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La propiedad que Florence había decidido comprar no había recibido su nombre por nada. Aunque prácticamente ninguna casa —menos las de la urbanización de protección oficial a medio construir que se alzaba hacia el noroeste del pueblo— era nueva, y muchas databan de los siglos XVIII y XIX, ninguna se podía comparar con Old House. Sólo Holt House, propiedad del señor Brundish, era más antigua. Construida con tierra, paja, palos y vigas de roble quinientos años atrás, Old House había sobrevivido gracias a un sótano al que se descendía por una escalera de piedra. En 1953 el sótano había aguantado dos metros de agua de mar hasta que bajó el nivel de las últimas inundaciones. Aunque, a decir verdad, todavía quedaba algo de agua.
El interior estaba conformado por una gran habitación en la parte de delante, una cocina en la parte de atrás, y arriba un dormitorio de techo inclinado. No adosado a este edificio, sino dos calles más allá, junto a la playa, estaba el cobertizo de ostras que era parte de la propiedad y que ella esperaba utilizar como almacén para las reservas de libros. Pero resultó que, por una cuestión de comodidad, cuando lo construyeron se había mezclado yeso con arena de la playa, y la arena del mar no se seca nunca. Cualquier libro que dejara allí se arrugaría por la humedad en pocos días. Su decepción, sin embargo, le granjeó la simpatía de los tenderos de Hardborough. Todos conocían la situación y podían habérselo dicho. Sintieron un cambio en la balanza del poder intelectual y empezaron a desear que le fuera bien.
Quienes llevaban tiempo viviendo en Hardborough también sabían que esa casa estaba embrujada. No era un tema que se evitara, todos hablaban de ello con normalidad. Por ejemplo, había veces que en la plataforma del ferry, alrededor de la hora del crepúsculo, se veía la figura de una mujer que esperaba a que regresara su hijo, que se había ahogado hacía más de cien años. Pero Old House no estaba embrujada de una forma tan conmovedora. Estaba invadida por un poltergeist que, junto con el húmedo asunto sin resolver de las cañerías, había dificultado bastante la venta de la finca. El agente inmobiliario no tenía ninguna obligación legal de mencionar el poltergeist, aunque quizá hizo alguna alusión al respecto cuando habló de una «atmósfera de una época inusual».
En Hardborough a los poltergeists se les llamaba rappers[3]. Podían estar ahí, en el mismo sitio, durante años, y de pronto desaparecer de un día para otro sin dejar rastro. Pero era poco probable que alguien que hubiera escuchado alguna vez ese ruido, que expresaba de una manera tan precisa una furiosa frustración física, como si lo que hubiera detrás quisiera salir, lo confundiera con otra cosa.
—Su rapper ha estado tocando mis alicates —dijo sin rencor el fontanero cuando ella fue a ver cómo avanzaban los trabajos.
Su caja de herramientas estaba dada la vuelta y todo lo que contenía se había desparramado; había unos baldosines azul pálido con un bonito dibujo de nenúfares tirados por las escaleras. El cuarto de baño, con su instalación de agua a medio terminar, tenía el aspecto alerta de quien ha sido testigo de algo. Cuando el bienintencionado fontanero se tomó su descanso para el té, ella cerró la puerta del cuarto de baño, esperó un momento y volvió a mirar dentro rápidamente. Cualquiera que la estuviera viendo, pensó, creería que estaba loca. En Hardborough la expresión que se utilizaba en esos casos era «no estar bien del todo», igual que cuando uno estaba «muy enfermo» se decía que lo estaba «moderadamente».
—Si esto sigue así, a lo mejor termino no estando bien del todo —le dijo al fontanero, mientras pensaba que preferiría que éste no lo llamara «su rapper».
El fontanero, el señor Wilkins, estaba convencido de que lo superaría.
