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La Librería Old House abriría sus puertas a la mañana siguiente, pero Florence no tenía pensado hacer ningún tipo de celebración, porque no estaba muy segura de quiénes debían ser sus invitados. El estado de ánimo, sin embargo, lo es todo en estos casos. Con eso, uno puede tener una fiesta muy gratificante aunque se esté completamente solo. Estaba pensando en ello cuando se abrió la puerta de la calle y entró Raven.

—Pasa mucho tiempo sola —dijo.

Se disculpó por llevar las botas de goma, y miró a su alrededor para ver el trabajo que habían hecho los Scouts con las estanterías.

—Sobra un cuarto de centímetro allí, cerca del armario.

Pero ella no estaba dispuesta a sacarle defectos a la decoración. Además, ahora que los libros estaban colocados, bien echados hacia delante (no podía soportar que se deslizaran hacia atrás, como si estuvieran derrotados), cualquier anomalía quedaría oculta. Igual que sucediera con el vestido rojo, se acostumbraría a las estanterías a medida que las fuera usando.

—Y no hay quien mire ese enyesado —continuó Raven—. Se lo puede decir la próxima vez que les vea.

No creía que fuera capaz de distinguir a ninguno de los Scouts sin su uniforme; pero se equivocó, porque cuando apareció Wally, con su chaqueta del colegio y unos pantalones de la tienda agrícola, le reconoció al instante.

Dijo que traía un recado para la señora Green.

—¿Quién te lo ha dado? —preguntó Raven.

—Fue el señor Brundish, señor Raven.

—¿Qué? ¿Salió de Holt House y te lo dio?

—No, sólo se apoyó un poco contra la ventana e hizo un chasquido.

—¿Con la lengua?

—No, con los dedos.

—Entonces, ¿cómo pudiste oírlo a través de la ventana?

—No lo oí. Fue más bien como si lo notara.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Pálido?

Wally pareció dudar.

—Pálido y oscuro. No es fácil describir su aspecto. Tenía la cabeza un poco hundida entre los hombros.

—¿Tuviste miedo?

—Sentí que tenía que arriesgarme.

—Un Scout del Mar siempre debe arriesgarse —respondió Raven de modo automático—. Creo que no le he visto desde hace más de un mes, a pesar del buen tiempo, y hace mucho más que no le oigo hablar. No te dijo nada, ¿verdad?

—Sí, sí. Se aclaró la garganta un poco y me dijo que le diera esto a la señora Green.

Wally traía un sobre blanco con bordes negros. Aunque Florence lo había estado mirando fijamente todo ese tiempo, lo cogió con incredulidad. Nunca había hablado con el señor Brundish. Incluso en la fiesta de The Stead, no había tenido ninguna esperanza de conocerle. Era bien sabido que a la señora Gamart, como anfitriona de todo lo que tuviera valor en Hardborough, le habría gustado contarle entre sus amigos, pero como sólo había estado en The Stead durante quince años y no era originaria de Suffolk, sus esperanzas habían sido en vano. Quizá el señor Brundish no era consciente de su presencia. Además, en los últimos años había estado tan confinado en su casa que era algo sorprendente que supiera siquiera su nombre.

—No entiendo cómo esto puede ser para mí.

A Raven y a Wally no se les pasó por la cabeza irse hasta que Florence hubiera abierto el sobre.

—No se preocupe por los bordes negros —dijo Raven—. Esos sobres los mandó hacer, debía de ser el año 1919, cuando volvieron todos de la primera guerra y murió la señora Brundish. Yo todavía era un chaval.

—¿De qué murió?

—Fue una cosa extraña, señora Green. Se ahogó cruzando los pantanos.

Dentro del sobre había una hoja de papel, también con bordes negros.

Estimada Sra.,

Me gustaría desearle suerte. En tiempos de mi bisabuelo había un librero en High Street quien, al parecer, tumbó a un cliente con un libro cuando éste se puso pesado. Se había producido algún retraso en la llegada de la última parte de una nueva novela, creo que era Dombey e hijo. Desde ese día hasta hoy, nadie ha tenido el valor suficiente para vender libros en Hardborough. Usted nos está haciendo un honor. Visitaría su tienda sin ninguna duda si saliera alguna vez, pero últimamente he decidido no hacerlo; en cualquier caso, estaré encantado de hacerme socio de su biblioteca.

