en el largo, sombreado y fresco salón, Jack se acercó a Stephen y, en voz muy baja, le dijo:
—¡Oh, Stephen, cuánto me alegro de que no siguieras mi consejo respecto al dinero! Acabo de oír dos cosas muy desagradables. Una es sobre la City y la banca: por lo visto, muchos bancos han suspendido los pagos y algunos, rurales, han ido a la quiebra. Se ha hecho referencia en particular al nombre de Smith. La otra cosa es que los franceses ya llegaron a Pulo Prabang. ¡Llegaron antes que nosotros a pesar de todos nuestros esfuerzos!
Cuando Stephen iba a responder, el hombre que se había sentado a su izquierda se acercó para despedirse. Al ver a Jack, dijo que le conocía porque estando a bordo de un barco que hacía el comercio con las Indias, en compañía de la Surprise, ya entonces bajo su mando, había entablado un combate con una corbeta y un navío de línea franceses y los había obligado a rendirse. Cuando terminó de narrar la batalla, el salón estaba ya casi vacío y el gobernador llamó al doctor Maturin.
—Es extraño que alguien no mire mis colecciones como una de las atracciones de feria —dijo.
—Banks disfrutaría mucho viendo esto —aseguró Stephen, deteniéndose delante de un asombroso grupo de orquídeas que crecían en los árboles, en las grietas de los muros, en tiestos y en la propia tierra—. Sabe mucho más de botánica que yo. Me enseñó sus dibujos de la vainilla…
—Aquí está la planta. Un amigo me mandó una raíz desde México y espero que la planta se aclimate. Ahora es un insignificante tallo verde en un tiesto colgante.
Partió un pedazo de una vaina y se la ofreció a Stephen, que asintió con la cabeza, la olió y prosiguió:
—… con gran admiración y al mismo tiempo con cierta tristeza, porque pudo ver muy pocas cosas cuando estuvo aquí en el Endeavour.
—Debe de haberse sentido muy triste. Pero, aunque hubiera podido viajar por la zona, habría tenido que llegar muy lejos para llegar a conocer la flora. En aquellos tiempos no había nada que mereciera el nombre de jardín botánico, pues los holandeses veían la isla con ojos de comerciantes, no de naturalistas.
—La verdad es que recuerdo a muy pocos holandeses naturalistas aparte de Van Buren, que era en realidad un estudioso de la fauna.
—Muy cierto. Y él solo es como toda una constelación. Lamento mucho que ya no se encuentre entre nosotros. Éramos muy buenos amigos. Pero seguramente le conocerá en Pulo Prabang, pues, según he oído, va a acompañar a Edward Fox allí.
—Tengo muchas ganas de que eso ocurra. Pero creo que me equivocaba al pensar que abandonó Java porque los británicos la conquistamos.
—Completamente equivocado, y me alegro de poder decirlo. Somos muy buenos amigos. Detesta a Bonaparte tanto como nosotros, al igual que muchos de los funcionarios holandeses con los que ahora trabajamos. Su traslado fue acordado mucho antes de que llegáramos, principalmente por el bien de la señora Van Buren, que es malaya, pero también por el del orangután y los gibones más pequeños, que se encontrarán mejor allí que aquí, por no hablar de las gallinas y las nectarinas. Por desgracia, nunca he estado en Pulo Prabang, pero creo que tiene todas las ventajas de Borneo sin el inconveniente de los cazadores.
Cuando terminaron de ver la pajarera donde Raffles había reunido las aves del paraíso, lo que no había sido una tarea fácil, y Stephen manifestó su apoyo incondicional a su proyecto de fundar una sociedad de estudios zoológicos y botánicos en Londres, Raffles dijo:
—Creo que un hombre de su reputación no necesita una carta de presentación para ir a ver a Van Buren, pero si la quiere, me sería muy fácil dársela.
—Es usted muy amable, pero, pensándolo bien, tal vez debería ir a su casa y presentarme yo mismo. Si llegara a saberse que me ha presentado el gobernador de Java, no sería creíble el papel que represento, el de un naturalista que hace un viaje no oficial con su amigo Aubrey. Por otra parte, supongo que usted sabe en qué forma estoy relacionado con la misión del señor Fox.
—Sí, señor.
—Además, le agradecería que me recomendara algún comerciante notable de este lugar que emita letras de cambio y tenga algún socio en Pulo Prabang.
—¿No le importaría que fuera chino? —preguntó Raffles, tras meditar un momento—. Son ellos los que se ocupan de casi toda la actividad bancaria, el descuento de letras y este tipo de asuntos en esta región.
—No, en absoluto. Precisamente pensaba en un farsi o un chino porque siempre he oído decir que son muy honestos.
—Los mejores pueden hacer palidecer a John Company. En Batavia tenemos a Shao Yen, un hombre que me debe favores y tiene negocios desde Penang hasta las islas Molucas. Averiguaré si tiene algún socio en Pulo Prabang.
—Posiblemente tendré que entregar considerables sumas, y es más conveniente sacar el dinero de los bancos locales que llevarlo de un lado a otro. Pero la razón principal es que desde que llegue a Pulo Prabang quiero parecer un hombre importante, no un aventurero con dinero. Si voy a ver a Shao Yen recomendado por usted, me tratará con respeto y hará que su socio me trate con el mismo respeto. Además, los comerciantes y banqueros inteligentes suelen proporcionar valiosa información, pero no les sería posible darla sobre un extraño a menos que tuviera un importante respaldo; y a pesar de que yo podría entregar gran cantidad de oro y letras de crédito, no tendrían tanto valor como una recomendación suya.
—Me halaga usted, pero debo admitir que no se equivoca. Le pediré que venga mañana por la mañana. ¿En qué más puedo ayudarle?
—¿Sus hombres podrían darme una lista de los miembros de la misión francesa?
—Creo que no, aparte de los Duplessis y de la infame pareja, que ya conoce. Su fragata llegó hace pocos días y ya se la llevaron del puerto de Prabang porque los marineros armaban mucho alboroto en la costa. El sultán no recibirá en audiencia a Duplessis hasta que cambie la luna porque está cazando con su primo en Kawang para intentar conseguir un rinoceronte de dos cuernos.
—Tanto mejor. ¿Sería posible que me diera un breve informe sobre el sultán y sus principales consejeros?
—¡Por supuesto! En cuanto al sultán, Fox sabe todo acerca de él, sus antepasados javaneses, sus esposas, sus suegras, sus concubinas y sus validos; sin embargo, es posible que en mi departamento sepan algo nuevo sobre los miembros de su gobierno. ¡Cómo gritan estos simpáticos gibones! ¿Oyó la campanilla?
—Creo que sí.
—Entonces deberíamos entrar para cenar. Mi esposa pensó empezar con un plato que seguramente le parecerá gracioso, sopa de nido de pájaro, y dice que hay que comerla caliente. Pero antes de que nos vayamos, trate de ver el gran gibón que está a la izquierda de la casuarina, aunque hay poca luz. ¡Hola, Frederick!
El gibón contestó con melodioso «¡Hu, hu, hu!» y el gobernador entró apresuradamente.
* * *
—Por favor, capitán Aubrey, háblenos de su viaje —dijo mientras sostenía la cuchara de sopa a medio camino de la boca.
—Bueno, señor, fue un viaje sin incidentes hasta que llegamos frente a una de las islas del archipiélago Tristán da Cunha, pero después estuvo a punto de convertirse en un viaje mucho más accidentado de lo previsto. Cuando estábamos frente a Inaccesible, pues ése es el nombre la isla, se formó una fuerte corriente del oeste, el viento se encalmó y la fragata empezó a balancearse de mala manera. Aunque habíamos colocado contraestayes y habíamos cambiado los obenques… Pero me parece que estoy usando demasiados términos náuticos, señor.
—¡No, de ninguna manera, de ninguna manera! Creo que yo estuve en la mar primero que usted, capitán.
—¿Ah, sí, señor? Discúlpeme. No lo sabía.
—Sí. Nací frente a Jamaica, a bordo del barco de mi padre, un barco que hacía el comercio con las Antillas. ¡Ja, ja, ja!
Pasaron el resto de la noche hablando de largos viajes y de los viajes desde allí a la India y a lugares más lejanos, unos extraordinariamente rápidos y otros extraordinariamente lentos. Por último Jack contó cómo su amigo Duval había llevado las noticias referentes a la batalla del Nilo a Bombay atravesando el desierto y el río Eufrates.
* * *
Shao Yen era un hombre alto y vestía una túnica gris. Parecía más un austero monje que un comerciante, pero comprendió la situación de inmediato. Hablaron en inglés porque él había mantenido una estrecha relación con los representantes de la Compañía en Cantón cuando era joven y había vivido en Macao, durante las dos recientes ocasiones en que los británicos la habían ocupado, y en Penang. Raffles les dejó solos después de hacer algunos comentarios amables, y cuando terminaron las apropiadas frases de cortesía, Stephen dijo:
—Cuando vaya a Pulo Prabang posiblemente necesite comprar la buena voluntad de algunos hombres influyentes, y con este propósito he traído una considerable cantidad de monedas de oro. Pero me parece que la mejor forma de actuar sería depositarla en su banco, sujeto a las comisiones y los cargos normales, y obtener una carta de crédito para sacarla del banco de su socio en Pulo Prabang.
