EL PUÑAL CHINO
Mi vecina lleva años encerrada en su pequeño apartamento. Se ha puesto un poco morbosa. Sus únicas conexiones con el mundo son el televisor, el teléfono y unos pocos minutos de conversación diaria conmigo. Tenemos los patios comunes, es decir, compartimos la azotea del edificio.
Además de la incomunicación y el aislamiento, parece que su vida es excesivamente sórdida. Todo en estos tiempos es sórdido, pero en ella se agrava. Demasiada pobreza, demasiada soledad, su hija jamás la llama. Lucha contra la depresión y el deseo de abandonarlo todo. Creo que mi vida también es un poco sórdida y sin sentido. Quizás es sólo aburrimiento, días monótonos y una buena dosis de melancolía, que me inyectaron cuando aún era un espermatozoide. A veces pienso que la época y el lugar son sórdidos para todos. Ha sido un proceso de años: desde el caos y la confusión hasta la sordidez y el absurdo. Terrible.
Pero yo, al menos en teoría de estadísticas, tengo un poco más de futuro. Ella tiene setenta años. O setenta y pico. Yo cincuenta. Se supone que puedo vivir con esperanzas de algún cambio para mejorar. Ella sólo espera el silencio y la noche.
Hoy me llama como siempre. Me da una taza de café. La noto más apesadumbrada que de costumbre. O más descontrolada:
—Ojalá nunca te veas solo. No te imaginas lo odioso que es vivir solo. Tú tienes mucha suerte, porque Julia es una buena mujer y te quiere mucho.
No le contesto. Cada quien sabe lo de él. Prefiero estar solo que mal acompañado, pero me lo trago y pienso fugazmente en una pistola y un balazo en la sien de Julia.
Me alejo mentalmente, pensando todo eso. Mi vecina siguió hablando. Enviudó hace siete años. Desde entonces concentra en mí toda su energía porque su hija decidió cortar definitivamente. Un día —la última vez que la visitó— me llamó por el patio y me dijo: «No soporto a mi madre, es un desastre. Una dictadora.» Hace años de esto. Jamás volvió. Cuando de nuevo le presto atención, me habla de su sobrino:
—Me ha llamado tres o cuatro veces en estos días y dice que piensa suicidarse, que ya no merece la pena vivir.
—¿Y eso por qué?
—Le cortaron una pierna, se acomplejó y botó a su mujer. Está viviendo solo y tiene pensamientos muy negros.
Me gustó eso: «pensamientos negros». Nunca se me había ocurrido.
—Es muy joven, tiene cincuenta y siete años.
—¿Eh?
—Que es muy joven.
—Ah, sí.
—Yo lo animo y le digo que es muy joven. Para darle ánimo, pero con una pata de menos... está jodio. Y sigue con el alcohol.
Seguí pensando en los «pensamientos negros». Me gustaría indagar dentro de ese tipo. Enterarme de cómo son esos pensamientos.
—Dice que ella salía mucho y que tenía otro hombre desde que él se quedó medio inválido. Se puso celoso y amargado.
—¿Por qué le cortaron la pierna?
—Ya te dije: diabetes. Y sigue bebiendo. Si dejara de beber puede rehacer su vida.
—Si bebe al duro todos los días, no puede rehacer nada.
—Ay hijo, no digas eso.
—No, no, quiero decir...
—Es verdad, yo sé que es cierto. Pero no puedo desalentarlo. Todo son desgracias en la familia. La madre de él está paralítica en una cama. La tía con una esquizofrenia aguda que sólo reacciona con electroshock, el otro hermano mío...
—Dicen que las enfermedades se las atrae uno mismo.
—No lo creo. Mi familia es muy buena y noble. Y ya tú ves que todo es un desastre.
Era imposible pararla. Cuando coge por el caminito de los lamentos no hay quien la aguante. Tomé el café. Me gustan más sus conversaciones cuando me habla de los agentes de la CÍA que vivieron en este edificio y de la planta de radio que tenían en el sótano. Otras veces me habla de las operaciones encubiertas en que participó en los servicios secretos. Llegó al grado de capitana. A veces se le suelta un poco la lengua y me dice:
—Yo he contado millones de dólares. Todo estaba muy compartimentado, pero yo sabía que ese dinero iba para bla, bla, bla,...
