6

A Christine le gustaba encargarse de echar el cierre cada tarde. A los diez años y medio tenía la certeza, quizá por última vez en su vida, de cómo había que hacer las cosas exactamente. Éste era su último año en primaria. La sombra del examen de reválida para pasar a la secundaria, al final del verano siguiente, ya se iba dejando notar. Quizá debería abandonar el trabajo y concentrarse en los estudios, pero Florence, por temor a que se malinterpretaran sus intenciones, no podía sugerirle a su ayudante que posiblemente había llegado el momento de que se marchara. En los últimos meses no había sido poca la influencia que habían ejercido la una sobre la otra. Si Florence se había hecho más resistente, Christine se había hecho más sensible.

La primera tarde de septiembre que realmente se podía decir que había hecho frío se sentaron, después de cerrar, en el cuarto delantero en dos cómodas butacas, como señoras. La niña se fue a la cocina a calentar agua y Florence se quedó escuchando el ruido que hacía el chorro del agua del grifo. Siguió una nota metálica cuando puso la lata roja de Coronation, donde guardaba las galletas, de golpe sobre la encimera.

—En casa tenemos una azul. También representa la abadía de Westminster, pero la procesión da toda la vuelta a la lata.

—Voy a encender la estufa —dijo Florence, que no estaba acostumbrada a estar sin hacer nada.

—Mi madre no cree que esas estufas de parafina sean seguras.

—No hay ningún peligro mientras se tenga cuidado de limpiarlas adecuadamente y no haya corriente por dos lados a la vez —respondió Florence, mientras enroscaba la tapa del contenedor con fuerza.

Alguna vez tenía derecho a llevar la razón.

La estufa no parecía pasar por su mejor momento aquella tarde. No había corriente, si es que eso era posible en Hardborough; pero la llama azul se elevó un instante, como si quisiera alcanzar algo, y luego se hundió de nuevo, más que antes. El nombre algo extravagante de la estufa era Nevercold[12]. Acababa de conseguir ponerla en marcha cuando entró Christine muy seria transportando una gran bandeja negra y dorada, sobre la que llevaba todo lo necesario para el té.

—Me gusta esta vieja bandeja —dijo—. Me la puede dejar en su testamento, si quiere.

—Creo que no me apetece pensar en mi testamento todavía, Christine. Soy una mujer de negocios en el ecuador de su vida.

—¿Es japonesa?

La bandeja tenía un dibujo que representaba a dos ancianos pescando apaciblemente a la luz de la luna.

—No, es esmalte chino. Mi abuelo la trajo de Nanking. Era un gran viajero. No estoy segura de que hoy día sean capaces de hacer esmaltes como éstos en China.

Para entonces la Nevercold ardía ya con más regularidad. La tetera estaba delante, absorbiendo el calor, y el cuarto se hizo más acogedor. La diferencia de edad entre Christine y Florence pareció disminuir, como si no hubiera más que dos etapas en la vida de una mujer. En Hardborough, las tardes como aquélla, en la que apenas se oía el mar, se consideraban silenciosas. Disfrutaban, por lo tanto, del calor y la quietud; y, sin embargo, poco a poco, Christine, que hasta ese momento había estado relajada como una muñeca de trapo, empezó a ponerse tensa e impaciente. Naturalmente, no se podía esperar que una niña de su edad estuviera quieta durante mucho tiempo.

Al cabo de un rato se levantó y fue a la parte de atrás de la casa para asegurarse, según dijo, de que la puerta estaba bien cerrada. Florence habría querido impedir que saliera de la habitación, algo innecesario, como se demostró inmediatamente cuando regresó. Del pasillo de arriba llegaba un susurro casi inaudible, acompañado de débiles arañazos y golpes. Parecía que alguien estuviera arrastrando algo de un lado a otro, como un gato que estuviera tirando de un juguete demasiado pesado atado a una cuerda. Florence no se engañó a sí misma, al menos no más que otras veces, haciendo ver que no ocurría nada.