Era en ocasiones como ésta cuando más echaba de menos a los buenos amigos de sus primeras épocas en Müller’s. Cuando entró y se quitó el guante de gamuza para mostrar su anillo de compromiso, adornado con un brillante, había una larga y alentadora lista de nombres para contribuir a comprarle un regalo. Cuando Charlie murió de neumonía en un campo de recogida improvisado al principio de la guerra, la lista era prácticamente la misma. Había perdido el contacto con casi todas las chicas de los departamentos de Correos, Envíos y Mostrador. Además, aunque tuviera sus direcciones, se sentía incapaz de admitir que se habían hecho tan mayores como ella.
No es que le faltaran conocidos en Hardborough. En Rhoda’s, la tienda de ropa, por ejemplo, le tenían mucho cariño. Pero apenas respetaban su intimidad. Rhoda —es decir, Jessie Welford—, a quien le había pedido que le hiciera un vestido nuevo, no dudó en hablar de ello alegremente con los demás, e incluso les mostró el material:
—Es para la fiesta del General y la señora Gamart en The Stead[4]. No sé si yo habría elegido un color rojo… Tienen invitados que van a venir desde Londres.
Después de varias colectas de caridad, Florence conocía a la señora Gamart lo suficiente como para saludarla con un leve movimiento de cabeza y como para recibir de ella una sonrisa, pero jamás habría esperado que la invitaran a The Stead. Lo tomó, a pesar de que todavía no había llegado su stock de Londres, como un cumplido al inmenso poder de los libros.
En cuanto Sam Wilkins terminó de arreglar el cuarto de baño a su gusto, y las tejas quedaron colocadas de nuevo en el tejado, Florence Green dejó su piso y se instaló valientemente, con sus escasas pertenencias, en Old House. En conjunto, incluso con los azulejos de nenúfares firmemente colocados, no era un lugar que inspirara confianza. Los ruidos extraños que se atribuían al embrujo continuaron oyéndose por la noche, mucho después de que las mal instaladas tuberías hubieran quedado en silencio. Sin embargo, el coraje y la perseverancia son inútiles si no se ponen a prueba. Florence sólo deseaba que no se produjera ninguna interrupción cuando viniera Jessie Welford con el vestido nuevo para probárselo. Pero no se llegó a dar esa circunstancia. Recibió una nota en la que se le pedía que se lo probara en Rhoda’s, que estaba en la casa de al lado.
—Creo que después de todo no es mi color. ¿Cómo lo llamaría usted? ¿Rubí?
Fue un alivio cuando Jessie dijo que era más bien un granate o un cobrizo oscuro. Pero había algo muy poco satisfactorio en el reflejo rojo, o cobrizo, que parecía moverse con pocas ganas en el espejo.
—No me queda nada bien en la parte de atrás. Quizá si intento andar pegada a la pared todo el tiempo…
—Se irá haciendo a él a medida que lo lleve puesto —dijo la modista con firmeza—. Necesita un poco de bisutería para desviar la atención hacia otro lado.
—¿Está segura? —preguntó Florence.
Parecía que esta prueba se estaba convirtiendo en una conspiración para evitar que alguien se fijara en su vestido nuevo.
—Bueno, a fin de cuentas, yo diría que estoy más acostumbrada que usted a arreglarme y a salir por la noche —dijo la señorita Welford—. Juego al bridge, ¿sabe? Aquí no hay donde jugar, así que voy a Flintmarket dos veces a la semana. Un penique cada cien puntos por las mañanas, y el doble por las tardes. Y vamos de largo, por supuesto.
Dio unos pasitos atrás, haciendo sombra en el espejo, y luego volvió para coger unos alfileres por aquí y hacer unos ajustes por allá. Ningún cambio, Florence lo sabía muy bien, haría que pareciera cualquier cosa menos pequeña.
—Ojalá no tuviera que ir a esa fiesta —dijo.
—Pues a mí no me importaría ir en su lugar. Es una pena que a la señora Gamart le parezca que lo más adecuado sea encargarlo todo en Londres. Pero estará bien organizada. No habrá que andar contando los sándwiches. Y una vez que esté usted allí, no tendrá que preocuparse de su aspecto. Nadie se fijará en usted y, además, pronto se dará cuenta de que conoce a todo el mundo.
