LA PRÓXIMA VEZ

Éramos siete acróbatas jugando en los trapecios del circo. Dos mujeres y cinco hombres. Vestíamos unas licras rojas, muy ajustadas y brillantes. Lucíamos atléticos y musculosos. Nuestro número era largo y lo hacíamos a mucha altura. Era un mecanismo perfectamente sincronizado y se acoplaba mentalmente. No teníamos que mirarnos a los ojos ni hablar. Era algo cerebral. Siete figuras rojas en lo alto del circo. Siete personas, bellas como dioses griegos, volando entre dos trapecios que nunca se detenían ni chocaban, aunque estaban situados de tal modo que sus trayectorias dibujaban una cruz. En los extremos de cada trapecio unas brillantes lamparitas rojas dejaban una estela. Desde sus asientos, los espectadores veían siempre aquella cruz roja en lo alto del circo y admiraban a las dos mujeres bellísimas y a los cinco hombres musculosos. Todos volando como pájaros y dando volteretas en el aire. Siempre un par de manos atrapaban al que volaba y en un segundo salía disparado de nuevo, como un rayo de luz, hacia otro destino en el aire.

Para nosotros era un juego perfecto. Una rutina de sincronización. El secreto consistía en concentrarnos totalmente y olvidar todo lo demás. En algún momento del espectáculo, dos acróbatas, disfrazados de payasos, salían sorpresivamente de la zona oscura e irrumpían en la luz blanca y potente de los reflectores. Aparecían volando disparatadamente. Y era una gran sorpresa en medio de la armonía: con camisas de rayas verdes y amarillas, pelucas de estopa color zanahoria y grandes y rojas narices, como tomates. Y comenzaba la locura. Aquellos dos payasos, al parecer, no sabían cómo jugar en los trapecios, y se caían continuamente. Nosotros los atrapábamos en el último segundo. Ellos pateaban, manoteaban en el aire, y se caían de nuevo. Teníamos que salvarlos siempre. Ascendían por una soga, huían de nosotros, y se descolgaban. Electrizante. Los espectadores gritaban de terror. El espectáculo se aceleraba. Los demás acróbatas nos contagiábamos con los payasos. Ya todos nos caíamos. Alguien nos atrapaba en el último instante. Eramos pájaros derrotando a la ley de gravedad. Los espectadores se ponían de pie. La orquesta arreciaba con la música in crescendo. Todos temblaban de emoción. Los niños gritaban. Dos policías entraron en ese instante a la pista. Sonaron tres silbatazos. Todo se detuvo. Los policías hablaron por un megáfono y ordenaron: «¡Detengan su espectáculo inmediatamente! No queremos cadáveres en la pista. No queremos cadáveres en la pista. ¡Bajen inmediatamente! No queremos sangre en la pista.»

En ese momento, los dos payasos se dejaron caer desde lo alto y nadie los pudo atrapar. Eran dos torpedos cayendo a gran velocidad hacia el centro de la pista. Miles de espectadores gritaron de terror. Se nos escaparon. Iban a estrellarse contra el suelo. Eran dos flechas incendiadas a una velocidad de vértigo. Estiré mi mano. Intenté atrapar a uno. No. Se me escapó. Algo sucedió al intervenir los policías. Todo el mecanismo de sincronización se despedazó con aquellos silbatazos. Yo también me precipité a tierra.

Fue terrible. El pánico. Un golpe de adrenalina inyectó mi cerebro y desperté aterrado. Me senté en la cama. Yo era uno de los payasos. Me toqué la cabeza para quitarme la peluca de estopa. No tenía peluca. Sólo toqué mi cabeza afeitada. El pánico me hacía respirar agitadamente. Oh. Intenté tranquilizarme. Era de noche aún y la habitación a oscuras. Pero escuché a Julia a mi lado. Se quejaba en sueños:

—Oh, ay, ay, ay...

Tenía una pesadilla. La desperté con mucho cuidado, hablándole al oído:

—Julia, ¿qué te pasa? Despiértate, Julita.

—Uhhhhh..., ayyyyy..., ayyyyyy...

—Julia, es una pesadilla. Despierta.

—Ehhhh.

—Es una pesadilla. Ya pasó.

—Ay, qué horror, ¡qué alto, qué alto!

—¿Qué te pasaba? Ya, ya.

—Ay, qué alto. ¡Qué miedo!

Empezó a sollozar. La dejé. Lloró un poco y me repetía:

—Ay, qué miedo, por poco me mato. Qué alto.

—¿Qué cosa era alto?

—No sé. Era muy alto y...

—¿Y qué? Habla.

—No me acuerdo bien. Había dos payasos conmigo, con el pelo rojo y una ropa verde y amarilla. Y nos caíamos los tres.

—¿De dónde se caían?

—No sé. Vi dos policías. Escuché unos silbatazos y empezamos a caernos.

—¿Cómo estabas vestida? ¿Había más gente?

—No sé. Ahora todo es borroso y... ¿Por qué preguntas tanto?

—Por nada, Julita. ¿Quieres agua?

—Sí.

