UNOS POCOS ELEGIDOS

Un buen amigo me llamó desde Lima una noche y me pidió que mostrara algo interesante de La Habana a dos de sus compañeras de trabajo. Ellas me llamaron al día siguiente por la tarde y me dijeron, con una voz musical, muy divertida:

—¡Holaaaaaaaa! ¿Qué tal? Somos las amigas de Lucio. Ya estamos en La Habanaaaaaaaaaa... Yo soy Teresa y mi amiga es Ana María.

Me sonó falso. «Quizás creen que esto es un carnaval infinito», pensé. Para muchos el trópico es como la cocaína.

—Ah, bien. Buenas tardes.

—Oye, ¿te parece si nos vemos esta noche? ¿Qué nos sugieres?

—Ehhh..., no sé.

—Nos dieron un tip: El Pico Blanco. Dicen que hay buena música y un ambiente muy... romántico y todo. ¿Cierto?

—Sí, es feeling.

—Oh, sí, es muy romántico, qué bien. ¿Se puede bailar? ¿Te gusta bailar? Sí, claro, tú eres cubano. Debes bailar muy bien.

—Ehhh... ¿Están cansadas del viaje? Quizás mañana...

—No te preocupes. Tenemos mucha energía acumulada, jajajá. Es que sólo estaremos una noche aquí. Mañana pasaremos a Jamaica y seguimos por Bahamas, Miami, Acapulco, Isla Margarita. ¿Qué te parece?

—Muy bien. ¿No conocían el Caribe?

—No. Por eso tomamos este paquete. ¿Te parece bien? Deben ser lugares estupendos.

—No sé.

—¿No los conoces?

—No.

—Oh, pero ¿cómo no has dedicado una semanita? Tienes que conocer a tus vecinos más cercanos.

—No es un problema de tiempo, sino de dinero. Debe ser bastante caro.

—Eh..., no sé. Supongo..., no sé si es caro.

—Además, los cubanos no podemos viajar libremente. ¿Ustedes no lo saben?

—Ehh..., oh, pero esta isla es preciosa. Un paraíso. Ustedes no necesitan viajar, ¿para qué?

Estuve a punto de colgar y dejar desconectado el teléfono. Aún no sé por qué seguí escuchando. Acordamos vernos a las nueve. Llegaron puntuales al lobby del hotel. Pero no eran dos, sino tres: Teresa y Eduardo, su marido. Y Ana María. Nos presentamos. Todos muy alegres, con deseos de divertirnos, como si nos conociéramos desde siempre. Ana María se fijó en mi cabeza afeitada. La tocó, muy cariñosa, y me dijo:

—¿Y tú por qué protestas?

—No protesto. Quiero estar feo.

—¿Por qué?

—Para que las mujeres me dejen tranquilo.

—Pues no lo logras.

Uff, una limeña seductora. Era morenita, con una pizca de india, la piel canela, el pelo negro y largo. Y un cuerpo rellenito, pero bien. Teresa era alta, delgada y con imagen más intelectual, feminista y todo eso. Me pareció que era sólo una pose y que daba cualquier cosa por ser la mujer de un camionero. De todos modos, tenía a Eduardo a su lado. Subimos, nos sentamos cerca de la terraza, a unos pasos del pequeño escenario, y pedimos whisky. Eduardo insistió en que fuera de la mejor marca y hasta pretendió ver el año de fabricación. El camarero era un hombre de unos cincuenta años, forjado en la dictadura del proletariado. Lo miró con desdén. Colocó la botella y los vasos sobre la mesa. Nos dio la espalda dignamente y se retiró. Era evidente que quería vivir sin César, ni burgués ni Dios, aunque perdiera la propina final. Después me enteré por Ana María de que Eduardo era asesor del Fondo Monetario Internacional. Bebimos y hablamos de nuestras vidas. Teresa y Ana María eran profesoras de una universidad de Lima. «Amigas desde siempre», me dijeron riéndose. Yo tenía poco que contar. Divorciado, vivía solo, ruina económica total, y no tenía la más mínima idea de qué sucedería conmigo y con mi vida en el minuto siguiente. Y nada más. Pero no quería hablar mal de mí mismo. Mejor decía cualquier tontería:

—Ahora estoy pintando.

