VACÍO Y PERPLEJIDAD
Tenía que estar a las siete de la mañana en el laboratorio del hospital. Me dijeron: «Tres días sin relaciones sexuales, debe estar aquí a las siete. Puede venir con su pareja para que lo ayude en la maniobra.»
Me levanté muy temprano, hice café. Le llevé una taza a Julia a la cama e inventé algún pretexto:
—Voy a ver un refrigerador en La Lisa. Me demoro un poco.
No me contestó. Quizás no me escuchó. Bebió el café Y siguió durmiendo. Me fui. El hospital está cerca. Antes de las siete yo esperaba frente a la puerta del laboratorio. Había tres parejas jóvenes. Todos tenían unos veinticinco años, más o menos. Se notaba que eran matrimonios felices, inundados de ilusiones, amor y esperanzas en el futuro, deseosos de tener hijos. Yo era el único viejuco, con cincuenta años y solitario.
Llegaron las muchachas del laboratorio. Eran tres mujeres muy jóvenes y serias. Dijeron: «Buenos días», sin sonreír. Me pregunté: «¿Por qué me habré metido en esto?» Pero ya no podía ir atrás, tenía que seguir adelante.
Las laboratoristas se pusieron sus batas blancas. Pasó la primera pareja. Después la segunda pareja. Después la tercera. Salieron los primeros, besándose y entusiasmados. Terminaron muy rápido. Me llamaron a mí. Llegaron otros dos jóvenes solos y una pareja más. Se quedaron fuera, esperando su turno.
Cuando estuve dentro, una de las laboratoristas me preguntó:
—¿Usted sabe cómo es la maniobra o es primera vez?
—Primera vez.
Anotó mi nombre, edad, dirección, teléfono, número de la historia clínica. Me alcanzó un vaso plástico y me dijo:
—Entre en aquella cabina. Recoge aquí la muestra y me la da enseguida. No puede perder tiempo. ¿Usted lleva tres días sin relaciones maritales?
—Sí.
—Bien. Le repito: la muestra tiene que depositarla completa en este recipiente. Sólo puede perder unos segundos desde la extracción de la muestra hasta que me la dé para el primer conteo. Eso es lo más importante. ¿Bien?
—Bien.
Entré en la cabina. La muchacha fue tras de mí:
—¿Usted vino solo?
—Sí.
—Mire, se puede ayudar con esto para la maniobra.
Me dio una revista pornográfica italiana, hecha trizas. Al parecer miles la habían utilizado antes. Cerré la puerta, me saqué el rabo, miré un poco la revista y empecé a masturbarme. No se ponía duro. Era un pellejo. Apretando el culo intenté que se parara un poquito. Nada. Intenté concentrarme en aquellas mujeres desnudas, con la lengua entre los labios. No. Eran insípidas. Estoy acostumbrado a las de carne y hueso. Empecé a sudar. Me costó tiempo, trabajo y concentración. Pensé en muchas mujeres. Cerré los ojos y me concentré en Gloria. Quizás media hora. No sé. Muchísimo tiempo. Sudé mucho y me puse nervioso. Nunca me había hecho una paja tan agónica. En algún momento pensé que quizás tenía que salir y pedir disculpas porque no había logrado extraer la muestra. Seguí luchando contra mi mente. Al fin logré echar un chorrito en el fondo del vaso. Miré. Habría un milímetro. O menos. Me escurrí bien y cayeron dos gotas más. Me guardé velozmente el rabo, que de nuevo era un pellejo infeliz. Subí el zipper del pantalón, y salí apresurado. La muchacha lo agarró con toda seriedad y con las manos enguantadas. Me dio la espalda y comenzó su trabajo. Muy seria. No sonreían con los pacientes. Eran precavidas. Le di las gracias. No me contestó. Me fui de regreso a la casa.
En los últimos meses yo había notado que tenía poco semen. Muy poco. Y Gloria me decía siempre que estaba ácido:
—Ya no tienes la lechita dulce como antes, papito. Y es muy poquita.