***
Florence estaba segura de que no sería así, y no lo fue. The Stead, en cualquier caso, no era uno de esos sitios donde los sombreros y los abrigos se dejan en la entrada para que uno pueda adivinar, antes de lanzarse a hacer su entrada, quién había llegado ya. En el recibidor, forrado con madera de olmo barnizada, se respiraba la calidez de una casa en la que nunca se ha pasado frío. Se vio de reojo en un espejo mucho más brillante del que había en Rhoda’s, y deseó no haberse puesto de rojo.
Más allá de la puerta se oían voces desconocidas que llegaban desde una habitación preciosa, pintada de un verde pálido que en aquella época todavía era muy del gusto de la sociedad georgiana. Las fotografías enmarcadas en plata sobre el piano y sobre varias mesitas ofrecían un atisbo de la red de parentescos que le daban a Violet Gamart acceso al poder más allá de las fronteras de Hardborough. Su marido, el General, andaba abriendo cajones y armarios con el objeto de no encontrar nada, y tener así una excusa para deambular de una habitación a otra. En los años cincuenta había muchas obras de teatro en Londres en las que los personajes hacían numerosas entradas y salidas por diversas puertas, y después volvían a aparecer en el segundo acto, tres horas más tarde. El General habría encajado bien en una obra de ese estilo. Se cernía sobre los refrescos, en permanente estado de alerta, mientras hacía experimentos con su sonrisa, a la espera de que se solicitara su ayuda, aunque sólo fuera por unos instantes, ya que abrir el champán no era cosa de mujeres.
Allí no había ningún director de banco, ningún vicario, ni siquiera estaba el señor Thornton, su abogado, ni el señor Drury, el abogado que no era su abogado. Florence reconoció la espalda del deán y nada más. Era una fiesta para el condado y para los visitantes que habían venido de Londres. Supuso, correctamente, que en algún momento se enteraría de por qué la habían invitado precisamente a ella.
El General, aliviado de ver a una mujer más o menos pequeña, que no parecía ser intimidante ni tampoco pariente de su esposa, le sirvió una gran copa de champán de una de las doce botellas que él mismo había abierto. Mientras no estuviera emparentada con su mujer no había muchas posibilidades de cometer un error, pero, aunque estaba seguro de haberla visto antes en alguna parte, sólo Dios sabía quién era exactamente. Florence le leyó el pensamiento, que resultaba transparente en su arduo avance de una duda a otra, y le dijo que ella era la mujer que se disponía a abrir una librería.
—¡Eso es, claro! Ahora caigo. Está pensando en abrir una librería. Violet estaba realmente interesada en el asunto. Quería cruzar con usted una o dos palabras de las suyas sobre el tema. Supongo que luego le dedicará un minuto.
Como la señora Gamart era la anfitriona, podía dedicar un minuto a quien quisiera en cualquier momento. Pero Florence no se engañaba a sí misma sobre su propia importancia. Bebió un poco de champán, y las preocupaciones más nimias del día parecieron elevarse como pinchazos diminutos de alfiler a través de los sorbos dorados, y romperse antes de desaparecer.
Supuso que el General daría por terminada su labor, pero se quedó con ella.
—¿Qué clase de cosas va a tener en su tienda, me decía? —preguntó.
Ella apenas sabía qué responder.
—No hay muchos libros de poesía en estos tiempos ¿eh? —insistió—. Al menos, yo no veo demasiados.
—Tendré algo de poesía, por supuesto. No se vende tan bien como otras cosas, y además me llevará un tiempo aprenderme los títulos.
El General se quedó sorprendido. Él nunca había necesitado mucho tiempo, cuando era subalterno, para conocer por su nombre a toda su tropa.
—«Es fácil estar muerto. Decid sólo esto: están muertos». ¿Sabe quién escribió eso?
