ALGO QUE ME HAGA SALTAR
Sucedía algo terrible. Unos caballos desbocados me atacaron con mucha furia. Me mordían y me pateaban brutalmente. También había perros. Como lobos. Perros muy fieros que me mordían. Tenían intenciones asesinas y me arrastraban por el polvo. Yo sentía sus cascos pateando mi cráneo. Querían reventarme la cabeza. Y aquellos lobos clavaban los colmillos y arrancaban pedazos de mis brazos. De repente un resbalón y caigo escaleras abajo. Caigo en el vacío, me precipito en el aire. Desciendo a mucha velocidad. Desperté asustado, desesperado y respirando como un loco. Abrí los ojos. Me senté en la cama. Ufff. Bien. Sí. Ya pasó. Me toqué los brazos. Esperaba encontrar sangre y las heridas de los colmillos. Sí, ya, ya. Julia duerme a mi lado y estoy en El Calvario. Estamos en El Calvario, en casa de mi madre, pasando el fin de semana. Ya recuerdo. Mañana es domingo. No. Hoy es domingo. Debe de estar a punto de amanecer. Anoche bebimos un poco y nos acostamos tarde, quizás a la una o a las dos de la madrugada, medio borrachitos. Me levanto, voy a la cocina. Como siempre, hay cucarachas paseando y se esconden cuando enciendo la luz. Tomo agua. Apago la luz. Voy al baño y orino mientras miro por la ventana abierta. En el tejado de los vecinos, a pocos metros de mí, hay un tipo agachado que se mueve adelante y atrás. Lo observo con calma. La noche es clara y sólo veo su perfil recortado contra unos árboles de mango y aguacate que hay más allá. Sí, es un hombre. Termino de orinar. La sacudo bien y la dejo que cuelgue. Estoy desnudo. Me acerco a la ventana. Sí, no hay dudas, es un tipo joven y delgado que se mueve adelante y atrás, como si mirara algo en el patio de los vecinos y de nuevo se escondiera. Debe de ser un ladrón o un pajero. Sin pensarlo le grito:
—¡Sal de ahí, hijoputa, ladrón, pajero, descarao! ¡Sal de ahí! ¡Te voy a cortar la cabeza, espérate que tengo un machete y te voy a cortar la cabeza!
Giró la cabeza lentamente y me miró. Era un gato. No se movió de su sitio. Siguió imperturbable y miré mejor. Me pareció que destripaba un ratón o un pájaro y lo devoraba pausadamente. Con los gritos desperté a mi mujer. Me dijo, muy asustada:
—¿Qué pasa? ¿Un hombre en el tejado? ¡Ay mi madre! ¡Ven para acá! ¡Ten cuidado! ¡Puede tener un arma! ¡Ven, ven!
Me dio pena defraudarla y hacer el ridículo. Lo había escuchado todo. No le contesté. Volví a la cocina. Tomé agua y le alcancé un vaso a la cama. Lo bebió de un golpe. Seguía asustada. Y me preguntó:
—¿Ya se fue? ¿Huyó?
—Sí. Salió corriendo por los tejados.
—¿Sería un ladrón?
—O un pajero. No sé.
—¡Ay Dios mío! Ese es el problema en estos barrios de orillas. Hay muchos delincuentes y viciosos. —En Centro Habana es peor, Julia.
—No lo creo. Estos barrios de orilla...
—Ya, ya pasó. No le digas nada a mamá para que no se asuste.
Así era mejor. Si le decía que era un gato, iba a empezar con lo de siempre: «¡Estás nervioso! Ya hasta ves visiones de noche. Cada día estás peor. No escribas más para que se te refresque la cabeza.»
Mi madre dormía en el sofá, en la sala. Nos deja el cuarto y la cama grande a nosotros. Ni se enteró. Se empastilla tres veces al día: cuando despierta, al mediodía y antes de acostarse. Toma una gran cantidad de estimulantes, sedantes, tranquilizantes, equilibrantes. Tiene una gaveta con todas las píldoras bien clasificadas y ordenadas, como si fuera una colección de sellos de correo. Anoche, además, tomó unos cuantos vasos de ron mientras hablaba conmigo y con Julia.