—Sin duda —asintió Shao Yen—. Pero, cuando habla de una considerable cantidad, ¿sabe aproximadamente cuál es la suma?
—Está compuesta por diferentes tipos de moneda y pesa en total tres quintales.
—Entonces permítame decirle que ninguno de mis dos socios, porque tengo dos, podría encontrar en la isla tan siquiera la décima parte de esa suma, es una isla muy pobre. Pero, en mi opinión, si la décima parte se utiliza con tacto, podría comprar toda la buena voluntad que sea posible encontrar.
—En ese caso es probable que haya algunos competidores.
—Sí —dijo Shao Yen bajando los ojos y, después de permanecer así unos momentos, añadió—: Podría ser una buena solución que le diera una carta de crédito por la cantidad que me parece que mi socio puede conseguir y billetes por diversas sumas. Los billetes que emite mi banco son válidos desde Penang hasta Macao.
—Esa sería una estupenda solución. Gracias. Y le ruego que comunique a su socio mi deseo de que toda operación de importe elevado sea estrictamente confidencial. Unas veces conviene que el simple cambio de moneda sea público y otras no, y lamentaría que pensaran que pueden sacarme miles de libras.
Shao Yen asintió con la cabeza y explicó:
—Tengo dos socios, los dos discretos y originarios de Shantung; sin embargo, la tienda de Lin Liang es más pequeña y, por tanto, llama menos la atención, así que será mejor dirigirle a él la carta de crédito.
Después de tomar té y comer pastas de varias bandejas con Shao Yen, Stephen buscó a Jack Aubrey, pero descubrió con pena que se había marchado a Anjer para traer la Diane hasta Batavia para no perder ni un momento.
Stephen pensó: «Esto le hará olvidarse de ese estúpido rumor, pobrecillo».
Estaba satisfecho por lo que le había comunicado el experto en finanzas y pasó la primera parte del día observando el pavo real javanés de Raffles, que era mucho más hermoso que el de la India, un amistoso bingturon, el enorme herbolario y los jardines, donde se reunió con él la señora Raffles, que vestía un delantal y guantes de cuero. Fue una agradable mañana.
La comida fue menos agradable. Antes de empezar, Fox le presentó a tres altos funcionarios que iban a sumarse a la misión y que parecían casi caricaturas del prototipo de funcionario: eran altos, gruesos, de cara roja, de voz potente y arrogantes. Además, su conversación era más aburrida de lo imaginable. Cuando todo acabó, dijo Fox:
—Siento mucho haberle hecho pasar por esto, pero ellos son necesarios en este momento. Tenemos que ofrecer un espectáculo por lo menos igual al de los franceses, que están acompañados de otros tres caballeros además de los dos traidores, que no están acreditados oficialmente, y los sirvientes. Estos hombres que el gobernador me ha proporcionado suelen participar en misiones de esta clase. Pueden permanecer de pie durante horas con su uniforme con galones dorados sin cansarse ni ir al excusado; saben fingir que están escuchando los discursos, y en los banquetes son capaces de comer cualquier cosa, incluida carne humana. Pero reconozco que estar en su compañía es una dura prueba.
— Vous l'avez voulu, George Dandin.
—Sí. Podré soportarla durante el viaje y las negociaciones y podría soportarla mucho más tiempo con tal de tener éxito en esta misión. Una de las razones —añadió, riendo— es que el gobernador me dijo que si regresaba con un tratado y era él quien escribía el despacho, podría obtener el título de caballero o incluso el de barón.
En ese momento Stephen no pudo apreciar si Fox hablaba en serio, pero su duda se disipó cuando, después de una pausa en que estuvo reflexionando, continuó:
—¡A mi madre le gustaría tanto eso!
La Diane llegó a Batavia con el viento en popa y la marea alta de la tarde. Jack envió un mensaje oficial informando que esperaba zarpar al día siguiente a las once de la mañana. Seymour llevó el mensaje y, además, una nota para Stephen en la que Jack le pedía que instara a los demás a darse prisa, que les sirviera de ejemplo y que invitara al gobernador a visitar la fragata.
—Y además, señor, él lamenta que no estuviera usted a bordo cuando pasamos frente a la isla Thwart-the-Way, pues estábamos rodeados de las golondrinas con que se hace la sopa de nido de pájaro.
—Me encantaría —dijo Raffles al oír la sugerencia—. No hay embarcación más hermosa que un barco de guerra.
—Ni, por desgracia, nada que se rija tan rigurosamente por el tiempo y las campanadas. Me alegro mucho de que venga, pues su presencia contribuirá a que los demás sean puntuales.
Los demás, tanto si les gustaba como si no, tuvieron que ser puntuales, pues Raffles lo hacía todo con la precisión de un cronómetro muy bien graduado. A las diez menos cuarto un grupo de lanchas encabezado por la falúa del gobernador fue en procesión hasta la Diane. La fragata tenía un aspecto más hermoso del que podía esperarse que tuviera una embarcación donde estaban cargando madera, agua y provisiones con gran rapidez, ya que el capitán y el primer teniente sabían muy bien el efecto obtenido con las vergas colocadas exactamente perpendiculares a los palos, con ayuda de motones y brazas, las velas aferradas en camiseta y con los numerosos objetos desagradables escondidos bajo los coyes tensos como un tambor, sin una sola arruga. De todos modos, la nube de humo provocada por las trece salvas podía ocultar gran cantidad de imperfecciones y la ceremonia de recepción lograría que cualquiera desviara su atención de las que se veían por entre los claros. Todos habían ensayado la ceremonia tres veces desde el alba y la llevaron a cabo perfectamente. El bichero de la falúa se enganchó a la fragata; los grumetes bajaron rápidamente con guardamancebos forrados de fieltro para lograr que el ascenso fuera fácil incluso para un estúpido; el contramaestre y sus ayudantes dieron varias órdenes. Y en el momento que el gobernador y el enviado subieron a bordo, donde el capitán Aubrey y todos los oficiales les dieron la bienvenida, los cuarenta infantes de marina de la Diane, con chaquetas rojas como langostas y hasta el último botón impecable, presentaron armas con un simultáneo chasquido.
El día era caluroso y despejado, y puesto que la gran cabina estaba dividida, Jack mandó extender un toldo sobre la parte posterior del alcázar para recibir en ella a sus invitados. Allí se sentaron todos y comieron sorbetes o bebieron vino de Madeira mientras hablaban o contemplaban el amplio puerto, donde había numerosos barcos europeos, juncos chinos, paraos malayos e incontables botes y canoas que iban de un lado a otro. Mientras, subían a bordo por el costado de babor el equipaje y los sirvientes adicionales de los miembros de la misión. A las diez y cuarto Raffles preguntó si podían enseñarle la fragata, y la recorrió con Jack y Fielding haciendo inteligentes comentarios. Guando regresó al alcázar, llamó a sus acompañantes, se despidió de los miembros de la misión, agradeció efusivamente a Jack sus atenciones y descendió hasta su falúa rodeado otra vez de los habituales honores y el rugido de los cañones.
Jack, con expresión muy satisfecha, siguió la falúa con la vista, y tan pronto como ésta llegó a una prudente distancia se volvió hacia Richardson, el oficial de guardia, y anunció:
—Vamos a zarpar.
Cuando el contramaestre gritó «¡Todos a desamarrar!», la fragata tomó vida. Estaba amarrada en el muelle que se había construido hacía tiempo para los barcos de guerra holandeses, y los marineros tardaron poco tiempo en soltar las amarras y desplegar las gavias para que tomaran el moderado viento del oeste. Avanzó con cautela por entre los mercantes, a veces muy lentamente, y cuando sonaron las seis campanadas en la guardia de mañana salió del puerto.
—Éste es el tipo de visitante que me gusta —dijo Jack, reuniéndose con Stephen en la cabina—. Un hombre que sabe cuándo llegar y cuándo marcharse. Hay muy pocos así. Beberemos una botella de Latour a su salud —dijo tirando su inmensa chaqueta con galones dorados encima del respaldo de una silla.
Guando la Diane escoró por el impulso de las juanetes, la chaqueta resbaló, pero apareció Killick como si hubiera salido de una ratonera, la agarró y se la llevó murmurando:
—… tirarla como si fuera un harapo… del mejor paño de Gloucester… cepillarla una y otra vez… trabaja, trabaja y trabaja.
—Pareces cansado, amigo mío —observó Stephen.
—La verdad es que estoy cansado —respondió Jack, sonriendo—. Cargar madera y agua a toda velocidad es una tarea agotadora, especialmente cuando los marineros están tan deseosos de tener permiso para bajar a tierra y divertirse después de pasar tantos meses en la mar. Perdimos a diez, porque no tuvimos tiempo de buscar en todos los burdeles ni detrás de todos los almacenes; sin embargo, eso nos permitirá mover los coyes hacia delante para hacer sitio a los nuevos sirvientes, a esa absurda cantidad de sirvientes. Creo que ahora podremos navegar sin tanta ansiedad, pues, por una parte, estamos en la ruta de los mercantes que van a Cantón y la seguiremos hasta que estemos un poco al sur de la línea del ecuador y viremos al este, y por otra, aunque las aguas son peligrosas, tengo las detalladas cartas marinas de Muffit y sus instrucciones. Ya sabes que Muffit hizo este viaje más veces que cualquier otro capitán de la Compañía de Indias y, en mi opinión, como hidrógrafo es mejor que Horsburgh e incluso que Dalrymple.
