CAMINANDO BAJO LOS ÁRBOLES

Camino por una avenida sombreada con árboles viejos y enormes, siempre verdes. Una zona tranquila de la ciudad, casi soporífera. Todas las casas tienen jardín y garaje. Las construyeron sesenta años atrás. Están arruinadas y abandonadas a su suerte, como todo. Hay poca gente. Voy despacio. No hay prisa. Entonces vi un pequeño anuncio: «Vendo libros y revistas antiguos». Está escrito con lápiz, con una letra temblorosa y fea, sobre un trozo de cartón. Cuelga de una ventana. La casa alguna vez fue hermosa y espléndida. Ahora se ve maltrecha.

Abrí la verja. Me llevó tiempo porque la aldaba es pesada y complicada. Atravesé unos pocos metros de un jardín muy descuidado, invadido por la maleza. Toqué el timbre. No funcionaba. Di unos golpes con los nudillos en la puerta. Unos perros empezaron a ladrar frenéticamente dentro de la casa. Abrieron apenas una rendija. Era una señora muy gorda y tan alta como yo. Quizás tenía un metro ochenta, con un rostro apacible, excesivamente amable y sonriente. Le dije:

—Buenos días.

—Buenos días.

—¿Puedo ver los libros que vende?

—Sí. Entre.

Abrió un poco más la puerta. Los dos perros ladraban desaforados y pugnaban por salir. Ella se las arregló para que yo entrara y ellos no salieran. Eran pequeños, con un poco de pelo sucio y la piel cubierta de llagas purulentas y apestosas. Ladraban incesantemente y daban saltos a mi alrededor, pero no mordían. Quizás amenazaban o se sentían amenazados. No sé. Entré y la señora me hizo pasar a un pequeño recibidor a la derecha de la sala principal. Era una casa grande, con todas las puertas y ventanas herméticamente cerradas. Todos los muebles, cortinas, lámparas, ceniceros, adornos, cojines, todo, absolutamente todo, provenía de los años cuarenta. Era una casa de la clase media de esa época.

Me senté en una butaca desvencijada. En una mesilla a mi derecha había un montón grandísimo de revistas Life. Manchadas, rotas y remendadas con cinta adhesiva. Al parecer las habían releído millones de veces. El número que estaba encima tenía la foto de una rubia de perfil, y a su lado: «Eva-Marie Saint, estrella de la película Waterfront. 16 de agosto de 1954».

Frente a mí, junto a la pared y entre dos ventanas, había un anaquel bastante grande con miles de revistas viejas colocadas de cualquier modo. A simple vista se veían cientos de Selecciones y Popular Mechanics. Todas muy manoseadas, algunas rotas y sin cubierta, manchadas de agua. A mi izquierda había un sofá, tan destrozado y sucio como mi butaca. Sin embargo, conservaba sobre los brazos y en el respaldo unos viejos tapetes tejidos a crochet, que alguna vez fueron blancos.

Lo peor de todo era el olor repugnante a perros sucios que comen cosas podridas. Pensé: «Voy a ver los libros rápidamente y salgo corriendo de aquí.» Los perros callaron cuando me senté. Se echaron en el piso, frente a mí, y cerraron los ojos. Una pequeña radio estaba conectada y daban una novela. Era una Phillips antigua, con cubierta de madera, y le habían añadido una bombilla roja muy grande. No sé para qué. Seguramente se apagaba cuando desconectaban la radio. Estaba sintonizada en una emisora especialmente estúpida y se oía el rumor del narrador de la novela. Yo lo conocía personalmente. El tipo tenía una voz gruesa y potente, que colocaba bien abajo. Se consideraba un macho seductor. Ponía la voz bien grave y leía poemas de amor y cosas ridículas. Trabajé algún tiempo en aquella emisora. No sé cómo se las arreglaba aquel tipo para leer siempre cosas picúas: «Ella se acercó amorosamente a Eduardo, le dio un beso leve en su mejilla calenturienta, debido a la alta fiebre que padecía, y se alejó de la cama de puntillas, sin hacer ruido, para no despertarlo. Su amor de madre sacrificada y abnegada la encadenaba de por vida al más infeliz y desgraciado de sus hijos. Ella presentía que la enfermedad del pobre Eduardo era incurable. Hasta hacía poco era un joven deportista, sano y alegre, ahora se veía cruelmente postrado en aquella cama...»

