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4 diciembre 1959
Estimada Sra. Green,
Me ha llegado una carta de John Drury & Co. en representación de su cliente, la Sra. Violet Gamart de The Stead, en la que se indica que su actual escaparate atrae tanta atención indeseable de clientes potenciales y reales, que está causando una obstrucción temporal, muy poco razonable tanto por la cantidad como por la duración, del uso de la carretera, por lo cual su cliente tiene la intención de alegar perjuicios contra su persona ya que es necesario que ella, como juez de Paz y presidenta de numerosos comités (se adjunta listado) realice sus compras con mucha celeridad. Además, los usuarios habituales de su biblioteca, quienes, no debe olvidar, desde el punto de vista legal, son invitados, se han encontrado incómodos en unas ocasiones, apretujados y empujados en otras, y, en algunos casos, personas ajenas al distrito se han referido a ellos como viejezuelos, veteranos, carcamales e incluso matusalenes. La acción civil, que es independiente de cualquier medida policial que se tome en el futuro para acabar con la mencionada molestia, puede derivar en la entrega de una suma considerable por perjuicios.
Atentamente,
Thomas Thornton
Abogado y notario
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5 diciembre 1959
Estimado Sr. Thornton,
Ha sido mi abogado durante varios años y entiendo que «representarme» significa «tomar parte activa a mi favor». ¿Ha visto el escaparate con sus propios ojos? Es cierto que estamos muy ocupados con las ventas en este momento, pero si pudiera recorrer 200 metros podría acercarse a la tienda y darme su opinión.
Sinceramente,
Florence Green
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5 diciembre 1959
Estimada Sra. Green,
En respuesta a su carta del 5 de diciembre, cuyo tono me sorprendió ligeramente, he intentado en dos ocasiones diferentes acercarme a su escaparate, pero me ha sido imposible. Los clientes parecen venir de tan lejos como Flintmarket. Creo que tendremos que admitir que la obstrucción del paso es poco razonable en lo que a cantidad se refiere. En cuanto a sus otras observaciones, me parece aconsejable que, para el bien de ambos, guardemos copia de toda comunicación futura.
Atentamente,
Thomas Thornton
Abogado y notario
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6 diciembre 1959
Estimado Sr. Thornton,
¿Qué aconseja entonces?
Sinceramente,
Florence Green
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8 diciembre 1959
Estimada Sra. Green,
En respuesta a su carta del 6 de diciembre, creo que deberíamos poner fin a la obstrucción, con lo cual quiero decir que hay que evitar que el público se reúna en la parte más estrecha de High Street, antes de que surja cualquier acusación. Asimismo deberíamos detener la venta de la novela sensacionalista y que tantas quejas ha recibido, escrita por V. Nabokov. No podemos remitirnos al caso de Herring contra el Consejo Metropolitano del Trabajo de 1863 en esta instancia, ya que la muchedumbre no se ha arremolinado como resultado de una hambruna ni debido a la escasez de artículos de primera necesidad.
Atentamente,
Thomas Thornton,
Abogado y notario
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9 diciembre 1959
Estimado Sr. Thornton,
Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida y, como tal, no hay duda de que debe ser un artículo de primera necesidad.
Sinceramente,
Florence Green
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10 diciembre 1959
Para: Sra. Florence Green
Estimada Sra.,
No puedo por más que repetirle el consejo que ya le ofrecí, y permítame añadir que, en mi opinión, aunque esto es un asunto personal y por tanto fuera de mi ámbito, haría bien en disculparse formalmente con la Sra. Gamart.
Atentamente,
Thomas Thornton
Abogado y notario
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11 diciembre 1959
Estimado Sr. Thornton,
¡Cobarde!