Le habría encantado poder decir que sí, pero no podía. El brillo titubeante de expectación en los ojos del General se apagó por completo. Era evidente que ya había intentado demostrar algo con esa misma frase en otras ocasiones, quizá en demasiadas. En una voz tan baja que ella le oyó a duras apenas entre el ruido que les llegaba procedente de la fiesta, continuó:
—Charles Sorley…
Florence se dio cuenta en seguida de que Sorley debía de estar muerto.
—¿Cuántos años tenía?
—¿Sorley? Veinte. Estaba en los Swedebasher —los Suffolk, ya sabe—. Noveno batallón, compañía B. Le mataron en la batalla de Loos, en 1915. Tendría sesenta y cuatro años si aún estuviera vivo. Yo tengo sesenta y cuatro. Eso hace que me acuerde del pobre Sorley.
El General se alejó arrastrando los pies hacia los demás invitados, que cada vez hacían más ruido. Florence estaba sola, rodeada de personas que charlaban con familiaridad, y algunas de las cuales tenían su réplica exacta en los marcos de plata. ¿Quiénes eran? No le importaba; al fin y al cabo, todos ellos se habrían sentido igualmente perdidos si hubieran terminado, como ella, en el Departamento de Envíos en Müller’s. Escuchó la voz suave de un hombre joven justo detrás de ella:
—Yo sé quién es usted. Debe de ser la señora Green.
No diría eso, pensó Florence, si no estuviera seguro de que ella sí que le iba a reconocer. Y así fue: le reconoció. Todo el mundo en Hardborough podría haber dicho quién era, y, además, con cierto orgullo, ya que todos sabían que trabajaba en Londres y que hacía algo en la televisión. Era Milo North, de Nelson Cottage, en la esquina con Back Lane. Nadie sabía del todo qué era lo que hacía exactamente, pero en Hardborough estaban acostumbrados a no estar muy seguros de lo que hacía la gente en Londres.
Milo North era alto y pasaba por la vida sin hacer demasiados esfuerzos. Decir: «Yo sé quién es usted. Debe de ser la señora Green» suponía para él un gasto de energía poco corriente. Lo que podía parecer una delicadeza por su parte, normalmente no era más que una forma de evitar líos; lo que parecía simpatía era en realidad el resultado de su instinto para esquivar cualquier problema antes de que éste se originara. Era difícil imaginar lo que supondría hacerse viejo para una persona así. Sus emociones, a base de no ejercitarlas, casi habían desaparecido. Había descubierto que la capacidad para adaptarse resultaba tan adecuada para salirse con la suya como la propia curiosidad.
—Yo también le conozco, por supuesto, señor North —dijo ella—. Pero nunca me habían invitado a The Stead. Supongo que usted viene a menudo.
—Sí, me invitan a menudo —dijo Milo.
Le sirvió otra copa de champán a Florence y, como ella había pensado que se quedaría sola indefinidamente tras la retirada del General, se sintió agradecida.
—Es muy amable.
—No mucho —dijo Milo, que rara vez decía algo que no fuera cierto.
La docilidad no es lo mismo que la amabilidad. Su personalidad líquida iba tanteando el terreno, y se introducía sigilosamente por los puntos más vulnerables de los demás hasta encontrar un lugar apropiado en el que instalarse y sacar de él el máximo provecho.
—Vive sola, ¿no? —prosiguió—. ¿Se acaba de mudar a Old House, usted sola? ¿Nunca ha pensado en volver a casarse?
Florence se sintió desconcertada. Con este joven le resultaba fácil estar en calma, como en un remanso de agua, mientras que las elevadas voces que se oían a su alrededor se iban haciendo cada vez más y más incoherentes. Allí el tiempo parecía transcurrir más rápido. Las bandejas, que habían estado llenas de sándwiches y coronadas con perejil cuando ella entró, ya no tenían más que migas.
—Estuve muy felizmente casada, ya que me lo pregunta —dijo Florence—. Mi marido y yo trabajábamos en el mismo sitio. Luego entró en el antiguo Departamento de Comercio y Exportación antes de que lo convirtieran en un ministerio. Me hablaba de su trabajo cuando volvía a casa por las noches.
