NADA HEROICO

El calor y la humedad me ahogaban. Eran las cuatro o las cinco de la tarde. El sol estaba muy alto y hacia el sur se formaba una tormenta. Joseíto hablaba sin parar de su negocio en el agromercado de Cuatro Caminos. Siempre repite lo mismo:

—Los guajiros venden muy caro y nosotros tenemos que ganar algo.

Y yo también digo lo mismo:

—Joseíto, el final de la historia es que hay que pensarlo cuatro veces para comprar una pina. Es como si uno fuera a comprar un carro del último modelo. Todo el dinero se va en comida.

—Todo está caro, no es sólo la comida.

—Bueno, sí. Mira cómo tengo los zapatos. Y no me atrevo...

—Ahora sí estás hablando como es. Todos los precios están disparados pa' arriba: comida, ropa, zapatos. Todo, los precios son de Japón y los salarios de Haití.

Joseíto es ingeniero civil. Hace años que dejó su profesión. Gana mucho más con un puesto de frutas y vegetales en el agromercado. Y ésas son nuestras conversaciones. Un poco aburridas: el dinero no aparece, el dinero que no alcanza, el dinero.

A nuestro alrededor había mucha miseria. Joseíto vive en una casita pequeña, en la calle Esperanza, a dos cuadras del mercado. Convirtió la sala, de tres por cuatro metros, en almacén de frutas y vegetales. Siempre hay peste a frutas podridas. Los ratones, las cucarachas y las moscas invaden su casa. Su mujer resiste. No habla. No tienen hijos. Ella nunca pudo parir. Ahora tiene cincuenta años, igual que Joseíto, pero se mantiene atractiva. Joseíto está gordo y barrigón. Es una mujer amargada y silenciosa. Sabe que Joseíto tiene romances con otras mujeres, sobre todo con las pelandrujas vendedoras del mercado. Pero no le queda más remedio que aguantar en silencio. No tiene otra opción.

—Bueno, Joseíto, préstame la cámara y esos tarecos. Me voy.

—¿Te vas a tirar esta noche?

—Sí. Y mañana y pasado. Si pican te traigo algo.

—Tú no te dejas caer, acere. Pareces un niño.

—Yo estoy normal. Tú eres el que te has puesto gordo y viejuco.

—¿Viejo yo? ¡No jodas! Si tengo la tranca como una espada. Todos los días me paso por la chágara a una jeba.

—Sigue tomando jengibre y huevos de codorniz en la fonda de los chinos. ¡Te vas a morir con esas puticas!

—Jajajá, al contrario. Me dan vida, jajajá.

Fuimos hasta el patio de la casa. Joseíto es un tipo jodedor y simpático, pero muy organizado. Lo tiene todo ordenado en un closet: una cámara de neumáticos de tractor, grandísima, bien enrollada y protegida con grasa de lubricación, los nylons, anzuelos, plomadas, carretes, cebos artificiales, todo bien colocado en una bolsa de loneta.

Su mujer trabaja en la máquina de coser. Hace camisitas de niños, shorts, gorras, lo que le pidan, y los vende. No me miró. Las mujeres tienen un sexto sentido. Siempre la he mirado con deseo. Joseíto y yo somos amigos desde la universidad. Ella nunca estudió. Era un poco torpe. Le gusta coser y estar siempre en la casa. Joseíto siempre en la calle. Los tres nos conocemos desde muy jóvenes. Desde fines de los años sesenta. Los años heroicos. A veces nos encontramos en el mercado, nos sonamos unos cuantos buches de ron, y Joseíto me dice:

—Tengo ganas de que me llegue el bombo con la visa pa' Yuma, acere. No aguanto más esta jodienda y esta miseria. Pero no creas que me voy a quedar en Miami. No, no. Pa' 1 Norte. Pa' la nieve. Para no ver un cubano jamás en mi vida.

—Estas revirao, Joseíto. Tú, que eras comecandela en los años heroicos.

—Sangre, sudor y lágrimas, jajajá, me engañaron como a un niño chiquito.