—Estás cómoda, ¿no, Christine?

La niña respondió que sí. No cabía duda de que había intentado adoptar su «mejor» tono de voz, el que exigía la profesora a las niñas cuando representaban el papel de Florence Nightingale o el de la Virgen María. Mientras, seguía aguzando el oído, con angustia, como si estuviera estirando las orejas o levantándolas.

—He estado pensando que podría ayudarte con tu examen —dijo Florence intentando empezar una conversación—. Con algo que te sea útil, quiero decir. Podemos leer algo juntas.

—No tenemos lectura. Te dan unos dibujos y tienes que decir cuál es el que no encaja con los demás. O te dan unos números, como 8, 5, 12, 9, 22, 16, y tienes que decir qué número viene después.

Igual que había sido incapaz de entender a Milo, Florence no habría sabido decir cuál era el siguiente número de la serie. Había nacido hacía demasiados años. A pesar de la Nevercold, la temperatura parecía haber caído de forma dramática. La puso al máximo.

—No tienes frío, ¿verdad?

—Siempre estoy pálida —respondió Christine altiva—. No hay necesidad de subir esa cosa por mí —añadió temblando—. Mi hermano pequeño también es pálido. Se supone que él y yo nos parecemos bastante.

Ninguna de las dos estaba preparada para reconocer que le gustaría proteger a la otra. Habría sido como permitir que el miedo entrara en la habitación. El miedo parecería más natural si el lugar hubiera estado a oscuras, pero la luz brillante de la tienda inundaba toda la estancia. El barullo sofocado de arriba se convirtió en un caos.

—Suena cada vez más, señora Green.

Christine había abandonado su voz de Florence Nightingale. La señora Green le cogió la mano izquierda, que era la que tenía más cerca. Parecía que pasaba por ella una pequeña corriente, que transmitía un pulso frío, como si la electricidad se pudiera convertir en hielo.

—¿Seguro que estás bien?

La mano de Christine descansaba sobre la suya, ligera e inmóvil. Quizá fuera peligroso presionar a la niña, pero Florence sentía la abrumadora necesidad de hacer que hablara y de que se admitieran algo la una a la otra.

—Esa cosa me está pasando ahora mismo por el brazo como si tuviera un par de dedos caminando —dijo Christine muy despacio—. Y ahora se ha parado encima de mi cabeza. Se me han puesto los pelos de punta.

Era un reconocimiento en toda regla. Medio tensa, medio adormilada, se meció de un lado a otro en la butaca, adoptando una postura curiosa. El ruido de arriba paró un momento y luego estalló de nuevo, pero esta vez en el piso de abajo, aparentemente debajo de la ventana, que vibró con violencia. Parecía que el vidrio iba a estallar hacia dentro. Temblaron las tazas y comenzaron a dar vueltas encima de los platillos. Se oyó un repiqueteo enloquecido, como si algún idiota estuviera tirando guijarros, puñado tras puñado, contra el cristal.

—Es el rapper. Mi madre sabe que hay uno en esta casa tan vieja. Pensó que no actuaría conmigo aquí, porque todavía no me han salido.

Los golpes en la ventana se transformaron en un silbido, que se elevó, una y otra vez, hasta asemejarse al grito de un animal.

—No le hagas caso, Christine —gritó Florence con una energía repentina—. Sabemos perfectamente lo que no puede hacer.

Eso no quiere que nos vayamos —murmuró Christine—. Quiere que nos quedemos para así poder atormentarnos.

Estaban rodeadas. El asedio duró poco más de diez minutos, durante los cuales el frío fue tan intenso que Florence no sentía la mano de la niña en la suya. No sentía ni las propias yemas de sus dedos. Diez minutos más tarde, Christine se quedó dormida.