Miré el reloj. Cuatro y veintisiete. Me acosté de nuevo. Saqué la cuenta. Había dormido..., vamos a suponer, desde la una y media..., menos de tres horas. Me sentía cansado pero no tenía sueño. Había mucho calor. Toqué a Julia. Sudaba. Me da asco. Los dos dormíamos completamente desnudos y con la ventana del cuarto abierta. No corría aire. Nada. Julio y agosto son insoportables. La casita de mi madre es un cajón asqueroso, sucio y polvoriento, con peste a humedad y cucarachas y sin ventilación. Me recuerda una cloaca. Ella siempre fue limpia y escrupulosa, pero la vejez es abominable. En mayo o junio, no sé bien, cumplió setenta y cinco años. Ya no tiene fuerzas ni ánimos para limpiar ni para nada. Se concentra demasiado en las vidas arruinadas y en los desastres ajenos y sobrevive hasta que Dios quiera. Reza todos los días a sus santos. Supongo que pedirá dinero y salud. Nunca le he preguntado. Enciende velas y pone flores. Tengo que preguntarle qué pide. Los santos son inflexibles. Si pide dinero y cosas materiales no le prestan atención. Es una vieja tradición de ellos. Nada material en las plegarias. Sólo espiritual. Y mi madre es bastante pragmática. Dudo que sus plegarias se refieran sólo a cosas espirituales. La preocupan mucho sus cuatro dólares mensuales de jubilación. Cree que la voy a dejar morir en la inanición. Me ve llegar y le parece que es el sol. Siempre llego con dinero.
Pensando todo eso me masajeo un poco y la tranca se me puso tiesa y gorda. Me masturbo. Suave. Con la punta de los dedos. Julia debe de estar despierta y no quiero que sepa que estoy excitado, pensando en la negra Ivon. Ahh, qué bien. Toco a Julia. Le pongo la mano en su sexo. La masturbo un poquito. Se moja:
—Ven. Clávate.
—¡No, no! Tú, tú.
—Ven tú y clávate, pa' que goces.
Hablamos en un susurro. A dos metros de nosotros está la sala y mi madre duerme. Esto es peor que una cueva. Se pone a horcajadas sobre mí y se clava ella misma. Apenas con dos centímetros dentro tiene el primer orgasmo. Tengo que taparle la boca con las manos porque se entrega y suspira. Se sofoca como una odalisca. En esa posición siempre se viene como una adolescente. Una y otra vez. Ella misma maniobra. ¿Quién dice que está en la menopausia? Sube, baja, bate hacia los lados. Se clava a fondo. Todo adentro: dieciocho centímetros. Ella lo hace todo. Y yo ahí, acostado boca arriba, tranquilo, con los ojos cerrados y pensando en Ivon. ¡Cómo me gusta esa prieta y cómo yo le gusto! Le encanta treparse a horcajadas sobre mí y tiene un orgasmo tras otro. Es escandalosa y grita y suspira. Tiene treinta y siete años, pero queda extenuada en cinco minutos. Cuando ya no puede más, la acuesto boca arriba, me trepo yo y me demoro una hora o más. Lentamente. Eso es lo bueno de mi edad: nunca tengo prisa y ya no busco, encuentro. La negra empató un gallego hace un año. Creo que es de Vigo. Ha engordado, la muy cabrona. Le saca bastante dinero y ha echado unas tetas y un culo de campeonato. Estaba delgada por hambre y yo creía que era por estética. El gallego se babea atrás de ella y le trae hasta botellas de orujo. Mejor dicho: me trae. El ni se imagina para quién carga el orujo. Ivon no bebe.
Con Julia no puedo templar tanto. No me excito bien. La dejo que tenga tres o cuatro orgasmos y ya. Me aburro. Cada día me gustan menos las blancas. Nos acostamos uno junto al otro. Sin hablar. Ni una palabra de amor. Apenas un par de besos desabridos. No sé cómo es posible que tenga tantos orgasmos. ¿Ella no percibe que esto ya se acabó? ¿No entiende que seguimos juntos por inercia y cuesta abajo? ¡Cojones, qué mujer más terca y persistente! Seguimos sudando como dos mulos. Hay un solo ventilador y anoche se lo dejé a mi madre. Me relajo todo lo que puedo. Tengo un charco de sudor en la espalda. Al menos esta noche no hay mosquitos. Julia ya ronca. Me dormí. Cuando desperté era de día. Miré el reloj. Las siete. Me levanté para hacer un café. Estoy pegajoso de sudar tanto anoche. Me visto con un short y salgo al patio, al aire fresco. A respirar de verdad. El aire dentro de la casita es malsano.