Sinceramente,
Florence Green
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Si Florence era valiente, lo era de una forma bien distinta al general Gamart, que se habría comportado exactamente de la misma manera en medio de un fuego cruzado que en un momento de calma; o al señor Brundish, cuya forma de rebelarse contra el mundo consistía en impedir que el mundo entrara en sus dominios. La valentía de ella, al fin y al cabo, no era otra cosa que su determinación por sobrevivir. La policía, sin embargo, no tomó medidas ni consideró tomarlas siquiera, y, después de que Drury le explicara a la señora Gamart que no había ni mucho menos pruebas suficientes para proceder con el caso, la queja quedó olvidada. La muchedumbre se hizo más manejable, la tienda obtuvo 82, libras, 10 chelines y 6 peniques de beneficio en la primera semana de diciembre sólo con Lolita, y los clientes nuevos regresaron para comprar los pedidos de Navidad y los calendarios. Por primera vez en su vida, Florence tenía una alarmante sensación de prosperidad.
Es probable que se hubiera sentido menos segura de haber revisado el estado de sus alianzas. Jessie Welford y el pintor de acuarelas, que a estas alturas era ya un inquilino permanente en Rhoda’s, le eran hostiles. El comentario de Christine, que dijo que preferiría irse a la cama con un sapo antes que con ese señor Gill y que estaba sorprendida de que no le salieran verrugas a la señorita Welford era del todo irrelevante; lo que ocurría era que hacían frente común: ni uno solo de los que abarrotaban High Street había entrado en la tienda de ropa y mucho menos había comprado una acuarela. Tampoco se había detenido nadie a mirar el pescado que ofrecía el señor Deben. Ahora todos los comerciantes estaban en contra, en mayor o menor medida, de la Librería Old House. Se tomó la decisión de no invitar a Florence a ser miembro del influyente círculo del Rotary Club de Hardborough y su distrito.
A medida que se acercaba la Navidad, Florence empezó a cometer algunas imprudencias. Retiró sus asuntos de las vacilantes manos del señor Thornton y se los encomendó a un despacho de abogados de Flintmarket. A través de esta nueva firma contrató a Wilkins, quien hacía trabajos tanto de construcción como de fontanería, para tirar el cobertizo de ostras, obra que, había que admitir, avanzaba con relativa lentitud. Ya decidiría más adelante lo que haría con el terreno. Después, para hacer sitio a los nuevos pedidos, se deshizo, como por un impulso, de los montones de material mohoso que le habían dejado los vendedores de las editoriales para adornar el escaparate: un Stalin y un Roosevelt de cartón de tamaño natural, un Winston Churchill más grande todavía, un tanque nazi al acecho que había que armar con tres piezas y pegar por la línea de puntos, un Stan Matthews con su balón de fútbol para colgar del techo con la cuerda que se incluía a tal efecto, carteles de dos metros con pisadas manchadas de sangre, un caballo a pilas con unos ojos que se movían cuando saltaba una valla, fotografías amenazadoras de Somerset Maugham y Wilfred Pickles… Todo fuera. Todo para Christine, que lo quería para el baile de disfraces de Navidad.
Se trataba de un evento que organizaban las instituciones benéficas locales.
—Le agradezco mucho que me haya regalado todo esto, señora Green —dijo Christine—. Si no, habría tenido que ir disfrazada de paquete de detergente Omo.
Las empresas de detergentes estaban dispuestas a enviar grandes cantidades de material, igual que el Daily Herald y el Daily Mirror. Pero todos en Hardborough estaban hartos de esos disfraces. Florence se preguntaba por qué la niña no quería ir de algo bonito, como un arlequín. Pero Christine cosió y pegó todo ese material tan poco prometedor, hasta conseguir un disfraz extraño pero atractivo: «Adiós a 1959». Con una de las sobrecubiertas de Lolita le dio el último toque, y Florence, que tenía los pies casi tan pequeños como los de su ayudante, le prestó unos zapatos. Eran de piel de cocodrilo, con las hebillas forradas de la misma piel. Christine, que nunca los había visto, aunque había curioseado lo suyo por el piso de arriba, se preguntó si serían de Christian Dior.
—¿Sabe que una gitana le dijo a Dior que tendría diez años de buena suerte y que luego encontraría la muerte? —dijo.