Florence no esperaba que su ayudante volviera por allí; pero lo hizo al día siguiente, con la sugerencia de que si volvían a tener problemas podían ponerse las dos a rezar juntas la oración del Señor. Su madre había indicado que sería una pérdida de tiempo consultar al vicario. Los Gipping no pertenecían a la iglesia Anglicana y no iban a St. Edmund’s, pero el párroco tampoco sería de gran ayuda; los fantasmas podían combatirse con lecturas y oraciones, pero no así los rappers. Entretanto, seguro que había llegado el momento de lavar los plumeros.

A Florence le dio pena ese aparente desdén hacia la elegante iglesia cuya torre protegía los pantanos, y cuyo suelo del famoso pórtico sur, entre contrafuertes angulosos, había sido decorado por un ancestro del señor Brundish con baldosas de sílex de color gris plateado y gris oscuro. Le habría gustado que, cuando hablara con el vicario, la conversación no versara sobre el dinero. Se había alegrado de donar parte de sus libros para la fiesta de la cosecha, aunque se preguntaba cómo Usted puede ser su propio mecánico y una pila de novelas podían considerarse frutos de la tierra y el mar. Para el canónigo debía de constituir una pesada carga —eso lo sabía muy bien— tener que dedicar tanto tiempo a recolectar fondos. Le habría gustado poder verle sólo un momento para preguntarle: ¿Tenía razón William Blake cuando dijo que todo aquello en lo que era posible creer era una imagen de la Verdad? ¿Y si era algo en lo que resultaba imposible creer? ¿Creía él en los rappers? Mientras tanto, decidió asistir a la misa matutina en St. Edmund’s, y al salir se dio cuenta de que la semana siguiente le tocaba ocuparse de las flores. Se dio de bruces con la lista que estaba colgada en el porche: señora Drury, señora Green, señora Thornton, señora Gamart dos semanas; eso debía de ser porque tenía el jardín más grande.

La señora Gipping, cuya casa quedaba entre la vieja estación de tren y la iglesia, estaba trabajando en su huerto. Al ver pasar a la patrona de Christine de vuelta de la misa, le hizo una señal para que se acercara. Gipping, a la que se podía ver entre hileras de hojas verdes, estaba cuidando el apio tempranero, que aguantaría hasta Navidad.

En el calor húmedo de la cocina en un día de colada, la señora Gipping resultaba tranquilizadora. Su hija le había hablado de la visita del rapper; en su opinión, dijo, todos los trabajos tenían algún inconveniente.

—Querrá tomar algo, supongo, antes de ir a abrir su negocio.

Florence esperaba que le diera una taza de Nescafé, al que ya se había acostumbrado, pero, en cambio, dirigió su atención hacia una enorme calabaza que colgaba encima de la pila. Había una espita de madera incrustada en uno de los lados tersos y brillantes de la fruta. Lucía unas atrevidas franjas verdes y amarillas. Alineadas debajo, había tazas y algunos vasos, y si se le daba una vuelta a la espita salía, gota a gota, un líquido turbio que caía pesadamente sobre la taza más cercana. La señora Gipping explicó que no llevaba mucho tiempo allí colgada y que no se subía en absoluto a la cabeza, pero que ella había visto a un hombre fuerte entrar, tomar un sorbo de una calabaza de cuatro semanas y desplomarse sobre el suelo de piedra, poniéndolo todo perdido de sangre.

—Ya me dará usted la receta —dijo Florence educadamente.

Pero la señora Gipping le respondió que nunca se la daba a nadie, porque, si lo hacía, el Instituto de la Mujer, contra el que parecía albergar algún tipo de resentimiento, tomaría nota para incluirla en su repertorio de viejas tradiciones rurales.

Abrir la tienda producía en Florence, cada mañana, la misma sensación cargada de promesas y oportunidades futuras. Los libros estaban tan bien alineados como las verduras del huerto de la señora Gipping. Dispuestos para todos los visitantes.

Milo vino a la hora del almuerzo.

—¿Qué? ¿Al final va a encargar Lolita?