El barrio muy tranquilo. Es domingo y la gente duerme. Dentro de un rato tengo que salir a buscar algo para el almuerzo. Sólo hay dos huevos, arroz y frijoles negros. Mi madre tiene una pequeña cría de pollos criollos: dos gallinas, un gallo viejo y diez o doce pollitos. Todos encerrados en un corral. Si tuviera maíz podría tener cuatro veces más pollos. El corral es grandísimo. Bueno, en fin. Entro y hago café. Le llevo una taza a Julia a la cama. Despierto a mi madre y le alcanzo otra taza. Se queja:
—¿Por qué me despiertas tan temprano?
—Son más de las siete. Arriba.
—Eres igual que tu padre. No me dejaba dormir.
—Eso debe venir de mi abuelo.
—Tu abuelo era peor. Se levantaba a las cinco de la mañana. Decía que en Canarias lo acostumbraron desde niño.
—¿Y qué hacía a esa hora?
—Ordeñar vacas. Son costumbres del campo, hijo. Tú debías dormir más y descansar.
—Cuando me muera ya descansaré bastante.
—Ay Jesús, María y José, no digas esas cosas, muchacho.
—Debías tener una vaca en el patio. Por la mañana necesito un café con leche.
—Ay, hijo...
—Sí, ya sé. En este barrio nadie vende leche ni venden nada.
—Éste es un barrio de gente pobre.
—¿Y Centro Habana es de ricos?
—No, pero allí se mueve más dinero. Los barrios de orilla siempre son así..., humildes.
—Bueno, shhh, por la mañana uno no debe hablar tanto. Tómate el café.
Habla demasiado. Cualquier pretexto es bueno. Salí al patio y me senté bajo el framboyán. Me gusta mucho ese sitio. Al fresco. Oigo a mi madre hablando ahora con Julia. Me molesta tanta lata acabado de levantar. Tengo el cerebro embotado. Cierro los ojos y respiro profundo. Julia me trae otra taza de café:
—¿De verdad que te gusta este barrio? Yo no lo puedo creer.
—Sí, me gusta. Está a mitad de camino entre el campo y la ciudad. ¿Vamos a intentarlo?
—No, no. Ni me hables del tema.
Me dejó con el café y entró de nuevo en la casa. Nació en el campo. Ocho hermanos, con una pobreza atroz. Una vez me dijo: «Yo tenía cuatro o cinco años y todos los días cargaba unas latas enormes de agua desde el río hasta la casa. A los ocho años me fui para el pueblo con mis tíos y por eso pude estudiar. Tú sabes que mis hermanos son analfabetos. Únicamente muerta regreso al campo. Y sería en contra de mi última voluntad.» Y yo le contesté:
—Julia, conmigo sería distinto. Sería una casa moderna, con algunas comodidades.
—No seas bobo, chico. Despierta que estás en Cuba. La misma miseria que hay ahora la habrá dentro de veinte años y dentro de treinta. Esta mierda no se arregla con nada.
—Mente positiva, Julia, mente positiva.
—Si quieres irte al campo nos divorciamos y te vas para una loma o para el monte. Tú solo. O con otra mujer. ¡Conmigo no! ¡Y no me hables más del tema en el resto de tu vida!
Cuando se pone bruta es mejor dejarla tranquila. Pero lo pienso con toda seriedad. Cualquier día me divorcio. Consigo una casa por aquí, con un pedazo de tierra, compro dos vacas lecheras y hago una granjita. Lejos de tanta mierda.
Entré en la casa, me vestí y salí a la calle. Mi madre y Julia hablaban. Di una vuelta por el barrio. Había un tipo vendiendo mangos en una esquina. No. Estaban verdes. Le pregunté dónde venderían algo de carne. Me indicó una vieja pescadería arruinada, pintada de azul. Me aseguró que los domingos abrían hasta las doce del día. Fui hasta allí. Sólo había ancas de rana. Pequeñitas y flacas. No puedo comerlas. Hace muchos años me invitaron a una cacería de ranas toro. Era de noche y teníamos que estar todo el tiempo metidos en el fango y el agua, hasta las rodillas. Los dos que pescaban eran profesionales. Muy rápidos. Las agarraban vivas y de un tirón las descuartizaban en dos trozos: la parte de atrás iba al saco. El otro pedazo: cabeza, patas delanteras y un poco de tripas sanguinolentas, salía chillando. Saltaban, se arrastraban y se hundían en el fango. Había mucha peste a pudrición en aquellos pantanos. Eran los restos de las ranas. Vi hacer eso cientos de veces en tres horas. Los tipos eran algo así como campeones nacionales en caza de ranas. Le pregunté al empleado:
—¿Recibirán pescado hoy?