—¿Y era usted feliz?
—Le quería, e intentaba entender su trabajo. A veces pienso que el hombre y la mujer no son precisamente lo más adecuado el uno para el otro. Aunque algo debe de haber, por supuesto.
Milo la miró con detenimiento.
—¿Está usted segura de que no es una imprudencia tomar las riendas de un negocio? —preguntó.
—No le conocía a usted, señor North, pero pensé que por su trabajo quizá agradeciera que hubiera una librería en Hardborough. Probablemente en la BBC conocerá a escritores y a pensadores, y a todo ese tipo de gente. Supongo que vendrán a visitarle de vez en cuando y a respirar algo de aire puro.
—Si vinieran no sabría qué hacer con ellos… Los escritores van a cualquier parte. No estoy tan seguro de que los pensadores hagan lo mismo. Pero Kattie se encargaría de ellos, supongo.
Kattie debía de ser la chica morena con medias rojas —o quizá fueran mallas, que ahora se podían conseguir en Lowestoft y en Flintmarket, pero no en Hardborough— que vivía con Milo North. Eran los únicos en el pueblo que vivían juntos sin estar casados. Pero Kattie, que también era conocida por trabajar para la BBC, sólo bajaba a Hardborough tres noches a la semana, lunes, miércoles y viernes, lo que hacía que la cosa pareciera un poco más respetable.
—Es una pena que Kattie no haya podido venir esta noche.
—¡Pero si es miércoles! —exclamó la señora Green sin poder contenerse a tiempo.
—No he dicho que no esté aquí, sólo que es una pena que no haya podido venir. Y no lo ha hecho porque yo no la he traído. Pensé que algo así sólo causaría problemas, y no merece la pena.
La señora Green pensó que él debería tener el valor de defender sus propias convicciones. Pensaba que se trataba de una pareja joven luchando contra el mundo. Ella, por su parte, era ya mayor y tenía, por tanto, derecho a estar agobiada.
—En cualquier caso, tiene que venir a mi tienda —dijo—. Cuento con usted.
—De ninguna manera —respondió Milo.
La cogió por los codos, tocándola apenas, y la zarandeó un poco para dar énfasis a sus palabras.
—¿Por qué se ha puesto de rojo esta noche? —le preguntó.
—¡No es rojo! ¡Es granate, o cobrizo oscuro!
La señora Violet Gamart, patrona por naturaleza de todas las actividades públicas de Hardborough, se encaminó hacia ellos. Aunque Florence estaba de espaldas, pudo advertir el temblor, pero pensó que se trataba de algo indicativo de la libertad de las Artes y, por lo tanto, no estaba fuera de lugar en su salón. Sin embargo, había llegado el momento de tener unas palabras con la señora Green. Le dijo que llevaba toda la noche intentando acercarse a ella, pero que se la habían llevado una y otra vez. Había venido tanta gente… Pero a la mayoría los podría ver en cualquier otro momento. Lo que realmente quería decirle era lo agradecidos que debían estarle todos por esta nueva aventura, por semejante previsión y tamaña empresa.
La señora Gamart hablaba con una especie de urgencia generosa. Tenía unos ojos oscuros y brillantes, que parecían mantenerse abiertos gracias a algún tipo de mecanismo que se encontraba al límite de sus posibilidades.
—¡Bruno! ¿Le han presentado a mi marido? Ven y dile a la señora… la señora… lo encantados que estamos.
Por un momento, Florence sintió algo extraño, como una vocación, como si estuviera dispuesta a dedicar su vida a servir voluntariamente a la señora Gamart.
—¡Bruno!
El General había estado intentando atraer la atención de todos hacia una herida que se había hecho en la mano con el alambre retorcido de uno de los corchos del champán. Se iba acercando uno por uno a todos los grupos de invitados, con la esperanza de arrancarles una sonrisa al decir de sí mismo que era un herido capaz de seguir andando por su propio pie.
