HASTA QUE UNO SE PIERDE
Eran las nueve o las diez de la noche cuando se cortó la electricidad y nos quedamos a oscuras. Al mismo tiempo el cielo se puso rojo y naranja, con gases y explosiones. Parecía que la atmósfera podía reventar y arrasarnos. Cundió el pánico en el barrio. Por suerte no sucedía exactamente sobre nuestras cabezas, sino algo más allá, hacia la ciudad. Julia tiene una casita en ese sitio, en las afueras de Santa Clara. Es un lugar muy humilde, para decirlo de algún modo. Ella vivió allí catorce años con su marido. Su primer y único matrimonio. Con papeles, quiero decir. Después él se mató en un accidente. Era montador de grandes trasmisores de radio. Una tarde cayó desde sesenta metros de altura. Estaba borracho, según Julia, pero eso nunca se dijo en voz alta. Ella me comentó un día: «Es feo que te diga esto, pero me sentí bien cuando se murió. Era un cretino, con sus borracheras todos los días y su imbecilidad. Entonces empecé a divertirme. Lo que no había hecho de joven lo hice de los treinta y cuatro a los cuarenta y cuatro. Me divertí muchísimo.» Finalmente cerró la casita y se fue para La Habana, a vivir conmigo. Ambos queríamos parar la carrera. Dejar a un lado la promiscuidad y las complicaciones y tener un poco de vida hogareña. Queríamos cuidarnos uno al otro y buscar sosiego. Han pasado cinco años. Mucho tiempo. Ahora queremos de nuevo soltar lastre y seguir cada uno su rumbo. Pero no es bueno precipitar las decisiones. Mejor es así, lentamente.
A veces vamos a Santa Clara y nos quedamos tres o cuatro días en su casita. No soporto mucho más tiempo. Es un lugar atosigante. Lo peor es que todos crían puercos y pollos. El mal olor, las moscas y los mosquitos me ponen de mal humor. El barrio consiste en unas cuantas calles que vienen desde los barrios más cercanos al centro y terminan en una enorme finca estatal de cítricos. Más allá de los cítricos hay vaquerías, ganado lechero, y grandes pastizales. A unos cincuenta metros al oeste de la casa de Julia termina la calle y comienzan los naranjos. Cada cierto tiempo aparece alguien muy pobre, ya en la indigencia, con una mujer arruinada y unos cuantos hijos, y arma un bajareque. Buscan unas tablas medio podridas y pedazos de latas y plásticos y fabrican una casuchita. Roban unos metros a los cítricos y poco a poco invaden la finca. Al parecer a los jefes de aquello no les interesa o hacen la vista gorda. Un antropólogo sería feliz aquí, estudiando la fauna abisal. Todos los vecinos son gente rompedora de fronteras, desquiciados, acostumbrados a vivir en los límites. La mayoría no tiene empleo fijo y van y vienen de la cárcel. Hay una familia de enanos. Son veinte o treinta enanos analfabetos, sucios, pobres. Nadie sabe de dónde sacan unos pesos para vivir cada día. Continuamente pasa gente en bicicleta vendiendo de todo: plátanos, caramelos, cuchillas de afeitar. Nadie compra. No hay dinero. La mayoría de las muchachas salen embarazadas sin casarse y tienen hijos y más hijos. Siempre hay docenas de niños jugando en la calle, sucios y sin zapatos. Algunas, las más astutas, logran escapar a ese destino y se van para Varadero a jinetear. La estrella del barrio es una mulatica de dieciocho años que desde hace ocho meses vive en Viena. Se casó con un señor austríaco de cincuenta y nueve años. Iusneivi. Una vez le pregunté a su madre de dónde sacó el nombrecito de la niña. Me dijo:
—Su papá dice que ese nombre está de moda en Guantánamo. Él es de allá. Vivía en Caimanera, al lado de la base.