Saludo a su mujer de lejos, desde el patio, a través de la ventana donde ella cose:

—Buenas tardes, ¿qué estás haciendo?

—Buenas.

—Cuando hagas gorras me avisas para comprarte una.

No me contestó. Ni levantó la vista de la máquina. Nunca he sido simpático para ella. Cargué la bolsa al hombro. Pesaba un poco. Joseíto me acompañó al portal. Nos dimos un apretón de manos y me fui. La tormenta tenía el cielo cerrado por completo y los truenos se oían mucho más fuertes. Ahora había un vapor aún más caliente, sin un poquito de brisa. Igual que una sauna. El sudor me corría hasta por los huevos. Este es un barrio muy pobre. Peor que el mío. En Centro Habana al menos pasan turistas y la gente se las arregla para venderles algo, estafarlos, robarles, lo que sea y como sea. Siempre se les quita algún dólar. Pero los turistas no entran en las profundidades del infierno. Prefieren tomar las fotos desde el Malecón. Es una gran aventura observar el terremoto desde la periferia y evitar el epicentro.

Salí caminando por Esperanza hacia Cuatro Caminos. Es un barrio sólo de negros. No sé por qué. No se ven blancos. Están todos sentados en la acera y no hacen nada. En una esquina, frente a la panadería, hay una mulata con el brazo izquierdo enyesado. Golpea a un niño de doce o trece años. Le da muy duro por la cabeza. Usa el brazo escayolado como si fuera un garrote. Lo golpea y le grita. El muchacho soporta los golpes y la mira retadoramente a los ojos. Sin pestañear. Y no llora. Debe de ser su madre, y está preñada. Tiene una barriga pequeña, de pocos meses. Golpea al niño con mucha furia y le grita. El muchacho soporta sin hacer un gesto. Aprieta los labios y no baja la vista. Ella le grita:

—¡Llora! ¡Llora!

El tipo no llora. Es un muchacho muy fuerte. Ya se le hinchan los músculos y el rostro se le pone cuadrado. Empieza a ser hombre y aguanta las lágrimas. Ningún hombre llora en la calle, delante de todos. Ni aunque lo maten a patadas. Ella seguía golpeándolo con mucha furia. Podía partirle el cráneo. Se ponía más y más histérica y le gritaba:

—¡Llora, cojones, llora!

Seguí caminando con mi bolsa. Los truenos se oían fuertes y muy seguidos uno del otro. Llegué a Cuatro Caminos y fui hasta la parada de la guagua. Esperé un rato. Comenzó a llover. El asfalto evaporó las primeras gotas de lluvia. Arreció rápidamente y llovió mucho más fuerte. Salía un calor tremendo de la calle. Lo sentía en mi cara. Era una sauna cabrona. Llovió más. Con un viento sur que metía el agua en los portales. Y al fin empezó a refrescar. Qué alivio. Llovió muchísimo, con ráfagas de viento y rayos y truenos. Las mujeres se persignaban. La calle se inundó en pocos minutos. La calzada de Diez de Octubre y todas las calles aledañas tienen el alcantarillado tupido. El alcantarillado y lo demás. Todo lo tienen tupido y después de estas lluvias torrenciales algunos edificios se desploman. Es una zona folklórica. Muy folklórica.

Pasaron dos guaguas atiborradas de gente. No pararon. Me fui a pie, caminando bajo los portales y mojándome un poco, en dirección al Malecón. Caminaba y me entretenía mirando a las mujeres de esa zona. El barrio le baja la moral al más duro, pero estas mujeres están diseñadas para levantarle todo a uno. Casi todas son chusmas, bullangueras, vulgares y depravadas. Algunas van un poco mejor vestidas y sobresalen. Lo que más me gusta es que todas son diferentes, como me decía una amiga española: «Diviértete ahora porque cuando seáis homogéneos, como en Europa, te aburrirás mucho.»