Atentamente suyo,

Edmund Brundish

¡Una biblioteca! Ni se le había pasado por la imaginación. Además, en absoluto había sitio suficiente para montarla.

—Es evidente que no está contento con la Móvil —dijo Raven.

La camioneta de la biblioteca pública venía desde Flintmarket una vez al mes. Los libros, de tanto usarlos, habían adquirido un tufillo muy peculiar. Los que tenían algún interés por la lectura en Hardborough los habían leído todos varias veces.

Florence acompañó a Wally, que movió la cabeza como respuesta a su agradecimiento, hasta la puerta de la calle. Parecía un mensajero. Su bicicleta estaba cargada con paquetes, y del manillar, que él había colocado al revés para que se pareciera más a una bici de carreras, colgaba una cesta con una gallina dentro.

—Está triste, señora Green —dijo señalando a la gallina—. Me la llevo a casa de la hermanastra de mi primo. Quiere criar polluelos.

Florence puso la mano suavemente sobre la masa adormilada de plumas. La vieja gallina estaba hundida como en un montón suave y de color tostado, sin apenas abrir los ojos. Toda su energía estaba dedicada a producir calor. La propia cesta palpitaba con un ritmo lento y lleno de resolución.

—Gracias por traer la nota, Wally. Veo que tienes mucho que hacer.

Había traído su bolso, así que, en silencio, hizo su contribución para sufragar otro ladrillo.

Raven no se marchó enseguida. Explicó que había venido, en principio, para decirle que quizá necesitara a alguien joven y despierto para echarle una mano, puede que después de clase.

—¿Estaba usted pensando en Wally?

—No, en él no. No es de los que se quedan en casa con los libros. Él es más de matemáticas. Si le hubiera gustado leer, habría abierto su carta mientras venía hacia aquí; pero ya ha visto que no lo ha hecho.

Raven había pensado más bien en una de las chicas Gipping. No dijo cuántas eran, ni parecía importarle cuál de ellas vendría. La fama que tenían de competentes la había difundido su madre, la señora Gipping. La familia vivía en esa casa que había entre la iglesia y la vieja estación de tren, y contaba con un buen pedazo de tierra. El señor Gipping era yesero, pero se le podía ver a menudo en la parte de atrás poniendo estacas a su plantación de guisantes o recogiendo patatas. La señora Gipping salía a trabajar de vez en cuando. Daba prioridad a Milo, los días en que Kattie estaba en Londres, y también iba regularmente a casa del señor Brundish.

—Yo hablaré con ella —dijo Raven—. Puede enviar a alguna de sus hijas después del colegio. Las clases acaban a las tres y veinticinco.

El señor Raven se marchó. Las pisadas mojadas de sus botas de goma por todo el suelo, barnizado más de una vez para la inauguración del día siguiente, parecían las huellas de una especie de anfibio amistoso. La sensación de que alguien le organizara algo era agradable. Ella sola no habría tenido el coraje suficiente para llamar a la puerta de la superpoblada casa de la señora Gipping.

Su mente volvió con desgana al problema de la biblioteca. Aquello sería un incordio, y puede que hasta un fracaso. ¿Sería razonable esperar, por ejemplo, que la señora Gamart se abonara? No se había vuelto a oír nada procedente de The Stead, pero la mirada de Deben mientras colocaba los arenques en su mostrador de mármol, una mirada llena reproche y conocimiento de lo que ocurría, le había dejado claro que la polémica seguía viva. Cuanto más modesta fuera en el manejo de su negocio, al menos durante el primer año, mejor. Pero, después de releer la carta del señor Brundish, dijo en voz alta:

—Veré qué puedo hacer respecto a la biblioteca.