Después saqué conclusiones. El padre vivía junto a la base de la U.S. Navy. Iusneivi envía fotos con frecuencia. Su mamá las muestra orgullosa de casa en casa y asegura que el señor austriaco es millonario. Iusneivi es un referente valioso. Algunas siguen su ejemplo —las más agraciadas— y escapan a Varadero. También hay varios religiosos. Son los arrepentidos. Los que fueron ladrones, las infieles a sus maridos, los que mintieron y engañaron, los que desearon a la mujer del prójimo, los que blasfemaron, adoraron imágenes y consultaron a los muertos. En fin, los pecadores convertidos a la fe. Pertenecen a sectas pequeñas. Ahora, en medio de la conflagración, salieron a la calle aferrados a sus biblias. Primero eran diez o doce. Después algunos más. Llegaron a ser treinta o cuarenta. Se cogieron de las manos y entonaron himnos religiosos ante el cielo incendiado. Los niños y las mujeres gritan de terror. El pánico se apoderó de todos. Los enanos escaparon hacia el extremo de la calle y se metieron en los naranjos. Realmente es para cagarse en los pantalones. Nadie sabe qué sucede. Este es un barrio de casas pequeñas y bajas y grandes árboles: mango, aguacate, mamey, framboyán, ceiba, guanábana. Árboles de todo tipo. En la oscuridad de la noche, el resplandor rojizo de las explosiones convierte aquello en una escena diabólica. Algunas viejas no se dejan ganar por el pánico. Se persignan y rezan discretamente, en voz baja. Julia y yo estamos en el portal, mirando. Pienso en el incendio de algún polvorín clandestino o de un almacén de ácidos. Pero todos esperan ver algo trascendente en medio del fuego. La gente siempre espera señales de Dios. Quieren que él les facilite las cosas y se aparezca en persona. Ya estoy enredándome en la metafísica, cuando me fijo en un tipo del barrio que regresa velozmente en su bicicleta. Nadie le presta atención. Todos gritan de pánico o rezan. Lo llamé:
—Oye, ven acá. ¿Qué vola con esa candela?
El tipo era de los matavacas. Son tres o cuatro hermanos y viven en una casuchita metida dentro de los naranjos. Por las noches roban bueyes y vacas en los pastizales. Los matan y por la madrugada venden la carne. Los policías los agarran a veces pero enseguida los sueltan. Nunca hay pruebas suficientes. Y ellos siguen en el negocio alimentario.
Ahora el tipo se detiene ante mí:
—¡La gente se volvió loca, acere! ¿Qué es esto?
—Están asustados.
—¡Asustaos no, se están cagando de miedo!
—Bueno, dime.
—Se está acabando el mundo en la subestación de Tamarindo. Están explotando todos los transformadores y la candela ya cogió a las casas de los alrededores.
—¡Uhhh!
—Hay equipos de cuatrocientos mil voltios explotando. Dicen que fue sabotaje. Y está la policía allí..., los bomberos llegaron ahora, pero la policía ya acordonó.
—Y a ti te tienen enfocado siempre. Métete en tu casa y que ni te vean.
—Por matar vacas son unos cuantos años, pero por terrorismo y sabotaje..., ya tú sabes..., me ven por allí y me recogen.
—Pero si eres inocente no...
—No seas bobo. Mejor es que ni me vean. Me voy pa'l monte. Esta noche es buenísima pa' tumbar un buey. A las tres de la mañana estoy aquí con un pedazo de filete. Especial pa' ti, que eres un buen cliente.
—No me traigas nada. Julia y yo regresamos esta noche para La Habana y no quiero problemas en la autopista.
—Ah, no seas pendejo, compadre. De los cobardes no se ha escrito na'.
—¡No, señor, no quiero! En la autopista registran hasta tres y cuatro veces. No quiero líos.
—Bueno, acere, allá tú. Muérete de hambre en La Habana.
Se fue gritando a voz de cuello que era un incendio en la subestación de Tamarindo. Gritaba y se reía a carcajadas. No sé por qué se reía.
La gente se calmó poco a poco. Dos horas después sólo había oscuridad y silencio. Todos se acostaron. Julia se tiró en la cama y dos minutos después ya roncaba. Yo me senté en el portal y velaba el reloj. Un vecino del barrio era chofer de una guagua. Salía a la una de la madrugada para La Habana. Habíamos ajustado para irnos con él. Pero no teníamos reloj despertador. Decidí mantenerme despierto.