Julia no podía opinar porque no me la mama. Poco a poco entró en mi mente la idea de que podía tener un tumor aplastándome las glándulas, y por eso no funcionaba bien. Esa idea avanzó dentro de mí. Entonces comencé a observarme mejor, durante varios meses. Todo seguía igual. Decidí ir al médico. Un especialista en urología. Habló conmigo y le noté muy extrañado con mi historia. Me preguntó:
—¿Tienes hijos?
—Sí. Tres.
—¿Y quieres tener otros ahora?
—No, no.
—¿Entonces?
—Doctor, ya le dije: tengo muy poco semen y muy ácido. Pienso que puede ser un tumor que está ahí, presionando sobre las glándulas, y no las deja funcionar bien.
—¿Y cómo sabes que tu esperma es ácido?
—Ah, bueno..., imagínese...
Yo lo había probado unas cuantas veces cuando Gloria lo tenía en la boca y me lo pasaba con la lengua. Pero no podía explicar eso al médico.
El tipo me hizo acostarme en una camilla. Me metió un dedo por el culo. Me dolió bastante. Aguanté. Lo sacó y me dijo:
—Nada en la próstata. Bájate. Ponte en media cuclillas, con las piernas abiertas.
—No entiendo.
Hizo la posición delante de mí y me dijo:
—Así. No te subas el pantalón. Que los huevos te cuelguen.
Adopté la postura. Los huevos me colgaban. El médico los palpó cuidadosamente y me dijo:
—Cero varicoceles. Vístete.
Se sentó en su mesilla metálica y me ordenó el espermograma.
Cuando llegué a la casa, Julia baldeaba la azotea. Echaba cubos de agua y barría enérgicamente. Sudaba mucho. Baldeaba con un frenesí extraordinario, como si en ello le fuera la vida. Eran las ocho de la mañana, pero ya el sol quemaba. Cuando me vio me preguntó:
—¿Tú no ibas a La Lisa?
—Sí, pero no sé la dirección, y Evelio no está en casa.
—¿Quién es Evelio?
—Un socio mío. Mecánico de refrigeración. Tiene que revisarlo antes de comprarlo. Dicen que es un Kelvinator del cincuenta y dos.
—Pero aquí no hace falta.
—No, pero si lo dejan en buen precio, lo compro, lo pinto un poquito, lo pongo cuqui y lo tiro en el doble.
—Ah.
Supongo que se tragó el cuento. O aparentó que se lo creía. No sé. Ya casi no habla. Yo también sudaba. Me preparé una limonada. Julia me dijo:
—En Tercera y Setenta venden huesos y falda, por las mañanas.
—¿De res?
—Claro.
—¿A qué hora abren?
—A las diez. Me dijo la vecina que cada paquete vale un dólar y pico. Lo único que hay en esta casa es arroz y frijoles.
—Bueno, vamos. Tengo un dinerito. ¿A ti te gusta la sopa de huesos?
—A mí me gusta cualquier cosa, menos arroz y frijoles todos los días.
Fuimos al supermercado de Tercera y Setenta. Llegamos a las nueve y media. Había un grupo de cincuenta o sesenta personas, esperando bajo el sol. Cuando abrieron el portón —a las diez— todos entraron corriendo. Julia y yo nos miramos asombrados y corrimos también. Todos íbamos al mismo sitio: una mesa refrigerada, con cien o doscientos paquetes de huesos. La gente se empujaba violentamente para agarrar unas cuantas bolsas. Julia se quedó bloqueada cuando vio aquella guerra campal por el botín de la osamenta. A mí, por el contrario, se me disparó el verdugo y entré en la cancha. Metí mi mano izquierda en el bolsillo del pantalón y agarré firmemente el billete de diez dólares. Siempre hay carteristas acechando en los tumultos. Me metí entre la gente. La mayoría eran mujeres y me restregué un poco con algunos culos y algunas tetas. Es muy estimulante no perder el training. Empujé más. Lancé el brazo derecho por encima de todos y agarré tres bolsas. Las mujeres en primera fila habían corrido más rápido. Ahora se daban el lujo de escoger bolsas que tenían más restos de carne adheridos a los huesos. Salí de la turba. Alrededor de otra mesa comenzaba a formarse otro grupo de gente alterada. Eran los paquetes de falda. Le di las bolsas de huesos a Julia y fui hasta allí. Carne de cuarta: pellejos, tendones, cohetes, nervios. Le dicen «falda» y suena mejor. Es un poco más cara que los huesos. Tres dólares el paquete. Cogí dos y nos fuimos. Julia nunca había estado en ese supermercado y quería mirar un poco, pero las bolsas de huesos chorreaban un líquido viscoso y sanguinolento. Lo manchaba todo.