Si había pensado en algún momento que el poltergeist relajaría sus esfuerzos una vez abierta la tienda, se había equivocado. En repetidas ocasiones durante la noche, detrás de cada uno de los tornillos que habían puesto los Scouts, se oía un golpe delicado y certero, como si el ente los estuviera numerando para futuras referencias. Durante el día, los clientes comentaban que había mucho ruido en la casa de al lado, en Rhoda’s, y que nunca habían oído una máquina de coser que organizase semejante escándalo. Florence contestaba, consciente de estar diciendo la verdad, que nunca se sabía con estas casas tan viejas. Instaló una caja registradora con una campana, pensando que un ruido así distraería la atención de casi cualquier otra cosa.

El día de la inauguración no suscitó demasiado interés en Hardborough. La propia Old House no despertaba ninguna curiosidad. Llevaba vacía tanto tiempo, con las ventanas rotas y las puertas abiertas, que todos los niños de la zona habían jugado allí en alguna ocasión. La facturación de la primera semana fue de 70 u 80 libras. La señora Traill, de la escuela primaria, había encargado una suscripción a Vida cotidiana en la antigua Gran Bretaña; el señor Thornton había comprado un libro sobre pájaros, y el director del banco, bastante inesperadamente, uno sobre cómo ponerse en forma. El señor Drury, el abogado que no era el señor Thornton, y uno de los médicos de la clínica compraron sendos libros escritos por hombres de las SAS[7] que se habían lanzado en paracaídas sobre Europa y habían cambiado el curso de la guerra; también hicieron pedidos de libros escritos por comandantes aliados que ridiculizaban a los hombres de las SAS y dudaban de sus méritos. Esto fue el martes. El miércoles empezó a llover, y las chicas del internado que habían salido a dar un paseo se refugiaron en la tienda, que se llenó de cuerpos mojados y humeantes, apretados unos contra otros como si aquello fuera un redil de ovejas. Las chicas dieron la vuelta a las postales a las que, de mala gana, se les había concedido un lugar al lado de las ediciones de tapa blanda, y compraron tres. Hubo que encontrar sobres, y la caja se atascó cuando se le pidió que sumara 9 peniques y medio, más 6 y medio, más 3 y medio. El jueves —día de media jornada, aunque Florence decidió que esa primera semana haría una excepción— apareció Deben para demostrar que no había rencores, y estuvo curioseando y pasando sus manos callosas por los muebles. Encargó una partitura del Mesías.

—¿Quiere que le haga un pedido? —preguntó Florence intentando adoptar un tono de voz amistoso.

—¿Cuánto tardará en llegar?

—Es difícil aventurar una fecha. A los editores no les gusta enviar sólo una cosa cada vez. Tengo que esperar a tener doce títulos o así del mismo editor para hacer un pedido.

—Creía que tendría una obra como ésa en el almacén. El Mesías de Haendel se canta todas las Navidades, ¿sabe? Tanto en Norwich como en el Albert Hall de Londres.

—Es algo difícil tener en cuenta los gustos de todo el mundo cuando hay poco sitio para las existencias.

—No es como si tuviera que depender de la pesca del día —dijo Deben—. Por aquí no veo nada que se pueda deteriorar.

Todavía no había encontrado comprador para su tienda.

Por las tardes cerraba las contraventanas, ponía en orden los pedidos, se ocupaba de la correspondencia con su vieja máquina de escribir, y leía el Bookseller y el Smith’s Trade News. Para cuando se metía en la cama estaba completamente agotada y ya no soñaba con la garza ni con la anguila ni, al parecer, con nada más.

Quizá su batalla para establecerse en Old House había terminado, o quizá se equivocaba al pensar que había encontrado su lugar o que podría encontrarlo alguna vez. Aunque no supiera con certeza a cuál de estas alternativas se refería, la batalla no podía ser decisiva en absoluto.

Cuando la librería llevaba abierta tres semanas, el general Gamart entró sin llamar la atención. Con un escalofrío repentino, Florence temió que le pidiera los poemas de Charles Sorley; pero él también quería las memorias de los hombres de las SAS.

—A menudo he pensado en escribir algo por mí mismo, ahora que tengo tiempo libre. Desde el punto de vista de la infantería, ¿sabe? El tipo que avanza y al que le pegan un tiro.