O cuando en los años cincuenta era sirvienta y cocinera en la casa de una espía nazi y de cómo trataron de asesinarla en 1953, y ella la salvó porque no quería ser cómplice. La alemana había sido amante de Chiang-Kai-Shek, y espía en la corte de ese señor, en Formosa. Algún día escribiré una novela con las aventuras de mi vecina. Pero cada cosa a su tiempo. Ahora me podría tostar demasiado en la hoguera de los herejes. Y no puede ser. Tengo que cuidarme el pellejo.
En fin, hoy está demasiado depresiva. Eso es contagioso. Me levanté para irme, pero todavía me retiene para comentarme un accidente ferroviario de ayer, en el que murió un cantante muy popular. Sabe en detalle cuántos muertos y cuántos heridos graves, etcétera.
Al fin logro irme. A veces la admiro por su enorme capacidad de resistencia. Es demasiado estoica. Vive como una monja de clausura, con diez dólares al mes de jubilación. Y sigue aguantando. Cierro bien mi casa y me voy al Calvario. Hace más de un mes que no veo a mi madre. En los últimos días me ha llamado varias veces con pretextos tontos. Eso significa que está ansiosa y necesita verme y hablar un poco conmigo.
Dos horas después estoy con ella. Y se repite la historia. Hoy es el día de los muertos insepultos y las tragedias sin solución. Primero me hace un inventario del Apocalipsis entre los vecinos: el camionero del frente, que la mujer lo abandonó y él se ha hundido poco a poco. Ya no tiene trabajo y bebe todo el día. La negra vieja de al lado, con el hígado endurecido y el vientre inflamado. Debe de ser cáncer. Le queda poco para morirse. La familia de al lado: se mueren de hambre literalmente, pero tienen miles de pesos escondidos porque la codicia los devora. La otra señora de más allá, amargada desde que su marido se ahorcó, pero en el barrio dicen que la avaricia de ella lo llevó a robar sin medida hasta que el hombre tuvo que ahorcarse.
Por ahí sigue. Con todo detalle. Sus notas incluyen algunos muertos que se le aparecen a cualquier hora. Lo describe todo con tanta precisión que la creo. Parece que sí ve a esos muertos inquietos. Si me sucede a mí me cago. Literalmente. Con mierda y todo. Ella no. Lo asume con una naturalidad total.
Pero habitualmente evita el folklore espiritista y regresa a las tragedias. Es como un radar para los desastres. Me habla de primos y tíos con sus vidas arruinadas por el alcohol. De otro al que sus hermanas —muy educadas y políticamente correctas— dejaron en la calle al quitarle la casa heredada de los padres. Aunque los padres aún no han muerto, ya ellas lo resolvieron todo, para ir adelantando. Otro primo que dirige algo y hace comentarios políticos por televisión parece que se está volviendo loco. Otra de sus sobrinas, con el marido muriéndose de cirrosis hepática, sobrevive nadie sabe cómo, en medio de una pobreza atroz, en su pequeña casita en el campo.
Todo es real. Yo sé que no inventa ni exagera. La familia es grandísima y todo está arruinado y en situación límite. Soporto dos horas. Al fin no puedo más y reviento:
—¡Cojones, vieja, me vas a volver loco! ¡No me hables más de tragedias! ¡Que se mueran de hambre, que se vayan pa' Miami, que tumben al gobierno, yo no sé! Yo también tengo veinte problemas y no se los digo a nadie.
—Ay hijo, no son tragedias. Es que la vida se ha puesto así. Hay una pobreza muy grande y no hay de dónde sacar dinero y...
—Ya, ya. ¡Cojones! ¡Ya! Esto es un infierno. ¡Vengo para acá huyéndole a mi vecina, que es una vieja diabólica, y tú eres peor!
—Ay hijo, que Dios te perdone. Yo soy tu madre, no me digas diabólica.