—Déjame mirar un poquito. No te apures.
—¿Para qué, Julia, si no tienes dinero? Vamos.
Me ignoró y se acercó a unos estantes de cereales y chocolates. Le parecían atractivas las cajas. Después siguió a los anaqueles de yogur, quesos y mantequilla. Tuve que esperarla. Lo miraba todo cuidadosamente. Comparaba los precios. Al fin vino hasta mí y nos fuimos a pagar. Eran seis dólares de falda y cuatro ochenta de huesos. La muchacha en la caja llamaba «ternilla» a los huesos. Total: diez ochenta.
—No, señorita. Quite un paquete de huesos —le dije con el billete de diez dólares en la mano.
Lo hizo. Sacó la cuenta de nuevo:
—Nueve veinte.
—Tome.
Me devolvió ochenta centavos. Julia se mantenía alerta:
—Alcanza para dos jabones de olor.
Le di los ochenta centavos. Compró uno solo. Los más baratos son de cuarenta y cinco centavos. Se guardó el vuelto y nos fuimos. Cuando esperábamos la guagua le pregunté:
—¿Por qué no me dijiste que venía tanta gente a esta jodienda?
—Esa gente compra para revender. La vecina me lo dijo: «Sacan poco y se acaba enseguida porque los merolicos le caen en pandilla.» No pensé que se ponían tan agresivos.
—Bueno, Julia, en fin, ya pasó.
La que no pasaba era la 232. Estuvimos una hora y media esperando. Al fin llegamos a casa y nos esperaba la cuñada de Julia, sentada en la escalera. Nosotros veníamos agotados, sudando. Yo pensaba que los huesos se pudrían de tanto calor. Julia lo puso todo en la cocina y comenzó a picar aquello, hirvió los huesos, arrancó pellejos. Hice café, le brindé a su cuñada y me fui para la azotea a mirar el mar. La peste a sebo de vaca hirviendo inundaba la casa y llegaba a la azotea. La cuñada de Julia se puso a su lado, cruzó los brazos y habló sin parar dos horas y media, mientras Julia trajinaba. Cuando se fue eran casi las tres de la tarde y el calor era sofocante. Hice limonada y le pregunté:
—¿Hiciste algo para almorzar?
—Ay, por tu madre, no me hables de comida.
—Julia, yo tengo tremenda hambre. Son las tres de la tarde.
—Estoy asqueada con toda esa pellejera y esos huesos. ¡No quiero verlos delante de mí!
—Julita, no te pongas bruta. Hay que comérselos, y tú fuiste la que inventó comprar esa mierda.
—Te los comerás tú, que eres un huevón y te fuiste para la azotea, pero yo no puedo tragarme esa porquería.
—Haz picadillo. Así ni ves lo que te tragas.
—No puedo. Estoy asqueada y a punto de vomitar. No-pue-do.
—Te estás poniendo muy fina, Julita. ¿Qué tú quieres, filete y solomillo? Qué va, mamita, el tarro de la vaca es lo que hay pa' ti, jajajá.
—Y tú te ríes de todo. Eso no es ninguna gracia.
—Ah, cásate con un ministro, con un general. Son más serios que yo, pero comen filete, jajajá.
