9
En el colegio de primaria de Hardborough, el examen para pasar a la secundaria no lo corregía la propia directora, como hacía habitualmente una vez que los niños se habían marchado a casa. Los ejercicios se intercambiaban con el colegio de Saxford Tye. Así, el expectante pueblecito tenía las necesarias garantías de imparcialidad o, como decía la señora Traill, ella se libraba de quedarse hecha polvo después de corregir los exámenes. Sin embargo, quizá no fuera tan sensible a la hora de repartir los resultados. Las admisiones para estudiar secundaria en la escuela de Flintmarket llegaban en sobres blancos y cuadrados. Las del instituto de formación profesional en unos alargados de color beige. Al llegar al colegio aquella mañana de verano cada niño del último curso miraría su pupitre, vería su sobre, y sabría su destino de inmediato. Lo sabría también el resto de la clase.
Cuando en los años venideros miraran hacia atrás, los niños de Hardborough no recordarían nada tan doloroso o tan decisivo como esos sobres que esperaban sobre sus mesas. Fuera hacía buen tiempo. Habían brotado las flores amarillas del tojo desde una punta del parque hasta la otra, y el verano había tomado posesión también de la clase. Se les había pedido a los alumnos que trajeran algo de la naturaleza para la clase de biología, así que había botes de mermelada con collejas blancas y rosas, y escaramujos; había paja desparramada por la mesa de la profesora, y en el alféizar de la ventana había una anguila que nadaba incómoda en un tanque de cristal.
Se acabó todo en un minuto. Christine fue una de las últimas en entrar en clase. Miró su sobre y supo al instante lo que siempre había esperado. Tenía uno largo de color beige.
La señora Gipping pasó en persona por la Librería Old House, una concesión que merece destacarse ya que, con lo ocupada que estaba, salía sólo cuando lo consideraba estrictamente necesario. Había venido a decirle a Florence que Christine no podría seguir trabajando, pero enseguida se dio cuenta de que Florence ya se lo imaginaba, y no hizo falta que le dieran el recado. En lugar de eso, se sentaron en la parte de atrás de la casa. La tienda estaba cerrada y a lo lejos se oía a los veraneantes de ese año gritando desde la playa.
—El viejo rapper no parece manifestarse cuando estoy yo —observó la señora Gipping—. Ése sabe cuándo no perder el tiempo, supongo.
—No lo he oído mucho últimamente —dijo Florence, y luego se acordó de la calabaza y sugirió que tomaran algo—. Vamos a tomar un vaso de coñac de cereza, señora Gipping. No acostumbro, y mucho menos por la tarde, pero puede que hoy haga una excepción.
Sacó dos vasos pequeños y la botella que, como muchas botellas de licor, tenía una forma extraña, insolente con su delgado talle y sus curvas, exigiendo que se la conservara para las ocasiones especiales.
—Ganó eso en la rifa de la iglesia, supongo —dijo la señora Gipping—. Estuvo allí tres años sin que nadie sacara el número. El vicario no sabrá qué hacer sin ella.
Quizá le trajera suerte. Ambas mujeres dieron un sorbo del líquido de color rojo brillante y tremendamente empalagoso.
—Dicen que al príncipe Charles le gusta esto.
—¡A su edad!
Entonces, consciente de que era su deber como anfitriona afrontar la cuestión, Florence dijo:
—Siento mucho lo de Christine.
—Es la única de los nuestros que no ha entrado en el colegio de enseñanza secundaria. Es lo que llamamos una sentencia de muerte. No tengo nada contra la formación profesional, pero entrar ahí quiere decir lo siguiente: ¿qué posibilidades tendrá en la vida de conocer a un hombre con educación y de casarse con él? Nunca podrá aspirar a nada más que a un obrero o, incluso, a uno en paro. Y, créame señora Green, tenderá su propia colada hasta el día en que se muera.