Y se le salen las lágrimas. Llora como una niña. Hasta con mocos. La dejo que llore y se desahogue. Voy hasta el jardín. Me siento a la sombra del framboyán. Necesito un trago. Pienso ir a buscar un poco de ron. Tengo tanta rabia que me dan deseos de meterme unos cuantos pescozones yo mismo. En eso veo a Daymí. Pasa caminando pausadamente por el frente. Me gusta esa mujer. Es alta, delgada, morena, con el pelo muy negro. Una mujer silenciosa, de treinta y dos años. Nunca sonríe. Tiene un rostro varonil, parece un muchacho. Me gusta mucho. Su expresión es plácida y serena, como si jamás pudiera alterarse. Lo que más me gusta son sus pies. Tiene unas piernas muy hermosas, pero sus pies son grandísimos y fuertes, largos, musculosos, con grandes dedos y grandes uñas. Usa el cuarenta y dos. Yo uso el cuarenta y seis. Se lo he dicho:
—Me apasionan tus pies. Si fueras mi mujer escribiría un poema sobre tus pies.
—No te creo.
—¿Por qué?
—Estos pies no son de mujer. No consigo ni zapatos, tengo que mandarlos hacer.
—Eso no es un problema. Me gustan muchísimo.
—Te estás burlando. Son pies de hombre.
—Me gustan. Me excitan tus pies.
Bajó la vista. Un poco apenada tal vez. Es de esas mujeres que hablan poco o nada. Trabaja en cafeterías y pequeños restaurantes. Tiene un hijo de cinco años. Su marido está en prisión, con una condena de doce años. Ha cumplido cuatro. Lo agarraron en Camaguey, en una casa donde había coca. Dijeron que él traería un paquete para La Habana y que le pagaban dos mil dólares por el trabajito. Al parecer Daymí se mantiene fiel. Si tiene algún amante, es con demasiada discreción. La llamo y voy hasta ella:
—¡Daymí!
Se detiene y me mira muy seria. No le gusta que la aborde en el barrio. El marido se entera de todo, aunque esté en la cárcel. Me han dicho que el tipo se ha amargado mucho y desconfía hasta de su sombra.
—¿Cómo estás, Daymí?
—Bien. Oye, estoy apurada y no tengo tiempo. Se me hace tarde.
—¿Adonde vas con tanta prisa?
—Guille tiene visita hoy.
—Y pabellón después, porque vas lindísima. ¿Toda la noche?
—Sí, hasta las seis de la mañana.
—Qué suerte tiene tu marido. Toda la noche contigo.
—Es mi esposo y tenemos un hijo.
—¿Cuándo me aceptarás una invitación, Daymí? Aunque sea para una cerveza. Si aceptas, te escribo el poema.
—¿Qué poema?
—El poema de tus pies.
—Ah, ¿tú sigues con lo mismo? Eres un burlón y te gusta reírte de mí, por eso no te hago caso.
—Por nada del mundo me reiría de ti. Con tus pies te sucede lo mismo que a mí con la calva. A muchas mujeres les gusta mi calva y yo no lo creo.
—Sí, es verdad.
—¿Te gusta mi calva?
—Ehhh, ohh... Me confundes. Tú me envuelves y ya ni sé lo que digo.
—Yo no te envuelvo. Yo te adoro. Cuando me dejes besar tus pies y regalarte un ramo de flores y ese poema, te vas a sentir como una reina. La Reina del Calvario. Y una reina no va a una prisión. Yo voy a ser tu rey...
—Ya, ya. Tú estás loco y me confundes. Ningún hombre habla así.
—Porque yo te hablo con el corazón. Los demás hablan con el cerebro.
—No puedes estar bien de la cabeza. Me voy, me voy, adiós.
Y siguió apresurada. Pero iba herida.
—Hasta luego, Daymí. Vete, no importa. Yo tengo mucha paciencia.
Caminaba aprisa, turbada, mirando al piso, sin levantar la vista. Siempre me ha parecido un poco torpe. O simple. Me gusta eso.