Yo miraba a las mujeres y pensaba que no existe la mujer ideal. No existe nada ideal. Todo lo que alguna vez aspiró a ser ideal fue aplastado por el espíritu de la época: vértigo, caos, dinero y confusión. ¡Mierda, cojones!

Cuando llegué al Malecón ya no llovía. Fui hasta la ponchera del Trucu para inflar la cámara con el compresor de aire. El Trucu es mi amigo de muchísimos años. Juntos hemos cogido muy buenas curdas:

—¿Vas a pescar esta noche, acere?

—Sí, Trucu, voy a aprovechar la corrida.

—Uh, y cómo están picando. Mis socios del edificio fueron anoche y agarraron siete pargos grandísimos.

—Coño, está bien.

—Sí, pero ellos fueron en una cachucha de remos. Tú, con esa cámara, estás embarcao.

—Bueno, aunque sea uno o dos saco pa' fuera.

Subí a mi azotea. Me vestí con una ropa muy vieja. El Trucu me ayudó a llevarlo todo hasta los arrecifes y me lancé al agua. Oscurecía lentamente. San Juan sería el sábado 24 de junio, pero la corrida siempre comienza ocho o nueve días antes, con la luna llena, hasta el cuarto menguante. El agua estaba fría y revuelta después del aguacero. Me calcé las aletas, me acosté boca arriba en la cámara, con los pies en el agua, y salí pateando hacia el veril.

El pargo de altura se concentra allí, en la línea que hace el bajío y el mar profundo. Hacía mucho que no pescaba. Cinco o seis años. Durante algún tiempo viví de la pesca, en una cámara como ésta. La noche entera con el culo en el agua. Los huevos se enfrían y se acalambran. Es uno de los oficios que prefiero olvidar. Es más fácil pintar y vender los cuadros y escribir mi autobiografía. Al menos no me mojo el culo ni me da artritis.

Me alejo bastante de la costa. Con las aletas el movimiento es lento. Se hizo de noche y oscureció mucho. Aún no había luna. Me entretuve mirando hacia la costa. La Habana es muy linda con las luces y todo el mar negro delante de uno. La he mirado así cientos de veces, flotando en el mar, a quinientos metros de la costa. Y siempre me gusta. Entonces me acordé de los tiburones. Uno sabe que está solo y los tiburones siempre pueden merodear. De repente mis pensamientos se cortan: un buque enorme está casi encima de mí. No lo vi acercarse. ¿Cómo es posible? Avanza en la oscuridad y navega con pocas luces. Se lanza sobre mí a toda velocidad. Es gigantesco. Parezco una hormiga flotando delante de un elefante. Sin percibirlo me había metido en el canal de entrada del puerto. El buque sale. Los motores están en la popa, debajo del puesto de mando y de los camarotes. En la proa no se oyen. El barco avanza implacable y silencioso. Sólo oigo el leve rumor de la proa picando el agua y formando remolinos. Les doy a las aletas y a las manos como nunca en mi vida. Un golpe de adrenalina inyectó mis músculos. Logro separarme tres o cuatro metros y en un segundo ya la proa está rebanando el sitio donde yo flotaba. Sigo dándole fuerte a los pies y a las manos. La succión de la propela me tragará si me quedo tan cerca del casco. Seguí alejándome. Más, un poco más. Estoy a veinte metros. Todo sucedió en pocos segundos. Ahora el barco se interpone entre la costa y yo. Es un buque tanque y sale muy oscuro del puerto. Sólo la torre de mando y los camarotes, en la popa, están bien iluminados. Es enorme. Puede tener doscientos metros de largo, y navega vacío. La línea de flotación sobresale ocho metros sobre el agua. Las propelas también están un poco afuera, revuelcan el agua y forman espumaraje. Miré hacia arriba. En la tercera cubierta, recostados a la barandilla, van dos marineros, beben cerveza directamente de las botellas. Me vieron y me dijeron adiós alegremente. Me pareció que se besaron en la boca y me miraron de nuevo, riéndose. No estoy seguro y sigo mirando fijamente. Sí. Lo repitieron. Se besaron de nuevo. Se abrazan y se acarician, mirándome. Me llaman con la mano y se masajean por encima de los pantalones. Están alegres y se divierten. El buque se alejó rápidamente. Me quedé solo de nuevo, flotando en el mar negro y tranquilo. A lo lejos, en el veril, se veían las luces de toda la gente que pescaba pargos. Fui dándoles a las aletas sin prisa. Preparé un nylon con dos anzuelos grandes y cucharas plateadas. La carnada buena son las sardinas frescas, pero de noche las cucharas parecen sardinas. Fui soltando el sedal y acercándome al veril. Cuando llegué a la línea del bajío, salía la luna por el este. Inmensa y naranja. La noche se iluminó. El aire y el agua tomaron un leve tono azul. Sobre el veril habían anclado tres yates de la high life. Hermosos yates. Veinte o treinta lanchas de motor. Otras veinte o treinta cachuchas de remos, mucho más modestas. Y finalmente, cincuenta o sesenta tipos como yo, flotando, con el culo en el agua.