Florence le envolvió el libro con mucho cuidado. Le habría gustado tener el poder para que aprobaran una ley por la que se asegurara que aquel hombre nunca volviera a ser infeliz. Pero quizá no debería haber ido a la tienda siquiera. Estaba allí contra su voluntad, por decirlo suavemente. Miró a su alrededor como si estuviera en libertad bajo palabra, y se batió en retirada con su paquete.

La astuta sobrina de Jessie Welford se quedó un poco sorprendida cuando fue por allí la primera vez a echar una mano con la contabilidad. La facturación era mayor de lo que esperaba. No sabía que había tanto interés por la nueva empresa.

—¿Echamos un vistazo a las transacciones? —preguntó sacando la punta de su Eversharp[8] de plata y usando ese tono que hacía que sus empleados se cuadraran—. Se han abierto tres cuentas: la escuela primaria y dos médicos. ¿Dónde está su provisión para deudas incobrables?

—Me parece que no he hecho ninguna —dijo la señora Green.

—Debería ser un 5 por ciento de lo que se le debe en el libro mayor. Luego, la depreciación… Eso tiene que aparecer en el debe, aquí, y como haber en la cuenta de propiedad. Todo débito ha de tener su crédito. Es esencial que usted pueda ver, con sólo mirar una vez en cualquier momento, exactamente cuánto debe y cuánto le deben. Ése es el objetivo de llevar bien los libros. Porque querrá usted saberlo, ¿no?

Deseó que así fuera y se sintió culpable. A menudo pensaba que como se enterase exactamente de cuál era su situación financiera hasta el último cuarto de penique, tal y como insistía Ivy Welford, no tendría valor para seguir adelante un solo día más. No se atrevía a mencionar siquiera que estaba pensando en abrir una biblioteca.

El tiempo había cambiado y reinaba un verano prematuro.

—¡Alguien trae un envío para usted! —gritó Wally desde la bici, con un pie en el suelo—. Preguntó dos veces cuál era el camino, una en la gasolinera y otra en la vicaría. Ahora tiene problemas para dar la vuelta. Está intentando hacerlo en una sola maniobra, para cruzar directamente y venir por la parte de atrás.

Con el tiempo, esta furgoneta en concreto, elegante con su pintura roja y crema, se convertiría en la más conocida de Hardborough. Era la furgoneta de Brompton’s, la tienda de Londres que ofrecía servicio de biblioteca a libreros de provincias, sin importar lo lejos que estuvieran. A petición de Florence, le habían traído los primeros volúmenes, y ella tenía que firmar un compromiso y leer las condiciones que proponía Brompton’s.

Éstas parecían más una filosofía moral o las leyes de un Estado ideal, que la expresión de una transacción económica. Los libros disponibles para préstamo estaban divididos en tres clases: A, B y C. Los de la clase A eran los que se pedían mucho, los de la clase B eran simplemente aceptables, mientras que los de la clase C eran libros francamente viejos y que no interesaban a nadie. Por cada A que se llevara, debía llevarse tres Bes y un número considerable de Ces para sus lectores. Si pagaba más, podía llevarse más Aes, pero también un montón enorme de Bes y de Ces. Además, no se le enviaría nada nuevo hasta que devolviera la última remesa.

Brompton’s no ofrecía ninguna sugerencia sobre cómo inducir a los lectores a que eligieran el libro más adecuado. Es posible que en Knightsbridge tuvieran sus propios métodos al respecto.

El mismo día en que se anunció la apertura de la biblioteca con apenas una nota escrita a mano y colgada en la ventana de la librería, se inscribieron treinta vecinos de Hardborough. Se podía considerar al señor Brundish como un socio seguro. Y, aunque él no hubiera dado ningún indicio sobre lo que le gustaría leer, los otros treinta lo tenían muy claro. Cómodamente retirados, o bien propietarios de sus prósperos negocios, admiradores de las imágenes de la realeza y nostálgicos del pasado, todos querían tener el recientemente publicado La vida de la reina Mary[9]. Esto a pesar de que la mayoría parecía tener conocimientos de primera mano acerca de las intimidades de la Casa Real en mucha mayor medida, por supuesto, que el biógrafo. La señora Drury dijo que la reina Madre no había hecho todos esos bordados ella sola; las partes difíciles se las habían hecho sus doncellas. El señor Keble, por su parte, aseguró que nunca volveríamos a ver a nadie como ella.