La imagen de Wally pasó por la cansada mente de Florence. Wally llevaba un año en secundaria y no podía negarse que se le había visto últimamente con una novia nueva, también del colegio. Él le estaba enseñando a nadar.
—Christine es rápida y habilidosa —dijo intentando ver el lado bueno del asunto—. Y tiene mucho oído —añadió recordando el baile en la corte del rey Herodes—. Seguro que llega lejos en la vida, esté donde esté.
—No quiero que piense que tenemos algo en contra de usted —dijo la señora Gipping—. Eso es en realidad lo que he venido a decirle. Ninguno de nosotros cree que Christine hubiera pasado el examen aunque no hubiera trabajado aquí después de clase. Es más, puede resultar que constituya una ventaja. Supongo que la experiencia es algo que se tiene en cuenta. A los que dejamos el colegio no nos cogen sin experiencia pero ¿cómo la conseguimos? En cambio, si Christine necesitara referencias, le hemos dicho que sólo tendría que acudir a usted.
—Por supuesto, no tiene más que pedirlo.
—No quiere dejar de ganar dinero mientras está en el instituto.
—Claro que no.
—Hemos estado mirando un poco. Hemos pensado que a lo mejor la cogen los sábados por la noche en la nueva librería en Saxford Tye.
La señora Gipping hablaba con una especie de honestidad tranquila. Se terminó su coñac de una forma que indicaba que sabía muy bien cómo hacer que un vaso pequeño durara un rato largo.
—Es demasiado dulce —dijo—. Pero no nos podemos quejar si es para la iglesia.
Después de que la señora Gipping se hubiera marchado, Florence sacó su coche del garaje, que era un cobertizo para barcos abandonados que había al lado de los guardacostas, y se fue a Saxford Tye. Aparcó en la calle principal y anduvo con tranquilidad al atardecer. Era cierto. En muy buena situación, al lado del recién arreglado pub Washford Arms, habían abierto una nueva librería.
No llevaba abierta mucho tiempo, así que no podía ser el motivo de que hubieran bajado las ventas en su tienda. Florence dejó que el último balance de comprobación, que le había estado rondando la cabeza de una forma muy desagradable, pasara a ocupar su mente con toda crudeza. En aquellos días, las tres denominaciones de libras, chelines y peniques permitían que hubiera tres tipos diferentes de amenazas asomando desde las tres implacables columnas. Compras: 95 libras, 10 chelines y 6 peniques (muy excesivas); ventas al contado: 62 libras, 10 chelines y 11 peniques con 75 centavos; personal: 12 chelines con 6 peniques; gastos generales: 2 libras, 8 chelines y 2 peniques; ningún pedido; entrada de beneficios: 2 libras, 17 chelines y 6 peniques; dinero en mano: 102 libras y 4 peniques; valor del almacén a 31 de julio: unas 6oo libras; dinero de caja: como de costumbre, no lo tenía muy claro. Los veraneantes no parecían tener tanto para gastar ese año, o quizá no tanto para gastar en libros. En el futuro, si paraban en Saxford en el camino, tendrían mucho menos.