—Ah, Lucio nos dijo que eres periodista.

—Era. Es un oficio muy peligroso.

—Sí, claro. ¿Aquí también matan periodistas?

—No, aquí los anestesian.

—Ohhh...

—Pintar es mucho más inocente. Y gano más dinero.

—Ahhh...

Así fuimos calentando los motores y bebiendo whisky.

En algún momento nos quedamos en silencio. No teníamos más que decir. Para mover la cosa se me ocurrió soltar alguna mentira:

—Ahora estoy pasando una buena etapa. Vivir solo es muy saludable.

—No lo creo —dijo Eduardo.

—Pues yo sí lo necesito —dijo Teresa—. Estar con una misma. Cada vez que puedo me voy sola a la montaña. Tenemos una casa en el campo. Le doy asueto a la servidumbre y me quedo sola en medio de la montaña, ohhh..., fascinante. Es una experiencia trascendental.

Ana María me miró con sus ojos negros y apacibles. «Ojos de india», pensé fugazmente. Bueno, no sé exactamente si lo pensé o imaginé que lo pensaba. Ojos dulces, con una humildad aterradora. Casi con miedo me preguntó:

—¿Será bueno verdaderamente?

—¿Qué?

—¿Estar sola?

Teresa no me dejó contestar. Interrumpió:

—Oh, no empecemos, Ana María.

Ana María miró al piso. Se hizo un silencio total. Era más bien un vacío. Sentí la tensión: la botella de whisky y los vasos podían estallar. Por un instante no supe adonde mirar. Eduardo, acostumbrado a ser líder de opinión, asumió el mando y dijo:

—No te sientas mal, cubano. Te explico. Creo que no es un secreto después de todo.

Teresa intentó cortarlo:

—Oh, Eduardo, por favor. Aquí estamos para divertirnos. Es mejor alejarnos del tema.

Todos teníamos unos tragos dentro, y me pareció que Eduardo un poco más. Sólo quedaba un cuarto de botella.

Miré el reloj. Nueve y treinta. Sí. Bebíamos aprisa. Eduardo insistió. Quería explicarme. Hablaba como los negociadores de la ONU en conflictos internacionales:

—No voy a revelar secretos, Teresa. ¿Sabes qué sucede, cubanito? Algo normal: Ana María está distanciada de su esposo, que es un gran amigo mío y un caballero. Ligeramente distanciados. Ella está triste por esa situación lamentable. Y él también está apesadumbrado. Eso es todo. Un simple suceso en vías de solución, sin trascendencia.

Y Teresa:

—Nos costó mucho sacarla de casita. Pero tiene que divertirse, y nada de depresiones. Distraerse un poco. El divorcio apenas está comenzando.

Eduardo la cortó, airado:

—Divorcio, no. No creo que esa demanda progrese. No tiene sentido.

—¡Divorcio, sí! Ya es imposible una reconciliación, Eduardo, tú lo sabes.

Ana María guardó silencio. Ellos se habían alterado un poco. Eduardo se dirigió a Ana María:

—Es que me parece una reacción inmadura y precipitada. Te pesará el resto de tu vida. Gilberto es un hombre excelente. Un caballero, en toda la extensión de la palabra. Creo que no debes continuar adelante de ningún modo. ¡De ningún modo!

No obtuvo respuesta. Las dos mujeres se mordieron los labios. Eduardo de nuevo se dirigió a mí:

—A ver, tú que eres un hombre y piensas con madurez.

Teresa saltó a la defensiva:

—Y nosotras somos mujeres y pensamos con tanta madurez como ustedes.

—Ustedes están ofuscadas, Teresa.

—No lo estamos. Y si lo estamos es con motivos. Tú sabes bien que esa relación ya no tiene sentido. No hay amor.

—El amor sólo es una parte del matrimonio. Hay intereses.

—El amor es lo más importante.

—No siempre. Pero, además, creo que ya está bien. Tú tienes razón, vinimos a divertirnos...

Teresa tragó de un golpe su whisky y ripostó:

—¡Pues sí, pues sí! ¿Por qué no? Tú has traído el tema a colación y, ya en este punto, pues seguimos. Te voy a decir algo esencial: Ana María es infeliz hace ya mucho y se está haciendo daño. Son daños sicológicos que se pueden agravar. Por eso opino que divorcio sí. Y cuanto antes mejor. No puede perder tiempo.