Encendí la lamparilla de noche. Me levanté y fui al baño. Oriné. Entré en la cocina. Tomé un vaso de agua y miré el reloj. Las cuatro y cincuenta. Le llevé agua a Julia. Le di un beso en la mejilla. Ya no puedo besarla en la boca. No puedo. Pero de todos modos la acaricio en la cabeza. No puedo hacerle daño. Se acurruca junto a mí. Se hace un ovillo y en un minuto ya ronca. Es increíble con qué rapidez se duerme esta mujer, y yo siempre me demoro y pienso en veinte mil cosas diferentes. Y ella ahí, como una piedra, roncando. Me cago en su madre, cojones, qué suerte tiene. Siempre es lo mismo. Me desvelo y doy vueltas en la cama. Creo que dormité un poco. Me despertaba siempre. Me masajeé un poco la pinga, pensando en Gloria y en Ivon. Ivon me apasiona, pero esa prieta en cualquier momento aterriza en Vigo, con su gallego viejo, y adiós África mía. Sueño con tener a Gloria conmigo y dormir juntos. Pienso en su olor y estamos juntos en la playa, pero ella está completamente desnuda y yo. Ahhh..., me desperté otra vez. Con la tranca durísima. Amanece. Coño, sí. Parece que dormí un poco más. Julia abre los ojos y me dice:

—¡Ay mi madre, se me hace tarde, ya es de día!

Se levanta. Va corriendo al baño. Yo me masturbo un poco. No. Me detengo. Nada de botar líquidos. Reserva para tiempo de guerra. Voy a la cocina y hago café. El material se relaja solo y desciende, aunque sigo pensando en Gloria. Me gustaría tenerla aquí ahora, en la cocina, desnuda, con esos hilos dentales que usa, la muy cabrona. Me gustaría preñarla. Hacerla mía. Convertirla en mi esclava y en mi reina. No sé cómo deshacerme de Julia, que ahora sale corriendo del baño, a medio vestir. Le digo:

—No te apures, Gloria, si...

—¿Eh? ¿Qué tú dijiste?

—Que no te apures. Ya tengo el café...

—Dijiste Gloria. ¿Dijiste Gloria?

—Ehh..., no, no..., es un personaje de una novela que estoy...

—¿Tú crees que yo soy boba? ¿Que me chupo el dedo? ¿Quién es Gloria? Yo sé que tú tienes otra.

—Julita, no te pongas así.

—Ahora no tengo tiempo. Ya son las siete y diez, pero al menos no me digas mentiras.

Se acaba de vestir en silencio. Le alcanzo el café:

—¡No quiero café! ¡No quiero nada! Esta noche hablamos.

—Tómate el café.

—No quiero nada, te dije. Que no se te ocurra tomarte ni un trago esta noche. Vamos a hablar y tienes que estar claro. Nada de curdas.

Me quedo mirándola. En silencio. Se calza rápidamente. Agarra el bolso y sale disparada escaleras abajo. Debe estar en la pizzería antes de las ocho de la mañana. Regresará después de las ocho de la noche. Y tendremos bronca a esa hora.

Salgo a la terraza a mirar el mar y el amanecer. Bebo el café de Julia. Está un poco frío. Bebo despacio y pienso: «Quizás en alguna vida anterior fui un jeque árabe o un hacendado esclavista, con una enorme hacienda ganadera y una gran casa solariega, con muchas habitaciones. Y mis mujeres ahí. Una en cada habitación, y yo era un fundador de generaciones. Un creador de lo nuevo. Yo en el centro, poderoso, millonario. Cada mujer era mi reina y mi esclava.» Eso es lo que me gustaría hacer ahora de nuevo. Tener cuatro o cinco mujeres. O diez o doce. No sé. Todas las que me gustan. Enamorarlas. Seducirlas hasta que no puedan vivir sin mí. Todas en una casa enorme, en el campo, con muchos árboles de frutas y de plátanos. Y más allá la enorme hacienda con cien mil cabezas, con doscientas mil, con trescientas mil reses de las mejores razas. Y en la casa todas mis mujeres, cada una con hijos, pariendo todos los años. Podría tener treinta, cuarenta, cincuenta hijos. Ahí. Una familia enorme y feliz. Sin discordias ni problemas. Cuando se ponen celosas, ahí estoy yo. Látigo en mano. El látigo en la derecha y las flores en la izquierda y en medio el material erecto, lleno de amor y de esperma, para controlar tibiamente la situación. Me gustaría muchísimo. Amor y látigo. Estoy seguro de que alguna vez fue así, en una encarnación anterior. Estoy convencido de que me sucedió y todos éramos felices. Y fue en un país tropical, desmesurado y bellísimo. Todo era verde y azul.

Ya, nene, vuelve a la realidad. Eso ya pasó. Ahora estás en La Habana, siglo XXI, bajo la dictadura del proletariado, y no te permiten comprar ni una ternera ni un metro de terreno. Mucho menos una hacienda. ¡Diez mujeres con treinta hijos! No seas imbécil, nene.

Ah, carajo, cómo me gustaría esa vida. Me quedo un rato en silencio mental. Pienso en algo que sucedió aquí mismo, hace años. Julia, Gloria, Ivon, no existían en mi vida. Existía otra mujer que destrozó todo dentro de mí. Se había esforzado en picarme en pedacitos bien pequeños, la muy hija de puta. Siempre ha sido así: una mujer X picándome en pedacitos o yo picando en pedacitos a una mujer X. O ambos, simultáneamente, picándonos. La vida es un bolero. Mi hija apenas tenía ocho o nueve años, pasaba el fin de semana conmigo. La niña veía que yo andaba apesadumbrado y triste. Bebía una taza de café frente al amanecer y la sentía pegada a mi costado. Entonces me dijo:

—Papi, tienes que cuidarte. La próxima vez no te enamores tanto.

Ahora miré la taza de café vacía y recordé aquel consejo. Muy bueno. Jamás lo olvidaré. El problema será aplicarlo.