—¿Pescado? No, compañero, no. Estamos esperando croquetas. Y ya hay una cola afuera y tiene que marcar. Si forman relajo no despacho nada y las dejo pa' mañana.
No le contesté. Yo conocía las croquetas: unas bolitas de harina con un levísimo sabor a pescado. Salí. No los había visto: a pocos metros había un grupo de diez o doce viejos depauperados. Una vieja bretera y muy agresiva me dijo:
—¡Pa' las croquetas hay cola, compañero! Tiene que marcar en la cola. Nada de relajo, compañero, que nosotros estamos aquí desde las cuatro de la madruga.
No la miré. Cuando me agreden me pongo despreciativo. Salí caminando. Quizás aparecía algo con proteínas. Algo más creíble que aquellas croquetas morrongueras. Las proteínas siguen siendo un problema existencial y trascendental. Es como alcanzar el dharma. Salí a la Calzada de Managua. Nada a la vista. El barrio demasiado tranquilo. Una mujer vende café y dulces de coco. Tiene un pequeño puesto en la puerta de su casa: una mesa y encima la dulcera, un termo y unos cuantos vasos. Nos miramos y nos reconocemos al mismo tiempo. Es Zaida. Nos saludamos con cariño. Somos amigos desde jóvenes, cuando yo vivía aquí algunas temporadas cortas, con mis padres. Hace muchos años que no nos vemos y ahora me cuenta de su vida: Tuvo un hijo que acaba de cumplir dieciséis años. Gana algo con este puesto de café y coquitos. Le dije:
—En fin, todo normal.
—Ojalá fuera normal.
—¿Por qué?
—Ya no sé qué hacer con Jorgito.
—¿Tu hijo?
—Sí.
—¿Qué le pasa?
—Chico, yo creo que está traumatizado. No sé. Quiere estudiar para cura.
—¿No jodas? ¿Está loco?
—Ni sé qué pensar. Dice que hay demasiada bajeza, que todo es dinero, hipocresía y corrupción. Que la gente piensa una cosa y dice otra.
—Bueno, él tiene razón, pero...
—El otro día me dijo: «¿Esto es desarrollo, mami? No, esto es inmoralidad y bajeza. Ya fui al seminario de San Bartolomé y averigüé para ingresar.»
—¡Coño! Está quimbao.
—Ese es el temor mío. A veces se lee hasta tres o cuatro libros al mismo tiempo. A esa edad se le funden los metales y ya. ¡Siquiátrico el resto de su vida!
—Sí, hay que tener cuidado. ¿Y de verdad fue al seminario?
—Sí. Cuando regresó me contó. Venía maravillado por la tranquilidad, el silencio, el respeto que hay allí. Todo eran elogios. Le dije: «Jorgito, olvídate de eso. Refréscate la cabeza, búscate una novia, ve a la discoteca.» Me contestó: «No me interesa eso. Hay demasiada vulgaridad.»
—¿Nunca ha tenido novia?
—No. Al menos que yo sepa. Entonces le pregunté: «Jorgito, ¿a ti te gustan los hombres? Habla claro. No hay problema. Yo soy tu madre.» Y me dijo: «No me interesa el sexo. No me gustan los hombres y no me gustan las mujeres. Hay demasiada inmoralidad y no hay amor. Nadie sabe lo que es amor. Todos corren atrás de los dólares.»
—¡Cojones, habla como un Mesías! Como un enviado del cielo.
—Jajajá, no te burles.
—No me burlo. Si es sincero se puede buscar muchos problemas. Así hablaba Jesucristo, y le cortaron la cabeza.
—Ese es el problema. Habla así en todas partes, con sus compañeros de estudio, con cualquiera. Como si estuviera predicando.
—Ah, si cae mal lo cierran y no le dan carrera en la universidad.
—No le interesa la universidad. Dice que va para el seminario y después para una iglesia perdida en un pueblecito. Ah, por cierto, a Cristo lo crucificaron, no le cortaron la cabeza.
—Eso es lo que dicen los curas, porque es más dramático un tipo en la cruz que un tipo decapitado. Es un asunto de puesta en escena.
—Ah, tú estás quimbao también.
—No, yo no estoy quimbao. Aguanta a Jorgito para que no hable tanto. La verdad siempre es culpable. Y le van a hacer la vida un yogur.
Zaida suspiró:
—Para mí que se cree un mártir.