Pero Jack Aubrey hizo esta suposición sin contar con los invitados. Las tres necesarias adquisiciones que iban a dar más peso o, al menos, más volumen a la misión, se llamaban Johnstone, Crabbe y Loder, y eran un juez y dos miembros del consejo que habían llegado a su posición actual por haber sobrevivido a todos sus competidores. Cuando la Diane pasó por el laberíntico archipiélago Thousand Islands, cruzó el famoso banco de arena Tulang con un margen de sólo tres brazas y comenzó a acercarse al estrecho Banka, Johnstone y Stephen se encontraron en la media cubierta, caminado en direcciones opuestas. Stephen nunca había simpatizado con ningún juez de los que había conocido, pues tanto los que conocía personalmente como los que había visto en los tribunales le parecían charlatanes, arrogantes e indignos de la inmensa autoridad que tenían, y Johnstone era, por desgracia, un excelente ejemplo. Tras hacer algunos comentarios insípidos, dijo:
—A mí también me gusta mucho la música y disfruto más que nadie oyendo una melodía, pero siempre digo que todo es bueno con moderación, ¿no le parece? Además, soy una de esas extrañas personas que no se sienten a gusto a menos que hayan dormido bien por la noche. Estoy seguro de que el capitán no sabe que las paredes de la cabina dejan pasar el ruido, y confío en que usted tendrá la amabilidad de dárselo a entender diplomáticamente.
—Con respecto a la afirmación de que todo es bueno con moderación, señor juez, permítame decirle que es contraria a la opinión de todos los hombres de bien desde tiempos inmemoriales —replicó Stephen—. Piense en los banquetes descritos por Paralipomenón, Homero y Virgilio, y en que no fueron precisamente tontos quienes los hicieron y los comieron. En cuanto a lo demás, está claro que usted no sabe que soy un invitado del capitán Aubrey, porque de no ser así nunca hubiera supuesto que podría darle a entender cómo debe comportarse.
—Entonces se lo diré yo mismo —dijo Johnstone, rojo de rabia, antes de darse la vuelta.
No se lo dijo durante la comida, aunque era obvio que se estaba preparando para hacerlo y sus amigos no dejaban de mirarle, pero Jack se enteró esa misma tarde, cuando la fragata atravesaba el estrecho entre Banka y Sumatra, que en algunos puntos medía menos de diez millas de ancho. El viento era inestable, pues soplaba alternativamente de una orilla y de la otra, y aunque los bosques a ambos lados, separados por una franja de cielo azul, constituían un hermoso espectáculo para los pasajeros (a Stephen, que se encontraba en la cofa del mayor, le parecía haber visto por el catalejo un rinoceronte de Sumatra), el paso por el estrecho fue difícil y agotador para los marineros debido a los incesantes cambios de bordo y a los continuos gritos del sondador desde el pescante, que a veces anunciaba menos de cinco brazas de profundidad, y la constante posibilidad de que se encontraran con bancos de arena que no estaban en las cartas marinas. En un determinado momento Jack bajó corriendo para comprobar una advertencia que había leído en los papeles de Muffit, y mientras lo hacía oyó que en la última cabina Killick hablaba a Bonden de esos «malditos cabrones» y de la forma en que se quejaban de la música. No le prestó mucha atención porque estaba muy preocupado por las rocas y se limitó a decir:
—¡Basta ya!
Pero eso se grabó en lo profundo de su mente y volvió a aflorar después de pasar revista, justo cuando recompusieron las cabinas otra vez, y trajeron el estuche con su violín del sollado.
—Killick, ve a ver si su excelencia está libre y puede recibir visitas.
Su excelencia estaba libre y Jack fue directamente al grano.
—Mi estimado señor Fox, lo siento mucho —dijo—. No tenía idea de que hacíamos tanto ruido.
—¿Qué? —preguntó Fox, mirándole asombrado—. ¡Ah, se refiere usted a la música! Le ruego que no se preocupe. Es cierto que no tengo buen oído y que no puedo apreciar la música, pero puedo soportar perfectamente la situación con tapones de cera, pues lo único que oigo a través de ellos es un ligero zumbido que me parece más agradable que un soporífero.
—No tengo palabras para expresar el alivio que siento. Pero sus compañeros…
—Espero que no hayan protestado, al fin y al cabo usted tuvo la amabilidad de darles alojamiento y comida. No saben lo que es apropiado ni han viajado nunca en un barco de guerra sino sólo en mercantes de la Compañía, donde, naturalmente, son considerados hombres importantes. Intento que se comporten bien pero parece que no comprenden. Uno de ellos mandó a buscar al doctor Maturin esta mañana… ¿Se ha detenido la fragata?
—Sí. Hemos anclado para pasar la noche. No me atrevería a cruzar el estrecho en la oscuridad ni aunque llevara a bordo a César y toda su fortuna o a alguno de sus representantes.
Jack Aubrey rara vez devolvía un cumplido, pero la respuesta de Fox realmente le agradó porque fue muy amable y sincera, y aún más porque fue inesperada. En efecto, no se hubiera atrevido a cruzar el estrecho en ninguna clase de circunstancias. El avance era lento y angustioso y a las dificultades se sumaban las variaciones de las fuertes corrientes. Los «malditos cabrones» mantuvieron una actitud indiferente ante todo eso, como si hubieran estado viajando en un coche por un camino bien trazado. Ninguno de ellos habló con Jack directamente del asunto, pero le hicieron la vida imposible a Fielding. Se quejaron de que Fleming impidiera a Loder hablar con el suboficial que gobernaba la fragata; le dijeron que les molestaba mucho que bajaran su equipaje todas las tardes a la bodega y que la última vez los marineros no habían colocado en el lugar correcto el estuche de lápices de Crabbe y un valioso ventilador, por lo que había tardado al menos media hora en encontrarlos; y protestaron de que cada noche que la fragata pasaba anclada en el estrecho Jack mandaba a los tripulantes subir al castillo a bailar y cantar, lo que hacía con el propósito de que se distrajeran después de un día agotador. Pero las quejas más frecuentes estaban relacionadas con sus sirvientes, que eran obligados a esperar su turno en la cocina y eran objeto de vulgares burlas acompañadas a veces de gestos y frases obscenas.
En realidad, Jack no estaba al alcance de ellos, porque pasaba mucho tiempo en la cofa del trinquete con un catalejo y un compás para medir el acimut y en compañía del oficial de derrota y de un guardiamarina que les sujetaba los papeles. Desde allí pudieron advertir y esquivar numerosos peligros, y vieron uno peculiar de aquella región cuando la fragata atravesaba el banco de arena del final del estrecho, donde la salida a la parte sur del mar de la China podía convertirse en algo peligroso si no se encontraba el paso. Desde una isla situada a barlovento llamada Kungit por Horsburgh y Fungit por Muffit, se acercaron dos grandes paraos malayos con batangas que navegaban con rapidez con el viento por el través. Pronto vieron que en sus alargados cascos había muchos hombres, un número de hombres sorprendente.
Su intención era obvia. La piratería era un medio de vida en aquella región. Aunque rara vez las embarcaciones del tamaño de la Diane eran atacadas, en algunas ocasiones se habían producido, y a veces con éxito.
—Señor Richardson —dijo Jack.
—¿Señor?
—Prepárese para sacar los cañones lo más rápido posible en cuanto dé la orden. Los marineros deben mantenerse ocultos.
Los paraos se separaron y se acercaron a la fragata cautelosamente y apagando las velas, uno por la aleta de babor y otro por la de estribor. La tensión aumentó. Los artilleros de las brigadas permanecían inmóviles y agazapados como gatos junto a los cañones. Pero nada ocurrió. Los paraos vacilaron, orzaron y se alejaron, pues sus capitanes decidieron que aquel era un verdadero barco de guerra, no un mercante disfrazado. Por toda la cubierta inferior se oyeron suspiros de alivio y los marineros dejaron a un lado los espeques.
Por alguna razón esto acalló las protestas de los «malditos cabrones» durante los días que siguieron. Era mejor así, pues estaban en una situación grave (de la que quizás ellos se habían dado cuenta y en la cual las quejas podían obtener una respuesta seca), ya que justo por debajo de la línea del ecuador la Diane tendría que dejar la ruta de los mercantes y navegar por aguas poco profundas que no estaban descritas en ninguna carta marina y por las que sólo pasaban paraos y juncos, que tenían muy pequeño calado, mientras que el de la fragata, debido a las provisiones, era de quince pies y nueve pulgadas en la popa.