A Florence le parecía que no podía permitirse hablar con ligereza de lo sobrenatural.
—Sería una gitana francesa, claro —añadió Christine para consolarse, mientras daba zancadas con los ilustres zapatos de cocodrilo.
La patrona del desfile de disfraces era la señora Gamart de The Stead. El juez, por deferencia a su relación con la BBC y, por lo tanto, con las Bellas Artes, era Milo North, que protestó amablemente argumentando que nunca se lo tendrían que haber pedido, mientras intentaba, en todo momento, evitar emitir un juicio definitivo sobre algo. Sus comentarios se recibían con estruendosas carcajadas. El desfile se hizo en Coronation Hall, que nunca se terminó de construir como le hubiera gustado a Hardborough, de modo que el techo seguía siendo de hierro forjado. La lluvia golpeaba con fuerza y sólo se dejaba de oír cuando se convertía en llovizna o aguanieve. Christine Gipping, que entró empujando a Melody en un carrito decorado con un alambre de espino que habían enviado para anunciar Escapa o muere, era una firme candidata a llevarse el premio al disfraz más original. Apenas había discusión posible.
El auto de Navidad se representó una semana después, un sábado por la tarde, cuando en la tienda había demasiado lío con las ventas navideñas para que Florence pudiera tomarse unas horas libres. Pero tuvo noticias de la actuación gracias a Wally y a Raven, que le hicieron una visita, y a la señora Traill, que fue a preguntar por sus pedidos para el siguiente cuatrimestre.
Las opiniones sobre la representación fueron variadas. Quizá se hubiera intentado darle demasiado realismo al hacer que Raven subiera al escenario un rebaño de ovejas que había traído de los pantanos. Por otro lado, nadie había olvidado su papel, y el baile de Christine había sido el gran éxito de la tarde. A resultas de su éxito con el disfraz, se le había otorgado el codiciado papel de Salomé, lo que significaba que tenía permiso para aparecer con el bikini de su hermana mayor.
—Tenía que bailar para hacerse con la cabeza de Juan Bautista —explicó Wally.
—¿Y la música? —preguntó Florence.
—Era una grabación de Lonnie Donegan, Putting on the Agony, Putting on the Style. No creo que le gustara mucho, señora Traill.
La señora Traill respondió que después de tantos años como profesora de primaria ya nada podía sorprenderla.
—Me temo que a la señora Gamart no le pareció muy apropiada.
—Pues si no le gustó, no pudo hacer nada al respecto —dijo Raven—. Absolutamente nada.
Irradiaba un brillo de bienestar después de haberse tomado una o dos en el Anchor antes de ir hacia allí. Florence todavía estaba preocupada por los resultados de Christine en el examen.
—Es tan buena ayudante que no puedo dejar de pensar que al terminar el colegio a lo mejor podría dedicarse a esto. Tiene mucho talento para clasificar, y eso es algo que no se puede enseñar.
La mirada que atravesó los cristales de las gafas de la señora Traill sugería que todo sí se podía enseñar. En cualquier caso, el sentido de la responsabilidad pesaba sobre Florence. Consideraba que debía haber hecho más. Teniendo en cuenta que a la niña no le gustaba leer, con la única salvedad de Bunty, ni que le leyeran en voz alta, ¿no habría alguna otra posibilidad? Retuvo a Wally después de que se marcharan los demás, y le dijo que le había gustado mucho que le contara todo lo de la representación, pero ¿habían ido él o sus amigos o Christine alguna vez a un teatro de verdad? Quizá podían ir al Maddermarket, en Norwich, si hubiera algo que mereciera la pena.
—Ninguno de nosotros ha ido nunca —respondió Wally con cierto reparo—. Pero el año pasado fuimos con el colegio a Flintmarket a ver a una compañía itinerante. Fue bastante interesante. Vimos cómo ajustaban la amplificación del sonido.
—¿Qué obra hacían? —preguntó Florence.