Aleteé un poco y me alejé todo lo más que pude. No me gusta la promiscuidad para pescar. El veril es larguísimo, pero los pescadores tienen la cabrona costumbre de acercarse cuando ven que en algún sitio están picando. Hay que saber lo que uno hace. El pargo de altura viene a comer los peces pequeños y de colores que viven en los arrecifes del bajío. Lo importante es saber eso, conocer por dónde va la línea del veril, colocar los anzuelos en ese sitio, moverlos un poquito arriba y abajo y esperar con paciencia y fe a que el otro cometa un error y se trague la cuchara, creyendo que saborea una sardina. Así se encaja el anzuelo hasta el buche.

A la media hora picó uno. Le di tres o cuatro metros de cordel. El tipo haló y tragó. Se enganchó bien el anzuelo y le dije:

—Bueno, compadre, te jodiste porque te vas a cansar. Y yo no tengo apuro.

Y empezamos a trajinar. Nadó hacia abajo y se metió a lo profundo. Si encontraba una cueva me podía joder porque el filo de las rocas corta el nylon. Bajó sesenta brazas por lo menos. Tenía tremendo susto y seguramente nadaba temblando de miedo. Ya presentía que se había metido en una lucha a muerte. Aún me quedaba mucho nylon en el carrete, pero tenía que aguantarlo un poco. Lo frené suave, sin brusquedad, y le dije:

—Recuerda que tienes un gancho de acero ensartado en la garganta, nene, ya no eres libre. Eres mío. Ven. Sube. Sube, nene, que ya eres mío.

El tipo cedió un tin. Casi nada, pero sentí que quería coger un respiro. No. De eso nada. Empecé a recoger y lo traje lentamente hacia mí. Era un animal pesado. A veces se dejaba arrastrar, pero continuamente daba tirones para soltarse. No podía. Tenía el anzuelo bien trabado. Cuando se vio en la superficie y sintió el agua tibia, se asustó. Dio un tirón y bajó de nuevo a buscar profundidad. Tuve que aflojarle el nylon. Pero lo contuve un poco. No mucho. El tipo ya nadaba nervioso y sin rumbo. Perdía el control. El pánico en él era un punto a mi favor. Buscaba desesperadamente un refugio para encuevarse. Le dije:

—Eso es lo que tienes que hacer: nada sin rumbo. Cánsate, cabrón, cánsate bien y afloja. Ríndete, cabrón, y no busques más porque no hay cuevas en todo esto.

Yo tenía el control en mis manos: ni estaba nervioso, ni tenía un anzuelo enorme enganchado en la garganta, desgarrándome el alma, ni me halaban para obligarme a salir de mi lugar, ni tenía que buscar una cueva para hacerme fuerte. Nada de eso. Todo estaba a mi favor. Yo tenía el poder. El poder absoluto. Cuando uno tiene el poder total crece mucho el hijoputa que todos llevamos dentro.