A pesar de eso, Jack se alegró de deshacerse de ellos al final del viaje, un viaje que terminó realmente bien. Después de pasar una noche navegando a lo largo del mismo paralelo con las gavias aferradas, mientras se hacían constantes mediciones con la corredera, al amanecer vieron perfectamente el lugar de destino, una inconfundible isla volcánica situada a sotavento, y una suave brisa empezó a acercar la fragata a ella.
Sin embargo, Jack dejó desplegadas las gavias. Quería prevenir de su llegada a los malayos mucho antes de que tuviera lugar, dar mucho tiempo para prepararse a los tripulantes de la fragata y a los miembros de la misión y tomar el desayuno tranquilamente. Esto último lo consiguió en compañía de Stephen, Fielding y el joven Harper, y cuando terminó regresó al abarrotado alcázar, donde Fox, sus acompañantes y todos los oficiales contemplaban Pulo Prabang, ahora que se encontraba mucho más cerca. La miraban en silencio y lo único que se oía en la fragata, aparte del murmullo del viento en la jarcia, era la letanía del sondador:
—Mide doce. Mide doce. Mide doce y medio.
La vista era realmente impresionante. La isla, que se extendía de un lado a otro del campo de visión, estaba cubierta casi por completo de bosques de color verde oscuro y el volcán central, en forma de cono truncado, se elevaba muy por encima de los árboles. En el interior había otros picos, más bajos y probablemente mucho más viejos, pero no tan nítidos, y sólo podían distinguirse si se miraba con mucha atención; sin embargo, los cráteres a que se aproximaban, el cráter que había en el cielo y el que estaba al nivel del mar, no podían confundirse ni dejar de verse. El segundo formaba un círculo casi perfecto de una milla de diámetro y sus paredes se elevaban sobre la superficie hasta una altura de entre diez y veinte pies. En el borde se veía alguna que otra palmera, pero la circunferencia sólo tenía una abertura, aquella a la cual se dirigía la fragata. Y en la parte más próxima a la costa, junto al delta del río sobre el que se asentaba la ciudad, tenía un color oscuro debido a la tierra y al cieno que se habían acumulado allí lentamente durante largo tiempo.
En uno de los brazos de la inmensa pared que rodeaba el puerto había una vieja fortaleza que posiblemente era portuguesa y, sin duda, estaba desierta. Jack dirigió el catalejo hacia ella y notó que tenía hierba en las troneras vacías; luego lo dirigió hacia el otro lado y vio que a cierta distancia de las casas había una construcción parecida a un castillo dominando la entrada al puerto, que estaba lleno de embarcaciones de varios tipos. Le recordó a Shelmerston, aunque la arena era negra, los mástiles de los barcos eran trípodes de bambú y las velas estaban hechas de estera; tal vez lo que tenían en común eran las embarcaciones con aspecto pirático.
—Marca diez.
Las aguas tenían menos profundidad cada vez, y por las pequeñas olas que rompían en la pared exterior parecía que la marea estaba subiendo. Jack observó el resto del puerto y vio que había cierta actividad en los barcos pesqueros y que estaban carenando un parao. Miró hacia la ciudad y vio una mezquita, luego otra, después casas amontonadas a la orilla del río y un enorme edificio sin forma definida que debía de ser el palacio del sultán.
—Marca nueve, nueve y medio. Marca nueve.
Alrededor de la ciudad había complejos de casas rodeados de amplios jardines. Más allá se veían muchos campos verdes, algunos de color verde brillante, que indudablemente estaban sembrados de arroz. Y detrás del terreno llano, todo cultivado, se encontraban lo bosques.
Dirigió el catalejo a la entrada del puerto, de cien yardas de ancho, y asintió con la cabeza. Entonces miró las lanchas, ya preparadas para descender, luego el ancla, que ya se encontraba en el pescante, después al señor White y los cañones, y finalmente se volvió hacia el oficial de derrota y dijo:
—Por el centro del canal, señor Warren, y detenga la fragata cuando lleguemos a ocho brazas o a un cable de distancia de la costa, lo que ocurra primero.
Las dos cosas ocurrieron casi al mismo tiempo. La fragata se detuvo y los marineros echaron el ancla, izaron la bandera y empezaron a hacer las salvas.
Por lo general, en un puerto desconocido de una isla desconocida, Jack enviaba a alguien a la costa para asegurarse de que responderían las salvas una por una, ya que en la Armada real se daba mucha importancia a los saludos; sin embargo, Fox le había asegurado que el sultán y sus súbditos tenían muy buenos modales y nunca quedarían mal por una fórmula de cortesía. A pesar de todo, sintió un gran alivio al oír la rápida respuesta, con un número correcto de salvas a intervalos apropiados, y al notar que los cañones con que las hacían eran apenas un poco mayores que los cañones giratorios, pues en caso de desacuerdo sería muy desagradable estar al alcance de una batería de cañones de dieciocho libras.
Cuando hicieron la última salva, zarpó del muelle una canoa que tenía en la puntiaguda proa una cabeza de tigre y en el centro una batanga y una cabina. La tripulaban veinte remeros y era evidente que transportaba a una persona importante.
—Señor Fielding, que bajen los grumetes con guardamancebos —ordenó Jack—. Pero me parece que no son necesarios los infantes de marina ni dar pitidos en el costado —añadió mirando a Fox, que asintió con la cabeza.
La canoa se abordó con la fragata y entonces la persona importante, un hombre moreno y delgado con un turbante moteado de color ocre y una daga metida en el sarong, subió a bordo como un marino, saludó a quienes estaban en el alcázar con una profunda inclinación de cabeza y se llevó la mano a la frente y luego al corazón. Mientras tanto, con ayuda de los motones, los tripulantes de la canoa pasaron varias cestas de frutas a los marineros que estaban en el pasamano. Fox avanzó un paso, dio la bienvenida al hombre en malayo, le agradeció los regalos y se lo presentó a Jack diciendo:
—Éste es Wan Da, un enviado del visir. Deberíamos tomar café con él en la cabina.
Pasaron mucho tiempo tomando café. De vez en cuando, a través de Killick o de Alí, se enviaron desde allí mensajes: uno fue que los marineros bajaran la lancha, otro que los caballeros del séquito se prepararan para bajar a tierra y otro que el ayudante del encargado de la bodega subiera su equipaje a la cubierta. Ahmed, Yusuf y los tripulantes de la Diane que sabían algunas palabras en malayo conversaban con los tripulantes de la canoa a través de las portas del combés. En una ocasión Killick subió rápidamente a la cubierta, agarró las cestas mirando con recelo a su alrededor y volvió a desaparecer. Las esperanzas de los tripulantes se desvanecieron y la animada conversación cesó, pero cuando sonaron las seis campanadas el señor Welby recibió la orden de mandar a bajar por el costado de babor el gran cúter, que se llenó con equipaje, sirvientes, cinco infantes de marina y un cabo. Después de otros quince minutos salieron Wan Da, el señor Fox y el capitán. Wan Da bajó a la canoa, que se apartó un poco, y el cúter se acercó para que subieran a él el enviado y su séquito. Cuando las tres embarcaciones empezaron a navegar con rumbo a la costa, empezaron a oírse de nuevo las trece salvas con que recibían al enviado. Cuando el triple eco de la última se apagó, Jack se volvió hacia Stephen y dijo:
—Bueno, por fin le hemos dejado. Hubo momentos en que me parecía que nunca lo conseguiríamos.
Stephen, que podía ver perfectamente que Fox había llegado a Pulo Prabang y estaba a punto de desembarcar, frunció el entrecejo y preguntó:
—¿Queda café? Lo estoy oliendo desde hace largo rato y no me han dado ni un sorbo.
—Parece que nos esperaban —dijo Jack mientras le conducía a la cabina—. El visir ha puesto a disposición de la misión una casa de moderado tamaño del complejo donde vive. Está en la orilla este del río y los franceses tienen otra en la otra orilla. El sultán regresará cuando cambie la luna y recibirá en audiencia a ambas misiones juntas.
—¿Cuándo cambia la luna? —preguntó Stephen.
Jack le miró, pensando que era difícil creer que un hombre no pudiera llegar a conocer cosas fundamentales como ésa a pesar de haber muchas pruebas de lo contrario, pero que en aquel caso quizás era así, y con tono amable dijo:
—Dentro de cinco días, amigo mío.
* * *
Como Shao Yen le había dicho a Stephen, la casa de Lin Liang era discreta y comparativamente pequeña. Daba a una callejuela polvorienta en la que había numerosos almacenes desastrados y que iba desde la calle que bordeaba el río en el lado este hasta el límite de la ciudad, cerca del complejo donde se encontraba Fox. La tienda, situada enfrente, estaba abarrotada de mercancías, objetos de porcelana azul y blanca, enormes tarros para guardar arroz, rollos de algodón azul, barriles, sartas de calamares desecados y de otras criaturas de color oscuro no identificables que colgaban de los baos; sin embargo, tenía un aspecto pobre y descuidado. Una mujer malaya estaba comprando un gramo y medio de betel, de cal y de cúrcuma, y en el fondo se encontraban Edwards y Macmillan, acompañados por Yusuf, el sirviente más joven de Fox, y ambos cogían tranquilamente entre los dedos ginseng y aletas de tiburón. En cuanto la mujer se fue, insistieron en que el doctor Maturin tomara su turno porque ellos no tenían prisa. Aunque Stephen notó que eso respondía a algo más que a la buena cortesía, no accedió, sino que permaneció en la puerta observando el escaso tráfico mientras con ayuda de Yusuf cambiaban dinero y susurraban sus pedidos. Yusuf era mucho menos discreto y tradujo en voz muy alta y clara:
—Dos de los que duran poco tiempo y cinco de los que duran toda la noche.