Regreso al jardín y me siento de nuevo bajo el framboyán. Estoy indeciso si comprar ron y un par de tabacos o esperar a más tarde. Mi madre sale de la casa. Ya olvidó su escenita dramática. Trae un pequeño puñal chino en la mano. Es una réplica perfecta de una espada samurai. Lo compró muy barato a principios de los sesenta. Debe de tener doce centímetros de hoja y cuatro de mango. De acero inoxidable, con un filo implacable y mortal. La funda y el cabo son de marfil tallado. Es una pequeña joya, pero los vendían como si fueran baratijas. En esa época los chinos hacían grandes cosas para el futuro. Por ejemplo, concluían apresurados la bomba atómica. No le daban importancia a un detalle mínimo como este puñal.
Siempre ha estado guardado entre las sábanas y las toallas, en el armario del dormitorio de mis padres. Me gusta. Se lo he pedido muchas veces y me lo ha negado. Ahora viene sonriente, con el puñalito en la mano. Pero lo retiene y se sienta a mi lado.
—Te voy a regalar esto. Tu siempre lo has querido y..., total, yo cualquier día me muero.
Me lo da. Lo examino. Es muy peligroso. Tiene una punta y un filo terribles.
—¿Este puñal era de mi padre?
—Era mío.
—Con esto se mata a cualquiera. Y sin sangre. Este tipo de hoja cierra la herida cuando uno saca el puñal.
—Por eso lo compré. Para no mancharme con la sangre, y tener tiempo de huir.
—Ah, no jodas, vieja, ¿de qué estás hablando?
—De una puta. Ese puñal lo compré para matar a una puta. Ya te lo puedo contar.
—No me digas que la mataste y la tienes enterrada por ahí.
—La iba a matar y a tirarla al río. Pero se asustó tanto que se desmayó delante de mí.
—Ahhh, ya sé. ¿Alguna de las putas con las que andaba papi?
—Sí, pero con aquélla ya era demasiado. Y me iba a joder el matrimonio. No podía ser. Yo no iba a permitir que me abandonara, con dos niños pequeños, por una puta de mierda.
—¿Quién era?
—Tú no sabes, eso fue en el sesenta y uno.
—Yo tenía once años. Y siempre estaba con él, en el Sloppy Joe's Bar.
—Tú eras buen camaján también. Lo veías con todas esas putas y nunca me decías nada.
—Yo no veía nada, jajajá..., por esa época me enamoré de una puta que pasaba frente al bar todas las tardes, jajajá. No se me ha borrado de la mente jamás en la vida. ¡Qué linda era, cojones!
—Saliste a tu padre, cabrón. El por lo menos supo conservar el matrimonio y su familia, pero tú...
—Soy un desastre, ya lo sé.
—Ahhh, bueno..., cógete el puñal. ¿Para qué recordar cosas desagradables?
—No, no. No me dejes así. Hazme el cuento.
—Nada, ella era bonita y na', una gallina vieja, con tremendas espuelas, y yo tenía que parar aquello.
—¿Y la amenazaste? ¿Tú fuiste al vallú?
—Ella trabajaba en una tienda de ropa, a una cuadra del río. Un día la velé y, cuando cerraron a las siete, la sorprendí. La agarré de un brazo y le dije: «Vamos conmigo que tenemos que hablar.»
—¡Cojones, vieja, estilo mafia! ¡Tú eres durísima!
—Jajajá, se asustó tanto que empezó a temblar y a sudar frío. Y cuando estuvimos en la orilla del río, saqué el puñal y le dije: «No voy a hablar mucho. O dejas tranquilo a mi marido o te voy a partir el corazón a la mitad, y te voy a tirar al río, pa' que te coman los tiburones. Te voy a desaparecer, cabrona.»
—¡Cojones, vieja, pero tú estabas loca!
—Si tu padre me dejaba con ustedes dos chiquitos, ¿qué hacía yo? ¿Nos moríamos de hambre? Gracias a ese puñal tú y tu hermano se criaron como personas decentes.
—¿Qué hizo la mujer?
—Se echó a llorar. Lágrimas de cocodrilo. Las putas lloran fácil, y me dijo que no lo iba a ver más. Yo le dije: «Eso no es así. Lo dejas de ver y te buscas otro. Que yo te vea con otro. Te tienes que exhibir por todo el barrio con otro y que él se desencante de ti. De verdad que te mato, cacho de puta. Yo soy una fiera defendiendo lo mío.» Y ahí mismo se desvaneció. Perdió el conocimiento y se cayó al piso. Yo me fui.