—Eres demasiado apasionada, Teresa.

—Soy un ser humano, Eduardo. Tú eres una computadora.

—Oh, oh. ¿Qué dices? Stop! Stop!

—Estoy hablando de sentimientos, querido.

—Hay que equilibrarlo con racionalidad, querida. A ver, cubano, tú que eres...

Teresa hizo un gesto para interrumpir. Eduardo la atajó:

—No me interrumpas, por favor. Déjame explicar al cubano, que es imparcial, porque esto es importante. Ana María y Gilberto tienen dos hijas, una casa bellísima, dos autos. Tienen de todo. Gilberto disfruta un trabajo de primera categoría internacional, con perspectivas inmediatas excelentes. Viven muy por encima de la media. ¡Muy por encima! Y, vamos a ser realistas, lo que ustedes ganan en la universidad no cubre los gastos de gimnasio, cosméticos, peluquería, masajes, saunas, etcétera, de una sola. ¡De una sola!

—Ah, no seas exagerado —dijo Teresa.

—No exagero. Yo soy quien pago las cuentas. Y sé lo que te digo. Te lo puedo demostrar, factura en mano. Tú ni te enteras de a cuánto ascienden esas sumas cada mes. Entonces, ¿Ana María va a dejar a un hombre solvente, un hombre en ascenso, un hombre que la necesita, por un simple capricho? Un hombre que la quiere, dicho sea de paso, ¿por un futuro incierto y de pobreza y mezquindad?

—Ya no se aman, Eduardo.

—No creo en eso del amor a ultranza. Nosotros también tenemos pequeñas..., ehhh..., situaciones.

—Oh, por favor, lo nuestro es peor. Tú lo sabes.

Un guitarrista comenzó a improvisar algo. Me pareció que Ana María no se sentía bien. Le agarré una mano y me apretó como si fuera un madero en medio del océano. Le susurré al oído:

—¿Quieres bailar un poquito?

—Sí, por favor.

—Con permiso. Los dejamos por un rato.

Eduardo y Teresa discutían en serio. Al menos así me pareció. Nosotros salimos a la terraza. Era imposible bailar con aquella música. Nos recostamos en la baranda. Mirar cualquier ciudad desde el piso veinticinco siempre es interesante. Le dije:

—Parece que se les subió el alcohol a la cabeza.

—Estoy apenada contigo.

—Ahhh, deja las formalidades.

—Es que cuando beben, discuten. Siempre.

—Eso es bueno. Se desahogan.

Por suerte, Ana María no quería hablar más del asunto. Empezaron a cantar boleros. Bailamos. Bebimos más. Ya teníamos una buena nota cuando vimos a Eduardo y Teresa bailando a nuestro lado, muy acaramelados. También estaban borrachos.

Ana María quería un poco de calor. Se lo di. Bailamos bien apretados, nos acariciamos. La noté muy desenfadada y avancé más. Bien, le gustó. Yo intentaba tener un período de descanso, de soledad, me sentía muy agotado. Quería comenzar a practicar yoga y levitar. Alejarme de la tierra lo más posible. Necesitaba flotar un poco. Y de repente aparece esta mujer terrenal, apetecible, y se arroja en mis brazos dulcemente. Dejé que el tiempo avanzara. No tenía prisa. Se acabó la botella. Eduardo pidió otra, que también se vaciaba rápidamente. Me pareció demasiado. Si me emborrachaba a full, me iba a perder los postres. Se lo dije a Ana María:

—¿Qué te parece si nos vamos?

—Lo que tú digas.

—Para mi casa. Es cerca.

—Lo que tú digas.

Estaba borrachita. Hacía rato que no bailábamos. Sólo nos manteníamos juntos y nos acariciábamos, como dos adolescentes. Fuimos hasta Eduardo y Teresa. Bailaban. Me despedí:

—Bueno, nosotros nos vamos. Hasta mañana.

Eduardo reaccionó con sorpresa:

—¿Cómo? ¿Para dónde van? Ana María regresa con nosotros al hotel.

—Vamos para mi casa. Yo la cuido, no se preocupen.