Entonces percibí que la mujer, de unos cincuenta años, tal vez más, me esperaba a mí, parada junto a la puerta corredera, entre la sala principal y el recibidor. Sonreía tontamente, en silencio, se rascaba la barriga a la altura del ombligo —quizás tenía sarna, como los perros— y me miraba. Yo estaba noqueado por la peste abominable de los perros, por los ladridos que recién habían cesado, y por el melodrama imbécil de Eduardo y su madre.

Me repuse y la miré. Hice un gesto para ponerme de pie y decir algo. Los dos perros se lanzaron contra mí, ladrando a más no poder. Ella me indicó que me sentara de nuevo. Lo hice. Automáticamente se callaron.

—Es que son fox terrier y están entrenados para cazar zorras.

—¿Zorras?

—Sí, son legítimos. De raza pura, con pedigree.

—Ahhh... ¿Y cazan zorras? ¿En Cuba?

—No, no. Es que están muy nerviosos. Me robaron hace poco. Los ladrones les dieron puntapiés y los golpearon mucho.

—Ahhh..., ¿puedo ver los libros?

—Sí. Yo se los traigo. No se mueva de aquí.

La gorda se fue. Me quedé solo con los perros y con el novelón de Eduardo y su madre. Yo atravesaba un período de intolerancia total. Y eso es terrible. Tenía que controlar el deseo de entrarle a patadas a los perros hasta matarlos. Y romper el radio contra el piso. Esas etapas son muy dañinas. A veces logro rebasarlas un poquito y entro en fases de serenidad. Entonces la gente cree que yo soy un tipo noble y generoso de nacimiento.

Permanecí inmóvil todo el tiempo. La vieja gorda se demoraba mucho. Bueno, no era exactamente vieja, pero ya me lo parecía. Seguí esperando, como un monje tibetano en meditación. Y respirando muy leve para no tragarme aquella mierda que flotaba en el aire. Al fin regresó. Traía tres libros en las manos. Sólo miré las portadillas. Eran textos de Derecho, editados en Madrid en 1912 y 1911.

—No, señora. Esto no.

—Se los puedo dejar muy baratos. Están forrados en cuero y son muy finos. Eran de mi tío, que llegó a ser secretario del ministro de Hacienda. Cuando Prío Socarrás.

—Yo busco algo de literatura. Algo más...

—Ah, sí, sí. Hay de todo. Espérese un momento.

Caminaba pesadamente. Era muy gorda y enorme. Quizás pesaba ciento cincuenta kilos y tenía más de sesenta años. Marchó de nuevo al fondo de la casa. Desde mi butaca no se podía ver nada. Sólo un pedazo de pasillo, muy oscuro, pero veía que en la pared habían pegado unos carteles enormes de películas norteamericanas de los cuarenta. Apenas se adivinaban. El recibidor donde yo estaba era el sitio más iluminado de la casa. Tenía tres grandes ventanales, con vidrios gruesos y esmerilados que dejaban pasar la luz desde el jardín. Seguí inmóvil, escuchando la jodida novela, que se ponía más y más picúa a medida que avanzaba. Ahora la novia de Eduardo lo abandonaba y al tipo se le escapaban unas lágrimas silenciosas. Detesto a los cretinos que escriben esa mierda, y a los cretinos que la escuchan.

La gorda se demoraba mucho. Quizás diez minutos. Volvió con un libro en cada mano: una edición en inglés de Ivanhoe y The Talismán. Editada en New York, sin año impreso. Y el método de Oliendorff para aprender francés, editado por Appleton and Company, Chicago, 1911. Polvorientos y roídos por unas polillas plateadas, que caían sobre mí como sardinas diminutas. Me levanté rápidamente, para sacudirlas al piso, y los perros ladraron muy furiosos. Me senté de nuevo. Los perros se callaron. Devolví los libros a la gorda:

—No, no. ¿Puedo pasar a ver sus libros?