Cuando se marcharon, Stephen también cambió una guinea y luego solicitó ver a Lin Liang. El joven llamó a otro muchacho para que cuidara la tienda, le hizo pasar detrás de los dos mostradores y después atravesar un almacén, luego un patio flanqueado por otros dos almacenes y finalmente le llevó hasta un jardín rodeado por una tapia donde había una farola de piedra y un solo sauce. En un rincón se encontraba una casita con una puerta redonda como una luna llena y junto a ella estaba Lin Liang, quien hizo repetidas inclinaciones de cabeza y luego avanzó para encontrarse con Stephen a mitad de camino. Le hizo pasar a la casita y le indicó que se sentara en una amplia y hermosísima butaca pintada con laca de Soochow, obviamente traída para la ocasión. Pidió té, oporto y pastas, y los trajo un andrajoso eunuco que tenía un solo ojo. Cuando Stephen se tomó aproximadamente un cuarto de pinta de té (dijo que agradecía mucho la atención, pero que por desgracia su hígado no toleraba el oporto), Lin Liang se disculpó por no haber podido reunir la cantidad de dinero equivalente al valor del billete del estimado Shao Yen ni siquiera con la ayuda de su colega de la otra orilla del río, el respetable Wu Han. Añadió que al cabo de una semana podría conseguir la suma porque Wu Han iba a cobrar una importante deuda y que mientras había preparado la cantidad que podía poner a disposición del doctor Maturin, de modo que la octava parte eran pagodas y las tres cuartas partes eran monedas de plata holandesas y chinas, ya que en aquella región eran más corrientes las monedas de plata que las de oro. Dijo todo esto moviendo las cuentas de un ábaco de un lado a otro con extraordinaria rapidez para representar el equivalente de las diversas cantidades depositadas en el banco de Shao Yen en cequíes, ducados, guineas, mises de oro y johannes. Los números pasaban volando por los oídos de Stephen, que, sin embargo, le miraba atentamente, y cuando finalizaron los cálculos dijo:
—Muy bien. Posiblemente dentro de poco haga algunas transferencias que es preciso que se mantengan en secreto. Tengo entendido que Wu Han es su socio en esta operación, pero, ¿comprende él la importancia de esto?
Lin Liang asintió con la cabeza. Explicó que Wu Han tenía que ser necesariamente su socio porque la transacción era demasiado importante para que cualquiera de ellos la hiciera por separado, y que cada uno se quedaría con la mitad de las ganancias. Además, aseguró que era la discreción en persona y callado como el legendario Mo.
—¿No es el banquero de la misión francesa?
—Apenas ha trabajado con ellos. Le han dado un poco de dinero para que lo cambiara a florines de Java para hacer las compras cotidianas, pero, en realidad, sólo hay una conexión entre el empleado de Wu Han, que es de Pondicherry, y un hombre de la misión que también procede de la India francesa.
—Entonces, por favor, diga a Wu Han y a su empleado de Pondicherry que me gustaría obtener toda la información que tengan sobre los franceses, como listas de nombres y cosas parecidas, y que estoy dispuesto a pagar por ello. Pero, Lin Liang, usted sabe tan bien como yo que en asuntos de este tipo la discreción es fundamental.
Lin Liang estaba totalmente convencido de eso y muchos de sus propios asuntos eran confidenciales. Dijo que quizás en el futuro al doctor Maturin le gustaría entrar por la puerta que llevaba el nombre Discreción, una puerta situada detrás de la choza donde él y su familia pasaban su miserable vida. Le hizo cruzar otro patio rodeado por una galería donde colgaban las orquídeas de algunos baos y había esbeltas jóvenes con los pies vendados que se alejaron con pasos cortos y rápidos; luego le condujo a través de otro rodeado de una alta tapia con un saliente redondeado donde había una mirilla desde la cual se veía una pequeña puerta de hierro. Al otro lado había un sendero que bordeaba un canal abandonado.
Stephen lo siguió. Le sobraba tiempo para llegar a la cita con Van Buren y observó con suma atención las orquídeas de los árboles que flanqueaban el canal y las que crecían en la tierra entre ellos. Tanto la vegetación como las flores eran muy variadas, y cogió ejemplares de las plantas que no había visto en el jardín de Raffles ni en su herbario y de algunos insectos para sir Joseph, insectos tan distintos de los que conocía que ni siquiera podía adscribirlos a una familia. Cuando llegó a la puerta de la casa de Van Buren iba muy cargado, pero en esa casa aquello era muy habitual. Mevrow van Buren cogió las flores y su esposo trajo tarros para guardar insectos.
—¿Quiere que hagamos la disección de la víscera ahora? —preguntó—. He reservado el bazo especialmente para usted.
—Me encantaría —respondió Stephen—. Es muy amable.
Atravesaron lentamente la casa (Van Buren tenía un pie contrahecho) y fueron a una sala, donde se disponía a diseccionar a un tapir. Casualmente, la puerta del jardín estaba abierta, y cuando pasaron junto a ella Van Buren explicó:
—Si entra por aquí cuando me haga el honor de visitarme, ahorraríamos tiempo, sobre todo de noche, cuando todas las puertas de la casa están cerradas con llave y el guardián cree que todos los visitantes son ladrones. Y tenemos que ahorrar tiempo porque en este clima los especímenes no se conservan. Precisamente los tapires se descomponen con la misma rapidez que la caballa, aunque nadie lo supondría.
Sus palabras eran tan ciertas que ambos trabajaron con rapidez, casi sin pausa y en silencio. Aunque en algunas ocasiones se comunicaron moviendo los espejos que reflejaban la luz en las cavidades del cuerpo, en la mayoría de ellas lo hicieron por medio de inclinaciones de cabeza y sonrisas; sin embargo, Van Buren señaló una de las patas delanteras del tapir, peculiares desde el punto de vista anatómico, y dijo:
—Cuvier.
Cuando terminaron de examinar el bazo desde todos los ángulos y de tomar las muestras y las secciones que necesitaba Van Buren para su libro, se sentaron afuera a respirar el aire puro. Van Buren habló con erudición no sólo de aquel bazo sino de los otros que había visto, de cómo estaban formados y del erróneo concepto de force hypermécanique.
—¿Ha hecho la disección de un orangután alguna vez? —inquirió Stephen.
—Sólo la de uno —respondió Van Buren—. Su bazo está en la estantería donde se encuentran los humanos, de los que tengo sólo una pequeña colección. Es muy difícil conseguir un cadáver realmente bueno en este país. Los únicos son los procedentes de los ocasionales casos de adulterio.
—Pero el comportamiento inmoral, es decir, la ilícita satisfacción del deseo sexual, aunque se repita en multitud de ocasiones, apenas afecta el bazo de un hombre, ¿no es cierto?
—En Pulo Prabang sí, amigo mío. A la persona que no es capaz de contenerse, le ponen en la cabeza una bolsa medio llena de pimienta, le atan las manos y la entregan a sus familiares, que forman un cerco a su alrededor y golpean con palos la bolsa para que la pimienta se esparza. En poco tiempo eso le provoca la muerte y puedo conseguir el cadáver, pero las prolongadas convulsiones que la preceden deforman el bazo de manera sorprendente y, como consecuencia, los jugos que produce cambian tanto que no valen para hacer una comparación, no sirven de apoyo a mi teoría.
—¿El bazo de un simio se diferencia mucho del nuestro? —preguntó Stephen después de una pausa.
—Muy poco. El efecto renal por encima de la parte posterior… Pero le enseñaré los dos para que lo compruebe usted mismo.
—Me encantaría ver un orangután —dijo Stephen.
—Por desgracia, hay muy pocos aquí y eso me decepcionó —comentó Van Buren—. Se comen sus preciados durianes y por eso los matan.
—Aunque parezca absurdo, nunca he visto un durián.
—El árbol donde están colgados mis murciélagos es un durián. Se lo enseñaré.
Caminaron hasta un rincón del jardín donde había un árbol muy alto rodeado de una cerca de bambú.
—Ahí están mis murciélagos —anunció Van Buren, señalando grupos de criaturas de color oscuro, casi negro, y de alrededor de un pie de longitud que colgaban cabeza abajo envueltas en sus alas—. Cuando el sol llega a los árboles más lejanos empiezan a dar graznidos y luego se van a los jardines del sultán, y si el guardián no está atento se comen las frutas de los árboles.
—¿No se comen sus durianes?
—¡Oh, no! Trataré de encontrar uno.
Van Buren saltó por encima de la cerca, cogió un largo tridente, levantó la vista hacia el árbol y rebuscó entre las hojas. Los murciélagos, muy molestos, se movieron dando gruñidos y uno o dos volaron en círculo, extendiendo sus alas de cinco pies de envergadura, y volvieron a posarse más arriba.