—Ya esa época pasó. Está desfasado en la historia. No sé qué aconsejarte.
—Yo tampoco sé qué pensar. A esa edad lo normal es que le gusten las mujeres.
—O que se haga pajas por lo menos.
—No es pajero tampoco. Lo he vigilado, y nada.
—Búscale una jeba que lo seduzca. Cuando él pruebe el mantecado y descargue el queso, se refresca.
—Estoy pensando en eso. Hay cantidad de chiquitas que están atrás de él, pero no les hace caso.
—Actúa. Y si no da resultado no te preocupes, en el seminario aprende mucho. Pero, además, por el camino quedan casi todos. De cincuenta que entran en primer año se gradúa uno.
—¡Ay mi madre, es mi único hijo!
—Zaida, no hagas una tormenta en un vaso de agua.
—Tú lo dices porque no es tu hijo...
—Si fuera mi hijo me lo llevaba por ahí a templar putas, y le quitaba esa idea de la cabeza.
Nos quedamos en silencio. No tenía otro consejo. Las putas resuelven muchas cosas en la vida. Creo yo. Me brindó café. Le pregunté si había dónde comprar pescado, pollo, algo de proteínas para el almuerzo. Me contestó:
—No sé. Tienes que ir a Mantilla. El Calvario es el fin del mundo. Aquí nunca traen nada.
Por la acera, junto a nosotros, pasó una negra jacarandosa, con unos shorts muy pequeños y un culo grandísimo y tentador, duro, musculoso. Tenía unos tatuajes en los muslos y usaba un gorro muy extraño, con una inscripción bordaba con hilos dorados: OLIVIA. Parecía una presidiaría durísima acabada de salir de la cárcel. Quizás por asesinato. Por los bordes del short, en las entrepiernas, se le salían los vellos. Era una bola de lujuria y tentación caminando y riéndose con desparpajo. La seguí con la vista. Zaida me dice:
—Esa prieta vive al doblar y es la candela. ¿Te gusta? ¿Ya ves lo que te digo? Eso es normal. ¿Por qué mi hijo no es así?
—No me hagas caso. Yo soy un desastre.
—Pero es que yo quiero que mi hijo sea así. Macho. Buscador de mujeres. Un tipo normal.
—Bueno, es un adolescente. Ya se le pasará. La adolescencia en los varones es complicada.
—¿Tú crees?
—Seguro.
—En mi adolescencia yo...
—Eras todo lo contrario, Zaidita, jajajá. Me acuerdo perfectamente.
—Tienes buena memoria.
—Para lo bueno, lo malo se me olvida.
Nos miramos a los ojos y nos reímos de nuestras travesuras. Tuvimos unos encontronazos muy buenos por aquellos montes del Calvario. Yo tendría unos treinta años y ella catorce más o menos. Fue bueno pero ya pasó.
—Bueno, Zaida, te dejo con tu café y los coquitos.
—Nos vemos.
—Cuida al cura de la familia. Quizás te hace arrepentirte de tus pecados.
—Jajajá.
—Eso es lo que tienes que hacer. Ríete de la vida. Tú siempre has sido alegre y risueña.
—Qué bien que nos vimos. Al menos me diste aliento.
—Ah.
Un poco más allá, en otra casa, tenían un equipo de música tronando a todo volumen. Una orquesta de salsa repetía un estribillo de moda:
Soy suavecito, soy refrescante.
Soy envolvente, soy elegante.
¡No hay quien me aguante!
Dos adolescentes muy sexys bailaban moviendo la pelvis, riéndose, y me gritaron cuando pasé frente a ellas:
—Vamos, temba, ven, pa'cá, que tú eres suavecito y refrescante, envolvente y eleganteeeeee, y con el money generosooooooo, jajajá. ¡Dale, tembón rico, ven pa' cá y vamos a gozallllll!
Las miré bien. Tendrían quince o dieciséis años. Eran dos mulatas muy delgadas y con tremendo swing. Unos años atrás me quedaba allí y formábamos una orgía de cuatro días. Pero los años no pasan por gusto. Uno se pone precavido y comemierda. ¡Qué horror! Nunca pensé que llegaría a ser tan decadente y reaccionario como para rechazar una invitación así. Quizás Julia me ha contaminado su visión trágica de la vida.