—Yo no sabía que tú eras tan guapa.
—Era guapa. Tu padre siempre tenía tres o cuatro putas entre manos. No le bastaba con tener una mujer decente en la casa. Si él no cuidaba a su familia, la tenía que cuidar yo.
—Bueno, eso ya pasó. Tranquilízate que te va a dar un infarto.
Se quedó pensativa y me dijo:
—Sufrí mucho cuando mis padres se separaron y la familia se deshizo. Nos quedamos en la miseria. Con mi matrimonio y con ustedes no podía suceder lo mismo.
Me quedé mirando el puñal y pensé que tal vez por eso mi padre fue un hombre melancólico y silencioso. Vivía entre dos mundos.
—Bueno, vieja, gracias por el regalo. Ya. Olvida las tristezas. Voy a darme unos tragos al bar.
—¿Vienes a comer?
—Sí. Esta noche me quedo aquí y mañana regreso a mi casa.
—Ten cuidado en el bar. En este barrio cada día hay más delincuentes.
—Okey.
En el bar están los borrachitos de siempre, y una radio atormentando con música. Demasiado ruido. Compré media botella de ron y un tabaco y me fui. Di un rodeo para no regresar a la casa de mi madre. Fui hasta el pequeño cementerio del Calvario, en una colina, en las afueras del barrio. Eran las seis o las siete. Atardecía. A un costado del cementerio hay unos árboles que dan buena sombra. La hierba crece alta, y nadie me ve. Me senté allí tranquilo. No quería molestias ni gente conversando a mi lado. A unos cincuenta metros corre la autopista sur de circunvalación de la ciudad. Bebí y fumé tranquilamente y en silencio. Me recosté en la hierba y me dormí. Tuve un sueño profundo. Cuando desperté, la noche era muy oscura y el cielo completamente estrellado. Bellísimo. Por la autopista pasaban pocos carros. Casi ninguno. Me quedé acostado sobre la hierba, mirando las estrellas entre los árboles, y con una sensación interior de lejanía y serenidad.
Entonces recordé un atardecer en mayo, hace más de veinte años. Yo trabajaba en los pantanos de Batabanó, al sur de La Habana. Había un crepúsculo hermoso y yo caminaba por un terraplén, entre los arrozales. De pronto unos patos verdiazules comenzaron a levantar vuelo desde las lagunas y los pantanos a mi alrededor. Graznaban y volaban en círculos amplios, subiendo más y más. Otros patos se unían, graznando. Cientos de patos. No sé cuántos. Quizás dos mil o tres mil. Se organizaron en un triángulo. Una bandada enorme. Siguieron volando en círculos, ascendiendo sobre mi cabeza y llamando a los otros. Me sorprendí. No sabía que pueden volar tan alto. Al fin se orientaron hacia el nor-noroeste y se fueron. Con ellos se llevaban los pichones que habían nacido aquí. Los jóvenes no se imaginaban qué larga y qué dura sería la travesía. No sabían que los más débiles perderían la vida en el camino. Fue un espectáculo bellísimo y jamás lo he visto de nuevo.
Cuando eso sucedió, las cosas para mí eran más fáciles, o más sencillas. O los tiempos eran mejores. O la gente necesitaba muy poco para vivir. Algo así. No sé bien. Quizás sólo era yo más joven y no sabía tanto, o no pensaba demasiado. Ahora comprendo mucho más. Ver en profundidad es un gran inconveniente. Puede ser letal.
Metí la mano en el bolsillo. Toqué el pequeño puñal chino y pensé que no había escape posible. Todo podía ser terrible. Pensé que el amor es un sentimiento inusual en esta época caótica. Ojalá que en el futuro la gente aprenda a no inyectarse tanto odio y rencor unos a otros.
Me reí de mí mismo. ¿Quién me creía? ¿Buda o Jesucristo? La gente va a seguir igual siempre. Cerré los ojos y vi de nuevo todos aquellos patos, graznando, con sus colores bellísimos, brillando en la luz dorada del crepúsculo. Volando con alegría y libertad. Volando sobre mi cabeza.