—El día que fuimos nosotros daban Hansel y Gretel. Había muchas canciones en la obra. No la representaron entera. Sólo la parte en que el niño y la niña se tumban y se ponen un poco frescos, y vienen los ángeles y les cubren con hojas.
—No entendiste la obra, Wally. Hansel y Gretel son hermanos.
—Eso no cambia nada, señora Green.
Enero, como siempre, trajo consigo un día en el que la gente decía que parecía primavera. El cielo estaba poblado de vetas azules entre jirones de nubes; y el pantano, con sus miles de hierbajos y maleza, despedía un leve olor a resurrección.
Florence salió a dar su paseo por una zona que habitualmente solía evitar. Quizá no lo hiciera de manera deliberada, pero lo cierto es que no había ido por allí en mucho tiempo. Dando la espalda al Laze, pasó por el cabo, hacia el norte. Un cartel en una puerta cerrada con alambre rezaba: PRIVADO, TIERRA DE LABRANZA. Sabía que sobre el camino existía una servidumbre de paso, así que saltó por encima, y continuó. El sendero giraba bruscamente hacia el mar, que rompía contra la playa pedregosa quince metros más abajo. La hierba estaba mullida, como si fuera un fino cabello verde. En dirección al borde del acantilado se veía el fantasma de una vieja carretera secundaria, flanqueada de ruinas: ruinas de casas y de mansiones algo más ambiciosas. Cinco años atrás se había construido en ese lugar todo un complejo residencial sin tener en cuenta la erosión del mar, y antes de que nadie llegara a vivir allí, el acantilado arenoso había cedido y las casas habían empezado a deslizarse y a tambalearse. Todavía quedaban algunos carteles de PROPIEDAD EN VENTA. Una de las mansiones más pequeñas quedaba justo en el borde. La mitad de los cimientos y la fachada habían desaparecido, mientras que en el salón, expuesto a todos los pájaros del cielo, ondeaban en el vacío los últimos jirones de papel pintado.
Durante unos diez minutos —parecía primavera— Florence se sentó en el escalón de una de las puertas principales, decorado con azulejos. El Mar del Norte despedía un olor brutal a sal, limpio y putrefacto a la vez. La marea, que estaba bajando rápidamente, se detenía en las rocas sumergidas para convertirse después en espuma amarillenta, como si estuviera decidiendo qué traer o qué dejar atrás; cuántos barcos y cuántos náufragos, cuántas botellas de plástico. Le daba rabia no poder acordarse exactamente, aunque se lo habían dicho a menudo, de cuánto se erosionaba la costa cada año. Wally le daría la información inmediatamente. Había iglesias con carillón debajo de esas olas, y un terreno tan extenso que cabría una urbanización. Los historiadores negaban la leyenda, argumentando que habría habido tiempo de sobra para salvar las campanas, pero quizá no conocían Hardborough. ¿Cuántos años habían dejado Old House, cuando todo el mundo sabía que se estaba cayendo a pedazos?
Milo, acompañado de Kattie —alguien joven, en cualquier caso, que llevaba unas medias de color rojo brillante, así que no podía ser otra—, se acercaba andando por el camino del acantilado. Cuando los dos estuvieron más cerca, Florence tuvo la impresión de que Kattie había estado llorando, así que no parecía que el paseo hubiera sido un éxito.
—¿Por qué está sentada en un escalón, Florence? —preguntó Milo.
—No sé por qué salgo a pasear siquiera. Los paseos son para los jubilados, y yo pienso seguir trabajando.
—¿Hay sitio para mí en su escalón? —preguntó Kattie.
Estaba siendo sociable, intentando complacer y resultar conciliadora. Una de dos, o quería que Milo viera lo rápidamente que podía caer en gracia a otras personas, o quería demostrarle lo amable que podía ser con una aburrida mujer de mediana edad sólo porque Milo parecía conocerla. Fuera lo que fuera, Florence se sintió profundamente agradecida. Le hizo sitio en el escalón, y Kattie se sentó con cuidado. Luego se bajó la falda hasta cubrir completamente sus largas piernas rojas.