—Hemos estado rezando todos por que hubiera una buena librería en Hardborough, ¿verdad Bruno?
Contento de que se solicitara su presencia, se acercó a ella.
—Por supuesto, cariño, rezar no es malo. Probablemente deberíamos hacerlo más a menudo.
—Sólo hay una cuestión, señora Green, una sin importancia en cierto sentido; todavía no se ha mudado a Old House, ¿o sí?
—Sí, llevo allí más de una semana.
—¡Ah, pero si no hay agua!
—Sam Wilkins me arregló las cañerías.
—No olvides, Violet —dijo el General, agobiado—, que has estado en Londres mucho tiempo últimamente y no has podido mantenerte al tanto de todo.
—¿Por qué no debería haberme mudado? —preguntó Florence con toda la suavidad de que fue capaz.
—No se ría de mí, pero soy tan afortunada que tengo algo parecido a un don, o quizá sea un instinto, para unir personas y lugares. Por ejemplo, recientemente… Claro, que me temo que no va a significar mucho para usted si no conoce las dos casas de las que estoy hablando…
—Quizá podrías decirme en cuáles estás pensando —dijo el General—. Y yo podría explicárselo todo con calma a la señora Green.
—Bueno, volviendo a Old House: eso es exactamente a lo que me refiero. Creo que puedo ahorrarle muchas decepciones y quizá incluso algo de dinero. De hecho, quiero ayudarla, y ésa es mi excusa para decir todo que le estoy diciendo.
—No es necesaria ninguna excusa, por supuesto —dijo Florence.
—Hay muchísimas propiedades en Hardborough más adecuadas, más apropiadas en todos los sentidos para una librería. ¿Sabía, por ejemplo, que cierran Deben?
Efectivamente, sabía que Deben, el pescadero, estaba a punto de cerrar. Todo el mundo en el pueblo sabía cuándo quedaba vacía una propiedad, quién tenía problemas financieros, quién necesitaría un poco más de espacio en nueve meses, y quién estaba a punto de morir.
—Nos hemos acostumbrado de tal forma, me temo, a que Old House estuviera vacía, que hemos ido retrasándolo todos estos años… Nos ha avergonzado usted bastante con sus prisas, señora Green… Pero la cuestión es que estamos todos algo alterados por la repentina transformación de nuestra Old House en una tienda; somos tantos los que teníamos la idea de convertirla en algún tipo de centro… Quiero decir, un centro artístico… para Hardborough.
El General escuchaba con gesto tenso.
—Habría que rezar por eso también, ya sabes, Violet.
—… música de cámara en verano… No podemos dejarlo todo en manos de Aldeburgh… Conferencias en invierno…
—Ya tenemos conferencias —dijo Florence—. La serie del vicario sobre el Suffolk pintoresco se repite cada tres años.
Eran unas tardes con mucho encanto, ya que no había necesidad de prestar demasiada atención y, ante las caras somnolientas de la primera fila, se sucedían las filminas sin orden aparente y sin que obedecieran a la voz del vicario.
—Deberíamos ser bastante más ambiciosos, en especial si pensamos en la gente que nos visita en verano y que probablemente viene desde muy lejos. Y es que, sencillamente, en el pueblo no hay otra casa antigua que tenga un ambiente tan apropiado. Piénselo un poco, ¿de acuerdo?
—He pasado seis meses negociando esta venta, y no me puedo creer que hubiera alguien en todo Hardborough que lo ignorara. De hecho, sé que todo el mundo estaba al tanto.
Miró al General para obtener una confirmación por su parte, pero éste tenía los ojos clavados en las bandejas vacías.
—Y, por supuesto —continuó la señora Gamart con el mayor énfasis—, la gran ventaja, que sería casi un pecado desaprovechar, es que ahora contamos justo con la persona adecuada para hacerse cargo. Quiero decir, hacerse cargo del nuevo centro, y ponernos a todos al día sobre libros y cuadros y música, y animar las cosas, y asegurarse de que todo marcha por el buen camino.