—Algunas personas se comen los murciélagos —dijo Van Buren, y luego gritó—: ¡Cuidado!
El durián cayó produciendo un estrépito. Tenía el tamaño y la forma de un coco pero estaba cubierto de grandes espinas.
—La cáscara es demasiado gruesa para que los murciélagos lo coman —explicó mientras lo cortaba— y, además, tiene espinas, horribles espinas. He atendido a varios pacientes con importantes laceraciones debido a que les había caído un durián en la cabeza. Pero el orangután lo abre a pesar de la gruesa cáscara y de las espinas. Me alegra decir que éste está muy maduro. Por favor, tome un pedazo.
Stephen se dio cuenta de que el olor a podrido no provenía de la disección sino de la fruta y tuvo que hacer un esfuerzo para vencer su resistencia.
—¡Oh! —exclamó un momento después—. ¡Es extraordinariamente buena! ¡Qué gran contradicción entre lo experimentado por el sentido del olfato y por el del gusto! Hasta ahora suponía que ambos eran inseparables aliados. Aplaudo el buen juicio del orangután.
—Es un animal encantador, por lo que he visto y oído. Es dócil, reflexivo, no se parece en nada al babuino ni al mandril, ni siquiera al pongo ni tiene la picardía de los incansables y petulantes monos. Pero como dije, aquí casi no hay. Para ver un auténtico orangután malayo hay que ir a Kumai.
—Me encantaría ir. Usted ha estado allí, ¿verdad?
—No, nunca. No puedo escalar con esta pierna y al final del camino por donde se puede ir a caballo hay unos escalones excavados en la parte exterior de la pared rocosa del cráter. Les llaman «Los mil escalones», pero creo que hay muchos más.
—Mi situación es casi tan desventajosa como la suya. Tengo que permanecer en este lugar hasta el final de las negociaciones, que espero que tengan un final feliz. Hoy supe de la existencia de una conexión que podría ser útil.
Desde el principio de su relación amistosa, mejor dicho, de su verdadera amistad con Van Buren, Stephen sabía que él se oponía al proyecto de los franceses tanto porque odiaba a Bonaparte por lo que había hecho en Holanda como porque pensaba que podía arruinar Pulo Prabang, por la que sentía un gran cariño. Tenían muchos amigos comunes, sobre todo eminentes anatomistas, y el uno conocía y apreciaba la obra del otro. Por primera vez en su carrera como espía, Stephen dejó de simular y contó a Van Buren su conversación con Lin Liang y cuáles eran sus esperanzas. Después de eso, sentados a la sombra, en un banco situado en el exterior de la sala de disecciones, Van Buren empezó de nuevo a darle detallada información sobre los miembros del gobierno del sultán, como sus virtudes, sus defectos, sus gustos y la forma de llegar a ellos.
—Le estoy infinitamente agradecido, estimado colega —dijo Stephen por fin—. La luna ha salido y puedo ver el camino de regreso a la ciudad, en donde iré a caminar entre los burdeles y los establecimientos donde bailan.
—¿Podría verle más tarde? Generalmente empiezo a trabajar de nuevo cuando refresca la noche, a eso de las dos. Si no acabamos algunas de las operaciones más importantes antes que salga el sol, es posible que no puedan distinguirse. Pero antes de que se vaya, permítame decirle algo que se me ocurrió. El medio hermano de Latif, nuestro sirviente, sirve en la casa que le proporcionaron a la misión francesa y es posible que pueda obtener información sobre ese hombre de Pondicherry.
* * *
Durante aquellos días Stephen apenas vio a Fox y a Jack Aubrey. Permaneció en tierra y solía pasar la noche en su lugar favorito de una pequeña colonia javanesa, un establecimiento donde había exquisitas bailarinas y una famosa orquesta javanesa, una gamelan. Aunque el ritmo y las pausas de su música le eran desconocidos, le gustaba oírla durante la noche, mientras estaba tumbado junto a su compañera dormida, una joven perfumada tan acostumbrada a las peculiaridades de sus clientes (algunas de ellas verdaderamente raras) que su pasividad no le importaba ni le molestaba.
En el salón principal, donde actuaban las bailarinas, encontraba a veces a compañeros de tripulación, que se asombraban de su presencia allí o se avergonzaban de verle. El señor Blyth, un hombre mayor que él y muy amable, le llamó aparte y dijo:
—Le advierto, doctor, que este lugar no es mucho mejor que un burdel y que a menudo hay prostitutas aquí.
También había juego y las partidas, que a veces duraban hasta el alba, se jugaban con pasión y con apuestas muy altas. La mayoría de quienes iban allí eran hombres ricos, pero Stephen rara vez se encontró con algún francés y no vio a Ledward ni a Wray, que se habían reunido con el sultán donde estaba cazando porque el rajá de Kawang era un conocido de Ledward. Una vez jugó con cuatro españoles que eran carpinteros de barcos y servían en la Armada francesa. Todos habían sacado la paga del mes de la fragata, que estaba anclada en una cala remota para evitar que sus tripulantes sufrieran daños, y Stephen les sacó el dinero (siempre había sido afortunado jugando a las cartas) y gran cantidad de información, pero les dejó ganar y recuperarlo cuando se enteró de que no les gustaba estar entre los franceses. Además, les hizo creer que era un español en la Armada inglesa, lo que a ellos les pareció natural, pues España e Inglaterra eran aliados. A ellos les habían reclutado forzosamente en 1807, cuando las cosas tenían otro cariz, y desde entonces no habían podido marcharse.
El resto del tiempo Stephen lo pasaba caminando por el campo de la manera en que era de esperar que lo hiciera un naturalista invitado por el capitán. Unas veces iba con Richardson, otras con Macmillan y ocasionalmente con Jack; sin embargo, con más frecuencia iba solo, porque a sus amigos les molestaban las sanguijuelas del bosque, que se les pegaban a montones en las partes más enmarañadas, y los tormentosos mosquitos y moscas en los campos irrigados. Las caminatas fueron muy provechosas, a pesar de esos inconvenientes y de la presencia de un tipo de abejas muy agresivas que formaban los panales en el campo, de manera que colgaran de una gruesa rama, y que atacaban a cualquier intruso que vieran delante y lo perseguían a lo largo de un cuarto de milla o hasta el arbusto frondoso más cercano, donde a veces había feroces hormigas rojas y en una ocasión vieron una serpiente pitón enrollada alrededor de sus huevos. Muy pronto encontró por casualidad un sendero por donde los leñadores habían arrastrado troncos tirados por varios búfalos, y en ese claro del bosque podía ver bien los pájaros que había en los árboles, sobre todo los cálaos, algún que otro tragúlido y no era raro encontrar gibones. Fue en ese lugar despejado donde Jack le encontró una tarde después de mantener una interesante conversación con el empleado de Wu Han que era de Pondicherry.
—¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó Jack—. Me dijeron que quizás estarías aquí, pero si hubiera sabido que habías subido buena parte de la montaña, habría cogido un poni. ¡Dios mío, qué calor! No sé de dónde sacas tanta energía después de tus actividades nocturnas.
Como el resto de sus compañeros de tripulación, Jack había oído que el doctor llevaba una vida disoluta y estaba bebiendo, fumando y jugando hasta altas horas de la noche; sin embargo, sólo él sabía que Stephen podía recibir un sacramento sin necesidad de confesión.
—La verdad es que estuve muy atareado anoche —explicó Stephen, pensando en el tapir, que ahora era simplemente un esqueleto—. Pero tú también podrías subir la montaña sin jadear si no comieras tanto. Estabas mucho mejor físicamente cuando eras un pobre desgraciado. ¿Cuánto pesas ahora?
—Eso no importa.
—Al menos veinte libras más, o quizá treinta. ¡Que Dios nos ampare! Los tipos obesos y de constitución sanguínea siempre están al borde de la apoplejía, especialmente en este clima. ¿No podrías saltarte las cenas? Más mató la cena que sanó Avicena.
—La razón por la que subí con esfuerzo esta infernal montaña fue anunciarte que Fox ha convocado una reunión con nosotros dos esta tarde. El sultán vuelve mañana por la noche, sólo una semana después de lo acordado, y nos recibirá en audiencia al día siguiente.
Mientras bajaban explicó a Stephen el estado de la fragata y que estaban usando ya las provisiones que habían cargado en Anjers, especialmente la gran cantidad de cabos de cáñamo de Manila, y contó con detalle, tal vez demasiado minuciosamente, cómo habían reorganizado la bodega para que pudiera hundir la popa un poco más.