Allí estuve dos horas en medio de la oscuridad, mirando el cielo y las estrellas y los bultos oscuros de los grandes árboles. Había buen fresco. Un aire limpio se llevó los mosquitos y la peste a mierda de puercos. Algún perro ladraba. Me siento bien en la soledad y el silencio. Miraba al cielo y no sé si pensaba en algo. Supongo que sí. Uno siempre piensa. Quizás aparecía un ovni. A veces hay alguno cerca. Enfoca su luz hacia mí durante un par de minutos y desaparece. Hasta ahora no me han dado más señales. Pero es mejor no escribir de ese tema. Es tan escabroso como escribir sobre Dios. La gente se molesta con los temas intangibles. Lo intangible ofende la inteligencia y el raciocinio de la modernidad.
A la una desperté a Julia. Hice café. Lo tomamos de pie y rápidamente. Cerramos bien la casa y nos fuimos. Había muchísima oscuridad, pero Julia conoce de memoria aquellas calles de tierra, con fango y charcos de agua. El chofer tenía la guagua parqueada frente a su casa. Parecía un monstruo oscuro y enorme, en comparación con las casitas, de madera mohosa, sin pintar y arruinadas. Había una mujer en un portal, recostada en la puerta de su casa, en la oscuridad. Cuando nos vio le preguntó a Julia si había visto a su hija. Me pareció que pasaba por un momento de ansiedad. Me preguntó la hora.
—Es la una y pico, señora.
—¡La una y pico! Primera vez que esta niña me hace esto.
—¿Qué edad tiene?
—Quince.
—Está bien. Ya puede ir a una discoteca y regresar al amanecer.
—No hay discotecas abiertas. Toda la ciudad está a oscuras. ¡Ay mi madre, yo no quiero pensar lo malo!
La mujer siguió hablando con Julia. Se conocían. Julia asombrada:
—¿Y Mileidis ya tiene quince años?
—¿Te acuerdas cuando estaba chiquitica? Yo, al fin, salí de su padre, cada día era más delincuente. Cuando no estaba en la cárcel, era aquí, dándome golpes a cualquier hora. Y sin motivo.
—¿Te separaste de él...?
—No. Le echaron veinte años, por estafa continuada. Y yo desconecté de él. Que se pudra en la cárcel. Por hijoputa y descarao le pasó. Mira, mira, todavía tengo las cicatrices y las marcas de la última entra de palo que me dio.
—Siempre fue un tipo cabeza loca.
—Sí, Julia, no las pensaba. Y si esa niña sale al padre..., no quiero ni pensarlo.
—Vas a sufrir muchísimo.
Casi no se veían, pero chismorreaban de todos modos. Fui al frente hasta la casita del chofer. Toqué en la puerta. No contestaron. Seguí tocando con los nudillos. El tipo respondió con voz de sueño:
—Ya voy, ya voy.
Pasaron diez minutos y el tipo no salía. Pegué el oído a la puerta. No había ruidos. Pensé que se habían dormido de nuevo y volví a tocar fuerte en la puerta. Ahora respondió la mujer. Me pareció furiosa:
—¡Ya, ya! Quédense tranquilos y no jodan más. ¡Ya vaaaaa!
Pero no salieron. Pegué el oído a la puerta. Los escuché suspirando, sofocados, y la cama chirriaba. Ya terminaban. Fue un palo rápido, en diez minutos. Las mujeres son muy inteligentes: nada de soltar al tipo para la carretera con ganas de templar. La leche se queda en casa.
Unos minutos después el tipo salió muy serio. Era un hombre importante en el barrio. Los demás andaban a pie o en bicicleta. Sólo dijo «buenos días». Se montó. Arrancó el motor y nos abrió la puerta. Julia y yo subimos y nos acomodamos. El viaje era largo. Le pregunté al chofer:
—¿A qué hora estaremos en La Habana?
—Eso depende.
—¿De qué?
—Imagínate..., nunca se sabe.
—¿A cómo sale esto?
—Veinte pesos por cabeza.
Cogí cuarenta pesos. Se los alcancé. Los agarró sin decir palabra. Los guardó. Me senté de nuevo. Ya Julia se había recostado y dormía con la boca abierta. Pensé: «¡Cojones, que felicidad!»