—No, no, pero... eso es imposible. Quiero decir, yo soy responsable de lo que suceda...

Teresa lo cortó:

—¡Eduardo, por favor! ¡Pareces el marido de Ana María! ¡Ella es responsable de sí misma!

El tipo puso muy mala cara y guardó silencio. Ana María se apoyó en mí y nos fuimos. Caminamos un buen rato por el Malecón, calentando un poco más. Me gusta mucho hacerlo en la calle. Nos detuvimos en el parque Maceo. Hay algunos rincones muy buenos y oscuros. Abundan los policías, pero se mantienen a distancia si la pareja es tradicional: hombre y mujer. Cualquier otra combinación es un gran problema. La masturbé un poco. Soltaba litros de líquidos. Cerraba los ojos y destilaba jugos. Tenía empapados los muslos, las piernas, las medias negras de nylon. Me pareció una exageración. ¿Todas las andinas serán así? Las negras africanas se llevan la fama internacional, pero aquello me voló. Saqué el material y traté de clavarla allí mismo. Al menos darle un poco de brocha entre los bembos. Se asustó cuando vio la cabilla:

—¡Ohhh, no, no! Aquí no. Nos miran. Y tienes que protegerte. Por favor, así no, así no.

Miré a nuestro alrededor. Sí. Dos pajeros se habían acercado a nosotros. Observaban la escena del crimen. Uno ya había desenvainado y se masturbaba. El otro aún se descraneaba mirando cómo yo le daba brocha a la peruana. Seguimos un poco más adelante, hasta mi casa, y los dejamos con el deseo en la punta de los dedos. Subimos las escaleras. Yo iba detrás para empujarla. Usaba un vestido de noche, negro, largo y elegante. Se lo subí por detrás y jugué un poco con la lengua y los dedos. Llegamos al fin. Ocho pisos, sin ascensor, como siempre. Ya éramos dos calderas de vapor a punto de explotar. Se tiró en la cama y se abandonó. Yo lo hice todo. Ella en el séptimo cielo. Chupé, absorbí, masturbé. Jugué. Intenté metérsela en la boca para ponerla en acción:

—Bueno, Anita, haz algo. Chupa.

—Oh, no, askkk.

—Ah, no seas mala hoja. Mama un poco.

—No, no, ufff.

Fui al baño. Cogí un pote de vaselina y regresé al cuarto. La puse boca abajo. Yo tenía que gozar aquel culo. Le abrí bien las nalgas. Uhhh, mucho pelo. Muchísimo pelo. Me sumergí y le encantó con la lengua. Suspiraba. Entonces le di un toque: presenté la cabilla y empujé un poquito. Suave, bien empavesada con vaselina. Sólo para explorar. Lo tenía muy cerrado. ¿Sería virgen anal? Le dije:

—Titi, un poquito, relájate. No te va a doler. No lo aprietes, aflójalo.

Empezó a sozollar. Se ladeó sobre la cama y se encogió como un feto. Lloraba a todo trapo:

—¿Qué te pasa, Anita, mi amor? No me digas que te dolió. Nada más te presenté la cabeza. Háblame, titi.

Guardó silencio y siguió llorando. Insistí. Insistí. Insistí. Al fin sorbió mocos. Se los tragó. Y me dijo:

—Me tratas como a una puta.

—¡¿Yo?! ¡No! ¡Soy incapaz! Te trato con mucho cariño.

—Me tratas mal.

—¿Y yo qué hice?

—Ohhh...

—Si cojo el látigo sí que te cagas. ¿Quieres verlo?

Pensé en traer el látigo y sonarle un par de cuerazos. Así reaccionan a veces. Algunas después se deslechan sólo de ver el látigo en mi mano. Pero lo pensé mejor y busqué pañuelos. Se los alcancé:

—Por favor, Anita. Aguanta el llanto y dime qué hice.

Insistí media hora. Salimos al fresco, a la terraza. Seguía sozollando. Al fin me dijo:

—Me pides cosas que... no se le piden a las señoras.

Me quedé boquiabierto:

—¿No te gusta por el culo?

—Oh, eres grosero. ¿Ves? Sólo a una mujer de la calle se le puede hablar así. Y me pediste otra cosa muy fea también.

—¿Por la boca?