Aunque no había forma de saberlo, Libros Saxford Tye no era una empresa como la suya, sino una inversión del corto de mente Lord Gosfield, que había emprendido la marcha desde su castillo en las ciénagas para acudir a la fiesta de la señora Gamart hacía más de un año. Desde entonces, todos sus conocidos parecían estar dedicándose a convertir sus segundas residencias en casas de veraneo, y ésa había sido su intención (dado que era propietario de buena parte de Saxford Tye). Pero había resultado impracticable porque todavía no se sabía de nadie que pasara allí las vacaciones. Hundido entre silos y montones de tubérculos, el pueblo era único en esa parte de Suffolk: no tenía siquiera una iglesia pintoresca que ofrecer al visitante. De hecho, habían dejado que la iglesia se quemara durante las celebraciones de 1925, cuando se aprobó la ley para subvencionar la remolacha, evitando así que la apática población se extinguiera. En cualquier caso, la construcción de una nueva carretera había convertido el pub Gosfield Arms, que tenía dos buenos lugares para dejar el coche, en un sitio razonable para hacer una parada en el camino a Hardborough o a Yarmouth. Las propiedades anexas podían convertirse en tiendas, y Lord Gosfield creía recordar que Violet Gamart, que sin duda era una mujer inteligente, había dicho algo sobre una librería. Le preguntó a su agente si hacer algo así no constituiría una buena maniobra. Y, en connivencia con éste, que tenía más luces que su jefe, los cerveceros habían conseguido que cualquiera que quisiera estirar las piernas, es decir, cualquiera que llegara hasta los relucientes cuartos de baño del pub, tuviera que pasar necesariamente por delante del escaparate de la nueva librería. Expuestos había caballos de latón y ceniceros en forma de remolacha, además del tipo de novelas que Florence no tenía ninguna intención de vender. A las seis y media el lugar estaba todavía abierto. No había duda de que aquello sería mucho más alegre para Christine.
—Te voy a echar de menos Christine, y quería saber qué te gustaría que te regalara.
—Ninguno de esos libros. Ninguno de los que tiene usted.
—Bueno, ¿entonces qué? Voy a ir a Flintmarket mañana. ¿Qué te parece una chaqueta?
—Preferiría el dinero.
Christine era implacable. Sólo encontraría consuelo si causaba dolor. Su resentimiento iba dirigido contra cualquiera que tuviera algo que ver con los libros y con leer, o que pensara que el éxito estaba condicionado a la escritura de pequeñas composiciones o a saber qué dibujo era el que no pertenecía al conjunto. Los odiaba a todos. La señora Green, que se suponía que entendía de estas cosas y que siempre le había dicho que aprobaría, no era mejor que los demás. Christine no les daría la satisfacción de hacer distinciones entre ellos.
—Bueno, espero que vengas por la tienda a verme alguna vez.
—No tendré mucho tiempo.
—El autobús del colegio llega hacia las cinco, ¿no? Si estoy atenta, a lo mejor te veo.
—No debería hacer tantos esfuerzos. Dicen que no es bueno después de cumplir los cuarenta.
Quizá no lo fuera. Florence había advertido en sí misma una o dos excentricidades últimamente, que podían ser consecuencia de trabajar tanto, de la edad o bien de su vida solitaria. Cuando llegaba el correo, por ejemplo, a menudo se encontraba perdiendo el tiempo en mirar los matasellos y en preguntarse de quién podían ser las cartas en vez de abrirlas, que sería lo más sensato para enterarse al instante.
Las cartas, en cualquier caso, cada vez llegaban en menor número, y se podía decir que toda su vida empresarial se estaba contrayendo. La biblioteca que, al fin y al cabo, había sido una fuente constante, aunque modesta, de ingresos, estaba cerrada para siempre. El motivo era que, por primera vez en la historia, se había abierto una biblioteca pública en Hardborough. El municipio llevaba muchos años solicitando este servicio y sería difícil decir quién había sido el responsable de presionar para que el ayuntamiento tomara por fin medidas. La nueva biblioteca constituía un entretenimiento importante. Afortunadamente, había disponible un terreno apropiado: la propiedad que se adquirió fue la antigua pescadería de Deben.
El rapper se dejaba oír cada vez con menos frecuencia, aunque una vez Florence se encontró los libros de cuentas, con los que pasaba tanto tiempo últimamente, tirados violentamente en el suelo boca abajo. Las páginas estaban arrugadas y llenas de garabatos. Se sintió un poco incómoda cuando se los mostró a la sobrina de Jessie Welford, quien, además, le dijo que se temía que habría que buscar otro arreglo, ya que la habían ascendido en la oficina y en el futuro no tendría tiempo para echar una mano en Old House. La frialdad con la que se lo dijo reflejaba la opinión que tenían de ella en Rhoda’s. Sólo al final, cuando estaba comprobando que no se dejaba nada, se ablandó un poco:
—Por supuesto que mi cometido no era otro que el de comprobar las transacciones, y profesionalmente no estaría bien que yo le diera otro tipo de consejo…
—No estaría nada bien, querida, no debo permitir que lo hagas —dijo Florence mientras miraba cómo la joven, tan autosuficiente, se acomodaba dentro de su gabardina.