No pegué los ojos en todo el trayecto. Jamás puedo dormir cuando viajo, y mucho menos en aquella guagua que parecía un carretón de caballos. El chofer recogía a todos en la autopista. En algún momento calculé noventa personas hacinadas. No había un centímetro cúbico libre. Saqué cuentas. Noventa por veinte. Dos por cero cero. Dos por nueve dieciocho. Mil ochocientos pesos. Más los que subieron y bajaron entre pueblos de tramos cortos, que pagaban a diez pesos, se puede redondear a dos mil doscientos pesos. La empresa le exige que pague sólo por los pasajes con asientos. Los conté. Veinticuatro asientos, por veinte. Doscientos ochenta pesos. Dos mil doscientos menos doscientos ochenta son mil novecientos veinte. Está bien. Mil novecientos veinte pesos de ganancia neta. Sí. Es un tipo importante en el barrio. La policía revisó dos veces. La primera vez tuvimos que bajar todos a la carretera. Registraron con cuidado cada paquete. Se llevaron preso a un tipo porque llevaba una bolsa con cuatro kilos de café en grano. La segunda vez que registraron, un poco más adelante, no encontraron nada prohibido. Me entretuve con el paisaje. Es muy bonito. El amanecer y todo eso en la gran sabana. Llegamos a la capital del paisito a las diez de la mañana. Está bien. No había pegado un ojo en toda la noche. Me sentía mareado por la falta de sueño. Cogimos otra guagua y nos fuimos para la casa.
En cuanto llegamos abrí todas las puertas y ventanas para airear la casa. Había calor y humedad en exceso. Le pedí a Julia que hiciera un poco de silencio.
—¡Yo tengo que limpiar la casa! ¡Esto es un asco!
—No, Julia, por tu madre. No limpies ahora. Déjame dormir un rato o me va a estallar la cabeza.
Me tiré en la cama. Me puse una media sobre los ojos. Todo quedó a oscuras y me relajé. Sonó el timbre del teléfono. Julia contestó y me llamó:
—Es para ti.
—¿Quién es?
—No sé. Una mujer.
Cogí el teléfono. Era una mujer muy alegre, en plan de conquista:
—Dígame.
—Ay, qué voz de sueño. ¿Estabas durmiendo?
—Sí.
—¿A esta hora?
—¿Quién habla?
—¿No me conoces?
—No.
—Ay hijo, qué patiseco estás. ¿Qué te pasa? ¿Te va mal con Julia?
—Tengo sueño. ¿Quién eres?
—Martica, mi amolll, que rápido se te olvida la gente.
—¿Qué Martica?
—Martica Sugnol.
—Ah, sí, coño, es que te pierdes y reapareces como los fantasmas.
—Estuve navegando un año y cuatro meses. Acabo de regresar.
—¿Y te vas cuándo?
—Están reparando el barco, así que demoro unos cuantos meses en salir. Ven para acá. Tengo deseos de verte.
—No puedo.
—Julia te tiene cogido por el narigón.
—No es eso. Tengo sueño.
—No te hagas de rogar, chinito. Ven pa'cá. Tengo muchos deseos de verte..., de verte en cueros y con la pinga pará, jajajá.
—Martica, no dormí anoche y tengo dolor de cabeza.
—¿Y eso? ¿Una orgía o un velorio?
—Ni lo uno ni lo otro. Te llamo mañana y nos vemos.
—Bueno. Estás un poco trágico hoy. Me parece que la vejez te está agarrando.
—Puede ser. ¿Y a ti qué te agarra? ¿La juventud?
—Bueno, cuando nos veamos ya verás. Estoy haciendo aeróbicos y pesas. Si me ves, te babeas.
—¿Ya no estás gorda y culona?
—Culona sí, pero de gordura nada. Eso es subdesarrollo. Ahora estoy en la onda europea y la modernidad: vegetales, frutas, ejercicios y cremas, jajajá. Parezco una negra africana, de esas ricachonas, mujeres de los coroneles, jajajá.
—Bueno, me alegro.
—¿Cuándo nos vemos?
—Te llamo mañana.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Bueno, un beso. Chau.
—Chau.
Martica tiene cuarenta y seis años y la vitalidad de una niña de doce. Es camarera en un barco de containers. Nos conocemos desde hace muchos años y tenemos sexo pragmático e intermitente. Me cuenta sus historias a bordo. Un día se me ocurrió decirle que su vida en el barco es una novela erótica de primera categoría. Desde entonces me persigue. Quiere ser protagonista. Es algo así como la cantimplora de los sedientos marinos en alta mar. Colgué. Caí en la cama como una piedra, y me dormí al instante.