Le lanzó a la señora Green una sonrisa muy expresiva, que decía mucho más de lo que parecía. Había regresado a ese momento de intimidad perturbadora, aunque, mientras pronunciaba esta última frase, la señora Gamart, se había ido retirando con todo tipo de gestos y saludos en dirección a su protectora horda de invitados.
Cuando se quedó sola, Florence se dirigió hacia la pequeña habitación que había junto al recibidor para buscar su abrigo. Mientras revisaba metódicamente los montones, llegó a la conclusión de que, después de todo, no era demasiado mayor para tener dos trabajos; quizá habría que buscar un gerente para la librería, y ella tendría que apuntarse a algún tipo de curso sobre Historia del Arte, o sobre Apreciación de la Música —la música siempre se aprecia, mientras que el arte tiene una historia— que, se imaginaba, le supondría tener que ir a menudo a Cambridge.
Fuera, la noche estaba clara y había visibilidad por encima de los pantanos hasta el Laze, enmarcado por las luces de los botes de pesca que esperaban a que bajara la marea. Pero hacía frío y el aire le cortó la cara.
«Fue muy amable por su parte invitarme», pensó. Sin duda les habrá parecido extraño hablar conmigo.
En cuanto se marchó, los invitados se reagruparon, igual que el ganado cuando Raven se llevó al viejo caballo hacia un lado. Ahora eran todos de la misma clase, y todos miraban hacia el mismo lado, mientras pastaban juntos. Entre ellos podían arreglar muchos asuntos, aunque, a menudo, cuando conseguían arreglar algo se debía más bien a la intervención del puro azar. A medida que se acercaba la hora de empezar a pensar en irse a casa, la señora Gamart iba sintiéndose algo inquieta por lo que ella consideraba un punto negro en su plan para Old House. Esta señora Green, aunque sin duda muy discreta, no había terminado de aceptarlo todo al momento. No tenía demasiada importancia. Pero entonces Milo le puso un poco más de champán, y su mente empezó a dar unas vueltas vertiginosas y se lanzó a hablar con todos: con el segundo marido de su prima, que tenía algo que ver con el Consejo de las Artes; con su tío segundo, que no tardaría en ocupar un alto puesto de la Administración Territorial; con su brillante sobrino, que se presentaría a las elecciones por el municipio de Longwash, en West Suffolk, y que ya se había hecho un nombre como perseverante Secretario de la Sociedad para Ofrecer Acceso Público a los Lugares de Interés y Belleza; y con Lord Gosfield, que se había aventurado a venir desde su castillo en las marismas, porque si las fiebres aftosas le atacaban de nuevo no podría viajar en meses. Con todos ellos habló del Centro para la Música y las Artes de Hardborough. Y en las mentes de su brillante sobrino, de su tío y de todos los demás, se instaló la vaga noción de que quizá habría que hacer algo porque, de lo conrrario, Violet podría acabar siendo una lata. Hasta Lord Gosfield se sintió conmovido, aunque no había dicho nada en toda la noche y, de hecho, había conducido más de cien kilómetros precisamente para no decir nada en compañía de su viejo amigo Bruno. Todos procuraban ser amables con su anfitriona, porque eso les hacía la vida más fácil.
Había llegado la hora de marcharse. No estaban seguros de dónde habían dejado las llaves del coche, ellos o sus mujeres. Remolonearon en la puerta diciendo que no había que dejar que entrara el aire frío, mientras el viejo perro del General, que vivía con la sola expectativa de que se abriera la puerta, meneaba débilmente la cola sobre el lustroso suelo; luego los coches no arrancaban y la perspectiva de que algunos de ellos regresaran para pasar la noche se hizo peligrosamente real; al final se encendió el último chispazo y todos se pusieron en camino, gritando palabras de despedida y moviendo las manos, y, en el silencio que quedó después de todo aquello, se pudo oír de nuevo el viento de los pantanos.