—Yo se los traigo. No se apure.

—¿A cómo los vende?

—Depende. Hay cosas muy buenas que he vendido a cinco pesos cada uno, pero normalmente los vendo a un peso.

Los regalaba. Ni lo pensé:

—Mire, señora, no pierda el tiempo. Le compro el lote completo. A un peso cada uno.

—Eh..., no, no, qué va..., no puede ser.

—¿Por qué no? Déjeme pasar. Los contamos. Vengo dentro de una hora con un camión. Me los llevo y pago al cash.

—No me gusta vender así. Quiero venderlos de uno en uno. Poco a poco.

La miré fijamente. Tenía una expresión demasiado apacible y tranquila. No podía ser cierto. Me preguntó:

—¿Usted se dedica a ese negocio?

—Me dedico a cualquier negocio, señora. Lo mío es comprar y vender.

—¡¿Sí?! Oh, qué bien. Venga acá. ¡Venga, venga!

Estaba entusiasmada. Me levanté de la butaca y los perros empezaron a ladrar como dos locos. Me amenazaban en los tobillos pero no mordían. Salimos del recibidor, atravesamos el hall y el pasillo. Me fijé en los carteles de cine. Eran tres. Dos de películas de guerra y uno del Oeste. Sucios y grasientos. Me pareció que uno tenía a John Wayne de cowboy, disparando con dos Coks. Quizás era Gary Cooper. Llegamos a un comedor amplio. A un lado estaba la cocina, con una puerta abierta que daba al patio. Hacia atrás había varias habitaciones con las puertas cerradas. El olor a perros apestosos lo impregnaba todo. Me fijé en los cacharros de la cocina, los muros agrietados del patio, las paredes y puertas demasiado mugrientas. Al menos hacía cincuenta años que allí no entraba un vaso o un plato nuevo. Todo estaba detenido en el tiempo, cochambroso y grasiento. La gorda hablaba aún más suavemente. «Con una voz aterciopelada», diría el narrador imbécil de la radio. Me mostró una cabeza de mujer, envuelta en un pañuelo batido por el viento. Era una pieza hermosa, realizada en cerámica gris. Me dijo que era francesa. Por la puerta de la cocina comenzó a entrar la voz de la vecina. Cantaba un bolero. Totalmente desafinada: «... y me lo dijo el corazón, no sé luchar contra el amor, por eso te espero hasta el finallllll..., te esperooooooo, te esperooooo, no me hagas sufrir más, te esperooooooo, y si después ya no quieres, me marcharé lejos, muy lejos, mi amollllll, muy lejos...». La mujer cantaba con una voz chillona y me pareció que inventaba aquella letra y pegaba una frase tras la otra. Los perros seguían ladrando y la gorda no se daba por enterada. Actuaba con una parsimonia increíble. Me preguntaba dulcemente si me gustaba la pieza. Pensé que pasaría el día tragando sedantes. Le dije:

—Sí, es muy bonita.

—Me ofrecían cien dólares. Pero me han dicho que en Europa puede valer hasta dos mil dólares. ¿Por qué la gente será tan codiciosa?

—Pero hay que llevarla hasta Europa. Aquí la Aduana no la deja sacar.

Siguió hablando. Me decía que necesitaba dinero para comer. Pensé que si comía más se pondría mucho más gorda y reventaría. Me mostró un cuadro al óleo. Un bodegón con frutas y mariscos. Y un juego de vasos fabricados con vidrio soplado en Escandinavia. Yo seguía escuchando a la vecina que cantaba. Los perros ladraban un poco más bajo. Quizás se habían cansado. La vecina chillaba y desafinaba. Y la gorda hablaba muy bajo. Tenía la voz lenta, pero educada y serena. Y una sonrisa apacible. Al parecer nada podía sacarla de quicio. Me dijo:

—He vendido todo poco a poco.

—¿Usted vive sola?

—Sí. Mis padres murieron y tengo un hermano en Estados Unidos.