—Bueno, pues entonces creo que eso es todo. Espero que no me haya dejado ninguna de mis pertenencias. ¿Qué es lo que decía mi padre…? Si estás en el fondo de la garganta, piensa en Jonás. Él salió airoso.
Iba a cenar al lado, a Rhoda’s, así que salió rápidamente dejando a Florence con estas imágenes de desastre y naufragio. Afortunadamente, había que hacer la limpieza de primavera y el listado de los envíos, que los Scouts se habían ofrecido a preparar en su imprenta. Eso significaba que habría que levantarse una hora antes, o dos, por las mañanas. Miró con vergüenza las filas de libros que esperaban pacientemente a ser vendidos.
—Trabaja demasiado, Florence —dijo Milo.
—Intento concentrarme. Deje ésos en el suelo, acaban de llegar y todavía no los he revisado. Si uno pone todo su empeño, tiene que salir adelante.
—No sé por qué. Todo el mundo tiene que poner todo su empeño al final. Tienen que morir. Y no puede decirse que morir signifique salir adelante.
—Usted es demasiado joven para preocuparse por la muerte —dijo Florence, pensando que eso era lo que se esperaba que dijera.
—Quizá. Pero me parece que Kattie a lo mejor se muere. Gasta tanta energía…
Tres veces a la semana, pensó Florence. Suspiró.
—¿Cómo está Kattie? —preguntó.
—No lo sé. De hecho, me ha dejado. Se ha ido a vivir con otra persona en Wantage. Está en el departamento de programas externos. Se lo cuento porque confío en usted.
—Supongo que se lo ha dicho a todo el que le quisiera escuchar.
—Le concierne a usted especialmente porque ahora tendré mucho más tiempo libre. Podré trabajar aquí media jornada, como su ayudante. Supongo que echa de menos a la niña.
Florence se negó a que aquello la cogiera desprevenida.
—Christine aprendió una barbaridad mientras estuvo aquí —dijo—. Y tenía bastante mano con los clientes.
—No tanta como yo —dijo Milo—. Le pegó a Violet Gamart, ¿no? Yo no haré eso. ¿Cuánto me puede pagar?
—A Christine le pagaba doce con seis a la semana y no puedo ofrecer más ahora mismo.
No había duda de que eso la libraría de Milo, aunque Florence le tenía bastante cariño. Si todo el mundo era como él en ese sitio de la televisión en Shepherd’s Bush, tendrían serias dificultades para terminar las cosas. Se pasarían todo el día intentando convencerse los unos a los otros.
—Si está interesado en el trabajo —dijo Florence mientras pensaba que en Müller’s consideraban aquello como de «entrometidos»—, puede venir por las tardes y probar durante unas semanas. Si no necesita los doce con seis, puede donar el dinero para la lancha de salvamento o para el fondo de los guardacostas. Sólo recuerde que yo no le pedí que viniera. Lo pidió usted.
Cuando el parlamento reanudó las sesiones, el proyecto de ley que había presentado el diputado de la circunscripción de Longwash se aprobó por tercera vez, y fue directamente a la Cámara de los Lores. En esta ocasión llamó todavía menos la atención. Muy pocos de aquéllos a quienes iba dirigida la ley leyeron sus enmiendas. Los edificios antiguos, por ejemplo, iban a ser objeto de compra obligatoria, incluso aunque estuvieran ocupados actualmente, en el caso de que hubieran estado vacíos en el pasado durante más de cinco años. El sobrino de la señora Gamart había contado con el consejo de personas expertas en la redacción de leyes. Era imposible saber quién era el responsable de este detalle o de aquél.