La reina Mary era, obviamente, un libro A. En lo que al tiempo se refiere, la señora Thornton había sido la primera en ponerlo en su lista; y Florence, segura de la justicia de su sistema, colocó la tarjeta de los Thornton dentro del libro. Todos los lectores tenían una tarjeta rosa y los libros estaban ordenados alfabéticamente, a la espera de que alguien se los llevara. Esto suponía un defecto grave en el sistema. Todo el mundo sabía, con sólo echar un vistazo, el libro que tenían los demás. No era necesario que se dedicaran a curiosear por todos lados, tocando las cosas en el espacio excesivamente pequeño que se había acomodado para la biblioteca, pero lo cierto era que no estaban muy habituados a la disciplina.

—Creo que ha habido algún error… Me parece que había dejado bien clara mi elección. Esto tiene toda la pinta de ser una historia de detectives, y en absoluto parece reciente —dijo la señora Keble, y luego añadió que volvería en media hora. Siempre creía que las cosas tardaban una media hora en resolverse.

—Tampoco me interesa La historia del pensamiento chino —dijo.

La biblioteca se abría los lunes de dos a tres. Normalmente era la hora más floja. La señora Keble no tenía ningún motivo para venir tan pronto, pero a las dos en punto solían entrar varios lectores a la vez, y el ambiente en la concurrida parte de atrás de la tienda empezaba a parecerse a los históricos asedios al Banco de Inglaterra. Durante el año 1945, recordó la señora Green, el Banco se había visto obligado a mantener a los clientes en orden, a fundir los tinteros para hacer balas y a pagar los reembolsos en monedas de seis peniques. Si la señora Thornton viniera de una vez a llevarse su Reina Mary… Pero satisfecha, quizá, con su irrefutable derecho adquirido, no se presentó, aunque se la esperaba cada vez que se abría la puerta de la calle. Mientras tanto, todo el mundo podía ver su tarjeta.

—… lo que significa, supongo, que se le permitirá ser la primera en llevarse La reina Mary. Me han dicho que es una lectora especialmente lenta, pero ésa no es la cuestión, claro.

—La señora Thornton fue la primera en pedir el libro. Eso es lo único que yo tengo en cuenta.

—Permítame que le diga, señora Green, que si tuviera un poco más de experiencia trabajando en comités, se daría cuenta de lo imprudente que resulta tomar decisiones teniendo en cuenta un único aspecto. Una pena.

—En un pueblo pequeño no podemos evitar saber ciertas cosas de los demás. Puede que algunos de nosotros nos sintamos más cercanos que otros al concepto de realeza. Algunos pueden pensar que tienen derecho a ser los primeros en leer acerca de la fallecida Reina Madre. Es posible que se trate de una devoción leal cultivada durante años.

—La señora Thornton fue bastante clara al respecto.

El aire de la tarde veraniega se hizo denso y caluroso. Dos lectores más se apretujaron en la habitación, y uno de ellos le dijo a Florence, en un aparte, que era bien sabido que la señora Thornton había votado a los liberales en las últimas elecciones. Tanto la parte de atrás de la casa como la puerta de la calle estaban bloqueadas por las señoras. A las cuatro —las horas de trabajo eran muy cortas en Hardborough— se unieron sus maridos.

—Nunca hubiera pensado que se iba a malinterpretar mi lista. Mírelo, está escrito ahí, claramente. Parece un fallo de la sencilla rutina burocrática. Si todo el mundo quería La reina Mary, ¿por qué no se encargaron más copias?

Así que la biblioteca de la Librería Old House echó el cierre por una temporada, para volver a abrir en un mes, momento en que la propietaria esperaba contar con algo más de ayuda. Esta acción constituía todo un reconocimiento de debilidad. Wally llevó una nota formal al señor Brundish para explicarle la situación. No había logrado ver al viejo caballero por ningún lado; de modo que le entregó la nota al lechero, quien se la dejó junto a la leche, bajo la arpillera del almacén de las patatas, que era donde el señor Brundish, cuyo buzón se había oxidado hacía tiempo, solía recibir su correspondencia.