—Sólo una traca o dos, ¿comprendes? Nada llamativo o aparatoso. Eso me produjo gran satisfacción. Pero hubo algo más que no me produjo tanta —añadió, negando con la cabeza y con una expresión melancólica»—. Después de consultar a Fox, reuní a todos los marineros en la popa y les conté que estábamos aquí para conseguir un tratado entre el rey y el sultán y que los franceses se encontraban aquí por el mismo motivo. Añadí que los franceses habían bajado a tierra en tropel y ofendieron a los habitantes porque se emborracharon, entablaron peleas y quisieron besar a jóvenes honestas y tocar sus pechos desnudos, por lo que su fragata fue llevada a la cala Malaria. Entonces les advertí que sólo daría permiso para bajar a tierra a los tripulantes de la Diane bajo la promesa de que tendrían un buen comportamiento y que, aun así, sólo bajaría un pequeño número de ellos a la vez y con muy poco dinero adelantado de la paga. Añadí que el motivo era el bien de su país, sólo el bien de su país, y aunque pensaba terminar con «Dios salve al rey» o pidiendo que dieran tres vivas al rey, cuando acabé no me pareció muy apropiado. Son todos unos testarudos y están malhumorados, te lo aseguro. Sólo veo miradas despectivas y muecas de disgusto. Incluso Killick y Bonden se limitan a decirme «Sí, señor» o «No, señor» y nunca sonríen. Sé que no soy buen orador y que los tripulantes de la Surprise me hubieran comprendido sin necesidad de oratoria porque me conocen, pero no estos marineros. A todos les gustaría estar en tierra acostados con una joven y no les importa demasiado el bien de su país.
—La verdad es que ese instinto es muy poderoso, quizás el más fuerte de todos… Sé que te opones a que haya mujeres a bordo, pero en este caso, a condición de que los jóvenes Reade y Harper y tal vez Fleming bajen a tierra, no me parece probable que eso dañe gravemente la moral.
—¿Podrías cuidarles?
—No, pero no me cabe duda de que Fox sí lo hará. Vendería su alma por este tratado e incluso intentaría satisfacer las necesidades de un orfanato entero.
—Se lo preguntaré.
* * *
—Buenas tardes, caballeros —saludó Fox—. Gracias por haber tenido la amabilidad de venir. ¿Les gustaría tomar cerveza de las Indias orientales? Ha estado en una cesta colgada en el interior del pozo y está casi fría —añadió, sirviéndola, y luego continuó—: Como ustedes saben, el sultán nos recibirá en audiencia pasado mañana, y posiblemente me pida que hable a los miembros de su gobierno inmediatamente después de las formalidades, así que les agradecería que me hicieran cualquier observación que diera más solidez a nuestros argumentos. Ya conocen las posiciones. Los franceses ofrecen un subsidio, cañones, munición y expertos carpinteros de barcos; nosotros ofrecemos un subsidio, espero que mayor que el de los franceses, protección y algunas concesiones comerciales, que verdaderamente no tienen mucha importancia. Por otra parte, existe implícitamente la amenaza de lo que podríamos hacer cuando termine la guerra. El problema es que la captura de uno solo de los barcos que comercian con las Indias sería muy perjudicial para nosotros y les produciría beneficios mucho antes que cualquier subsidio que podamos ofrecerles. Además, en esta zona el resultado de la guerra no parece tan claro como quisiera.
—Bueno, señor —dijo Jack—, respecto al tema de los barcos, el único del cual estoy capacitado para hablar, podría usted señalar que a pesar de que los malayos son excelentes constructores de paraos y otras pequeñas embarcaciones… Precisamente les he encargado una pinaza… A pesar de eso, no saben construir lo que nosotros llamamos un barco de guerra, un barco capaz de soportar el peso de una hilera de cañones y el impacto que producen al disparar. Por otra parte, aunque los carpinteros de barcos franceses conocen su oficio, están acostumbrados a trabajar con roble y olmo y no saben hacerlo con los tipos de madera de las Indias orientales. También podría decir que aunque un parao se puede construir en una semana más o menos, un barco de jarcia de cruz es algo muy diferente. En primer lugar, se necesita un astillero, una grada o un muelle apropiados; en segundo lugar, tomando como ejemplo un navío de setenta y cuatro cañones, sólo para el casco se necesitan los troncos secos, repito, secos, de alrededor de dos mil árboles de unas dos toneladas cada uno, y su construcción requiere el trabajo de cuarenta y siete carpinteros de barcos durante doce meses. Para construir una fragata como la nuestra en un año hacen falta veintisiete expertos carpinteros. Además, cuando por fin el barco esté construido, habrá que enseñar a los marineros a manejar una jarcia que desconocen y también los cañones, para que causen más daño al enemigo que a sí mismos, lo que no es una tarea fácil. Creo que ese plan lo hicieron un grupo de hombres de tierra adentro en una oficina, pensando que daría buenos resultados enseguida.
—Esas cifras son muy importantes —dijo Fox, mientras las anotaba—. Muchísimas gracias. Pero tal vez en París también pensaron que eso sería una potencial amenaza que nos obligaría a reducir nuestras fuerzas en otros lugares. Una potencial amenaza a veces tiene efectos que sobrepasan… Pero no tengo que enseñarle nada sobre estrategia ni tácticas —añadió, sonriendo—. Doctor, ¿puede aportar algo?
—No tengo muchas cosas definidas que decir ahora y no quiero molestarle con conjeturas —respondió Stephen—. Pero le diré que al menos algunos de los carpinteros de barcos son españoles reclutados a la fuerza y es probable que huyan a Filipinas en cuanto tengan la menor oportunidad; al menos algunos de los cañones que ofrecen los franceses están deteriorados; y al menos una parte de la pólvora sufrió daños durante el viaje por la humedad y la negligencia del condestable, que olvidó dar la vuelta a los barriles a intervalos apropiados. Ésa es toda la información que tengo, pero si me permite hacer una observación, añadiré que para contrarrestar la ventaja que tiene Ledward, puesto que ya conoce al sultán porque ha estado cazando con él y tal vez se haya ganado su favor, podría ser útil invitar a su excelencia a visitar la fragata para que vea disparar los grandes cañones. Las atronadoras andanadas y la ostensible destrucción de los objetivos flotantes le harían cambiar de opinión y comprender lo que somos capaces de hacer.
—Sí, ciertamente. Se lo propondré al visir enseguida. Es una buena idea desde todo punto de vista.
Sirvió más cerveza, que ya estaba tibia y sin espuma, y luego prosiguió:
—Ahora, a menos que se les ocurra algo más, permítanme hablarles sobre la ropa para la audiencia. En ocasiones como ésta vestir con magnificencia es lo más importante, y por eso la mitad de los sastres chinos de Prabang están haciendo trajes para nuestros servidores. Los oficiales estarán perfectamente bien con su uniforme de gala, y mi séquito y yo tenemos la ropa adecuada; los infantes de marina, naturalmente, no podrían tener mejor aspecto. He estado pensando, capitán, que tal vez los barqueros de su falúa, adecuadamente vestidos, deberían acompañarle junto con los oficiales y los guardiamarinas. ¿Y usted, mi estimado Maturin? Con una chaqueta negra, aunque fuera muy buena, no podría alcanzar aquí nuestro objetivo.
—Si se requiere magnificencia y se da importancia al tejido y a la labor de los artesanos, iré con mi traje de doctor en medicina: una túnica con capucha de color escarlata.
* * *
Y fue con una túnica con capucha de color escarlata o, al menos, de color rojo de la China que Stephen entró con Jack por la puerta del lado este del palacio. Caminaron con rapidez porque la lluvia tropical amenazaba con caer con furia y el enviado sólo poseía un sombrero de plumas. Todos los miembros de la misión atravesaron tan rápido como la dignidad les permitía el espacio abierto que había delante del foso y el muro interior, un muro de cuarenta pies de altura y doce de espesor que habían construido los antepasados javaneses del sultán. Hicieron una impresionante entrada encabezados por el enviado, que iba a lomos de un caballo con arneses de color carmesí adornados con plata y era conducido por mozos con sarongs y turbantes de tela dorada. Los tripulantes de la Diane llevaban sombreros nuevos, sombreros de paja de ala ancha pintados de blanco y con cintas, chaquetas azules con botones dorados, pantalones de dril blancos como la nieve, zapatos negros con hermosos lazos y útiles sables en el costado. Luego atravesaron otro patio mientras los hombres del sultán tocaban trompetas y tambores, y cuando empezaron a caer las primeras gruesas gotas, entraron en el palacio. El enviado adjunto, Loder, no era notable como compañero pero era un excelente jefe de protocolo, y entre él y el secretario del visir habían establecido la colocación de los miembros de la misión con sumo esmero, respetando estrictamente la precedencia. Cada hombre se situó en el lugar indicado a lo largo de la pared oriental de la gran sala de audiencias y Fox y sus colaboradores más cercanos se colocaron a varias yardas del trono vacío. Después de permanecer allí un corto tiempo, escuchando la lluvia, oyeron el toque de las trompetas y los tambores con que eran recibidos los franceses. Primero entró Duplessis, corriendo y resbalando, y le siguió su séquito, compuesto por cuatro hombres de uniforme, Ledward y Wray, que llevaban chaquetas azules con una estrella y una cinta de una orden. Luego entraron los oficiales de marina franceses y un montón de servidores, todos ellos más o menos mojados. Durante unos momentos los franceses se preocuparon de volver a colocarse formando una línea recta, ya que se habían desorganizado al correr, y de revisar su ropa, sus plumas y sus papeles mojados; sin embargo, tan pronto como se situaron en el lugar adecuado, Duplessis, que estaba en el lado opuesto del trono, miró hacia el otro lado del espacio vacío y le hizo a Fox algo que podría considerarse una inclinación de cabeza y que fue respondido exactamente con el mismo grado de cordialidad. Al mismo tiempo Wray observó la túnica de color escarlata de Stephen y reconoció con horror primero su cara y después la de Jack Aubrey. Aspiró profundamente y se agarró al brazo de Ledward, quien dirigió la vista en la misma dirección y se enderezó pero sin traslucir ninguna emoción. La aparición del sultán en el fondo de la sala hizo que la atención de todos se desviara, no sin que antes Stephen notara que Fox estaba pálido y tenía una mirada de odio como pocas veces había visto.