Cuando desperté escuché a Julia hablando con la vecina. Es una señora muy vieja, vive sola y está aterrada porque se acerca un ciclón. Sólo oigo fragmentos. Me quedo tranquilo, escuchando. Hablan muy bajo, para no despertarme. No oigo. Me levanto. Oh, me duele la rodilla izquierda de nuevo. Voy hasta la cocina y me trago una aspirina con agua. Me duelen dos filtraciones en unos empastes de las muelas.
La rodilla, las muelas, el virus del mes pasado, tengo menos semen, con alto nivel de acidez y solo sesenta por ciento de supervivencia. Tuve que dejar el tabaco definitivamente porque la falta de aire era terrible. Los pliegues y arrugas en la cara aumentan. En fin, cincuenta años. ¿Qué sucederá a los sesenta? ¿Llegaré allá? Hago café y pienso una y otra vez: «Tienes que aceptarte y agradecer. Tienes que aceptarte y agradecer. Tienes que aceptarte y agradecer.» Me trago otra aspirina con el café y mentalizo: «Todo va bien, nene, todo va bien.» Pero algunas neuronas se mantienen en guardia y filtran unos flashazos: «Todo va mal, nene, todo va mal.» Le pregunto a Julia y a la vecina si quieren café. «Sí, por supuesto», me dice mi adorada mujercita. Les llevo un par de tazas y regreso a la cocina rápidamente. La viejita ya dejó el tema del ciclón y sus temores. Ahora enjuicia a los vecinos. Todos son inmorales, indecentes, putas, maricones, borrachos, gusanos, tortilleras, estafadores, ladrones. Todos son un desastre. Menos ella. Jamás habla de su propia vida. Trabajó treinta años como oficial de los servicios secretos. Y su vida es un secreto. Por supuesto. Ahora lleva diez años jubilada. Su hija y sus nietos la tienen completamente abandonada, como si no existiera. No resisto su visión autoritaria y enjuiciado ra. Una vez me dijo con mucha satisfacción: «Mis subordinados me tenían miedo. Conmigo tenían que estar derechitos como una vela. Y mi marido también. Yo lo llevaba con la rienda cortica. A mí no se me va nadie de la mano.» No me explico cómo Julia puede hablar tanto con ella. Me asomo por la ventana para hacer tiempo. Creo que estoy un poco ansioso. No sé por qué. Tengo deseos de salir corriendo y beberme una botella de ron de un solo trago. De templarme a una negra culona como Martica Sugnol, pero dándole latigazos, de fumar un tabaco, de salir nadando Malecón afuera hasta que me coman los tiburones. ¡¡Cojones de pinga, me asfixio en esta casa!! ¡¡¡Necesito darle latigazos a alguien, un navajazo, boxear al duro, meterle cuatro balazos a un hijoputa en la cabeza, aahhgggggü!
A los veinte años yo creía que la vida era infinita e inagotable y se podía obtener todo, hasta extremos ilimitados.
Ahora, treinta años después, al fin entiendo cómo es: hay que concentrar mucha energía en un solo punto, como un rayo láser. Y eso lo alcanzan muy pocos. Cada día está diseñado para desenfocarlo a uno. Hasta que uno se pierde y ya ni sabe dónde está ni por qué llegó hasta aquí ni cómo fue.
Bajé corriendo las escaleras. Fui hasta la ronera de la calle Lagunas y compré una botella. Regresé al edificio y me encontré en el lobby con Gaspar, un viejo amigo, fotógrafo profesional. Excelente. Un tipo brillante en su trabajo. Está muy gordo y vestido como un yuma. Nos saludamos:
—¡Gaspar! ¿Qué haces por aquí?
—Coño. Qué bien que te encuentro. Quería verte, pero subir esa escalera no es fácil.
—Yo subo y bajo sin pensarlo. Son ocho pisitos nada más, jajajajá. Es que te has puesto muy gordo, Gaspar.
—La buena vida, acere. Tú sigues flaco igual que siempre.