—Todavía no lo he decidido. He pedido un ejemplar de lectura. Estoy algo desconcertada por lo que han dicho sobre ella los periódicos americanos. Un crítico ha afirmado que su publicación era una mala noticia para el ramo y para los lectores, porque era aburrida, pretenciosa, de lenguaje florido y repulsiva. Pero por otro lado había un artículo de Graham Greene que decía que era una obra maestra.

—No me ha preguntado qué es lo que pienso yo.

—¿De qué serviría? Ha perdido el segundo volumen o se lo ha dejado en algún lado. ¿Llegó a terminar de leerlo?

—No lo recuerdo. ¿No se fía de su propia valoración, querida?

Florence se lo pensó.

—Me fío de mi valoración moral, sí. Pero yo soy sólo una comerciante; no tengo suficiente preparación para entender de Arte, y no sé si un libro es una obra maestra o no.

—¿Qué le dice su valoración moral acerca de mí?

—Eso no es muy difícil de contestar —dijo Florence—. Me dice que debería casarse con Kattie, pensar menos en sí mismo y trabajar más duro.

—Pero no está usted segura en cuanto a Lolita. ¿Teme que lo lea esa pequeña Gipping?

—¿Christine? En absoluto. En cualquier caso, nunca lee los libros que vende. Es la ayudante perfecta en ese sentido. Sólo lee Bunty[13], y de vez en cuando.

—¿O quizá teme que no les guste a los Gamart? Violet todavía no ha venido por aquí, ¿verdad?

Milo añadió que el General le había dicho, cuando los coches de ambos estaban esperando en el paso a nivel en Flintmarket, que su mujer no creía que Lolita llegara nunca a venderse en un sitio tan entrañable y aletargado como Hardborough.

—Prefiero no tener ninguna de esas cosas en cuenta. Si Lolita es un buen libro, entonces lo venderé en mi librería.

—En el peor de los casos ganaría dinero, ¿sabe?

—Ésa no es la cuestión —respondió Florence. Y, de verdad, no lo era.

Se preguntó por qué últimamente se hablaba de forma tan recurrente del peor de los casos. Hacía sólo unos días, en los pantanos, Raven le había enseñado unas suculentas hierbas verdes que, según dijo, se consideraban un manjar en Londres, y que alcanzarían un buen precio si las enviaba allí.

—Esto le puede ser de ayuda, señora Green, si las cosas no salen como es de esperar.

—Nos va bastante bien, de momento —le dijo a Milo—. Haré caso de sus buenos consejos sobre Lolita en su debido momento.

Milo pareció vagamente desilusionado.

—Deme un ejemplar de Bunty —dijo.

Florence le dijo que había un montón enorme en la parte de atrás, pero que no podía deshacerse de ninguno sin el permiso de Christine. Y las clases no terminaban hasta las tres y media.

Tras seis meses de negocio, Florence calculó que tendría unas 2500 libras en mercancía en el almacén; le debían unas 80 libras y su balance corriente con el señor Keble era de un poco más de 400 libras. Eso significaba un activo circulante de 3000 libras. Se alimentaba en gran medida de té, galletas y arenques, y no había gastado prácticamente nada en publicidad, si exceptuaba (y eso porque no podía hacerle el feo al vicario) un anuncio que puso en la hoja parroquial. Sus gastos de personal seguían siendo de 12 chelines y 6 peniques a la semana, 30 chelines durante las vacaciones. No hacía descuentos a nadie, excepto a la escuela primaria. Despachar no se parecía en nada a lo que había hecho en Müller’s. Los vecinos estaban acostumbrados a dejarle cosas cuando pasaban por allí. Cualquiera que tuviera un vehículo de dos o cuatro ruedas (no sólo el servicial de Wally) era un portador potencial de algo. Ella misma se disponía a tomar el ferry para cruzar el Laze, ya que ese día tocaba media jornada, para llevar treinta ejemplares del Manual para el Reconocimiento de las Flores Silvestres al Instituto de la Mujer. Al recordarlo, cogió el libro de arriba del montón y miró las ilustraciones en busca de la planta de los pantanos que le había enseñado Raven. No se decía ni una sola palabra sobre ella.