—Kattie no se creía que hubiera ruinas en Hardborough, así que la he traído para que las vea —dijo Milo, mirándolas a ellas primero y luego en dirección a las patéticas casas—. Estaban para entrar a vivir, ¿verdad? Me pregunto si seguirán teniendo agua.
Pasó por encima de un montón de escombros hacia los restos de una cocina, y probó los grifos. Un agua oxidada, del color de la sangre, salió con fuerza.
—Kattie podría vivir aquí estupendamente. No para de decir que no le gusta nuestra casa.
Florence, que quería cambiar de tema, le preguntó a Kattie por su trabajo en la BBC. Fue un poco decepcionante descubrir que no tenía nada que ver con la televisión, sino que su labor consistía en revisar las hojas de gastos para el Departamento de Programas Pregrabados, el DPP. Seguro que eso no resultaba muy gratificante para una chica que parecía tan inteligente como ella.
—Hemos ido a almorzar con Violet Gamart —dijo Milo balanceándose con naturalidad sobre la corta hierba, al borde mismo del acantilado—. Era una buena ocasión para mejorar el concepto que tiene de nosotros.
—¿Por qué nunca puede usted decir nada amable de nadie? —preguntó Florence—. ¿La señora Gamart todavía quiere que usted dirija, o que al menos eso parezca, un Centro para las Artes en Hardborough?
—En su caso se trata de algo estacional. Todos los veranos sufre una crisis grave, cuando Glyndebourne y el festival de Aldeburgh salen en las noticias. Ahora estamos en enero, así que el ritmo es más lento.
—La señora Gamart estuvo de lo más amable —dijo Kattie agarrándose los hombros como hacía Christine a veces.
—A mí no me gusta la gente amable, exceptuándola a usted, Florence.
—Eso no me impresiona —dijo Florence—. Me da la sensación de que usted trabaja cada vez menos. No olvide que la BBC pertenece al Estado. Así que, al fin y al cabo, su sueldo sale de los fondos públicos.
—Eso es cosa de Kattie —respondió Milo—. Ella se ocupa de mis hojas de gastos. Volveremos andando con usted.
—Gracias, pero me quedaré un rato más.
—Por favor, venga con nosotros —dijo Kattie. Parecía que se estaba devanando los sesos para decir algo—. ¿No me querría contar cómo se las apaña para envolver los libros? Yo soy un desastre con el papel y el lazo.
Florence siempre utilizaba bolsas de papel, y no recordaba haber visto nunca a Kattie en la tienda, pero aceptó acompañarles de vuelta a Hardborough. Kattie no paró de coger trocitos de plantas y preguntarle con deferencia cómo se llamaban. Florence le tuvo que decir que no estaba segura del nombre de ninguna de ellas, excepto del tomillo y el llantén, mientras no tuvieran flor, y eso no ocurriría hasta dentro de unos meses.
Un día, durante la hora del recreo del último curso de primaria, que, en los días de frío, significaba básicamente que los alumnos se quedaban sentados en sus pupitres e intercambiaban todas las palabras sucias que hubieran aprendido últimamente, un extraño apareció por la puerta.
—No hace falta que os levantéis, niños. Soy el inspector.
—No es verdad —dijo el delegado de clase.
La señora Traill, que había estado comprobando la lista de asistencia, volvió al aula.
—Creo que no le conozco —dijo.
—¿Señora Traill? Me llamo Sheppard. Quizá quiera usted echarle un vistazo a mi tarjeta de identificación del distrito escolar y autoridades correspondientes, que me permite, bajo la Ley de Pequeños Comercios de 1950, entrar en cualquier colegio en el que yo tenga una causa razonable para creer que niños escolarizados actualmente están, además, empleados en una tienda.
—¡Empleados! —gritó la señora Traill—. Desde luego que les gustaría estar empleados, pero, aparte de los negocios familiares y el reparto de periódicos, me gustaría que me dijera qué es lo que hay para ellos. Quizá quiera volver a intentarlo cuando empiece la recogida de la patata. Por cierto, no recuerdo haberle visto por aquí antes.