Subimos la escalera. Gaspar llegó a la azotea ahogado y sin aire. Se refrescó un poco. No aceptó ron. Quería hacer unas fotos del crepúsculo y después tenía que ir a un cóctel en el Hotel Nacional. Presentaban una nueva revista de turismo.
—Gaspar, estás metido de lleno en la buena vida. ¡Qué bien! Me alegra mucho.
—Esto es lo mío. La publicidad, el turismo y la bobería. Gano buena plata, no me busco problemas, nada de política, me codeo con gente de dinero, con extranjeros...
—¿Dejaste el periodismo por completo?
—Totalmente. Hace tres años. Ahora vivo como nunca, acere. Con la política y el periodismo te mueres de hambre porque los únicos que muerden el bacalao son los que están arriba.
—Es una lástima.
—¿Qué cosa?
—Aquel ensayo que hiciste...
—Chico, no me hables de eso porque no quiero recordar esa etapa de mi vida, ni aquellas fotos.
—Vamos a preparar un libro y...
—¡No, no, no! Ni me metas a mí en la candela ni te metas tú, acere. Olvida aquellas fotos. Mira, te voy a decir: entre el noventa y uno y el noventa y seis yo hice, por lo menos, cinco mil o seis mil fotos de los años peores en La Habana. Llegó un momento en que estuve a punto de romper la cámara contra el piso, montarme en una balsa y salir echando de aquí. Estaba asqueado de todo. Hasta de mí mismo, por hacer esas fotos.
—Es que tú vivías en aquel solar, en medio de la candela.
—Y el hambre y la miseria de mis dos hijos, de mi mujer, ¿te acuerdas de que yo parecía un esqueleto? Si insisto en aquellas fotos me vuelvo loco, o termino en una balsa, o suicida, no sé.
—Pero guarda los negativos, quizás algún día...
—No, no. Olvídate. No me voy a decidir. He pensado quemar esos negativos y al carajo.
—No hagas eso, chico.
—No tengo alma de mártir, acere. Es mejor olvidar y no caer pesao y buscarme problemas. Mira, ahora voy a hacer unas fotos del crepúsculo sobre La Habana y mañana me pagan al cash doscientos faitos por una sola foto de éstas. ¡Hay que aprender a vivir, acere!
—Bueno, si tú lo dices.
—Lo mío ahora es vivir bien. Para mí ya no hay crisis ni hambre. El que se quedó en la crisis y la miseria, que se joda o se corte las venas. Hace dos años que ni paseo por Centro Habana. Nada de miseria.
—¿Quieres un trago, Gaspar?
—No te pongas bravo conmigo, acere.
—No estoy molesto. Tú y yo somos amigos desde hace veinte años.
—¿Para cuándo lo voy a dejar? ¿Para la próxima vida? Se vive una sola vez.
—Bueno, ya deja eso. Date un trago de ron.
—No, no. Estoy trabajando. Nada de ron.
—Estás hecho un profesional de primera, Gasparcito.
—Te vas a reventar el hígado con esa mierda de ron. Eso es muy malo.
El sol se escondía en el mar con todas las gamas de naranjas, grises, rosados. Era un espectáculo. Gaspar tomó unas cuantas vistas y nos despedimos.
Julia se puso a limpiar la casa frenéticamente, como una loca. Echaba cubos de agua, baldeaba, barría. Parecía una máquina acelerada a supervelocidad. Cuando limpia al borde de la histeria es mejor dejarla sola. Bota agresividad. Escuchó todo lo que me dijo Gaspar. No quiero provocar sus comentarios hirientes. Estoy en la terraza, mirando la ciudad y el mar y la noche, intentando poner la mente en blanco y bebiendo pausadamente. Julia deja la limpieza y se me acerca:
—Te voy a decir una cosa, porque si no hablo me reviento.
—Yo sé lo que vas a decir.
—Haz lo mismo que Gaspar.
—Julia, por favor.
—Te lo digo por tu propio bien. Dedícate a la pintura nada más y deja esos libritos.
—¡Julia, cojones! Sigue limpiando y déjame tranquilo.
—Te lo digo porque te quiero. ¡Aunque tú no lo creas!
Entré en la casa. Puse «Red House», de Jimy Hendrix, a todo volumen, llené el vaso hasta el borde, con ron sin hielo, y regresé a la azotea. A mirar la noche y el mar oscuro y la noche.