—No te sigas riendo, hazme el favor. ¡Imbécil!
Me miró con rabia. Yo quería joderla un poco. La peste a sebo de res me había quitado el apetito. También estaba asqueado, pero no puedo darle la razón. Tomamos limonada bien fría.
Intenté dormir una siesta. No pude. El colchón ardía. Me tiré en el piso, con una almohada bajo la cabeza. Julia leía la biografía de Fouché, de Stefan Zweig. Le pregunté:
—¿Está bueno ese libro?
—Sí. Este tipo era terrible.
—Apréndetelo de memoria, le añades El Príncipe y vas directamente pa' arriba y a comer filetes.
—No me interesa. Déjame leer.
—¿Qué le pasaba a tu cuñada?
—Se separó de mi hermano. Dice que ya no puede más. Y la entiendo, ella tiene razón.
—¿Por qué? ¿El tiene otra mujer?
—No. La borrachera. Cada vez que se da unos tragos le entra a golpes. Y ella se cansó de aguantar. Hace bien.
—Ella está buenísima. Dentro de una semana viene otro y vida nueva.
—Chico, ¿tú nada más piensas en lo mismo? No respetas ni a mi cuñada.
—Yo nada más dije que está muy buena.
—Tienen dos hijos y llevan casados como quince años. Es una lástima. Son personas mayores...
—Yo no los veo como personas mayores. Cuarenta y pico de años...
—¿Y con esa edad son dos niños? Ella quiere cuidar su matrimonio, como es lógico.
—Como es ilógico. Un matrimonio no se puede cuidar. Es ilógico, absurdo y estúpido.
—Tú tienes ganas de discutir hoy.
—No, no. Estamos hablando, nada más.
—El alcohol acabó con mi padre y ahora agarró a mi hermano.
Siguió hablando de su hermano. Me decía que no sabe vivir solo y que dentro de poco andará sucio y abandonado por la calle, como un mendigo. El piso estaba fresquito y yo tenía mucho cansancio. Me quedé dormido.
Dormí profundamente y desperté aletargado. Sólo quería seguir allí y no levantarme. Entonces pensé que sería un buen modo de alejar a Julia de mi vida: me trago una botella de ron por las tardes, le voy arriba, le meto unos cuantos pescozones y ya. Ella sola coge el caminito. Y me ahorro la discusión y tener que decirle a las claras que no la resisto. Y de paso me voy a sentir bien sonándole unos cuantos galletazos. Ya me tiene hasta los cojones. Por cierto, hablando de cojones, mañana tengo que ir a recoger el resultado del espermograma.
Hice un esfuerzo y me estiré todo lo que pude. Creo que me pongo viejo y rígido al lado de Julia, me levanté y conecté la radio. Salió una emisora de Miami, con canciones latinas. Entre una canción y otra el locutor decía: «Usted viene al Koper Southwest Supermarket, antes de las cinco de la tarde, y aquí estamos nosotros, con un Looper Ticket para usted. Lo estamos esperando en la puerta. Puede ganar fácilmente hasta mil setecientos dólares en efectivo. Es muy fácil. Se gana fácil con los Looper Tickets. Venga ahora mismo. No pierda tiempo.» Después ponían más canciones latinas. Visto de ese modo todo era simple y agradable. Demasiado fácil para ser cierto, pensé. Me sentía un poco perplejo y desconcertado. Apagué la radio. Salí a la azotea a mirar el mar azul, con el sol reverberando tanto que me dejó casi ciego. ¿Dónde estaría Julia? Y volví a pensar: «La perplejidad y el desconcierto ganan terreno.» Pero enseguida reaccioné: «Ah, no te pongas patético y autocompasivo. Es sólo una mala etapa y nada tiene sentido, estás en baja.»
Me repetí esto varias veces y lo comprendí. Ni siquiera me puse furioso. Sólo me quedé con esa sensación de vacío y perplejidad. Y no sabía qué hacer.