—Debido a la falta de personal, nuestras visitas no se han hecho con la regularidad deseada.
—¿Quién le sugirió que viniera usted a esta hora? —preguntó la directora—. Christine Gipping es la única que trabaja de forma regular después del colegio —añadió al no recibir respuesta.
—¿Cuál es la dirección?
—La Librería Old House. Ponte de pie, Christine.
El inspector consultó su cuaderno.
—Supongo que será consciente de que tengo derecho a examinar a esta niña como considere oportuno respecto a los asuntos que engloba la Ley de Comercios.
Una tormenta de silbidos estalló en la clase.
—He traído a una colega conmigo —dijo el inspector con escaso entusiasmo—. Está fuera cerciorándose de que el coche está bien cerrado.
—Entonces no habrá interferencias criminales —dijo el delegado de la clase con voz tranquila.
Christine no se inmutó. Siguió a la inspectora, que entró dando explicaciones desde el jardín, apresuradamente, y que se dirigió después hacia la pequeña habitación que quedaba detrás del piano, donde se hacía el recuento del dinero de la cena.
Para: Sra. Florence Green, Librería Old House
Los inspectores del distrito escolar han examinado a Christine Gipping y le han solicitado que firme una declaración jurada acerca de los asuntos por los que fue sometida a examen. Aunque no hay indicios de irregularidad en su asistencia al colegio, parece ser que, como consecuencia de la llegada de un número uno en ventas, trabajó más de 44 horas en su establecimiento durante una semana de sus vacaciones. Además, ni su seguridad ni su bienestar están garantizados en su propiedad, que está embrujada de una manera del todo inaceptable. Cito literalmente las palabras de Christine Gipping. «El rapper no hace tanto ruido ahora, pero no conseguimos deshacernos de él del todo». Se me ha indicado que bajo las estipulaciones de la Ley, los hechos sobrenaturales están clasificados al mismo nivel que las cortadoras de bacon y otra maquinaria a la que no deben estar expuestos los jóvenes ante la posibilidad de que puedan sufrir algún daño.
De: Sra. Florence Green
La ley de Comercios que menciona sólo es aplicable a personas que tengan entre catorce y dieciséis años. Christine Gipping sólo tiene once. De otra forma, ¿por qué iba a estar en primaria?
Para: Sra. Florence Green, Librería Old House
Si Christine Gipping tiene, como usted asegura, once años, no le está permitido por ley trabajar en un negocio de venta que no sea un quiosco o una estructura móvil que conste de una tabla sujetada por caballetes que se desmonte al final del día.
De: Sra. Florence Green
No hay espacio en la acera de la calle High Street de Hardborough para tablas con caballetes que se puedan desmontar al final del día. Christine, como gran parte de los alumnos de primaria de Suffolk, y como usted bien sabe, está «echando una mano». Se examinará en julio y supongo que pasará a la secundaria en Flintmarket, donde no tendrá tiempo para ningún otro tipo de trabajo después de clase.
No se volvió a saber nada de los inspectores del distrito y esta queja, donde quiera que se originara, murió como las otras. Una breve nota de felicitación llegó de parte del señor Brundish. ¿Cómo podía haberse enterado? Recordaba que, en tiempos de su abuelo, el inspector siempre pasaba por los colegios con un hurón dispuesto a hacerse útil y acabar con las ratas.
Pero la Librería Old House, como un paciente que ha superado una crisis pero que no logra recuperar las fuerzas, tuvo unos beneficios menos prometedores que a finales de año. Era de esperar una situación semejante en los meses después de Navidad. Habría más capital disponible después de demoler el cobertizo y vender el terreno. Pero Wilkins era tremendamente lento. Nunca había sido un hombre rápido y, evidentemente, el frío actuaba en su contra. Parecía que estos viejos enclaves se vendrían abajo de un solo golpe, pero a veces podían ponerse tercos. Florence se vio obligada a repetirle todo esto al director del banco, que le había pedido que se acercara para tener una charla, y que había procedido a preguntarle si se había percatado del poco activo circulante que tenía en esos momentos.