—Y usted se acostumbró a vivir sola.

—No me he acostumbrado, no. Llevo casi treinta años sola, pero no me acostumbro.

—Mucho tiempo, señora. En treinta años se pueden hacer muchas cosas.

—Yo lo he vendido todo.

—Bueno, señora, tengo que irme. Vengo en otro momento.

—Cuando usted desee. Sí, sí. Venga cuando guste.

Me moví hacia la puerta. Los perros arreciaron los ladridos y yo seguía respirando lo menos posible. La gorda se me adelantó y abrió un poquito la puerta. Apenas lo suficiente para que yo pudiera salir. Uno de los perros intentó escapar y ella volvió a cerrar. Me quedé sorprendido. Ella me dijo:

—¡Regáñelo! A mí no me hacen caso.

—¡Ehhh!

—¡Regáñelos! A los dos. Dígales que no pueden salir. Tiene que regañarlos fuerte.

Me aproveché. Estuve a punto de darles unos cuantos puntapiés y partirles el espinazo:

—Eh, oigan, no jodan más. Tranquilos, ya. ¡Échense ahí y no jodan más, cojones! Échense al piso. ¡Al piso, cojones, al piso, a ver!

Los perros se callaron y se echaron, aplastados contra el piso. Me sentí muy bien. La gorda se sorprendió por la andanada que solté, pero abrió la puerta sin perder tiempo. Salí al portal, intenté despedirme. No. Ya había cerrado. Uf, qué alivio.

Di unos pasos y atravesé el portal. Bajé tres escalones, hasta el jardín, y respiré profundamente. Me llené bien los pulmones. Una, dos, tres veces. Ah, qué bien, aire puro. Dentro de la casa había un silencio total. Tampoco se escuchaba a la vecina, que debía de seguir con su bolero al otro lado del muro.

Caminé unos cuantos pasos. Llegué a la verja. Me concentré para recordar cómo se abría aquella aldaba tosca y pesada. Exactamente frente a mí, en la calle, sonó un golpe seco. Miré y había un hombre tirado en el asfalto, junto a la acera, enredado en una bicicleta retorcida. La rueda trasera de la bicicleta se había doblado por completo. Lo golpeó un auto moderno, color marrón, que se alejaba a velocidad. El tipo se levantó del asfalto y miró con estupor al auto que huía. Hizo un gesto con los brazos, como interrogando: ¿Qué sucedió? Al fin logré comprender el mecanismo de la aldaba. Había que alzarla y al mismo tiempo hacerla girar hacia fuera. Era simple e ingenioso. Abrí la puerta. Salí a la acera y no supe qué decirle al tipo. Yo también quedé totalmente bloqueado por el estupor. Era un hombre muy delgado, de unos cuarenta años, y por la ropa parecía albañil o algo así. No podía hablar. Yo tampoco. Desde la acera del frente cruzaron tres o cuatro personas apresuradamente. Detuvieron un auto que pasaba en dirección contraria por la avenida. Le gritaron que había un herido. Cuando lo movieron para ayudarlo a subir vi que en la cadera izquierda, por la parte inferior de la nalga, tenía el pantalón desgarrado. Por allí salía sangre muy roja y espesa. El tipo no podía apoyar esa pierna porque le bailaba, como si no fuera de él. No habló. Lo montaron en el auto y alguien dijo:

—¡Llévenlo al hospital!

El chofer preguntó:

—¿A cuál?

Nadie supo responder. Uno dijo:

—Al cuerpo de guardia de Maternidad.

—¿A Maternidad?

—Maternidad de Marianao. No sé. Aquí no hay más hospitales. O al Pediátrico.

El tipo seguía mirando a su alrededor con estupor. No podía hablar. En el asfalto, junto a la bicicleta retorcida, había un charco de sangre muy roja y espesa. Respiré profundo. Al fin había aire puro a mi alrededor. Cerré los ojos con fuerza y respiré bien profundo. El auto partió con el tipo herido. Di un último vistazo a la sangre y a la bicicleta inutilizada, y seguí caminando bajo los árboles. Ahora iba un poco más aprisa.