El sultán empezó a avanzar entre sus sirvientes con abanicos, flanqueado por sus dos principales feudatarios y seguido por el visir y los miembros del gobierno. Era un hombre bien parecido, alto para ser malayo, de unos cuarenta y cinco años y tenía un gran rubí en el turbante. Caminaba lentamente, mirando a un lado y a otro con gesto solemne. Los franceses tuvieron la extraña idea de aplaudir, como si estuvieran en el teatro, pero él no mostró asombro ni disgusto, y cuando se disponía a sentarse en el trono saludó con la cabeza con la misma cortesía a los de un lado y a los del otro. Sus servidores se agruparon tras el trono y el visir, un hombre bajo y enjuto, dio un paso al frente y anunció en tono respetuoso la llegada de dos enviados, el primero del emperador de Francia y el segundo del rey de Inglaterra, y solicitó que se les permitiera dar los mensajes de sus señores. Entonces el sultán dijo:
—En el nombre de Alá, el piadoso, el compasivo, permita al que llegó primero hablar primero.
Duplessis, con Ledward detrás, ocupó su puesto delante del trono y, después de una inclinación de cabeza, empezó a leer sus papeles mojados. No leyó bien, porque la tinta se había corrido y tenía las gafas empañadas por el vapor de agua y, además, porque estaba sofocado por el calor y el uniforme mojado. Cada párrafo era traducido por Ledward. La traducción era fluida pero demasiado libre, y la dijo en un tono grave que contrastaba con las alabanzas y la expresión de la buena voluntad y el deseo del imperio francés de formar una alianza aún más estrecha con sus primos de Pulo Prabang.
El visir había acordado con los dos enviados por separado que las audiencias no tardarían más de un cuarto de hora, ya que el sultán iba a ofrecer un banquete inmediatamente después en vez de reunirse con los miembros del gobierno. Duplessis y Ledward, para asombro de sus compañeros, no hablaron durante tanto tiempo. Fox empezó mal, tuvo que repetir dos veces los epítetos del sultán, «flor de la cortesía, fruto del consuelo, rosa del deleite», porque se confundió, pero luego se recuperó con una brillante y admirable evocación de la ilustre ascendencia del sultán y apenas empleó diez minutos. Cuando terminó le hizo una inclinación de cabeza y se retiró; los miembros del gobierno se miraron furtivamente con asombro, pues estaban acostumbrados a discursos más extensos. Pero el sultán se dio cuenta de que tenía buena suerte y, tras un momento de silencio, sonrió y dijo:
—En el nombre de Alá, el piadoso, el compasivo, sean bienvenidos, caballeros. Por favor, expresen mi agradecimiento a sus gobernantes, a quienes el cielo proteja, por sus magníficos regalos, que por siempre formarán parte de nuestro tesoro y nuestros corazones. Y ahora puede comenzar el banquete.
En ese momento fue evidente el valor de la insensibilidad. Fox todavía estaba tan turbado por aquel encuentro, a pesar de que lo esperaba desde hacía tiempo, que su habilidad para el trato social disminuyó mucho; en cambio, Johnson, Grabe y Loder hablaron constantemente y muy alto, y con frecuencia rieron a carcajadas, por lo que en la cabecera de la mesa donde estaban los ingleses hubo en todo momento bastante ruido. Esa mesa estaba situada longitudinalmente en el salón de banquetes, y para compensar a los ingleses por la posición que ocuparon durante la audiencia, les habían puesto a la derecha del sultán, cuya mesa estaba colocada transversalmente en una punta del salón. Stephen estaba bastante lejos y, como era el único que podía mantener una conversación en malayo, le habían situado entre un viejo malhumorado y taciturno cuya función nunca llegó a descubrir y Wan Da, el hombre que les había recibido al llegar allí y que era una agradable compañía. Como era un apasionado cazador, conocía bien los bosques, la selva y las altas montañas.
—Le vi el otro día en Ketang —dijo, riendo—. Trataba de escapar de las abejas como si fuera un ciervo. ¡Qué saltos! Ese rincón donde está la roca rojiza es peligroso. Yo también tuve que salir corriendo cinco minutos después y perdí el rastro del babirusa, un enorme babirusa.
—Sin duda, es una lástima, pero espero que le consuele un poco pensar que la carne de cerdo está prohibida a los musulmanes.
—Y el vino también —apostilló Wan Da, sonriendo—. Pero hay días en que el piadoso y el compasivo es más piadoso y compasivo que otros. En realidad los matamos porque horadan los campos durante la noche y usamos sus colmillos.
El vino era auténtico, un vino tinto con cuerpo y agradable al paladar. Stephen no pudo adivinar su origen, aunque pensó que probablemente era de Macao, y a pesar de que lo servían en copas de plata, no de cristal, estaba casi seguro de que algunos malayos, además de Wan Da, lo estaban bebiendo. Sin duda, el sultán lo estaba bebiendo, pues Abdul, el copero, un joven esbelto, no intentaba ocultar el líquido oscuro que echaba.
También lo estaban bebiendo los franceses. Mientras Wan Da le contaba cómo había perseguido a un oso colmenero, Stephen observaba los rostros de quienes estaban sentados enfrente. Los oficiales de marina eran comparables a los oficiales ingleses y el capitán tenía una expresión parecida a la de Linois, la de un hombre hábil, eficiente, decidido y alegre. Duplessis no debía estar habituado a lugares de clima tórrido ni a ningún sitio fuera de su país, y sus consejeros no eran muy diferentes a los de Fox. Wray había desmejorado mucho desde la última vez que Stephen le viera; tenía la cara fláccida y casi irreconocible y aún se notaba en ella el desasosiego que le produjo identificarlo. Era improbable que permaneciera sentado durante toda la comida porque tenía la cara de un color verdoso que se intensificaba con cada sorbo de vino. Ledward, en cambio, había recuperado la seguridad y parecía un terrible adversario, un hombre de inusuales poderes. Stephen observó cómo vaciaba su copa y la elevaba a la altura del hombro para que se la llenaran de nuevo, y notó que mientras lo hacía miraba significativamente hacia el trono cambiando la expresión casi de manera imperceptible. Enseguida miró hacia la izquierda y pudo ver que Abdul le respondía con una sonrisa.
Durante un tiempo Stephen se resistía a creer que la impresión que tenía no era equivocada, pero, aunque Ledward era discreto, Abdul, que estaba detrás del sultán, no lo era, y muy pronto la impresión se convirtió en una certeza. Las posibles consecuencias de esto acudieron a su mente y perdió el hilo del relato de Wan Da, a quien al final oyó decir:
—Así que tía Udin mató el oso y el oso mató a tía Udin, ya, ¡ja, ja!
* * *
—Jack, ¿has pensado alguna vez en Ganímedes? —preguntó cuando avanzaban por el borde del cráter hacia un punto desde el que podían gritar a los que estaban en la fragata.
—Sí —respondió Jack—. Pasé toda la noche en vela con él y también pasaría ésta si no fuera porque mañana es la visita del sultán. En cuanto aparece destaca por su hermoso color dorado. Es mi favorito. Pero me quedaré con él casi toda la noche cuando el sultán se vaya.
—¿Ah, sí? —preguntó Stephen, observando el rostro de su amigo, satisfecho por haber comido bien y más rojo de lo habitual a causa del vino del sultán—. Amigo mío, ¿es posible que estemos hablando de lo mismo?
—Espero que sí —respondió Jack, sonriendo—. Júpiter está en oposición, ¿sabes? Nadie puede haber dejado de notar su esplendor.
—No. Es realmente digno de verse. Y supongo que Ganímedes está relacionado con él.
—¡Por supuesto! Es el más hermoso de sus satélites. ¡Qué extraño eres, Stephen!
—Me parece un nombre muy apropiado. Pero me refería a otro Ganímedes, al copero del sultán. ¿No te fijaste en él?
—Bueno, sí, me fijé y me dije a mí mismo: «¡Vaya, eso es una joven!». Pero luego recordé que no podía haber mujeres en un banquete como ése y volví a ocuparme de la excelente pierna de venado, que por cierto no era mayor que la de una liebre pero tenía un sabor extraordinario. ¿Por qué le llamas Ganímedes?
—Ganímedes era el copero de Júpiter y creo que hoy muchos harían objeciones a su relación y su amistad. Pero he usado el nombre descuidadamente, como ocurre a menudo, y no es mi intención criticar al sultán.