Todo el mundo pensó que el señor North era muy amable por echar una mano en Old House, sobre todo cuando el negocio no iba tan bien como antes. Lo más lamentable, quizá, era que siempre que Florence tenía que ir a Flintmarket para ver si habían llegado los nuevos pedidos, él echaba el cierre inmediatamente, y se le podía ver sentado en la silla más cómoda, colocada bajo los rayos del atardecer que entraban por el escaparate. Pero no se le podía culpar de que el negocio no fuera bien. Siempre tenía un libro de poesía, o de algo parecido, entre las manos.
Cuando ocurría esto, Milo jamás se acordaba de cerrar la puerta de atrás, y Christine podía entrar directamente, sin hacer ruido, ataviada con su nueva chaqueta del colegio.
Shower down thy love, O burning bright! for one
night or the other night
Will come the Gardener in white, and gathered
flowers are dead, Christine[15].
—Mucho ojito, señor North —dijo Christine.
—¡Qué expresiones tan desagradables os enseñan en ese colegio nuevo al que vas!
Christine se puso muy colorada.
—No he venido aquí a mezclarme con los de su clase —dijo.
Una especie de angustia había hecho que volviera, y fue una gran decepción no encontrar allí a Florence, en parte para que la animara un poco y en parte para demostrarle que no volvería a aceptar ese trabajo a ningún precio. Además, podía aprovechar para enseñarle la chaqueta de punto que se había comprado con el dinero que había recibido. Se abrochaba hasta arriba, no al estilo antiguo.
—¿Por qué has dejado de ayudar a la señora Green? —preguntó Milo—. Te echa de menos.
—Le tiene a usted, ¿no, señor North? Siempre está entrando y saliendo —dijo, y luego vaciló. No quería que pareciera que estaba buscando información—. Dicen que no la dejarán que se quede con esta librería —espetó.
—¿Quién lo dice?
—Quieren Old House para otra cosa que se les ha ocurrido.
—¿Y por qué has de preocuparte tú por eso, querida?
—Dicen que no se la puede quedar, que la llevarán a juicio. Eso significa ir al juzgado de la comarca. Tendrá que jurar que dirá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—Esperemos que no llegue a eso.
Christine tenía la sensación de que apenas había logrado reafirmar su posición. Estuvo dando vueltas, limpiando el polvo por aquí y por allá —el plumero necesitaba un lavado, como siempre, dijo—, mientras miraba con el reconocimiento de un extraño a sus viejos conocidos de las estanterías.
—Éstos no deberían estar con los Perseverantes —dijo levantando los dos volúmenes de la versión reducida del Oxford Dictionary.
—Nadie se ha ofrecido a comprarlos.
—De todas formas, no son Perseverantes. Son una raza aparte.
No había mucho más que hacer. Incluso ahora, al final del día, apenas había necesidad de poner las cosas en orden.
—Yo no veo que haya nada malo en esta tienda, excepto la humedad terrible y que nunca puedes saber cuándo va a empezar a dar la lata el rapper.
—Efectivamente, no puede haber nada demasiado malo en ella, o yo no estaría aquí.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar entonces?
—No lo sé. A lo mejor no tengo la energía necesaria para quedarme mucho más.
—A lo mejor no tiene la energía necesaria para levantarse y largarse —dijo Christine observándole, con menosprecio y fascinación, ahí sentado. Le vendría bien tener un pedazo de jardín y dedicarse a cultivar algo, pensó, aunque sólo fuera unas filas de rabanitos.
—Yo nunca tenía tiempo de estar sentada cuando era ayudante.
—Seguro que no. Eres una niña o una mujer, y ninguna de las dos tiene ni idea de cómo relajarse.
—Mucho ojito —dijo Christine.