Regreso a la casa. Julia le retuerce el pescuezo a una gallina y se lo parte. La tira al corral para que muera aleteando, en convulsiones. El gallo se excita y la monta. Su compañera de tantos años en aquel corral. Quizás sólo quería despedirse cariñosamente. La monta de nuevo. Da una vuelta y de nuevo, por tercera vez. La gallina tiene el pescuezo destrozado y sufre los estertores de la muerte, y el gallo no se imagina lo que sucede, cree que la gallina tiembla con los orgasmos.
Julia viene con una cacerola con agua hirviendo para desplumarla. Me miró y me dijo, riéndose y burlona:
—Ya tú ves, así te puedo hacer. Te retuerzo el pescuezo y te mueres con una pataleta, jajajá.
—Eso se lo haces a la gallina porque es más chiquita que tú.
En un rincón del patio hay un closet de desahogo, con un candado en la puerta. Mientras Julia despluma y limpia la gallina busco la llave, abro el closet y registro. A veces encuentro cosas interesantes en lugares así. Quedan algunas herramientas de mi padre, botellas vacías, basura de todo tipo, cosas inservibles que se acumulan y un cajón de libros viejos y libretas mías y de mi hermano. Libretas de la escuela primaria. ¿Por qué mi madre guarda esto todavía? Entre los libros hay una edición ilustrada de Memorias del Club Pickwick, de Dickens. Recuerdo cuando lo leí, con doce o trece años. Me pasaba horas leyendo aquel libro tan grueso y me divertía mucho. No vivíamos en El Calvario aún, sino en Matanzas. Cada vez que podía me escapaba un par de horas a la biblioteca pública de la ciudad. Era un lugar muy limpio, climatizado, silencioso, con aroma de rosas y lavanda. Muchos años después me enteré de que aquélla era la pulcritud perfecta de los WASP. La biblioteca era donación de una familia aristocrática norteamericana, creo que de Boston.
Me atraía encerrarme allí a leer. Era como tener dos vidas. Mi vida diaria se desarrollaba en el solar de la calle Velarde. En aquel pequeño cuarto sofocante, con malos olores, calor, ruido, moscas. La gente más vulgar del mundo hablando porquería siempre, sin parar. No se cansaban de beber ron, pelear por cualquier motivo y hablar imbecilidades. Era desagradable y me repugnaba. Me gustaba salir a la calle a vender helados con mi padre. Sobre todo vender helados en el puerto o en la valla de gallos. Era muy entretenido ver de cerca aquellos enormes buques y las peleas de gallos. Y cada vez que podía me escapaba a la biblioteca y entraba en un mundo higiénico, espléndido, sin moscas ni malos olores. Me gustaba aquella pulcritud perfecta.
Dejé todo como lo encontré en el closet. Es mejor no remover lo que ya pasó. Julia termina con la gallina y la pone al fuego. Voy hasta la sala, conecto el televisor. Dan un programa para cinéfilos y pasan un largo documental sobre David. W. Griffith. Hablan de una película que le quedó un poco sórdida, creo que The Struggle. No gustó al público. El narrador decía: «Era la época de la Depresión. La gente quería evasión y no ver sus propias miserias reflejadas en la pantalla.»
Julia estuvo unos minutos junto a mí. La gallina ya hervía hacía buen rato. Cuando oyó aquello me dijo:
—¿Estás oyendo? Aprende. Aquí no te publican tus libros, y caes como una pata en el culo.
—Ahhh, Julia...
—Sí, por chocante y pesao. Escribes siempre de la misma mierda de todos los días, y la miseria y la jodienda. Ni yo puedo leer esos libros. Escribe algo más alegre, más decente.
—¿Más estúpido?
—No seas pedante. ¿Los demás escritores escriben estupideces?
—No sé. No los leo.
—¿Ya ves? Siempre crees que lo tuyo es lo mejor.
—No lo creo, estoy seguro.
—¿Tú hablas en serio?
—Al menos no soy adulón y lacayo.
—Tú lo que estás amargado y desencantado.
—Y escéptico. No creo en nada ni en nadie. Necesito un corrientazo.
—¿Qué dices?
—Algo que me haga saltar.
—Uhh, no hables mierda.
Mi madre la llamó a la cocina. La gallina estaba dura y no se ablandaba. Una gallina vieja, dura, y sin sabor para el almuerzo dominical. Julia quiere que escriba cosas alegres y bonitas. Y mi verdadera vocación es meterme en las cloacas, atrapar ratas y abrirles el vientre con una cuchilla para ver qué tienen dentro. Apagué el televisor, me quedé tranquilo, cerré los ojos y me relajé. Tenía hambre.