—¿El cobertizo va a dejar de ser un activo fijo para ser circulante?
—No es ninguna de los dos cosas de momento —respondió Florence—. Wilkins dice que la argamasa es más dura que el sílex.
El señor Keble le hizo notar que quizá no fuera el momento más apropiado para vender un pequeño terreno que se sabía que tenía tendencia a anegarse fácilmente. Florence no recordaba que se hubiera hecho mención de algo así meses antes, cuando discutieron el préstamo.
—Ahora habrá algo menos de actividad en su negocio, supongo. Quizá sea mejor así. Durante un tiempo dio la impresión de que iba usted a sacarnos de nuestras viejas costumbres de golpe. Pero todos los pequeños comercios tienen sus altibajos. Ésa es otra de las cosas que uno puede comprender más fácilmente desde una posición como la mía, donde se disfruta de una perspectiva más amplia.
Más adelante, esa misma primavera, el sobrino de la señora Gamart, el diputado de la circunscripción de Longwash, un joven brillante, triunfador y estúpido, presentó su proyecto de ley y obtuvo su aprobación. Se trataba de un admirable hito en su carrera. Las estipulaciones de esta ley resultaban aceptables para todos los partidos —eran humanitarias, democráticas, y contribuían a solucionar el creciente problema del ocio—, aunque difíciles de llevar a la práctica. Conocida como la Ley de Acceso a Lugares de Valor Educativo y de Interés, otorgaba a los consejos locales el poder de comprar, de manera obligatoria y según un acuerdo previo de compensaciones, cualquier edificio levantado entero o en parte antes de 1549 y que no se utilizara con fines residenciales, en el caso de que no hubiera en la zona otro edificio de una fecha parecida abierto al público. Los edificios adquiridos debían utilizarse para el recreo cultural del público. Florence se fijó en que había un pequeño párrafo acerca de este asunto en The Times, pero sabía que no le afectaría. Ni el consejo de Hardborough ni el de Flintmarket tenían dinero para proyectos de ningún tipo y, en cualquier caso, Old House se estaba utilizando «con fines residenciales»: ella todavía vivía allí, aunque esas palabras desviaron sus pensamientos hacia los problemas derivados del puro mantenimiento de la finca. El invierno se había llevado por delante un buen número de tejas, y había una mancha de humedad que se estaba extendiendo por el techo de la habitación, centímetro a centímetro, del mismo modo que el mar se iba comiendo la costa. También había humedades en el armario donde guardaba el stock, bajo la escalera. Pero aquél era su hogar y el de sus libros, y allí se quedarían todos juntos.
El contenido de la ley no se lo había sugerido la señora Gamart a su sobrino, pero se quedó encantada cuando él le contó, durante una comida en The House, que la idea se le había ocurrido estando en una de sus fiestas la primavera pasada. Como fuente de energía en un lugar como Hardborough que necesitaba tan poca, una energía, además, que a menudo se perdía en quejas, estaba seguro de que ella sería capaz de generar un círculo creciente de efectos secundarios que irían mucho más allá de la idea original. Siempre que se percataba de esto, la señora Gamart se sentía complacida, tanto por sí misma como por los demás, porque ella siempre había actuado según lo que creía que era lo correcto. No era consciente de que la moralidad rara vez representa una guía segura para la conducta humana.
Sonrió a su sobrino desde el otro lado de la mesa del almuerzo, y dijo que no tomaría el pescado.
—Me temo que vivir en Hardborough hace que no desees comer pescado en ningún otro lugar —dijo—. Allí se consigue tan fresco…
Era una mujer encantadora, bien conservada además, y había venido a Londres ese día para presionar a favor de algún asunto caritativo, nada que ver con la Librería Old House. Su sobrino no conseguía acordarse de qué era, pero ya se encargarían de recordárselo.