—Es antinatural. Oh, eres prosaico y vulgar. ¿Por qué lo dices? Eso no se dice.

Me quedé paralizado. Creo que todas las neuronas se me bloquearon. Busqué dos vasos de agua. Los traje. Bebimos agua y me puse a mirar el mar y la noche. Nunca había sentido culpabilidad por el sexo. Todo lo contrario. Cuando las neuronas comenzaron a funcionar nuevamente, me entró una furia creciente y le hablé muy fuerte:

—Ana María, eres una mujer bellísima, con una tetas y un culo increíble. Eres dulce, encantadora, noble, deliciosa. Si fueras mi mujer te daba pinga hasta por los ojos, por la nariz, por los oídos, par de veces al día. Te regalaba flores, te escribía poemas eróticos cochinísimos, te tomaba fotos porno y te sonaba cuatro o cinco latigazos por las nalgas. ¡Yo soy así! ¿Cuál es el problema?

—Ohhh, no...

—¿Cuántos machos has tenido? —Oh, no seas vulgar.

—¿Cuántos hombres has tenido? ¡Contesta!

—Uno solo.

—No lo puedo creer.

—Llegué virgen al matrimonio.

—¡Qué desperdicio! Necesitas pasar una escuela. Yo te voy a enseñar.

De nuevo comenzaron los sollozos:

—Oh, no me hables así. He cometido bigamia. Y con un hombre que habla como un..., que actúa como un...

—¿Cómo un qué? ¡Habla!

—Como un carretonero. Nunca pensé... Oh...

—¿Nunca pensaste qué?

—Lucio nos dijo que tú eres un artista, un escritor, un hombre culto. Me dijo que..., oh..., eres muy vulgar. No lo puedo creer.

Solté todo el aire que tenía dentro. Acumulé energías y le dije:

—Relájate y vamos para la cama de nuevo. Borra el marcador. Empezamos en cero.

—¡Oh, no, no!

—¡Oh, sí, sí!

Allí mismo la mordí muy suave en la espalda y la masturbé un poquito. Se le doblaron las rodillas y se le aflojaron las piernas. Cerró los ojos y se abandonó:

—Ahhh, pero ¿qué haces? Ahhh...

Volvimos a la cama pero no logré sacarla de su clasicismo medieval. No quería provocar otra crisis de lágrimas y culpabilidad. No aprendió a mamar ni a dar el culo, pero nos divertimos de todos modos. A las seis de la mañana hice un café. No habíamos dormido ni un minuto. Teníamos grandes ojeras. Bebimos el café mirando el amanecer. Le repetí al oído decenas de veces que era una mujer dulce y fascinante. Y no le mentía.

—Ana María, si te quedas quince días conmigo te voy a enseñar todo lo que no te imaginas. Lo que tu marido hace contigo no tiene nombre. Es un inculto...

—Oh, cállate, por favor. No digas más groserías.

Se vistió y la acompañé escaleras abajo hasta la calle, en busca de un taxi. A cada momento era más dulce y encantadora. Necesitaba cariño, evidentemente. Cariño y amor y un par de trancazos diarios. Sin fallar un día. Con una semanita bajo ese tratamiento se convertiría en la india más resplandeciente de Los Andes. Nos despedimos con un beso. La sentí alegre, relajada. Tenía buenas vibraciones en aquel momento, y me propuso:

—¿Almorzamos juntos en el hotel? Así nos despedimos. Quizás...

—¿Quizás qué?

—Quizás puedo volver en un mes o dos.

—Muy bien. Almorzamos juntos.

—¿A la una? ¿Te parece?

—Perfecto, a la una. En el lobby.

Llegué al hotel, puntual como un reloj. No me esperaba. Me senté y esperé media hora. No podía averiguar su habitación porque desconocía su apellido. Esperé otra media hora. Me levanté y me fui. Yo podía convertirla en una pecadora brillante. Supongo que no tenía espíritu aventurero y prefería volver al redil de sus hijas, su marido aburrido, sus clases en la universidad, sus misas los domingos por la mañana, su casa lujosa, y el resto de sus propiedades. Ahora pienso que hizo bien. Sólo unos pocos elegidos pueden vivir fuera del redil. Y es muy difícil encontrarlos.