Me sentí alegre y triunfador sobre el imbécil sin cerebro que tenía enganchado en mi anzuelo. Y me reí a carcajadas mientras le gritaba:

—Dale, cabrón, dale. Acaba de morirte que ya vas pa' fuera.

Pero el pargo es fuerte y luchador. Y es astuto. Lo mismo sucede con la picúa y la aguja, son hábiles y batalladores. No se rinden enseguida ni se debilitan. Un pargo de altura puede batallar durante una hora y al final logra cortar el nylon y se escapa. Con la boca destrozada pero huye. Así se me han escapado unos cuantos. Si no tragan bien el anzuelo, el pescador tiene todas las de perder. Pensé en todo eso, y le dije:

—Ya, compadre, se acabó el jueguito. Vamos pa' fuera.

Empecé a recoger pita y preparé el palo. El tipo se había cansado. Actué rápido. Recogí pita y el animal cedió, sin fuerzas. De pronto salió del agua entre mis piernas. Rápidamente agarré el palo y le asesté un macetazo muy fuerte en la cabeza. Dio un solo coletazo y se quedó tranquilo. Lo saqué del agua. Temblaba un poco y boqueaba, pero sin aletear. Eran los últimos estertores de la muerte. Entonces, prac, se aflojó y se quedó tranquilo. Ya, adiós. Su almita subió al cielo y yo me quedé con los despojos. Soltaba sangre porque le abrí la cabeza con el garrotazo. Era grandísimo. Tenía alrededor de ocho o nueve kilos de peso y casi un metro de largo. Me lo tiré encima y salí aleteando rápido hacia la orilla. En el veril hay tiburones y huelen la sangre a mucha distancia. Lo mejor es no provocarlos. Hay que escapar a tiempo. Lo mío era sencillo, nada heroico: agarrar un pez como éste cada noche durante la corrida del pargo y tratar de mojarme el culo lo menos posible.

Sólo hay que tener precisión, porque la cosa es un poco misteriosa: los pargos se acercan al veril por miles, en la primera noche de luna llena de junio. Están ahí nueve o diez días y de nuevo regresan al océano profundo cuando comienza el menguante. Así cada año. Quizás vienen a la orilla a aparearse, o a desovar. No sé. Los pargos lo tienen todo bien calculado entre ellos, y no fallan en las fechas. Me asombro cada vez que lo pienso.

Me costó mucho subir la escalera con el pargo, la cámara y la bolsa de lona cargada de tarecos. Al fin llegué. Tuve que tocar el timbre. Julia había pasado todos los pestillos por dentro. Vive aterrada. Piensa que le van a robar y a matarla. Me abrió dormida y de mal humor. Le pregunté la hora. No me contestó. Ni miró el pargo. Se acostó de nuevo. Salí a la terraza y en pocos minutos lo limpié, le corté la cabeza, lo dividí en ruedas y lo metí en el freezer. Me bañé. Bebí un litro de agua helada y miré el reloj: la una y cuarenta y cinco. Qué bien. Hice muchas cosas en poco tiempo. Bebí más agua y me acosté junto a Julia. Roncaba. Estuve un rato oyéndola. Abrí los ojos. Por las persianas abiertas entraba la luz de la luna. Miro al techo. No tengo sueño. Estoy excitado tal vez. Lo bueno ahora sería que Julia me gustara mucho y me pusiera duro el rabo al oler sus axilas. Un buen palo es un sedante. Uno descarga y ya. A dormir como un oso. Ah, pues no. La oigo roncando groseramente. ¡Parece un camionero, cojones! Y me pongo de mal humor. Yo venía feliz con mi pargo, me acuesto junto a esta mujer y ya estoy irritado y con deseos de darle un empujón y sacarla de la cama.

Me levanto. Miro el reloj de nuevo. Las dos y diez. Voy a la azotea a tomar fresco y a despejarme un poco. No hay brisa. Calma chicha. El Morro lanza su chorro de luz, un borracho canta a voz en cuello en el Malecón. Las calles desiertas. Todo es simple. Momentos de placer y momentos brutales. Se alternan. Y eso es todo.